Acto 5.

Soy la voz en el viento y la lluvia torrencial.

10 de Agosto, 2012.

—Efrén, no puedes seguir así, mi cielo —Marta regañó por enésima vez a su bisnieto—. No puedes pasarte el resto de tu vida encerrado en esta casa.

—Oh, y yo que pensaba que estabas encantada con mi compañía... No todas las mujeres tienen la suerte de compartir sus días con un hombre joven, guapo y sano como yo —ironizó mirando a su bisabuela.

Marta frunció el ceño y observó a su único descendiente varón. Ya no era el joven dispuesto a comerse el mundo que había sido antaño, ahora más bien parecía que el mundo se lo había comido a él, para luego escupirlo.

—Claro que estoy encantada de pasar mis días con un hombre tan especial como tú —le respondió ignorando el doloroso sarcasmo que él usaba al hablar de sí mismo. Efrén bufó al escucharla—. Pero... Cariño, eres joven, tienes que vivir tu vida, mientras que yo soy solo una vieja cansada cuyo único deseo es ver pasar el tiempo. Soy una simple espectadora en el teatro de la vida, tú eres el actor principal, y estás perdiendo el tiempo regodeándote en tus heridas.

Efrén levantó la cabeza bruscamente y observó enfadado a su bisabuela, nadie, absolutamente nadie, se atrevía a mencionar las heridas en su presencia. Bueno, nadie excepto bisa Marta.

—Además, qué crees que pensará tu novia de ti. Siempre encerrado entre estas cuatro paredes, con el ceño fruncido, sin ni siquiera peinarte y afeitarte. ¡Estás hecho un guarro! ¿Crees que a Laia le gusta verte así? No sé ni cómo le sigues gustando...

Efrén elevó la mirada al cielo y gruñó algo sobre novias y bisabuelas pesadas.

—¡No pongas esa cara, jovencito! Soy yo la que tiene que estar enfadada, no tú. ¿Cómo pretendes que le pida a Laia que te acepte como novio, si no tienes oficio ni beneficio, y además apestas? Me estás dejando en muy mal lugar.

—Abuela... —susurró enfadada Esther, la madre de Efrén—. Déjale en paz.

—No te preocupes, mamá, bisa Marta tiene razón, apesto. Voy a ducharme.

Marta miró a su nieta y gruñó. Si seguía tratando a Efrén como a un niño desvalido, defendiéndole y consintiéndole sus caprichos, solo conseguiría que él se perdiera más y más.

Poco después de la medianoche, cansado de dar vueltas en la cama, Efrén salió de su habitación y se dirigió a la de su bisabuela. En algunas ocasiones ella permanecía despierta hasta tarde, cosas de la edad y el insomnio, decía. Esperaba que esa fuera una de esas noches, necesitaba hablar con alguien que no le dijera “sí” a todo, y la única persona lo suficiente valiente para hacer eso era bisa Marta.

Giró con cuidado el pomo, no quería despertarla en caso de que estuviera dormida, y entreabrió la puerta. Su bisabuela estaba sentada en su butaca favorita, la que estaba situada junto a la ventana abierta. Miraba a las estrellas y... ¿Hablaba con ellas?

—Tienes que ayudarle, Laia, está muy perdido —Efrén observó a Marta asentir con la cabeza, respondiendo a alguien invisible. Su bisabuela cada vez parecía más ida, pensó entristecido—. Sabes que es un buen muchacho, solo tiene que encontrarse, pero necesita un empujoncito... —La anciana encogió los hombros y suspiró—. Sí, tus hermanos son un problema, demasiado gruñones para mi gusto, pero no es difícil darles esquinazo. ¿Recuerdas cómo nos escondíamos en el bosque de niñas mientras Antares se pasaba horas y horas buscándonos?

Marta comenzó a reír con su voz cascada por los años, y por un segundo, Efrén pudo intuir a la niña que había sido, la que jugaba en las montañas y se había inventado una amiga invisible a la que contarle sus secretos. Solo que esa fantasía había seguido presente en su vida. Incluso ahora seguía hablando con esa amiga a la que nadie podía ver y que era hija de una diosa...

—Bisa... —la llamó desde el umbral, ella se giró al escucharle y le hizo un gesto para que se acercara y se sentara junto a ella, sobre el reposabrazos de la butaca.

—No te preocupes por nada, mi niño, bisa sabe cómo solucionarlo todo —le susurró Marta con la misma voz que usaba cuando él era pequeño para cantarle sus preciosas nanas—. Empezaremos mañana mismo. Te levantarás pronto y me acompañaras a la peluquería, yo me peinaré mis tres pelos y tú te cortarás las greñas, y luego daremos un paseo —le advirtió con voz mafiosa.

Efrén rió divertido por las ocurrencias de su bisa. Marta le miró sorprendida y, satisfecha, hacía más de un año que no escuchaba su risa.

«Bisa Marta es una verdadera lianta» pensó Efrén intentando no ver su reflejo en los espejos.

Tal y como había dicho su bisabuela habían ido a la peluquería y después habían dado un paseo hasta el Centro de Mayores del barrio. Bisa Marta asistía dos veces a la semana a clases de gimnasia para ancianos y se había empeñado en que la acompañara. Y luego, sin el menor remordimiento, le había exigido que la esperara en esa sala hasta que regresara de su clase.

Y ahí estaba.

Abandonado ante cuatro paredes forradas del espejos.

Se pasó una mano por la cabeza y maldijo a la peluquera que le había cortado el pelo. Ya no podía ocultan sus rasgos tras éste. Enredó los dedos sobre los mechones que cubrían sus orejas e intentó disimular con ellos las cicatrices de la mejilla, pero no pudo, erara demasiado cortos. Suspiró enfadado y miró a su alrededor, los espejos reflejaron sin compasión su semblante grotesco. Bajó la mirada al suelo y sin atreverse a levantarla, caminó hasta el centro de la sala.

El eco le devolvió el sonido de sus pasos.

Cerró los ojos, inspiró profundamente y giró sobra su pierna izquierda. Esta aguantó sin quejarse. Intentó hacerlo sobre la derecha, la maldita rodilla estuvo al punto de fallarle.

