Cinco
Larga vida-a. Larga vida.
Larga-a-a vida-a-a…
cantaban los nueve bajos del famoso coro de Tolmashevski.
Larga-a-a-a… vida-a-aa…
repetían las voces cristalinas de los tiples.
Larga… Larga… Larga…
subía él canto de los sopranos hasta enroscarse en la misma cúpula.
—¡Mira! ¡Mira! Es Petliura…
—Mira, Iván…
—No seas estúpido… Petliura está ya en la plaza…
Cientos de cabezas se amontonaban en el coro, apretándose unas a otras, y se asomaban a la balaustrada, entre las viejas columnas decoradas con negras pinturas al fresco. Entre empujones y codazos, entre una gran agitación, tratando de asomarse para ver lo que ocurría en el fondo de la catedral, los cientos de cabezas, semejantes a amarillas manzanas, colgaban en apretada y triple capa. En el fondo se balanceaba una sofocante ola de mil colores y sobre ella se alzaba una nube de sudor y vapores, de incienso y del humo de cientos de cirios y de las macizas lámparas que colgaban de sus cadenas. La pesada cortina, chisporroteando, se arrastraba en anillos y tapaba las verjas de secular metal negro y sombrío, como toda la catedral de Santa Sofía, de las puertas reales. Las lenguas de fuego de las velas y cirios chisporroteaban en los candelabros y un hilo de humo se desprendía de ellos hacia arriba. Les faltaba aire. En las proximidades del altar mayor reinaba una barahúnda indescriptible. De las puertas laterales del altar, por las desgastadas losas de granito, iban saliendo las casullas de oro, con gran revuelo de manípulos. Surgían los redondos gorros color violeta de los sacerdotes, los estandartes eran retirados de las paredes. La espantosa voz de sochantre del protodiácono Serebriakov rugía en lo más espeso. Una casulla, sin cabeza ni brazos, jorobada, flotó sobre la masa y se perdió entre la gente; luego salió hacia arriba la manga enguantada de una sotana, y a continuación la otra. Sacudían los pañuelos a cuadros y se los anudaban a la cara.
—Padre Arkadi, tápese bien, hace una helada terrible. Permítame que le ayude.
Los estandartes se inclinaban al cruzar la puerta como banderas vencidas. Parecían flotar los rostros marrones de las imágenes y las misteriosas palabras bordadas en oro, las puntas de los cordones barrían el suelo.
—Dejad pasar…
—¿Adonde van?
—¡Manka! Que nos aplastan…
—¿En honor de qué? —una voz de bajo, en un susurro—. ¿De la república popular de Ucrania?
—El diablo lo sabe —en un susurro.
—Todos los popes están con ellos…
—Cuidado…
¡Larga vida!
se extendió sonoro por toda la catedral el cántico del coro…
El grueso Tolmashevski, congestionado, apagó la candela de cera y se guardó el diapasón en el bolsillo. Los cantantes, con sus marrones vestiduras galoneadas de oro que les llegaban hasta los talones —los albinos tiples que parecían calvos y los bajos de cabeza de caballo— fluyeron desde las oscuras y sombrías alturas. Las oleadas humanas se movieron hacia todas las salidas, cada vez más espesas, entre grandes empujones.
De los altares laterales salían los sacerdotes con las cabezas atadas como si tuviesen dolor de muelas y los ojos desconcertados; aparecieron los gorros de cartón color violeta, que parecían de juguete. El padre Arkadi, deán de la catedral, un hombre menudo y canijo, con la resplandeciente mitra sobre el pañuelo a cuadros, avanzaba a cortos pasitos en medio de la riada. Sus ojos denotaban desesperación y le temblaba la barbita.
—Va a haber procesión. Vamos, Mitka.
—¡Cuidado! No empujen. Van a atropellar a los popes…
—Es lo que se merecen.
—¡Ortodoxos! Han aplastado a un niño…
—No comprendo, nada…
—Si no comprende, váyase a casa, no tiene por qué hablar así.
—¡Me han robado el bolso!
—Pero si son socialistas. ¿No es así? ¿Qué tienen que ver los popes con todo esto?
—Cállese.
—Los popes si les dan un billete de cinco rublos son capaces de decir una misa al diablo.
—Es el momento más oportuno para acudir al mercado y entrar en las tiendas de los judíos. La ocasión la pintan calva…
—Yo no digo nada.
—Que aplastan a una mujer, que aplastan a una mujer…
—Ga-a-a-a… Ga-a-aa…
De las puertas laterales abiertas entre las columnas, un peldaño tras otro, sin poder volver la cabeza ni menearse, todo avanzaba girando hacia la salida. Los histriones de gruesas pantorrillas de un siglo desconocido cruzaban danzando y tocando sus flautas en los viejos frescos de las paredes. Por todos los pasos, entre continuos rumores, se movía la masa semiasfixiada, con la embriaguez, del gas carbónico, el humo y el incienso. Aquí y allá, surgían los leves gritos de dolor de las mujeres. Los rateros hacían su agosto, moviendo por entre los fundidos trozos de aplastada carne humana sus hábiles dedos, que trabajaban con el arte de auténticos virtuosos. Crujían miles de pies, la multitud bullía y rumoreaba.
