»Manawyddan, honrado y leal, recibió a los guerreros y les pidió que lo esperaran en su sala de reuniones. Cuando todos estuvieron allí reunidos y dispuestos, el noble señor se atavió con su hermosa capa, cogió el cetro real, y se instaló en su trono. Contempló a los allí reunidos y se dijo: «¡Mil veces bendito soy! Nadie deseó jamás mejores compañeros». Lo cierto es que cada uno de los presentes podría haber sido rey en su propio reino, de no haber elegido servir a Manawyddan.
»E1 corazón del rey se sintió conmovido por la gloria de su ejército, y por lo tanto les pidió a todos que se quedaran un poco más a su lado, para que pudieran disfrutar del banquete que iba a dar en su honor. Cuando el banquete estuvo dispuesto, los guerreros, nobles todos, entraron y llenaron los bancos de las mesas, donde se los obsequió con la mejor comida que jamás se ha presentado a hombres valientes desde aquellos lejanos tiempos hasta los actuales. Cualquier manjar que el guerrero prefiriera (tanto si era carne de venado, o cerdo, o buey, o la delicada carne del ave asada, o del suculento salmón), no tenía más que hundir el cuchillo en el recipiente que tenía delante, y aquella comida aparecía.
»Los guerreros se sintieron encantados con este prodigio, y aclamaron a su anfitrión con sonora aprobación. Tan clamorosas fueron sus alabanzas que Manawyddan se vio movido a decretar otro prodigio. Ordenó que se colocaran tinajas de oro llenas de cerveza en las cuatro esquinas de la sala, y una junto a su trono; acto seguido ordenó a los mozos que le servían que trajeran recipientes de plata y oro para que sus nobles invitados bebieran, e invitó a éstos a hundir sus copas en el espumeante líquido. Así lo hicieron, y, cuando cada hombre se llevó el recipiente a los labios, encontró en él aquella bebida que más le gustaba… fuera cerveza, aguamiel, vino o una excelente cerveza negra.
»Cuando hubieron bebido a la salud de su real anfitrión, los nobles invitados otorgaron tales alabanzas que el gran corazón de Manawyddan se hinchó al escucharlas. Se sacó la torques de oro que llevaba alrededor del cuello, se despojó de la hermosa capa, y descendió del trono para unirse a la celebración; pasó de mesa en mesa y de banco en banco, y comió y bebió con sus invitados, compartiendo la fiesta como si fuera uno de ellos.
»Una vez que el afilado filo del hambre quedó embotado por la munificencia de las crujientes mesas, el rey Manawyddan pidió a sus bardos que agasajasen a los comensales con relatos de hazañas extraordinarias, canciones de amor y muerte, de valor y compasión, de fidelidad y traición. Los bardos aparecieron uno tras otro, y ofrecieron un banquete al espíritu, cada uno más sublime y virtuoso que el anterior.
»El último bardo en cantar fue Kynwyl el Sincero, Bardo Principal de Manawyddan, que acababa de iniciar el Cuento de las tres tragantadas prodigiosas cuando se escuchó un grito en el exterior de la sala; el grito se convirtió en un chillido, y luego en un lamento fúnebre, que empezó en tono muy alto y fue aumentando más y más de volumen hasta sacudir toda la fortaleza hasta sus cimientos, y todas las criaturas mortales que se encontraban entre aquellas sólidas paredes se taparon los oídos y se estremecieron interiormente.
«Entonces, cuando los valerosos invitados pensaban que el terrible sonido acabaría con ellos, éste se apagó. Los reunidos intercambiaron miradas y comprobaron que estaban cubiertos del sudor que provoca el miedo, pues ninguno de ellos había escuchado nunca un grito tan desgarrador como aquél: torturado más allá de toda resistencia, y sin esperanza.
»Antes de que pudieran preguntarse quién podría haber lanzado un grito tan insoportablemente atormentado, las altas puertas de la sala se abrieron de golpe y un viento fortísimo barrió la estancia, un feroz vendaval como los que rugen en los glaciales mares del norte. Los guerreros hicieron frente a la helada ráfaga y, cuando amainó por fin, miraron y descubrieron a una dama de pie en medio de todos ellos. La desconocida tenía el aspecto de una reina, e iba vestida de gris de la cabeza a los pies; el rostro oculto bajo una capucha también gris, y la acompañaban tres podencos grises.
»Manawyddan fue el primero en recuperarse. Se acercó a la mujer con las manos abiertas y acogedoras.
»-Os saludo -dijo, hablando con amabilidad-. Se os da la bienvenida aquí, aunque quizás encontréis más de vuestro gusto la compañía de otras mujeres. Si así es, llamaré a las damas de mi corte, para que os sintáis cómoda en su presencia.
«-¿Creéis que he venido en busca de comodidad y placeres? – le espetó la Dama Gris con altanería.
»-Me limitaba a ofreceros la hospitalidad de mi corte -respondió Manawyddan-. A menos que nos lo digáis, nunca sabremos por qué os habéis presentado tan inopinadamente entre nosotros. ¿Fue acaso para poner fin a nuestra diversión?
»-¡Os podéis guardar vuestra hospitalidad! – advirtió la mujer con aspereza-. No quiero saber nada de amabilidad y generosidad. Las agradables ocupaciones a que me dedicaba en el pasado me resultan más amargas ahora que la muerte y las cenizas.
«-Realmente lamento oír esto -repuso Manawyddan entristecido-. Decidme qué puedo hacer para devolver el entusiasmo y la ternura a vuestro corazón, y tened por seguro que, antes de que el sol se haya puesto sobre otro día, habré hecho todo lo que pueda hacerse. Más aún, los hombres que en estos momentos llenan esta sala no están menos dispuestos a ayudarme en este empeño.
»Tan generosa oferta fue rechazada sin miramientos, pues la dama se limitó a contestar con una lúgubre risa burlona.
»-Señora -dijo Manawyddan-, ¿por qué persistís en este grosero comportamiento? Os he dado palabra de rey de hacer todo lo posible por ayudaros del modo que deseéis. Estoy seguro de que mis hombres pueden enfrentarse y superar cualquier dificultad, poner fin a cualquier opresión, rectificar injusticias, y de este modo reparar cualquier daño o perjuicio que se os haya infligido.
»Este discurso conmovedor recibió la aclamación de todos los que lo oyeron. Los nobles alabaron a su monarca y se pusieron al servicio de la Dama Gris.
»Sin embargo, la extraña mujer despreció sus solemnes promesas.
»-¿Podéis resucitar a los muertos, gran rey? – Rió, y su risa era la amargura personificada-. ¿Podéis devolver la vida a un cadáver con el que las aves carroñeras se han dado un banquete? ¿Podéis hacer que la sangre vuelva a correr por las venas cuando esa misma carne ha empapado la tierra, y el palpitante corazón ya no es sino un pedazo de carne fría en el pecho? ¿Podéis vos, prodigioso Manawyddan, devolver la cálida mirada del amor a un ojo que ha sido arrancado y arrojado a los perros?
»Al escuchar estas palabras, el corazón de Manawyddan se llenó de dolor por la situación en que se encontraba la dama.
»-Señora, vuestra pena se ha convertido en mi pena, y vuestro infortunio en el mío. Pero sabed esto: todo el peso de la tristeza que sentís ahora, aumentado siete veces caerá sobre aquel que ha provocado vuestro lamento.
»Al oír esto, la misteriosa dama inclinó la cabeza y se declaró muy satisfecha, sabiendo que Manawyddan haría honor a su promesa mientras su cuerpo alentara. Entonces empezó ella a contar al monarca lo que había acontecido para provocar su ruina. Los guerreros se apelotonaron a su alrededor para escuchar… y resultó muy difícil decidir qué era lo que resultaba más angustioso, si el relato o tener que escucharlo.
»-No siempre fui el triste esperpento que contempláis ahora ante vosotros -explicó la dama-. Hubo un tiempo en que fui hermosa, pero el luto me ha envejecido y resecado antes de tiempo. Escuchad, pues, si queréis aprender una lección de mi tormento.
«"Soy hija de un rey montañés llamado Rhongomynyad, un gobernante a la vez sabio y bondadoso, que se puso enfermo una noche y murió al poco tiempo. Me quedé sola para gobernar en su lugar hasta que me casara y mi esposo me relevara de tan tedioso deber. Como podría esperarse, desde el momento en que el mundo se enteró del fallecimiento de mi progenitor, el sendero que conducía a mi fortaleza estuvo atestado de pretendientes deseosos de obtener mi aprobación. Si he de decir la verdad, aunque nunca encontré a ninguno de estos jóvenes aspirantes ni remotamente de mi agrado, no por ello me cansé de la persecución.
«"Un día, mientras el acostumbrado rebaño decepcionante de pretendientes atravesaba con calma las puertas de la fortaleza, mis ojos fueron a posarse en un joven alto de rostro y figura hermosos: esbelto, pero no demasiado delgado; apuesto, pero no vanidoso; orgulloso, pero no arrogante; amable, pero no bobalicón; generoso, pero no despilfarrador; astuto, pero no engreído; simpático, pero no frívolo; digno de confianza, pero no austero. En pocas palabras, mi corazón se inflamó de amor por él en el mismo instante en que nuestras miradas se cruzaron.
«"Pasamos el día, y todos los días que siguieron, en íntima camaradería, y mi amor fue creciendo a medida que nos íbamos viendo. Antes de que finalizara el verano ya estábamos prometidos. Nuestra boda se celebraría en la primavera, y yo podría dejar a un lado los deberes de la soberanía que tanto me pesaban. Como todas las parejas prometidas, hicimos nuestros planes y también soñamos, y mi amor por mi amado era tan devastador como la llama de un fuego eterno.
»"Entonces un buen día, mientras mi amado se ocupaba de ciertos asuntos en el reino de su padre, un hombre vestido de oscuro penetró a grandes zancadas en mi corte y, sin siquiera una tierna mirada en mi dirección, se proclamó rey por virtud de su habilidad con las armas y desafió a quien quisiera discutírselo a desenvainar la espada o empuñar la lanza, y a que lo atacara. Ante mi vergüenza y ultraje, nadie osó defenderme. Todos los jóvenes que se encontraban en mi corte retrocedieron, temblando de miedo.
»"Pues, aunque un hombre en muchos aspectos, en estatura este siniestro adversario ¡era poco menos que un gigante! Tan alto como dos hombres, tenía las espaldas anchas y los brazos largos, y sus armas eran de negro hierro, y también de hierro era su escudo. Se necesitaban dos hombres para levantar su hacha, y tres para sostener el pesado escudo.
»"No obstante, mi amado no tardó en enterarse de lo sucedido. Reclamó inmediatamente espada y lanza, ordenó que ensillaran su caballo y sacaran brillo a su escudo, y saltando sobre la silla partió a toda velocidad para aceptar el desafío. Los dos se encontraron en el sendero que conducía a mi fortaleza, y el estrecho valle situado entre dos montañas se convirtió en el campo de batalla.
»"¡Ay de mí! ¡Lucharon! ¡El combate fue feroz y, desgraciadamente, mi bien amado perdió la vida!
