Tres

Los extraños traslados y reajustes, ya debidos a la marcha espontánea de los combates, ya relacionados con la llegada de ordenanzas y con el piar de las cajas de los Estados Mayores, llevaron durante tres días a la unidad del coronel Nai-Turs por los nevados campos de los alrededores de la ciudad, desde Krasni Traktir hasta Serebrianka, en el sur, y hasta Post-Volinsld, en el sudoeste. La tarde del catorce de diciembre la llevó de vuelta a la ciudad, a un cuartel abandonado y con la mitad de los cristales rotos.

La unidad del coronel Nai-Turs no se parecía a ninguna otra. A todos cuantos la veían les llamaba la atención sus botas de fieltro. Al comienzo de los tres últimos días contaba con unos ciento cincuenta cadetes y tres alféreces.

En las primeras fechas de diciembre compareció ante el jefe del primer grupo de voluntarios, mayor general Blojin, un oficial de estatura mediana, moreno, recién afeitado y con ojos de luto. Llevaba insignias de coronel de húsares y se presentó como coronel Nai-Turs, había mandado el segundo escuadrón del antiguo regimiento de húsares de Belgrado. Los ojos de luto de Nai-Turs miraban de tal modo que cualquiera que se encontrase con aquel coronel, ligeramente cojo y con la descolorida cinta de la cruz de San Jorge en su simple capote de soldado, se veía obligado a prestarle la mayor atención. Después de una breve conversación con él, el mayor general Blojin le encomendó la formación del segundo grupo de voluntarios. Todo debía quedar acabado para el trece de diciembre. Los trabajos de organización, pasmosamente, terminaron el diez, y ese mismo día el coronel Nai-Turs, siempre muy parco en palabras, manifestó brevemente al mayor general Blojin, agobiado por las llamadas telefónicas de los Estados Mayores, que podía entrar en combate con sus cadetes inmediatamente, pero a condición de que todo su destacamento de ciento cincuenta hombres recibiese gorros de piel y botas de fieltro, sin lo que él, Nai-Turs, consideraba completamente imposible hacer la guerra. El general Blojin, después de escuchar al gangoso y lacónico coronel, le entregó de buen grado una orden para la sección de intendencia, aunque advirtiéndole que probablemente no podría recibir nada antes de una semana, porque en las secciones de intendencia y en los Estados Mayores la desorganización y el desorden eran increíbles. El gangoso Nai-Turs se hizo cargo del papel, se dio un tirón de la guía izquierda de su bigotillo, como tenía por costumbre, y sin volver la cabeza ni a la derecha ni a la izquierda (cosa que no podía hacer, porque después de una herida en el cuello éste se le había quedado paralítico y para mirar a los lados tenía que volver todo el cuerpo) se retiró del despacho del mayor general Blojin. En el cuartel de sus voluntarios, situado en la calle de Lvov, Nai-Turs tomó consigo a diez cadetes (no podríamos decir por qué les hizo llevar sus fusiles) y dos carros, y se dirigió con ellos a la sección de intendencia.

En esta sección que ocupaba un espléndido palacete de la calle Bulvarno-Kudriávkaia, el coronel Nai-Turs fue recibido en un confortable despacho, en el que había un mapa de Rusia y un retrato de la zarina Alejandra Fiódorovna con su uniforme de la Cruz Roja, por el teniente general Makushkin un hombre pequeño, con extrañas manchas rojas en las mejillas, vestido con una chaquetilla gris por la que asomaba una camisa muy limpia, cosa que le daba un gran parecido con Miliutin, el ministro de Alejandro II.

Apartándose del teléfono, el general preguntó a Nai con voz infantil que recordaba el sonido de un pito de barro:

—¿Qué se le ofrece, coronel?

—Salimos ahora mismo —contestó lacónicamente Nai—. Necesito con toda urgencia botas de fieltro y gorros de piel para doscientos hombres.

—Hum —dijo el general, mordiéndose los labios y arrugando entre las manos la petición que Nai le había presentado—. Verá, coronel, hoy no se los puedo dar. Estamos fijando las fechas en que las unidades podrán ser abastecidas. Tenga la bondad de volver dentro de tres días, y de todos modos, esa cantidad no se le podrá dar. Colocó el documento que Nai-Turs le había entregado en un lugar visible, bajo un pisapapeles que representaba una mujer desnuda.

