CAPÍTULO 14

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MAR DE LA BONDAD

CHELESTRA

Acostado en su catre, Haplo estudió el dorso de sus manos. Los signos mágicos tatuados en su piel tenían un color azul más intenso y marcado; su magia se hacía más fuerte por momentos. Y, una vez más, las runas empezaban a despedir un leve resplandor al tiempo que la sensación de hormigueo le recorría el cuerpo. Era la señal de advertencia de algún peligro, lejano todavía pero que se acercaba rápidamente.

Las serpientes dragón, sin duda.

Le dio la impresión de que la embarcación había aumentado la velocidad. El movimiento del sumergible era menos suave, más irregular, y percibió una creciente vibración en la cubierta bajo sus pies.

—Debería preguntárselo a la enana. Ella sabría decírmelo —murmuró para sí.

Y, naturalmente, debería advertir a los jóvenes mensch que se estaban acercando a la guarida de las serpientes dragón. Avisarles que se dispusieran a…

¿A qué? ¿A morir?

Devon, aquel elfo delgado y delicado, casi lo había decapitado con el hacha de guerra.

Alake tenía sus hechizos mágicos, pero todos ellos eran signos de protección que cualquier chiquillo del Laberinto era capaz de trazar antes de haber cruzado su segunda Puerta. Frente al tremendo poder de las serpientes dragón, esos hechizos de Alake serían como oponer a uno de esos chiquillos contra un ejército de snogs.

Y Grundle. Haplo sonrió y meneó la cabeza. Si alguno de aquellos mensch podía enfrentarse a las serpientes dragón, sería la doncella enana. Por lo menos, seguro que se mostraría demasiado testaruda para dejarse matar.

Tenía que contarles lo que sabía y hacer lo posible para prepararlos. Se incorporó en el lecho, dispuesto a levantarse.

—¡No! —dijo de pronto, y volvió a tenderse en el catre—. Ya he tenido suficientes tratos con los mensch por este día.

En nombre del Laberinto, ¿qué se había adueñado de él para impulsarlo a hacerles aquella promesa? ¡No permitir que les sucediera ningún mal! ¡Pero si muy afortunado sería si conseguía salvar su propia vida!

Cerró los puños con fuerza y estudió los signos mágicos grabados en su piel, tensa sobre los huesos y los tendones. Alzó los brazos y estudió el perfil nítido de los músculos bajo la epidermis tatuada.

—El instinto —murmuró—. El mismo instinto que impulsó a mis padres a ocultarme entre los arbustos y conducir a los snogs lejos de mí. El instinto de proteger a los más débiles, el que permitió a nuestro pueblo sobrevivir en el Laberinto.

Se incorporó de un salto y empezó a deambular por el reducido espacio del camarote.

—Mi señor lo entendería —dijo, intentando tranquilizarse—. Mi señor siente lo mismo que yo. Cada día de su vida, regresa al Laberinto y vuelve a luchar y a defender y a proteger a sus hijos, a su pueblo. Es una emoción natural… —Haplo exhaló un suspiro y soltó un juramento entre dientes—. ¡Pero es tan poco práctica!

Tenía otros asuntos más urgentes que ocuparse de mantener con vida a tres jóvenes mensch. Estaba aquel agua inmunda que se llevaba la magia de las runas más deprisa de lo que el agua normal se llevaba la suciedad de la ropa. Y estaba la promesa de las serpientes dragón.

Por lo menos, él lo consideraba una promesa.

Samah. El gran Samah. El presidente del Consejo de los Siete. El Consejero que había organizado la Separación, el que había provocado la caída de los patryn, su encarcelamiento y los eones de sufrimientos.

El Consejero Samah. Muchas cosas habían muerto en el Laberinto, pero no aquel nombre, transmitido de generación en generación, susurrado de padre a hijo con el último aliento, revelado con una maldición de madres a hijas. Samah no había caído nunca en el olvido entre sus enemigos, y el pensamiento de que Samah pudiera ser encontrado con vida llenó a Haplo de una alegría indescriptible. Ni siquiera se detuvo a preguntarse cómo era posible tal cosa.