Abrió los ojos y centró la mirada en el cuerpo que reflejaban los espejos. Se vio alzar lentamente los brazos, sosteniéndolos en una línea larga y estilizada, con los hombros rectos y alineados. Elevó la barbilla y dando un par de pasos laterales, ejecutó un glissade sencillo. Dejó que sus brazos se balancearan a la vez que su espalda se erguía buscando la verticalidad y sin darse tiempo a pensarlo recorrió la sala en un lento adagio que poco a poco se convirtió en allegro.

Sus pies comenzaron a volar veloces, tomó impulso y saltó, su pierna derecha se elevó recta en el aire mientras la izquierda la perseguía en un chassé perfecto. Intentó entonces un jeté, y al ver que lo conseguía sin apenas dolor, lanzó ambas piernas al aire, consiguiendo su horizontalidad sincronizada con la vertía calidad de la parte superior de su cuerpo, en un grand jeté ejecutado con maestría, al menos, hasta que sus pies volvieron a tocar el suelo y su rodilla se cansó de portarse bien.

Cayó desmadejado sobre el pulido parqué, de sus labios escapó un gruñido mezcla de frustración y dolor. Golpeó el suelo con ambos puños a la vez que echaba la cabeza hacia atrás para rugir por su fracaso.

Y entonces, la vio.

Apretó los labios ahogando el grito que comenzaba a surgir de ellos y la observó en los espejos. Parecía tres o cuatro años menor que él. Llevaba un vestido blanco ajustado al cuerpo que se tornaba vaporoso al llegar a las caderas y caía etéreo hasta sus tobillos, iba descalza y... parecía un ángel. El cabello rubio resplandeciente le caía en exquisitas ondas hasta la cintura y su rostro era simplemente perfecto, piel dorada, labios gruesos, de un rojo brillante, y ojos verdes que le observaban persistentes, como si conocieran todos sus secretos.

—¿Te divierte mirar a un monstruo? —preguntó levantándose y girando el rostro para que ella pudiera ver con claridad las cicatrices de quemaduras que surcaban su perfil izquierdo.

—No veo ningún monstruo ante mí —contestó ella caminando hacia él—. Solo a un hombre perdido —musitó alzando su mano y acariciándole la mejilla herida. Efrén apartó la cara sin dejar de mirarla—. No volverás a bailar como antes. Jamás —afirmó mirándole a los ojos—. Pierdes el tiempo deseando lo que nunca podrá ser.

—No entiendes nada, no tienes ni idea de... —Efrén dio un paso atrás, alejándose de ella, enfadado y asustado por la verdad que sus certeras palabras le mostraban.

La observó con los ojos entornados. Esa voz... había escuchado antes esa voz. En sueños y despierto. Durante el día y la noche. Había escuchado su risa en los momentos felices y sus susurros de consuelo en las horas más duras

—¿Quién eres?

—¿No lo sabes? Soy Laia, y tú eres mío.

—¡¿Qué has hecho?! —siseó Efrén a su bisabuela tomándola con cuidado por el brazo e instándola a abandonar el aula.

—¿Qué he hecho de qué? —le preguntó Marta, confusa. No entendía la premura de su bisnieto pos abandonar el Centro de Mayores, aún no había acabado la clase.

—¿No lo sabes? —susurró enfadado—. Acabo de encontrarme con una loca que dice llamarse Laia y que asegura que yo soy ¡Suyo! ¿Qué estás tramando, bisa Marta?

—¿Laia ha venido? ¿Dónde está? —Marta giró sobre sus pies y miró a su alrededor buscando a su mejor amiga. Efrén se apresuró a sujetarla cuando estuvo a punto de caer por el ímpetu que imprimió a sus movimientos.

—¡Bisa! Ten cuidado, no estás para estos meneos —la regañó.

—¿Dónde está Laia? Dímelo.

—No tengo ni idea, como te puedes imaginar no me he quedado a escucharla.

—Has huido... —murmuró Marta acariciando a su bisnieto en el mismo lugar en que Laia le había tocado minutos antes. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Efrén.

—Regresamos a casa, no estoy de humor.

Cuando por fin estuvo seguro de que Marta estaba dormida en su cama, Efrén se encerró en su cuarto con la intención de... no tenía ni idea de cuál era su intención. Se presionó las sienes con los dedos y emitió un quedo gemido. Eran más de las dos de la madrugada, llevaba todo el día dándole vueltas a la cabeza y no le cabía ninguna duda: su bisabuela había perdido la cabeza. Claro que tampoco se podía esperar otra cosa de una anciana de 104 años. Pero una cosa era escuchar sus cuentos sobre dioses energéticos y niñas inmortales, y otra muy distinta era lo que había sucedido esa misma mañana. ¡Por favor! Había convencido a una mujer para que se hiciera pasar por la tal Laia. O eso, o la muchacha estaba tan loca como Marta, lo cual sería una pena porque además de ser muy joven, era muy guapa. Y decía que él era suyo... ¡Por Dios!

Y la cuestión era que estaba seguro de conocer a esa chica, había oído su voz en más ocasiones de las que podía recordar... había sentido su cálido aliento sobre su piel durante los horribles minutos que estuvo atrapado en el coche tras el accidente que le había convertido en un monstruo. Había sentido sus manos acariciándole la frente cada noche que había pasado en el hospital. Y seguía sintiéndola y escuchándola cada día, en los momentos más inesperados.

No era posible.

Todo era producto de su desbocada imaginación.

Toda la vida escuchando a su bisabuela asegurar que estaba comprometido con una supuesta novia celestial que le cuidaba entre las sombras había acabado por hacer mella en él y volverle chiflado. Pero esa voz...

Recordaba haberla escuchado cada vez que había estado a punto de meterse en algún problema siendo niño... y siendo adulto. Recordaba sus quedos susurros tras los días que siguieron a la tarde que marcó el final de su vida. Esa voz había traspasado el muro de su desesperación obligándole a despertarse cada mañana, retándole a esforzarse durante la durísima rehabilitación. Estaba seguro de que sin esas palabras de ánimo, jamás hubiera encontrado la fuerza para afrontar cada nuevo día.

Pero esa voz era pura fantasía, una voz que su imaginación había inventado por culpa de todas las historias que bisa Marta le había contado. Nada más. No podía ser real. Nadie tenía un Ángel de la Guarda cuidándole. Y él, menos que nadie, pensó frunciendo el ceño.