—Botas de fieltro —replicó monótonamente Nai, y bajando la vista hacia su nariz miró el lugar donde estaban las punteras de sus botas.

—¿Cómo? —preguntó el general, que no había comprendido, y clavó sus ojos extrañados en el coronel.

—Déme las botas de fieltro ahora mismo.

—¿Qué es eso? —gritó el general, con los ojos desorbitados.

Nai se volvió hacia la puerta, la entreabrió y dijo, asomándose al templado pasillo del palacete:

—¡Eh, sección!

El general palideció hasta ponerse gris, su mirada fue de la cara de Nai al teléfono, de allí a la imagen de la Virgen que había en un rincón, y de nuevo a la cara de Nai.

En el pasillo se oyó un ruido de armas y en la puerta aparecieron unas rojas gorras de cadetes y unas negras bayonetas. El general trató de incorporarse de su blando sillón.

—Es la primera vez que oigo algo semejante… Esto es un motín…

—Firme la orden, excelencia —dijo Nai—. No tenemos tiempo, dentro de una hora nos ponemos en marcha. Dicen que el enemigo está a las puertas de la Ciudad.

—¿Cómo?… ¿Qué es eso?…

—Rápido —añadió Nai con una voz de funeral.

El general, con la cabeza metida entre los hombros y los ojos desorbitados, sacó el papel de debajo de la mujer desnuda y con mano temblorosa, echando un borrón, escribió en un ángulo: «Entréguese».

Nai tomó el papel, lo guardó en la bocamanga de su capote y dijo a los cadetes, que habían ensuciado toda la alfombra:

—Cargad las botas. Rápido.

Los cadetes se retiraron haciendo sonar las culatas de los fusiles contra el suelo. Nai se detuvo un momento. El general le dijo congestionado:

—Ahora mismo voy a llamar al Estado Mayor del comandante en jefe para pedir que lo sometan a juicio sumarísimo. Esto…

—Trate de hacerlo —replicó Nai, y tragó saliva—. Trate de hacerlo. Trate de hacerlo y verá lo que pasa.

Echó mano a la culata de la pistola, que asomaba de la funda desabrochada. El general se hizo atrás, incapaz de pronunciar ni una palabra.

—Telefonea, viejo estúpido —dijo de pronto a media voz Nai—. Te meteré una bala en la cabeza y estirarás la pata.

El general se derrumbó en el sillón, con el cuello congestionado, aunque su cara quedó del color de la tierra. Nai dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

El general siguió inmóvil varios segundos en el sillón de cuero, luego se santiguó, vuelto hacia el icono, tomó el teléfono, lo llevó al oído, oyó un sordo e íntimo «central»… Inesperadamente sintió ante él los funerarios ojos del gangoso húsar, dejó el teléfono y se asomó a la ventana. Los cadetes se movían con gran prisa en el patio, sacando por la negra puerta del almacén los grises fardos de las botas de fieltro. Sobre el negro fondo se destacaba la cara del soldado encargado del almacén, estupefacto y con el papel en la mano. Nai se encontraba junto a los carros, con las piernas muy abiertas, y no apartaba de él la vista. El general tomó con mano débil de la mesa el periódico del día, lo desplegó y leyó en la primera página:

En el río Irpen, escaramuzas con patrullas del enemigo que trataban de entrar en Sviatóshino…

Tiró el periódico en voz alta:

—Malditos sean el día y la hora en que me metí en estos líos…

Se abrió la puerta y entró un capitán, ayudante del jefe de intendencia. Se parecía mucho a un hurón sin rabo. Miró expresivamente los rojos pliegues del cuello del general y dijo:

—Permítame, señor general.

—Verá, Vladímir Fiódorovich —le interrumpió éste jadeando y mirando a un lado y a otro con ojos angustiados—, me siento mal… no sé lo que me pasa… me voy a casa. Tenga la bondad, quédese al tanto de todo esto.

—A sus órdenes —contestó el hurón, mirándole con ojos curiosos—. ¿Pero qué hacer? Nos piden botas de fieltro del cuarto grupo y de artillería de montaña. ¿Ha dispuesto usted la entrega de doscientos pares?

