4. EL ATENTADO
Eran las 11.25, quizá las 11.28. El tiempo desaparece justo cuando querría recordarlo con la precisión de segundos, como un tapiz hilado por una parca llamada Penélope cuyo conjunto dependiera de la menor puntada. Todo encaja pero todo se desmonta.
Me levanté y me puse el chaquetón. Era hora de ir a Libération a escribir sobre Noche de Reyes, pero primero sobre Blue Note, el grueso volumen sobre jazz que guardaba en la bolsa que me había traído cinco años antes de Medellín, Colombia. Era una bolsa pequeña de tejido negro, muy ligera, sobre la que aparecían reproducidas caricaturas de personalidades nacionales. Rara vez me separaba de ella. Se perdió.
Me la había regalado el escritor Héctor Abad, autor de un libro sobre la vida y la muerte de su padre y la trágica historia de su país, El olvido que seremos. Estábamos en la librería de lance que él había fundado allí con unos amigos. Luego he sabido que, por falta de dinero, tuvo que trasladarse de local. Siempre me han gustado las librerías pequeñas en las que los libros viejos lo invaden todo, al punto de parecer que le roban espacio al aire. Son cabañas en el fondo de las ciudades, en el fondo de los bosques. Tengo la impresión de que nada malo podrá sucederme entre sus cuatro paredes: un laberinto sin angustias ni amenazas. Aquella era pequeña y se llamaba Palinuro.
Palinuro es el piloto de Eneas. Apolo le manda el sueño durante la travesía mientras navega de noche. Cae al mar con el timón y llega a una playa en la que lo matan unos bandidos. Su alma yerra por el infierno, donde Eneas se lo encuentra. Eneas creía que su piloto simplemente se había ahogado. La sombra de Palinuro le enseña cuál fue su verdadero final. Hay que reunirse con los muertos para saber hasta dónde han llegado, pero aquel día, a las 11.25, quizá a las 11.28, con mi bolsa de tela negra echada al hombro, aún no lo sabía. Neptuno había prometido a Venus que Eneas y los suyos llegarían sanos y salvos al puerto del Averno, pero esta inmunidad tenía un precio: «A uno solo echarás de menos perdido en el abismo; uno solo dará su vida por muchos».
El padre de Héctor, militante demócrata, muere asesinado en 1987 por unos paramilitares en una calle de Medellín. Su hijo llega casi de inmediato. En un bolsillo del traje de su padre, encuentra un poema atribuido a Borges que empieza con ese verso en el que se basa el título de su libro: «Ya somos el olvido que seremos». Es el talismán y la última huella, el último misterio del muerto. Como no figura entre las obras catalogadas, se cuestiona su autenticidad. Héctor busca el origen incierto del verso por todos los rincones del mundo. Su búsqueda es objeto de un segundo libro, Traiciones de la memoria. Comprobar si se trata de una falsificación se convierte en una cuestión fundamental. Es el mensaje que, muy a su pesar, le ha dejado su padre. La investigación de las huellas de una vida brutalmente cercenada es lo que queda cuando la muerte se ha llevado a quienes echamos de menos y lo que nos deja, en cierto modo, solos en el mundo. Suele reprocharse a quien investiga esta clase de obsesión, porque al fin y al cabo no se le puede reprochar —no enseguida— su dolor y su desamparo. Los que no se obsesionan, los que siguen adelante y pasan a otra cosa, los elegantes y los indiferentes no forman parte del mundo en el que a él le toca vivir. Sin duda hay muchas maneras de revisar una y otra vez el ejercicio de sus propios duelos. Pero, igual que en el colegio una vez que se ha entregado el ejercicio, nadie dispone de una goma que pueda borrar lo que ha sucedido.
