Capítulo 2
TORMENTA DE JUNIO, GOLPEA COMO UN PUÑO
Los problemas de Javier Parrondo, brigada al frente del puesto de Tarabán, comenzaron en el momento en que vio saltar al pastor alemán del asiento trasero del Peugeot 205 de la guardia Morales.
—No insistas, Vanesa. En la Casa Cuartel no puede quedarse.
—Pues no entiendo por qué no me da su permiso, mi brigada —protestó, cruzada de brazos, con la cabezonería de una niña tozuda en lugar de comportarse como una mujer sensata y acostumbrada a acatar órdenes de un superior.
—Vanesa, los dos sabemos que este no es el mejor sitio para tu perro, por muy picoleto que sea su corazoncito.
—Pero a Chispa si la dejaste quedarse —alegó, retornando al tuteo que utilizaban entre ellos cuando no se trataba de trabajo.
Javier resopló, harto de explicárselo. Maldita la hora en que aceptó a la pointer como mascota de la casa cuartel. Claro que, quién se habría negado cuando la pareja de guardias apareció con aquella cachorrita indefensa con una pata dislocada.
—Chispa es un perro de caza y vive medio asilvestrada, entra y sale del cuartel cuando le da la gana. ¿Es esa la clase de vida que quieres para este perro? Sinceramente Vanesa, me parece que no te has parado a pensarlo. Un pastor alemán de esa edad se merece algo mejor.
Ella lo miró con una idea brillante en mente.
—¿Por qué no lo adoptas tú? Susana estará encantada y como ya no vives en el cuartel...
Javier negó con la cabeza con gesto tajante. Con los imprevisibles turnos de guardia de Susana como enfermera, por no hablar de la locura de sus propios turnos de trabajo, adoptar un animal suponía precisamente eso: una locura de las gordas.
—Ni pensarlo. Para empezar, vivo en una casa en el centro del pueblo — adujo; se refería al segundo piso de la casa del abuelo de Susana, que antaño se usaba como granero; al casarse la habían reformado como vivienda propia, independiente de la planta baja y el primer piso que usaban el resto de la familia por temporadas—. Mi mujer trabaja fuera, yo también, el perro se pasaría el día solo y encerrado entre cuatro paredes. Para eso, mejor que se hubiera quedado en Cartagena.
—Eso es verdad —reconoció—. Además, mis padres lo cuidan de maravilla.
—Pues eso es lo que tenemos que buscarle, una familia que lo cuide como un rey. Después de años al servicio de los demás y con tantas vidas como ha salvado, creo que es lo mínimo que se merece.
Vanesa asintió, asumiendo que Javier llevaba razón. Thor había rescatado
infinidad de personas sepultadas en derrumbes y terremotos, desde Lorca a Turquía. Allí donde fueran requeridos acudían el perro y su padre, pero se había hecho mayor, se resentía de los huesos y merecía todo el cariño y cuidados durante los años que le restaban de vida.
—Bueno, pues ahora mi problema suma y sigue. A ver cómo consigo encontrar a las personas adecuadas que cuiden de él.
Javier la miró a los ojos y alzó las cejas, en un gesto de muda pregunta.
—Me parece que los dos sabemos quién es la persona idónea para ayudarnos a encontrarle un hogar a Thor, ¿o no?
* * *
Era cierto. Vanesa sabía que nadie mejor que el veterinario que atendía las explotaciones ganaderas de media comarca para echarle una mano en su empeño. Con todo, asistía un poco inquieta a la conversación que mantenían Diego y Javier mientras su superior explicaba la situación.
—No creo que tengamos problemas para encontrarle una familia —opinó el veterinario, mirándolos por turnos—. Pero antes, vamos a ver qué tal está este campeón.
Si algo de enemistad le quedaba a Vanesa cuando entró en la planta baja de la casa de Diego, donde estaba instalada su clínica y despacho, se esfumó al verlo examinar al perro con esmero. Era evidente que había escogido la medicina de animales por vocación. A Vanesa la enterneció su interés por la salud de Thor y verlo interactuar con el perro con tanto afecto.
—No debemos de preocuparnos más que por los achaques propios de la edad. ¿Lo están tratando para el desgaste de los huesos de la cadera? —le preguntó.
—Está tomando esto a diario. Y estas pastillas sólo cuando le duele —dijo Vanesa, entregándole la caja de analgésicos y la del suplemento para el cartílago que su padre le dio antes de marchar de Cartagena.
Diego examinó las medicinas.
—Por ahora, si le va bien, mantendremos este tratamiento.
Javier interrumpió la conversación sobre la salud canina.
—Se me hace tarde —informó tras ojear el reloj de la pared—. Diego, ¿ya tienes alguien en mente que esté dispuesto a acogerlo en su casa?