—Sí. ¡Sí! —contestó el general con voz estridente—. ¡Sí, lo he dispuesto! ¡Yo! ¡Yo mismo! ¡Lo he dispuesto! ¡Es un caso excepcional! Van a salir de un momento a otro al frente. Sí. A la línea de fuego. ¡Sí!

Unas curiosas lucecitas brillaron en los ojos del hurón.

—Sólo hay cuatrocientos pares…

—¿Y qué le voy a hacer? ¿Qué? —gritó el general con voz ronca—. ¿Es que puedo parirlos? ¿Puedo parir botas de fieltro? Si alguien pide algo, déselo, déselo, ¡déselo!

Cinco minutos después el general Makushkin era conducido a casa en un coche de punto.

En la noche del trece al catorce, el muerto cuartel del callejón de Brest-Litovsk volvió a la vida. En la enorme y embarrada sala ardían las lágrimas eléctricas en las paredes, entre las ventanas (durante el día los cadetes habían estado subidos a los postes, tendiendo unos cables). Había ciento cincuenta fusiles en pabellón y los cadetes dormían amontonados en los sucios camastros. Nai-Turs, sentado ante una mesa de pino llena de trozos de pan, de platos con restos de gachas, cartucheras y cargadores, examinaba el plano de la Ciudad. Una pequeña lámpara de cocina lanzaba un haz de luz sobre el pintado papel, en el que el Dniéper parecía un retorcido y seco árbol azul.

Hacia las dos de la noche se sintió dominado por el sueño. Dio varias cabezadas sobre el piano, como si quisiera mirarlo más de cerca. Finalmente llamó a medía voz:

—¡Cadete!

—A sus órdenes, señor coronel —contestaron junto a la puerta, y el cadete se acercó a la lámpara haciendo crujir sus botas de fieltro.

—Me voy a acostar —dijo Nai—. Me despertará dentro de tres horas. Si se recibe un telefonema, llame al alférez Zhárov. Si hace falta, él me despertará.

No se recibió ningún telefonema… Aquella noche el Estado Mayor no inquietó para nada al destacamento de Nai. Los hombres salieron al amanecer con tres ametralladoras y otros tantos carros, que se extendieron a lo largo del camino. Las casitas de las afueras parecían muertas. Pero cuando el destacamento llegó a la ancha calle del Politécnico, encontró cierto movimiento. En las primeras luces del amanecer pasaban con estrépito los furgones y se veía algún gorro de piel gris. Todos seguían la dirección opuesta, retrocedían a la Ciudad, y esto produjo cierto temor en la unidad de Nai. Se hacía de día de manera lenta, pero segura, y sobre los jardines de las casas de campo y la carretera, de nieve aplastada y revuelta, se iba levantando y dispersando la niebla.

Desde entonces hasta las tres de la tarde, Nai estuvo ante el Politécnico, porque, a pesar de todo, un cadete de su servicio de enlace le había traído, montado en un cochecillo de dos ruedas, una orden escrita a lápiz:

Deberá proteger la carretera del Politécnico y si el enemigo aparece, presentar combate.

A este enemigo lo vio Nai-Turs por primera vez a las tres de la tarde, cuando en su flanco izquierdo, a lo lejos, sobre la explanada del departamento militar, cubierta de nieve, apareció un gran número de jinetes. Era el coronel Kozir-Leshko, quien de conformidad con la orden de operaciones del coronel Toropets, trataba de abrirse camino por la carretera hacia el corazón de la Ciudad. En realidad Kozir-Leshko, que hasta entonces no había encontrado la menor resistencia, no atacaba a la Ciudad, sino que entraba en ella victoriosamente y a las claras, al tanto como estaba de que tras su regimiento venían los hombres del coronel Sosnenko, dos regimientos de la división azul, un regimiento de tiradores y seis baterías. Cuando en la explanada aparecieron los puntos montados, los proyectiles de metralla empezaron a explotar con grandes zumbidos en el denso cielo, que prometía una abundante nevada. Los puntos montados se reunieron en una cinta y, a todo lo ancho de la carretera, empezaron a hincharse, a hacerse mayores, hasta que se lanzaron al galope sobre Nai-Turs. En las líneas de los cadetes se oyó el ruido de los cerrojos. Nai sacó un silbato, lo hizo sonar con todas sus fuerzas y gritó:

—Contra la caballería… Por descargas… ¡Fuego!