—Dios santo…
—Señor mió Jesucristo… Reina de los cielos…
—Habría hecho mejor en quedarme en casa. ¿Qué es esto?
—Ojalá te despachurren, canalla…
—El reloj, un reloj de plata, queridos hermanos. Lo compré ayer mismo…
—Puede decir que ha sido una ofrenda a Dios…
—¿En qué lenguaje han dicho la misa? Pues no lo entiendo.
—En el lenguaje de Dios, tía.
—Hay que prohibir severamente que se hable como los de Moscú.
—¿Cómo es eso? ¿Es que no se permite hablar en nuestro idioma ortodoxo?
—Le han arrancado los pendientes. Con un trozo de oreja…
—¡Detened a ese bolchevique, cosacos! ¡Es un espía! ¡Un espía bolchevique!
—Esto no es Rusia.
—Oh, Dios mío, van con penachos… Mira, Marusia, sus galones.
—Me siento… mal.
—¡Fuera! ¡A Rusia! ¡Fuera de Ucrania!
—Todos nos sentimos mal. Todos se sienten muy mal No me mire de esa manera, no empuje. ¿Se ha vuelto loco, condenado?
—¡Fuera! ¡A Rusia! ¡Fuera de Ucrania!
—Deberían mandar unas secciones de policía. ¿Se acuerda, Iván Ivánovich, de las fiestas del año jubilar? Jo, jo.
—¿Quiere la vuelta a los tiempos de Nicolás el Sanguinario? Lo sabemos, sabemos qué ideas le rondan en la cabeza.
—Déjeme en paz, por favor, se lo pido. Yo no me meto para nada con usted.
—Señores, no puedo ni respirar… Me asfixio.
—No llegaré a la calle. Me moriré antes.
La gente se amontonaba y empujaba buscando la salida principal. Perdían los gorros, alborotaban y no dejaban de persignarse. Por una puerta lateral, en la que en un instante rompieron dos cristales, salió expulsado el cortejo, revestido de plata y oro, aplastado y aturdido. Las doradas manchas flotaban en el negro amasijo, en el que sobresalían los altos gorros de los sacerdotes y las mitras de los prelados; los estandartes se inclinaban al salir por entre los cristales, se enderezaban y avanzaban enhiestos.
La helada era muy intensa. La ciudad estaba envuelta en neblina. La nieve de la plaza de la catedral crujía sonora, aplastada por miles de pies. La fría neblina, flotante en el aire inmóvil, subía hacia las torres. La campana grande de Santa Sofía atronaba en sus intentos de acallar aquella terrible algarabía. Las campanas pequeñas repicaban sin orden ni concierto. Era como si Satanás se hubiese subido al campanario, como si el mismo diablo, ensotanado y con deseos de divertirse, fuese el autor del griterío. En las negras aberturas del alto campanario, que en otros tiempos tocara a rebato anunciando la presencia de los tártaros de mirada oblicua, se veía cómo volteaba y gritaban las campanas pequeñas, lo mismo que perros enfurecidos sujetos a la cadena. La helada crepitaba y se cernía sobre las cabezas. Se extendía y movía a las almas a la contrición entre la masa de la gente del pueblo amontonada en la plaza de la catedral.
Los mendigos, a pesar del intenso frío, habían ocupado ya sus puestos con las cabezas destocadas —unas calvas como calabazas maduras, otras cubiertas con una pelambrera color naranja—, sentados a la manera, turca a lo largo del empedrado sendero que conducía al arco grande del campanario, y cantaban con voz gangosa.
Los ciegos entonaban una canción que desgarraba el alma acerca del Juicio Final. Ante ellos, en el suelo, habían colocado sus rotas gorras, sobre las que caían los sucios billetes y desde las que miraban las desgastadas monedas de diez kopeks.
Ay, cuando el fin del mundo llega
y el Juicio Final se acerca…
Las terribles notas, que pellizcaban el corazón, fluían de la endurecida tierra, brotaban gangosas y chillonas de las bandurrias de amarillos dientes y curvo mástil.
—Hermanos y hermanas, mirad mi miseria. Una limosna por el amor de Dios.
—Vamos de prisa a la plaza, Fiódor Petróvich, vamos a llegar tarde.
—Se va a celebrar un oficio en acción de gracias.
—Va a haber procesión.
—Un oficio impetrando la victoria sobre la revolución del ejército popular ucraniano.
—¿Qué victoria se va a impetrar? Ya han vencido.
—¡Habrá nuevas victorias!
—Se avecina otra campaña.
—¿Contra quién?
—Contra Moscú.
—¿Qué Moscú?
—Ya se sabe contra cuál.
—¡Qué más querrían!
—¿Qué ha dicho? Repítalo. Muchachos, ¿habéis oído lo que acaba de decir?
—¡Yo no he dicho nada!
—¡Sujetadlo! ¡Sujetad a ese canalla!
