3. Primeras lecciones en el Nuevo Mundo
Vuelve a soñar con la misma iglesia en llamas. La contempla desde la calle de siempre, una calle adoquinada, de ciudad, rodeado por una multitud de hombres ensangrentados que le impide entrar. En su sueño es de noche, pero la virulencia del incendio ilumina rostros y edificios como si estuvieran bajo la luz de un mediodía radiante. Él levanta la vista, muy despacio, y sigue el sinuoso recorrido del fuego desde la puerta hasta el arco central. Allí descubre la figura de un santo de piedra. Es flaco y barbudo. Tiene las manos entrelazadas en un gesto de oración y una expresión triste en la mirada. Parece mirarle fijamente, como recriminándole que no haga nada. De algún modo, como sucede todas las noches en las que tiene esa pesadilla recurrente, sabe que alguien está a punto de morir, pero no consigue recordar quién es.
Entonces le oye gritar.
Y abre los ojos.
Lo primero que Joan vio al despertar fue la ventana frente a él, arrojándole ardientes cubos de sol a la cara. Parpadeó mientras apoyaba los codos sobre el desvencijado colchón que le servía de cama. Medio adormilado aún, le vino a la mente una palabra. Incluso la pronunció en voz baja:
—Finestra.
Entonces probó con otra, la que le había enseñado Catarina al comienzo de sus clases de portugués:
—Janela —susurró.
Y le pareció que el sonido y su significado encajaban a la perfección.
Se puso en pie y echó un vistazo a su alrededor. No había mucho con que seguir practicando: tabela, quatro cadeiras, livraria, muitos livros de medicina.
Desde que seis meses antes lo adoptaran Catarina y la gente de Guanxuma, su primer ritual del día consistía en comprobar que seguía recordando el vocablo exacto para cada cosa. Solía dormirse angustiado, temiendo que a la mañana siguiente encontraría otro profundo cráter en la memoria que le obligaría a partir de nuevo desde cero. Era como si nada hubiese existido antes de su llegada a la isla. Ni la sombra de un recuerdo de su familia, sus amigos, su vida anterior. Solo su nombre: Joan Bras. Debía de ser el suyo, porque le vino a la mente sin esfuerzo cuando le preguntaron cómo se llamaba.
Sonó un breve chirrido cuando se abrió la puerta que quedaba a su derecha. Era el dormitorio de la doctora. Al momento la estancia se llenó de un embriagador aroma a jazmín. Todas las noches, antes de acostarse, Catarina recogía un puñado de flores blancas del arbusto que crecía junto a la casa, un gigante de más de diez metros; la doctora, medio en broma, solía atribuirle propiedades mágicas porque florecía todo el año, incluso en invierno, y siempre con el mismo esplendor. Esparcía los pétalos sobre su mesita, como si espolvoreara azúcar sobre un postre, y permanecía leyendo bajo la luz amarillenta de una vela hasta que la última molécula de aire quedaba impregnada de aquel perfume dulzón, que le recordaba a su abuela y que, según ella, ahuyentaba a la vez mosquitos y malos pensamientos. Solo entonces conseguía dormirse.
Aquella mañana, al salir del dormitorio precedida por la animada sinfonía del jazmín, Catarina recibió de lleno el impacto de los rayos del sol de las primeras horas, y por un instante dio la impresión de que cruzaba una tenue cascada de oro. Llevaba un vestido blanco de algodón hasta los pies y el pelo mojado, recogido en una larga cola. Joan pensó que parecía un ángel. Un ángel con mucha prisa.
—Voy a casa de Daniel y Manoela —dijo a modo de saludo mientras se colgaba en la espalda el macuto de primeros auxilios—. La pequeña se ha pasado la noche vomitando.
—¿Y eso es grave? —preguntó Joan.