Una chispa recorrió la gris línea y los cadetes enviaron a Kozir la primera andanada. Después de esto, por tres veces, pareció que algo caía desde el mismo cielo hasta las paredes del Instituto Politécnico, rechazando el alud que se les venía encima, y otras tantas veces dispararon los hombres de Nai-Turs. A lo lejos, las negras cintas de la caballería se rompían y dispersaban, hasta que acabaron por desaparecer de la carretera.

Algo le ocurrió en aquel momento al coronel. En realidad, ninguno de sus hombres había visto en él nunca muestras de miedo, pero entonces los cadetes se imaginaron que Nai había advertido algo peligroso en su sector o había oído algo a lo lejos. En una palabra, que ordenó el repliegue hacia la Ciudad. Cubrió con una sección la retirada de sus hombres, sin cesar de disparar, y luego se hizo atrás él mismo. Así, durante dos verstas, siguieron su repliegue hasta verse en el cruce de la carretera con el callejón de Brest-Litovsk donde habían pasado la noche. Aquello estaba completamente muerto y no se veía ni un alma.

Al llegar allí Nai ordenó a tres cadetes:

—Vayan a la carrera a la Polevaia y a la Bogschágovskaia y vean dónde están nuestras unidades y qué es de ellas. Si encuentran furgones, coches o cualquier otro vehículo que retrocede desorganizadamente, háganse cargo de ellos. En el caso de que les ofrezcan resistencia, amenacen con las armas y, en último extremo, recurran a ellas…

Los cadetes corrieron hacia atrás y la izquierda hasta perderse de vista, mientras que por delante las balas empezaron a silbar sobre el destacamento: Repiqueteaban en los techos, cada vez con más frecuencia y en la línea un cadete cayó de bruces sobre la nieve y la tiñó con su sangre. A continuación otro, con un ay, se vino abajo junto a una ametralladora. Los hombres de Nai extendieron sus líneas y abrieron un fuego rápido contra las oscuras filas del enemigo, que brotaban de la tierra como por arte de magia. Los cadetes heridos eran retirados de la línea de fuego, entraron en funciones las blancas vendas. Nai mantenía los dientes apretados. No cesaba de volver su cuerpo, cada vez más, tratando de adivinar lo que ocurría en sus flancos, y hasta por su cara se podía advertir la impaciencia con que esperaba a los cadetes enviados de reconocimiento. Llegaron por fin, jadeando como galgos después de una larga carrera. Nai se puso en guardia y su cara se oscureció. El primero de los cadetes quedó en posición de firmes ante él y dijo a duras penas:

—Señor coronel, no hemos encontrado ninguna unidad nuestra ni en Shuliavka ni en ningún sitio —Se detuvo a tomar aliento—. En nuestra retaguardia se oye fuego de ametralladora y la caballería enemiga acaba de cruzar Shuliavka. Parece que están entrando en la ciudad…

Las palabras del cadete fueron ahogadas por el ensordecedor silbido de Nai.

Los tres carros pasaron con estrépito al callejón de Brest-Lotovsk y, por la Fonárnaia, siguieron adelante saltando entre los baches. En los carros iban los dos cadetes heridos, quince hombres armados y las dos ametralladoras. Era todo lo que podían llevar. Nai-Turs se volvió hacia sus hombres y con voz potente y gangosa les dio una extraña orden, que nunca habían oído…

En el antiguo cuartel de la calle de Lvov, con sus paredes descascarilladas y todas las estufas encendidas, aguardaba impaciente la tercera sección del primer grupo de voluntarios de infantería. La integraban veintiocho cadetes. Lo más curioso era que el jefe de quienes con tanta impaciencia aguardaban era Nikolka Turbín. El subcapitán Bezrúkov, comandante de la sección, y los dos alféreces no habían vuelto del Estado Mayor, adonde habían ido aquella mañana. Nikolka, el de mayor graduación, iba y venía por el cuartel, sin cesar de acercarse al teléfono, que no perdía de vista.

Así fue pasando el tiempo hasta las tres de la tarde. Las caras de los cadetes acabaron por ponerse serias.

A las tres sonó el teléfono de campaña.

