CAPÍTULO 2

imgcap.jpg

EN ALGÚN LUGAR MAS ALLÁ DE LA PUERTA DE LA MUERTE

Alfred despertó con un espantoso alarido resonándole en el oído. Permaneció inmóvil y aterrorizado mientras escuchaba con el corazón desbocado, las manos sudorosas y los párpados apretados a la espera de que se repitiera el grito. Tras unos instantes de profundo silencio, llegó a la confusa conclusión de que había sido él mismo.

—La Puerta de la Muerte. Caí por la Puerta de la Muerte. O, mejor dicho —se corrigió estremeciéndose ante la idea—, fui empujado a través de la Puerta.

«Yo que tú, no estaría por aquí cuando despierte», le había advertido Haplo…

…Haplo se había dormido, sumido en uno de los sueños reparadores vitales para los de su raza. Alfred estaba sentado en la nave tambaleante, en la única compañía del perro, que yacía junto a su amo en actitud protectora. Echando un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de la soledad que lo envolvía. Estaba aterrorizado y, para combatir el pánico, se aproximó a Haplo en busca de su compañía, aunque éste estuviera inconsciente.

Se sentó a su lado y se entretuvo observando el rostro severo del patryn. Advirtió que no descansaba en calma, sino que fruncía el entrecejo en una expresión de severidad, como si nada —ni el sueño y quizá ni la propia muerte— pudiera proporcionar una paz completa al patryn.

Movido por la compasión y la lástima, alargó la mano para alisar un mechón de cabello que caía sobre aquella cara implacable.

El perro alzó la cabeza y soltó un gañido amenazante. Alfred apartó la mano.

—Lo siento, ha sido involuntario.

El animal, que conocía a Alfred, pareció considerar admisible la disculpa y volvió a echarse.

Alfred dejó escapar un enorme suspiro y echó una mirada nerviosa por la nave que avanzaba a sacudidas. A través de la ventana, vislumbró el abrasador mundo de Abarrach que se alejaba de ellos en un confuso torbellino de humo y llamas. Frente a él, contempló el agujero negro de la Puerta de la Muerte que se aproximaba a gran velocidad.

—¡Oh, vaya! —murmuró al tiempo que se encogía. Si tenía que abandonar la nave, mejor que lo hiciera pronto.

El perro tuvo la misma idea. Se incorporó de un salto y empezó a ladrar para apremiarlo.

—Lo sé, ha llegado el momento —asintió—. Me has salvado la vida, Haplo. Y no es que no te esté agradecido, pero… estoy terriblemente asustado. Creo que no tendré el valor suficiente.

«¿Tendrás la valentía de quedarte? —parecía preguntarle el animal, exasperado—. ¿Tendrás el coraje de enfrentarte al Señor del Nexo?»

El Señor del Nexo, el amo de Haplo, era un poderoso mago patryn. Sus habituales desmayos no salvarían a Alfred de aquel hombre terrible. Escarbaría y rastrearía cada secreto que escondiera en su ser. La tortura, los tormentos se prolongarían tanto tiempo como aguantara vivo… y no cabía duda de que el patryn se encargaría de que su presa viviera mucho, mucho tiempo.

La amenaza tendría que haber bastado para hacer actuar a Alfred; por lo menos, eso era lo que él creía. Se recordó de pie en la cubierta superior, sin la más ligera noción de cómo había llegado allí.

Los vientos de la magia y el tiempo silbaban a su alrededor. Se le pegaban sin ningún respeto a los mechones de su incipiente calva y hacían aletear los faldones de su larga prenda de abrigo. Se aferró a la barandilla con ambas manos y miró hacia el exterior, horriblemente fascinado con la Puerta de la Muerte.

Y entonces supo que sería tan incapaz de arrojarse a aquel abismo como de poner fin conscientemente a su miserable y solitaria existencia.