Un sonido procedente del exterior llamó su atención, cerró los ojos y aguzó el oído hasta que volvió a escucharlo. Sonaba como si alguien golpeara, suaves y persistentemente, los cristales de las puertas de la terraza, y dudaba que fueran sus padres, era demasiado tarde para que estuvieran despiertos. Se levantó y atravesó sigiloso el pasillo hasta llegar al salón.

Y allí se encontró con ella.

—Me pregunto qué harás esta vez, llorar desconsolado o huir como alma que lleva el diablo... Sorpréndeme —le dijo Laia. Estaba en la terraza. Descalza, con su angelical vestido blanco ondeando contra sus tobillos desnudos.

—Jamás he llorado ante ti —replicó Efrén. El aire frío de la calle le acarició el rostro cuando salió junto a la joven.

—Sí lo has hecho, si no recuerdo mal tenías más o menos seis años, te aferraste con tus manitas a la falda de Marta y comenzaste a llorar a la vez que gritabas a pleno pulmón que jamás te casarías con una vieja como yo.

—Tú no eres esa mujer... Es imposible que estuvieras hace veinte años en el Retiro.

—¿Estás seguro? —Laia arqueó una de sus perfectas cejas.

Efrén ignoró su pregunta, se apoyó en la barandilla y miró hacia la calle. ¿Cómo demonios se había colado en la terraza? Era imposible que hubiera escalado hasta allí, y tampoco había entrado en la casa por la puerta, la habría oído. Lo que solo le dejaba una opción: se había vuelto completamente loco y estaba viendo visiones... visiones celestiales a juzgar por la preciosa muchacha que se encontraba frente a él.

—Sabes que jamás serás el bailarín que deseas ser —afirmó la joven al ver que él no decía nada—. Ese ya no es tu destino.

—¿Cuál es entonces? ¿Ser tu consorte? —preguntó sarcástico. No podía creerse que estuviera hablando con una fantasía. Más exactamente con la fantasía de su bisabuela.

Un furioso viento helado impactó de repente contra su cuerpo, haciéndole retroceder.

—No creo que sea tan sencillo como parece —murmuró Laia extendiendo una mano como si quisiera apaciguar al viento, y éste, extrañamente dejó de molestarle— Antares, Efrén es el bisnieto de Marta, compórtate.

—¿Con quién hablas? —inquirió Efrén acercándose de nuevo a la barandilla para a continuación asomarse y mirar a la calle. Esperaba encontrarse con árboles zarandeados por el viento, o al menos con remolinos de hojas caídas. Pero en el exterior solo había quietud. Nada que hiciera suponer que solo unos segundos antes un huracán había barrido su terraza.

—Con Antares, mi hermano mayor —respondió en ese momento Laia. Efrén la miró sin comprender—. Acaba de encontrarme y está enfadado porque me he escapado. Me temo que debo marcharme.

—¿Antares? —Efrén entornó los ojos, recordando—. Ah, sí. El dios energético del viento o algo similar... según dice mi bisabuela —comentó irónico.

—No me gusta tu prometido, Laia —declaró en ese momento un hombre de piel pálida y cabellos blancos que se apareció de repente junto a la joven—. Madre nos reclama. Debemos irnos. —Antares asió la mano de su hermana, y juntos desaparecieron en un remolino cuya fuerza tiró al suelo al humano.

Efrén miró aturdido a su alrededor. ¿Qué coño había sucedido? ¿De dónde narices había salido ese tipo?

Y lo más importante, ¿Por qué se había ido Laia? Ella era su fantasía, no tenía derecho a irse sin su permiso.

13 de Agosto, 2012.

Efrén abrió los ojos al escuchar un crujido. Entornó los parpados intentando ver algo, pero el resplandor azulado de los números del despertador era la única y escasa luz que rompía la oscuridad de su habitación. Se mantuvo en silencio, intentando averiguar qué era lo que le había despertado, y tras comprobar que era solo su desquiciada imaginación, miró la hora y se dio la vuelta en la cama para intentar volver a dormirse. Apenas era la una de la tarde, demasiado pronto para; enfrentarse a todo un día lleno de horas que no sabía cómo ocupar.

—¿No te cansas de compadecerte? —susurró Laia en su oído.

Efrén se sentó sobresaltado en la cama mientras su mano recorría a tientas la pared en busca del interruptor de la luz. Cuando lo encontró lo pulsó con rapidez, y entonces la vio. Estaba sentada sobre el escritorio con sus preciosos pies desnudos balanceándose en el aire. Había cambiado la etérea túnica por unos pantalones cortos de tela vaquera y una camiseta blanca de tirantes. Su cabello dorado caía en cascada sobre sus hombros y toda ella parecía brillar. Era tan hermosa que dolía mirarla y saber que era solo una fantasía.

—Debería darte vergüenza... —comentó ella bajando del escritorio—. El sol está en lo más alto del cielo, y mira dónde estás tú... tirado en la cama, haciendo nada y regodeándote en la pereza.

Efrén abrió la boca para defenderse, pero volvió a cerrarla al instante siguiente. Ella no era real. Las mujeres reales no desaparecían en el aire en mitad de la noche, ni aparecían de repente para echarle la bronca.

—¿No tienes nada que decir? —inquirió Laia cruzándose de brazos y mirándole enfadada—. No me extraña, yo en tu lugar estaría tan avergonzada que sería incapaz de hablar.

—No estás aquí. No existes. Solo eres producto de mi imaginación —musitó Efrén bajándose de la cama y dándole la espalda.

Un pellizco en el trasero le hizo brincar sobresaltado.

—¿Pueden las fantasías dar pellizcos? —le preguntó Laia risueña situándose a su lado—. Por cierto, Marta tiene razón, tienes un culo precioso, y muy duro.

—¿Mi bisabuela te ha dicho que tengo un...? —Efrén se detuvo de repente y la miró fijamente—. No estás aquí —repitió.

—¿Quieres que vuelva a pellizcarte?

Una divertida sonrisa se dibujó en los labios del joven al escuchar la amenaza. Levantó una mano con el índice extendido y, sin dejar de mirarla, caminó hacia la ventana.

—No te muevas de ahí —la advirtió. Subió la persiana apresuradamente sin apartar los ojos de ella. Necesitaba comprobar que seguía estando allí a la luz del día. Que era real—. Te has cambiado de ropa... —murmuró sin saber bien que decir.