—¿Es la tercera sección del grupo de voluntarios?

—Sí.

—Que se ponga el comandante.

—¿Quién habla?

—Del Estado Mayor…

—El comandante no ha vuelto.

—¿Quién es usted?

—El suboficial Turbín.

—¿Es usted el de mayor graduación?

—Sí.

—Lleve inmediatamente sus hombres al punto que le voy a indicar.

Y Nikolka reunió a los veintiocho hombres y los sacó a la calle.

Alexei Vasílievich durmió hasta las dos como un tronco. Se despertó como si le hubieran echado un jarro de agua, miró el reloj que había dejado en la silla, vio que eran las dos menos diez y se apresuró a levantarse, Se calzó las botas de fieltro, se metió en los bolsillos con prisa, olvidando ya una cosa, ya otra, las cerillas, la pitillera, el pañuelo, la pistola y dos cargadores. Se apretó el cinturón. Luego recordó algo, pero vaciló antes de hacerlo: le parecía vergonzoso y cobarde, aunque sin embargo lo hizo: sacó de la mesa su documentación de médico civil. Le dio vueltas en la mano y decidió llevarla consigo, mas en aquel momento lo llamó Elena y la dejó olvidada sobre la mesa.

—Escucha, Elena —dijo Turbín nervioso mientras se apretaba aún más el cinturón; un desagradable presentimiento le oprimía el corazón y sufría al pensar que su hermana se iba a quedar sola con Aniuta en el espacioso piso—. No hay otro remedio. Debo ir. Espero que no me pasará nada. El grupo saldrá todo lo más a las afueras de la ciudad y yo me encontraré en sitio seguro. Dios cuidará de Nikolka. Esta mañana oí que la situación era algo seria, pero rechazaremos a Petliura. Bueno, adiós, adiós…

Cuando se quedó sola, Elena se puso a pasear por la sala, desde el piano, de donde no había sido recogido Valentín, con su traje de vivos colores, hasta la puerta del despacho de Alexei. El parquet crujía bajo sus pies. La desolación estaba pintada en su cara.

En la esquina de su sinuosa calle y la Vladímirskaia, Turbín quiso tomar un trineo de alquiler. El conductor se mostró conforme en llevarlo, pero, resoplando sombríamente, pidió una cantidad monstruosa. Se veía que no le llevaría por menos. Rechinando los dientes, Turbín montó en el vehículo y éste se dirigió hacia el museo. Estaba helando.

Alexei Vasílievich se sentía muy inquieto. No cesaba de prestar oído al lejano fuego de ametralladora, cuyas ráfagas parecían llegar de la parte del Instituto Politécnico. Era como si disparasen contra la estación. Turbín pensaba qué podía significar aquello (al mediodía, durante la visita de Bolbotún estaba durmiendo) y, volviendo la cabeza a un lado y a otro, miraba hacia las aceras. Aunque se advertía cierta inquietud y todo parecía absurdo, circulaba mucha gente.

—Alto… —dijo una voz de borracho.

—¿Qué es eso? —preguntó irritado Turbín.

El conductor tiró de las riendas con tanta violencia que Turbín estuvo a punto de caer de rodillas. Una cara completamente roja se balanceó junto a la lanza del trineo, sujetando las riendas y tratando de acercarse al asiento. En el chaquetón de cuero lucieron unas arrugadas hombreras de alférez. A una vara de distancia percibió Turbín el aliento de alcohol y cebolla. El alférez traía un fusil en la mano.

—Da la vuelta… —dijo el congestionado borracho—. Haz que se… apee el viajero…

Esto de «viajero» le pareció divertido y soltó una risotada.

—¿Qué es eso? —repitió Turbín—. ¿No ve quién soy? Voy a incorporarme a mí unidad. Tenga la bondad de apartarse. ¡Tu sigue!

—No, no sigas… —insistió amenazador el borracho, y sólo al ver las insignias de Turbín quedó indeciso, parpadeando—. Ah, doctor, iremos juntos… Montaré yo también…

—No llevamos el mismo camino… ¡Sigue!

—Permítame…

—¡Sigue!