—Soy un cobarde —le dijo al perro que, aburrido, lo había seguido hasta la cubierta. Alfred sonrió débilmente y se miró las manos, que se agarraban a la baranda con los nudillos blancos por la presión—. Me parece que soy incapaz de soltarme. Yo…

De pronto, el perro pareció enloquecer. Con un gruñido, mostrando los dientes, saltó hacia él. Alfred soltó las manos para protegerse la cara en un acto reflejo de protección. El animal se le abalanzó sobre el pecho y lo hizo caer por la borda…

¿Qué había ocurrido después? No podía recordar nada excepto la sensación de confusión y extremo horror. Conservaba una vivida impresión de estar cayendo…, cayendo por un agujero que parecía demasiado pequeño para que pasara un mosquito y que sin embargo era suficientemente grande como para engullir la nave dragón alada. Recordaba la caída a través de la luz brillante en la oscuridad, el ensordecedor rugido del silencio, la sensación de dar volteretas mientras no se movía.

Y al fin, cuando iba a alcanzar el punto más alto, había llegado al suelo.

Y allí era donde se encontraba, o al menos eso suponía.

Consideró la posibilidad de abrir los ojos, pero decidió no hacerlo. No tenía ningún deseo de ver lo que lo rodeaba. Donde quiera que estuviese, tenía que ser horrible. Mejor dejarse llevar por el sueño y, con un poco de suerte, no despertar nunca más.

Por desgracia, como suele ocurrir en estos casos, cuanto más empeño ponía en dormirse, más se desvelaba. Una luz brillante se filtró a través de los párpados cerrados. Notó una superficie dura, llana y fría que se extendía bajo sus pies y advirtió que tenía dolorido el cuerpo, lo cual indicaba que había estado algún tiempo echado allí. También tenía frío y estaba sediento y hambriento.

No sabía dónde había aterrizado. La Puerta de la Muerte conducía a cada uno de los cuatro mundos que los sartán habían creado con su magia después de la Separación. También llevaba al Nexo, la bella tierra crepuscular ideada para albergar a los patryn «rehabilitados» tras su liberación del Laberinto. Tal vez se hallaba allí. Quizás había regresado a Ariano. ¡Tal vez no había ido a ninguna parte, en realidad! Tal vez al abrir los ojos vería al perro mirándolo con aire afable.

Le dolían los músculos faciales de tanto apretar los párpados para mantenerlos cerrados. Pero la curiosidad y el punzante dolor que le atravesaba la parte inferior de la espalda pudieron con él. Abrió los ojos con un quejido, se sentó y miró nerviosamente a su alrededor.

Casi lloró de alivio.

Se encontraba en una gran habitación circular iluminada con una suave y relajante luz blanca que procedía de las paredes de mármol. El suelo era del mismo material y en él había incrustadas diversas runas, signos mágicos que le resultaron familiares. Delicadas columnas sostenían la cúpula del techo abovedado. Empotrados en los muros de la sala, se disponían hileras sucesivas de compartimientos de cristal concebidos para mantener personas en un estado de animación suspendida y que al final, trágicamente, se habían convertido en ataúdes.

Alfred supo dónde se encontraba: en el mausoleo de Ariano. Estaba en casa. Y decidió, desde un principio, no volver a salir de allí. Se quedaría para siempre en aquel mundo subterráneo. Aquí estaría a salvo. Nadie conocía ese lugar, excepto una mensch, una enana llamada Jarre, y ésta no tenía manera de encontrar el camino de vuelta. Nadie daría con aquel sitio ahora, protegido como estaba por la poderosa magia sartán. Ya podía la guerra entre enanos, elfos y humanos causar estragos en Ariano, que él no volvería a participar. Ya podía Iridal seguir buscando al hijo que le habían cambiado, que él no estaba dispuesto a ayudarla. Ya podían seguir vagando por Abarrach los muertos vivientes, que él estaba decidido a volverles la espalda a todos, excepto a aquellos benditos cadáveres silenciosos que tan bien conocía y que ahora volvían a ser sus compañeros.

Al fin y al cabo, un hombre solo, ¿qué puede hacer?, se preguntó melancólico.

Nada.

¿Qué se puede esperar que haga?

Nada.

¿Quién puede esperar que haga algo?

Nadie.

Alfred se repitió este pensamiento: «nadie». Recordó la maravillosa y terrible experiencia en Abarrach cuando había creído tener la certeza de que en el universo existía un poder benéfico supremo, de que no estaba solo como había creído todos esos años.