—Vamos, Marusia, a la otra puerta. Por aquí no pasaremos. Dicen que Petliura está en la plaza. Vamos a ver a Petliura.
—No seas tonta. Petliura está en la catedral.
—La tonta eres tú. Dicen que va montado en un caballo blanco.
—¡Gloria a Petliura! ¡¡¡Gloria a la República Popular de Ucrania!!!
—Tan… tan… tan… Tan-tan-tan… Tin-tan-tan. Tan-tan-tan —repetían furiosas las campanas.
—Mirad estos infelices, ciudadanos ortodoxos, buena gente… A este ciego… A este lisiado…
Un mendigo sin piernas y renegrido, con el trasero recubierto con un trozo de cuero, se metió, trabajando con las manos envueltas en manoplas en la pisoteada nieve, entre los pies. Lisiados y ulcerosos, presentaban sus lacras en las amoratadas pantorrillas, sacudían la cabeza como dominados por un tic nervioso y la parálisis, ponían los ojos en blanco, fingiéndose ciegos. Con acentos que desgarraban el alma y conmovían los corazones, recordando la miseria, el engaño, la desesperanza y él horror de las estepas, las malditas liras rechinaban como ruedas, gemían y aullaban en la espesura.
—Vuelve a tu tierra, huerfanito, has ido muy lejos…
Las viejas desgreñadas y temblorosas, de nariz de pico, tendían las manos secas y apergaminadas y aullaban:
—¡Hermoso mozo! ¡Que Dios te de salud!
—Ten compasión de esta desgraciada anciana, señorita.
—Que Dios no os deje de su mano, queridos…
Mujeres de raídos abrigos y pies planos, largos caftanes y cofias de ancho vuelo, hombres con gorros de piel de cordero, coloradotas muchachas, funcionarios retirados con las polvorientas huellas de la escarapela, mujeres de edad y abultado vientre, revoltosos chiquillos, cosacos embutidos en sus capotes y gorros de piel con tapa de paño de distintos colores —azul, rojo, verde, violeta— galoneados de oro y plata como ataúdes, se extendían como un negro mar por la plaza de la catedral, mientras que las puertas del templo dejaban escapar nuevas y nuevas oleadas. Después de respirar el aire de la calle y recobrar sus energías, la procesión se ordenaba, se alargaba y avanzaba en gran orden, con las cabezas protegidas por los pañuelos de cuadros, las mitras y los gorros de los sacerdotes. Desfilaban las revueltas cabelleras de los diáconos, los bonetes de los monjes, las puntiagudas cruces sobre las doradas astas, los estandartes con las imágenes del Salvador y de la Virgen y el Niño, los lienzos que ondeaban al aire bordados de oro y carmesí, pintados a la antigua manera eslava.
Cual gris nubarrón que se arrastra como una serpiente, como los turbios torrentes que corren por las viejas calles, la incalculable fuerza de Petliura acudía al desfile de la plaza de la vieja Santa Sofía.
Las apretadas filas de la división azul abrieron marcha, rompiendo el aire con el estruendo de las trompetas y los brillantes platillos, cortando el negro frío de la muchedumbre.
Los de Galitzia pasaron con sus capotes azules y los gorros de caracul, de tapa del mismo color, ladeados. Dos banderas bicolores, inclinadas entre los sables desenvainados, cruzaron tras la banda de trompetas. A continuación avanzaron con paso marcial, haciendo crujir la nieve, las filas vestidas con paño de buena calidad, aunque de procedencia alemana. Tras el primer batallón vinieron otros que vestían largas batas ceñidas con sus cinturones y con cascos en la cabeza: el pardo bosque de las bayonetas se incorporó, como un nubarrón revestido de pinchos, al desfile.
Pasaron como una fuerza terrible los grises y baqueteados regimientos de tiradores de Siech. Pasaron los batallones de infantería y, caracoleando en sus monturas, cruzaron en los espacios entre uno y otro los bravos jefes de regimiento, batallón y compañía, Las marchas victoriosas atronaban con sus brillantes instrumentos en aquel río multicolor.
Tras los infantes, al trote largo, bailando sobre las sillas, pasaron los jinetes de los regimientos montados. Cegaron los ojos del pueblo entusiasmado los gorros aplastados y ladeados, de tapas azules y verdes, y los rojos gallardetes con sus borlas doradas.
Las picas saltaban como agujas, sujetas con las correas al hombro derecho. Los alegres y sonoros timbales se sucedían en la formación y el resonar de las cornetas impulsaba a los caballos de jefes y trompeteros. Grueso como un globo y alegre, Bolbotún pasó al frente de su regimiento, mostrando al aire la brillante y baja frente y las hinchadas y jubilosas mejillas. La yegua alazana, mirando de reojo con su ensangrentada pupila y mordiendo el bocado, con los belfos cubiertos de espuma, se encabritaba, sacudiendo al pesado Bolbotún, haciendo sonar el corvo sable contra las botas del jinete, mientras que el coronel espoleaba suavemente los hundidos y nerviosos ijares del animal.