—Espero que no. —Catarina se acercó a la mesa, escogió una lima madura de la cesta de frutas que había en el centro y la guardó rápidamente en el macuto. Se quedó mirando a Joan con las cejas fruncidas, pensativa, como si dudara en decirle algo—. ¿Te apetece venir?
A Joan le dio un vuelco el corazón. Era la primera vez que Catarina le invitaba a acompañarla.
Desde el primer día habían establecido un riguroso reparto de papeles. Mientras ella atendía a sus pacientes, él se encargaba de las tareas domésticas. Empezaba por hacer la colada y barrer (la casa tenía una ventana por cada punto cardinal, cuatro fosas nasales que permanecían abiertas todo el año y por las que se colaban soplos de brisa de vez en cuando, pero también centenares de insectos alados de todo tipo y, sobre todo, polvo, un furtivo ejército de polvo gris rojizo, de aspecto volcánico, que a lo largo del día llegaba flotando por el aire e iba tomando posiciones, palmo a palmo, hasta que al caer la noche cubría todo el suelo como un velo), y luego iba repasando con un trapo de algodón los muebles, los objetos, los estantes y los libros, uno a uno, meticulosamente.
El resto del día se le pasaba en un suspiro preparando la comida, que nueve de cada diez veces terminaba convertida en cena, porque Catarina no volvía hasta muy tarde. Cocinar se le daba especialmente bien. Al comienzo, Catarina había tenido que guiarlo como a un niño, explicándole un puñado de recetas básicas, las hierbas y especias que debía echarle a cada guiso, el tiempo justo de cocción. Pero Joan se había convertido en un alumno aventajado que disfrutaba buscando sabores nuevos, mezclando la carne con la fruta, el marisco y el cacao, lo dulce con lo salado.
—¿Vienes o qué? —insistió Catarina desde la puerta, al ver que no le respondía.
—¿Y quién va a cocinar? —preguntó Joan.
Ella se echó a reír.
—Olvídate de eso. Hoy te toca aprender un nuevo oficio. —Vio que él la miraba, asustado, y añadió—: Tranquilo, es fácil. Solo tienes que fijarte bien en todo lo que hago.
Daniel los esperaba fuera. Era un muchacho alto y desgarbado, con una expresión de susto permanente en la mirada. En otra parte del mundo habría sido demasiado joven para plantearse siquiera el matrimonio, pero en Ilhabela ya tenía que trabajar en el campo de sol a sol para alimentar a sus dos hijas.
Al ver a Joan, dio un instintivo paso atrás, al tiempo que se dilataban todavía más sus inmensos ojos negros y asustados.
—¿Él también viene, doutora?
—No creo que te muerda, Dani —dijo Catarina con una sonrisa burlona.
El joven campesino se encogió de hombros e inició la marcha a paso ligero. Joan observó que durante todo el camino le iba espiando de reojo y que no dejaba de farfullar entre dientes.
—Van a temerte mucho tiempo —le había profetizado Catarina la primera noche que pasaron juntos—, así que tendrás que ser paciente si quieres ganarte su confianza.
—¿Por qué? —Joan se sentía confuso—. No les he hecho ningún daño.
—Es cierto —reconoció Catarina—, pero las personas solemos desconfiar de lo que no entendemos. Y no es fácil de entender que alguien salga de su ataúd por su propio pie. —Hizo una pausa antes de añadir—: Y menos si es un extranjero.
La casa de Daniel llamaba la atención desde lejos por su extrema modestia. Era la única en toda la aldea que no estaba construida con ladrillos de adobe. Era como las primeras chozas de la isla, una sencilla choupana de ocho metros de largo por cuatro de ancho, sostenida por un cañizo de troncos de palmito (seis en cada lateral), vigas de azaí, paredes de madera y una cubierta de hojas. Las ventanas y puertas, hechas con tablas cortadas a machete, se abrían y cerraban gracias a unas toscas bisagras de cuero de buey.