Pero este sentimiento se había desvanecido, había muerto con el joven Jonathan, a quien habían destruido la muerte y los lázaros de Abarrach.

—Tendría que habérmelo imaginado —dijo Alfred con tristeza—. O quizás Haplo tenía razón. Tal vez yo mismo creé esa visión que todos experimentamos y no tuve conciencia de haberlo hecho, tal como sucede con mis desvanecimientos, o como cuando formulé el hechizo que privó de su vida mágica a los muertos. Y, si eso es así, entonces también es cierto lo que dijo Haplo. Yo conduje a la muerte al pobre Jonathan. Engañado por falsas visiones y promesas, se sacrificó para nada. —Escondió la cabeza entre las trémulas manos y hundió los hombros—. Donde quiera que voy, siembro el desastre, así que no iré a ningún otro sitio. No quiero hacer nada. Me quedaré aquí. A salvo, protegido, rodeado de los que una vez amé.

De cualquier forma, no podía pasar el resto de su vida en el suelo. Existían otras salas, otros lugares a donde ir. Hubo un tiempo en que los sartán habían vivido allí abajo. Temblando, entumecido y con el cuerpo dolorido, intentó ponerse en pie. Pero los pies y las piernas tenían distinta intención, se resistieron a ponerse en marcha y se desmoronaron bajo su peso. Cayó, pero continuó resuelto a seguir intentándolo y, tras unos momentos, lo consiguió. Cuando al fin se levantó, observó que sus pies parecían inclinados a tomar una dirección contraria a la que él se había propuesto.

Una vez que todas las partes de su cuerpo se pusieron más o menos de acuerdo, Alfred se impulsó hacia los compartimientos de cristal para dar un afectuoso saludo a aquellos que había abandonado tanto tiempo atrás. Los cuerpos de los ataúdes nunca le devolverían el saludo, nunca pronunciarían palabras de bienvenida. Jamás abrirían los ojos para mirarlo con amistosa satisfacción. Pero su presencia y la paz que de ésta emanaba lo reconfortaban.

Se sentía reconfortado y lo invadía la envidia.

Nigromancia. El pensamiento revoloteó en su mente como si se tratara de un murciélago: «Puedes devolverles la vida».

Pero la terrorífica sombra planeó sobre él sólo un instante. No se dejó tentar. Había sido testigo de las espantosas consecuencias que la magia negra había tenido en Abarrach. Y tenía la horrible sensación de que la nigromancia había matado a aquellos amigos suyos, les había robado la fuerza vital para insuflársela a quienes, según sospechaba, no la deseaban.

Fue directamente a un ataúd que le era bien conocido. En él yacía la mujer que amaba. Después de las horribles visiones de tumulto y muerte que había presenciado en Abarrach, necesitaba verla durmiendo en paz. Con cariño y lágrimas en los ojos, puso las manos en la cara externa de la ventana de cristal tras la que ella se encontraba y apretó la frente contra el vidrio.

Algo no encajaba.

Tal vez la causa era el llanto que le empañaba la visión y le impedía ver con claridad. Parpadeó unas cuantas veces y se restregó los ojos. Cuando fijó la vista retrocedió apresuradamente, sobresaltado y presa de una gran conmoción.

No, no podía ser cierto. Estaba sobreexcitado, había cometido un error. Despacio, se deslizó hacia el ataúd y volvió a mirar con atención en su interior.

Dentro se hallaba el cuerpo de una mujer sartán, ¡pero no era Lya!

Alfred se estremeció de pies a cabeza.

—¡Cálmate! —se aconsejó—. Estás mirando donde no es. Has estado dando tumbos durante ese terrible viaje a través de la Puerta de la Muerte. Te has equivocado de compartimiento y estás contemplando otro. Vuelve atrás y empieza de nuevo.

Se dio la vuelta y una vez más se acercó tambaleándose hasta el centro de la habitación, con las piernas débiles como cera derretida e incapaces de sostenerlo. Desde aquella posición contó cuidadosamente las hileras de compartimientos de cristal en un sentido y en el opuesto. Se dijo que se había saltado una hilera y volvió atrás, haciendo caso omiso a la voz interior que le decía que todo el tiempo había estado en el sitio correcto.