Los jefes van con nosotros,
con nosotros como hermanos,
cantaban desfilando al trote, bailando sobre las sillas, los intrépidos jinetes ucranianos, y ondeaban los gallardetes de vivos colores.
El regimiento del coronel Kozir-Leshko pasó con su bandera amarilla-azul que ostentaba las huellas de muchas balas, entre una música de acordeones. El coronel, muy moreno y con sus bigotes de afiladas guías, se mostraba sombrío y no cesaba de sacudir fustazos en la grupa de su montura. Tenía motivo para el enfado: las descargas de los hombres de Nai-Turs habían barrido en la nebulosa mañana de Brest-Litovski a las mejores secciones de Kozir, y el regimiento que pasaba al trote se presentaba con unas filas muy diezmadas al desfile.
A continuación apareció el regimiento de caballería del Mar Negro que llevaba el nombre de Mazepa. El nombre del famoso hetman que en la batalla de Poltava estuvo a punto de causar la perdición del emperador Pedro[11] iba escrito con letras de oro sobre el azul de la seda.
La gente cubría las grises y amarillas paredes de las casas, se subía a los guardacantones. Los chiquillos se encaramaban a las farolas y a lo alto de las tapias, se removían en los tejados, silbaban y gritaban: ¡burra… hurra…!
—¡Gloria! ¡Gloria! —gritaban en las aceras.
Las tortas de las caras se amontonaban en los cristales de balcones y ventanas.
Los conductores de trineo, balanceándose, se subían al pescante de sus vehículos y agitaban los látigos.
—Decían que eran unas bandas… Ahí tenéis las bandas. ¡Hurra!
—¡Gloria! ¡Gloria a Petliura! ¡Gloria a nuestro Padre!
—Hurra…
—Mira, Manía… El del caballo gris es Petliura. Qué guapo…
—¿Qué dice, señora? Es un coronel.
—¿De veras? ¿Y dónde está Petliura?
—Está en el palacio, recibiendo a los embajadores franceses que han venido de Odesa.
—¿Se ha vuelto loco? ¿Qué embajadores?
—Según dicen, Piotr Vasílievich, Petliura —a media voz— se encuentra en París. ¿Ha visto?
—Ahí tiene las bandas…
—¿Pero dónde está Petliura? Dígame. ¿Dónde está? Déjenme ver aunque sea un poco.
—Petliura, señora, se encuentra ahora en la plaza, donde preside la revista.
—Nada de eso. Ha ido a Berlín para entrevistarse con el presidente para concluir una alianza.
—¿Qué presidente? Eso es una infame provocación.
—Me refiero al presidente de Berlín… Con motivo de la proclamación de la república…
—¿Lo han visto? ¿Lo han visto? Qué serio… Ha pasado por la calle Rilski en coche. Tirado por seis caballos…
—Perdón, ¿es que creen en los obispos?
—Yo no digo que crean o no crean… Lo único que he dicho es que acaba de pasar. Interprete usted mismo el hecho como mejor quiera…
—El hecho es que los popes están diciendo misa…
—Con ellos se sentirá más fuerte…
—Petliura. Petliura. Petliura. Petliura. Petliura…
Retumban las pesadas ruedas, traqueteaban los armones, después de los diez regimientos a caballo seguían las cintas interminables de la artillería. Pasaban los gruesos y chatos morteros, las piezas de largos y finos tubos; los servidores, alegres y bien nutridos, con aire victorioso, permanecían sentados en los armones. Pasaban tirando con todas sus fuerzas de los cañones de seis pulgadas los robustos caballos de redonda grupa y los pencos campesinos acostumbrados al trabajo, parecidos a pulgas preñadas. Cruzó con gran facilidad la artillería montada de montaña, cuyas pequeñas piezas saltaban, rodeadas de apuestos jinetes.
—Y decían que no eran más de quince mil hombres… Nos tenían engañados. Quince… bandido… descomposición… No hay quien los cuente. Otra batería… otra, otra…
La gente aplastaba a Nikolka y él, con la nariz de pico de pájaro metida en el cuello de su capote de estudiante, pudo subirse por fin hasta una hornacina abierta en el muro. Una alegre mujer con botas de fieltro, que ya se encontraba allí, le dijo jubilosa:
—Agárrese a mi brazo, señorito, yo me sujetaré de éste ladrillo. Porque de lo contrario nos caeremos los dos.
—Gracias —rezongó Nikolka desde dentro del cuello del abrigo, cubierto de escarcha—. Me agarraré a esta escarpia.
—¿Pero dónde está Petliura? —preguntó la habladora mujer—. Tengo muchos deseos de verlo. Según dicen, es muy guapo.
—Sí —gruñó Nikolka con un tono indefinido y sin apartar los labios de la piel de cordero—, muchísimo. «Otra batería… Diablos… Vaya, vaya, ahora comprendo…».
—Creo que es ése que ha pasado en el automóvil… ¿Usted no lo ha visto?
—Petliura está en Vínnitsa —contestó Nikolka, con voz sepulcral y seca, moviendo los dedos de los pies que se le habían quedado tiesos en las botas de cuero. «No sé por qué no me puse las de fieltro. ¡Cómo hiela!».