—Las personas normales suelen cambiarse de ropa todos los días... para no apestar, ya sabes —replicó ella arqueando una ceja.

Efrén bajó la vista y observó la camiseta y los pantalones del pijama, largos para cubrir las cicatrices de la rodilla, con los que iba vestido. Las mismas prendas que se había puesto al regresar del centro de mayores con Marta. No se había molestado en cambiarse ni en ducharse. ¿Para qué? Nadie iba a ir a visitarle y él no pensaba salir de casa después del fiasco de la última vez. Se rascó la cara pensativo y en ese momento recordó que tampoco se había afeitado desde entonces. La miró aturdido, ella estaba preciosa y él parecía un pordiosero.

—Espera aquí, no te vayas —la ordenó antes de abandonar a la carrera la habitación.

Entró en el cuarto de baño y se duchó y afeitó tan rápido como fue capaz para luego, envuelto en una toalla de baño que le cubría desde la cintura a las pantorrillas, salir al pasillo donde se encontró con su madre que parecía estar esperándole.

—Cariño, ¿te encuentras bien? ¿Has tenido alguna pesadilla? —le preguntó preocupada.

—No. ¿Por qué? —La miró extrañado por la inquietud que mostraba.

—No sueles levantarte tan pronto —explicó ella alzando la mano para retirarle el pelo mojado de la cara, pero se detuvo antes de tocarle. Hacía tiempo que su hijo montaba en cólera cuando alguien se acercaba demasiado a su rostro. Dio un paso atrás esbozando una compungida sonrisa—. ¿Seguro que estás bien?

—Sí, mamá. Estoy estupendamente —Efrén observó a su madre y sin pararse a pensar en lo que hacía, la besó con cariño en ambas mejillas. «¿Cuánto tiempo hace que no le doy un beso?» pensó al percatarse de la cara sorprendida, y extasiada, de la mujer.

—Maravilloso, cariño. No sabes cuánto me alegro de que estés tan... contento —musitó ella elevando de nuevo la mano y, esta vez sí, retirándole el mechón de pelo de la frente—. ¿Quieres que te prepare algo para desayunar? —preguntó deslizando los dedos con sumo cuidado por la sien del joven. Este negó con la cabeza, apartándose antes de que pudiera continuar su recorrido y tocarle las cicatrices de la mejilla—. Como quieras. Ve al salón con bisa Marta mientras acabo de recoger tu cuarto.

—Déjalo, ya lo hago yo.

—Cariño, ¿seguro que estás bien?

—Sí, seguro —repitió estupefacto por su insistencia, hasta que, poco antes de llegar a su habitación fue consciente del tiempo que hacía que no se molestaba siquiera en hacerse la cama. Se giró despacio y comprobó que su madre seguía en mitad del pasillo, sujetando distraída un hato de sábanas mientras le observaba como si hubiera sucedido un milagro. La sonrió casi con timidez y esbozando una sonrisa entró en la habitación.

Laia ya no estaba allí.

Recorrió con la mirada la estancia, la ventana estaba completamente abierta y las sábanas de la cama habían desaparecido. Salió de nuevo al pasillo y corrió hasta la cocina. Su madre estaba agachada frente a la lavadora.

—¿Has estado en mi cuarto? —la preguntó casi gritando. Ella asintió nerviosa.

Efrén sacudió la cabeza a la vez que soltaba un improperio, luego observó a su madre, seguía inclinada sobre el cubo de la ropa sucia y le miraba como si temiera que él estuviera a punto de explotar en un ataque de rabia.

—Lo siento... —se disculpó, consciente de que últimamente su carácter no era el más agradable—. Había... ¿Había alguien en mi cuarto cuando has entrado? Una chica... rubia, ojos verdes, muy guapa...

—No... claro que no —respondió confundida—. ¿Por qué iba a estar esa chica en tu habitación? —inquirió suspicaz.

—Por nada. Había esperado que... da igual.

Esther suspiró preocupada cuando su hijo regresó a su dormitorio. Había esperado que tras acompañar a Marta al centro de mayores comenzara a salir de nuevo, pero había vuelto a encerrarse en su habitación... y ahora preguntaba por chicas inexistentes. Negó con la cabeza a la vez que se encaminaba hacia el salón. Tendría que hablar muy seriamente con Marta, no iba a permitir que volviera loco a su hijo con historias de mujeres imaginarias que cuidaban de él cual ángel de la guarda.

16 de agosto, 2012.

—¡Arriba dormilón!

Efrén se sentó de un salto en la cama al escuchar el grito y sentir que alguien tiraba de la sábana que le cubría. El corazón latiéndole acelerado y a punto de escapar por su garganta.

—¿Qué...? —jadeó abriendo los ojos totalmente desorientado mientras su mano recorría la pared en busca del interruptor de la luz.

Al instante siguiente alguien subió las persianas y descorrió las cortinas, y él no tuvo más remedio que cerrar los ojos con fuerza, cegado por el resplandor del sol.

—Es hora de levantarse.

Efrén miró a la hermosa mujer que estaba de pie frente a él, luego desvió la mirada al despertador de la mesilla y escondió la cabeza bajo la almohada.

—No son ni las ocho de la mañana. Baja la persiana —gruñó adormilado.

—Serás holgazán... —le reprendió Laia arrebatándole la almohada a la vez que le daba un pellizco en el trasero.

—¡Quieres dejar en paz mi culo! —gritó dirigiéndole una mirada asesina.

Ella se limitó a enarcar una ceja.

Él bufó sonoramente, cogió la sábana que estaba en el suelo y cubriéndose con ella la cabeza, volvió a cerrar los ojos.

Una tenue lluvia cayó de repente sobre él, empapándole.

—¡Joder! —Saltó de la cama sacudiéndose la cabeza como un perrito, tropezó con la almohada que estaba en el suelo y acabó cayendo sobre su trasero. Y en ese momento se dio cuenta de que se había dormido solo con los bóxers y que su rodilla mutilada estaba al descubierto. Se apresuró a buscar la almohada y ponerla sobre su pierna derecha.

—¿Ya estás despierto? —le preguntó Laia con fingida dulzura.

—¡No! —La lluvia volvió a caer sobre su cabeza—. ¡Sí, estoy despierto!