—Capturaré a Samah y lo llevaré ante mi señor. Será un regalo para compensarlo por mis fracasos anteriores. Mi señor se ocupará de que Samah pague, y pague muy caro, por cada lágrima y por cada gota de sangre vertidas por mi pueblo. Samah pasará toda su vida pagando. Sus días estarán llenos de dolor, de tormentos, de miedo. Sus noches estarán plagadas de horror, de agonía, de angustia. No conciliará el sueño y no tendrá paz, salvo en la muerte. Y pronto, muy pronto, Samah empezará a suplicar que le llegue la muerte.

Pero el Señor del Nexo se ocuparía de que Samah viviera. De que tuviera una vida muy larga…

Unos enérgicos golpes a la puerta despertaron a Haplo de aquella fantasía bañada en sangre. Los golpes sonaban desde hacía un rato ya pero, mientras soñaba despierto con aquella venganza, los había tomado por truenos y no se había dado cuenta de qué sucedía.

—Quizá no deberíamos molestarlo, Grundle —oyó que decía la suave voz de Devon al otro lado de la puerta—. Tal vez duerma…

—¡Entonces, será mejor que vaya despertándose! —replicó la enana.

Haplo se reprendió por aquel desliz. Una distracción como aquélla podía costarle a uno la vida en el Laberinto. Se acercó a la puerta sin hacer ruido y la abrió tan de improviso que la enana, que había estado llamando a ella con el mango del hacha de guerra, penetró en el camarote dando tumbos.

—¿Y bien? ¿Qué queréis? —preguntó Haplo.

—Te…, te hemos despertado —dijo Alake, apartando la mirada de él hacia el lecho desordenado con expresión nerviosa.

—Lo…, lo sentimos —balbuceó Devon—. No queríamos…

—El sumergible está aumentando la velocidad —comunicó Grundle, al tiempo que dirigía una mirada suspicaz a la piel de Haplo—. Y tú vuelves a brillar.

Haplo permaneció callado y se limitó a lanzarle una mirada colérica, confiando en que la enana entendería la indirecta y se marcharía. Alake y Devon ya empezaban a retroceder sobre sus pasos.

Pero Grundle no se dejaba intimidar tan fácilmente. Apoyó el hacha de guerra en el hombro, plantó los pies con firmeza en la cubierta oscilante y miró a la cara a Haplo.

—Nos estamos acercando a las serpientes dragón, ¿verdad?

—Es probable —respondió y se dispuso a cerrar la puerta. El cuerpo recio de la enana se lo impidió.

—Queremos que nos digas qué hacer.

«¿Y cómo diablos voy a saberlo?», quiso gritarle Haplo, exasperado. Había estado cerca de un poder mágico parecido a aquél en el Laberinto, pero en absoluto era tan fuerte. Y lo único que tenían que hacer las serpientes dragón era echarle un cubo de agua de aquel mar, y podía considerarse acabado.

Los mensch siguieron allí plantados, mirándolo, confiando en él (bueno, dos de ellos, al menos), todos vueltos hacia él en una muda súplica, esperanzados.

¿Quién les había dado aquella esperanza? ¿Tenía derecho a destruirla ahora? Además, se dijo fríamente, aquellos mensch podían resultarle útiles. En el fondo de su mente ya tramaba un plan que…

—Entrad —indicó de mala gana, abriendo la puerta de par en par.

Los mensch obedecieron en bloque.

—Sentaos —les dijo Haplo.

En el camarote sólo había el camastro. Alake lo observó. Estaba revuelto, aún caliente del cuerpo de Haplo. Sus largas pestañas parpadearon varias veces, rozando sus mejillas. Finalmente, movió la cabeza en gesto de negativa.

—No, gracias. Me quedaré de pie. No me importa…

—Siéntate —le ordenó Haplo con malos modos.

Alake obedeció, apoyada en el borde mismo de la cama. Devon tomó asiento a su lado, con las piernas incómodamente extendidas (las camas de los enanos se levantan muy poco del suelo). Grundle se dejó caer cerca de la cabecera e hizo oscilar las piernas adelante y atrás, arrastrando los talones por la cubierta. Los tres miraron de nuevo a Haplo con expresiones serias y solemnes.

—Dejemos una cosa en claro. No sé más que vosotros sobre esas serpientes dragón. Si acaso, sé menos.

—Pero hablaste con ellas —le recordó Grundle. Haplo no le hizo caso.

—¡Silencio, Grundle! —cuchicheó Alake.