—Sí, creo que tengo a la pareja idónea.
—Yo me marcho, ya me contarás cómo queda la cosa —dijo a Vanesa antes de marchar; y luego se dirigió a Diego—. Y gracias por todo.
—No tiene importancia, hombre —aseguró estrechándole la mano.
Cuando se quedaron solos, el veterinario miró a Vanesa que acariciaba la cabeza de Thor. No vestía el uniforme, así que supuso que no estaba de servicio esa tarde.
—¿Te apetece acompañarme a ver si convenzo a las personas que creo que pueden hacerse cargo de él?
Ella alzó el rostro, con expresión agradecida.
—Si no te importa... —dudó—. Así me quedo más tranquila.
Diego sonrió despacio y dio un par de palmaditas a Thor en el costado para indicarle que lo siguiera.
—Vamos.
* * *
Nico cruzó los brazos con el ceño fruncido.
—Está bien, el perro se queda —aceptó a regañadientes; y se dirigió a Diego con una mirada de aviso—. Pero solo como una solución temporal, ¿estamos?
Vanesa y el veterinario asintieron aliviados. Entre otras cosas, porque el flechazo que sufrió Thor en cuanto vio a Nicolás Román fue de los que solo ocurren en las novelas. El pastor alemán no se separaba de Nico, sentado a su lado como un centinela guardián. Parecía que fuera el perro quien acababa de adoptar a su nuevo amigo humano y no al revés. Ni a Diego ni a ella les pasó desapercibida la alegría en la expresión de Max, que fue quien insistió en que Thor se quedara con ellos.
—No te preocupes que no voy a dejar de buscarle una familia definitiva — aseguró Diego a su amigo de juventud—. Solo te pido que tengas un poco de paciencia.
—No es que no me gusten los animales —explicó Nico—. Sencillamente, no me hago a la idea de asumir las obligaciones que conllevan. Una mascota, o se tiene en condiciones o mejor no tenerla.
Diego asintió, cruzado de brazos.
—No critico tu postura, todo lo contrario —confirmó—. Me parece la más sensata y la más consecuente.
—Un animal no es un capricho —opinó Vanesa.
Max pasó un brazo por encima del hombro de Nico. Conocía lo suficiente a su marido como para adivinar que ya empezaba a encariñarse con aquel perro veterano de pelaje soberbio. Y estaba claro que la admiración era mutua porque Thor ni se movía de su lado.
—A nosotros nos gusta viajar —alegó el cocinero televisivo—. Llevamos una vida tan liada que en cuanto tenemos un hueco, aprovechamos para subirnos a un avión. Y no me apetece irme por ahí pensando que hemos dejado al perro solo en casa...
—Solo no, Nico —intervino Max—. Tampoco exageres, que está el personal de la finca.
—Sí, pero no es lo mismo.
—Te aseguro que yo preguntaré también, a ver si entre todos le encontramos un hogar lo antes posible —indicó Vanesa.
—Bueno, bueno, tampoco te lo tomes como algo urgente que no hay prisa. Thor puede quedarse con nosotros el tiempo que sea necesario —decidió, acariciando la cabeza del animal.
Como Diego tenía varias visitas que realizar a las granjas de la contornada, para revisiones de rutina al ganado, obligatorias para evitar epidemias, sugirió a Vanesa que era hora de irse.
—¿No te importa dejarme de camino en el cuartelillo? —pidió ella.
—Claro que no.
* * *
Hasta que no quedó bien atrás la Casa Grande, Diego no se atrevió a confesarle la idea que le rondaba en la cabeza desde hacía rato.
—Al final va a resultar que eres una buena chica —dejó caer. Vanesa lo escrutó con una mirada que exigía explicaciones y él se echó a reír al verla.
—Aunque me dedique a poner multas y quitar puntos, ¿no? —adivinó.
—No te subestimes, ya sé que te dedicas a tareas más importantes que eso. Y no hablemos de los puntos, que cada vez que pienso en los que me van a restar del carné de conducir se me calienta la boca.
—Eras tú quien iba hablando por el móvil.
—Podrías haber hecho la vista gorda —apostilló, mirándola de reojo.
—Y tú podrías haberte despeñado por un barranco si el coche, en lugar de a la izquierda, se te hubiera ido hacia la derecha.
—Tú ganas. No voy a discutir porque tienes razón —aceptó para dejar el tema de lado—. Pero a lo que iba: me has sorprendido. Alguien que muestra tanto cariño por un perro, de ningún modo puede ser mala persona. Vanesa se encogió de hombros, sin entender el porqué de su sorpresa, ya que para ella era algo natural como el respirar.
—Thor no es un animal de compañía, es uno más de la familia.