»"El Opresor Negro se abalanzó sobre mi amado, le arrancó los ojos, y los arrojó a los perros. Luego separó la cabeza sin ojos de los elegantes hombros y la clavó en la punta de su lanza, que colocó sobre la puerta de la fortaleza como recordatorio para todos los que pasaran bajo la exangüe cabeza de que era él quien ahora gobernaba el reino. Ese mismo día me reclamó por esposa, e hizo que me ataran y me condujeran a mis aposentos, que había hecho suyos. Acto seguido exigió que le prepararan una comida y se la sirviesen en la sala; dijo que sería nuestro banquete nupcial. El muy glotón devoró seis cerdos, tres bueyes, nueve corderos, y se bebió cuatro cubas de cerveza, en tanto que yo no probé bocado.
»"Mientras el negro gigante se atiborraba de comida en mi sala, me armé de valor y decidí que, cuando viniera en mi busca, yo estaría muerta o habría huido. Conseguí liberarme de las ataduras, e intenté escapar; por desgracia, la puerta estaba firmemente atrancada, y no existía otra salida. Dije adiós a la vida entonces y, tomando las cuerdas que me habían sujetado, anudé juntos los extremos para formar un nudo corredizo, que, con manos temblorosas, coloqué alrededor de mi cuello.
»"Me encontraba apretando el nudo cuando una de mis doncellas penetró en la estancia para encender la chimenea de modo que la habitación nos resultara acogedora a mi odioso novio y a mí. Cuando vio las sogas asesinas alrededor del cuello de su señora, la muchacha se lanzó sobre mí y juró que me ayudaría a escapar si la llevaba conmigo. Acepté al punto, y nos escabullimos inmediatamente de la estancia, deteniéndonos únicamente para prender fuego al lecho.
»"Desde ese espantoso día hasta hoy -finalizó la Dama Gris-, he vagado sin rumbo, en busca de justicia y retribución. ¡Soy la más desdichada de las mujeres! Nunca jamás ha aparecido criatura alguna que fuera lo suficientemente hombre para enfrentarse al gigante negro en combate y rescatar a mi reino y a mis súbditos.
»"De todos modos, para demostraros que soy sincera y que la virtud me acompaña a dondequiera que vaya, hago esta promesa: aquel que mate al Opresor Negro me tendrá a mí ese mismo día por esposa… y también mi reino y todo lo que poseo. Dichoso será el hombre que me tome por esposa -añadió-, porque conozco muy bien mi valía.
»El gran Manawyddan posó la mirada sobre los guerreros allí reunidos, cada uno más competente y vigoroso que el anterior.
»-Habéis escuchado el desdichado relato de la dama -dijo-. ¿Quién de entre vosotros aceptará el reto? ¿Quién matará a esta criatura repugnante y le devolverá a la dama su reino? ¿Quién de entre vosotros se cubrirá de gloria y traerá el honor a esta corte?
»Se escuchó al instante un tremendo clamor provocado por los valientes guerreros al intentar hacerse oír unos por encima de los otros. Pero el hombre que triunfó fue el propio campeón del rey, un guerrero de gran renombre llamado Llencellyn.
»-Mi rey y señor -anunció Llencellyn cuando consiguió la atención del soberano-, que se me cubra de cadenas y se me arroje al mar si no vengo a esta dama y le devuelvo su reino antes de que hayan transcurrido tres días.
»E1 poderoso monarca sonrió, pues no esperaba menos de su campeón. Manawyddan ensalzó la disposición del guerrero, diciendo:
»-Ve, pues, Llencellyn, con mi bendición. Te exhorto a recordar que, aunque debas enfrentarte a todos los demonios del infierno, con la ayuda de la Veloz Mano Firme sin duda vencerás.
»El guerrero se incorporó de un salto y pidió que le llevaran sus armas y su caballo. Una vez que se hubo armado, montó sobre su hermosa cabalgadura y pidió a la dama que lo condujera hasta su reino, de modo que pudiera matar al gigante sin dilación y obtener así una esposa y un reino. La Dama Gris montó sobre su yegua amarilla y se hizo seguir por el campeón.
»Los hombres de la corte de Manawyddan no estaban conformes con permanecer ociosos y aguardar el resultado del combate.
»-¿Cómo podemos quedarnos aquí mientras nuestro compañero se enfrenta a este peligro? – exclamaron-. ¡Oh, poderoso rey, dejad que los sigamos hasta el lugar del enfrentamiento para que podamos contemplar cómo le va a Llencellyn!
»Así lo hicieron, siguiendo las huellas del guerrero hasta el campo de batalla, al que llegaron justo a tiempo de ver cómo Llencellyn descargaba el primero de muchos fortísimos golpes… cualquiera de los cuales habría sido suficiente para derribar al más resistente de los enemigos. Curiosamente, cuanto más luchaba Llencellyn, más fuerte se volvía el gigante; a cada bien asestado golpe de la espada del campeón, las fuerzas del negro gigante aumentaban en tanto que las de Llencellyn disminuían.
»El rey y todo su ejército contemplaron con horror cómo las energías de su renombrado campeón se desvanecían, hasta que, incapaz de levantar la espada, el brazo del guerrero desfalleció. El Opresor Negro, ansioso de sangre, atacó justo cuando la hoja de la espada descendió. Alzó en el aire la cruel hacha de hierro y, descargándola sin piedad, golpeó al campeón justo en el centro del yelmo; la hoja del gigante hendió el yelmo de combate y atravesó piel, carne, hueso y cerebro como si hendiera el aire, partiendo en dos la cabeza del intrépido luchador.
»Todo el ejército se quedó desolado y contempló presa de dolor y angustia cómo el Opresor Negro se abalanzaba sobre el cadáver y cortaba el cuerpo del desdichado Llencellyn en pequeños pedazos y luego pisoteaba los pedazos… aquellos pedazos, claro está, que los perros no devoraron. Se volvió luego hacia el anonadado grupo, y se mofó:
»-¿Quién será el siguiente que desafíe a la muerte?
»A1 ver que nadie osaba responder al malvado caballero, Manawyddan gritó:
»-¡Si mis hombres han perdido su valor, que así sea! Será mucho mejor para mí morir luchando que irme a la tumba como un cobarde y además rey de cobardes. ¡Traedme mi espada y mi escudo!
»Sus palabras avergonzaron a los guerreros allí reunidos… aunque no lo suficiente para que nadie consiguiera superar su terror al gigante. Intercambiaron miradas entre ellos y se encogieron de hombros como diciendo: "Si así es como lo quiere el rey, ¿quiénes somos nosotros para oponernos?". Entretanto, se trajeron las armas del monarca y éste empezó a vestirse para la batalla que sin duda sería la última que libraría.
»Pero, mientras el rey se ataba el talabarte, un joven delgado se acercó, se arrodilló ante él, y dijo:
»-Por favor, señor, soy vuestro siervo.
»El rey no había visto nunca al muchacho, y respondió:
«-Perdóname, muchacho, pero no tengo tiempo para andarme con tacto. Dentro de muy poco serviré de alimento a los cuervos y saciaré la sed del suelo reseco con mi sangre. ¿Quién eres, y qué deseas?
»-Mi nombre -repuso el mozalbete- no importa demasiado. Soy nuevo en vuestra corte y no me he distinguido aún con las armas, y por lo tanto he debido de escapar a vuestra atención.
»-Sí, sí -le espetó Manawyddan irritado-. Si tienes algo que decir, dilo rápido.
»-Suplico el favor de probar suerte contra el Opresor Negro -contestó él con sencillez.
»-Bien, tu valor es grande, pero dudo de tu inteligencia. Guerreros excelentes y poderosos que han intentado matar a este Opresor Negro yacen ahora en mansiones de tierra. ¿Qué te hace pensar que tú, apenas poco más que un muchacho… ¡y además muy delgaducho!… puedes tener éxito allí donde caudillos de la talla de Llencellyn han fracasado de un modo tan miserable?
»-Joven puede que sea -dijo él, respondiendo a sus palabras-, pero aún no he encontrado enemigo que pueda enfrentarse a mí.
»-Está claro que no puedes haberte enfrentado a muchos adversarios -declaró el rey entristecido-. Ése es, sospecho, el secreto de tu éxito.
»-No me toméis tan a la ligera -advirtió el muchacho, su seguridad igual de firme-. Pues he tenido éxito debido a un extraño don con el que he sido favorecido.
»Manawyddan se apoyó sobre su lanza y suspiró.
»-¿Es que esto no va a acabar nunca? Quizá fue la conversación insustancial lo que acabó con tus adversarios.
»-En absoluto -aseguró el joven al rey con toda solemnidad-. Debo mi triunfo al hecho de que, no poseyendo fuerza propia, siempre que salgo al campo de batalla el poder de mis oponentes me es concedido a mí en doble medida.
»-Hijo -replicó Manawyddan, meneando la cabeza entristecido-, he vivido mucho tiempo en el reino de este mundo y he oído muchas cosas extrañas, pero jamás he oído algo así. – Hizo una pausa, contemplando al delgado joven con gran suspicacia-. Si creyera aunque fuera la más mínima parte de lo que aseguras, podría permitir que probaras suerte. Tal y como están las cosas, me temo que no haría otra cosa que posponer mi propia muerte a cambio de la tuya. Como monarca de gran reputación y caudillo de guerreros, considero totalmente indigno de mi persona considerar siquiera tal posibilidad.
»-Bien, no andáis muy desencaminado, desde luego. Pero, desde mi punto de vista, da la impresión de que vuestro alabado ejército ha realizado con vuestra vida el mismo trato que vos teméis hacer con la mía. Lo cierto es que vuestros guerreros, intrépidos todos ellos, sin duda, os han dado ya por muerto antes de que alcéis la lanza o empuñéis la espada.
»-Ten cuidado con lo que dices -gruñó el monarca a modo de advertencia-, pues hablas de hombres puestos a prueba en combate. No obstante, me siento muy tentado de acceder a tu ruego, aunque vaya a ser el último. Supongo que también podría enfrentarme al gigante mañana.
»El chaval sonrió y se inclinó ante el gran rey.
«-Ciertamente, sois un soberano digno del nombre -repuso-. No tenéis más que concederme lo que suplico, y cosechar la recompensa.
»-Ojalá fuera así -suspiró Manawyddan.
»-Tened por seguro que jamás escucharéis una palabra de reproche de mis labios -indicó el joven-. Dadme tan sólo una espada; luego moveos a un lado y observad lo que haré.
»Lord Manawyddan, Gran Dragón de la Isla de los Poderosos, entregó al joven la espada que empuñaba, y ordenó a sus portadores del escudo que armaran también al joven con lanza y cuchillo, yelmo y cinto. Pero el muchacho sacudió la cabeza negativamente con firmeza, diciendo:
»-O bien será suficiente con esta espada o no lo será. Si ha de ser así, entonces no es necesario nada más; si no ha de ser, ninguna otra cosa servirá. Llamad al gigante y dejad que nos enfrentemos. El día se acaba, y empiezo a sentir hambre.
»Se llamó entonces al Opresor Negro, que hacía rato se había retirado a su residencia para refocilarse con su odioso triunfo, con un sonoro toque del cuerno del rey.
»-¿Qué es esto? – refunfuñó el gigante con un vozarrón que recordaba el lejano retumbar del trueno-. ¿Quién perturba mi descanso? ¿Será acaso que el poderoso Manawyddan ha conseguido por fin reunir todo su valor y desea ahora poner a prueba su valía frente a la autoridad de mi arma?
»-No digáis nada que no deseéis lamentar más adelante -advirtió el valiente caballero-. No soy yo quien os juzga, sino el dios que os haya creado… y no tardará en hacerlo. Ante vos se encuentra el joven que hará con vos lo que habéis hecho a tantos otros.