—Mira, mira, Petliura.
—Ese no es Petliura, es el jefe de la policía.
—Petliura tenía en mayo su residencia en Biélaia Tsérkov. Ahora Biélaia Tsérkov será la capital.
—Dígame, ¿es que no va a venir a la ciudad?
—Vendrá cuando sea la hora.
—Ya, ya, ya…
Chirridos, chirridos, chirridos. Un sordo retumbar de bombos se extendió por la plaza de Santa Sofía. Por la calle se arrastraban ya, con las ametralladoras asomadas a las aspilleras y haciendo girar las pesadas torretas, cuatro pesados coches blindados. Pero el rubicundo y entusiasta Strashkévich no iba dentro, de ninguno de ellos. Su cadáver, perdidos ya los colores, sucio y amarillo como la cera, yacía inmóvil en Pechersk, pasada la puerta del parque Marinski. En la frente presentaba un pequeño orificio y otro, cubierto de sangre coagulada, detrás de la oreja. Los pies descalzos del entusiasta oficial sobresalían de entre la nieve y sus ojos de cristal miraban al cielo a través de las desnudas ramas de los arces. Alrededor todo estaba muy tranquilo, en el parque no había ni un alma, y en la calle eran muy pocos los que se veían. La música de la vieja plaza de Santa Sofía no llegaba hasta allí, por lo que la cara del entusiasta Strashkévich estaba, sumida en una completa, tranquilidad.
Los blindados, abriéndose paso entre bocinazos a través del gentío, siguieron hacia el lugar donde Bogdán Jmelnítski[12], con el bastón de mando en la mano, negro sobre el cielo, indicaba hacia el nordeste. La campana seguía difundiendo sus densas olas de aceite por las nevadas colmas y los tejados de la ciudad; el tambor seguía redoblando entre la multitud y los chiquillos, desenfrenados en su alegre exaltación, se subían hasta los cascos del negro Bogdán. Por las calles atronaban ya los camiones, haciendo rechinar las cadenas de las ruedas, repletos de mozas y mozos con anchos calzones azules que cantaban con afinada voz…
En la calle Rilski resonó una descarga. Momentos antes el gentío se había estremecido en un chillido de mujeres. Alguien acudió, clamando:
—¡A ellos, a ellos!
Era una voz desgarrada, presurosa, ronca:
—Los conozco. ¡Agarradlos! Oficiales. Oficiales. Son oficiales… ¡Los he visto con sus insignias!
Los hombres de una sección del regimiento número 10, que esperaba el momento de salir a la plaza, echaron pie a tierra, se metieron entre la gente tratando de apoderarse de alguien. Gritaron las mujeres. El capitán Pleshko, sujeto de ambos brazos, exclamaba con voz débil y ronca:
—No soy oficial, nada de eso. Nada de eso. ¿Qué hacen ustedes? Soy empleado de banca.
Agarraron con él a otro, muy pálido, que permanecía silencioso y se retorcía las manos…
Luego la gente echó a correr a lo largo de la calle entre grandes apretones, como si cayesen de un saco roto. Todos corrían horrorizados. Quedó libre un lugar completamente blanco, con la única mancha del gorro que alguien había perdido. También el capitán Pleshko fue conducido a esa calle, tres veces arrepentido, y allí pagó su curiosidad por los desfiles. Quedó tendido ante el jardinillo de una casa perteneciente a la catedral de Santa Sofía, boca arriba y con los brazos en cruz, mientras que el otro, el silencioso, caía a sus pies de bruces contra la acera. Al instante resonaron los platillos en un rincón de la plaza, volvieron las apreturas y el alboroto y retumbó la banda de música. Se oyó una victoriosa voz de mando. Y una fila tras otra, luciendo sus penachos, se puso en marcha el regimiento de caballería de la Rada.
De la manera más inesperada, el fondo gris se rompió entre las cúpulas y apareció el sol entre la turbia neblina. Era tan grande como nadie lo había visto en Ucrania y completamente rojo, como la sangre. Del globo, que a duras penas resplandecía a través de la cortina de nubes, salían y se extendían a lo lejos unas franjas de sangre coagulada. El sol teñía de sangre la cúpula central de Santa Sofía, que proyectaba sobre la plaza una extraña sombra. Bogdán adquirió un tinte violeta y la agitada muchedumbre se hizo aún más negra, más densa, más aplastada. Se vio cómo unos hombres grises, ceñidos con cinturones, subían por una escalera a la roca del pedestal y trataban con sus bayonetas de arrancar la inscripción del negro granito. Pero las bayonetas resbalaban inútilmente en la piedra. Bogdán clavaba las espuelas en los flancos de su caballo, tratando de escapar de quienes se colgaban en los cascos de la montura. Su cara, vuelta hacia el globo rojo, estaba furiosa; él seguía señalando hacia la lejanía con el bastón de mando en la mano.