Apartó la vista y rehusó mirar hasta estar cerca, para evitar que sus ojos le jugaran otra mala pasada. Cuando se plantó frente al ataúd, cerró los párpados y luego los abrió con rapidez, casi esperando atrapar algo al vuelo.

La desconocida seguía allí.

Alfred boqueó con un escalofrío y se pegó al cristal. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso estaba perdiendo el juicio?

—Es muy probable —se dijo—. Después de todo lo que he pasado… Tal vez Lya no existió nunca. Quizás únicamente deseé que existiera y, ahora, después de pasar tanto tiempo lejos, no consigo evocar su rostro.

Miró de nuevo. Si realmente su mente desvariaba, lo hacía de manera muy racional. La mujer era mayor que Lya; rayaba la edad de él, conjeturó. Tenía el cabello completamente blanco, y el rostro —un rostro atractivo, pensó, contemplándola con tristeza y perplejidad— había perdido la elasticidad y la delicada belleza de la juventud, pero en su lugar había adquirido la gravedad y la resolución propias de la madurez.

Tenía una expresión solemne y seria, aunque las arrugas alrededor de la boca indicaban que una sonrisa cálida y generosa había adornado los labios. La arruga de la frente, apenas visible bajo las finas ondas de su cabello, dejaba entrever que no había tenido una vida fácil, que había reflexionado y meditado mucho acerca de infinidad de cosas. Tenía un aire triste. La sonrisa que ahora se adivinaba, no la había iluminado con frecuencia. Un manto de profundo anhelo y punzante melancolía envolvieron a Alfred. Allí había alguien con quien podría haber conversado, alguien que lo habría comprendido.

Pero… ¿qué hacía ella en ese lugar?

—Yacer, debo yacer —murmuró para sí.

Con la vista nublada por la confusión de sus pensamientos, casi a ciegas, Alfred avanzó a tientas a lo largo del muro que albergaba numerosos compartimientos hasta llegar al suyo. Tenía que volver a él, descansar, dormir… o quizá despertar. Tal vez estaba soñando. Él…

—¡Sartán bendito! —Alfred dio un paso atrás con un grito ronco.

¡Allí había alguien! ¡En su propio compartimiento! Era un hombre de edad mediana, con una cara grave, fría, atractiva. Sus fuertes manos descansaban a los costados.

—¡Realmente, me he vuelto loco! —Se llevó las manos a la cabeza—. Esto…, esto es imposible. —Retrocedió tambaleándose para mirar otra vez con atención a la mujer que no era Lya—. Cerraré los ojos y cuando los abra todo habrá vuelto a la normalidad.

Pero no los cerró. Sin poder creer lo que había visto, fijó la mirada en ella. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho.

Las manos. ¡Se habían movido! ¡Se alzaron…, cayeron! Había respirado.

La observó de cerca largo rato. El sueño mágico en el que descansaban los durmientes aminoraba el ritmo respiratorio.

Bajo las manos, el pecho se alzó y descendió otra vez. Y, ahora que Alfred se había repuesto de la conmoción inicial, contempló con claridad el leve rubor que le coloreaba las mejillas, un color que nunca había visto en el rostro de Lya.

—¡Está… viva! —susurró.

Se dirigió a trompicones hasta el compartimiento de cristal que antes le había pertenecido y en el que ahora yacía otro hombre y escudriñó su interior. La vestidura del hombre —una sencilla túnica blanca— se movió. Los globos oculares giraron bajo los párpados; un dedo se crispó.

Febrilmente, con la mente sobreexcitada y el corazón a punto de estallar de alegría, Alfred corrió de una cámara a otra para mirar en el interior de cada una.

No había duda. ¡Todos aquellos sartán estaban vivos!

Exhausto, con la cabeza dándole vueltas, regresó al centro del mausoleo e intentó poner orden en sus pensamientos. Le resultó imposible. No lograba encontrar el principio ni el fin de aquel ovillo.