—Lo que haremos para protegernos es, sobre todo, usar el sentido común. Tú —Haplo volvió la vista hacia el elfo—, será mejor que sigas fingiendo que eres una muchacha. Cúbrete el rostro y la cabeza y no te quites el velo por nada. Y ten la boca cerrada. Guarda silencio y deja que yo me encargue de hablar. Eso va por todos —añadió, dirigiendo una expresiva mirada a la enana.

Grundle soltó un bufido e irguió la cabeza con desdén. Había colocado el hacha de guerra entre las piernas y estaba dando nerviosos golpecitos con las yemas de los dedos en el mango del arma. Ésta le recordó algo a Haplo.

—¿Hay más armas a bordo? Armas pequeñas, como cuchillos, navajas…

Grundle soltó otro bufido, con aire de mofa.

—Los cuchillos son para los elfos. Los enanos no usamos armas tan insignificantes.

—Pero tenemos cuchillos a bordo —apuntó Alake—. En la cocina.

—Cuchillos de cocina… —murmuró Haplo—. ¿Son pequeños y afilados? ¿Podría Devon esconder uno de ellos en el cinto? ¿Podrías tú esconder otro… en alguna parte? —preguntó, indicando las ropas ajustadas al cuerpo que llevaba la humana.

—¡Pues claro que están afilados! —aseguró Grundle con voz indignada—. ¡No ha llegado el día en que un enano fabrique un cuchillo romo! Pero podría ser tan afilado como la hoja de esta hacha y, a pesar de ello, ser incapaz de penetrar en el pellejo de esas bestias horribles.

Haplo guardó silencio, tratando de encontrar la manera más sencilla y suave de decir lo que tenía en mente.

—No estaba pensando en utilizarlos contra las serpientes dragón —dijo por fin. Y no añadió nada más, esperando que los mensch captaran a qué se refería.

Y así fue… al cabo de un momento.

—¿Quieres decir —apuntó Alake con sus ojos negros abiertos como platos— que los llevemos para usarlos contra…, contra…? —Tragó saliva, sin terminar la frase.

—… contra vosotros mismos —la ayudó Haplo, optando por ser enérgico e ir al grano—. A veces, la muerte puede ser una buena amiga.

—Lo sé —respondió Alake con un escalofrío—. He visto morir a mi gente.

—Y yo he visto a un elfo torturado por las serpientes dragón —terció Devon.

Grundle, por una vez, no dijo nada. Incluso la irritable enana parecía alicaída. Devon exhaló un profundo suspiro y añadió:

—Entendemos lo que nos propones y te agradecemos la intención, pero no estoy seguro de que pudiéramos…

«Podréis —le respondió Haplo en silencio—. Cuando el horror y la agonía y el tormento se hagan insoportables, desearéis desesperadamente poner fin a vuestros sufrimientos.»

Pero ¿cómo podía decirles tal cosa? Aquellos tres mensch eran unos chiquillos, reflexionó con amargura. Aparte de una astilla clavada en el pie, de una caída o de un coscorrón en la cabeza, ¿qué sabían ellos de dolores y de padecimientos?

—¿Podrías…? —Devon se humedeció los labios, mientras hacía un supremo esfuerzo por demostrar valentía—. ¿Podrías… enseñarnos cómo? —Dirigió una rápida mirada a las dos muchachas que lo flanqueaban—. No sé si será el caso de Alake y de Grundle, pero yo nunca he tenido que…, que hacer nada parecido. Estoy bastante seguro de que metería la pata —añadió con una sonrisa desconsolada.

—No necesitamos cuchillos —intervino Alake—. Había pensado no decir nada, pero he traído conmigo ciertas hierbas que, empleadas en pequeñas dosis, se utilizan para aliviar dolores. Pero si una masca una hoja entera…

—…te lleva, muy aliviada, a la otra vida —terminó la frase Grundle, y contempló a la humana con envidiosa admiración—. No sabía que fueras capaz de una cosa así, Alake. —De pronto le vino a la mente una pregunta—: ¿Pero qué significa eso de que no pensabas decir nada?

—Lo habría hecho —respondió Alake—. Os habría ofrecido la posibilidad de usarlas. Como he dicho —añadió suavemente, alzando sus ojos negros a Haplo—, he visto cómo moría mi gente.

Y, en aquel momento, Haplo comprendió que la humana se había enamorado de él.

