3
UNA sala llena de palomas bailando suavemente, agitando sus plumas, una sala llena de pavos reales, una sala llena de ojos y luces como el arco iris. Y en el centro, dando vueltas y más vueltas, bailaba Ann Leary.
—¡Oh, es una noche encantadora! —dijo Cecy.
—¡Oh, es una noche encantadora! —dijo Ann.
—Eres realmente singular —dijo Tom.
La música los empujaba en la penumbra, en ríos de canción; flotaban, se balanceaban, se agachaban, saltaban por el aire, se agarraban entre ellos como personas a punto de ahogarse y volvían a girar, con movimientos de ventilador, entre susurros y suspiros, al compás de la melodía Hermoso Ohio.
Cecy tarareaba la canción. Los labios de Ann se abrieron y salió música de ellos.
—Sí, soy singular —dijo Cecy.
—No eres la misma de siempre —dijo Tom.
—No, esta noche no.
—No eres la Ann Leary que yo conocía.
—No, no lo soy en absoluto —susurró Cecy, a kilómetros y kilómetros de distancia—, No, en absoluto —dijeron los labios.
—Siento cosas raras —dijo Tom.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto a ti —la sujetaba por la espalda y bailaba con ella y escrutaba su rostro resplandeciente, intentando descubrir algo.
—¿Me ves? —preguntó Cecy.
—Parte de ti está aquí, Ann, y parte de ti no está —Tom la hacía girar con delicadeza, mirándola con una expresión inquieta en su rostro.
—Sí.
—¿Por qué has venido conmigo?
—Yo no quería venir —respondió Ann.
—Entonces, ¿por qué?
—Me obligó algo.
—¿Qué?
—No lo sé —la voz de Ann tenía un toque histérico.
—Calla, calla —susurró Cecy—. Calla, eso es. Da vueltas, da vueltas.
Susurraban y hacían frufrú, iban y venían en la sala a oscuras, la música los obligaba a moverse y a girar.
—Pero has venido al baile —dijo Tom.
—Lo he hecho —dijo Cecy.
—Vamos —y él la llevó bailando hasta una puerta abierta y salieron lentamente de la sala y se alejaron de la música y de la gente.
Se subieron al carro y se sentaron juntos.
—Ann —dijo Tom cogiéndole las manos, tembloroso—. Ann —por el modo como lo pronunció, era como si no fuera su nombre. No dejaba de mirar su pálido rostro; ahora ella tenía de nuevo los ojos muy abiertos—. Te quiero, ya lo sabes —siguió él.
—Lo sé.
—Pero siempre te has mostrado inconstante y no quería resultar herido.
—Es que somos demasiado jóvenes —dijo Ann.
—No, lo que quería decir es que lo siento —dijo Cecy.
—¿Qué quieres decir? —Tom soltó la mano de Ann y se puso rígido.
La noche era templada, el olor de la tierra se alzaba en torno a ellos, y el aliento de los frescos árboles hacía que las hojas se rozaran unas contra otras.
—No lo sé —respondió Ann.
—Oh, pero yo sí lo sé —dijo Cecy—. Eres alto y eres el hombre más guapo del mundo. Esta noche es maravillosa; es una noche que recordaré siempre, porque estoy contigo —empujó la extraña y fría mano de la joven al encuentro de la algo reacia de Tom y la calentó y la mantuvo apretada con fuerza.
—Sin embargo —dijo Tom pestañeando—, esta noche tú estás aquí, y estás allí. Durante un momento de un modo, y al momento siguiente de otro. Yo quería traerte esta noche al baile en recuerdo de los viejos tiempos. No lo sabía cuando te lo pedí por primera vez. Sin embargo, antes, cuando estábamos junto al pozo, he notado que algo había cambiado, cambiado de verdad, en ti. Eres diferente. Había algo nuevo y suave, algo… —buscó la palabra—. No lo sé, no puedo decirlo. El modo en que mirabas. Algo en tu voz. Y sé que nuevamente estoy enamorado de ti.
—No —dijo Cecy—. De mí, de mí.
—Y lo temo —continuó Tom—, Me volverás a hacer daño.
—Pudiera ser —dijo Ann.
«No, no, ¡yo te quiero con todo mi corazón! —pensó Cecy—. Ann, díselo, díselo por mí. Dile que le quieres con todo tu corazón».
Ann no dijo nada.
Tom se acercó más y puso la mano en su barbilla.
—Me marcho. Tengo un trabajo a cientos de kilómetros de aquí. ¿Me echarás de menos?
—Sí —dijeron Ann y Cecy.
—A lo mejor te puedo dar un beso de despedida.
—Sí —dijo Cecy antes de que pudiera hablar alguien más.
Tom acercó sus labios a la extraña boca. Besó la extraña boca, temblando.
Ann seguía sentada como una estatua blanca.
—¡Ann! —dijo Cecy—. ¡Mueve los brazos, abrázale!
Seguía sentada como una muñeca de madera a la luz de la luna.
Tom volvió a besarle los labios.
—Te quiero —susurró Cecy—. Estoy aquí, soy yo a quien ves en sus ojos, soy yo, y yo te quiero aunque ella no.
Tom se apartó y parecía un hombre que hubiese corrido una larga distancia. Seguía sentado junto a ella.
—No sé lo que está pasando, durante un momento…
—¿Qué? —preguntó Cecy.
