9. El sueño de Maurice Carrière
Es de noche en su sueño y tiene miedo. Es como si supiera de antemano todo lo que está a punto de ocurrir, solo que le cuesta recordarlo. Camina deprisa por una calle estrecha y adoquinada, de ciudad. La gente que va con él hace tiempo que ha perdido el rostro, son sombras que aparecen y desaparecen, que vienen y van continuamente como un fantasmagórico ballet de gatos negros. Cuando levanta la vista se encuentra frente a la iglesia de siempre. El santo de piedra de la fachada vuelve a mirarle a los ojos. Vuelve a vaciarle el alma.
De pronto, absurdamente, las sombras tienen voz de niño y comienzan a entonar un himno angelical, mientras el santo (que ya no es el santo flaco y barbudo de hace un instante, sino un cura bajito y gordo, es el padre Marcel) abandona el pedestal y baja flotando hasta él.
—Vete de este pueblo, Joan —le susurra al oído—. Lo más lejos posible. ¿A qué esperas? Aquí ya no te quiere nadie.
—Pero… mi hija…
—Estará mejor sin ti. Mira. —Y señala una ventana iluminada.
Ya ha vivido antes aquello y sabe lo que verá al otro lado. Lo que él ya no está en condiciones de ofrecer a nadie: un hogar. Sabe que sentirá alivio, pero también dolor, al ver a Daniel y a Manoela hablando como cualquier matrimonio, después de cenar, mientras las tres niñas quitan la mesa. Lo sabe pero vuelve a hacerlo, vuelve a acercarse furtivamente a la ventana y se somete al suplicio de Tántalo de espiar a su pequeña tan hermosa, tan feliz sin él. Sabe que, de un momento a otro, Sión se dará la vuelta lo bastante deprisa como para que sus ojos se encuentren una fracción de segundo. Sabe que ese será el último recuerdo de su hija antes de abandonar Guanxuma.
Pero en su sueño Sión nunca llega a darse la vuelta.
Se oye un grito.
Suenan disparos.
Todo se vuelve negro.
Al segundo siguiente, la casa de Manoela ha desaparecido y se encuentra rodeado de cadáveres. Una docena de cuerpos caídos en el suelo, acribillados. Todos parecen mirarlo con la misma expresión del santo (que vuelve a ser de piedra y a estar prisionero en la fachada, ya no es el padre Marcel). Aturdido, descubre que tiene un fusil en la mano y que del cañón gotea sangre. Grita y suelta el arma; trata de huir pero no puede, porque hay un hombre de pie frente a él, bloqueándole el paso. Es muy joven, casi un niño, y está ardiendo; las llamas lo devoran, se derrite como si estuviera hecho de chocolate y vísceras. No pide auxilio, no hace un solo gesto de dolor. Se limita a fundirse muy despacio, y antes de desaparecer por completo, en un último suspiro, dice, como sorprendido:
—Juraste protegerme.
Oyó las risas de sus compañeros y supo que de nuevo había estado gritando en sueños. Sentía un dolor punzante en la cabeza, como si la tuviera llena de cristales afilados. Intentó abrir los ojos y la luz que se colaba por la puerta abierta del barracón le hizo maldecir toda la cachaza ingerida la noche anterior. Parpadeó, soltó un bufido y se apoyó en los codos para incorporarse.
El capataz se erguía frente a él. Era calvo por completo, y sus dos metros de altura le hacían parecer un gigante. Algunos decían que Caike había luchado valerosamente contra los alemanes antes de recibir en la cara la metralla de una bomba. Según otra versión (menos épica pero bastante más creíble), un marido celoso habría recurrido a un puñado de matones para dejarlo marcado de por vida. Quién sabe. El caso es que su cara era un amasijo de cicatrices en forma de telaraña que se expandían por las mejillas y la frente y la calva hasta llegar a la nuca, confiriéndole el aspecto de una máscara tribal aterradora. Pero lo peor eran sus ojos: grises, gélidos, desprovistos de toda expresión.
—¿Te sirvo el desayuno en la cama?
No había amenaza en su voz. No era necesario.
Un segundo después, Joan estaba de pie tratando de meterse en sus pantalones. Eso provocó que los hombres volvieran a reírse a carcajadas. Eran una treintena, y a todos los conocía de trabajos anteriores. Juntos habían construido los cinco kilómetros de la nueva carretera del oeste de Ilhabela, la que enlazaba la Vila con el puerto principal. Fueron meses duros, durmiendo a la intemperie y trabajando de sol a sol. Dos de ellos habían muerto por mordedura de serpiente mientras cortaban a machete la vegetación. Otro, un muchacho delgaducho que aún no había cumplido los veinte, fue víctima del agotamiento. «No puedo más», dijo de pronto; y cayó al suelo fulminado.
Joan resistió. Era el purgatorio que había escogido. Mientras el cuerpo se quejara resultaba más difícil pensar en otra cosa.
Luego los contrataron para construir aquel hotel en las afueras de la Vila. Su arquitecto, Tom Winslow, era un joven norteamericano que se había inspirado en algunos colosos de Florida como el Hotel Franklin. Edificado sobre una base cuadrada, Le Magnifique estaba destinado a ser un edificio de tres plantas, con veintiocho habitaciones individuales, doce dobles y cuatro suites de cincuenta metros cuadrados cada una, compuestas por un pequeño recibidor, sala de estar, baño y dormitorio con cama de matrimonio; todas ellas con salida al balcón que rodeaba el primer piso. Dispondría de un comedor con capacidad para setenta comensales; una biblioteca con más de cinco mil volúmenes; una sala de billar y un salón de baile.
Ese era el proyecto, aunque aún faltaba mucho para verlo terminado. De momento habían limpiado y vallado el terreno de ocho hectáreas, excavado las zanjas de cimentación y puesto los pilares del sótano. Seguía siendo un trabajo agotador y mal pagado, pero al menos estaban incluidas la comida y la cena, pasaban la noche bajo techo y tenían la ciudad a cuatro pasos por si les apetecía olvidarse de todo en El Oasis.
Acabó de vestirse y vio que Caike recorría las literas dando instrucciones:
—Como sabéis, hoy llega a Ilhabela el señor Carrière, el propietario de todo esto. Es un distinguido caballero de París, no una escoria como vosotros, así que ahorraos dirigirle la palabra a no ser que os pregunte algo. Y si lo hace, dadle respuestas cortas y llamadle «mosié» o simplemente «señor», ni se os ocurra tratarle como a uno de los vuestros. ¿Está claro? —Hizo una pausa, vio que todos permanecían en silencio, escupió al suelo y añadió—: Ahora hacedme el favor de asearos por una vez en la vida; si no, ese educado caballero va a sacar los intestinos por la boca en cuanto os huela de lejos.
Nadie tenía agallas para desobedecer al capataz, así que el día comenzó con un baño general. Era un fastidio, porque disponían de un solo cubo (que había que rellenar cada vez que el agua se volvía negra) y de una pastilla de jabón para todos. A Joan le tocó ser el último de la fila y, cuando por fin le llegó, el jabón no era mayor que la uña de su pulgar.
El resto de la mañana transcurrió más lento que de costumbre. Trató de concentrarse en su trabajo, que consistía en serrar listones para marcos de ventana, pero los hombres no dejaban de distraerlo con sus disquisiciones sobre el señor Carrière.
Nadie sabía qué aspecto tenía. A Tom Winslow lo había contratado un representante que a su vez había sido contratado por otro (algo terriblemente complicado y misterioso); al parecer, durante meses, Maurice Carrière había ido aprobando los planos y dando instrucciones mediante telegramas que mandaba desde diversas partes del mundo.
—Ese tipo es tan rico que caga oro —dijo uno.
—¿Y vos cómo lo sabes, boludo? —se burló el Flaco, un argentino con los pómulos tan hundidos que parecía una calavera con los ojos saltones—. ¿Te dedicas a espiarle el orto? —Y se dio dos palmaditas en las nalgas, por si alguno no había pillado la expresión.
Todos se rieron. El Flaco aprovechó para añadir:
—Lo que es seguro es que está mal de la chaveta. Hay que estarlo para construir un hotel de lujo en el culo del mundo. ¿O creéis que alguien va a pagar un dineral para venir a una isla que no tiene más que playas?
En ese momento se oyó una especie de bramido proveniente de la carretera. Se volvieron como un solo hombre y se quedaron boquiabiertos al ver acercarse el primer automóvil que llegaba a Ilhabela.
Era un Darracq Coupé Chauffeur SS de cuatro cilindros y veintiocho caballos y medio de fuerza, capaz de alcanzar los setenta kilómetros por hora. He visto fotos y me parece uno de los vehículos más hermosos que jamás han existido, en parte por la sensación de exquisitez que transmitían sus sillones de piel con reposabrazos o sus elegantes adornos de metal (lo imagino surgiendo de pronto bajo el sol del mediodía brasileño, centelleando como el oro, esa mañana de 1919, y la imagen me hace contener el aliento); pero me fascina sobre todo por su extraño diseño híbrido. Más que una máquina sobre ruedas parecía un error de la naturaleza, un ser mitológico como el grifo, la sirena o el centauro. Era mitad coche deportivo y mitad diligencia del antiguo Oeste; era un poema escrito a cuatro manos por dos poetas de épocas distintas; era como si incrustáramos ahora un reloj digital en el Big Ben: la síntesis perfecta entre el siglo que había quedado atrás y el que empezaba a mostrar todo su potencial.