Saberlo no lo ayudó en absoluto a sentirse mejor. Si acaso, lo hizo sentirse peor. Era sólo una maldita fuente más de preocupaciones. De todos modos… ¿por qué se había de preocupar? ¿Qué importaba si rompía o no el corazón de aquella infeliz humana? Al fin y al cabo, sólo era una mensch. Si acaso, a juzgar por el modo en que la muchacha lo miraba, el patryn tendría que revisar su idea de estar tratando con una niña.

—Bien. Has hecho muy bien, Alake —dijo pues, en un tono lo más frío y desapasionado posible—. ¿Tienes esas hierbas escondidas donde las serpientes dragón no puedan encontrarlas?

—Sí, las tengo en mi…

—¡No! —Haplo alzó una mano—. No lo digas. Si los demás no lo sabemos, esas criaturas no podrán sonsacárnoslo. Manten ese veneno a salvo, y guarda el secreto.

Alake asintió con aire solemne y continuó mirándolo con ojos cálidos y límpidos.

«No te hagas esto a ti misma —quiso decirle Haplo—. Es imposible.»

Tal vez debería decírselo. Tal vez era lo mejor que podía hacer. Pero ¿cómo explicárselo? ¿Cómo hacerle entender que, en el Laberinto, enamorarse era autoinfligirse deliberadamente una herida? Nada bueno podía resultar del amor. Nada, salvo la muerte y un amargo pesar y una soledad vacía.

¿Y cómo podía explicarle que un patryn jamás podría amar en serio a una mensch? Por lo que Haplo sabía de los tiempos anteriores a la Separación, había ocasiones en las que patryn, tanto de un sexo como de otro, habían encontrado placer en la compañía de los mensch. Tales relaciones eran seguras[24] y entretenidas. Pero aquello había sido hacía mucho tiempo. Ahora, su pueblo se tomaba la vida mucho más en serio.

Alake bajó los ojos y entreabrió los labios en una sonrisa tímida. Haplo se dio cuenta de que había estado mirándola fijamente y de que la muchacha, sin duda, se estaría haciendo una impresión errónea.

—Ahora, largaos de aquí —añadió ásperamente—. Volved a vuestros camarotes y preparaos. No creo que tengamos que esperar mucho. Devon, será mejor que cojas uno de esos cuchillos, para mayor seguridad. Tú también, Grundle.

—Os enseñaré dónde están —se ofreció Alake.

Al marcharse, se volvió hacia Haplo con una sonrisa y le lanzó una mirada de soslayo con una caída de sus largas pestañas. Después, abrió la marcha por el pasadizo.

Devon siguió sus pasos. Mientras salía, el elfo estudió a Haplo y su mirada se hizo, de pronto, fría y sombría. Sin embargo, no dijo nada. Fue Grundle quien se detuvo en el umbral de la puerta, con la mandíbula inferior echada hacia adelante y las patillas encrespadas.

—La has herido —dijo la enana, levantando su pequeño puño en gesto de amenaza— y por eso, con serpientes dragón o sin ellas, voy a matarte.

—Me parece que tienes otros asuntos de los que ocuparte —replicó Haplo sin alterarse.

—¡Hum! —exclamó Grundle con desdén, y meneó la cabeza haciendo que las patillas se mecieran a un lado y otro. Luego, volviéndole su diminuta espalda, abandonó la estancia con pesadas zancadas, cargando al hombro el hacha de guerra.

—¡Maldita sea! —exclamó Haplo, y cerró de un portazo.

El patryn deambuló por su pequeño camarote urdiendo planes, descartándolos y tramando otros distintos. Estaba ya llegando al punto de admitir que todo aquello no tenía pies ni cabeza, que estaba tratando inútilmente de controlar algo sobre lo que no tenía el menor control, cuando la estancia se vio sumida de pronto en una completa oscuridad.

Haplo se quedó paralizado donde estaba, ciego y desorientado. El sumergible topó con algo y la sacudida lo mandó por los aires hasta chocar contra una de las paredes. Un ruido rechinante que procedía de debajo lo llevó a imaginar que la embarcación había varado.

El sumergible se meció a un lado y otro, varió de dirección, se escoró a un costado y, por fin, pareció quedar en equilibrio. Entonces, cesó todo ruido y todo movimiento.

Haplo se quedó absolutamente quieto, conteniendo la respiración y aguzando el oído.

