13
Rosaria revolvía furiosamente las cazuelas en la cocina destartalada de su hermana armando un gran estrépito. Maria Domenica había roto aguas esa mañana y desde entonces llevaba encerrada en la habitación de al lado con su madre y la comadrona. De vez en cuando soltaba un grito, pero no parecía que fuera a dar a luz.
De modo que ella, Rosaria, había tenido que organizarlo todo. Marco necesitaría comer cuando volviera del campo y no había nadie más para cocinar. Había unas judías secas en remojo dentro de un cuenco y un gran ramillete de apio sobre la mesa de la cocina, así que era evidente que su hermana pensaba preparar pasta e faglioli. A Rosaria le pareció perfecto. Tendría tiempo de sobra para fumar unos cigarrillos y leer una revista de moda mientras dejaba que las judías hirvieran.
Echó un vistazo a su alrededor con mirada despectiva. Ciertamente Maria Domenica no se había esforzado mucho. La casita estaba limpia, lo reconocía, pero no había cortinas en las ventanas y no se había molestado en tapar los sillones viejos y destrozados con un tapete o un cubresofá, ni en poner cuadros en las lisas paredes blancas.
—Si esta fuera mi casa, la tendría muy bonita, como un verdadero hogar —murmuró mientras echaba perejil y ajo a las judías—. Marco merece algo mejor que este montón de basura.
Volvió a oír gritar a su hermana en la habitación de al lado. Sus chillidos se volvieron más frecuentes, lo que significaba que el bebé no podía tardar mucho en llegar.
Rosaria miró el apio. Tenía un poco de tierra en la parte inferior de los tallos, pero ¿de verdad debía lavarlo? Un poco de suciedad no le haría daño a nadie, decidió, y lo picó con brusquedad. Suspiró mientras freía una cebolla cortada en trozos pequeños mezclada con una panceta grasienta. A continuación echó el apio, incluidas las hojas, junto con un poco de zanahoria picada en la cazuela de fondo grueso. Encontró una taza de caldo de pollo en la nevera y la vertió sobre la olorosa y crepitante mezcla junto con el inevitable tomate triturado. Echó una pizca de azúcar, un poco de sal, uno o dos granos de pimienta negra y puso la tapa encima; luego se relajó hasta que las judías estuvieran tiernas y fuera el momento de echarlas en la cazuela.
Cuando Marco entró por la puerta, Maria Domenica estaba gritando mucho más de lo que parecía necesario y Rosaria se hallaba sentada con aire de suficiencia mientras su deliciosa salsa borboteaba en el fuego.
—Mmm, qué bien huele. —Sonriendo abiertamente, Marco levantó la tapa y aspiró el vapor. Dio a Rosaria un cachete en el trasero mientras ella se apresuraba a partir los espaguetis y echarlos en una olla llena de una espumosa agua con sal—. Tú sí sabes cómo complacer a un hombre, ¿eh?
Justo entonces Maria Domenica soltó otro sonoro grito, seguido de una retahíla de palabras que una chica fina no diría. Mamma se lo consentiría esta vez, pensó Rosaria alegremente. Luego, oyó la voz de Pepina animando a su hermana:
—¡Ya casi estás, ya casi estás!
El color desapareció de la cara de Marco, y adoptó un aire claramente intranquilo.
—¿Lleva todo el día haciendo ese ruido? —le preguntó a Rosaria.
—No. Pero creo que esta es la peor parte, dentro de un minuto se quedará callada. —Rosaria removió tranquilamente los espaguetis para que no se pegasen y puso la tapa encima para que siguieran hirviendo.
La pasta todavía estaba a medio cocer cuando Rosaria se dio cuenta de que los gritos de su hermana habían cesado y habían sido sustituidos por el débil llanto de un recién nacido.
—Se acabó —le dijo a Marco—. Debería rallarte un poco de parmigiano porque la comida ya está casi a punto.
En la habitación de al lado, Maria Domenica, agotada pero feliz, acunaba a su hija entre sus brazos. No había visto nunca nada tan pequeño, tan indefenso ni tan hermoso.
—Se llama Chiara —le dijo a su madre.
—¿No crees que deberías esperar a ver cómo quiere llamarla Marco? —preguntó Pepina—. Me ha parecido oírlo llegar hace unos minutos. Voy a avisarle.
—Avísale si quieres. —Los ojos negros de Maria Domenica sostuvieron la mirada de su madre, tranquila y fijamente—. Pero se llamará Chiara.
Para ser justos, hay que decir que Marco lo intentó. Cogió a la niña y dijo que era muy bonita, antes de escapar de nuevo a la cocina para terminar su plato de pasta e faglioli. Rosaria se mostró menos afable. Se limitó a lanzar a Chiara una mirada digna de un hada madrina mala y dijo:
—Uf, cuántas arrugas tienen cuando nacen, ¿no?
Maria Domenica no se molestó en responder. La cara de su bebé había llenado su mundo, y todo lo demás había quedado reducido a nada.