El Darracq penetró en el solar, tosió como un perro y se detuvo a pocos metros. Hubo un instante de silencio absoluto, unos segundos mágicos en los que la brisa dejó de agitar las ramas de los árboles, ni un solo pájaro chilló en el cielo, ni una ola se estrelló contra los arrecifes. Entonces, el conductor, que llevaba un uniforme gris oscuro con guantes blancos, botones plateados y botas hasta la rodilla, bajó sin saludar a nadie, se quitó la gorra, levantó la barbilla y abrió la puerta de la cabina.
—Monsieur —dijo.
Y el señor Carrière apareció por fin. Puso un pie en el estribo, dio un pequeño salto y llegó al suelo.
El arquitecto, que se había adelantado para darle la bienvenida, se quedó petrificado.
—¿U-u-usted es el señor Carrière? —tartamudeó en su extraño portugués con acento de Florida.
El aludido le estrechó la mano.
—Llámeme Maurice, por favor. Y usted debe de ser Tom Winslow. —Alzó el tono de voz para que le oyeran todos—. Espero haber estado a la altura de las expectativas. —Y sonrió con su propio chiste.
Debía de rondar los cincuenta. Su perilla era negra aún, pero su pelo, más que abundante, empezaba a clarear en las sienes. Llevaba el atuendo de un dandi: traje de lino de color marfil, corbata de seda, botines blancos y negros. Sin embargo, con todo aquello puesto, Carrière parecía un niño disfrazado. Le llegaba al pecho al arquitecto.
«Acondroplasia», pensó Joan.
Le sorprendió acordarse de esa palabra tan complicada. La había oído una sola vez, hacía tiempo. Catarina hojeaba un libro de medicina y a él le llamó la atención el dibujo de un bebé recién nacido. Tenía la cabeza demasiado grande y los brazos y las piernas demasiado cortos en relación con el tronco. Entonces Catarina pronunció esa palabra y le contó que se trataba de un trastorno del crecimiento óseo.
Cerró los ojos con fuerza.
Era como si Catarina siguiera sentada junto a él, con el libro en el regazo y el sol brillando en su pelo.
Pero, claro, ya no estaba.
Ni ella ni Sión.
—¿Ese enano boludo es el gran hombre? —susurró el Flaco detrás de él—. ¡Si es mayor mi verga!
Caike apareció de la nada. Le aferró el brazo izquierdo y se lo retorció por la espalda, haciendo que cayera de rodillas. El señor Carrière oyó los chillidos y se acercó anadeando.
—¿Qué pasa aquí?
—Este gusano miserable le ha insultado, señor. Pero tranquilo, no volverá a repetirse. —Caike hizo más fuerza, se oyó un crujir de huesos y el Flaco puso los ojos en blanco, como si fuera a desmayarse.
—¡Suéltelo!
—Señor…
—¡Que lo suelte ahora mismo!
Los dos hombres se sostuvieron la mirada. Un nubarrón tuvo tiempo de cruzar por delante del sol, ensombreciéndolo todo como si la noche hubiera llegado. Finalmente Caike obedeció, soltó al Flaco (que corrió a apartarse, sujetándose el brazo y gimoteando de dolor) y dio un paso hacia Carrière. Le doblaba el tamaño.
—Con todo el respeto, mosié, ¿pretende enseñarme a mandar sobre mis hombres?
Carrière enrojeció de ira.
—¿Sus hombres, capataz? Esto no es ninguna guerra. Gracias a Dios no me dedico a destruir cosas, sino a todo lo contrario. Me gusta pensar que contribuyo a mejorar el mundo con mis edificios. Aspiro a que la gente sea feliz en ellos. Y dudo que lo consiga si se levantan sobre los cimientos del miedo y la brutalidad, como, al parecer, usted pretende. De manera que, a partir de este momento, si quiere conservar su empleo, le aconsejo que empiece a tratar a esta gente como lo que son: seres humanos. ¿He hablado lo bastante claro?
Todos contuvieron la respiración mientras Caike apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Sí, señor —murmuró finalmente.
—Perfecto. ¡Tom! —Carrière se volvió hacia el arquitecto—. ¿Dónde podemos hablar con tranquilidad usted y yo? Traigo un montón de ideas.
Y dejó a Caike con un palmo de narices.
La imagen resultaba sorprendente: el gigante humillado por el enano. David machacando a Goliat. No puede negarse que el señor Carrière hizo una entrada triunfal.
Maurice Carrière acabó siendo una pieza primordial en la vida de mi bisabuelo por una serie de casualidades. La primera se produjo nueve años antes, en 1910, mientras visitaba en el Grand Palais de París una exposición dedicada a Antoni Gaudí, dentro del salón anual de la Société Nationale de Beaux-Arts. Quedó tan impresionado que se prometió a sí mismo viajar a Barcelona en cuanto tuviera ocasión. Lo había hecho menos de un mes antes de su llegada a Ilhabela, y la inicial admiración por el arquitecto catalán se había vuelto delirio, en especial por uno de los edificios del Passeig de Gràcia, la Casa Batlló.
—He tenido una revelación —fue lo primero que le dijo a Tom Winslow cuando estuvieron en su barracón.
Luego empezó a mostrarle fotos y esbozos de la fachada y de mil y un detalles del interior, y le pidió que tratara de aplicarlos a Le Magnifique.
—No me malinterprete, Tom —dijo—. Lo último que pretendo es que haga una copia exacta. Evidentemente usted es el arquitecto y debe mantener su personalidad. Pero fíjese en el genio de Gaudí… —Y fue señalando las fotos que acababan de mirar—: ¡Balcones que parecen antifaces! ¡Columnas en forma de hueso! Mire, mire estas ventanas del salón… Y estas chimeneas en la azotea, que parecen coronas… ¿Y sabe qué es esto de aquí? ¡Ranuras en las paredes, para que la casa respire! ¡Son como branquias! —Se detuvo con los ojos llameantes—. Sinceramente, ¿no cree que al lado de tanto prodigio nuestro hotel va a parecer muy aburrido?
Al joven y ambicioso Tom Winslow (que había dedicado cuatro largos meses de su vida al sobrio diseño de Le Magnifique, del cual se sentía muy orgulloso), todo aquello le parecía horripilante, un vulgar decorado de feria. Pero no quería ofender a su mecenas, así que intentó escudarse en razones técnicas:
—Por desgracia, Maurice, a diferencia de eso nuestro hotel es de madera. Cualquier arquitecto le aconsejaría no atiborrarlo de detalles superfluos. Entre otras razones por el peso.
—Muy bien. Entonces estamos a tiempo de cambiar de planes. Construya el hotel del material que crea más oportuno: de ladrillo, de piedra, me da igual lo que cueste. Pero atibórrelo de detalles superfluos, como usted los llama. Cuantos más, mejor.
Winslow palideció.
—Pero… significaría rehacer todo lo que hemos hecho. Comenzar prácticamente desde cero.
—¿Y qué?
—Pues que los hombres llevan semanas trabajando duro. Han cortado ya casi toda la madera. Si ahora les decimos que tanto esfuerzo no ha servido para nada…
Carrière lo interrumpió:
—¿Conoce usted un libro llamado Dào Dé Jing, Tom? —No esperó a que el otro respondiera—. Lo escribió Lao-Tsé, un gran filósofo chino, contemporáneo de Confucio. Su principal moraleja es que todas las cosas del universo evolucionan de forma natural, y que es un error tratar de forzarlas a nuestro antojo. Me gustaría mostrarle algo… —Y extrajo de su cartera un papel amarillento, del tamaño de un billete doblado por la mitad.
Winslow lo cogió. En el papel había escrito: «El hombre vulgar echa a perder todo lo que emprende porque tiene prisa en terminarlo».
—Entiendo —mintió Winslow.
Carrière le miró a los ojos sonriendo.
—La pregunta es: ¿aspira a ser un hombre vulgar toda su vida o prefiere que el mundo entero hable de Le Magnifique?
Tom Winslow apretó los labios y tragó saliva. Solo había una respuesta posible.
—Pensándolo bien, a lo mejor podemos hacer algo… digamos más vistoso sin tener que renunciar a la madera.
—Estupendo.
—Claro que deberíamos consultarlo con los carpinteros.
—Por supuesto. Dígales que vengan. Me encantará hablar con ellos.
—¿Ahora?
—Tout de suite! Cuanto antes mejor, ¿no le parece?
No hay nada tan imprevisible como la memoria. A menudo somos capaces de revivir, con una precisión quirúrgica, miles de cosas sin importancia aparente (un olor de la infancia, la forma caprichosa de una nube, el collar que llevaba aquella desconocida con la que nos cruzamos un segundo por la calle y a la que nunca volvimos a ver); y, en cambio, olvidamos lo más trascendental.
O creemos haberlo olvidado.
Mi bisabuelo tenía treinta y dos años y llevaba diez (una tercera parte de su vida) acostumbrado a no recordar nada anterior a su llegada a la isla. Su única conexión con el pasado eran esos fantasmas escurridizos que le acosaban en sueños y desaparecían con la primera luz del día.
Entonces el señor Winslow les dijo que el propietario del hotel quería hablar con ellos.