»El negro gigante rió estruendosa y largamente al escuchar aquello. Luego contempló al joven, que aguardaba de pie pálido e indefenso ante él, sin más armas que una espada de tal tamaño, que debía sujetarla con fuerza con ambas manos para poder levantarla.
»-Chico -tronó el gigante, secándose lágrimas de hilaridad de los ojos-, de todos los guerreros que he exterminado, no recuerdo haber matado a ninguno tan estúpido como tú.
»El delgado muchacho se adelantó rápidamente, arrastrando la espada con él.
«-Limitaos a sembrar lo que deseéis cosechar -replicó el joven en tono ecuánime. Si había el menor temblor de miedo en su voz, nadie lo escuchó.
»En su avidez por volver a matar, el gigante se lamió los repugnantes labios y dedicó una sonrisa burlona al rubio muchacho; luego, alzando su hacha de guerra, y comprobando el filo de la hoja con el pulgar, dijo:
»-Ven, pues; será una satisfacción hacerte desaparecer de aquí.
»-Cuidado, no se me mata tan fácilmente como podríais pensar.
»Enojado por la indiferencia del joven, el gigante negro lanzó un rugido que dejó helado hasta el tuétano a todo aquel que lo oyó en muchas hectáreas a la redonda. Levantó el hacha de hierro bien alta por encima de su cabeza y la descargó con un hachazo tan tremendo que todos desviaron la mirada para no ver algo que luego sinceramente desearían olvidar. Como el hacha no produjo el menor sonido, abrieron los ojos y se volvieron de nuevo hacia el lugar en que se encontraba el muchacho… esperando, sin duda, ver su cuerpo partido en dos como una res muerta en el asador.
»¡Pero no era así! El joven seguía en pie. Lo que es más, parecía más robusto que antes; a decir verdad, parecía haber crecido un palmo, y las delgadas extremidades se veían más gruesas. El gigante lo contempló boquiabierto por la sorpresa, y miró el hacha que empuñaba como si esperara que ésta le brindara una explicación. La cólera empezó a hervir en su interior como plomo fundido; volvió a rugir, y el estallido sacudió el suelo. La hoja del hacha volvió a alzarse, y volvió a descender. El joven, flexible como un sauce en primavera, se apartó ligeramente a un lado y la afilada hoja cortó el vacío.
»-Mi padre siempre me enseñó que la guerra es una maldición, y el principal motivo de sufrimiento de la humanidad -salmodió el mozalbete con suavidad. Su voz se había vuelto más grave y sus brazos, bien torneados ahora, levantaron la espada y la mantuvieron firme ante él-. Tal vez sea una lección que debierais haber aprendido.
»Con una mirada asesina, y el negro rostro cada vez más oscuro por culpa de la rabia, el gigante aulló:
»-¡Cómo te atreves a condenarme! Quédate quieto, y veremos quién manda aquí.
»Se lanzó como una fiera sobre el joven, que detuvo la carga con una veloz patada que paró en seco al negro adversario. El gigante, aturdido por el golpe, se dobló hacia delante presa del dolor; y el muchacho se quedó apoyado en su espada a pocos pasos de distancia mientras su oponente vomitaba la cena sobre el suelo.
»-Es una vergüenza desperdiciar una buena comida -se mofó el muchacho-, pero vos siempre habéis sido un derrochador y un destructor. Decidme, ¿qué tal sabe vuestra victoria ahora? ¿Sigue siendo dulce en vuestra boca… o se ha vuelto amarga?
»Con un alarido capaz de resquebrajar el cielo, el Opresor Negro levantó el hacha de hierro. La brutal arma parecía mucho más pesada ahora, y precisó de todas sus fuerzas sólo para levantarla y balancearla sobre su cabeza. La hoja quedó suspendida en el aire, y el afilado borde centelleó bajo los rayos del sol.
»El muchacho, la cabeza y los hombros a la misma altura que los del Opresor Negro, alzó la espada del rey y dio con ella un golpecito a la hoja del hacha, que hizo volar a ésta por los aires como si fuera una pluma. La facilidad con que había sido desarmado enfureció al gigante más allá de toda medida o razonamiento, de modo que bajó la cabeza, abrió los brazos y cargó contra su joven adversario, con la intención de aplastarlo con una fuerte tenaza de sus brazos.
»El gigantón no había dado ni tres pasos cuando sus rodillas se doblaron y se desplomó boca abajo contra el suelo. La colisión dejó sin aire los pulmones del perverso adversario, e hizo que la tierra temblara y se estremeciera de un modo capaz de derribar montañas. Sin embargo, el muchacho, alzándose ahora ante el gigante, se adelantó hasta el repugnante enemigo y le rebanó la cabeza con un rápido tajo de la espada de Manawyddan, al tiempo que decía:
»-Nunca más volveréis a molestar a las buenas gentes de este reino.
»El rey y todos sus hombres se quedaron atónitos ante lo que acababan de presenciar. Durante unos minutos, no se oyó el menor sonido en todo el mundo, y luego, con un potente grito de alivio, todos se precipitaron al frente para aclamar al maravilloso joven y su sorprendente triunfo sobre el enemigo.
»Manawyddan fue el primero en ensalzar al muchacho, y encabezó a los suyos en una canción de alabanza en honor del joven. La Dama Gris se quitó la capucha, corrió hasta el joven, y le rodeó el cuello con los brazos… pues, en cuanto el gigante murió, el mozalbete había recuperado su anterior tamaño y figura. La dama lo besó, y declaró en voz muy alta para que todos lo oyeran:
»-Realmente, sois un campeón entre los hombres. En este día acabáis de ganar vuestro reino, y a vuestra reina.
»Avergonzado por el tumulto, el muchacho enrojeció como un tomate de la cabeza a los pies; luego, retirando las manos de la dama de su cuello, repuso:
»-Aunque vuestra oferta es la amabilidad personificada, debo pediros vuestro perdón y rechazarla. Mi destino está fijado de antemano, pues me dirige otra mano.
»Lord Manawyddan se entristeció al escuchar esta respuesta, y exclamó:
»-¿Qué? ¿No te quedarás con nosotros? Mi campeón está muerto, y necesito otro. Y tú, creo yo, te mereces sin lugar a dudas ese puesto.
»E1 muchacho se limitó a sonreír, y rogó lo dispensaran de tal honor.
»-Por desgracia, no puedo quedarme ni un momento más -respondió, y explicó que era su destino vagar a lo ancho y largo del mundo y ofrecer su ayuda donde se necesitara.
»-Márchate si debes hacerlo -dijo Manawyddan-, pero te ruego que no te marches con las manos vacías. No tienes más que nombrar tu recompensa e, incluso si es la mitad de mi reino, la tendrás.
»Sin dejar de sonreír, el desconocido volvió a declinar la oferta.
»-Tengo lo que necesito, y tener más no me serviría de nada. – Contemplando a los guerreros que lo rodeaban, siguió-: Buen rey, honradme en su lugar en estos hombres que se os han entregado. No les reprochéis su temor… Los hombres no son más que polvo, al fin y al cabo.
«Aquellas palabras hicieron que el rey se maravillara aún más.
»-Ve, pues -dijo-, y con mi bendición. Sin embargo, no quisiera que te marchases sin saber tu nombre.
»-¿Aún no sabéis quién soy? – inquirió él, con una sonrisa.
»-Hijo, jamás te había visto hasta este día. ¿Quién eres, muchacho?
»-Soy el Joven de Mil Veranos -contestó el desconocido, para enseguida despedirse de todos y, pasando entre ellos, desaparecer del mismo modo en que había llegado: inadvertido.
«Cuando se hubo marchado, la Dama Gris abrió de par en par las puertas de su fortaleza e invitó a Manawyddan y a su ejército a un banquete en su compañía y en la de sus súbditos para festejar su liberación. El rey, aunque seguía sin sentirse demasiado satisfecho del pusilánime comportamiento de sus hombres, aceptó, y todos penetraron en la sala de la reina y celebraron una fiesta que duró tres días y tres noches en la más agradable camaradería que se haya conocido jamás. Hombres y mujeres se sentaron juntos y no tardaron en compartir el festejo con aquellos que más les agradaban. Una a una, cada pareja se presentó ante su gobernante para pedir su bendición a tal unión, y todos se casaron como era de esperar, por lo que la celebración continuó en forma de banquete nupcial, y la alegría fue completa.
»La reina contempló a las parejas que los acompañaban y comentó:
»-Es correcto y justo que nuestros súbditos unan de este modo nuestros reinos. Sólo desearía poder compartir su felicidad y aumentarla con la mía propia.
»A lo que lord Manawyddan contestó:
»-Dios sabe que estoy ofreciendo un pobre ejemplo a mi gente si todos ellos se casan y yo por mi parte carezco de reina. – Se volvió entonces hacia la dama sentada a su lado y dijo-: Quizá no sea un destructor de gigantes, pero sé que sería mejor rey de lo que nunca he sido si quisierais ser mi esposa. Señora -continuó, tomando la mano de ella entre las suyas-, ¿queréis casaros conmigo?
»La Dama Gris sonrió ampliamente y contestó:
»-Y yo que pensaba que jamás me lo pediríais. Sí, mi rey, me casaré con vos.
»-Vamos a casarnos -declaró el monarca, muy satisfecho por la respuesta obtenida-, y ni siquiera sé vuestro nombre.
»-Me llamo Rhiannon -respondió ella; y, mientras lo decía, la reina se quitó la capucha y la capa grises para mostrar un vestido todo de oro, con joyas, cada una de más valor que la anterior, y diminutas perlas cosidas con hilo de plata trenzada. Sus cabellos eran de un rojo dorado y estaban peinados en finas trenzas. La piel era blanca como la leche, el cuerpo cimbreante, y el rostro de suaves mejillas de una belleza sin par. Manawyddan se sintió muy complacido al verla, y se casó al instante con ella, no fuera a ser que se le escabullera.
»El monarca presentó entonces a su nueva reina al pueblo, y la noble pareja recorrió la sala, entregando regalos a todo el mundo, y los festejos se renovaron ante el regocijo de toda criatura, alta o baja, que habitara en el reino.
»¡Pero fijaos bien! Cuando finalizó el banquete, habían transcurrido trescientos años sin que ellos se dieran cuenta, y ni siquiera habían sufrido los estragos de la edad, pues cada hombre y mujer seguía tan robusto como lo había estado en el momento de sentarse a la mesa. A decir verdad, ni un solo cabello blanco podía verse en ninguna cabeza, e incluso aquellos cuyas frentes habían estado arrugadas por la preocupación aparecían ahora con la piel tan fina y tan alegres como el día en que nacieron.
»Desde ese momento, los reinos fusionados de Rhiannon y Manawyddan fueron conocidos como la Isla de los Inmortales. El reino floreció como nunca antes lo había hecho, generando un prodigio de cosas buenas, y se convirtió en la envidia de todo el mundo.
»Se cuentan muchas historias sobre esta isla maravillosa, pero este relato termina aquí. Que escuche quien lo desee.
Ah, Morgaws, preciosa mía, lo has hecho mucho mejor de lo que imaginas; mejor, incluso, de lo que ese necio borrachín de mi sobrino sabrá jamás. ¡Y pensar que Avallach lo tuvo todo este tiempo! Durante todos estos años, Avallach lo ha mantenido oculto, sin compartir el secreto con nadie.