El camarote ya no estaba a oscuras. Los signos mágicos de su piel despedían un brillante resplandor azul que bañaba su persona y todos los objetos de la pequeña cabina con una luz trémula y fantasmagórica. Haplo sólo recordaba una ocasión en que las runas hubieran reaccionado con tanta intensidad a un peligro; había sido en el Laberinto, cuando había tropezado accidentalmente con la caverna de un dragón de sangre, la más temida de todas las temibles criaturas que problaban aquel lugar infernal.

En aquella ocasión había dado media vuelta y había huido a toda prisa, había corrido hasta que los músculos de sus piernas se le habían agarrotado y el dolor de los pulmones se había hecho insoportable, había corrido hasta saltársele las lágrimas de dolor y agotamiento, e incluso entonces había seguido corriendo un rato más. Ahora, el cuerpo volvía a decirle que echara a correr…

Contempló los signos mágicos iluminados y percibió aquella sensación de hormigueo casi enloquecedora que lo incitaba a ponerse en acción. Pero las serpientes dragón no lo habían amenazado. Habían hecho precisamente lo contrario: le habían prometido —al menos, había parecido una promesa— vengarse de un antiguo enemigo.

—Podría ser una trampa —razonó en un susurro—. Un truco para atraerme aquí. Pero ¿por qué?

Estudió de nuevo las runas de su piel y se sintió reconfortado. Se sentía fuerte, y su magia volvía a ser poderosa como siempre. Si se trataba de una trampa, aquellas serpientes dragón iban a descubrir que habían picado demasiado alto…

Unos gritos, unas exclamaciones y unas pisadas sacaron a Haplo de sus reflexiones.

—¡Haplo! —Era Grundle, dando alaridos.

El patryn abrió la puerta. Los tres mensch venían hacia él, corriendo por el pasadizo. Alake iluminaba el camino, portando en la mano un quinqué en cuyo interior había una especie de criatura con aspecto de esponja que despedía una brillante luz blanca.[25] Los mensch parecieron considerablemente sorprendidos al ver a Haplo, cuya piel refulgía con la misma intensidad que el quinqué. Los tres se detuvieron tropezando unos con otros, se apretujaron y lo contemplaron con admiración y temor.

Haplo pensó que, en aquella oscuridad y con las runas brillando tan intensamente, debía de constituir un espectáculo maravilloso.

—Bueno…, supongo que no necesitamos esto —apuntó Alake con un hilillo de voz, y soltó el quinqué. Este cayó al suelo con un estrépito que atravesó a Haplo como un puñal afilado.

—¡Silencio! —siseó.

El trío tragó saliva, asintió e intercambió unas miradas asustadas.

Probablemente, los mensch pensaban que las serpientes dragón los estaban espiando. Y era muy posible que así fuera, se dijo Haplo lúgubremente. Todos sus instintos más entrenados e innatos le advertían que pisara con suavidad, que caminara con cautela.

Con un gesto de la mano, les indicó que se acercaran. Los mensch avanzaron por el pasillo, esforzándose por no hacer ruido. A Alake le tintineaban los abalorios de la ropa, las pesadas botas de Grundle retumbaban sobre la cubierta con un sonido hueco y Devon se enredó con la falda, tropezó y fue a golpearse contra la pared.

—¡Silencio! —exigió Haplo en un susurro iracundo—. ¡No os mováis!

Los mensch se quedaron paralizados. Haciendo menos ruido que la oscuridad, Haplo llegó junto a Grundle e hincó la rodilla a su lado.

—¿Sabes qué ha sucedido? La enana asintió y abrió la boca.

Haplo la atrajo hacia sí y se señaló la oreja. Las patillas de Grundle le cosquillearon en la mejilla.

—Creo que hemos entrado en una caverna. Haplo reflexionó. Sí, aquello tenía sentido, y explicaría la súbita oscuridad.

—¿Crees que estamos en el lugar donde viven las serpientes dragón? —preguntó Alake, que se había deslizado hasta colocarse al lado de Haplo. Pese a la firmeza de su voz, el patryn percibió el temblor del esbelto cuerpo de la humana.

—Sí, las serpientes dragón están aquí —respondió Haplo, echando una ojeada a los signos mágicos que brillaban en sus manos.

Alake se acercó aún más a él. Devon exhaló un profundo suspiro tembloroso y apretó los labios. Grundle refunfuñó y frunció el entrecejo.