—Ese enano los tiene muy bien puestos —dijo el Flaco—. Y yo que había oído que todos los franceses son amanerados…
Era la primera vez que Joan entraba en el barracón privado de Tom Winslow, y pensó que vivía como un rey. Tenía alfombras en el suelo, un par de paisajes al óleo en la pared, un armario ropero que llegaba al techo y hasta un espejo mágico, que en ese preciso momento reflejaba hombres barbudos y mal vestidos, envejecidos precozmente y que miraban boquiabiertos a su alrededor. Al fondo se encontraba la cama más inmensa del mundo, repleta de cojines de colores; y en el centro, una larga mesa rectangular cubierta de planos, dibujos y fotografías, y rodeada de seis elegantes sillas.
Carrière los aguardaba sentado en la cabecera («Así se nota menos lo enano que es», murmuró el Flaco), fumándose un puro casi tan largo como su antebrazo. Dio la bienvenida al grupo, les preguntó los nombres uno a uno y los invitó a tomar asiento.
—Señores, he tenido un sueño —dijo sin más preámbulos— y necesito su ayuda para hacerlo realidad.
Era un prometedor arranque de discurso, pero Joan lo estropeó. De nuevo la casualidad quiso que se sentara ante una de las fotos. Al verla sintió que una corriente le recorría el espinazo.
—Yo conozco esta casa —dijo.
El señor Carrière arqueó las cejas. Parecía más sorprendido por la interrupción que por el comentario.
—Joan, ¿verdad? —dijo cortésmente—. Justo me disponía a hablar de ella, Joan. ¿A usted qué le parece?
—Es muy extraña.
Winslow no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción.
—Extraña ¿en qué sentido? —preguntó Carrière.
—Sobre todo por dentro. Parece estar viva.
Los otros carpinteros estaban acostumbrados a las rarezas de Joan (sus frecuentes pesadillas nocturnas, sus crisis de llanto en medio de una borrachera). Al oír lo de la casa viva, se miraron y soltaron una risotada.
Carrière los acalló con un gesto.
—¿Ha estado dentro de la casa? ¿Es que conoce a alguien de la familia?
—No lo sé —dijo Joan.
—¿No lo sabe?
—Lo siento, señor. No me acuerdo.
—¿Cuándo fue? ¿Cuándo estuvo en Barcelona?
—Es que eso tampoco lo recuerdo. Me acuerdo solo de la casa.
Carrière dio una larga calada y fue expulsando volutas de humo mientras miraba detenidamente a Joan, luego a los demás hombres (que apartaron la mirada) y otra vez a Joan.
—Continúe, por favor —dijo—. ¿Qué más recuerda?
—Los techos —dijo Joan—. Hay sitios en los que parecen olas, olas enfurecidas. Remolinos. Es como si te sumergieras en el mar.
—¡Lo mismo pensé yo! —El francés soltó de golpe toda la tensión, dando una palmada en la mesa—. ¿Y esos mosaicos sublimes que hay por todas partes? Es como la paleta de Renoir estallándote en los ojos, bam, bam, bam: rojos, ocres, verdes, amarillos…
—Y azules.
—Exacto: azules, sobre todo. ¿Recuerda el patio interior, que se vuelve más y más azul a medida que se asciende y la luz se vuelve intensa? ¿Recuerda las burbujas azules en las ventanas del salón?
—Sí —Joan sintió que se le aceleraba el pulso—, y en lo alto de la escalera había una puerta, y, al cruzarla, era como meterse en el interior de una ballena.
—De un dragón —le corrigió Carrière, sonriendo con indulgencia—. Las ballenas no tienen escamas, que yo sepa.
Un dragón.
Y entonces recordó algo más.
Se vio frente a la entrada de la casa, acompañado de un niño de unos diez años que llevaba gorra y bufanda. Hacía frío, a los dos les salía vaho por la boca cada vez que hablaban.
Joan le estaba diciendo:
—Shhh. Ahora procura no hacer ruido o despertaremos al dragón de la azotea.
El crío le miraba con sus inocentes ojos de color castaño.
—A mí me gustan los dragones.
—A nadie le gustan los dragones.
—A mí sí.
—Pero echan fuego por la boca.
—Ya. Ese es el problema.
—Por eso es importante que no lo despertemos.
—Vale, lo entiendo.
—Entonces ¿qué? ¿Vamos?
—¡Espera! —El niño seguía plantado en la calle.
—¿Qué pasa?
—Es que si se despierta…
—No va a despertarse, tranquilo.
—Vale, pero por si acaso. Si ves que el dragón abre los ojos y va a escupirme fuego, tú me protegerás, ¿verdad, Joan?
—Claro.
—Júramelo.
—Te lo juro. ¿Entramos de una vez?
Joan pestañeó y el recuerdo se deshizo en su mente como un azucarillo.
Vio que todos le miraban expectantes.
—Lo siento —dijo—. No recuerdo nada más.
Aquella noche, mi bisabuelo casi salió a hombros del barracón de Tom Winslow. El Flaco se encargó de poner al día a los hombres que no habían asistido a la reunión:
—¡Ya podéis chuparle el rabo a mi amigo! Chicos, tendríais que haberlo visto. ¡Menudo estilo camelándose al enano!
—Entonces ¿el hotel sigue adelante? —preguntó alguien.
—Sigue, sigue. Aunque, si no he entendido mal, lo vamos a llenar de huesos, cristalitos de colores y dragones. Algo así, ¿verdad, che?
—Algo así —dijo Joan.
Era sábado y tocaba ir a la Vila.
La Vila era lo más parecido a una ciudad que había en toda la isla. Tenía ayuntamiento y cuartel de policía y un pequeño hospital; y una iglesia católica con campanario; y un bar, un restaurante y un hotel con doce habitaciones y comedor privado para los clientes; tenía una carnicería que en la trastienda funcionaba como barbería (la regentaban dos gemelos igual de hábiles con el cuchillo que con la navaja), tenía una tienda de ropa para las mujeres y una casa de putas para los hombres. No era mucho, pero era más que suficiente para su media docena de calles y sus trescientos vecinos mal contados.
Joan y el Flaco iban por la acera de la calle principal, y el argentino iba dándole la vara para que lo acompañase al burdel:
—¿Cuánto hace que no echas una cana al aire, hombre? ¿Qué ha pasado, te has vuelto maricón de golpe?
—Estoy ahorrando.
—Ahorrando ¿para qué? ¿Para cuando seas viejito y ya no se te empine?
—Déjame en paz, Flaco.
Siguieron andando en silencio, y al volver la esquina vieron el Darracq de Carrière aparcado en la puerta del hotel. Unos chavales revoloteaban a su alrededor como polillas. Uno, el gordito del grupo, se dedicaba a acariciarlo. Oyeron que decía:
—Algún día tendré uno como este.
—¡Qué vas a tener tú, comemocos! —se burló uno de sus compañeros.
—Tendría que ser el doble de grande para que cupieras tú dentro —saltó otro.
Salió el portero del hotel y les pegó cuatro gritos. Se dispersaron tan deprisa que fue como si nunca hubieran estado allí.
—¡Críos del demonio! —masculló el portero, que llevaba un uniforme color teja que le iba largo de mangas; solo asomaban las puntitas de los dedos, como si los brazos le hubieran encogido. Al ver que Joan y el Flaco no decían nada, se dio la vuelta y volvió a meterse en el hotel.
La puerta tardó diez segundos en abrirse y volver a cerrarse, pero Joan tuvo tiempo de echar un vistazo.
Había un espejo en la pared, el espejo mostraba parte del comedor de enfrente, y en una de las mesas reflejadas vio al señor Carrière. Se había cambiado de traje, llevaba uno oscuro, más apropiado para la ocasión. No estaba solo. Había una mujer cenando con él, una mujer con un vestido blanco. Era muy joven y tenía el pelo negro, recogido.
Tenía los ojos tristes.
Eso es lo que dieron de sí los diez segundos.
La puerta se cerró.
—¡La madre que parió al enano! —exclamó el Flaco agarrándolo por el brazo—. ¿Tú has visto con qué bombón está?
—Apenas me he fijado —dijo Joan mientras seguían andando—. Un poco joven para él, ¿no?
—¿Joven? ¡Y alta, joder! ¡Y con dos tetas! Luego dicen que el dinero no da la felicidad. —Le guiñó un ojo—. Pues yo no creo que esos dos estén juntos por amor.
La siguiente esquina daba a una calle oscura y sin salida. Se detuvieron frente a la casa que tenía un farolillo rojo en la puerta.
—Bueno, ¿qué? ¿Entras o no? —preguntó el Flaco.
—Otro día.
—Tú mismo. —Tiró del pomo de la puerta, que estaba abierta, y entró—. Le daré recuerdos de tu parte al coñito de Thailyne.
Joan dio la vuelta a la esquina, anduvo cien, doscientos metros, pasó por delante del hotel sin mirar, regresó a la calle principal, se metió en el bar, se sentó, dejó que el camarero, sin preguntarle nada, le sirviera un vaso de cachaza lleno hasta los bordes, lo apuró de un trago, pidió otro y se lo bebió también, se quedó mirando un rato el espejo que tenía enfrente, luego suspiró, dejó unas monedas en la barra, volvió a salir, volvió a pasar por delante del hotel (esta vez miró, pero la puerta estaba cerrada), anduvo cien, doscientos metros muy deprisa, dio la vuelta a la esquina, se acercó a la casa del farolillo rojo, tiró del pomo y entró.
Solo trabajaban siete mujeres en El Oasis (ocho contando a Hedi, pero Hedi era la madama, nunca se acostaba con ningún cliente), así que había carreras para llegar los primeros. A los demás les tocaba esperar, a veces hasta la mañana del día siguiente. El vestíbulo parecía la platea de un teatro absurdo, con dieciocho sillas colocadas en tres filas de seis, mirando a una pared vacía. No había ventanas y todos fumaban como chimeneas; lo normal era acabar con los ojos inyectados en sangre y apestando a tabaco más que a sexo.