Esa pequeña bolsa me recordaba siempre a Héctor, su libro, la muerte de su padre, la vida y la muerte del narcotraficante Pablo Escobar, los poemas de Borges y la belleza del valle de Medellín. Con ella me sentía, aquí y en el extranjero, abierto a toda la humanidad, y tenía la sensación de que podía volver en cualquier momento a Colombia, ese país en el que se habían cometido los peores crímenes en medio de la belleza más extrema. Me disponía a marcharme cuando, al ver a Cabu, saqué de la bolsa el libro de jazz para enseñárselo, para enseñarle antes que nada una foto del batería Elvin Jones.
En 2004, después de enterarme de su muerte, escribo una crónica sobre Jones en Charlie. Cabu, por su parte, se acuerda de la ocasión en la que vio al batería, al aire libre, en el festival de Châteauvallon. Me lo cuenta e incorporo su recuerdo en mi crónica: «De pronto estalla una tormenta. Es violenta. Los músicos y gran parte del público, todo el mundo desaparece poco a poco como en la Sinfonía de los adioses; todo el mundo menos Jones. Desatado, desmesurado, marcando el compás de ultratumba, el gigante de las manos de acero anima los parches y los platos entre los relámpagos, solo como un dios olvidado, un dios oriental con mil brazos. Es como si la tormenta la hubiera generado él, para él. Se funde con ella. Tiene cincuenta años, el tronido sigue vivo». Fue en 1977. Veintisiete años más tarde, Cabu hace de ello un dibujo que, colocado al lado de mi crónica, le da un valor que no tiene, o que en todo caso no tendría sin él: ser «ilustrado» por Cabu, en particular sobre el jazz, o acompañar más bien por escrito uno de sus dibujos me hace entonces revivir una adolescencia feliz en la que, al mismo tiempo que a Céline, descubría a Cavanna, a Coltrane y a Cabu. Es más o menos como si, escribiendo en 1905 una novela que pasa en el mundo de las bailarinas, las ilustraciones del libro fueran obra de Degas.
Si Elvin Jones no hubiera muerto, yo no habría escrito esa crónica. Si yo no hubiera escrito esa crónica, Cabu no habría hecho ese dibujo. Si Cabu no hubiera hecho ese dibujo, yo no me habría detenido a enseñarle aquella mañana el libro de jazz que me había hecho pensar en él. Si no me hubiera detenido a enseñárselo, habría salido dos minutos antes y me habría topado en la entrada o en las escaleras —he hecho el cálculo cien veces— con los dos asesinos. Probablemente me habrían disparado una o varias balas en la cabeza y me habría reunido con los otros Palinuros, mis compañeros, en la orilla de la gente cruel y en el único infierno que existe: aquel en el que ya no se vive.
Puse el libro de jazz encima de la mesa de reuniones y le dije a Cabu: «Mira, quería enseñarte una cosa…». Tardé un poco en encontrar la foto que buscaba. Como tenía prisa, pensé que tendría que haber marcado la página; pero ¿cómo hubiera podido hacerlo, si no sabía, un minuto antes, que se la iba a enseñar? Ni siquiera sabía si ese día iba a estar allí, pese a que muy rara vez faltaba a la reunión del miércoles: Cabu había dibujado a un montón de malos estudiantes, pero él era un buen alumno.
La fotografía de Elvin Jones es de 1964 y aparece en las páginas 152-153. Se trata de un primer plano. Jones enciende un cigarrillo con la mano derecha, enorme y delicada a la vez, que sostiene las dos baquetas formando una cruz. Lleva una elegante camisa de cuadros finos, ligeramente abierta y sin arremangar. Con los ojos cerrados, da una calada. La mitad del rostro, poderoso y anguloso, queda enmarcada dentro del triángulo superior que dibujan las dos baquetas, como en las formas de un cuadro cubista. La foto se hizo durante una sesión de la grabación de un disco de Wayne Shorter, Night Dreamer. A Cabu le pareció tan bonita como a mí. Me sentía feliz de poder mostrársela. Al fin y al cabo, el jazz era lo que más me unía a él. En cuanto al libro, ya lo conocía.