La mujer de Daniel salió a recibirlos. Manoela tenía ojeras y parecía muy ansiosa. Agarraba con ambas manos un trapo hecho jirones acribillado de manchas ocres (de vómito de la pequeña, supuso Joan) y no dejaba de retorcerlo como si quisiera estrangularlo.
Como la mayoría de las muchachas de Guanxuma, Manoela había pasado de jugar con muñecas a amamantar a su primer bebé. Con dieciséis años recién cumplidos y seguramente a punto de quedarse preñada por tercera vez (si no lo estaba ya), parecía al borde del agotamiento. Miró a Joan, se santiguó con rapidez y se dirigió a Catarina con voz temblorosa.
—Mi niña está muy enferma, doutora. —Pareció darse cuenta en ese momento de que sostenía el trapo de los vómitos, y se lo arrojó a su marido como diciendo: «Toma, haz algo útil»—. Está muy débil, pobrecita. Y no para de devolver todo lo que le doy. Yo creo que…
Catarina no la dejó seguir.
—Tú crees lo mismo que yo —le dijo en un tono sedante e imperativo a la vez—: que a tu pequeña Maria Aparecida simplemente le sentó mal la cena y que pronto estará bien. —Alargó la mano y la posó con cariño en la mejilla de la chica—. ¿Qué tal si vamos a comprobarlo?
Si la casa parecía modesta desde fuera, por dentro al visitante se le caía el alma a los pies. Olía fatal, a vómito mezclado con otro hedor más sutil aunque igual de nauseabundo, a suciedad enquistada. El suelo estaba recubierto de tablas medio podridas que crujían al andar. La estrechez del espacio y la falta de paredes divisorias hacían que todo pareciera amontonarse sin sentido: la cama de matrimonio, con la que uno se topaba nada más entrar, las dos sillas y la mesa de palmito invadida por una olla de potaje medio llena, una sartén grasienta y los platos con restos de comida. Había un cepillo atiborrado de pelos tirado en el suelo como si fuera un extraño perro descansando, y un orinal casi vacío, y una sandalia manchada de barro seco sin su correspondiente pareja, y largas serpentinas de peladuras de patata y nabo y zanahoria y fruta entremezcladas, y más trapos estrujados y tatuados de ocre junto a algunas herramientas de labranza de Daniel, y velas consumidas, y trastos y más trastos y ropa esparcida por todas partes, como si hubiera pasado un huracán recientemente.
Otro huracán menos dañino, Julia, la hija mayor, no levantaba un palmo del suelo pero ya correteaba de aquí para allá tratando de atrapar una esquiva mariposa negra, roja, blanca y amarilla (su belleza habría llamado la atención en cualquier sitio, pero mucho más allí), ignorando la presencia de los padres, de los visitantes y de la hermana enferma. Esta se encontraba al fondo, en el rincón más sombrío de la casa.
Lo primero que pensó Joan al distinguir desde lejos a Maria Aparecida desnuda en su cunita, removiéndose como un pez, era que tenía demasiado nombre para tan poco cuerpo. Para tener casi un año era una cría realmente diminuta, más pequeña que la mayoría de recién nacidos. Solo tenía ojos, dos inmensos ojazos negros y asustados, idénticos a los de su papá. Lo segundo que pensó Joan es que iba a morirse sin remedio. Estaba blanca como la cera, empapada de sudor, y de su boquita del tamaño de una almendra, torcida en una terrible mueca de dolor, brotaba un agudo e incesante gimoteo, un gota a gota de aspavientos de moribunda que ponía la carne de gallina.
Catarina le tocó la frente mientras hablaba con Manoela.
—Dices que ha devuelto todo lo que le has dado.
—Sí, doctora.
—¿Y qué ha sido exactamente?
—Pues… lo que suele tomar…, su leche y su puré de verduras… —Se detuvo al ver que Catarina se inclinaba para oler el aliento de la niña—. ¿Pasa algo, doctora?