—¡Eh, te guardé sitio, boludo! —El Flaco, muy contento, dio unas palmadas en la silla vacía que tenía al lado—. ¿Un cigarrillo?
—Dijiste que no volverías.
Thailyne cerró la puerta de la habitación y se volvió para mirarle. No hizo ademán de desnudarse.
Había un reloj en la pared. Eran las tres y media de la madrugada.
—Necesitaba hablar con alguien —dijo Joan.
—Pues habla —dijo ella.
Y se sentó a su lado en la cama. No parecía resentida, solo distante. Joan tuvo fugaces destellos de la última noche que habían pasado juntos, cuando perdió la razón (o hizo un intento por recuperarla) y la llevó al baile de Guanxuma. Thailyne bailando feliz, Thailyne abrazándole, besándole en los labios como ninguna puta besaría a un cliente. Hasta que vio a Sión (o creyó verla, porque al segundo siguiente había desaparecido), y la música, la risa, los besos, todo dejó de tener sentido, simplemente se esfumó.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Dos, tres meses como mucho?
—Lo siento —dijo Joan—. Fue un error llevarte a ese baile.
—Ya discutimos eso —dijo ella. Cuando estaba tensa dibujaba círculos sobre su muslo con la yema del pulgar—. ¿Quieres hablarme de algo más?
—En realidad, sí: de una cosa que hoy he recordado.
Y le contó la charla con el niño ante la Casa Batlló.
Thailyne esperó a que terminara, luego abrió un cajón de la mesilla y sacó un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Joan, que lo aceptó. Fumaron en silencio. Las paredes del burdel eran delgadas y de vez en cuando les llegaban los gemidos de otras parejas que hacían el amor. Joan empezó a sentirse incómodo.
—Supongo que debería viajar a Barcelona —dijo—. Y tratar de averiguar quién soy.
Thailyne seguía observando la punta de su cigarrillo. Esbozó una ligera sonrisa.
—¿Sabes? Eres un hombre extraño.
—¿Por qué?
—La mayoría de los que vienen aquí nunca hablan de su pasado. Tú dices que no lo recuerdas, pero no hablas de otra cosa.
Meses antes se habrían reído los dos.
La chica de la habitación de al lado soltó un chillido. Se oyeron sonidos de forcejeo, murmullos ahogados. Era bastante frecuente y no prestaron atención.
—Es un viaje muy largo —insistió Joan—. Todavía no lo tengo claro.
—¿Y qué piensas hacer con tu hija? ¿Vas a olvidarla también, cuando te marches de Ilhabela?
Él sintió un nudo en la garganta.
—Sión estará bien. Dejarla con otra familia fue la mejor decisión. Su madre había muerto.
—Seguía teniendo un padre —dijo Thailyne.
—Yo no puedo cuidarla.
—¿Estás seguro? —Thailyne le sostuvo la mirada—. ¿Sabes lo que creo, Joan? Que huiste por miedo. Es lo que haces siempre: escapar de todo lo que quieres. No te das cuenta, pero eres un estúpido, un estúpido y un cobarde.
Y se inclinó hacia él y le metió la lengua en la boca.
La chica de al lado volvió a gritar. Esta vez con más fuerza.
Se oyó un golpe seco y ruido de cristales rotos.
—¡Es Inés! —Thailyne se levantó, angustiada.
Inés era la prostituta más joven del local, todas la consideraban como una hermana pequeña.
Salieron al pasillo. Vieron otras puertas que se abrían, y cabezas de chicas y de clientes que se asomaban para ver qué sucedía. Hedi, la madama, corrió desde el fondo. Su delgado rostro, en otro tiempo hermoso, parecía más arrugado que nunca.
—¿Dónde? —preguntó.
Thailyne señaló la puerta de la habitación contigua. Hedi se acercó, titubeante, y llamó con los nudillos.
—Inés, cariño, ¿estás bien?
Se oyó un sollozo dentro.
Iba a volver a llamar cuando la puerta se abrió de golpe y Caike salió abrochándose los pantalones. Sus ojos eran tan fríos como de costumbre, pero las cicatrices que cubrían sus mejillas y su frente se habían vuelto de un rojo intenso, como si el fuego latiera, furioso, en su interior. Hedi se hizo a un lado instintivamente y él se alejó dando largas zancadas. Nadie le detuvo.
Había dejado tres monedas de cuatrocientos reis sobre la cama.
Una por las manchas de sangre de las sábanas.
Otra por el espejo roto.
La última por el diente que Inés perdió aquella noche.
En la vida real, los hechos raramente suceden como en las novelas. Si yo, como escritor, tuviera que recrear lo que ocurrió después, con toda probabilidad usaría a Caike como un instrumento para insuflar suspense a la trama principal. Haría que, a la salida del sol, dos policías de la Vila se presentaran armados en el barracón, encontraran al capataz durmiendo la mona plácidamente y se lo llevaran sin que opusiese resistencia.
Todos se preguntarían quién le había denunciado.
Las chicas de El Oasis no, seguro. No eran tontas, sabían cómo funcionaba la justicia en la isla. A Caike lo tendrían entre rejas unas pocas horas, lo justo para guardar las apariencias; luego, un funcionario corrupto (es probable que lo describiera con aspecto de ratón, un Peter Lorre nervioso y con la frente sudada) le propondría pagar una multa (que iría a parar directamente al bolsillo de su chaqueta sucia y mal planchada) y Caike volvería a quedar libre. Libre y dispuesto a averiguar quién había sido su delator.
Sí, Caike tendría mucho recorrido aún. Estoy convencido de que en mi versión de los hechos podría haberlo convertido en un ángel exterminador, un ascendiente directo del reverendo Harry Powell, de La noche del cazador, o del Max Cady de El cabo del miedo, un animal vengativo y cada vez más enloquecido haciendo las veces de amenazante soga alrededor del cuello de mi bisabuelo (que resultaría ser, por supuesto, el héroe que lo habría denunciado).
Es posible que todo acabara desembocando en una lucha apoteósica. Una noche bajo una inmensa luna teñida de rojo.
Pero no ocurrió así.
La vida no entiende de buenos o malos personajes secundarios, ni de giros ni subtramas más o menos complejas donde todo encaja milagrosamente en el último suspiro. La vida improvisa, y sale lo que sale.
Salió el sol, y Caike estaba muerto.
Fueron a despertarle y lo encontraron tendido en su cama, con una expresión de incredulidad en la mirada (aquella fue la primera y la última vez que pudieron leer algo en sus ojos). La almohada y el colchón estaban completamente empapados de sangre. Alguien le había rebanado el cuello mientras dormía.
Se presentaron dos policías (en eso, al menos, coincidiría con la realidad), hicieron unas cuantas preguntas rutinarias y se marcharon igual que habían llegado, sin una sola pista ni ganas de tenerla.
El funeral se celebró al día siguiente en la iglesia de la Vila. El señor Carrière asumió todos los gastos y dio a los hombres la mañana libre para que pudieran asistir. Se sentaron en los bancos de la derecha. La primera fila de los de la izquierda la ocuparon la madama y las chicas de El Oasis, que se pasaron toda la ceremonia sonriendo. Menos Inés, que tenía el rostro demasiado hinchado y el cuerpo demasiado dolorido. Cuando el cura, hacia el final, preguntó si alguien quería pronunciar unas palabras, Hedi se levantó con decisión y dijo:
—Yo nunca he creído en el infierno. Pero si existe, espero que sea como me contaron de pequeña. Y que desde aquí podamos oír los gritos de este cerdo.
—¡Amén! —respondieron al unísono las siete putas.
A la muerte del capataz la siguió una serie de cambios en el trabajo. Aquella misma tarde, Winslow ordenó que dejaran de cortar listones y que, en su lugar, confeccionaran quinientas planchas cuadradas de un metro de lado. Luego se acercó a Joan y le dijo:
—El señor Carrière quiere hablar contigo.
—¿De qué?
—Iba a preguntarte lo mismo. ¿Has hecho algo que yo debería saber?
—No, señor.
—Está bien. —El arquitecto asintió pensativamente con la cabeza—. Te está esperando, ve.
La puerta del barracón abierta de par en par ofrecía una buena perspectiva de la larga mesa central. Carrière estaba inclinado sobre unos papeles, fumándose uno de sus largos puros. Levantó la cabeza y sonrió.
—Adelante, Joan. Cierre la puerta y tome asiento, por favor. —Señaló la silla que quedaba a su izquierda.
Joan obedeció en silencio. Durante un instante, el francés tampoco dijo nada, se dedicó a mesarse la perilla pensativamente mientras estudiaba el rostro de Joan como si buscara algún detalle oculto.
—¿Qué edad tiene, Joan?
—No lo sé, señor.
—¿No lo sabe?
—En realidad no lo recuerdo. Es una larga historia.
—Comprendo. —Dio una calada tan larga al puro que Joan pensó que eso iba a ser todo, que la charla había terminado. Entonces dijo—: Yo acabo de cumplir cincuenta y tres. Y me ocurre algo parecido, cada vez me falla más la memoria. Sin embargo, siempre confío en mi instinto, es lo que me ha permitido llegar a donde he llegado. Y mi instinto, en este momento, me dice que todo el mundo piensa que estoy loco por construir un hotel como este aquí. —Dio una última chupada al puro y lo apagó en el cenicero de metal dorado que tenía enfrente—. En pocas palabras, me siento solo. Necesito ayuda, Joan.