Lo hojeamos y lo cerré cuando Bernard, acercándose, me dijo: «¿No quieres hacer tu crónica sobre Houellebecq?». Yo era receptivo a su entusiasmo, anunciado siempre por una gran sonrisa de conejo bondadoso; receptivo a este candor particular, no desprovisto de astucia, que nacía de sus impulsos de simpatía y de su curiosidad perpetua, pero respondí más o menos: «¡Ni hablar! Acabo de escribir en Libération lo que pensaba, no me apetece hacer un refrito y meterme otra vez a…». Desde el otro extremo de la mesa, Charb dijo: «Oh, sí, por favor, métete otra vez…». Hubo varias sonrisas y fue entonces, una vez hecha la broma, cuando un ruido seco, como de petardo, y los primeros gritos en la entrada interrumpieron el flujo de nuestras bromas y nuestras vidas. No tuve tiempo de guardar el libro de jazz en la pequeña bolsa de tela negra. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en ello, y todo lo ordinario desapareció.
Cuando no se la espera, ¿cuánto tiempo hace falta para sentir que la muerte llega? No es solo la imaginación que se ve superada por el acontecimiento; son las sensaciones mismas. Oí otros ruidos bajos y secos, nada que ver con las atronadoras detonaciones del cine, no, sino unos petardos sordos y sin eco, y por un instante creí… Pero ¿qué creí exactamente? Si escribo una frase como: por un instante creí que teníamos una visita imprevista, incluso absolutamente indeseable, enseguida me daría por corregirla de acuerdo con una gramática que no existe. Uniría todas estas proposiciones y, al mismo tiempo, las alejaría lo bastante como para que no aparecieran en la misma frase, ni en la misma página, ni en el mismo libro, ni en el mismo mundo. Seguramente me había sumido ya, como los demás, en un universo en el que todo sucede de una forma tan violenta que está como atenuado, al ralentí, pues a la conciencia no le queda ya otro modo de percibir el instante que la destruye. También pensé, no sé por qué, que quizá eran unos chavales, aunque «pensé» no es la palabra, no fue más que una sucesión de visiones breves que se desvanecieron enseguida. Oí que una mujer gritaba: «¡¿Pero qué…?!», luego otra voz femenina que gritó: «¡Ah!», y aún otra voz que soltó un grito de rabia, más estridente, más agresivo, una especie de «Aaaaaah», pero esta puedo reconocerla, era la voz de Elsa Cayat. Para mí, su grito significaba simplemente: «¡¿Pero qué diablos quieren estos idioooootas?!». La segunda sílaba se propagó de una habitación a la otra. Había en ella tanta rabia como pavor, pero contenía además muchísima libertad. Tal vez sea el único momento de mi vida en el que esta palabra, «libertad», fue más que una palabra: una sensación.
Todavía creía que lo que estaba pasando era una inocentada, aunque al mismo tiempo intuía ya que no lo era, pero sin saber qué era exactamente. Como una hoja de papel de calcar mal colocada sobre el dibujo que se ha copiado, las líneas de la vida ordinaria, de lo que en una vida ordinaria trazaría una inocentada o, puesto que era el lugar, una caricatura, esas líneas no se correspondían con aquellas, desconocidas, que acababan de reemplazarlas. De repente éramos pequeños personajes atrapados en el interior del dibujo. Pero ¿quién dibujaba?
La irrupción de la violencia al desnudo aísla del mundo y de los demás a quien la sufre. En todo caso, a mí me aisló. En ese mismo instante, Sigolène cruzó una mirada con Charb y supo que él sabía de qué iba. No es de extrañar: Charb no se hacía muchas ilusiones sobre lo que los hombres son capaces de hacer, carecía de todo carácter patético, de toda noción de pomposidad, y era por eso por lo que, encaramado como un hurón al bigote de Stalin, resultaba a menudo tan divertido. Seguramente no necesitó los segundos de vida que le quedaban para comprender de qué historieta salían aquellas dos cabezas huecas y con pasamontañas que traían el fanatismo y la muerte, para contemplarlas como lo que eran antes de que lo desfiguraran.