—No, está bien. —Catarina cogió una cuchara sopera de plata que llevaba siempre en el macuto, introdujo una parte del mango en la boca de la niña y le inspeccionó la lengua y la garganta—. Hay que ir con cuidado cuando no esté bien de la tripita. La leche, sobre todo la de cabra, es indigesta.
Manoela cambió de golpe de expresión, como si acabaran de quitarle una venda de los ojos.
—¡Ay, Madre de Dios Santísima! —chilló, agarrando por las muñecas a su marido—. ¿Lo ves, Dani? Te lo dije. Toda la culpa es de la maldita leche. ¡Nuestra hija está así porque dejé de darle el pecho demasiado pronto!
Catarina vio prender la mecha, pero no llegó a tiempo de apagarla.
—Manoela, yo no he dicho…
—¡Va a morirse por mi culpa! —explotó la muchacha, soltando de golpe toda la tensión acumulada—. ¡Yo la he matado, Dios mío!
Y abrazándose al huesudo campesino (parecía que quisiera estrujarlo como antes hiciera con el trapo) arrancó a llorar de un modo tan desgarrador que Daniel, que escondía un alma muy sensible, no tardó en verse afectado también por el virus de la pena.
—¡No me digas eso, que me muero! —exclamó, y sin más preámbulo se puso a berrear el doble de fuerte que su esposa.
Julia debió de asustarse viendo cómo perdían los papeles sus progenitores, porque dejó de perseguir al lepidóptero, hizo pucheros unos segundos y a continuación añadió su llanto agudo como un pito al coro familiar.
«Esto es un manicomio», pensó Joan.
Plantado como un pasmarote a dos pasos de la puerta, lo presenciaba todo sin saber muy bien qué hacer.
«Solo tienes que fijarte bien en todo lo que hago», le había dicho Catarina.
Pues bien: justo en ese momento, Catarina hizo algo que le sorprendió.
—¡Basta! —gritó.
Y cuando Manoela se volvió, le soltó un bofetón con todas sus fuerzas. Daniel se quedó boquiabierto. A Julia le vino el hipo de golpe. Una sola vez: ¡hips! Se cayó de culo al suelo y se quedó muy seria observando a los mayores.
Al segundo siguiente, todo estaba en silencio.
—¿M-m-me ha pegado? —preguntó Manoela, desconcertada.
Catarina dio un paso hacia ella con los ojos llameantes.
—Ahora escúchame bien —rugió—. Dudo mucho que la maldita leche de cabra que te receté haya criado a tu hija menos sana que si se hubiese alimentado con las cuatro gotas de calostro agriado que te salían de los pezones después del parto. —Hizo una breve pausa para tomar aire, pero enseguida retomó el discurso igual de furiosa—. Y para tu información, no será esa leche ni el puré de verduras lo que acabará matándola algún día, sino la mugre infecciosa que hay en esta pocilga. En cualquier caso, la niña está como está, tiene una fiebre muy alta. Y no va a bajarle con vuestros estúpidos lamentos.
Daniel dio un paso al frente. Estaba tan avergonzado que no se atrevía a mirarla.
—Dígame qué puedo hacer, doctora.
—Trae un barreño de agua fría. —Y precisó—: Que esté limpio. Mejor ve a pedírselo a los vecinos.
Mientras Daniel salía escopeteado, Catarina sacó un cuchillo del macuto. Tenía el mango nacarado y una larga hoja de acero de doble filo. Manoela palideció instantáneamente al verlo. Incluso la marca rojiza del bofetón desapareció de su mejilla.
—¡Madre de Dios, doctora! ¿No cree que mi niña es demasiado pequeña para hacerle una sangría?
Por toda respuesta, Catarina volvió a meter la mano en el macuto, sacó la lima madura que había cogido antes de salir de casa y la partió de un tajo. Luego fue exprimiendo delicadamente una mitad en la cuchara de plata, hasta que la tuvo llena hasta los bordes.
