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EL sol calentaba, brillante y amarillo, a la mañana siguiente cuando nuestros salvadores vinieron a sacarnos de debajo de las piedras.

—Se hundió, eso es todo —dijo McDunn seriamente—. Notamos unos golpes de las olas y se vino abajo —me pellizcó el brazo.

No se veía nada extraño. El océano estaba tranquilo, el cielo azul. Lo único especial era un tremendo hedor como a algas, causado por la materia gris que cubría las piedras de la derribada torre y las rocas de la orilla. Las moscas zumbaban. El océano limpiaría poco a poco la orilla.

Al año siguiente construyeron un faro nuevo, pero por entonces yo había encontrado trabajo en una ciudad pequeña, me había casado y tenía una casita caliente que brillaba amarilla en las noches de otoño, con la puerta bien cerrada y la chimenea soltando humo. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, que había sido construido, siguiendo sus indicaciones, con cemento armado.

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—Por si acaso —dijo.

El faro nuevo estuvo terminado en noviembre. Fui a verlo a última hora de la tarde y aparqué el coche y miré al otro lado de las aguas grises y escuché el sonido de la nueva sirena, una vez, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá lejos.

¿Y el monstruo?

Nunca volvió.

—Se ha ido —dijo McDunn—. Regresó a las profundidades. Aprendió que en este mundo no se puede amar demasiado a nada. Se fue a las profundidades más profundas a esperar otro millón de años. ¡Ay, pobre de él! Esperando y esperando mientras el hombre llegó a este lastimoso planeta y aquí sigue. Pero él continúa esperando y esperando.

Me quedé sentado en el coche, escuchando. No distinguía el faro ni la luz de la bahía de la Soledad. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena. Sonaba igual que la llamada del monstruo.

Permanecí allí sentado tratando de encontrar algo que decir.

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