No hubo gritos, ni lágrimas, ni pánico. Haplo, a regañadientes, tuvo que reconocer que aquellos jóvenes mensch eran valerosos.

—¿Qué hacemos? —inquirió Devon, poniendo todo su empeño en evitar que se le quebrara la voz.

—Nos quedaremos aquí —respondió Haplo—. No iremos a ninguna parte ni haremos nada; sólo esperar.

—No vamos a tener que esperar mucho tiempo —apuntó Grundle.

—¿Qué? ¿Por qué no? —inquirió el patryn.

Como respuesta, la enana señaló algo por encima de sus cabezas. Haplo miró hacia arriba. El leve resplandor de su piel iluminaba los tablones de madera que formaban el techo. La madera estaba húmeda y reluciente. Una gota de agua cayó al suelo a los pies de Haplo. A esa gota siguió otra, y otra más.

—La nave se está resquebrajando —anunció Grundle, y enseguida frunció el entrecejo—. Pero los sumergibles enanos no se resquebrajan. Debe de ser cosa de las serpientes.

—Nos están obligando a abandonar la nave —dijo Alake—. Tendremos que nadar, Grundle. Pero no te preocupes: Devon y yo te ayudaremos.

—No estoy preocupada —respondió la enana, y volvió su mirada a Haplo.

Por primera vez en su vida, el patryn conocía el terror en estado puro, debilitador e incapacitante. Aquel miedo lo privaba de la facultad de pensar, de razonar. No podía hacer nada sino contemplar con terrible fascinación el agua que se acercaba cada vez más a sus pies.

¡Nadar! Casi se echó a reír. ¡De modo que, finalmente, era una trampa! Lo habían atraído allí y luego se habían ocupado de dejarlo impotente.

El agua le salpicó el brazo. Haplo retrocedió y se secó rápidamente, pero era demasiado tarde. Donde el agua del mar le había tocado la piel, el fulgor de las runas se apagó. El nivel del agua seguía subiendo y le lamía la puntera de las botas, y el patryn percibió que el círculo de su magia empezaba a agrietarse y a desmoronarse lentamente.

—¡Haplo! ¿Qué sucede? —gritó Alake.

Una sección del casco cedió a la presión. Los maderos se quebraron y saltaron hechos astillas, y el agua penetró por el agujero como una cascada. El elfo resbaló y cayó bajo el torrente. Alake, agarrada a una viga del techo, cogió a Devon por la muñeca y lo salvó de ser arrastrado pasillo abajo. El elfo se incorporó tambaleándose.

—¡No podemos quedarnos aquí! —exclamó.

El agua ya le llegaba a Grundle por la cintura y la enana empezaba a sentirse presa del pánico. Su tez morena se había vuelto pálida, tenía los ojos desorbitados, y el mentón le temblaba. Los enanos pueden respirar el agua del mar, igual que los elfos y los humanos, pero no son muy amantes del mar ni confían en él, probablemente porque sus macizos cuerpos son muy torpes en el agua.

Grundle no había estado nunca con el agua por encima de los tobillos, pero ahora ya le llegaba al pecho.

—¡Socorro! ¡Alake, Devon! ¡Ayudadme! —chilló, agitando los brazos y chapoteando frenéticamente—. ¡Alakeee!

—¡Grundle! ¡No sucede nada!

—¡Ten, cógete de mi mano! —sugirió Devon—. ¡Ay! No aprietes tanto. Ya está. Suelta un poco. Vamos, agarra también la mano de Alake.

—Ya te tengo, Grundle. No te va a suceder nada. Tranquilízate. No, no tragues así el agua. Hunde la cabeza y aspira como si estuvieras tomando aire. ¡No! ¡Así no! ¡Te vas a ahogar! ¡Se está asfixiando! ¡Grundle…!

La enana se hundió bajo el agua y emergió tosiendo y expulsando agua, aún más presa del pánico.

—¡Será mejor que la llevemos a la superficie! —gritó Devon.

Alake dirigió una preocupada mirada hacia Haplo.

Éste no se había movido ni había pronunciado palabra. El agua le llegaba ya por el muslo y el resplandor de su piel casi se había apagado por completo. Vio que la humana lo miraba y, al advertir que estaba preocupada por él, estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¡Adelante! —exclamó.

Empezaban a ceder otras cuadernas del sumergible y el agua ya casi le llegaba a la nariz a Grundle, quien luchaba por mantener la cabeza emergida entre jadeos y gorgoteos.