Sus amigos del mausoleo llevaban muchos años muertos. En repetidas ocasiones los había dejado y, al regresar, nada había cambiado. Al principio, cuando había comprendido por primera vez que era el único superviviente entre todos los sartán de Ariano, se negó a creerlo. Se había apostado a sí mismo que, la próxima vez, cuando volviera, los encontraría vivos. Pero nunca había sucedido tal cosa y, muy pronto, el juego se hizo tan doloroso que prefirió abandonarlo.

Pero ahora había vuelto a jugar y lo que era más, ¡había ganado!

Cierto que todos aquellos sartán, del primero al último, le resultaban desconocidos. No tenía idea de cómo habían llegado hasta allí o por qué, ni de qué había sido de los que había dejado atrás. ¡Pero eran sartán y estaban vivos!

A menos, claro, que realmente se hubiera vuelto loco.

Había una manera de averiguarlo. Alfred vaciló. No estaba seguro de querer saberlo.

—¿Recuerdas lo que dijiste acerca de retirarte del mundo —se dijo a sí mismo—, de no volver a involucrarte en la vida de los demás? Podrías marcharte, abandonar esta habitación sin mirar atrás.

»Pero ¿dónde iría? —se preguntó con impotencia—. Si tengo algún hogar, es éste.

Aunque sólo fuera por curiosidad, se decidió a actuar.

Con su voz nasal, comenzó a salmodiar las runas en tono agudo. A medida que cantaba, su cuerpo se balanceaba y sus manos siguieron el ritmo. Después, las alzó y trazó los signos en el aire al mismo tiempo que dibujaba con los pies su intrincada estructura.

La magia envolvió aquel cuerpo tan extremadamente desmañado de ordinario y, por un momento, la belleza iluminó a Alfred. Sus miembros se movieron con elegancia, y la cara tristona resplandeció con una sonrisa radiante. Se entregó a la magia, bailó con ella, le cantó, la abrazó. Vuelta tras vuelta, danzó por el mausoleo con solemnidad, con los faldones flotando al aire y haciendo revolotear los raídos encajes.

Una a una, las puertas de cristal se fueron abriendo. Uno tras otro los que moraban en las cámaras tomaron el primer aliento del mundo exterior. Uno a uno volvieron la cabeza, abrieron los ojos y miraron a su alrededor maravillados o confusos, reacios a abandonar el dulce sueño en el que habían estado sumidos.

Absorto en la magia, Alfred no se había dado cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Continuó bailando con gracia sobre el suelo de mármol, trazando con los pies movimientos precisos. Cuando hubo terminado de formular el hechizo y la danza llegaba a su fin, se movió cada vez más lentamente, continuando con sus gráciles gestos, menos exagerados ahora. Por fin se detuvo y, levantando la cabeza, miró a su alrededor, más desconcertado aún que aquellos que acababan de despertar de su sueño.

Varios centenares de hombres y mujeres ataviados con delicadas túnicas blancas se habían reunido a su alrededor y esperaban cortésmente a que terminara de completar su danza mágica para no interrumpirlo. Alfred se detuvo y los otros continuaron esperando respetuosamente para darle tiempo a salir de su estado místico y volver a la realidad, en un acto parecido a la caída en un lago helado.

Un sartán, el mismo que había encontrado Alfred en su compartimiento de cristal, se adelantó hacia él. El modo en que los demás se apartaron con deferencia para dejarle paso y el respeto y la confianza con que lo miraron indicaban su condición de portavoz del grupo.

Se trataba, como Alfred había observado, de un hombre de mediana edad, y por su apariencia no era difícil adivinar por qué los mensch habían tomado por dioses a los sartán. Las líneas de su cara eran poderosas; sus rasgos y el brillo de sus ojos castaños delataban inteligencia. El cabello corto se rizaba sobre la frente en un estilo que le resultaba familiar aunque no acertaba a recordar dónde lo había visto antes.

El extraño sartán se movió con una gracia que causó la envidia del torpe Alfred.

—Me llamo Samah —dijo con una voz rica y melodiosa mientras le dedicaba una anticuada reverencia pasada de moda mucho antes de que Alfred fuera un chiquillo y que los sartán más ancianos practicaban con poca frecuencia.