—¡Maravilloso! —exclamó ella esbozando una preciosa sonrisa que dejó totalmente aturdido al joven—. Marta ya está despierta y está intentando subir la persiana, pero no puede. Creo que se ha estropeado... —se detuvo esperando a que él dijera algo, pero Efrén se limitó a mirarla arrobado. El sol incidía de lleno sobre ella, dibujando un halo mágico a su alrededor—. Ya sabes lo cabezota que es, intentará arreglarla ella misma y se acabará haciendo daño... —Él asintió distraído—. Pues ve con ella, ¡vamos, no te quedes ahí como un pasmarote!

Efrén sacudió la cabeza, se levantó del suelo y, sin apartar la almohada de su pierna, caminó hasta el armario para coger un pantalón y una camiseta.

—¿Te importa darte la vuelta? Me voy a vestir... —siseó enfadado al ver que la descarada joven no le quitaba la vista de encima.

—Sí me importa —respondió ella con sinceridad—. Me gusta mirarte. Tienes un cuerpo muy bonito a pesar de estar tan pálido. Deberías salir más a la calle, te sentaría bien un poco de bronceado...

Efrén se quedó petrificado al escuchar sus palabras. La miró como si estuviera loca y, acto seguido negó con la cabeza y comenzó a vestirse. Si quería horrorizarse con sus cicatrices, que así fuera, a él le daba lo mismo.

Laia sonrió divertida al ver su expresión, sonrisa que se tornó en una mueca de preocupación al escuchar un golpe seguido de un gemido en la habitación de Marta.

Efrén salió corriendo de dormitorio, la camiseta y los pantalones olvidados en el suelo.

—¿¡Bisa, estás bien!?

—Sí... —musitó Marta frotándose el brazo derecho—, intenté subir la persiana, pero no pude... y cuando hice fuerza resbalé y me golpeé sin querer contra la lámpara de la mesilla —dijo señalando el suelo y la lámpara rota que había en él.

—Abuela, ¿qué ha pasado? —preguntó Esther entrando en el dormitorio.

—Nada, nenita. Se ha roto la persiana, pero Efrén la va a arreglar.

—¿Efrén? —Esther miró a Marta como si se hubiera vuelto loca y a continuación se dirigió a su hijo—. ¡Qué cosas se le ocurren a la abuela! Vuelve a la cama y duerme un poco más, Efrén, bisa no se ha dado cuenta de lo pronto que es —luego volvió a dirigirse a Marta—. Ya te arreglará la persiana Mario cuando vuelva del trabajo.

—No hace falta que papá la arregle, puedo hacerlo yo —gruñó Efrén herido en su orgullo. Esther observó a su hijo petrificada—. No sé por qué te sorprendes tanto, ni que me pasara todo el día en la cama...

«Todo el día, no. Pero hasta la una o las dos de la tarde, sí» susurró la voz de Laia en su oído. Efrén giró la cabeza, esperando verla, pero ella no estaba allí. O al menos no estaba en modo visible. Suspiró enfurruñado y acto seguido procedió a arreglar la persiana.

Cuando acabó un par de horas más tarde se dio cuenta de que, no solo no tenía ni pizca de sueño, si no que se encontraba extrañamente feliz de haber hecho algo útil, por lo que, cuando Marta le sugirió que la ayudara a ordenar su armario, aceptó encantado. Era bueno tener cosas que hacer.

17 de Agosto, 2012.

—A quién madruga Dios le ayuda...

Efrén abrió los ojos al escuchar el conocido refrán y una sonrisa complacida se dibujó en sus labios. Laia había vuelto. Era ella, estaba seguro aunque no podía verla debido a la oscuridad reinante. Era su voz. Y le gustaba escucharla. Aferró la sábana con ambas manos, dispuesto a luchar por ella si la joven intentaba quitársela de nuevo, y se sentó en la cama con la espalda recostada contra el cabecero. Un instante después la luz del sol se coló en el dormitorio y pudo verla por fin. Estaba asomada a la ventana, con el dorado cabello derramándose sobre sus hombros y vestida con una escueta minifalda rosa y una blusa estampada. Y por supuesto, estaba descalza. La observó a placer mientras ella parloteaba sobre el hermoso día que hacía y la mejor manera de disfrutarlo. Apenas prestó atención a sus palabras hasta que vio que se giraba para dirigirse hacia él. En ese momento obligó a sus labios a dejar de sonreír y compuso su mejor cara de estoy-enfurruñado-porque-me-has-despertado.

—¿Qué te parece el plan? —le preguntó Laia sentándose en el borde de la cama.

—¿Qué plan? —La miró desorientado. ¿Tenían un plan? ¿Para hacer qué?

—No has escuchado nada de lo que he dicho.

—Eso es porque no me interesa nada de lo que puedas decirme.

—Es una lástima que un hombre joven como tú sea tan vago...

—¡No soy un vago! —Y solo para que quedara claro que no lo era le refirió orgulloso todo lo que había hecho el día anterior—. Arreglé la persiana, ayudé a bisa a colocar su armario, recogí mi habitación y le eché una mano a papá con el fregadero atascado. No soy un vago.

—Vaya, sí que trabajaste mucho —comentó ella con ironía—. Levántate de la cama y ponte en marcha, no querrás que se te eche el tiempo encima.

—No tengo nada que hacer —replicó él desafiante.

—Seguro que sí.

—Seguro que no.

—¿Por qué no lo averiguas? Pregúntale a tu madre o a Marta si puedes ayudarlas en algo.

—No pienso despertarlas para preguntarles esa tontería —rechazó enfurruñado.

—Son las nueve de la mañana —siseó ella cerniéndose sobre él—. El único que no está todavía despierto en esta casa eres tú... ¡Vago!

—¡No soy un vago! —gritó herido en su amor propio»

Se levantó de un salto sin preocuparse por sus cicatrices ya que la noche anterior, previendo —y deseando— que ella apareciera por la mañana, se había puesto los pantalones del pijama para dormir. Abrió la puerta del dormitorio como una exhalación esperando encontrarse la casa en silencio, y lo que se encontró fue a su madre barriendo el comedor y a su bisabuela fregando los platos sucios. Las observó asombrado e inmóvil en mitad del pasillo. ¿Qué hacían despiertas a esas horas?

—Vamos, pregúntalas si puedes ayudarlas en algo... vago —susurró Laia en su oído.