En aquel momento, en el helado y resbaladizo pilón de la fuente, unos brazos levantaron a un hombre sobre el bullicio de la multitud. Vestía un abrigo oscuro con cuello de piel y, a pesar del frío, se había quitado el gorro y lo tenía en la mano. La plaza seguía siendo un bullicioso hormiguero, pero las campanas de Santa Sofía habían enmudecido y las bandas de música se habían dispersado por las heladas calles. Al pie de la fuente se reunió un enorme gentío.
—Petka, Petka, ¿quién es ése?
—Me parece que es Petliura.
—Va a hablar Petliura…
—No diga estupideces… Es un simple orador…
—Un orador, Marusia. Mira… Mira…
—Van a leer una declaración…
—Nada de eso, van a anunciar un decreto.
—¡Viva Ucrania libre!
El hombre, como buscando inspiración, miró sobre los miles de cabezas hacia el lugar donde cada vez más claro se veía el disco del sol y resplandecía con un denso matiz rojizo el oro de la cruz. Agitó la mano y gritó con voz débil:
—¡Gloria al pueblo!
—Petliura… Petliura.
—¿Qué ha dicho? ¿Que es Petliura?
—¿Por qué iba a subir Petliura a la fuente?
—Petliura está en Járkov.
—Acaba de entrar en el palacio, donde se va a celebrar un banquete.
—No diga embustes, no va a haber ningún banquete.
—¡Gloria al pueblo! —repitió el hombre, y un mechón de cabellos rubios le cayó sobre la frente.
—¡Silencio!
La voz del hombre rubio se hizo más firme. Se oía claramente entre el ruido de los pasos que aplastaban la nieve, entre el zumbido y la resaca, entre el redoblar de los lejanos tambores.
—¿Habéis visto a Petliura?
—Claro que sí, acabo de verlo.
—¡Qué suerte tiene! ¿Cómo es? ¿Cómo?
—Luce unos bigotes negros con las guías hada arriba como los de Guillermo, lleva un casco de acero. Pero ahí va, ahí va, mire, mire, María Fiódrovna…
—¡Eso es una provocación! Es el jefe de bomberos de la ciudad.
—Señora, Petliura está en Bélgica.
—¿Para qué ha ido a Bélgica?
—Para concertar una alianza con los aliados…
—De ningún modo. Acaba de pasar con su escolta hacia la Duma.
—¿Para qué?
—Se va a proceder al juramento…
—¿Va a jurar?
—¿Por qué? Le van a prestar juramento a él.
—Pues yo prefiero la muerte —en un susurro— a prestar juramento…
—Usted no tiene por qué prestarlo… Con las mujeres no se meten.
—Con los que se meten es con los judíos, eso es cierto…
—Y con los oficiales. Les van a sacar a todos las tripas.
—Y con los terratenientes. ¡Abajo!
—¡Silencio!
El hombre rubio, con una extraña angustia y, al mismo tiempo, con muestras de decisión en los ojos, señaló hacia el sol.
—Habéis oído, hermanos y camaradas —dijo—, cómo cantaban los cosacos: «Los jefes van con nosotros, con nosotros como hermanos». Con nosotros. ¡Van con nosotros! —el hombre se golpeó con el gorro en el pecho, cruzado por una enorme banda roja—, con nosotros. Los jefes van con el pueblo, con él nacieron y con él morirán. Nuestros soldados vinieron entre la nieve al asalto de la ciudad, la conquistaron valientemente y la bandera roja ondea ya sobre esas moles…
—¡Hurra!
—¿Qué es eso de roja? ¿Cómo dice eso? Es amarilla y azul.
—La bandera roja es la de los bolcheviques.
—¡Silencio!
—Casi no sabe hablar en ucraniano…
—¡Camaradas! Tenemos ante nosotros una nueva tarea, la de levantar y robustecer la nueva república para la felicidad de los elementos trabajadores, de los obreros y campesinos. ¡Los soldados que derramaron su sangre y su sudor sobre nuestra sagrada tierra tienen derecho a poseerla!
—¡Bien dicho! ¡Viva!
—¿Has oído? Nos llama «camaradas». Vivir para ver…
—Silencio.
—Por eso, queridos ciudadanos, hoy, en la hora feliz de la victoria del pueblo —los ojos del orador empezaban a brillar y sus manos se elevaban cada vez con más exaltación hacia el denso cielo; cada vez intercalaba menos palabras ucranianas en su discurso—, juremos no deponer las armas hasta que la bandera roja, símbolo de la libertad, ondee sobre todo el mundo de los trabajadores.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!… La Interna…
—Cállate, Vaska. ¿Te has vuelto loco?
—¡Cuidado, Schur!
—No puedo contenerme, créame, Mijaíl Semiónovich. Arriba… parias…
Las negras patillas de Oneguin se escondieron en el amplio cuello de castor. Sólo se podía ver cómo se volvieron inquietos hacia el entusiasmado motorista unos ojos extraordinariamente parecidos a los del difunto alférez Shpolianski, muerto la noche del catorce de diciembre. Una mano calzada con guante amarillo apretó el brazo de Schur…
—Está bien. Está bien, no seguiré —balbució Schur, comiéndose con los ojos al rubio.