Claro que, si hubiera imaginado siquiera que Avallach poseía tal reliquia, me hubiera apoderado de ella hace ya tiempo. Él jamás me la habría dado: ¿cuándo me dio algo Avallach? La verdad es que, si me hubiera favorecido aunque fuera con las migajas de consideración que demuestra al perro que husmea por sus establos, las cosas podrían ser muy diferentes ahora.
Pero ¿movió alguna vez un dedo el poderoso Rey Pescador por mí? ¡Jamás! Todo era para Charis, siempre para Charis. Ella lo tenía todo, y yo no tenía nada. ¡Taliesin debiera haber sido mío! Juntos habríamos gobernado Inglaterra eternamente.
Charis, Diosa de las Masas Apestosas, acabará maldiciendo el día en que nació. Podría haberla matado en cualquiera de mil ocasiones… ¡Habría sido tan fácil! Pero la muerte se habría limitado a poner fin a su sufrimiento, y quiero que su tormento se prolongue mucho tiempo.
No, no será Charis quien muera; será ese despreciable Merlín y su torpe creación, Arturo, prontamente seguido por esa perra bobalicona de reina y su bovino campeón. Todos ellos se irán a la tumba llorando y gimiendo… pero no antes de contemplar cómo su ridículo sueño es destruido por el único poder real de este mundo. Tenían el Grial, los muy estúpidos, tenían el Grial en sus manos y no supieron ver qué era lo que poseían.
Bueno, antes de que haya terminado, lamentarán amargamente su ignorancia. Se roerán las entrañas de pesar; se arrancarán los ojos mientras contemplan cómo su absurdo Reino del Verano, todo dulzura y luminosidad, se seca como el estiércol sobre una roca caliente.
Esto le provocará a Avallach una pena infinita… literalmente. Porque, ahora que poseo el Grial, el dolor durará de verdad eternamente.
Al levantarnos a la mañana siguiente, formamos columnas y nos adentramos más en el páramo. El viento era frío y soplaba del noroeste, pero el cielo permaneció despejado y luminoso, y yo me animé, al ver que el Pandragón estaba de mejor humor del que había mostrado desde la desaparición del Grial. Esto, me figuro había que agradecérselo a Myrddin; su canción había dado nuevos ánimos a todo el mundo. Y, aunque a lo lejos, casi en la línea del horizonte, divisé la oscura hilera de nubes de color gris azulado de una tormenta invernal acercándose por el sur, consideré que podíamos darle ciento y raya a cualquier cosa que se cruzara en nuestro camino.
Llegado el mediodía, la tormenta no había avanzado demasiado, y empecé a pensar que pasaría de largo, o no estallaría. Cuando nos detuvimos para acampar y pasar la noche, me dirigí junto con Myrddin a una colina cercana para ver qué podíamos averiguar de la región. El sol se ponía en medio de un intenso resplandor rojo y gris, y yo, señalando la espesa faja oscura bordeada de azul claramente visible en el horizonte, comenté:
–La he estado observando todo el día, pero la tormenta no ha avanzado un ápice.
–Sí -murmuró él con aire distraído, luego, entrecerrando los ojos para protegerlos del refulgente cielo, el sabio Emrys estudió con atención la larga línea azulnegra.
Me di cuenta, entonces, de que el viento, que soplaba a nuestra espalda todo el día, había dejado de soplar ahora, y que todo estaba en silencio… a excepción de un débil y lejano retumbar, como el de las olas de un océano al chocar contra los acantilados.
–Cuando hablamos sobre tu estancia en Llyonesse, no dijiste nada sobre un bosque -dijo por fin el sabio Emrys-. ¿Cómo es eso, Gwalchavad?
–Lord Emrys -contesté, volviendo el rostro hacia él-, no mencioné ningún bosque por la sencilla razón de que no había ningún bosque.
A lo que Myrddin respondió, alzando una mano para señalar la achaparrada franja que aparecía gruesa y oscura a lo lejos:
–Hay un bosque ahora.
–¿Cómo es posible? – inquirí en voz alta; ni se me ocurrió poner en duda sus palabras-. No creía que nos hubiéramos apartado tanto de nuestra ruta. Sin duda nos hemos desviado más de lo que imaginaba por culpa de la niebla.
–No, Gwalchavad -repuso él-, no nos hemos desviado de nuestro camino. – Se dio la vuelta y emprendió el camino de vuelta al campamento, dejándome para que meditara sobre las sutiles implicaciones de sus palabras.
¿Quería decir, me pregunté, que el bosque había crecido desde la última vez que pasé por aquí? ¿O que el bosque había estado siempre aquí, pero yo no lo había visto? ¿Podía yo haber cabalgado a través de un bosque y no haber observado la presencia de un solo árbol?
Cualquiera de estas alternativas resultaba tan inverosímil como las otras. Probablemente, alguna posesión diabólica me había impedido verlo, o había provocado que lo olvidara. Decidí preguntar a Peredur al respecto, y descubrir qué recordaba él.
Encontré al joven guerrero ayudando a montar los postes para atar a los caballos. Al igual que cuando combatíamos, Arturo había ordenado que se estacara a los animales, en lugar de atarlos por el ronzal, de modo que pudieran estar listos con mayor rapidez si era necesario. Lo aparté de su tarea.
–Sigúeme. Tengo algo que mostrarte -le dije, llevándomelo de allí-. ¿Te acuerdas de cuando estuvimos aquí la última vez? – le pregunté cuando se colocó a mi altura.
–He intentado con todas mis fuerzas olvidarlo.
–Bien, quisiera preguntarte si recuerdas haber pasado por algún bosque durante nuestra estancia en Llyonesse.
–¡Bosque! – exclamó-. Pero si este lugar está yermo como un desierto… como muy bien sabéis. Si hubiéramos… -Dándose cuenta de que yo lo decía en serio, Peredur calló y me contempló con extrañeza-. Señor, perdonadme, pero pensaba que bromeabais. ¿Por qué preguntáis algo así?
Alcanzamos la cima de la colina donde Myrddin y yo acabábamos de estar, y, una vez allí, señalé la línea de color morado que abrazaba la suave ondulación del horizonte meridional, y dije:
–¡Mira! Un bosque donde no había habido ninguno antes.
Peredur contempló el panorama boquiabierto, me dirigió una veloz mirada, y luego devolvió la vista a la hilera de árboles, visible ahora como una faja azulnegra bajo un cielo crepuscular del que la luz se desvanecía a gran velocidad.
–Podrían no ser más que nubes.
–El Emrys no tiene la menor duda -replique-. Son árboles…, no nubes.
El rostro del joven se torció en una mueca.
–Supongo que Myrddin no se equivoca -concedió de mala gana-. Sin duda la razón es que nos hemos desviado mucho del sendero cuando cabalgábamos en medio de la niebla.
El tono de su voz no consiguió mitigar mis recelos, pero asentí y regresamos al campamento, donde ayudamos a terminar el piquete atando a los caballos a la cuerda central, antes de dirigirnos a toda prisa hasta una de las cuatro fogatas que se habían encendido para mantenernos calientes durante la noche. Había estofado de cerdo salado, judías negras y pan de cena: una papilla insulsa, pero caliente y nutritiva tras un frío día sobre la silla de montar. Terminada la comida, algunos guerreros intentaron conseguir que Myrddin volviera a cantar, pero él se negó, diciendo que a la espada se la embota si se la desenvaina todo el tiempo, y que él deseaba una hoja bien afilada cuando volviera a utilizarla.
Así pues, nos acurrucamos cerca del fuego y nos dedicamos a conversar y dormitar, y la noche fue cayendo sobre nosotros. Uno a uno, los cymbrogi sucumbieron al penetrante silencio del desolado territorio; y nos envolvimos en nuestras capas, cerramos los ojos, e intentamos dormir. En algún momento de la noche, el viento volvió a levantarse, esta vez procedente del sur, y más frío, y noté la presencia de nieve en el helado aire, por lo que me acerqué aún más a la hoguera.
Nos despertamos en medio de una fuerte helada y un viento que atravesaba nuestras capas como un cuchillo. No había nieve, pero un cielo gris y cubierto vomitaba sobre nosotros aguanieve, lo que nos hizo iniciar el día con muy poco ánimo. Desayunamos y nos pusimos en marcha, para detenernos de nuevo en cuanto coronamos la primera colina.
Myrddin alzó la mano, y Arturo tiró con fuerza de las riendas, haciendo que su montura se levantara sobre los cuartos traseros. Todo el mundo se detuvo a nuestra espalda, alerta al peligro; y escuché el sordo tintineo de las armas al desenvainarse. El Emrys volvió la cabeza por encima del hombro y me indicó que me colocara a su lado.
Llegué junto al rey y Myrddin en un instante, y contemplé lo que los había hecho detenerse en seco. El bosque, que la última vez divisamos como una gruesa línea en el lejano horizonte meridional, se alzaba ahora justo delante de nosotros: un espeso conjunto de carpe, olmos y robles situados al otro lado del valle.
Mudo de asombro, contemplé el bosque como si nunca antes hubiera visto un árbol. No había nada, hasta donde yo podía juzgar, que sugiriera que los árboles que veía ante mí no fueran lo que parecían: sólidos y gruesos y, como los árboles de todo el mundo, bien enraizados en su lugar gracias a años de lento e incansable crecimiento.
Mientras contemplaba con incredulidad el espeso arbolado, percibí poco a poco un sonido extraño e inquietante. Creo que el sonido ya estaba allí desde el principio, pero no me di cuenta de su presencia hasta que hubo pasado la primera sorpresa provocada por la presencia de los árboles. Tampoco fui yo el único en escucharlo.
–¿Qué es eso? – preguntó Arturo, en voz baja. Volvió la cabeza a medias, pero sus ojos no abandonaron el sombrío bosque ni un momento-. Parece un castañetear de dientes.
Lo cierto es que así era; era el sonido de muchos dientes, largos y pequeños, rechinando entre ellos, pero no con fiereza, sino con suavidad, casi con lentitud, en un sordo murmullo atropellado.
Los ojos de Arturo se movieron veloces de izquierda a derecha a lo largo de la sólida hilera de árboles en busca de alguna brecha en el bosque, pero la hilera se presentó ante nosotros como una muralla de troncos, y no se veía abertura alguna por ninguna parte en toda su gruesa longitud excepto por una sola: justo delante, se abría un hueco entre los apelotonados árboles.
El sendero que seguíamos conducía directamente al centro de la oscura espesura, y, lo que era más, la niebla volvía a alzarse; llenaba ya el valle entre nosotros y la linde del bosque.
Bedwyr y Cador frenaron en ese momento sus monturas detrás de nosotros. Tras haber observado el bosque desde sus puestos en la retaguardia, se nos unían ahora para averiguar qué pensaban el rey y su sabio consejero.
–A menos que estuviera oculto por la niebla -declaró Bedwyr-. No se me ocurre cómo es que ha aparecido aquí.
–Tal vez -sugirió Cador-, al igual que los guerreros de vuestro relato, Myrddin, hemos dormido mil años, y el bosque ha crecido a nuestro alrededor.
Bedwyr frunció el entrecejo ante la frivolidad de su compañero, y lo reprendió con un gruñido indignado. Sin embargo, Myrddin dijo:
–En este lugar, ésa es una explicación tan sensata como cualquier otra.
