EPÍLOGO
En verano se puso fin a la última protección policial. Ahora iba y venía solo por la ciudad, de un hospital al otro. A veces me encontraba por casualidad con quienes me habían protegido, uniformados por ejemplo delante de la sede de un partido político casi difunto, o de paisano en una terraza de un café, a unos metros de un ministro al que vigilaban. Lo que había vivido se solapaba con lo que vivía en un espacio familiar en el que pronto me tocaría volver a vivir y que entraba dentro del terreno de la ficción.
En aquel entonces tenía a menudo una alucinación nocturna. Me despertaba y oía volar un abejorro en la habitación en la que dormía. Lo mismo se alejaba de mí que se acercaba. Tenía miedo de que me picara en la mandíbula o en la garganta. Cada vez encendía la luz, me levantaba, cogía y doblaba un periódico y me ponía a buscar al abejorro por todas partes para matarlo. No soy sonámbulo, estaba absolutamente despierto. No encontraba al abejorro y el zumbido no tardaba en cesar relativamente deprisa. Me acostaba de nuevo, apagaba la luz, el zumbido regresaba y vuelta a empezar. La conciencia de estar teniendo una alucinación no bastaba para que parara: sabía que probablemente tenía una, pero la duda era más fuerte. Tampoco tenía nada que ver con acostumbrarse al miedo: la tercera vez tenía el mismo miedo, si no más, que la primera. Era simplemente el cansancio.
Los cirujanos de la Salpêtrière fueron poniendo poco a poco las bases de una prótesis dental. El médico encargado del asunto, Jean-Pierre, había sido en sus años mozos muy bueno en matemáticas, amén de maoísta. Conocía a varios de los periodistas de Libération que me habían enseñado el oficio. Era un amante de la vela y de Italia. Era un pionero y un hacha jovial de la cirugía de implantes. Tenía los dedos tan gruesos como musculosos, tan musculosos como virtuosos. Igual que Denise cuando me daba un masaje, cerraba los ojos cuando probaba la prótesis o atornillaba los implantes. Yo abría los míos y lo miraba: era un artista, acaso un músico. Había visto a pianistas de la misma estirpe. Interpretaban todos los matices de Liszt con manos de leñador. Jean-Pierre se mostró de inmediato gratamente sorprendido con la evolución de la mandíbula. Todo iba bien, todo iba mal. Con Jean-Pierre yo iba pasando poco a poco a la fase de reconstrucción. Pero no cabía el menor riesgo de olvidar el estadio anterior. Chloé me lo recordó un día en la consulta, cuando me quejé de mi ausencia o exceso de sensibilidad nerviosa, según el lugar, alrededor del labio y del mentón: «Es normal, ¡si es usted un mutilado!».
En otoño volví a casa. Ya no era del todo mi casa, ni tampoco exactamente la casa de otro. Me sentía lo mejor posible, dentro de un universo íntimo y renovado, con el cuerpo entre dos aguas y la cabeza no sé dónde. Puse en el cuarto de baño la cerámica que había hecho a lo largo de los meses, con la mano herida, en el taller de ergoterapia: representaba un barco perseguido por un tiburón en un mar tropical flanqueado por dos palmeras.
Gabriela volvió unos días para ayudarme a instalarme. La primera noche hubo un radiador que perdía. Presa del pánico, quise volver a dormir a los Inválidos. Ella se lo tomó tan mal que al final me dio más miedo su ira que quedarme. Estaba tan furiosa que dormí en la cama góndola. El piso había sido renovado de arriba abajo, más rápido que mi cara. La nueva biblioteca daba una segunda vida a los miles de libros que veinte años de leonera habían devorado y de cuya existencia en muchos casos me había olvidado. Reaparecían como viejos amigos a la vuelta de la esquina, sin asustarme. Eran silenciosos, pacientes. Lo que había vivido no podía sino alimentar las vidas que me ofrecían.
La mía estaba pautada por las citas cotidianas en los Inválidos, en la Salpêtrière y en la consulta de Denise. Acudía a todas las citas a pie. La bicicleta aparcada delante de Charlie acabó por desaparecer y renuncié a hacerme con otra. Caminar durante horas se había convertido en una manera de vivir, sentir y respirar.