Éste, ya dueño de sí y de la gente apiñada en las primeras filas, gritó:
—Vivan los Soviets de obreros, labradores y cosacos. Vivan…
El sol se apagó de pronto y las sombras invadieron las cúpulas de Santa Sofía. La cara de Bogdán se recortó muy precisa, lo mismo que la del orador. Se veía cómo saltaba el mechón de pelo rubio sobre su frente…
—A-a, a-a… —se removió la muchedumbre.
—… los Soviets de obreros, campesinos y soldados rojos. Proletarios de todos, los países, unidos…
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¡Gloria!
En las filas traseras varias voces de hombre y una muy fina y sonora empezaron a cantar: «Aunque pierda la vida…».
—¡Hurra! —gritaron victoriosamente en otro sitio. Más allá se produjo un remolino.
—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! —se alzó una voz de hombre ronca, colérica y llorosa—. ¡Detenedlo! Se trata de una provocación. ¡Es un bolchevique! ¡Uno de Moscú! ¡Detenedlo! Ya habéis oído lo que decía…
Unas manos se agitaron en el aire. El orador se echó hacia un lado. Desaparecieron sus piernas, el vientre; luego desapareció la cabeza, cubierta por el gorro.
—¡Detenedlo! —se unió a la primera voz otra, de tenor—. Es un falso orador. Sujetadlo, muchachos, agarradlo, ciudadanos.
—Aa, a, a. ¡Alto! ¿Quién es? ¿A quién han cogido? ¿A quién? ¡Aquí no hay nadie!
El propietario de la voz fina se lanzó hacia la fuente. Parecía como si sus manos quisieran atrapar un pez grande y escurridizo. Pero el torpe Schur, con su chaquetón de cuero y su gorro de orejeras, se puso delante de él vociferando: «¡Detenedlo!», y de pronto se puso a gritar:
—¡Esperad, hermanos, me han robado el reloj!
Una mujer, a la que habían dado un fuerte pisotón, lanzó un penetrante chillido.
—¿A quién le han robado el reloj? ¿Dónde? ¡Es mentira, no se escapará!
Alguien agarró por detrás del cinturón al propietario de la voz fina y lo sujetó. En aquel instante, una mano grande y fría, descargó sobre su nariz y sus labios un pesado puñetazo de libra y media.
—¡Ay! —exclamó el de la voz fina, pálido como la muerte, y notó que su cabeza estaba desnuda, que había perdido el gorro.
Acto seguido sintió un segundo manotazo y oyó que alguien chillaba en las alturas:
—Aquí está el ladronzuelo, el hijo de perra. ¡Duro con él!
—¿Qué dice? —chilló el de la voz fina—. ¿Por qué me pega? ¡No he sido yo! ¡No he sido yo! ¡Hay que detener al bolchevique! ¡Ay!
—Dios mío, Dios mío. Vámonos, Marusia, ¿qué es esto?
Entre la multitud, junto a la fuente, se arremolinó el gentío. Golpeaban a alguien, alguien chillaba, todos iban de un lado a otro, y, lo más importante, el orador había desaparecido. Se había evaporado como por arte de magia, como si se le hubiese tragado la tierra. Alguien fue sacado del remolino, aunque no se parecía en absoluto al falso orador: éste llevaba un gorro negro y el del otro era gris y alto. Pocos minutos después, el revuelo se había calmado. Era como si no se hubiese producido nada, porque ya levantaban a un nuevo orador al borde de la fuente y de todas partes acudían a escucharlo, incorporándose al núcleo central, hasta formar una masa que no bajaría de dos mil hombres.
Al llegar al jardinillo del blanco callejón, del que los curiosos habían desaparecido al terminar el desfile, el burlón Schur no pudo contenerse y se dejó caer en la acera.
—Voy a reventar de risa como un perro —atronó, apretándose el vientre. Las carcajadas brotaban sonoras de su boca, que mostraba unos dientes muy blancos—. ¡Qué paliza le han dado, Dios mío!
—No se entretenga mucho, Schur —dijo su acompañante, el desconocido del cuello de castor, que como una gota de agua a otra se parecía al famoso y difunto alférez, presidente de «Magnitni Triolet», Shpolianski.
—Ahora, ahora —se calmó Schur, incorporándose.
—Déme un cigarrillo, Mijaíl Semiónovich —dijo el segundo acompañante de Schur, un hombre alto que vestía abrigo negro. Se echó el gorro hacia atrás y un mechón de pelo rubio le cayó sobre las cejas. Respiraba fatigosamente como si a pesar del frío tuviese mucho calor.
—¿Ha sufrido mucho? —preguntó cariñosamente el desconocido, que levantó el faldón de su abrigo, sacó una pequeña pitillera de oro y ofreció al rubio un cigarrillo alemán sin boquilla. Esté lo encendió resguardando con la mano izquierda la llama de la cerilla y sólo después de haber lanzado una bocanada de humo, articuló:
—¡No puede figurarse!