Devon hizo una mueca de dolor.

—¡Me está arrancando la mano, Alake! ¡Vamos!

—Seguid adelante —ordenó Haplo, iracundo.

El casco del sumergible cedió por fin con un crujido estruendoso. El agua penetró con fuerza y se cerró sobre la cabeza de Haplo. Perdió de vista a los mensch y todo lo demás. Era como si la noche hubiera tomado forma líquida. De inmediato, se adueñó de él un pánico equiparable al de la enana. Contuvo la respiración hasta que le dolió el pecho, reacio a aspirar aquella oscuridad. Una parte de su desesperada mente le dijo que sería mucho más fácil ahogarse, pero su cuerpo se negó a permitirle tal cosa.

Hizo una inspiración y empezó a respirar agua. Al cabo de unos momentos, la cabeza se le aclaró. No veía nada y avanzó entre los restos del naufragio tanteando el terreno con las manos. Tras apartar unos fragmentos de mamparo, consiguió abrirse paso y empezó a nadar sin rumbo.

Se preguntó si iba a verse condenado a dar tumbos por aquella noche acuosa hasta caer vencido por el agotamiento pero, en el mismo instante en que el pensamiento tomaba forma en su mente, su cabeza emergió de las aguas. Agradecido, tomó una bocanada de aire.

Se sostuvo flotando en la superficie, pedaleando en el agua con tranquilidad, y miró a su alrededor.

En la orilla se había preparado una gran hoguera, cuya leña ardía y crepitaba ofreciendo un calor y una luz muy reconfortantes. El fulgor rojizo de las llamas se reflejaba en el techo y en las paredes de roca de la cueva.

Haplo percibió una sensación de miedo, procedente de algo externo a él. Un terror abrumador lo rodeó. Las paredes estaban cubiertas con una especie de sustancia pegajosa pardoverdusca que parecía rezumar de la roca, y el patryn tuvo la extraña impresión de que la propia cueva estaba herida y que vivía presa del miedo. Del miedo y de un dolor horrible.

Resultaba ridículo.

Haplo se volvió rápidamente para mirar a su espalda, a un lado y otro, pero apenas distinguió nada. Aquí y allá, un reflejo de la luz de la hoguera centelleaba en la roca mojada.

Un ruido de chapoteo atrajo su atención. Tres siluetas, tres sombras negras contra el fulgor anaranjado del fuego, emergieron del agua. Dos de ellas ayudaban a la tercera, que no podía caminar. Este detalle, junto con el sonido musical de los abalorios y un gruñido sordo de la tercera figura, le indicó a Haplo que debían de ser sus mensch.

No vio rastro alguno de las serpientes dragón.

Alake y Devon consiguieron arrastrar a Grundle hasta la orilla. Una vez allí, visiblemente agotados, soltaron a la enana y los tres se derrumbaron en la playa para recuperarse. Alake, sin embargo, se incorporó apenas hubo recuperado el aliento y se dirigió de nuevo hacia el agua.

—¿Adonde vas? —La voz clara del elfo resonó en la cueva.

—¡Tengo que encontrar a Haplo, Devon! ¡Quizá necesite ayuda! ¿Viste su cara…?

Haplo, mascullando maldiciones para sí, siguió nadando hacia la orilla. Alake escuchó el ruido de su chapoteo e, incapaz de distinguir quién o qué causaba el ruido, se quedó paralizada. Devon corrió a su lado. En su mano brillaba el metal.

—¡Soy yo! —les gritó Haplo. Sintió que su vientre rozaba terreno sólido e, incorporándose, salió del agua, empapado.

—¿Estás…, estás bien? —Alake alargó la mano con timidez, pero la retiró a la vista de la expresión ceñuda de Haplo.

No, no estaba bien. Estaba fatal.

Sin hacer caso de la humana ni del elfo, pasó ante ellos y se dirigió rápidamente hacia la hoguera. Cuanto antes se secara, antes recuperaría su magia. La enana yacía en la arena como un bulto empapado y Haplo se preguntó si estaría muerta. Un gemido sofocado lo tranquilizó.

—¿Está herida? —preguntó, al llegar junto a la hoguera.

—No —respondió Devon, dándole alcance.

—Más que nada, está asustada —añadió Alake—. Se recuperará. ¿Qué…, qué estás haciendo?

