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Las semanas pasaban volando, y Franco empezó a darse cuenta de que no podía imaginarse el café Angeli sin Maria Domenica. Ella se había convertido en parte de aquel lugar. De hecho, un par de veces le había pasado por la cabeza… pero no, todavía no estaba listo para ello; tal vez era un poco precipitado. Era una buena idea, pero…

El local todavía estaba tranquilo. Franco echó rápidamente unas monedas en la máquina de discos y sonó la voz de Gianni Morandi. Gianni cantaba apasionadamente «Ho chiuso le finestre».

Maria Domenica soltó una risita.

—¿De qué te ríes? —preguntó Franco amablemente.

—Vamos, ya lo sabe.

—No, no lo sé.

—De la música, Franco. ¿Por qué no pone algo de música inglesa en la máquina? ¿O algunas canciones americanas?

—¿Tú también? Tenía mejor opinión de ti. —Franco puso los ojos en blanco de forma exagerada, pero Maria Domenica comprobó que realmente estaba un poco irritado con ella.

A pesar de ello, insistió.

—Solo una o dos canciones, Franco. No le pasará nada.

—Oh, no —respondió él—. No mientras yo me encargue del café Angeli.

—Pero los jóvenes se ríen de esa música, Franco.

—Que se rían. Estamos en Italia y aquí se escucha música italiana —replicó con firmeza.

Maria Domenica nunca había querido a nadie que no fuera de su familia, pero de repente se dio cuenta de que quería a Franco. Le gustaba su cara de duendecillo y el brillo de sus ojos. La forma en que limpiaba cuidadosamente su máquina de café una y otra vez. Le gustaban las profundas arrugas que se le formaban alrededor de los ojos cuando se reía, pero por encima de todo le gustaban los momentos en que el cartel de cierre lucía en lo alto de la puerta de cristal y ella le hablaba como no le hablaba a ninguna otra persona.

Tocó impulsivamente su hombro y le dio un beso rápido en la mejilla.

—¿Y eso? —Franco se puso un poco colorado.

—Un beso. —Maria Domenica sonrió tontamente.

—¿Y qué he hecho yo para merecer un beso de una chica tan guapa como tú?

—Usted me dio este trabajo, Franco, y me gusta mucho trabajar aquí, de verdad.

—Y a mí me gusta que trabajes aquí. —Ella sabía que hablaba en serio—. Debes de tener ya un montón de dinero ahorrado para llevar a tu madre a la capilla Sixtina.

—Sí. —Ella hizo una pausa y le miró. Por un instante, Franco hubiese jurado que se disponía a confiarle algo importante. Pero sus ojos se apartaron del rostro de él—. Sí, ya casi tengo suficiente dinero, eso seguro.

—Bueno, has trabajado duro para conseguirlo. Solo espero que tu madre sepa valoraros, a Miguel Ángel y a ti —dijo él riendo.

Maria Domenica observó cómo Franco se apartaba para ocuparse de otra tarea. Sería tan fácil quedarse allí y dejarse llevar por el ritmo de vida del café Angeli. ¿Por qué se le habría ocurrido aquel absurdo plan de escapar de San Giulio? ¿Era su deseo tan intenso como hacía meses, cuando empezó a trabajar allí e intentaba torpemente hacer funcionar la máquina de café?

—Mi hijo Giovanni quiere empezar a ayudarme un poco más en el café —comentó Marco de modo informal, colocando con sus veloces manos los platos en montones ordenados.

—¿Ah, sí? —Maria Domenica frunció el ceño.

—No te pongas triste. Es una buena noticia —afirmó Franco.

Giovanni solo tenía doce años, pero estaba creciendo rápido. Pronto querría trabajar detrás de la barra del café Angeli. Era el momento de que Maria Domenica diera el paso. Ahora lo veía claramente. Había llegado el momento de sacar sus ahorros del colchón, guardar sus escasas pertenencias y huir de San Giulio antes de que acabara asfixiándola. Podía hacerlo esa misma noche si quería. No había nada que la detuviera. La idea resultaba fascinante… y también aterradora. Tocó de nuevo el hombro de Franco y a continuación apartó la mano y se mordió la piel de alrededor de la uña.

—No te preocupes, cara. —En ocasiones parecía que Franco pudiera leerle la mente—. Giovanni no te quitará el puesto. Siempre habrá trabajo para ti en el café Angeli… mientras tú quieras.