–Si eso es lo que se considera razón -repuso Bedwyr sombrío-, entonces el desatino es rey, y reina la locura.
–Una pared delante de nosotros, una pared detrás. No existe más que una salida -indicó Arturo-, y no hay vuelta atrás.
Con estas palabras, levantó la mano e indicó a la columna que siguiera adelante.
Yo regresé a mi puesto detrás de Myrddin.
–Bueno -dije a Rhys mientras espoleábamos a nuestras monturas al frente una vez más-, vamos a entrar.
–¿Había acaso alguna duda sobre ello?
–No -respondí-. Alea jacta est.
–¿Qué significa eso? – me preguntó.
–La suerte está echada -le dije-. Es algo que el viejo César dijo en una ocasión.
–¿Quién te lo contó?
–Mi padre acostumbraba decirlo… nunca supe por qué. Pero, últimamente, empiezo a pensar que sé a qué se refería.
Cruzamos el valle y penetramos en el bosque en silencio. Nadie hablaba, y todos aguzaban la vista en busca de la menor señal de ataque, aunque muchos, observé, lanzaron una última ojeada al cielo antes de que las tupidas ramas se cerraran sobre sus cabezas. Fue como entrar en una tumba, tan sofocante, oscuro y silencioso resultaba el malhadado bosque. El sendero se estrechaba al pasar por entre los gruesos troncos de los árboles; pero, en lugar de cabalgar en fila de a uno, los hombres instaron a sus caballos a juntarse y cabalgaron hombro con hombro e ijar con ijar.
Al igual que los demás, lancé una mirada anhelante a mi espalda en cuanto nos introdujimos en la espesura y observé la misma expresión aprensiva en todos los rostros. Pero no había más remedio que seguir. Sujetamos con más fuerza las armas y nos agachamos más sobre la silla como si deseáramos ocultar nuestra presencia a los abundantes y apretados árboles.
Con los ojos fijos en Myrddin y Arturo, que avanzaban delante de mí, me mantuve alerta a los sonidos que me rodeaban, pero no había gran cosa que oír; una gruesa alfombra de agujas de pino amortiguaba el sonido de los cascos de los caballos, y los hombres no realizaban ningún ruido. Tampoco se escuchaba ningún pájaro, nada en realidad, excepto el incesante castañeteo, y el susurro de respiraciones ahogadas en el húmedo y lóbrego aire.
En cuanto al incesante y repetitivo castañeteo, al cabo de un rato descubrí lo que producía el inquietante sonido: el viento al agitar las desnudas ramas superiores. Cambiante y borrascoso, el viento no penetraba en el bosque, pero susurraba y se agitaba continuamente sobre nuestras cabezas, removiéndose desasosegado en las altas copas de los árboles y haciendo que las ramas delgadas se estremecieran; y, puesto que estaban tan juntas y enmarañadas, no hacían más que castañetear las unas contra las otras en un movimiento continuo. Pero ni siquiera esto atacaba el oído con energía, sino que nos llegaba como un débil susurro que descendía desde lo alto, para hundirse más y más en el blando suelo forestal a nuestros pies.
El bosque se tragaba todo lo que penetraba en su interior: la luz del sol, el viento, y ahora al Pandragón y su ejército. Todo el que entra en un bosque salvaje percibe algo de este opresivo enclaustramiento; es lo que provoca que el viajero esquive las sombras y permanezca en el sendero, avanzando con suma cautela. Más aún, tan misteriosa sensación parecía aumentar con cada paso que dábamos hacia el interior del bosque hasta que alcanzó un aspecto casi sofocante y se convirtió en algo de amenazadora proximidad e insoportable peso.
Llegamos a un arroyo -apenas un fangoso riachuelo que dividía el camino- y nos detuvimos para dar de beber a los caballos, haciéndolo de dos en dos por turno, y enseguida avanzamos para permitir que los que iban detrás tuvieran acceso al agua. Cabalgamos un buen trecho más, tras lo cual Arturo detuvo las columnas, hizo girar su montura, y se quedó inmóvil sobre la silla contemplando la doble fila de guerreros. Sin una palabra, Myrddin avanzó a caballo por el centro de la fila, pasando entre los hombres.
–¿Qué es lo que veis, señor? – pregunté, desmontando para averiguar qué llamaba su atención.
–Es lo que no veo lo que me causa preocupación -respondió el rey, sin dejar de mirar el sendero que había dejado atrás.
Los árboles de cada lado y las tupidas ramas de lo alto convertían nuestro camino en un túnel sombrío, como el pozo de acceso a una cueva o mina. Los cymbrogi, cabalgando bien juntos, permanecían inmóviles sobre sus caballos, aguardando la orden de seguir. A causa de la poca luz y de lo estrecho del sendero, yo no podía ver más allá de doce o quince jinetes al contemplar la fila, pero, así y todo, no descubrí nada raro.
Estaba a punto de decir lo que pensaba cuando Myrddin gritó algo y regresó a toda velocidad para reunirse con nosotros.
–¿Bien? – inquirió el monarca.
–No los veo -respondió él-. Tendrían que haberse reunido ya con nosotros.
Sólo entonces comprendí de qué hablaban. Los quince pares más o menos de guerreros que yo veía detrás de nosotros eran, en realidad, todo lo que quedaba de nuestra doble columna. Los otros no es que se hubieran perdido entre las sombras: habían desaparecido por completo. Era evidente que nos habíamos separado del resto del ejército. El grupo capitaneado por Bedwyr y Cador se había desvanecido.
–Mi rey, deja que retroceda y descubra qué ha sucedido -ofrecí-. Sin duda los encontraré antes de haber dado cien pasos.
–De acuerdo -asintió Arturo-, pero lleva a Rhys contigo; que nos haga una señal cuando los hayáis encontrado. Os esperaremos aquí.
Regresé a mi caballo e informé a Rhys de las órdenes del rey mientras saltaba sobre la silla; luego avanzamos por entre la hilera de guerreros y desanduvimos el camino. Conté trece parejas: veintiséis guerreros de los cincuenta que eran, me dije, y me pregunté qué había sido del resto. ¿Podían desaparecer como si nada veinticuatro guerreros a caballo?
Una vez dejado atrás el último cymbrogi, espoleamos a nuestras monturas y recorrimos al galope el estrecho sendero. Cuando, tras un buen rato de galopar, seguimos sin encontrar ni rastro de los rezagados, me detuve.
–Deberíamos haberlos visto ya -dijo Rhys deteniendo su caballo junto a mí-. ¿Qué puede haberles sucedido?
–Hasta que los encontremos, no hacemos más que malgastar aliento con tales preguntas -indiqué.
En Llyonesse, podía suceder cualquier cosa, me dije, pero me guardé lo que pensaba para mí.
–Bien ¿y qué sugieres, gran patriarca de la sabiduría? – me lanzó Rhys con un amarga mueca.
–O seguimos cabalgando hasta encontrarlos o regresamos -sugerí, y Rhys alzó los ojos al cielo para demostrar lo impresionado que se sentía con mis conclusiones-. ¿Qué ha de ser?
Antes de que pudiera responder, del sendero situado detrás de nosotros surgió el sonido más extraño que jamás haya escuchado. Imagina si acaso el sonido de un ciervo adulto bramando su furia mientras una jauría de perros aullantes va tras él; imagina eso, y luego auméntalo diez veces y añade al resultado el rugido de un río de aguas crecidas, y tendrás una pequeña idea del sonido que cayó sobre nosotros como un estallido, igual que el toque de un cuerno de caza.
Un silencio hirviente e inquieto volvió a adueñarse del camino. Los caballos piafaron e intentaron desbocarse, pero los sujetamos con firmeza. Al cabo de unos instantes, volvió a dejarse oír el sonido, más cerca ahora. Los árboles de ramas desnudas se estremecieron, y sentí el sordo temblor del suelo en la boca del estómago. Lo que fuera que emitía aquel sonido venía hacia nosotros y muy deprisa.
Di rienda suelta a mi caballo y, en menos de un segundo, galopaba por el sendero forestal, intentando atrapar a Rhys.
Tardamos más de lo que esperaba en alcanzar a los compañeros que nos aguardaban, y temí que hubiéramos perdido rey y cymbrogi junto con el resto de los hombres. Pero entonces Rhys redujo la velocidad y vi, justo delante de él, a dos caballos en medio del sendero. Los cymbrogi habían desmontado para que los caballos descansaran mientras aguardaban nuestro regreso. Nos llamaron para preguntar qué habíamos descubierto, pero no nos detuvimos hasta habernos reunido con Myrddin y Arturo.
Rhys saltó de la silla antes de que su montura se hubiera detenido. Arturo y Myrddin estaban ya de pie, con expresión interrogante.
–No los encontramos, señor -estaba explicando Rhys cuando yo desmonté.
–Entonces qué… -empezó el rey.
Antes de que pudiera seguir, la criatura que nos perseguía lanzó su estremecedor grito, que provocó que el bosque temblara a nuestro alrededor y los caballos empezaran a encabritarse y a relinchar. Los guerreros que esperaban saltaron sobre sus monturas, tomaron las riendas, y sacaron las lanzas de debajo de las sillas de montar.
Arturo, espada en mano, ordenó formación de batalla y, al cabo de un instante, estábamos armados y listos para enfrentarnos a lo que se cruzara en nuestro camino. El camino era demasiado estrecho para que los caballos pudieran maniobrar, de modo que Arturo ordenó que la lucha fuera a pie.
–Se abalanzará sobre nosotros en el sendero -gritó el rey, y su voz adquirió la energía del mando-. ¡Dejad que venga! Abridle camino…, haced un pasillo… dos hombres a cada lado. Dejad que entre… Luego cerrad filas por ambos lados.
Era una táctica desesperada, extraída del arte de la caza, que casi siempre se utilizaba cuando el cazador se encontraba sin caballo durante la persecución. Arturo se colocó en la vanguardia de la fila, con Myrddin a su derecha, y Rhys y yo a su izquierda. Los cymbrogi pusieron los caballos a salvo sendero adelante, y luego se apresuraron a cubrir la retaguardia en filas de a cuatro.
Clavamos la mirada en la penumbra. Las ramas de los árboles temblaban a ambos lados y por encima de nuestras cabezas, y notaba cómo el suelo se estremecía a medida que las vibraciones recorrían la tierra y pasaban a mis pies y piernas. Un centenar de caballos al galope por el camino no habrían atronado el suelo de aquella forma. ¿Qué podía ser?
El amedrentador grito retumbó de nuevo. Más cerca. Todo el bosque pareció ondular como una ola. El sobrenatural sonido proyectó un helado fogonazo de temor por entre las filas.
El tamborilear del suelo aumentó de intensidad, en tanto que los cymbrogi permanecían inmóviles sujetando las lanzas en silencio, las miradas fijas en la oscuridad que tenían delante.
Volvió a escucharse el rugido. Mas cerca aún: un aullido sobrenatural que atravesaba el corazón. Un pavor helado y enfermizo me envolvió, y el bosque pareció ondear; una neblina negra flotó ante mis ojos mientras el suelo se estremecía bajo el golpeteo de cascos invisibles.
Cerré con más fuerza la mano alrededor de la lanza y sacudí la cabeza para aclararla, al tiempo que pensaba: «Esa cosa debe de estar casi encima de nosotros ahora… pero ¿dónde está?».