Yo ya no veía nada ni a nadie, salvo, delante de mí, de espaldas a la entrada, en la otra punta de la pequeña sala, al silencioso Franck, el guardaespaldas de Charb. Estaba allí destinado y parecía que por costumbre. Las amenazas solo destruyen la percepción ordinaria de la vida cuando se han traducido en actos. Del mismo modo, los guardaespaldas no parecen servir de nada, salvo para ejercer de acompañantes fantasmales y benévolos, hasta el día en que uno hubiera preferido ver que sirven de algo, incluso para todo. Vi levantarse a Franck, volver primero la cabeza y luego el cuerpo hacia la puerta de la derecha, y fue entonces, al observar sus gestos, al verlo de perfil desenfundar el arma y mirar hacia esa puerta que daba a no sé qué, cuando comprendí que no se trataba de ninguna inocentada, ni de chavales, ni siquiera de una agresión, sino de algo completamente distinto.
Todavía era incapaz de determinar la naturaleza de ese algo, pero sentía cómo iba adueñándose de la sala, anunciado por los ruidos y los gritos, y ralentizando absolutamente todo en mí y a mi alrededor, creando el vacío y la suspensión. Alguien había entrado y sembraba ese algo, pero yo no sabía ni quién ni cuántos eran (ni lo sabría hasta pasados varios días). Observé a Franck desenfundar con una mezcla de esperanza y pánico, pero esa esperanza y ese pánico estaban adormilados, brumosos: a partir del momento en que el cuerpo de Franck se convierte en la última imagen viva que ocupa el campo de visión, toda sensación se funde con la sensación inversa, como siameses a los que la separación mataría, como dos niños que se hacen contrapeso en un balancín. No sabía qué era eso que nos rodeaba, pero sentía que Franck era el único que podía protegernos de ello. Lo sentía, pero al mismo tiempo sentí también que no lo conseguiría y pensé: «Tienes que desenfundar más deprisa. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!», sin saber exactamente por qué tenía que desenfundar. Jamás le había dirigido la palabra, y sin dirigirle la palabra, en lo que podría parecer un sueño, lo tuteaba. Y mientras empezaba a encorvar los hombros y a volverme hacia la derecha y la pared del fondo y sus ventanas inexistentes como para escaparme o no ver ya nada, lo veía una y otra vez actuar cada vez más lentamente, volver el torso y llevarse la mano a la pistola y mirar hacia la puerta por la que entraban los ruidos. «¡Más deprisa! ¡Más deprisa!», pero era yo que ralentizaba. Algo volvía a pasar la escena frenándola cada vez más, la repetía y la alargaba como si hubiera ocurrido de mentira o mereciera, como este texto, ser revisada perpetuamente. El movimiento de Franck me acompañaba interminable en la caída, de tal modo que la retardaba para evitar que llegara la continuación. Pero la continuación ya estaba allí. Oía cada vez mejor el ruido seco de las balas, una a una, y después de haberme acurrucado, sin ver ya nada ni a nadie, arrinconado como en el fondo de un arcón, me arrodillé y me tumbé luego poco a poco, casi con cuidado, como si fuera un ensayo, pensando que no debía además —¿además de qué?— hacerme daño al caer. Seguramente fue en ese movimiento gradual hacia el suelo cuando recibí, al menos tres veces, el impacto de unas balas perdidas o disparadas directamente a corta distancia. Me creí ileso. No, ileso no. La idea de herida aún no se había abierto paso hasta mí. Estaba en el suelo, boca abajo, los ojos todavía abiertos, cuando oí el ruido de las balas salir por completo de la inocentada, de la infancia, del dibujo, y acercarse al arcón o al sueño en el que me encontraba. No hubo ráfagas. El que se movía hacia el fondo de la sala y hacia mí disparaba una bala y decía: «Allahu