—Pero el señor Winslow…
—Oh, sí…, Tom. Sin duda es eficiente, por eso lo escogí. Pero, por desgracia, no es apasionado. Y esta obra, para que sea un triunfo, exige un derroche de pasión. Exige que no pienses en otra cosa durante todo el día. Que un impulso repentino pueda prevalecer sobre meses de trabajo. Exige largas noches en vela, dándoles vueltas a problemas que a los demás les pueden parecer insignificantes, pero que para ti son esenciales: el ángulo en que debe colocarse una baldosa, la forma de una barandilla, el tinte exacto que debe tener un barniz. Y cuando por fin encuentras la solución, la única posible, el corazón se te desboca, te sientes feliz y lleno de energía como un adolescente enamorado. —Le miró fijamente y sonrió—. El otro día vi esa llama en sus ojos, Joan. Mientras hablábamos de la Casa Batlló. Usted estuvo allí, es el único que puede comprender exactamente hasta dónde llega mi sueño.
—Yo no soy arquitecto.
—Y yo no soy muy alto, pero si no alcanzo por mis propios medios, busco una escalera. No le estoy pidiendo milagros, Joan. Solo que sea mi cómplice. —Y calló.
Desde fuera les llegaba el sonido acompasado de los hombres que serraban la madera. Ric-rac, ric-rac, ric-rac. Joan pensó que sonaba como un corazón. Un corazón cansado, que latía muy despacio.
—¿Qué quiere que haga, exactamente?
Lo que Carrière le pidió fue lo mismo que la naturaleza practica desde el principio de los tiempos: que alterara las cosas aparentemente más inalterables. Quien haya visitado el Gran Cañón sabe de lo que hablo. Hicieron falta millones de años para que el río Colorado consiguiera erosionar de ese modo asombroso los más de cuatrocientos kilómetros de rocas que custodian su cauce. A Joan le bastaron dos semanas para transmitir un poco de entusiasmo a sus compañeros.
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Carrière, usó el truco más viejo del mundo: decirle a cada uno lo que quería oír. Recurrió a mentiras, a medias verdades y a rumores inventados: Gaudí en persona iba a viajar de incógnito a Ilhabela para supervisar las obras, y era probable que acabara reclutando a los mejores obreros para trabajar en su templo de la Sagrada Familia; una vez concluido, Le Magnifique sería inaugurado con todos los honores por los presidentes de Brasil, Delfim Moreira, y de la Tercera República francesa, Raymond Poincaré; y era casi seguro que el papa Benedicto XV lo bendeciría.
Ya lo sé: parece un disparate, pero está todo descrito minuciosamente, a lo largo de cinco páginas, en sus memorias. La primera vez que lo leí pensé que se trataba de una broma. Estaba en la cama y desperté a Nana, mi mujer.
—¡Se ha vuelto loco! Él nunca haría eso.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Mi bisabuelo.
Supongo que mi cuadriculada mente de escritor seguía buscándole errores a la vida. Supongo que pensé: «Este personaje tendría que vivir en una permanente depresión. El amor de su vida ha muerto. Vive alejado de su hija, a la que ama con locura. Bebe. No puede andar por ahí animando a los demás».
Y, sin embargo, lo hizo.
Consiguió en poco tiempo lo que Carrière le había encargado: que el hotel dejara de ser el capricho de un solo hombre y pasara a convertirse en el sueño de todos los que lo estaban construyendo. Por la Vila empezó a correr la voz de que iba a ser el edificio más hermoso del mundo y que miles de visitantes llegarían de todas partes, generando riqueza para la isla. Los vecinos comenzaron a colaborar: llevaban botellas, platos, jarrones viejos, todo lo que pudiera romperse para confeccionar el trencadís de la fachada.
El eficiente Tom Winslow había tenido la idea de usar grandes planchas de madera cuadradas. Antes de encajarlas en la fachada como baldosas, se cubrían con una fina capa de mortero sobre la cual incrustaban el trencadís. Winslow, además, había hecho unos primeros bocetos de cada pieza, pero como se había guiado por las fotos de la Casa Batlló, eran poco nítidos y en blanco y negro. Tenían que ser Carrière y Joan los que andaban de aquí para allá todo el día, supervisando a los trabajadores. «Pon los trozos más pequeños en el centro», decían. «Cambia esa pieza de ahí. Tiene que ser roja, ¿ves? Toda la espiral es roja».
Nadie se atrevía a discutir sus órdenes. Al fin y al cabo, eran los únicos que habían visto la casa del Passeig de Gràcia, los únicos que conocían los detalles, los colores, todo. Si no les hacían caso, a lo mejor Gaudí llegaba a Ilhabela después de recorrer nueve mil kilómetros, le echaba un vistazo al hotel y se sentía tan profundamente decepcionado que aquel mismo día volvía a Barcelona sin decir ni una palabra a nadie.
A lo mejor el papa se negaba a bendecir la obra.
Pasaron tres semanas y la planta baja quedó prácticamente terminada. Todas las noches, al acostarse, Joan cerraba los ojos, pero seguía viendo fragmentos de mosaico, centenares de piezas de colores vivos y centelleantes que parecían flotar, ingrávidas, en su cabeza. Para coger el sueño solía dividirlas en grupos. Primero las amarillas (y las iba contando lentamente: una, dos, tres, cuatro…), luego las naranjas, las rojas, las violetas, las azules… Dejaba siempre las verdes para el final.
Maurice Carrière estaba tan satisfecho que una noche quiso demostrárselo a Winslow y a Joan. No fue nada premeditado; simplemente, acabó la jornada de trabajo y los tres se despidieron hasta el día siguiente. De pronto, Carrière, que ya se estaba acomodando en la cabina trasera del Darracq, sacó la cabeza por la ventanilla.
—¿Les apetece cenar conmigo? —Y añadió, sin esperar respuesta—: Pongamos a las ocho y media. Mandaré a mi chófer a recogerlos.
Y así empezó una noche que cambiaría la vida de Joan.
El trayecto en coche hasta el hotel de la Vila duró menos de cinco minutos, pero Joan bajó blanco como la cera. En cuanto dio tres pasos tuvo que apoyarse en Winslow para no caerse.
—Nunca más, lo juro.
—Dije eso mismo hace diez años —comentó el de Florida, sonriendo—. Pero es inútil resistirse. Se llama progreso.
El portero del hotel llevaba el mismo uniforme con las mismas mangas demasiado largas. Se apresuró a abrirles la puerta y se inclinó levemente antes de sonreír al arquitecto, que se había puesto su mejor traje y un par de botines bien lustrados.
—Buenas noches, señor.
A Joan ni le miró.
Entraron al comedor, que estaba lleno a rebosar, y se acercaron a la mesa donde los esperaba Carrière.
—Bienvenidos. El sitio es un poco modesto, pero les garantizo que la comida es excelente.
Joan se sentó, procurando no parecer cohibido por todo lo que le rodeaba. Camareros con guantes blancos. Copas de cristal. Gente emperifollada que le observaba de reojo y con cierto desdén. En la pared de la derecha había una pintura. Era pequeña, y tan siniestra que llamaba la atención en un ambiente tan pulcro: un gato negro y tuerto, muy delgado, clavaba sus uñas sobre el vientre de un cadáver que flotaba en un mar rojo de sangre derramada. El muerto era joven y barbudo.
«Se parece a mí», pensó Joan con un escalofrío.
Y de pronto le llegó el olor. Al principio le costó reconocerlo, no porque hubiera transcurrido mucho tiempo desde la última vez (eso daba igual: hasta el último aliento de su vida conservaría ese olor impreso en la memoria como un doloroso tatuaje), sino porque no parecía el mismo, viajaba medio oculto entre los velos de aromas distintos que lograron momentáneamente su objetivo: confundir a Joan. Hasta que los velos cayeron, uno a uno, y no percibió nada más que aquel efluvio dulzón, embriagador, inconfundible; el eco del olor que aceleraba los latidos de su corazón todos los días, nada más despertar, en su antiguo hogar de Guanxuma.
Olor a flores de jazmín.
Olor a Catarina.
Carrière le miraba con preocupación.
—¿Se encuentra bien? Está pálido.
—Es por el coche —dijo Winslow, sonriendo—. ¿Puede usted creerlo? ¡Es la primera vez que sube a uno!
Siguieron hablando, pero él ya no estaba pendiente. Paseaba la vista por todo el comedor, buscando el origen del perfume.
Entonces la vio. Sentada al fondo, en la mesa del rincón, cenando sola. Llevaba el mismo vestido blanco y el pelo recogido de la misma forma. Antes de aquella noche solo la había entrevisto unos segundos mientras la puerta del hotel se cerraba, pero la reconoció enseguida. Ella le miró también (en realidad se había vuelto hacia la mesa de los tres hombres, como si fuera un gesto rutinario, algo que hacía cada cierto tiempo, y sus ojos se cruzaron) y, al verse sorprendida, fingió concentrarse nuevamente en su plato.
«Qué patético», pensó Joan.