El conductor, con la cabeza hundida entre los hombros, quiso seguir adelante, pero lo pensó mejor. Se volvió y miró con una mezcla de temor y rabia al borracho. Este se apartó por su propia voluntad, porque acababa de advertir otro trineo vacío, que no tuvo tiempo de alejarse. Se echó el fusil a la cara amenazando al conductor, que se quedó quieto en el sitio, mientras que el borracho, entre tropezones e hipos, se acomodó en el vehículo.

—De haberlo sabido no le habría tomado ni por quinientos rublos —gruñó rabioso el conductor, descargando un fustazo en la grupa de su penco—. ¿Quién le iba a pedir cuentas si nos disparaba por la espalda?

Turbín, sombrío, guardó silencio.

«Qué canalla… Son los que nos cubren de vergüenza», pensó colérico.

En el cruce del teatro de la Opera reinaba gran agitación. En el centro de la calzada, sobre los carriles del tranvía, había emplazada una ametralladora que custodiaban dos cadetes: uno pequeño y aterido, con capote negro y gorro de orejeras, y otro de capote gris. Los transeúntes se agrupaban como moscas en la acera, mirando curiosos el arma. Junto a la farmacia de la esquina, ya a la vista del museo, Turbín dejó el trineo.

—Tiene que darme algo más, señoría —dijo el conductor en un tono insistente y furioso—. De haberlo sabido no le habría tomado. Ya ve lo que ocurre.

—Ya está bien.

—¿Para qué han traído a esto a los niños?… —se oyó una voz de mujer.

Sólo entonces vio Turbín un grupo de hombres armados que se agolpaban ante el museo. El grupo se removía inquieto y se hacía cada vez más denso. Aparecieron confusamente entre los faldones de los capotes las ametralladoras montadas en la acera. Y en aquel instante empezó a tabletear otra ametralladora en Pechersk.

Tra… tra… tra… tra… tra… tra…

«Esto ya no tiene sentido», pensó Turbín perplejo, y aceleró el paso hacia el museo.

«¿Habré llegado tarde?… Qué escándalo… Pueden pensar que había huido…».

Alféreces, cadetes y algún soldado, con grandes muestras de nerviosismo, iban y venían junto a la gigantesca entrada del museo y las rotas puertas laterales que conducían a la explanada del gimnasio de Alejandro. Los enormes vidrios temblaban sin cesar, las puertas gemían y al redondo edificio blanco del museo, sobre cuyo frontis se leía en letras de oro:

Para la instrucción del pueblo ruso,

acudían en desorden los cadetes armados, presa de gran inquietud.

—¡Dios mío! —exclamó Turbín—. Ya se han ido.

Los morteros hicieron a Turbín un guiño silencioso. Permanecían solitarios y abandonados en el mismo lugar que la víspera.

«No comprendo nada… ¿qué significa esto?».

Sin él mismo saber para qué, corrió por la explanada hacia las piezas, que iban creciendo en tamaño conforme se acercaba y le miraban amenazadoras. Llegó a la primera de ellas. Se detuvo estupefacto: le habían quitado el cierre. A la carrera, volvió a cruzar la explanada en sentido opuesto hasta llegar a la calle. La agitación era todavía mayor, gritaban muchas voces a la vez y las bayonetas bailaban desordenadamente.

—¡Hay que esperar a Kartúzov! —gritó una voz sonora e inquieta. Un alférez cortó el paso a Turbín, quien vio sobre sus hombros una silla de montar amarilla con los estribos colgando.

—Debo entregarla a la legión polaca.

—¿Dónde está?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¡Todos al museo! ¡Todos al museo!

—¡Al Don!

El alférez se detuvo de pronto y tiró la silla a la acera.

—¡Que se vaya al infierno! ¡Que se hunda todo! —vociferó furioso—. ¡Esa gente del Estado Mayor!…

Y se hizo a un lado, amenazando con los puños.

«La catástrofe… Ahora lo comprendo… Eso es lo horrible, seguramente los mandaron al combate a pie. Sí, sí, sí… Indudablemente. Petliura debió de acercarse por sorpresa. No había caballos y ellos fueron al combate con fusiles, sin cañones… Dios mío… Tengo que ir inmediatamente a la tienda de la Anjou… Acaso me entere de algo… Es seguro que alguien habrá quedado allí».