Akbar!». Disparaba otra bala y repetía: «Allahu Akbar!». Con estas palabras, la impresión de estar viviendo una inocentada volvió una última vez para sobreponerse a la de vivir ese algo que me había hecho ver y rever a Franck desenfundar el arma apenas unos segundos antes, apenas unos segundos pero ya muchos más, porque el tiempo se hacía trizas a cada paso, a cada bala, a cada «Allahu Akbar!», y el segundo siguiente ahuyentaba al anterior y lo mandaba a un pasado remoto e incluso mucho más allá, a un mundo que había dejado de existir. Ese algo me había puesto en el suelo, pero la inocentada proseguía con ese grito pronunciado con una voz casi dulce que se acercaba, «Allahu Akbar!» —este grito, eco demente de una plegaria ritual, se ha convertido en la réplica de una película de Tarantino—. Habría sido fácil, en ese momento, comprender qué fascinación inspira la abyección; oler cómo se sienten más fuertes quienes la justifican, y más libres quienes tratan de explicarla. Pero era más fácil, en ese momento, sentir hasta qué punto esta abyección superaba estos discursos y estos razonamientos. Eran propios de la miseria y del orgullo cotidiano, del tiempo común y de la lógica, por muy flamante y degradada que esté; la abyección, no. Era un genio salido de una lámpara negra, y da igual qué mano la hubiera frotado. La abyección vivía sin límites y de no tener límites.
Aún hubo más balas, más segundos, más «Allahu Akbar!». Todo era a la vez brumoso, preciso y distante. Mi cuerpo estaba tendido en el estrecho paso que quedaba entre la mesa de reuniones y la pared del fondo; tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda. Abrí un ojo y vi aparecer al otro lado, debajo de la mesa, cerca del cuerpo de Bernard, dos piernas negras y el extremo de un fusil que, más que moverse, flotaban. Cerré los ojos y al cabo volví a abrirlos como un niño que cree que nadie lo verá si se hace el muerto; porque me hacía el muerto. Era el niño que había sido, volvía a serlo, jugaba a hacerme el indio muerto mientras me decía que quizá el dueño de las piernas negras no me vería o me creería muerto, mientras me decía también que me iba a ver y a matar. Esperaba al mismo tiempo la invisibilidad y el golpe de gracia, dos formas de la desaparición. Aún me creía a salvo de cualquier rasguño. Sin embargo, estaba herido, lo suficientemente inmóvil y con la cabeza bañada probablemente en suficiente sangre como para que el asesino, al acercarse, no juzgara necesario rematarme. De repente sentí su presencia casi encima de mí y cerré los ojos, volví a abrirlos enseguida, como si, para verle algunas partes del cuerpo y asistir a la continuación de la historia, estuviera dispuesto a correr el riesgo de experimentar el fin de la misma: no pude evitarlo. Allí estaba, como un toro que olfatea al torero inmóvil al que acaba de dar una cornada, las piernas negras, el fusil apuntando como unos cuernos hacia el suelo, preguntándose quizá si había que insistir o no. Lo oía respirar, flotar, tal vez dudar, me sentía vivo y casi ya muerto, lo uno y lo otro, lo uno en lo otro, atrapado en su mirada y en su aliento; luego se alejó lentamente, atraído por otros cuerpos, por otros capotes, por otras cosas, en realidad hacia la salida, como supe mucho más tarde, porque todo duró apenas algo más de dos minutos. Y luego se hizo el silencio. La paz se adueñó de la pequeña sala, ahuyentando poco a poco la amenaza de una prolongación o de un regreso de los asesinos. Ya no me movía, apenas si respiraba. La bruma se iba disipando. No sentía nada, no veía nada, no oía nada. El silencio fabricaba el tiempo y, entre los heridos y los muertos, las primeras formas de la vida después de la muerte.