Carrière debía de tener cuarenta años más que ella. En un momento se imaginó la historia: se conocen en París y él la conquista con su encanto y su dinero, se la lleva de viaje por el mundo: Barcelona, Brasil. Luego, probablemente, a su regreso la dejaría y buscaría a otra. Otra distinta, más joven imposible. O tal vez, si la chica era lista y jugaba bien sus cartas, conseguiría echarle el lazo y se convertiría en su esposa. Mientras tanto, parecía evidente que él, Carrière, se sentía avergonzado de su relación. Si no, no habría tratado de ocultarla de aquel modo ridículo, pueril, pidiéndole a la chica que se sentara en otra mesa.
Fue muy violento porque durante toda la cena no dejó de producirse aquella situación: Joan la miraba, ella también, y los dos apartaban la vista al mismo tiempo. Hasta que llegaron los cafés. Carrière echó azúcar en su taza, lo removió despacio con la cucharilla, sopló un par de veces, dio un pequeño sorbo, volvió a dejar la taza en el plato con suavidad y dijo:
—Señores, les pido disculpas. Llevo toda la noche tratando de ocultarles un secreto. Y no es justo, porque han demostrado sobradamente que son mis amigos y que puedo confiar en ustedes. —Apuró el resto del café de un trago, se secó los labios con la servilleta y añadió—: Quiero presentarles a alguien.
Y fue a buscarla.
Joan pensó que iba a morirse de vergüenza. Le vio llegar hasta la mesa y susurrar unas palabras al oído de la chica, vio cómo ella asentía y se ponía en pie y cómo Carrière tenía que levantar la cabeza para poder admirarla. Los vio acercarse, cogidos de la mano como dos enamorados. Él sonreía, y parecía un viejo chiflado. Ella sonreía, y la sonrisa le iluminaba el rostro, la hacía parecer distinta, todavía más joven, más niña, más delicada.
La bella y la bestia.
Winslow se levantó cortésmente y Joan hizo lo mismo. En ese instante, el olor a jazmín se hizo más intenso y comprendió que por fin había localizado su origen: era el perfume que llevaba ella, la muchacha de los ojos tristes.
—Tom, Joan… —dijo Carrière—, voilà mi pequeño tesoro oculto. Mi vida. Mi hija Isabelle.
Acabo de repasar, una vez más, las memorias de mi bisabuelo. No existe ni una sola vez en la que diga textualmente que aquella noche se enamoró de Isabelle Carrière. Describe su belleza, habla de unos ojos «tristes y llenos de misterio», de una nariz «pequeña y respingona», de unos labios «voluptuosos». Al parecer, le impresionaron en especial sus manos, de dedos finos y extremadamente largos. «Las manos de una pianista». No escribe nada de su voz, de lo que dijo antes y después de sentarse frente a él, de si siguieron cruzando las miradas.
Prefiere centrarse en las reacciones de Maurice. En el brillo de sus ojos cuando dijo lleno de orgullo:
—La semana pasada cumplió dieciséis años. Y cada vez se parece más a su madre.
Entonces sacó su billetera y les mostró la foto de una mujer joven y morena con una niña de pocos meses en brazos. Joan supuso que el bebé era Isabelle, y apenas se fijó en la madre.
—Es muy hermosa —dijo Winslow.
—Lo era. Adèle era una gran mujer. —Maurice le echó un último vistazo a la foto antes de volver a guardarla—. Por desgracia enfermó de gripe española. No pudimos hacer nada.
Isabelle podría haber dicho en ese instante: «Y por eso mi padre me mantiene aquí encerrada. Cree que soy como mamá, y que si respiro el aire de la selva, voy a contraer un millar de enfermedades incurables».
O algo todavía peor, aún más explícito: «A mi padre le aterroriza perderme y quedarse solo en el mundo».
Afortunadamente, no lo dijo. Permaneció callada todo el tiempo, hasta que se despidieron.
El chófer se había ido a dormir y tuvieron que volver dando un largo paseo bajo las estrellas. Winslow iba suspirando todo el rato. Aguardó a estar lo bastante lejos de la Vila antes de soltar su sorprendente comentario:
—Voy a casarme con esa mujer. —Lo decía totalmente convencido.
Joan siguió andando en silencio. Lo más probable es que fuera pensando en otra cosa.
Mi bisabuelo e Isabelle no volvieron a encontrarse hasta cuatro meses después. Él seguía yendo todos los sábados a la ciudad, pero aunque siempre echaba un vistazo al pasar frente al hotel, nunca volvió a verla reflejada en el espejo.
Dejó de visitar El Oasis. Por rutina acompañaba al Flaco hasta la puerta, luego se daba la vuelta y se iba al bar. Cuando su amigo regresaba (con un aire muy distinto al de la ida: una sonrisa de niño de oreja a oreja, los ojos llameantes y esa expresión de triunfo que ponen algunos machos satisfechos), siempre tenía que aguantarle el mismo comentario:
—Adivina cuántas veces la cogí hoy. Y ¿sabes una cosa? Creo que le ha gustado.
Se refería a Thailyne, obviamente. Aunque Joan tenía claro que ella nunca habría podido pasarlo bien con el argentino. A Thailyne El Flaco le daba asco.
—¿Te has fijado en su cara? —le preguntó la noche en que fueron juntos al baile de Guanxuma, la noche en que jugaron a ser una pareja—. Parece una calavera con ojos.
—¿Y qué más da? Es amigo mío.
—Tengo un mal presentimiento, Joan. Yo que tú me alejaría de ese hombre.
En cambio, se alejó de ella.
Por su parte, Maurice Carrière estuvo unos días distante con Winslow y Joan. Era como si se arrepintiera de haber compartido con ellos demasiadas cosas y tratara de dar marcha atrás. Pronto volvió a ser el de siempre, aunque no volvió a invitarlos a cenar.
Pasó el tiempo y llegó el noviembre más caluroso de la historia de Ilhabela. Le Magnifique avanzaba a muy buen ritmo, estimulado por la epidemia de entusiasmo que Joan había contribuido a generar. En la isla empezaron a llamarlo «la casa de los confeti», por el chillón trencadís de su fachada. La primera planta podía vislumbrarse a lo lejos, desde kilómetros de distancia, como si fuera un extraño faro multicolor.
Todo parecía ir bien. Carrière había tenido la feliz idea de prescindir de un nuevo capataz, y los hombres, liberados de la presión constante de sus gritos y amenazas, comenzaron a rendir el doble. Podría decirse que nadie, excepto su asesino, se acordaba ya de Caike.
Entonces, una noche, regresó de entre los muertos.
No era él, por supuesto, pero se le parecía mucho; tanto que al verle entrar por la puerta del barracón todos contuvieron el aliento, pensando que se trataba del fantasma de Caike que volvía para tomarse la justicia por su mano. Luego se fijaron bien, y vieron que no tenía cicatrices en la cara. Y cuando habló, su voz sonaba más suave, aunque igual de amenazante.
—Me llamo Pedro —dijo—, y no me iré de este lugar de mierda hasta que averigüe quién mató a mi hermano.
Todos pensaron que era una bravuconada, pero pasaron tres, cuatro semanas, y el tal Pedro seguía apareciendo por la construcción. No lo hacía de un modo sistemático: a lo mejor estaba varios días seguidos sin ir, y cuando todos pensaban que por fin había desistido, ahí estaba de nuevo. No interrogaba a nadie, no buscaba pistas. Simplemente llegaba, encendía un cigarrillo tras otro y se dedicaba a contemplar a los hombres mientras trabajaban. De vez en cuando silbaba una melodía que nadie supo reconocer, una especie de canción de cuna que ponía la carne de gallina.
Acabó alterando los nervios a todos; los días en que hacía acto de presencia se multiplicaban los errores, había más caídas tontas, más heridas, más fracturas. Carrière intentó razonar con él y le ofreció dinero para que se fuera, pero Pedro le arrojó los billetes a la cara.
—Señáleme al asesino de mi hermano y le prometo que me iré. —Y añadió, lleno de rabia—: Llevándome su cabeza para que la pueda ver mi madre.
Al día siguiente no fue. Ni al otro, ni al siguiente. Pasó una semana y seguía sin aparecer.
Todos respiraron más tranquilos, excepto el Flaco. No parecía el mismo desde hacía tiempo. Apenas hablaba, se pasaba el día de un humor de perros, asustándose por cualquier cosa (un golpe de martillo, una tos seca a sus espaldas), y le costaba dormirse por las noches, se le oía suspirar y dar vueltas y más vueltas en su litera hasta las tantas. Un sábado, como de costumbre, Joan fue a buscarlo y el Flaco le dijo que se fuera, que no le apetecía irse de putas.
En ese momento se produjo en la cabeza de mi bisabuelo una especie de fogonazo revelador, y supo con total certeza lo que había sucedido. Estaban completamente solos en el barracón (los demás debían de encontrarse ya a medio camino de El Oasis), así que se lo preguntó sin rodeos:
—Fuiste tú, ¿verdad, Flaco? Tú te cargaste a Caike.
El otro le miró, sorprendido, y luego se encogió de hombros.
—Que conste que empezó él. Casi me rompe el brazo.
—¡Qué animal eres, Flaco! ¿Le mataste solo por eso?
—¿Solo, boludo? Era un malnacido. Ya viste lo que le hizo a Inés.
Joan se sentó en una de las literas y el Flaco hizo lo mismo; se quedaron un buen rato en silencio, uno al lado del otro, contemplando la pared.
—De acuerdo, tienes razón —dijo Joan—. Es posible que ese cerdo se lo mereciera.
—¿Y entonces qué te pasa, hombre? ¿Por qué me miras tan serio?
—¿Y su hermano?
—¿Qué hermano? ¿De qué me hablas, che?