Había constantemente y sin cesar primeras veces para cualquier cosa. Unas me perturbaban, otras no tanto. No había dejado de ser virgen, pero uno se acostumbra a todo, o, para ser más precisos, uno se acostumbra a no acostumbrarse a casi nada. Había una primera vez que se repetía más que el resto: el encuentro con el joven árabe en el metro. Los policías me habían aconsejado que no lo cogiera, pero los taxis eran caros, solían tener puestas emisoras estúpidas y algunos querían saber qué me había pasado; también quería ponerme a prueba y, como diría Chloé, «volver a la normalidad». Tener miedo de todos los árabes menores de treinta años con los que me cruzaba no era normal, o no al menos para mí.
Un día, en septiembre, entré en hora punta en la línea 13. Planté mi colgajo en las narices de los pasajeros, y enseguida aprendí a mirar a otra parte mientras ellos me miraban, a estar presente pero ausente a la vez. En una estación subió un chico árabe. Tenía mala pinta, la gorra bien calada en la cabeza. Se sentó en uno de los asientos plegables. Solo quedaba un asiento libre en el vagón, a su lado, pero nadie lo ocupaba, ni yo ni los demás. Y eso que estaba cansado. Pero algo dentro de mí no quería instalar mi colgajo, mi fragilidad, mis últimos nueve meses a su lado. El chico iba lanzando miradas agresivas a diestra y siniestra, como para comprobar el efecto que producía: «Procuro ser exactamente ese que creéis, y aún soy peor porque es lo que queréis». Su aspecto, mi fragilidad, la falsa indiferencia de los pasajeros, todo ello me puso más triste de lo que hubiera podido imaginar. Bajó antes que yo.
Unos días más tarde todavía fue peor. Otro chico árabe, esta vez muy guapo, delgado y atlético, flexible y tenso a la vez, se situó a mi lado. Íbamos de pie en un vagón atestado. Como el anterior, iba mirando a derecha y a izquierda, pero no eran miradas agresivas, sino de una intensidad fuera de lo normal. Parecía buscar algo. Tal vez mirara simplemente un mundo en el que la mayor parte de la gente no mira. De repente, entre aquella muchedumbre y en medio del calor, sacó y se puso el gorro con una lentitud extraordinaria, calándoselo hasta las orejas como si se preparara para hacer una carrera por el frío. Entonces pensé en los asesinos de Charlie, en el loco del tren Thalys, en los palestinos que matan a judíos con una pistola, con un cuchillo, y no pude evitar alejarme unos metros mientras pensaba: «Si quiere matar a alguien, tendrá que empezar por la gente que hay en medio». No bien lo pensé me sentí horrorizado por mi propio pensamiento y por esa tendencia a poner a todo el mundo en el mismo saco. La vergüenza, como ocurre a menudo, era hermana siamesa del miedo: aunque fuera desagradable, no estaba de más recordarlo y plantarle cara. No di ningún paso más para alejarme, y aunque luego hubo otras primeras veces semejantes, no me moví ni volví a bajar.
En noviembre fui a Nueva York a casa de Gabriela, que al fin había conseguido el divorcio. Era mi primer viaje al extranjero después del atentado. La Universidad de Princeton me había invitado a un diálogo en público con el escritor peruano Mario Vargas Llosa. Hacía treinta años que lo leía y quince que reseñaba sus libros. Lo había entrevistado una vez en su casa de París. El atentado me convertía en uno de sus interlocutores durante el tiempo de una conferencia. Yo no tenía muchas ideas ni información sobre la democracia y el terrorismo. Me imagino que el colgajo hablaba por mí. Estaba feliz, no obstante, de poder departir con un novelista al que admiraba, con un arquitecto del relato cuya obra había sabido narrar los delirios nefastos de la ideología.
El 13 de noviembre por la tarde hacía bueno y acompañé a Gabriela a Wall Street. Tenía cita con su abogado para solucionar unas cuestiones económicas. Me quedé en la sala de espera mientras ellos se reunían. Abrí las Memorias de Edith Wharton y leí por segunda vez el retrato que hace de Henry James: «Los que no lo conocieron», escribe, «no pueden imaginarse hasta qué punto sus libros no son más que la sombra de la materia y los matices que desplegaba su ingenio durante una conversación». En el verano de 2014 había leído en esa ciudad, en casa de Gabriela, Los embajadores, y me pregunté qué palabras podían ser más matizadas, más complejas, más densas que esta novela genial. Me habría gustado conocer a Henry James y vivir en la civilización que había permitido semejante melancolía unida a tanta finura creativa. Sus libros eran entierros de primerísima calidad.