Efrén apretó mucho los labios para contener el exabrupto que estaba a punto de escapar de ellos y giró la cabeza para asesinarla con la mirada. Ella ya no estaba allí. O sí, pero no podía verla.

—Mamá, Bisa... —se detuvo cuando ellas levantaron, la mirada de lo que estaban haciendo y le observaron como si le hubieran salido tres cabezas.

«No te detengas ahora» le instó Laia.

—Hay... ¿Hay algo que tenga que hacer hoy? Arreglar algo roto, por ejemplo.

—No cariño, ya trabajaste mucho ayer —le alabó su madre.

Efrén sonrió ufano al escucharla.

—Ves, no tengo nada que hacer —susurró en voz muy baja, solo para Laia.

—Podría hacer la compra... —dijo Marta en ese momento.

—Por supuesto que no —rechazó Esther con rotundidad, mirando a Marta como si se hubiera vuelto loca—. No sabe dónde tiene que comprar.

—Le daremos una lista con la compra y los sitios donde hacerla —rebatió Marta.

—Tendrá que andar mucho, y además habrá de hacerlo cargado con el carrito. No está en condiciones de darse esa paliza...

Y mientras discutían sobre si podía o no podía, Efrén miraba pasmado a las dos mujeres. ¿Desde cuándo su madre le consideraba un inútil?

«Pobrecito, no tienes fuerzas para cargar con un carrito. Y eres tan tonto que no sabes dónde tienes que ir a comprar... No solo eres un vago, también eres un inepto» escuchó la burlona voz de Laia junto a él.

—¡Basta! ¡Callaos las tres! —gritó enfadado.

—¿Las tres? —inquirió Esther mirando a su alrededor buscando a la tercera en discordia.

—Hazme la puñetera lista, mamá —exigió enfadado. La mujer hizo intención de decir algo, pero él se lo impidió—. Te aseguro que estoy lo suficientemente capacitado para ir de compras... ¡Y para muchas cosas más! ¡No soy un vago, y tampoco un inútil!

Y dicho esto dio media vuelta y se encerró en el cuarto de baño. Cuando salió, duchado y afeitado, una enorme lista le estaba esperando sobre la mesa de la cocina. Desayunó sin ganas mientras la leía una y otra vez, ¡era interminable! Tendría que pasar toda la mañana andando de un lado a otro para hacer toda la compra... Y hacía más de un año que no caminaba por la calle solo, siempre le acompañaba bisa Marta. Estaría solo en la calle, entre toda la gente que le miraría horrorizada la cara... y se reiría de sus cicatrices.

—Si te esperas un poco, me visto y te acompaño — murmuró su madre revolviéndole el pelo.

Efrén suspiró aliviado a la vez que esbozaba una agradecida sonrisa.

«Pobre niño pequeño que tiene que ir de la mano de mamá para no hacerse pipi de miedo» escuchó la voz de Laia.

—¡No necesito que nadie me acompañe! —exclamó saltando de la silla—. Lo siento, mamá, no quería gritarte. Es solo que... —Se detuvo al no saber cómo explicarle que estaba enfadado con su novia onírica—. Me voy, regresaré pronto.

Abandonó la casa con el carrito y la lista en la mano, decidido a realizar tan sencilla tarea. Era perfectamente capaz de hacer la compra. Seguro. Todos los días subía y bajaba las escaleras de las nueve plantas tres veces para mantenerse en forma, en comparación con eso darse un paseo no supondría ningún esfuerzo. Solo tenía que ir a la calle, seguir las indicaciones de la puñetera lista y regresar a casa. Nada más. Salió del portal y se quedó inmóvil en mitad de la acera. La calle estaba llena de personas. Personas que caminaban hacia él, que le esquivaban, que le miraban la cara intrigados por sus cicatrices... estaba rodeado por ellas. Y bisa Marta no estaba a su lado, entreteniéndole con su charla, logrando que se olvidara de lo que le rodeaba.

Dio un paso atrás. A su bisabuela le encantaba pasear, seguro que si se lo proponía le acompañaría, y si no les daba tiempo a comprar todo no pasaba nada, así tendrían algo que hacer al día siguiente.

—¿Tienes miedo de quemarte la nariz? —le preguntó Laia en ese momento, tomándole de la mano—. No te preocupes, le diré a Simba que afloje un poco los rayos de sol mientras paseamos.

Efrén tragó saliva y la miró agradecido... y embelesado. Estaba ahí, a su lado, dándole la mano. Era preciosa. Y también desquiciante. Y le encantaba.

—¿Simba? —la miró entornando los ojos—. Ah, sí. Tu hermano pequeño, el que según bisa Marta maneja a su antojo los rayos de sol... Tienes una extraña familia.

—No lo sabes tú bien.

1 de Septiembre, 2012.

Abrió apenas los ojos para averiguar la hora que marcaba el despertador. Las siete de la mañana, Laia no tardaría en hacer su aparición. Se movió hasta quedar tumbado de espaldas sobre la cama y sonrió entusiasmado mientras se peinaba el pelo con los dedos. Tras pensárselo un segundo recolocó la sábana para que le quedara a la altura de las caderas; la primera vez que Laia había estado en su habitación le había dicho que le gustaba mirarle, y las miradas que le dedicaba cada mañana al despertarle, unidas a su afán por quitarle la sábana daban fe de su sinceridad... Y pensaba aprovecharse vilmente. Una sonrisita diabólica iluminó su semblante al imaginar la reacción de su amiga cuando viera la sorpresita que tenía preparada esa mañana. Se iba a quedar muda de la impresión. Por una vez en su vida ella sería la sorprendida en lugar de él. Iba a ser algo digno de ver.

Miró hacía la ventana impaciente, ojalá no tardara mucho en llegar. Se removió inquieto mientras pensaba en el radical giro que había dado su vida en menos un mes. No era solo que ella le despertara cada día al rayar el alba, si no todas las demás cosas que le había retado a hacer. Cosas que él no quería hacer y que había hecho... o bueno, en realidad, cuando se acostumbró a volver a tener una vida activa sí quería hacer esas cosas, pero era tan divertido discutir con ella que no podía evitar negarse para que tuviera que convencerle con sus malas artes. Una risita divertida escapó de sus labios. A veces, cuando discutían y le azuzaba, deseaba estrangularla... casi con la misma intensidad que quería besarla. ¿A qué sabrán sus labios? ¿Sería su piel tan suave como su cabello? Le gustaba revolver —y acariciar— su pelo cuando bromeaban, casi tanto como tomada de la mano cuando paseaban. Y deseaba más allá de toda razón besarla...