Él asintió brevemente y condujo sin añadir nada más. Vanesa no llegó a sospechar lo hondo que calaron en Diego aquellas pocas palabras. Tenía la certeza de que la rubia con mal genio que se sentaba a su derecha, distraída en observar el paisaje a través de la ventanilla, era una mujer con un corazón inmenso.
* * *
El fin de semana pasó como una exhalación para Vanesa. Aprovechó que no le tocaba guardia para hacer un viaje relámpago a Cartagena. Y el tute de carretera le pasó factura porque el lunes se levantó cansada y somnolienta.
Mientras su compañero Pablo hablaba con el mecánico encargándole la revisión de las motos del puesto, ella aprovechó para acercarse al mesón a tomar el segundo café de la mañana.
—Está pagado —indicó Tomás, el mesonero, cuando ella se echó la mano al bolsillo, y señaló con la cabeza a su hijo mayor que en ese momento se despedía de su madre en el umbral de la cocina.
—Gracias —dijo cuando Diego estuvo a su lado. Él miró el reloj de la pared.
—¿Tienes tiempo de tomártelo conmigo ahí fuera en la terraza?
—Sí, creo que sí —aceptó con una sonrisa.
Mientras ella salió y fue hasta el taller mecánico a pedirle a su compañero unos minutos antes de continuar con la ronda, Diego sacó la taza de Vanesa a la calle y otra para él.
—Deja que te ayude —se ofreció, acercándose al verlo con las dos manos ocupadas.
—Será que no he servido miles de cafés en este bar —comentó, recordando sus tiempos de estudiante.
Vanesa ya lo suponía. Hasta que Rafa empezó a trabajar en la bodega de la Casa Grande, era habitual verlo detrás de la barra echando una mano. El mesón era un negocio familiar en el que solo se contrataban camareros como extras en fechas excepcionales. Tanto Diego como Rafa habían ayudado a sus padres desde bien pequeños; y mucho más durante los años en que fueron estudiantes.
Se sentaron frente a frente. Diego estiró las piernas, era tan alto que Vanesa tuvo que plegar las suyas debajo de la silla.
—Un pequeño descanso —comentó a la vez que se echaba el sobrecito de azúcar—. Dentro de un cuarto de hora salen las niñas del colegio y aún tengo que hacer la comida.
Vanesa dio un sorbo de café, sin dejar de observarlo. Estaba aburrida de
salir con niñatos que se tomaban la vida en broma. Y no tenía que ver con la edad, ella conocía a hombres en mitad de la treintena que eran auténticos idiotas malcriados. Por eso le resultaba doblemente admirable con qué madurez asumía Diego las obligaciones hacia sus hijas, ya que la vida lo había obligado a ejercer a la vez de padre y de madre. Cada ver se sentía más atraída por aquel hombre con la cabeza tan en su sitio.
—¿Cómo se llaman tus niñas?
—Laura y Elena —dijo mirándola a los ojos—. Los eligió Paula.
—Qué nombres tan bonitos. Los tres.
—El tuyo también lo es —dijo tomando un sorbo de café. Ella hizo una mueca.
—A mí me gusta, pero todo el mundo piensa que es muy choni.
Diego le levantó la barbilla con un dedo.
—Pues diles de mi parte que Vanesa es el nombre de una mariposa. Uno de los animales más bellos que ha dado la naturaleza. Y a ti te queda perfecto.
Ella esbozó una sonrisa y estudió sus ojos, sin creerse del todo que allí, en medio de la plaza y a la vista de los curiosos, hubiese decidido iniciar el juego de la seducción.
—¿Sabes dar besos de mariposa? —curioseó Diego.
—Pues no.
Él rio con suavidad.
—Mis hijas sí saben —dijo, y la sonrisa se le esfumó—. ¿Cuántos años tienes, Vanesa?
La rapidez con la que apartó la mano y la cautela en su tono de voz, fueron para ella como un jarrazo de agua helada.
—Veinticinco. ¿Y tú?
—Dentro de nada cumpliré treinta y cinco.
Ella adivinó a qué se debía su repentina seriedad.
—¿Tanto importa la edad?
—Sí.
Vanesa apuró su café, de repente se le habían quitado las ganas de charla. Con una parca despedida de trámite, le dio las gracias y se alejó en dirección al taller mecánico profundamente dolida e irritada. El hecho de que la pregunta acerca de su edad la hiciera tras mencionar a sus hijas, permitía adivinar que la consideraba demasiado joven para una relación seria. Pero no para un polvo rápido y sin compromiso, si no, a qué cuento venían las miraditas, la caricia en la barbilla y hablar de besos.
Vanesa no soportaba a la gente con prejuicios y ella se consideraba toda una mujer. Si por diez años de diferencia la veía como una cría, quizá el veterinario guaperas no era tan inteligente como pensó en un principio.