—Durante un momento he creí… —se llevó las manos a los ojos—. No importa. Ahora te llevaré a casa.
—Por favor —dijo Ann Leary.
Tom arreó el caballo, tiró de las riendas cansinamente e hizo avanzar el carro. Se movieron a la luz de la luna en las aún tempranas once de la noche, con las brillantes praderas y los suaves campos de trébol deslizándose a su lado.
Y Cecy, mirando los campos y las praderas, pensó:
«Merecería la pena, merecería la pena lo que fuera con tal de estar con él esta noche».
Y volvió a oír las voces de sus padres:
«Ten cuidado. No querrás perder tus poderes mágicos, ¿verdad? No te cases con un mero mortal. Ten cuidado. No puedes hacer eso».
«Sí, sí —pensó Cecy—, aunque tenga que renunciar, aquí y ahora, si él me quiere. Entonces no necesitaría andar vagando las noches de primavera, no necesitaría vivir en los pájaros y los perros y los gatos y los zorros, sólo estaría con él. Sólo con él. Sólo con él».
La carretera se deslizaba bajo ellos, susurrando.
—Tom —dijo Ann por fin.
—¿Qué? —él miraba fríamente la carretera, el caballo, los árboles, el cielo, las estrellas.
—Si en algún momento, en los próximos años, cuando quieras, pasas por Mellin Town, Illinois, a unos kilómetros de aquí, ¿querrías hacerme un favor?
—Tal vez.
—¿Harías el favor de visitar a una amiga mía? —Ann Leary dijo esto vacilando, con timidez.
—¿Por qué?
—Es una buena amiga. Le he hablado de ti. Te daré su dirección. Es sólo un momento —cuando el carro se detuvo en la granja, Ann sacó lápiz y papel de su bolso y escribió a la luz de la luna, apoyando el papel en su rodilla—. Aquí tienes. ¿Entiendes la letra?
Tom echó una ojeada al papel y asintió desconcertado con la cabeza.
—Cecy Elliott, calle del Sauce, doce, Mellin Town, Illinois —dijo él.
—¿La irás a ver algún día? —preguntó Ann.
—Algún día —dijo Tom.
—Promételo.
—¿Qué tiene que ver esto con nosotros? —gritó él violentamente—. ¿Qué tengo que ver yo con papeles y nombres? —hizo una bola con el papel y se lo guardó en la chaqueta.
—Por favor, promételo —suplicó Cecy.
—… promételo —dijo Ann.
—De acuerdo, de acuerdo, y ahora deja que me marche —gritó Tom.
«Estoy cansada —pensó Cecy—. No puedo seguir aquí. Tengo que volver a casa. Me siento débil. Sólo tengo poder para estar fuera unas cuantas horas por la noche, viajando, viajando. Pero antes de que te vayas…»
—… antes de que te vayas —dijo Ann.
Besó a Tom en los labios.
—Soy yo la que te besa —dijo Cecy.
Tom se apartó de ella y miró a Ann Leary, y miró dentro, muy dentro de ella. No dijo nada, pero su cara empezó a perder tensión poco a poco, y las arrugas desaparecieron, y su boca perdió la dureza, y volvió a mirar profundamente aquella cara iluminada por la luna que tenía ante él.
Luego la ayudó a bajar del carro y, sin siquiera decir buenas noches, se alejó por la carretera.
Cecy se tenía que ir.
Ann Leary, llorando, liberada de su prisión, o eso le parecía, corrió por el sendero iluminado por la luna, camino de su casa, y cerró de un portazo.
Cecy se entretuvo un poco más. Con los ojos de un grillo observó la noche de primavera. Con los ojos de una rana estuvo sentada un momento junto a una charca, a solas. Con los ojos de un ave nocturna miró desde un alto olmo hechizado por la luna y vio que se apagaban las luces de las granjas, una aquí, otra a kilómetros de distancia. Pensaba en sí misma y en su familia, y en su extraño poder, y en el hecho de que nadie de su familia se hubiera casado nunca con alguien que perteneciera a aquel vasto mundo que se extendía pasadas las colinas.
—¿Tom? —su debilitada mente voló como un ave nocturna por debajo de los árboles y por encima de la mostaza silvestre—. ¿Todavía tienes el papel, Tom? ¿Querrás venir a verme en algún momento, cualquier día, cualquier año de estos? ¿Me reconocerás entonces? ¿Me mirarás a la cara y recordarás dónde me viste por última vez y te darás cuenta de que me quieres como yo te quiero, con todo el corazón y para siempre?
Se detuvo en el fresco aire de la noche, a un millón de kilómetros de las ciudades y la gente, por encima de las granjas y los continentes y los ríos y las montañas.
—¿Tom? —dijo con suavidad.
Tom estaba dormido. Era ya noche profunda. Su ropa estaba colgada de una silla o doblada cuidadosamente a los pies de la cama. Y en una mano silenciosa, apoyada sobre la blanca almohada, al lado de su cabeza, tenía un trocito de papel con algo escrito. Poco a poco, poco a poco, sólo un centímetro cada vez, sus dedos se cerraron y apretó el papel con fuerza. Y ni siquiera se movió ni notó que un mirlo, suavemente, maravillosamente, golpeaba durante un momento contra la luna de los cristales de la ventana. Luego, revoloteando, se detuvo tranquilo y, después, emprendió el vuelo hacia el este, sobre la tierra dormida.