—Recuerda esto —le dijo a Joan—. El zumo de la lima ayuda a cortar los vómitos. Hay que darle al paciente cinco cucharadas soperas como esta. Una cada hora. ¿Entendido?
Joan asintió, y Catarina se volvió hacia la muchacha.
—¿Entendido?
—S-s-sí, doctora. —Manoela frunció la frente, como si fuera a echarse a llorar otra vez, pero reprimió el impulso—. Una cucharada cada hora. Cinco en total.
—Perfecto. Toma, dale esta. Quiero ver cómo lo haces.
Manoela lo hizo bien, sin derramar ni una sola gota. Cuando hubo terminado, Catarina siguió dándole instrucciones:
—Limpia a fondo la cuchara cada vez que la uses. Y nada de papillas ni leche, al menos durante dos días. Dadle agua, mucha agua. E infusiones tibias. La mejor para estos casos es la de saúco con una pizca de canela. ¿Lo recordarás?
Mientras, Daniel regresó con un barreño impoluto lleno de agua fría. Catarina mantuvo a la niña sumergida hasta que la fiebre le bajó. Entonces la secó amorosamente, tarareándole una nana, la devolvió a su cuna y se dedicó a ponerle compresas en el vientre cada dos minutos. Primero, empapadas de agua muy caliente. Después, frías.
Maria Aparecida fue entornando los ojos e interrumpió su cansino gimoteo. Poco después dormía plácidamente con una expresión de alivio en la carita.
—Sé lo que estás pensando —le dijo Catarina—. Crees que he sido demasiado dura con Manoela.
Joan siguió andando sin mirarla.
—No lo sé.
Se dirigían a visitar a otra paciente, Maia, la vieja comadre que llevaba media vida anunciando que se moría y que, probablemente, los iba a enterrar a todos. En aquel momento pasaban frente al estrambótico porche estilo Misisipi de Rai y Nathalia, avanzando bajo el inclemente sol del mediodía.
—¿No sé? —Catarina le cogió por el brazo para obligarle a detenerse.
Joan le sostuvo la mirada.
—Es muy joven. Y creía que su bebé se estaba muriendo —dijo—. Es normal que perdiera los nervios.
—Supongo que sí. —Catarina suspiró—. Pero si la conocieras como yo, sabrías que Manoela tiende a verlo todo como una desdicha. Cuando Daniel la dejó embarazada por primera vez se pasó no sé cuántos días sin salir de la cama, repitiendo como un loro que se quería morir. La estuve visitando hasta que me confesó el origen de todos sus males: le daba miedo que le creciera la barriga y su hombre se buscara a otra. Eso era todo lo que la angustiaba. Y se salió con la suya, porque en ninguno de los embarazos perdió su figura de soltera. —Apretó con fuerza los labios—. ¿Te has fijado en cómo son las niñas?
—Muy pequeñas —dijo Joan, desviando la mirada hacia el final de la larga calle, deformado por las ondas del calor.
—Exactamente. La asistí durante el parto, y no puedes imaginarte cómo gritaba. Parecía que nadie hubiera sufrido nunca tanto dolor. Y eso que terminó en cinco minutos. Apretó un par de veces y expulsó a Julia como quien se tira un pedo o escupe un hueso de aceituna. Pero incluso entonces siguió maldiciendo porque, al parecer, a la señora se le antojaba un niño en vez de una niña. Y volvió a pasar exactamente lo mismo cuando parió a Maria Aparecida. ¿Sabes lo más triste? Que si sus hijas hubieran sido hijos se habría inventado cualquier otra excusa para seguir siendo infeliz. Hay gente así, ¿sabes? Gente que necesita de la compasión para sentirse viva.
Joan se secó el sudor de la frente con la palma de la mano.
—Yo creo que solo estaba asustada.
—Es una madre. Y una madre nunca debería sucumbir al miedo cuando su hija está en peligro.