Turbín se apartó de aquella confusión y sin fijarse ya en nada retrocedió corriendo hacia el teatro de la Opera. Una seca ráfaga de viento pasó por el sendero de asfalto que cercaba el edificio y removió un extremo del roto anuncio que colgaba en su pared, junto a la entrada lateral. Carmen. Carmen.

La tienda de madame Anjou. En los escaparates no había cañones, tampoco había hombreras doradas. Únicamente temblaba y se estremecía un débil resplandor de fuego. ¿Era un incendio? La puerta resonó al empuje de Turbín, pero sin abrirse. Él llamó inquieto. Volvió a llamar. Una figura gris apareció tras el cristal, abrió y Turbín pasó a la tienda. Se quedó parado al contemplar la desconocida figura. Vestía un negro capote de estudiante y se cubría la cabeza con un gorro de paisano comido por la polilla, con las orejeras sujetas por las cintas. La cara era muy conocida. Pero parecía desencajada. La estufa chisporroteaba furiosamente, devorando unos papeles. Los papeles cubrían todo el suelo. La figura dejó pasar a Turbín sin dar explicación alguna e inmediatamente volvió junto a la estufa y se sentó en cuclillas. Los rojizos resplandores iluminaron aquellas facciones.

«¿Málishev? Sí, es el coronel Málishev», se dijo Turbín.

El bigote del coronel había desaparecido. En su lugar había un espacio azulenco y recién afeitado.

Málishev abrió ampliamente los brazos, recogió del suelo un montón de hojas de papel y las metió en la estufa.

«Hola…».

—¿Qué pasa? ¿Se acabó todo? —preguntó Turbín con voz sorda.

—Sí —contestó lacónico el coronel.

Se puso rápidamente en pie y se acercó a la mesa, pasando atentamente revista. Abrió y cerró varias veces los cajones, se inclinó rápidamente, recogió el último montón de papeles del suelo y los metió en la estufa. Sólo después de esto se volvió hacia Turbín y agregó en un tono tranquilo e irónico:

—¡Se acabó la guerra!

Metió la mano en el bolsillo interior, sacó apresuradamente la cartera, examinó los documentos que en ella guardaba, rompió en cuatro dos hojas de papel y echó los trozos a la estufa. Turbín no apartaba de él la vista. Nadie hubiera dicho que Málishev era coronel. Ante él tenía a un estudiante bastante grueso, a un actor aficionado de labios hinchados color frambuesa.

—¿El doctor? ¿Qué hace usted? —Málishev señaló inquieto los hombros de Turbín—. Quítese eso ahora mismo. ¿Qué hace? ¿De dónde viene? ¿Es que no sabe nada?

—Me he retrasado, coronel —empezó Turbín.

Málishev esbozó una alegre sonrisa. La sonrisa desapareció de pronto, meneó inquieto con aire de culpa la cabeza y dijo:

—¡Dios mío, el culpable soy yo! Le había dicho que viniera a esta hora… Por la mañana no ha salido de casa, ¿verdad? Está bien. No es el mejor momento para hablar de estas cosas. En una palabra, quítese ahora mismo las hombreras y váyase, procure esconderse.

—¿De qué se trata? Por Dios se lo pido, dígame, ¿de qué se trata?

—¿De qué se trata? —repitió Málishev con irónica alegría—. De que Petliura está en la ciudad. En Pechersk, acaso se encuentre ya en la Kreschátik. La ciudad ha sido tomada —Málishev mostró de pronto los dientes, miró a los lados y empezó a hablar de nuevo inesperadamente, no como un actor aficionado, sino como el coronel de antes—. Los Estados Mayores nos han hecho traición. Esta madrugada empezaron ya a levantar el vuelo. Afortunadamente, gracias a buenos amigos, yo estaba al tanto de todo y he tenido tiempo de hacer que el personal del grupo se fuese a sus casas. No hay tiempo para pensar, ¡quítese las hombreras!

—… Pero allí, en el museo, en el museo…

—Eso no me importa —contestó furioso—. ¡No me importa! Ahora ya no me importa nada. Acabo de venir de allí, he gritado, les he advertido, les he pedido que se dispersaran. No puedo hacer nada más. A los míos los he salvado a todos. ¡No los he mandado al matadero! ¡He evitado que se cubran de vergüenza! —Málishev empezó de pronto a lanzar unos gritos histéricos. Algo que hervía dentro de él había reventado y era incapaz de contenerse—. ¡Esos generales!… —Apretó los puños con aire amenazador. Estaba congestionado.