No contestó. Lo miró de hito en hito, con el cuerpo paralizado. ¡Le había revelado su nombre sartán![5] Esto podía significar tanto que aquel Samah confiaba en él —un extraño, un desconocido— como en un hermano, como que tenía demasiada confianza en su propio dominio de la magia para temer el poder de un contrario. Se inclinó por el segundo motivo. El poder que irradiaba el sartán de la túnica calentó al pobre Alfred como el sol de un día de invierno.

En otro tiempo, Alfred le habría revelado su nombre sartán sin pensarlo dos veces, con la seguridad de que cualquier influencia que aquel hombre pudiera ejercer sobre él tenía que ser buena a la fuerza. Pero entonces aún era inocente, todavía no había visto el cuerpo de sus amigos y familiares yacer en ataúdes de cristal, ni el uso que los sartán habían dado a la práctica prohibida de la tenebrosa nigromancia. Deseó poder confiar en ellos, habría dado la vida por confiar en ellos.

—Me llamo… Alfred —contestó con una torpe reverencia.

—Ése no es un nombre sartán —comentó Samah ceñudo.

—No —concedió, sumiso.

—Es un nombre mensch. Pero tú eres un sartán, ¿no es cierto? No eres un mensch, ¿verdad?

—Sí, lo soy. Quiero decir no, no lo soy. —Alfred se confundió con las palabras.

El lenguaje sartán, como el patryn, poseía la facultad mágica de evocar imágenes del mundo y el entorno del que hablaba. En las palabras de Samah, Alfred había presenciado un reino de extraordinaria belleza, compuesto de agua por completo, con un sol brillante en su centro. Un mundo constituido a su vez por otros mundos pequeños: continentes encerrados en burbujas de aire, vivos en sí mismos, aunque dormidos ahora, que en sus sueños vagaban alrededor del sol. Vio una ciudad sartán, donde la gente trabajaba, luchaba…

Lucha. Guerra. Combate. Monstruos salvajes que emergían de las profundidades, causaban estragos, sembraban la muerte… Junto a las imágenes de la batalla, sintió un choque en el cerebro que estuvo a punto de hacerle perder el sentido.

—Soy el jefe del Consejo de los Siete… —comenzó Samah.

Lo miró boquiabierto y se quedó sin respiración, como si se hubiera dado un fuerte golpe contra el suelo.

Samah. El Consejo de los Siete. No podía ser cierto…

Por la expresión ceñuda del hombre, Alfred comprendió que le estaba formulando una pregunta.

—Eh…, ¿perdón? —balbuceó.

El resto de los sartán, que habían permanecido de pie sumidos en un silencio respetuoso, empezaron a murmurar e intercambiaron miradas. Samah echó un vistazo a su alrededor y los hizo callar sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

—Estaba diciendo, Alfred —el tono de su voz era amable, paciente; Alfred sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas—, que, como cabeza del Consejo, tengo el derecho y la obligación de hacerte ciertas preguntas, no por mera curiosidad ociosa, sino movido por la necesidad, dados los tiempos de crisis en que vivimos. ¿Dónde está el resto de nuestros hermanos?

Samah miró en torno a sí con expectación.

—Estoy…, estoy solo —respondió Alfred, y la palabra «solo» trajo imágenes que impulsaron a Samah y los otros sartán a clavar en él la mirada, con un repentino y punzante silencio.

—¿Algo ha salido mal? —preguntó por fin el presidente del Consejo.

«¡Sí, ha sucedido algo espantoso!», quiso gritar Alfred. Pero lo único que hizo fue mirar confuso a Samah mientras la realidad tronaba a su alrededor como la terrible tormenta que ruge perpetuamente sobre Ariano.

—No…, no estoy en Ariano, ¿verdad? —Las palabras brotaron de su oprimido pecho.

—No. ¿Qué te ha hecho creer tal cosa? Te encuentras en el mundo de Chelestra, por supuesto —respondió Samah con rudeza, a punto de perder los estribos.

—¡Oh, vaya! —exclamó débilmente y, con un grácil movimiento en espiral, se derrumbó suavemente hasta el suelo, inconsciente.