—No te hagas el tonto conmigo. Pedro, el hermano de Caike. Desapareció de pronto. ¿También tuviste algo que ver?
El Flaco sonrió como un niño al que acaban de pillar robando una golosina.
—Je, je. ¿No te parece que la vida es una putada? ¡Las cosas que te obliga a hacer aunque no quieras!
—¿Y qué vas a hacer ahora? —preguntó Joan—. ¿Piensas entregarte a la policía?
—Oh, no creo —dijo el Flaco—. Mira, no es nada personal, pero sintiéndolo mucho, voy a tener que matarte a ti también, o tarde o temprano se lo contarás a alguien. Somos amigos y te conozco demasiado bien.
—Hablo en serio —dijo Joan.
—Y yo.
Y el Flaco le hundió dos veces un cuchillo en la barriga.
Cuando abrió los ojos estaba solo en una habitación donde no había estado nunca. La cama era mullida. Debía de ser de noche, porque las cortinas estaban corridas y no llegaba ni un sonido de la calle. Al lado de un sillón vacío con un libro abierto sobre uno de los brazos había una lámpara de pie dorada que despedía una luz amarilla y deprimente.
Supo enseguida dónde estaba, se fijó en el cuadro que tenía enfrente y reconoció al gato negro con un solo ojo que ya había visto rondando, cuatro meses antes, por la pared del comedor del hotel. En aquel otro cuadro clavaba sus uñas, afiladas como cuchillos, en la barriga de un muerto que se parecía mucho a él. Esta vez, en cambio, asomaba la cabeza en un campo de amapolas que parecía no tener fin. Se preguntó si de nuevo intentaba prevenirlo de otro peligro.
También adivinó de quién era el libro que reposaba en el brazo del sillón. Era fácil. Todo el aire estaba impregnado de su perfume.
La puerta se abrió y entró Isabelle. Miró hacia la cama y fue como contemplar un truco de magia, porque toda la tristeza de sus ojos desapareció en un santiamén.
—Así que ha decidido no morirse —fue lo primero que dijo.
Tenía una sonrisa preciosa.
Joan pensó: «Es la historia de mi vida. Siempre tiene que rescatarme una mujer».
De manera que, al final, Winslow no consiguió casarse con ella.
Eso es lo importante, el destino al que se dirige este largo capítulo que, en cierto modo, es como una novela encajada dentro de otra, una matrioska concebida para contar de qué manera una serie de carambolas del azar lograron lo que parecía imposible: que mi bisabuelo y Sión volvieran a estar juntos.
Nueve años antes, en 1910, Carrière podría haber tenido prisa el día en que pasó por las inmediaciones del Grand Palais de París. Podría no haber llamado su atención el cartel que anunciaba una exposición dedicada a un tal Antoni Gaudí. Podría no haberla visitado. Sin la profunda huella que le dejó esa exposición, es probable que nunca hubiera viajado a Barcelona. O que lo hubiera hecho sin necesidad de remover cielo y tierra para visitar la Casa Batlló. Aun aceptando que Le Magnifique se hubiera construido en el mismo sitio y por las mismas fechas (a tiempo para que Joan formara parte de la plantilla), Carrière nunca se habría metido con la eficiencia de Tom Winslow. No habría llenado su mesa de fotos. Joan no habría podido verlas ni recordar techos ondulantes y vientres de ballena durante una hipotética reunión, habría pasado completamente desapercibido ante Carrière y nunca habrían sido amigos.
Sí, de acuerdo: al final el Flaco (hay gente que siempre tendrá un cable cruzado, por mil versiones que se cuenten de la historia) habría hecho lo mismo, acuchillarle, darle por muerto y huir con todo su dinero; y sí, a lo mejor le habría encontrado nadando en el mismo charco de sangre el mismo ángel de la guarda, uno que milagrosamente se sintió indispuesto a medio camino del burdel y decidió regresar. Y puede que el médico hubiese repetido su hazaña de llegar a tiempo de salvarle el pellejo.
¿Y qué más da? Nada habría sido igual a partir de ese momento. Nadie le habría dicho a Carrière: «Señor, su amigo está con un pie y medio en la tumba». Como mucho: «Habrá que contratar a otro carpintero». Carrière no habría pedido una habitación al lado de la suya en el hotel de la Vila y Joan no habría despertado en una cama mullida y oliendo a jazmín. Isabelle (a la que nunca habría conocido, a lo sumo habría permanecido en su memoria como un rostro entrevisto en un espejo durante diez segundos) probablemente no habría abandonado nunca esa expresión tan suya de tristeza en la mirada, no habría devorado tantos libros mientras le hacía compañía hasta la hora de acostarse, no le habría dicho una mañana, de aquel modo inocente e impulsivo: «¡Está muy guapo!» al tiempo que le ponía un espejo delante, para que pudiera contemplarse sin barba y con el pelo recién cortado.
Mi bisabuelo nunca llegó a escribir que se enamoró de ella y, sin embargo, cualquier hombre en su situación se habría enamorado. Isabelle era joven, encantadora y se desvivió por él. Le ponía paños húmedos en la frente cuando le subía la fiebre. Le cambiaba el vendaje. Le leía pasajes de los libros. A veces le contaba sus últimos viajes por el mundo en compañía de su adorado padre, y Joan la escuchaba con los ojos entornados hasta que, medio en sueños, se veía acompañándolos: dando un paseo bajo un cálido sol de primavera por el parque del castillo de Schönbrunn, en los alrededores de Viena; contemplando las aguas del Arno y la esbelta torre de Arnolfo desde el Ponte Vecchio de Florencia; navegando por el impetuoso Danubio a través del desfiladero de Cazane, aguas arriba de las Puertas de Hierro, descubriendo un paso abierto en la roca por las legiones de Trajano.
Isabelle viajaba siempre con su gramófono. Era el modelo Día y Noche de Pathé. De día, los sonidos brotaban como un vendaval a través de su peculiar trompeta de tonos verdes sombreados. De noche, el brazo podía liberarse, invertirse y montar en él el reproductor, de manera que la música sonaba por la parte frontal, amortiguada.
La primera vez que Joan oyó a Caruso fue de día, en todo su esplendor:
Recitar!
Mentre preso dal delirio,
non so più quel che dico, e quel che faccio. Eppur è d’uopo, sforzati!
Bah! Sei tu forse un uom?
Tu se’ Pagliaccio!
Vesti la giubba, e la faccia in farina.
La gente paga, e rider vuole qua.
E se Arlecchin t’invola Colombina,
ridi, Pagliaccio, e ognun applaudirà.
Tramuta in lazzi lo spasmo ed il pianto
in una smorfia il singhiozzo e’l dolor. Ah!
Ridi, Pagliaccio, sul tuo amore infranto!
Ridi del duol, che t’avvelena il cor![2]
No comprendió ni una palabra, pero se quedó sin aliento al escucharle, como si una mano invisible se metiera en su pecho y le estrujara el corazón. ¿Fue el aria lo que obró el milagro? ¿La divina voz de Caruso hizo que le crecieran alas para salir del pozo en el que llevaba metido tanto tiempo? No lo creo. Estoy seguro de que tomó su decisión porque no le quedaba otro remedio. Hacía tiempo que había tocado fondo y era el momento de volver a la superficie para respirar.
Thailyne resultó ser una pieza clave, aunque probablemente de un modo muy distinto al que ella habría preferido. Se presentó por sorpresa en el hotel a principios de enero (era la primera vez que la veía desde el entierro de Caike, donde apenas cruzaron un par de miradas); llamó a la puerta y, cuando Isabelle abrió, se quedó mirándola de arriba abajo con una sonrisa burlona.
—Soy una amiga de Joan —y recalcó—: una amiga muy querida. Me gustaría hablar con él. A solas, si no te importa.
Isabelle se volvió roja de estupor, la dejó pasar y salió sin pronunciar una palabra. En cuanto la puerta se cerró, Thailyne corrió a sentarse en la cama junto a Joan.
—Veo que no pierde el tiempo, esa mosquita muerta. ¿Ya te has acostado con ella?
—¡Thailyne, por favor! Es una niña.
—Una niña que ya ha conseguido más que yo: que te afeitaras.
Y le acarició la cara con ternura.
Es posible que lo intentara con todas sus armas de mujer (incluso de profesional), pero Thailyne, ese día, no dijo ni hizo nada que influyera decisivamente en la vida de Joan; y, sin embargo, su visita (que duró apenas media hora, fue más una despedida que un reencuentro) acabaría resultando primordial para el desarrollo de los hechos.
El resto del día, Isabelle no hizo acto de presencia. Joan estuvo solo como un reo, devanándose los sesos. Por la noche apareció Maurice lleno de ira.
—¿Es así como agradece los cuidados de mi hija? ¿Revolcándose con rameras ante sus narices?
Se quedó mirándolo, esperando una respuesta. ¿De qué tipo? Es difícil saberlo. Es indudable que el señor Carrière le tenía un gran aprecio a Joan, pero sospecho que lo veía como el hijo que nunca tuvo, una especie de hermano mayor para Isabelle. Por eso había consentido que pasaran tanto tiempo juntos mientras él seguía ocupado dando forma al sueño de su vida, Le Magnifique, cuyo exterior, por cierto, a pesar de la baja de Joan, ya casi estaba culminado: en la tercera y última planta, todos, desde Winslow hasta el más torpe de los hombres, se habían conjurado para superar el genio de Gaudí, y el trencadís parecía una explosión de lava incandescente que se derramaba por un volcán de oro. Podía gustar o no, pero no era un edificio que pasara desapercibido. Podríamos decir que el mundo entero de Maurice Carrière avanzaba como un tren a toda máquina hasta que Thailyne se interpuso en su camino.