En aquel momento en la calle, a lo alto, aulló una ametralladora. Pareció que sacudía la gran casa vecina.

Málishev se serenó al momento.

—¡Ea, doctor, déjeme pasar! Adiós. ¡Váyase también! Pero no salga a la calle, sino por aquí, por la puerta trasera y por los patios. Por ahí todavía está el paso libre. De prisa.

Málishev apretó la mano al estupefacto Turbín, dio media vuelta y se perdió en el estrecho pasadizo que había tras el ligero tabique. Todo quedó en silencio en la tienda. En la calle enmudeció la ametralladora.

Se quedó solo. Los papeles ardían en la estufa. Turbín, a pesar de los gritos de Málishev, se acercó sin ganas, lentamente, a la puerta. Buscó el pestillo, lo echó y volvió a la estufa. A pesar de las advertencias, no parecía tener prisa. Lo mismo sus pies que sus revueltos pensamientos se movían torpemente. El inmaculado fuego devoró los papeles y la boca de la estufa, que antes dejaba ver una alegre llama, se hizo algo rojizo y tranquilo. La tienda se oscureció al instante. En las grises sombras las estanterías se alineaban a lo largo de las paredes. Las recorrió con la mirada y pensó con desgana que en la tienda de madame Anjou todavía olía a perfume. Muy débilmente, pero olía.

En la cabeza de Turbín las ideas se confundieron en un montón informe. Y durante cierto tiempo, sin darse cuenta de nada, siguió mirando hacia el lugar por donde el afeitado coronel había desaparecido. Luego, en el silencio, el ovillo empezó a deshacerse. Salió el trozo principal y de color más vivo: Petliura estaba allí. «Peturra, Peturra», replicó con voz débil, y sonrió irónicamente sin saber la causa. Se acercó al espejo que había entre los dos escaparates, cubierto con una capa de polvo que parecía tafetán.

Los papeles se consumían y la última lengua de fuego, después de estremecerse, se apagó en el suelo. Todo quedó casi en las tinieblas.

«Petliura, resulta tan absurdo… En esencia, el país está definitivamente perdido —balbució Turbín en las sombras de la tienda, mas a continuación se dio cuenta de la situación en que se encontraba—. ¿Pero qué hago aquí? Pueden llegar en cualquier momento».

Dio muestras de actividad, lo mismo que Málishev antes de su marcha, y se arrancó las hombreras. Los hilos crujieron y en sus manos quedaron las dos franjas plateadas y oscurecidas de la guerrera y las otras dos, verdes, del capote. Turbín las contempló, les dio unas vueltas y quiso guardarlas en el bolsillo como recuerdo, pero lo pensó mejor y comprendió que era peligroso. Decidió quemarlas. El combustible no faltaba, aunque Málishev había destruido todos los documentos. Turbín recogió del suelo un puñado de recortes de tela de seda, los metió en la estufa y acercó una cerilla. De nuevo los monstruos se extendieron por las paredes y el suelo; de nuevo revivió, aunque por poco tiempo, el local de madame Anjou. Comidas por la llama, las franjas doradas se curvaron, en ellas aparecieron unas burbujas, quedaron negras, luego se arrugaron…

Un importante problema surgió en la cabeza de Turbín: ¿qué hacer con la puerta? ¿Dejarla con el pasador echado o abierta? Si otro voluntario que se hubiera retrasado como él acudía, no tendría dónde ocultarse. Turbín descorrió el pestillo. Luego le abrazó otra idea: ¿y el documento de identidad? Buscó en un bolsillo, en otro, no lo tenía. ¡Efectivamente! Lo había olvidado, esto era ya algo escandaloso. ¿Y si se tropezaba con ellos? Su capote era gris. Le preguntarían quién era. Médico… ¡A ver la documentación! ¡Esta maldita distracción suya!

«De prisa», le murmuró una voz interna.

Turbín no lo pensó más. Se dirigió al fondo de la tienda y siguiendo el camino de Málishev cruzó la pequeña puerta y salió a un oscuro pasillo, y de allí, por la entrada de servicio, salió a la calle.