Seis años después, la noche en que su hija Sión jugaría por última vez al escondite, aquella frase, la frase que acababa de pronunciar Catarina, regresaría a la mente de mi bisabuelo con absoluta nitidez, coloreada con tintes proféticos.
Su comida consistió en un par de mangos y un vaso de vino aguado. Fue todo lo que les ofreció la vieja bruja de Maia.
«Así revientes», pensó Joan.
La verdad era que poco le faltaba. Estaba tan gorda que apenas podía levantarse de la cama sin ayuda. Ese día (seguramente poco antes de que ellos dos entraran por la puerta) se había cagado encima hasta las orejas, y tener que asearla fue como sacar lustre a una ballena varada.
Para postre, no callaba ni un segundo:
—Eh, muerto viviente, tú frota fuerte por ahí debajo, a ver si te hago un hombre de golpe.
Y como tenía cosquillas se reía como una gallina.
—¡Qué mujer más odiosa! —comentó Joan a la salida—. Ojalá no vuelva a verla en mucho tiempo.
—Nunca se sabe —dijo Catarina—. La vida da muchas vueltas.
Visitaron a seis pacientes más, siguiendo la serpenteante línea de la costa en dirección al sur: las aldeas de Praia do Gato, Castelhanos, Praia Mansa y Praia da Figueira.
Los primeros cinco pacientes eran ancianos que vivían solos. No estaban realmente enfermos, pero Catarina los visitaba una vez a la semana para insuflarles un poco de amor propio. Básicamente los lavaba, peinaba y vestía con ropa limpia. Y lo más importante: durante el proceso no dejaba de fingir interés por unas batallitas de juventud que, con toda seguridad, volverían a contarle la próxima vez como si fuera la primera.
El último paciente del día era el muchacho con la nariz más grande del mundo. Trabajaba como aprendiz de carpintero, y se había roto el brazo al caerse de un tejado que ayudaba a reparar. Mientras se dejaba entablillar mansamente por Catarina no dejaba de mirarle los pechos a través del escote, sonriendo como un bobo por debajo del tubérculo nasal, hasta que tuvo una repentina erección y se puso rojo como un tomate. Su padre, al darse cuenta, le propinó collejas cada vez más fuertes, pero ni con esas logró que el chico apartara la atención de su turgente objetivo ni que el bulto en su entrepierna dejara de crecer. Cuando se iban, el padre se disculpó con Catarina y le pidió que aceptara cinco monedas de cobre de cuarenta reis.
—No es mucho, doctora —se disculpó, sonrojándose igual que su hijo—, pero usted ya sabe que somos gente humilde.
Fue el primero y el único que le pagó.
—¿Doscientos reis? —se desesperó Joan poco después, cuando enfilaban el largo camino de regreso sintiéndose exhaustos y famélicos—. ¿Por pasarnos el día entero trabajando en ayunas? Prefiero no ser médico, gracias.
Catarina sonrió.
—Tu portugués ha mejorado, pero todavía hay muchas cosas que tienes que aprender.
Era de noche cuando por fin llegaron a Guanxuma. Seguía haciendo calor, un calor sofocante y pegajoso. Rodeado de miles de estrellas que parecían luciérnagas, el brillante monóculo de la luna teñía de plata la larga y solitaria calle, dándole una apariencia fantasmal. La recorrieron en silencio, dejándose hipnotizar por el arrullo de voces soñolientas y las parpadeantes sombras que brotaban de cada ventana entreabierta.
Poco a poco fueron dejando atrás la aldea, y Joan sintió una alegría repentina al divisar a lo lejos la silueta de la casa.
«Nuestro hogar», se sorprendió pensando.
Catarina se detuvo de pronto.
—Hay algo ahí. Frente a la puerta, ¿lo ves?
Joan aguzó la vista y pudo distinguirlo: una forma oscura tumbada en el suelo, bloqueándoles la entrada. Fuera lo que fuese, era grande como una persona.