A continuación, los tres reemprendieron la marcha a paso rápido y desaparecieron a la vuelta de la esquina.
Dos estudiantes que salían de la plaza se adentraron en el callejón. Uno era pequeño, ancho de hombros y calzaba brillantes chanclos de caucho. El otro era alto, con unas piernas largas como las patas de un compás; caminaba dando grandes zancadas.
Los dos llevaban el cuello del capote levantado hasta el borde de la gorra. El alto se tapaba incluso la boca con una bufanda, cosa que a nadie debía extrañar con el frío que hacía. Como obedeciendo a una voz de mando, ambos movieron la cabeza y se quedaron mirando el cadáver del capitán Pleshkó y el otro, que yacía de bruces con las rodillas muy separadas y clavadas en la nieve. Siguieron de largo sin pronunciar ni una sola palabra.
Luego, cuando torcieron de la calle Rilski a la Zhitómirskaia, el alto se volvió hacia su compañero y dijo con voz de tenor algo ronca:
—¿Has visto? Di, ¿has visto?
El pequeño no contestó nada, pero su boca se contrajo como si lanzase un mugido, como si repentinamente hubiese sentido dolor de muelas.
—No lo olvidaré por mucho que viva —prosiguió el alto, sin frenar sus zancadas—. Lo recordaré.
El pequeño caminaba en silencio tras él.
—Hay que darles las gracias por la lección. Pero si en alguna ocasión llego a tropezarme con ese canalla… con el hetman… —dentro de la bufanda resonó un silbido—, entonces… —el alto dejó escapar una interminable blasfemia y no terminó la frase.
Al salir a la Bolshaia Zhitómirskaia les cortó el paso un cortejo que desde la parte de la torre de los bomberos se dirigía hacía la Staro-Gorodskaia. En realidad, el camino que seguía era recto y muy sencillo, pero la caballería que había tomado parte en el desfile ocupaba aún la calle Vladimirskaia y el cortejo, como todos, se veía obligado a dar un rodeo.
Abría la marcha una bandada de chiquillos que corrían y saltaban vueltos de espalda, entre agudos silbidos. A continuación por la pisoteada calzada caminaba un hombre con los ojos desorbitados por la angustia y el miedo. Llevaba el abrigo desabrochado y roto y había perdido el gorro. Su cara estaba manchada de sangre y de sus ojos fluían abundantes lágrimas. Abría la boca y gritaba con una voz fina, pero enronquecida, mezclando las palabras rusas y ucranianas:
—¡No tienen derecho! Soy un conocido poeta ucraniano. Me llamo Gorbolaz. He publicado una antología de poesía ucraniana. Presentaré una reclamación al presidente de la Rada y al ministro. ¡Esto es intolerable!
—Duro con él, el canalla es un ratero —gritaban desde las aceras.
—He tratado de detener a un provocador bolchevique… —replicaba el ensangrentado esforzando desesperadamente la voz y volviéndose a un lado y a otro.
—¿Qué pasa, qué pasa? —atronaban en las aceras.
—¿A quién llevan?
—Ha querido matar a Petliura.
—¿De veras?
—Ha disparado contra él, el hijo de perra.
—Pues parece ucraniano.
—No es ucraniano, es un miserable —zumbó una voz de bajo—. Se dedicaba a robar carteras.
Los chiquillos silbaron con desprecio.
—¿Qué es esto? ¿Con qué derecho?
—Han cogido a un provocador bolchevique. Deberían matar aquí mismo a esa carroña.
Tras el de la cara ensangrentada seguía una agitada multitud. Podía verse un gorro de piel con galón dorado y las puntas de las bayonetas. Alguien, con un cinturón de vivos colores muy ceñido, marchaba con largos pasos junto a la víctima y cuando ésta gritaba muy fuerte, mecánicamente le descargaba un puñetazo en el cuello. Entonces el desgraciado preso, que había querido detener al misterioso orador, callaba y empezaba a sollozar violentamente, pero sin hacer el menor ruido.
Los dos estudiantes dejaron pasar el cortejo. Cuando se hubo alejado el alto tomó del brazo a su compañero y murmuró con rabia:
—Se lo merece, duro con él. Me siento más tranquilo. Una cosa puedo decirte, Karás: los bolcheviques son gente estupenda. Te lo juro. ¡Eso es hacer bien las cosas! ¿Has visto con qué habilidad ocultaban al orador? Y son valientes. Me gustan por lo valientes que son, maldita sea su madre.
El pequeño dijo a media voz:
—Si ahora no tomo un trago sería capaz de ahorcarme.
—Es una buena idea. Muy buena —confirmó animado el alto—. ¿Cuánto dinero tienes?
—Doscientos.
—Yo tengo ciento cincuenta. Vamos a la taberna de Tamara, allí podremos comprar algo…
—Está cerrada.
—Nos abrirán.
Torcieron hacia la calle Vladímirskaia y llegaron a una casita de dos pisos que ostentaba el rótulo:
«Ultramarinos», y a continuación «Castillo de Tamara. Taberna».
Bajaron los escalones y llamaron suavemente a la doble puerta encristalada.