Y en ese momento vi, surgiendo enorme de las tinieblas, la forma de un animal: una enorme masa negra que se abalanzaba a una velocidad imposible sobre nosotros. ¡Dios bendito, era inmensa!
Salió de entre las sombras, y a mi espalda escuché varios gritos ahogados, en tanto que otros se quedaban boquiabiertos y murmuraban precipitadas oraciones.
Curiosamente, la criatura carecía de sustancia o solidez. Incluso cuando se fue acercando a toda velocidad, seguí sin conseguir una percepción clara de su aspecto. El ser no parecía más que sombra y movimiento. A decir verdad, pude distinguir vagas siluetas temblorosas de árboles y ramas a través de él.
Y entonces llegó ante nosotros. El suelo se movió bajo nuestros pies, y olí el hedor de excrementos animales; pero, a pesar de que nos mantuvimos firmes con las lanzas dispuestas, no había nada sólido contra lo que luchar.
La sombra nos embistió y recibí la clara impresión de una bestia gigantesca con la espalda afilada y el lomo encorvado de un jabalí, el repugnante pelaje largo y ondeante con cerdas apelmazadas como los jirones de una capa podrida. Imaginé dos enormes ojos amarillos contemplándome maléficos desde un achaparrado rostro porcino, bajo los que sobresalía una inmensa mandíbula de la que dos enormes y curvos colmillos pardos se proyectaban hacia lo alto en forma de arco como un par de guadañas para cebada. Cortas y poderosas patas como troncos aporreaban el suelo, proyectando a la criatura al frente sobre los hendidos cascos de un ciervo.
Esto, como he dicho, fue simplemente una impresión, una imagen que se grabó en mi mente. En realidad no había tal criatura, nada corpóreo: sólo una oscura masa neblinosa de agitadas sombras y movimiento.
–¡Valor! – gritó Arturo, su voz una roca firme en medio de la creciente oleada de terror-. ¡Seguid firmes!
La repugnante criatura venía hacia nosotros con la velocidad de una montaña que se desploma, sacudiendo el suelo con cada veloz paso. Agarré con fuerza la lanza y me acuclillé, listo para lanzarla en el caso de que algo tangible apareciera.
La bestia avanzó, y lanzó su ensordecedor chillido. El helado aire se estremeció ante el sonido de un millar de podencos babeantes y el bramar de cien venados acorralados.
El grito depositó al ser entre nosotros.
–¡Resistid! – indicó Arturo-. Resistid, amigos…, no cedáis.
Bajo mis pies, el suelo retumbaba como si fuera un tambor hueco.
–Manteneos firmes… -nos exhortó el rey, esforzándose por hacerse oír por encima del sonido del animal que nos atacaba-. Resistid…
Se me hizo un nudo en el estómago sólo de pensar en el terrible impacto que se avecinaba. El aire tembló y tuve la nítida sensación de un enorme costado peludo pasando junto a mí… como un ondeante y negro muro de músculo.
Con la lanza dispuesta, eché el brazo hacia atrás y me preparé para atacar.
El guerrero situado frente a mí lanzó su arma… ¡demasiado pronto! La lanza pasó sobre mi cabeza; me agaché para dejarla pasar y escuché un corto y agudo grito cuando la criatura giró en mitad de la carrera y atacó. No vi más que un repentino remolino, una aceleración de la oscuridad, y el monstruo se alejó en medio de un gran estrépito.
Corrí en ayuda del guerrero herido, y una peste parecida a la de la carne podrida me asaltó como si hubiera recibido un puñetazo. Se me revolvió el estómago y el mal olor me provocó tal sensación de náusea, que me llevé la mano a la nariz y la boca para no vomitar. Los cymbrogi de los alrededores gemían, tosían y escupían, y el hombre herido se retorcía sobre el suelo.
Tenía el costado desgarrado desde el pecho hasta la cadera, y la sangre manaba oscura y caliente de la herida.
–¡Ayudadme! – chillaba-. ¡Ayudadme!
–¿Tallaght? – dije. Bajo la débil luz y con las facciones contorsionadas por el dolor, no lo había reconocido al principio-. Quédate quieto, hermano. Ya vienen a ayudarte.
–¡Myrddin! – grité-. ¡Aquí! ¡Rápido!
Tallaght sujetó mi mano; la suya estaba resbaladiza por culpa de la sangre, pero se aferró a mí como si se tratara de su vida.
–Lo siento, señor -se disculpó, la voz cada vez más débil-, no era mi intención deshonrar…
–Chisst -le insté con suavidad-. No importa. Ahora descansa.
–Decid a Arturo que lo siento… -musitó, y empezó a toser sin conseguir recuperar el aliento; murió, ahogado en su propia sangre antes de que Myrddin pudiera llegar junto a él.
–Ve con Dios, amigo mío -dije, y deposité su mano sobre su pecho.
Con la misma rapidez con que había venido, la aparición se desvaneció. El suelo siguió tronando y temblando durante un tiempo, pero la criatura ya había desaparecido. Myrddin llegó a mi lado y se inclinó sobre el guerrero caído.
–Es Tallaght -dije mientras el Emrys extendía la mano hacia el rostro del joven-. Está muerto.
Los guerreros más próximos repitieron esta declaración, y la fueron transmitiendo de fila en fila. Al cabo de un instante se escuchó un grito más arriba del sendero.
–¡Detenedlo! – gritó uno de los hombres-. ¡Que alguien lo detenga!
Al levantar la vista, vi cómo un guerrero a caballo salía disparado de entre los caballos. Rhys chilló al hombre que se detuviera al instante, y varios otros intentaron interceptar al caballo, pero el jinete era demasiado rápido y el caballo ya había cogido el paso. Alcanzó el camino al galope, y desapareció entre las sombras.
Arturo ordenó inmediatamente a los hombres que fueran tras él, pero Myrddin lo desaconsejó.
–Es demasiado tarde ya -dijo-. Deja que se marche.
–Aún podemos alcanzarlo -protestó el rey.
–Acabamos de perder un guerrero por culpa de la bestia -informó el Emrys a Arturo-. ¿A cuántos más quieres arriesgar?
El monarca frunció el entrecejo, pero aceptó el parecer de su consejero.
–¿Viste quién era?
–No. – Myrddin sacudió la cabeza despacio.
–Yo lo vi -les informé-. Era Peredur. Sin duda ha ido a vengar la muerte de su compatriota.
–Joven estúpido -murmuró Arturo.
–Ahora está en manos de Dios -dijo Myrddin-. Apártalo de tus pensamientos, y piensa en cambio en cómo encontrar a los guerreros que has perdido.
La noche caía ya sobre nosotros, y, para no correr el riesgo de perder al resto del ejército en medio de la oscuridad, Arturo decidió acampar y aguardar hasta la mañana. Enterramos el cuerpo de Tallaght donde había caído, y Myrddin rezó una oración sobre la sepultura. Me hubiera gustado hacer más cosas por el muchacho, pero así es como son las cosas a veces. El Pandragón ordenó al resto de los cymbrogi que reunieran material para encender fuego, lo que no resultó muy problemático, pues, con el espeso bosque a nuestro alrededor, los hombres tuvieron enseguida un buen montón de madera seca y, en menos tiempo del que se tarda en decirlo, las primeras llamas empezaron a culebrear por entre la maraña de ramas.
En cuanto tuvimos a los caballos instalados, nos agrupamos para mantenernos calientes y, al apretarnos unos contra otros, consolarnos también mutuamente. La camaradería de los hombres leales no se puede menospreciar; es algo que produce un gran consuelo y es por lo tanto sagrada. Por consiguiente, el Pandragón, al ordenar encender la hoguera, no tan sólo quería mantenernos calientes, sino también ayudarnos a recuperar nuestra confianza, que se había visto muy quebrantada. Nadie podía haber imaginado que las cosas saldrían de aquel modo.
Confortados por el fuego, los hombres empezaron a hablar, y algunos se preguntaron en voz alta qué clase de criatura era la que habían alejado; otros expresaron su sorpresa de que hubieran conseguido ahuyentarla. La especulación resultó inútil y, tras fracasar una sugerencia tras otra, todos se volvieron hacia Myrddin, que estaba acuclillado junto al fuego, con los brazos cruzados alrededor de las rodillas y contemplando entristecido las llamas.
–Dinos tú, Myrddin -le gritó Arturo en tono afable-. ¿Habías oído hablar alguna vez de una bestia así?
En un principio pareció como si el consejero no hubiera oído la pregunta del rey. No se movió, y continuó con la mirada fija en el rojo corazón de la hoguera.
–¿Qué dices, bardo? – inquirió el rey, y la voz resonó con fuerza en la repentina quietud del bosque.
Los cymbrogi contemplaron en expectante silencio cómo el Emrys, sin apartar los ojos de las llamas, se echaba lentamente la capucha sobre el rostro y se incorporaba. Permaneció unos instantes como fascinado por las llamas, luego se inclinó y extendió la mano hacia la hoguera. Varios cymbrogi gritaron instintivamente al ver su acción, pero Myrddin retiró tranquilamente un puñado de cenizas calientes. A pesar del calor que desprendían, sostuvo las ascuas en la mano, sopló sobre ellas, y luego contempló con atención las brasas.
Observamos en asombrado silencio mientras sostenía las ascuas encendidas en la mano, el rostro iluminado por el rojizo resplandor. De repente, arrojó las brasas de nuevo a las llamas, y permaneció unos instantes sujetándose la mano -si debido al dolor o a la sorpresa ante lo que había visto, no puedo decirlo-; luego, como en trance, alzó la mano y lamió la palma con la lengua.
Nadie se movió ni dijo una palabra cuando el Bardo de Inglaterra cogió su bastón, lo levantó sobre su cabeza y, muy despacio, se volvió hacia nosotros. El corazón me dio un vuelco entonces, porque su rostro estaba rígido y pálido como el de un muerto.
Los ojos que nos miraban desde debajo de la capucha ya no eran los de un hombre, sino los de un halcón, perspicaces, agudos y dorados. Extendió la mano, sostuvo la palma paralela al suelo y, abriendo la boca, empezó a hablar… o más bien fue otro el que hablaba a través de él, pues la voz parecía provenir del Otro Mundo.
–Escuchad, hombres de Inglaterra, criaturas valientes -dijo con aquella extraña voz hueca-, el Patriarca de la Sabiduría os habla. Escuchad y andad sobre aviso. La bestia negra que nos ha sido enviada en este día no era más que un preludio del poder que se enfrenta a vosotros. La batalla se ha iniciado, y todo aquel que desee cumplir la misión deberá enfrentarse a muchos peligros. No os dejéis llevar por el desaliento, ni tengáis miedo, sino por el contrario enfrentaos a las pruebas que vendrán con suma paciencia, pues la Veloz Mano Firme os respalda, y el santo Grial espera a aquellos que aguanten hasta el final.
Tras haber transmitido este mensaje, bajó el bastón y volvió a sentarse. Casi al instante, empezó a temblar y a estremecerse de pies a cabeza. Con la idea de ayudarlo, el guerrero que se encontraba más próximo extendió los brazos y sujetó al Emrys para calmarlo, pero, nada más hacerlo, el hombre lanzó un alarido y cayó hacia atrás como herido por un rayo.
Otros guerreros hicieron intención de ayudar a su camarada.
–Dejadlo -aconsejó Arturo con voz severa-. Se le pasará.