El día empezaba a declinar. Cerré el libro de Edith Wharton y me fui al extremo del largo pasillo del despacho del abogado. Por el ventanal se veía cómo el sol teñía de cobre el sur de Manhattan y el mar. Todo exhalaba poder y paz. Me quedé allí hasta que salió Gabriela. El abogado, un judío neoyorquino robusto, bromista y paticorto, parecía salido de una película de Woody Allen. Gabriela parecía satisfecha. Me sentí feliz.
Como el atardecer era espléndido, decidimos caminar en dirección a Broadway. Estábamos cerca de la Trinity Church cuando me sonó el teléfono. Lo cogí y oí la voz de Fabrice, un antiguo compañero de Libération que entonces vivía en Nueva York y que, cruzado el Atlántico, se había convertido en un amigo. Era una voz bonita y grave, bastante cálida, una voz que conocía bien. Me comunicó que se acababa de producir un ataque en el Bataclan, que había muertos, heridos, rehenes, no se sabía cuántos ni en qué estado. La voz de Fabrice añadió que se trataba sin duda de un ataque terrorista, probablemente islamista, pero que no había nada seguro. «He preferido avisarte», añadió la voz, «para que no te enteraras por otra vía, en otra parte, por una pantalla, en un café o en mitad de la calle». Estaba en la calle y pensé que no había manera buena de enterarse de semejante cosa, de aquel hipo sangriento de la Historia y de mi propia vida. Cuanto más me hablaba la voz, más eran las informaciones que me llegaban y rectificaban y ensombrecían lo que acababa de decir e iba corrigiendo. Le di las gracias a Fabrice, colgué y agarré a Gabriela del brazo. «Vámonos», le dije.
Me miró la cara, arrugó la frente y me preguntó en español: «¿Qué pasa?». Di unos pasos antes de contestar, luego le pedí que mirara en su móvil cuáles eran las noticias exactas, las más recientes. Me dijo que estas noticias podían hacerme daño y que era mejor que siguiéramos caminando y esperar hasta llegar a casa. Pero ¿podía esperar? En aquel preciso instante el aire gris oscuro con olor a pólvora bajó desde lo alto de los rascacielos como una nube pesada llena de plomo frío. Me envolvió por completo, desprendido por el pavor de todo lo que me rodeaba y llamamos la vida. Era una vez más, como en el despertar después del atentado, un desprendimiento de conciencia, y noté que todo volvía a empezar —o más exactamente: que continuaba— en mí y a mi alrededor, paralelamente a todo lo que pasaba ante mis ojos. En aquella nube estaban los gritos en la entrada de Charlie, el gesto demasiado lento de Franck, los cuerpos de mis amigos muertos, los sesos de Bernard, las miradas de Sigolène y de Coco, y, por encima de todo, el aliento y la presencia de los asesinos de piernas negras que resurgían como a través de una grieta en el espacio-tiempo.
Henry James dejó escrito en una carta que veía la Historia «igual que un hombre a bordo de una locomotora, sin ayuda ni competencia, vería embalarse la máquina». No estábamos muy lejos del lugar en el que, el 11 de septiembre de 2001, la locomotora había vuelto a incrementar la velocidad. Aquella carrera había empezado mucho antes, los especialistas no se ponían de acuerdo acerca de los hechos y las fechas, pero allí había tenido lugar el principio de algo cuyas consecuencias, después del hito del 7 de enero, donde acabamos en la caldera, se repetían a la par que iban en aumento. Nueva York, un lugar en el que me creía a salvo de la radiación maléfica, no me protegía de nada. Nos metimos en el metro y fuimos lo más rápido posible a casa de Gabriela, de donde no salimos. Aquella noche miré las luces de la ciudad y no dormí. Sobre la una de la madrugada recibí un SMS de Chloé. «Estoy feliz de saberle lejos. No tenga prisa por volver».