Sintió más que escuchó su presencia en la habitación y se apresuró a cerrar los ojos y hacerse el dormido.

—Arriba holgazán —susurró Laia subiendo las persianas. Efrén abrió los ojos lentamente y, conteniendo la sonrisa que pugnaba por abandonar sus labios, emitió un sonoro y fingido gruñido.

—Aún es temprano, déjame dormir-protestó tapándose la cara con el antebrazo.

—¿Ya estamos como siempre? —bufó ella dando un tirón a la sábana—. Oh, vaya —exclamó cuando la tela tocó el suelo mostrando a Efrén en todo su desnudo esplendor.

—Te he dicho mil veces que no me quites la sábana —comentó él divertido al comprobar que la muchacha había abierto los ojos como platos. Aunque al instante siguiente carraspeó incómodo al ver que ella no apartaba la vista de su entrepierna—. Te advertí de que podías llevarte una sorpresa desagradable... —argumentó, tentado de cubrirse con las manos. Le estaba poniendo nervioso. Muy nervioso.

—Yo no diría que sea una sorpresa desagradable —musitó Laia sentándose en la cama—, sino una revelación.

—¿Una revelación? —jadeó Efrén atónito. Él sí que iba a revelar algo muy grueso y grande si seguía mirándolo así...

—Sí. Siempre que te veía bailar me preguntaba si el bulto que se te marcaba en la entrepierna era debido a algún relleno del maillot o a tus atributos naturales... Ya veo que es la segunda opción, y eso está muy bien. No me gustaba nada pensar que podías poner calcetines en tus pantalones de ballet —explicó posando sus delicados dedos sobre el muslo de Efrén, muy cerca de aquello que se estaba revelando impresionante con inusitada rapidez.

—¡Laia, por favor! —gimió el joven dándose media vuelta en la cama hasta quedar tumbado de lado, ocultando así su erección en pleno apogeo.

—No seas perezoso y levántate, hoy tenemos muchas cosas que hacer —le instó ella dándole un suave pellizco en el trasero desnudo.

Efrén saltó de la cama dispuesto a exigirle que dejara de pellizcarle el trasero a la menor oportunidad, pero ella ya no estaba allí. Bufó indignado, en primer lugar por el ataque de timidez que había sufrido, y en segundo lugar por dejarse vencer por ella, ¡otra vez! Tomó la sábana del suelo y envuelto en ella abandonó el cuarto en pos de una ducha reconfortante que le aclarara las ideas... y que de paso le bajara la revelación.

Laia volvió a tomar forma solida junto a la cama cuando él abandonó enfurruñado el dormitorio. Se llevó las manos al corazón, intentando sosegar un poco sus acelerados latidos. Nunca hubiera imaginado que Efrén se atreviera a mostrarse ante ella como su madre lo había traído al mundo... De hecho, no tenía ni idea de dónde había sacado la entereza para responderle como lo había hecho. La había dejado total y completamente pasmada, además de, para qué negarlo, muy impresionada.

—Voy a matar a tu prometido —susurró Antares en su oído.

Se giró en el acto, encontrándose con las miradas furiosas de Antares y Merak y la curiosa de Ailean.

—¡¿Cómo se le ocurre presentarse desnudo ante ti?! —gruñó Merak dando muestras de una inusitada fiereza en contraposición con su habitual indiferencia.

—¿Por qué se le ha inflado el pene? No has llegado a tocarle... —inquirió pensativo Ailean. Merak y Antares dedicaron una mirada asesina a su entrometido hermano menor—. ¿Qué? Solo siento curiosidad... eso no es malo.

—La curiosidad mató al gato —siseó Antares a la vez que negaba con la cabeza. ¡No tenía suficiente con que su hermana estuviera prendada de un hombre, que también tenía que bregar con la curiosidad insaciable de su hermano menor por los humanos!

—¡Fuera de aquí! —gritó Laia. Ailean se encogió de hombros y desapareció—. ¡Vosotros también! —volvió a gritar a los dos hermanos restantes.

—Como tu prometido vuelva a hacer algo improcedente haré temblar la tierra —la advirtió Merak.

—Bien, pero asegúrate de lo que hace, porque hoy no ha hecho nada malo; he sido yo quien le ha quitado la sábana...

—En eso tiene razón... —la apoyó Ailean apareciendo de nuevo.

—¿Pero tú de parte de quién estás? —inquirió Merak molesto para luego mirar pensativo a su Antares—. ¿Fue Laia quién le quitó la sábana? —Imposible. Su hermana pequeña no hacía esas cosas... ¿O sí?

—Si estuvieras más pendiente de tu hermana que de tus rocas fundidas, lo sabrías —masculló Antares enfadado porque Laia volvía a salirse con la suya. No podía castigar al muchacho por las cosas que ella hacía—. Y tú, hermanita, no vuelvas a desnudar a tu novio o me enfadaré.

—¡Pues enfádate! —exclamó Laia tirándole lo primero que encontró, que fue la lámpara de la mesilla de noche.

—¿Quién está en tu cuarto, Efrén? —escucharon la voz asustada de Esther a través del pasillo.

—Nadie... ¿Por qué? —contestó Efrén saliendo a la carrera del cuarto de baño y entrando en el dormitorio antes que su madre.

—He oído ruidos...

—Será el viento, no te preocupes —explicó cerrando la puerta y observando la estancia. No había ni rastro de Laia.

Se encogió de hombros y se vistió con rapidez seguro de que se encontraría con ella en la calle.

—¿Qué ha pasado antes? —la preguntó nada más salir del portal. Tal y como había supuesto estaba esperándole cerca del parque.

—Nada, cosas de hermanos...

—Estupendo, diles que me deben una lámpara.

—Se lo diré —replicó ella aún furiosa. Luego inspiró hondo y miró fijamente a Efrén. La tarea que se había propuesto hoy iba a reportarle una discusión de las grandes—. Hoy vamos a visitar todas las compañías de ballet que conozcas.

—¿Para qué? —exclamó él patidifuso. Lo último que quería era ver a gente bailando.