El hombre caído se recuperó enseguida, y los cymbrogi se dedicaron entonces a preparar a los caballos para pasar la noche antes de tumbarse ellos a dormir. Por mi parte, aunque intenté dormir, los sobrenaturales acontecimientos de este día tan cargado conspiraron para derrotar mis mejores intenciones, y me encontré pensando en Morgian y preguntándome cuándo llegaría el siguiente ataque, y qué forma tomaría.
El fuego se había consumido hasta convertirse en un montón de cenizas, y tuve que avanzar a trompicones por encima de los cuerpos dormidos de mis camaradas, despertando a algunos de ellos, que se me unieron en la estacada con los caballos.
–Me siento como si hubiera dormido una eternidad -comentó uno de los guerreros-. Pero da la impresión de que todavía falta mucho para el amanecer. – Miró a su alrededor con desconfianza-. La verdad es que, si no supiera que no puede ser, yo diría que la oscuridad ha aumentado.
Mientras mi compañero decía aquello, un delgado hilillo de temor serpenteó por mis costillas. Alcé los ojos hacia la oscuridad situada sobre nuestras cabezas, espesa y pesada como el hierro. Otros se unieron a nosotros y empezaron a ofrecer sus comentarios; algunos sostenían que la noche había finalizado y pronto veríamos salir el sol; muchos aseveraban que la hora del amanecer había pasado sin traer la luz consigo.
Antes de que la disputa se tornare belicosa, Arturo puso fin a las especulaciones preguntando directamente a Myrddin:
–¿Es esto cosa del enemigo?
El Emrys vaciló; luego dirigió una rápida mirada a los guerreros que aguardaban inmóviles su respuesta.
–Sí -se limitó a responder.
–No importa -dijo el rey; se volvió hacia los cymbrogi y continuó-: Nuestros camaradas ya deberían habernos alcanzado a estas horas. Vamos a regresar en su busca -ordenó que se ensillaran los caballos y que cesara toda charla ociosa; mandó también preparar antorchas, y, en cuanto estuvimos en las sillas y listos para partir, hizo que las encendieran.
De esta guisa, retomamos la búsqueda de los cymbrogi perdidos, regresando por el sendero por el que habíamos venido el día anterior. Si el sol brillaba fuera de la cúpula del bosque, no puedo confirmarlo. Todo lo que sé es que la luz del sol no llegaba hasta nosotros, y cabalgamos en una oscuridad tan completa como la que cubre la tierra en las noches más tormentosas.
Sin el sol, por débil que fuera, para indicar el lento paso del tiempo, nos pareció que viajábamos durante una eternidad, deteniéndonos tan sólo para descansar y dar de beber a los animales y renovar las antorchas, sin dejar de vigilar el bosque que nos envolvía. Viajamos durante lo que sin duda era un día en el ancho mundo, dormimos un poco, y seguimos adelante, sin saber jamás cuándo terminaba una noche y empezaba otra, pasando de una etapa a otra sin intercambiar más de una docena de palabras con nadie. Y durante todo este tiempo la oscuridad nos iba desgastando; era como una piedra de molino, cubierta con la más oscura de las sedas, quizá, pero una piedra al fin y al cabo, que nos iba triturando y triturando hasta convertirnos en polvo.
Verás: el miedo acechaba a la audaz Escuadrilla de Dragones; miedo parecido a la inmensa bestia fantasmal que se nos había lanzado para que creara el caos entre nuestras filas. Hombres valientes se sobresaltaban ante el menor ruido, y se persignaban en cuanto creían que nadie los miraba.
Arturo -ay de mí, incluso Arturo- que no temía a ningún enemigo terrenal, encontró motivos para estar asustado; no por su persona, eso no, sino por su reina, cuyo nombre no se alejaba nunca de sus labios. De vez en cuando abandonaba sus lúgubres meditaciones y hacía un esfuerzo por animar a sus hombres -lanzaba palabras de aliento a los que parecían pasarlo peor, y daba conversación a los que parecían más necesitados de distracción-, pero sus esfuerzos no se veían recompensados.
En ocasiones el sendero forestal parecía girar sobre sí mismo y, alguna que otra vez, se veía otro sendero que se bifurcaba del principal… aunque jamás se planteó la disyuntiva de qué camino tomar. El Pandragón nos guiaba sin titubear; pero, a pesar de ello, cada vez resultaba más claro que no alcanzaríamos nuestro destino por mucho o muy lejos que cabalgásemos.
–Sólo un poco más -argumentó Arturo-. Sin duda estamos cerca del final.
–Arturo -repuso Myrddin con suavidad-, debiéramos haberlo alcanzado hace ya tiempo.
–Seguiremos -insistió él, y así lo hicimos.
Tan invariable era el sendero, y tan implacable y completa la oscuridad -y nuestra fortaleza llevada a tal extremo- que el claro resultó una inesperada sorpresa para nuestros desprevenidos sentidos.
Sin una advertencia ni una señal, sencillamente salimos de debajo de la especie de techumbre que ofrecían los árboles y penetramos en un amplio prado por el que discurría un río. Incluso en la oscuridad nos dimos cuenta de que se trataba de un claro bastante extenso; el sonido de la corriente de agua se escuchaba desde el otro extremo del prado, y la húmeda y helada opresión del bosque dio paso de improviso a repentinas ráfagas de frío viento invernal.
Puesto que llevábamos cabalgando un buen trecho desde la última vez que habíamos descansado, el rey consideró que lo mejor era acampar, dar de beber a los caballos, y renovar nuestras provisiones de agua. Por consiguiente, localizamos un lugar junto al circunvalante arroyo donde atar a los caballos y empezamos a arrastrar hasta allí ramas secas del bosque que nos rodeaba. Satisfechos por el cambio, tal cual era, nos pusimos a trabajar de buena gana y no tardamos en tener una buena fogata ardiendo con el fulgor de un faro de vigía en el extremo del claro.
Hubiera sido mejor para nosotros si hubiéramos sobrellevado la oscuridad y el frío, desdichas a las que ya estábamos acostumbrados. ¡Mucho mejor hubiera sido, desde luego, no haber puesto jamás los pies en aquella tierra yerma!
Pues, cuando la hoguera alcanzó su punto álgido y nos reunimos a su alrededor para calentarnos, la luz de las llamas reveló un inmenso roble no muy lejos de nosotros. En un principio no lo consideramos más que un auténtico monarca del bosque, antiguo y señorial, gobernante supremo en su territorio que se alzaba solitario en el centro del claro, el cual, ceñido por el envolvente arroyo, formaba un anillo casi perfecto a su alrededor.
Pero luego, al acercarnos y levantar la vista hacia aquellas enormes ramas retorcidas, distinguimos unas extrañas formas alargadas que daban vueltas impelidas por el viento. Miramos con atención y el valor, resquebrajado ya por la prolongada y opresiva oscuridad, nos abandonó; sin nada con lo que contener nuestra desbocada imaginación, ésta se precipitó al instante hacia lo peor.
Ah, pero la verdad que nos aguardaba en aquellas ramas deformes era mucho, mucho peor que cualquier cosa que hubiéramos podido imaginar.
Miramos hacia donde se encontraba Arturo, con Myrddin a su lado, contemplando el enorme roble. El rey se inclinó y tomó una tea del fuego, luego se incorporó y se encaminó hacia el árbol. Tomando también teas, lo seguimos apresuradamente, apelotonándonos unos contra otros para no quedarnos los últimos.
Más de cerca, distinguía las extrañas siluetas balanceándose en grupos de las ramas más bajas como murciélagos gigantescos; pero no fue hasta encontrarnos casi exactamente debajo de la primera de las ramas cuando nos dimos cuenta de qué era lo que veíamos.
Un silencio terrible cayó como una losa sobre nosotros. Descubrí que no podía respirar; no podía hablar. Las fuerzas me abandonaron como agua entre los dedos. Un tamborileo aterrador inundó mis oídos y retumbó en mi cabeza.
Me tambaleé hacia atrás y, que Dios tenga piedad de mí, vomité bilis sobre mis pies. Luego, obligándome a mostrar un valor que no poseía, me sequé la boca con el brazo y me erguí, ocupando de nuevo mi puesto junto a mi rey. Myrddin estaba a su lado, una mano sobre el hombro del soberano y la otra sobre sus ojos, como si quisiera protegerlos de la visión del espantoso fruto de aquel árbol.
Tan sólo Arturo, antorcha en mano, siguió con la mirada levantada hacia el árbol contemplando los cadáveres desnudos de sus valientes cymbrogi.
–Vamos, Oso -oí murmurar a Myrddin-. No hay nada que podamos hacer aquí.
El monarca no contestó, pero se quitó de encima la mano de Myrddin con un gesto y clavó la vista en la horrorosa exhibición que teníamos ante nuestros ojos. Cada una de las ramas inferiores lucía los cadáveres de al menos cuatro guerreros -atados de uno en uno o en grupos de dos o de tres-, y había más colgados de las ramas superiores, y más aún más arriba de éstas. Por lo que pude distinguir en la cambiante luz, la mayoría habían muerto en combate. Casi todos habían perdido extremidades y a varios los habían destripado. A cada cuerpo le habían cercenado manos y pies, y a éstos los descubrimos depositados en un círculo espantoso alrededor de las raíces del árbol. Algunos debían de estar vivos cuando los habían colgado, pues entre los muertos distinguí abotagados rostros azulados de hombres que había tenido como camaradas: Cai, Cador y Bedwyr.
El valeroso Cai, la lengua sobresaliendo, hinchada en su boca, el cuero cabelludo colgando suelto sobre el cráneo… Cador, amigo y compañero leal, los brazos muñones sanguinolentos y las piernas rotas e inertes, la boca abierta en un último y silencioso grito… y Bedwyr, héroe y campeón, la mandíbula destrozada colgando sobre el pecho, un ojo arrancado, los restos de una lanza sobresaliendo rotos de su estómago…
Mis ojos se llenaron de lágrimas, y me vi obligado a desviar la mirada. ¡Dios mío!, chilló mi espíritu presa de dolor y congoja. Señor, ¿por qué? ¿Por qué ellos?
Myrddin volvió a intentar apartar de allí al rey, y una vez más el Pandragón se negó.
–Mis hombres están aquí -dijo, la voz chirriante en el sepulcral silencio-. Mi puesto está con mis hombres.
–No puedes hacer nada por ellos -repuso Myrddin, casi con rudeza.
–Puedo enterrarlos -le espetó él.
–No, Oso -aconsejó Myrddin-. Es en los vivos en quienes debes pensar ahora.
Me sorprendió la respuesta, pero estaba seguro de que el Emrys tendría un buen motivo.
–No puedo dejarlos aquí de este modo y seguir llamándome a mí mismo rey -replicó Arturo, extendiendo una mano impotente en dirección al árbol-. Márchate, si debes hacerlo, y llévate a los hombres contigo. Yo me quedaré.
El Emrys frunció el entrecejo, contemplando el temible roble.
–¿Bien? – inquirió el rey, forzando al otro a elegir.
Myrddin vaciló, y una luz apareció en sus ojos.
–Puede que aún haya un modo de preservar una pizca de dignidad y valor. – Su voz se animó a medida que hablaba-. Escúchame, orgulloso soberano. No abandonaremos a nuestros leales camaradas en la muerte. Los enviaremos en su viaje desde este mundo con todo honor, en aplastante desafío a la maldad que con tanta crueldad los ha asesinado. ¿Estás dispuesto?