Instintivamente, lanzó un vistazo hacia Ding-Dong. Parecía tan entero como lo habían dejado por la mañana. Catarina decía que Ding-Dong les daría algo de tiempo si el gran jaguar de la selva decidía atacarlos durante la noche. Joan no estaba tan seguro. Según la leyenda, Gápanemé era tuerto. Tuerto, no ciego y tonto. Y debía de tener olfato. Difícilmente confundiría aquel ridículo muñeco de paja cubierto de campanillas con una presa de verdad.
Sintió que el pulso se le aceleraba.
—Pásame tu cuchillo —le susurró a Catarina.
—Mejor ponte detrás de mí —fue la respuesta de ella.
Joan la miró y vio que empuñaba con decisión el revólver de su marido. Se sintió idiota por haber olvidado que siempre lo llevaba consigo.
Dieron un paso al frente. Y otro. Y un tercero. Muy despacio, conteniendo la respiración. Como si cruzaran un viejo puente de madera carcomida que fuera a hacerse pedazos en cualquier momento.
Joan pisó una rama, y la rama crujió.
La forma oscura levantó de golpe la cabeza y se quedó mirándolos. Por una fracción de segundo pareció tan asustada como ellos. Luego se puso en pie, y Joan y Catarina soltaron a la vez todo el aire de sus pulmones.
—¡Nos has dado un susto de muerte, Manoela! —exclamó Catarina, al tiempo que guardaba el Colt—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
Se acercaron a la muchacha. Parecía incluso más cansada que ellos.
—Tenía que verla, doctora… —comenzó a decir.
—¿Es por tu niña? —preguntó Catarina, alarmada—. ¿Le ha vuelto a subir la fiebre?
Manoela negó con la cabeza. Joan vio que sostenía algo en los brazos y tuvo el segundo susto de la noche, porque le pareció un bebé. Un bebé diminuto, completamente inerte. Pero al fijarse mejor vio que a las manos del bebé les faltaban cuatro dedos, que solo tenían pulgares. Y que en su cara no había nariz, solo un par de ojos hechos con botones y una sonrisa pintada.
—No sabía cómo darle las gracias —dijo Manoela tendiendo la muñeca, y explicó—: La he hecho yo.
«Y que lo digas», pensó Joan.
Era una muñeca desastrosa, una mixtura de ropas que no combinaban, mal cosidas, deshilachadas. Despertaba piedad en vez de ternura. Y, sin embargo, Catarina se apresuró a cogerla. La colocó entre sus brazos igual que había hecho antes Manoela, como si estuviera viva y necesitara protección.
—Es el regalo más bonito que me han hecho nunca —dijo, y parecía sincera.
Manoela sonrió de oreja a oreja. Tan orgullosa debía de sentirse en aquel momento que, por primera vez, se olvidó de santiguarse al pasar junto a Joan.
—¡Tengo que irme! —exclamó, y se dejó devorar por la oscuridad del sendero.
Aquella noche apenas hablaron. Cenaron queso con miel y fruta, y les pareció un manjar. Luego Catarina se levantó de la mesa, le dio las buenas noches, cogió la muñeca y se metió en su cuarto. Joan se quedó a solas, oyendo el sonido de su propia respiración. Se acercó a la ventana y echó un último vistazo al exterior. Fue practicando en voz baja: noite, estrelas, selva escura, lua cheia.
Dio un largo bostezo. Volvió la vista al interior y encontró lo de siempre, la lista que se sabía de memoria.
Livros de medicina, livraria, quatro cadeiras, tabela, colchón.
Contempló impotente la pesada puerta de palmito, el único obstáculo que lo separaba de Catarina. Se la imaginó despierta en la cama, empapada de sudor, abrazada con fuerza a la muñeca de trapo.
Recordó lo que Catarina le había dicho: «Todavía hay muchas cosas que tienes que aprender».
Pensando en eso se tendió en el colchón y, al instante, se quedó dormido.