—¿Qué clase de hombre es usted, Joan? —insistió al ver que el otro no decía nada.
Y fue entonces cuando mi bisabuelo dio uno de los pasos más cruciales de su vida.
—Maurice —dijo—, me gustaría casarme inmediatamente con su hija. Siempre que ella y usted estén de acuerdo.
Ese inmediatamente intercalado ahí, como una cuña, no deja de ser revelador. Demuestra que el nuevo Joan tenía prisa por cambiar las cosas.
—¡Qué asco! Para de hacer eso, ¿quieres?
Sión miró a Maria Aparecida, que no le hizo ningún caso.
—Ni hablar. Quiero saber qué bicho es.
Era un domingo radiante. Las tres niñas se habían levantado pronto y habían decidido ir a la playa de Guanxuma. La encontraron desierta, salvo por un ejército de gaviotas que chillaban como locas alrededor de un punto concreto de la orilla.
—¿Qué es eso? —preguntó Julia.
De lejos parecía una maleta abandonada, pero al espantar a los pájaros vieron que no, que aquello, fuera lo que fuese, era orgánico. Un perro muy grande, tal vez, aunque no se le veía pelaje alguno. O un mamífero acuático atacado por un tiburón. Era imposible saberlo porque estaba completamente destrozado. Fue entonces cuando Maria Aparecida arrugó su única ceja, cogió un palo y comenzó a meterlo entre las vísceras.
Sión sintió náuseas y se alejó corriendo. Caminó sola por la orilla, dejando que las olas le mojaran los pies a lametazos. Cuando se dio la vuelta, sus hermanas adoptivas eran dos insignificantes puntos en el horizonte. Manoela iba hacia ella a toda prisa. De nariz para abajo sonreía, pero tenía los ojos rojos como si acabara de llorar. Se puso de rodillas y la apretó con tanta fuerza entre sus brazos que estuvo a punto de cortarle la respiración.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Tu padre está aquí. Ha venido a buscarte.
¿Qué cruza por la mente de una niña de siete años cuando recibe una noticia como esa? Quisiera ser Sión, Sión ese domingo de mediados de febrero de 1920, descalza en la playa de Guanxuma, seguramente atónita, dejándose abrazar por la mujer a la que, en todos los aspectos, considera ya su madre (la memoria de los niños es como la de los peces, y Catarina, su madre biológica, es apenas un rostro rodeado de bruma). Es posible que se acuerde más de su padre, que vea destellos inconexos de él. Papá que le cuenta la historia del jaguar antes de dormirse. Papá que llora de risa, sucumbiendo a sus cosquillas. Papá borracho besando a una desconocida.
Si yo fuera Sión, puede que me obsesionara algo que me había dicho Manoela: «Ese al que viste no era tu padre, sino su fantasma, así que olvídate de él». Puede que no entendiera que, después de tanto tiempo, un fantasma volviese a buscarme.
No lo sé, es imposible, no puedo ser Sión.
De manera que Joan sonrió al verla, y Sión, que había decidido mostrarse enfadada con su padre (el primero de los castigos por haberla abandonado), tardó menos de un segundo en devolverle la sonrisa.
—Estás enorme, bicho —dijo el adulto con la voz entrecortada.
Y la niña corrió hacia él y, echándole los brazos al cuello, comenzó a estamparle besos por toda la cara.
Sentados a la mesa, Isabelle y Maurice contenían el aliento por distintos motivos. La primera porque, como quien dice, hacía cuatro días que aún jugaba con muñecas, y de la noche a la mañana se veía con una de carne y hueso a la que tenía que dar ejemplo. Maurice estaba aún más asombrado: «Tengo una nieta más alta que yo». Manoela lloraba de pie junto a la puerta, sin que sus dos hijas pudieran consolarla. «No os preocupéis, es de alegría», les decía, y era una verdad a medias, porque se alegraba por Sión y por Joan, pero al mismo tiempo sentía lástima de sí misma por tener que renunciar a la niña.
De la calle les llegaba un bisbiseo permanente. Al Darracq de Carrière lo rodeaba un enjambre de asombrados vecinos que nunca habían tenido tan cerca un invento como aquel. Albert, el chófer, sacaba pecho al volante con la mirada fija en el horizonte, creyéndose un centauro.
Se quedaron a comer, y luego Manoela y Sión prepararon juntas el equipaje mientras los demás salían a dar un paseo. No había mucho para llevarse: un par de vestidos remendados, ropa interior, unos zapatos con las suelas medio roídas y, por supuesto, la colección entera de muñecas de trapo. Lo fueron metiendo todo en un baúl que había llevado Carrière. El único que se libró fue el señor Conejo. En el último momento alegó que viajaría más cómodo en los brazos de Sión.
—Te echaré en falta, conejo del demonio —dijo Manoela cerrando el baúl con un suspiro.
—Yo también —le respondió el muñeco.
Oscurecía cuando el coche arrancó entre vítores de los vecinos.
—¡Buen viaje! —les gritó Daniel, el marido de Manoela, acostumbrado a tener un papel secundario en casi todo.
Sión, sentada sobre las rodillas de Joan, dijo adiós con la mano. Sus hermanas la vieron partir con cierta envidia. Antes de que las luces del coche desaparecieran al fondo de la calle, el rostro de Manoela era una máscara integral de desconsuelo.
El trayecto entre Guanxuma y la Vila duraba cerca de tres horas. Lo más rápido habría sido trazar una línea recta por el centro de la isla, sorteando el pico de Baepí. Pero esa ruta no era más que selva. La única alternativa era seguir la costa norte de este a oeste, entre Ponta de Poço y Ponta das Canas. Era un camino sinuoso y accidentado, inventado siglos antes que los automóviles, y había que estar muy atento. Cada dos por tres el chófer tenía que bajar para apartar una roca que obstaculizaba el paso.
Tres horas dan para mucho, y Maurice y Sión no tardaron en hacer buenas migas. El francés conocía algunos trucos de magia: se amputó medio pulgar y volvió a recomponerlo como si nada; sacó una moneda de plata de la oreja de la niña; le hizo escoger una carta de la baraja y adivinó cuál era. Sión abría los ojos como platos, fascinada. Su mundo, su pequeño mundo hasta la fecha, había comenzado a expandirse.
Joan la examinaba como han hecho todos los padres a lo largo de los siglos, reconociendo en aquella versión más adulta de su hija a todas las que había sido desde que era un bebé. Mientras, Isabelle, taciturna, contemplaba el paisaje por la ventanilla. Cuando llevaban dos horas largas de viaje, a la altura de Garapocaia, dijo en su lengua materna:
—Qu’est-ce que là-bas?
Casi era medianoche, pero en el punto al que señalaba el dedo de Isabelle el cielo estaba completamente rojo, parecía estar amaneciendo.
El rostro de Maurice se ensombreció de golpe.
—¡Acelera, Albert! —le gritó al chófer.
Cuando llegaron ya no había nada que hacer. Algunos hombres trataban de conservar la esperanza, habían formado una larga cadena y se iban pasando cubos de agua que arrojaban a las llamas. Tom Winslow iba en pijama y cubierto de hollín, corriendo de aquí para allá como un pollo sin cabeza, dando consignas sin parar, intentando que el ánimo no decayera. Pero todo era inútil. Le Magnifique ardía por los cuatro costados.
Joan bajó del coche y se quedó contemplando, hipnotizado, la fachada principal. Bajo la cegadora luz del incendio la orgía de colores de su trencadís brillaba más espectacular que nunca. Al recordarlo en sus memorias, escribiría: «Después de todo, no había mentido: era un edificio digno de ser inaugurado por dos presidentes y bendecido por un papa».
Es posible que así fuera. Nunca podré saberlo, porque no se conserva ni una sola foto del hotel (supongo que Maurice Carrière, en su delirio perfeccionista, se negó a inmortalizarlo hasta que estuviera terminado).
También es posible que Gaudí viajara finalmente a la isla (usando un nombre falso, tal vez, y un sombrero panamá y un fular para ocultar el rostro) y que, al ver aquella flamante maravilla del mundo, se volviese loco de celos, hiciera sonar un silbato especial para llamar a su dragón, el que dormía en la azotea de la Casa Batlló, le ordenara destruir Le Magnifique escupiendo fuego por la boca y seis años y cuatro meses después, corroído por el arrepentimiento, decidiera arrojarse al paso de un tranvía.
(Nana me aconseja que borre todo el párrafo anterior, pero al final opto por mantenerlo. Asumo mi papel de novelista, mi trabajo consiste en eso, en inventarme cosas.)
Tom Winslow no sabía inventar. Era un arquitecto eficiente, nada más, o aspiraba a serlo. Le Magnifique era su primer gran proyecto, la llave que iba a abrirle todas las puertas, y se volatilizaba ante sus ojos como el tiempo en un reloj de arena. Desesperado, vio al señor Carrière, inmóvil junto al Darracq, fumando con el rostro inexpresivo, y corrió hacia él.
—¡Dios mío, qué desgracia! ¿Qué vamos a hacer ahora?
Maurice echó un último vistazo al edificio, que empezaba a derrumbarse. Luego suspiró y se dio la vuelta hacia Sión.
—Dime una cosa, pequeña: ¿conoces París?