—Quitándome la ropa —gruñó Haplo, que ya se había despojado de la camisa y de las botas, y ahora empezaba a desabrocharse los pantalones de cuero.

Alake lanzó un grito contenido. Apartó rápidamente el rostro y se cubrió los ojos con las manos. Haplo soltó otro gruñido. Si la muchacha no había visto nunca a un hombre desnudo, ahora iba a ver el primero. No tenía tiempo ni paciencia para ser considerado con la sensibilidad de una joven humana. Aunque la magia que le advertía de los peligros había desaparecido de su piel, al haberse borrado los signos mágicos, tenía la clara sensación de que no estaban solos en aquella cueva. Los estaban observando.

Haplo arrojó los pantalones a la arena, se puso en cuclillas junto a la hoguera y acercó los brazos y las manos al fuego abrasador. Satisfecho, comprobó cómo las gotitas de agua se evaporaban y la piel empezaba a secarse. Luego, miró a su alrededor.

—Cúbrete la cabeza con el velo —ordenó a Devon— y ven a sentarte junto al fuego. Resultaría sospechoso si no lo hicieras, pero manten el rostro apartado de la luz. ¡Y guarda el maldito cuchillo!

Devon obedeció sus instrucciones. Guardó el cuchillo junto al pecho y se echó la tela empapada del velo por encima de la cabeza y del rostro. Tembloroso, se acercó al fuego con cautela y se dispuso a sentarse junto a las llamas con las piernas cruzadas.

—¡No te sientes como un hombre! —le dijo Haplo en un susurro—. Siéntate sobre los talones, con las rodillas juntas. Eso es. Alake, trae a Grundle hacia aquí. Y despiértala. Quiero que todos estemos conscientes y alerta.

Alake asintió en silencio y corrió hasta la enana postrada en la arena.

—Grundle, tienes que levantarte. Lo dice Haplo. Grundle… —Alake bajó la voz—, percibo la maldad. Las serpientes dragón están aquí, Grundle. Nos están observando. ¡Por favor, tienes que ser valiente!

La enana lanzó un nuevo gemido pero alzó la cabeza, refunfuñando y limpiándose los ojos de agua con un repetido parpadeo, entre estornudos. Alake la ayudó a ponerse en pie y las dos se encaminaron hacia la hoguera.

—¡Esperad! —les susurró Haplo, quien se incorporó lentamente. Captó, detrás de él, un jadeo contenido de Alake y la voz de Grundle que murmuraba por lo bajo en idioma enano antes de enmudecer. Devon se fundió en las sombras.

Unos ojos verderrojizos surgieron en la oscuridad e hicieron que la luz de la hoguera pareciese mortecina, en contraste con su brillo. Eran unos ojos oblicuos, de serpiente, y los había en gran número, en tal cantidad que Haplo fue incapaz de contarlos. Las serpientes alzaron ante él sus moles enormes hasta una altura increíble y escuchó el ruido de sus pesados cuerpos al reptar sobre la arena y las rocas. Un hedor pestilente y repulsivo pareció llenarle la nariz y la boca con el sabor de la muerte y la descomposición. Se le encogió el estómago. A su espalda, escuchó a los mensch gemir de terror. Uno de los tres estaba vomitando.

Haplo no se volvió. Era incapaz de hacerlo. Las serpientes dragón reptaron hasta las proximidades de la hoguera. Las llamas brillaron sobre sus cuerpos enormes y escamosos. Se sintió abrumado por la enormidad de las criaturas que se alzaban ante él. No sólo era enorme su tamaño, sino también su poder. Se sintió lleno de temor reverencial, de asombro y de humildad. Dejó de lamentarse por la pérdida de su magia, pues no le habría servido de nada frente a aquellos seres, que eran capaces de aplastarlo con el aliento. Un susurro de aquellas bocas podía dejarlo incrustado en el suelo.

Con los puños apretados a los costados, Haplo aguardó con calma a que le llegara la muerte.

De pronto, la más imponente de las serpientes dragón alzó la cabeza. Sus ojos ardían y parecían bañar la cueva con un atroz fulgor verderrojizo. Al cabo de unos instantes, los ojos se cerraron y la cabeza volvió a descender hasta la arena delante de Haplo, quien permanecía en pie junto al fuego, desnudo.

—Patryn —dijo la criatura, en tono reverente—. Amo…