—Para buscar trabajo.

—No puedo bailar, Laia —siseó él resentido por tener que recordárselo.

—Ya lo sé, pero puedes hacer muchas otras cosas.

—¿Cómo qué?

—No sé, dar clases, hacer coreografías, limpiar las salas... pero eso no es lo importante. Lo importante es que empieces a moverte y a decirles a todos tus conocidos que vuelves a estar en el mercado laboral, y que sí se enteran de algún trabajo, te avisen. El boca a boca es la mejor manera de conseguir empleo hoy en día —sentenció ella con seguridad.

—No voy a hacerlo. No pienso arrastrarme por todas las compañías de danza de la ciudad pidiendo trabajo para que todos se den cuenta de que no podré volver a bailar jamás —masculló entre dientes a la vez que se daba la vuelta para regresar a su casa.

—Efrén, todos tus amigos ya saben que no volverás a bailar. No es ningún secreto.

—¡Me da lo mismo! No pienso pedirles trabajo.

—Y entonces, ¿qué harás? ¿Seguirás esperando una carta milagrosa de la oficina de empleo en la que te ofrezcan un trabajo maravilloso? Eso no va a ocurrir. Si quieres trabajar en lo que te gusta, tienes que olvidarte de quién eras y aceptar ser quien eres ahora.

—No lo haré y no hay más que hablar —sentenció Efrén con rabia.

—Eres un vago.

—¡No lo soy! —gritó alterado. Odiaba que le dijera eso—. Hago todo lo que puedo.

—Haces todo lo que quieres, que es muy distinto —rebatió ella.

—Mentira. Me esfuerzo por encontrar trabajo, pero tengo mis limitaciones, no puedo hacer lo único que sé hacer bien, que es bailar, y contra eso no puedo luchar —arguyó desesperado.

—Entonces no eres un vago, eres un inútil.

—¡No soy un inútil!

—No, tienes razón. Eres un lisiado incapaz de hacer nada útil.

—¡No lo soy! ¡Puedo hacer cualquier cosa mejor que tú!

—Pues demuéstralo. Échale valor y acude al único sitio en el que puedes empezar a buscar un trabajo a tu medida —le desafió ella.

—¡Eso es justo lo que voy a hacer! Voy a visitar cada puñetera compañía y voy a encontrar un trabajo cojonudo, a ver si así me dejas en paz de una maldita vez —gritó dándola la espalda y comenzando a andar hacia ninguna parte.

Laia se limpió con disimulo una lágrima mientras él se alejaba furioso. No le gustaba hablarle así, pero era tan terco y estaba tan convencido de que no podía hacer nada, que la única manera de espolearle para que lo hiciera era retándole con lo que más le dolía.

—Has hecho lo correcto —musitó Antares apareciendo junto a ella en forma de brisa.

—Llévame lejos de aquí...

Efrén se detuvo instantes después. No sentía la presencia de Laia junto a él. Giró sobre sus talones observando todo lo que le rodeaba. No la vio. Se había ido dejándole solo.

—Muy bien. No te necesito para nada —gruñó entre dientes. Y era cierto. No la necesitaba, pero ah, ¡cuánta la echaba de menos!

3 de Septiembre, 2012.

«Puedes hacerlo, no te niegues la oportunidad» escuchó la voz de Laia.

Efrén giró la cabeza sobresaltado, su amiga llevaba dos día sin hacer acto de presencia, y ahora aparecía en el momento más inesperado y menos oportuno. Al menos había tenido la consideración de no hacerse visible.

—Efrén... ¿Pasa algo? —Le preguntó su antiguo profesor de ballet.

—Eh, no. No, solo estaba pensando.

—Entonces, ¿aceptas?

—Dame un par de semanas para meditarlo.

—Esperaré dos días, si el miércoles no has aceptado, le ofreceré el puesto a otro —Efrén asintió con la cabeza y le tendió la mano al viejo profesor a modo de despedida.

Abandonó con paso firme la escuela de danza, deseando huir de allí, olvidarse de todo lo que ya no podía hacer. Y al pisar la calle, se encontró con ella.

—No seas obtuso. Entra ahora mismo y dile que sí — le exigió Laia cruzando los brazos sobre sus deliciosos pechos. Tan hermosa como siempre.

Efrén deseó más allá de toda razón envolverla en sus brazos y besarla. Pero no lo hizo. Ni lo iba a hacer. Aún estaba enfadado con ella por lo que le había dicho. ¡Él no era un lisiado!

—No digas memeces —replicó él encarándose a ella—. No es ninguna oportunidad, es una tortura —siseó rabioso. Cualquier niño echaría a correr al ver su cara marcada, y él no pensaba soportar semejante humillación.

—¿Por qué? —preguntó ella asombrada. Era el trabajo perfecto para él.

Efrén negó con la cabeza y comenzó a caminar hacia la parada de autobús.

Laia le siguió en silencio.

Efrén aceleró el paso.

—¿Qué quieres de mí? —la preguntó deteniéndose repentinamente.

—Que des media vuelta y aceptes el trabajo que te ofrecen.

—Los niños se asustarán al ver mi cara —afirmó Efrén. El trabajo que su antiguo profesor le había ofrecido consista en dar clases de ballet a niños de cinco años.

—Se asustarán el primer día, el segundo te mirarán fijamente, el tercero intentarán tocarte las cicatrices, y si les dejas hacerlo, el cuarto se habrán olvidado de tu cara y estarán pendientes de tus lecciones.

—Se reirán de mí.

—Solo si te comportas como un bufón. Si actúas como un profesor y les demuestras todo lo que pueden aprenden contigo no se reirán de ti, estarán demasiado ocupados admirándote.

Efrén la miró fijamente durante un segundo y luego comenzó a caminar de nuevo. Ella se situó junto a él.

—¿Vas a seguirme eternamente? —la preguntó enfurruñado.

—Solo hasta que aceptes ese trabajo.

Efrén detuvo sus pasos, respiró profundamente, se giró y se encaminó hacia la Escuela de Danza Diolch.

—Aceptaré ese maldito trabajo... con la condición de no volver a verte nunca más —advirtió a la joven sin detenerse a mirarla. Y fue una verdadera lástima, porque se perdió la maravillosa sonrisa de la muchacha. Sonrisa que se truncó en tristeza, al escuchar la última parte de la frase.