Los días siguientes se confundieron en una lechosa neblina de felicidad. Durante los nueve meses que lo había llevado dentro, Maria Domenica no había sabido cómo se comportaría con aquel bebé que se suponía que no debería haber tenido. De modo que estaba asombrada ante la intensidad del amor que sentía, y no podía soportar la idea de soltar a la niña. Incluso su propia madre tenía que rogarle que le dejara cogerla en brazos.
En cuanto a Marco, se mantuvo al margen. Por la noche dormía en los dos sillones viejos, que había juntado, y durante el día a veces asomaba la cabeza por la puerta o le llevaba a Maria Domenica un plato con pan, fruta cortada y trozos de queso. Pero después de aquella primera vez no le pidió volver a coger al bebé ni tampoco mostró el menor interés por su nombre, su ropa, sus hábitos alimenticios y de sueño, o cualquiera de los cientos de pequeñas cosas que Marta Domenica encontraba fascinantes.
Durante cuatro días extraños y mágicos permaneció encerrada en su dormitorio; despertaba cuando Chiara lloraba porque quería comer y se dormía cuando ella lo hacía. Así era como se suponía que tenía que ser la vida. Al quinto día Pepina empezó a regañarla.
—Levántate y vístete. Tienes un marido al que preparar la comida. Puedes dejar a la niña sola cinco minutos, no le pasará nada.
Maria Domenica hizo lo que ella le dijo. Se pasaba los días encerrada con su bebé, pero cuando Marco volvía a casa estaba en la cocina quitando la cáscara a los guisantes o preparando pan según la receta de su madre.
Chiara cumplió un mes antes de que Maria Domenica se atreviese a formularle a su marido la pregunta que había estado rondándole la cabeza.
—Marco, ¿te importaría que volviera a trabajar en el café Angeli? —Empleó el tono de voz más humilde del que fue capaz—. No tendría que trabajar muchas horas, y Franco dice que podría llevarme a la niña conmigo. He pensado que el dinero podría servir para pagar algunos gastos.
Marco bajó la vista a su plato de minestrone.
—¿Y yo? ¿Quién me hará la comida si te dedicas a cocinar para extraños en el café? —preguntó, malhumorado.
—Oh, te dejaré la comida hecha y estaré todos los días en casa a tiempo para prepararte la cena —le aseguró Maria Domenica en tono tranquilizador. Aborrecía el sonido de su voz suplicante—. Tú siempre serás lo primero, no te preocupes.
Marco sonrió maliciosamente.
—Pues si estás lista para volver al trabajo es que ya te sientes fuerte.
—Sí, así es.
Él lanzó una mirada a los dos sillones, que seguían colocados juntos.
—Entonces esta noche no tendré que dormir aquí, ¿no crees? Por fin ya estás lista para ser una esposa de verdad.
Esa noche el cuerpo desnudo de su marido se deslizó en la cama junto a ella. Ni siquiera el duro trabajo en la granja había aumentado su musculatura. No tenía vello en el pecho y su cuerpo era delicado como el de una chica. Esta vez iba a ser muy distinta a la última. La última vez, en Roma.
Cuando se tumbó encima de ella, le pareció que el cuerpo de Marco no pesaba nada. Mientras introducía su fino y pálido pene dentro de ella y su rostro hermoso se crispaba con el placer del orgasmo, ella mantuvo los ojos cerrados con fuerza.
—No despiertes a la niña —susurró mientras él gruñía y jadeaba.
Marco se apartó de ella y se limpió el pene con un trozo de la sábana blanca con la inicial de los Manzoni.
—Un poco de esto todas las noches y pronto volverás a estar embarazada —le dijo—. Solo que esta vez tendrás un hijo que realmente merezca mi apellido. —Echó un vistazo a la cuna del rincón, donde, gracias a Dios, la hija de Maria Domenica seguía durmiendo plácidamente—. No como esa Chiara Manzoni. Dime, ¿cuál debería ser su verdadero apellido?
Maria Domenica guardó silencio.
—¿Quién es el verdadero padre de Chiara? ¿Quién es el hombre con el que deberías haberte casado?
—¿Acaso importa eso? Estoy casada contigo —dijo ella, haciendo un esfuerzo por contener la crispación de su voz.
—Eso es, estás casada conmigo. —Alargó la mano, la cogió de la nuca, y la apretó contra su cuerpo—. Así que ¿por qué no sigues comportándote como una buena esposa?
A Maria Domenica se le cayó el alma a los pies y por un momento se planteó la posibilidad de resistirse. Pero no valía la pena arriesgarse. Sí hacía lo que Marco quería esa noche, al día siguiente estaría detrás de la barra reluciente de acero inoxidable del café Angeli, donde se sentía como en casa. Se pondría su delantal blanco almidonado y durante todo el día prepararía un café perfecto. Cerró los ojos con fuerza, se metió su miembro blando en la boca y empezó a chuparlo obedientemente.