–Sabes que sí.
–Entonces escúchame. – Diciendo esto, el sabio Emrys posó la mano en la nuca de Arturo y lo atrajo hacia sí.
Conversaron así durante un buen rato, y luego el Pandragón se irguió, dio media vuelta, cuadró los hombros, y dijo:
–En este lugar se ha practicado algo de una malignidad terrible, y nosotros, que nos esforzamos por alcanzar la luz, somos testigos de esta acción perversa y la condenamos ante el trono del Señor. Sin embargo, aunque la vida ha abandonado a nuestros hermanos, no los desampararemos en innoble derrota.
»Aquí en el campamento del Maligno encenderemos una luz, y enviaremos esta luz como una lanza hacia el corazón mismo de las tinieblas que nos oprimen. Al igual que la luz que brilla en medio de la oscuridad vence a esa oscuridad y la destierra por completo, de este modo la arrancaremos de la mano del enemigo que la utiliza como arma en nuestra contra. Y el temible árbol del que penden los cuerpos de nuestros amigos se convertirá en una pira funeraria, y las llamas que iluminarán el camino hacia casa de nuestros hermanos se convertirá en el faro que indique nuestro desafío.
Cuando Arturo terminó de hablar, añadí mi propia voz a las aclamaciones que acogieron la declaración del monarca. ¡Ah, realmente hicimos que aquel bosque marchito resonara con justa adulación! Y acto seguido corrimos al linde de la arboleda que nos rodeaba para recoger grandes cantidades de madera seca para que actuaran de combustible, y, cuando hubimos amontonado yesca hasta la altura de un hombre alrededor del viejo roble, Myrddin hizo que lo que quedaba de la Escuadrilla de Dragones formara un amplio círculo ante el árbol.
Luego nos ordenó que anduviéramos despacio siguiendo el movimiento del sol, lo empezamos a hacer conducidos por Arturo; entretanto, el Emrys se acercó al montón de yesca y alzó en el aire su bastón. Con voz potente, gritó:
–¡Luz Omnipotente, cuya vida es luz y poder para sus criaturas, escucha a tu siervo!
Tomando el bastón con ambas manos ahora, sostuvo la vara de roble sobre su cabeza y exclamó:
–Nosotros que viajamos en la oscuridad necesitamos de tu luz. Nosotros que estamos privados de toda esperanza y cercados por el mal necesitamos de tu poder. ¡Señor, en nuestro día de dolor, escucha nuestro grito!
»Luz Omnipotente, nuestros compatriotas han sido inicuamente asesinados, y sus cuerpos entregados a la muerte. – Su voz resonó por todo el prado-. Sólo vos, Señor, tenéis autoridad sobre la tumba. Del mismo modo que vuestra voz anima al espíritu dentro del útero, convocáis también a los espíritus de los difuntos hasta vuestro trono. Por lo tanto, os suplicamos llaméis a nuestros camaradas de vuelta a casa a vuestro reino del Otro Mundo, y les concedáis puestos de honor en vuestra sala de banquetes.
»Esta noche una gran maldad se reúne, con la intención de destruirnos. Sin embargo nosotros seguiremos confiando en vos, Señor, para que nos liberéis. Si esto no puede ser, entonces confiamos en vos para que salgáis a nuestro encuentro y nos conduzcáis a vuestra sala. En prueba de nuestra confianza, encendemos esta pira para mantener a raya a las tinieblas. Que arda como un faro que ilumine el regreso a casa de nuestros camaradas y haga huir al mal.
Sosteniendo la vara de roble por encima de la cabeza, permaneció inmóvil un buen rato y luego bajó el bastón despacio y lo alargó en dirección a la leña. Se produjo un fogonazo azul y un sonido parecido al de una capa al ser desgarrada por manos gigantescas, y el fuego apareció, describiendo un arco en el aire, como un chorro de líquido refulgente que saltaba de rama en rama, para luego desperdigarse en una tracería de brillante color azul por entre la leña seca. En cuestión de segundos las llamas chisporroteaban brillantes, abriéndose paso por entre el montón de yesca, y ascendían saltarinas hasta las enormes ramas extendidas. Myrddin se volvió entonces hacia los cymbrogi y dijo: -¡Cantad! ¡Haced ruido suficiente para despertar al Ejército Celestial! – Diciendo esto nos dirigió en un salmo parecido a los que los clérigos de sotana marrón cantan durante la santa misa:
¡El Señor es mi roca!
¡El Señor es mi fortaleza, y mi libertador!
¡Dios es mi refugio; Él es mi amparo!
Y el cuerno de mi salvación, mi baluarte.
Las llamas ascendieron aún más, estirándose hacia las ramas, acariciando los cuerpos más bajos. Rodeado por un anillo de fuego, el enorme tronco negro empezó a humear al tiempo que las amarillas llamas ascendían más y más por el árbol.
Sin dejar de andar, manteniendo el círculo, empezamos a cantar con el Emrys, salmodiando las palabras a medida que él nos las indicaba.
Invoco al Señor, que es digno de toda alabanza,
y así me salvo de mis enemigos.
Los dogales de la muerte me atraparon;
los torrentes de la destrucción me aplastaron.
Las sogas del sepulcro se arrollaron a mi alrededor;
los lazos de la muerte se enfrentaron a mí.
En mi aflicción, llamé a Dios en busca de ayuda.
Y desde su templo escuchó Él mi voz.
El calor de la hoguera nos obligó a retroceder, ampliando más aún nuestro círculo. Los cadáveres, en llamas ahora, empezaron a balancearse y a retorcerse en el vendaval creado por las lenguas de fuego, en tanto que las ramas crujían y chirriaban a medida que el fuego saltaba de unas a otras, elevándose más y más hacia el cielo.
El cielo se estremeció y se convulsionó,
y los cimientos de las montañas temblaron;
temblaban porque Él estaba enojado.
Se escuchó un prolongado crujido susurrante, y de improviso el poderoso árbol se desplomó hacia dentro sobre sí mismo. Hendido por el fuego, el tronco del roble se partió, lanzando un chorro de chispas que giraban hacia lo alto impelidas por la corriente de aire como millares de estrellas fugaces. Y me pareció que se trataba de los espíritus de nuestros amigos alzándose hacia el Cielo.
Y bajó la vista, colérico, al suelo y dijo:
«Puesto que su amor está puesto en mí, los liberaré.
Los libraré del peligro, pues conocen mi nombre.
Estaré a su lado en el infortunio;
los rescataré de la tumba,
y les concederé todo honor en mis palacios;
les concederé la satisfacción de la vida eterna
para que puedan disfrutar de su espléndida salvación».
Pronuncié las palabras a medida que Myrddin las iba diciendo y, mientras observaba cómo las centelleantes chispas se alzaban más y más, pensé: «Adiós, Cai, compañero incondicional, fiel por encima de todo. Adiós, Bedwyr, hermano leal, inquebrantable en la batalla. Adiós, Cador, valiente y sincero. Adiós, amigos míos, penetrad en la paz de Cristo. Adiós…».
Se me hizo un nudo en la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas, y el roble en llamas se desdibujó en una masa ardiente de luces brillantes y cambiantes, y escuché un rugido parecido al trueno cuando una violenta ráfaga de aire se levantó para alimentar las potentes llamaradas, convirtiéndolas en una masa abrasadora. La luz procedente de la pira iluminaba el ancho prado ahora, haciendo retroceder las tinieblas por todos lados.
Oí el gemido del viento, y el helado aire se arremolinó a nuestro alrededor. Tenía la espalda helada, pero el rostro y las manos me ardían a causa de la hoguera que tenía delante. El aullido creció y me di cuenta de que no se trataba del grito del viento, sino del alarido salvaje de una criatura torturada más allá de lo que podía soportar; lo que es más, la criatura se acercaba con rapidez a nosotros, atraída por el fuego.
Myrddin escuchó también el sonido, y exclamó:
–¡Nada temáis! Más poderoso es aquel que ha escuchado nuestra oración que ese que asalta el cielo con su grito.
Mientras se elevaba en el viento, estremeciendo el bosque a nuestro alrededor, sentí el agudo sonido en el estómago y luego en el temblor de la tierra bajo mis pies. Primero pensé que debía tratarse de la Bestia Fantasmal que regresaba para atacarnos otra vez, pero el temblor aumentó uniformemente y comprendí que era sin duda algo mucho, mucho mayor y más mortífero.
–¡Escuchadme! – chilló Myrddin, y empezó a indicarnos cómo sobrevivir al ataque al que no tardaríamos en enfrentarnos. Debíamos cogernos del brazo, dijo, y formar un círculo que mirara al exterior, un cercado con nuestros cuerpos; y, en aquellos lugares donde los hombres se encontraran demasiado separados, éstos debían sostener una lanza entre ellos, pero por ninguna circunstancia teníamos que romper la cadena-. Aunque el mismo infierno se precipite sobre vosotros, no os soltéis -advirtió el Emrys-. Veáis lo que veáis, oigáis lo que oigáis, no rompáis el círculo. Mantened el anillo intacto y, aunque el mismo Demonio encabece el ataque, nada nos sucederá.
Extendí la mano hacia el hombre situado a mi lado; era Rhys, cuyo rostro aparecía sombrío bajo la tenue luz. Nos cogimos del brazo; luego tomamos las manos de los guerreros situados a cada lado y nos preparamos para el ataque. El suelo empezó a retumbar, y oí un sonido parecido al de gigantes que se abrieran paso por entre el bosque, desarraigando árboles y arrojándolos a un lado. El mismo suelo se estremecía bajo nuestros pies, y todo el bosque circundante crujía y gemía con el sonido de ramas que se partían y troncos que eran retorcidos. «¿Qué -me pregunté- puede provocar tal destrucción?»
De improviso, el sonido se interrumpió y el suelo dejó de moverse. El rugido de las llamas a nuestra espalda pareció acallarse por un instante e incluso el viento se calmó. Ya he visto esto en otras ocasiones, y sé que no es más que la falsa tranquilidad de un enemigo preparándose para el ataque.
–¡Manteneos firmes! – chilló Myrddin-. ¡Ya vienen!
Aguardamos, jadeantes.
Al otro lado del prado, los árboles empezaron a agitarse de un lado a otro como atenazados por una violenta tormenta, pero el aire permaneció inmóvil. Escuché un sordo ruido chirriante y los árboles se separaron, para caer a ambos lados como divididos por una mano gigantesca.
Al mismo tiempo, el roble en llamas a nuestra espalda lanzó otro ensordecedor crujido, proyectando una lluvia de chispas y pedazos de madera ardiendo. El fuego que teníamos detrás se alzó más y más alto en la noche, y nuestras sombras se agitaron y bailotearon en las tinieblas del prado. En la brecha recién abierta en el punto en que el bosque se encontraba con el río, apareció una figura: un guerrero solitario a caballo.
–¡Ahí! – gritó alguien, y por el rabillo del ojo vi un movimiento cuando el que hablaba adelantó una mano para señalar al jinete que avanzaba hacia nosotros.
–¡No rompáis el círculo! – exclamó Myrddin Emrys, la voz terrible en medio del silencio-. ¡Como Dios es vida y el mal es la muerte, sujetaos con fuerza y no os soltéis!
El jinete se adelantó, despacio. Sostenía un oscuro escudo con un reborde de hierro bruñido; tanto el reborde del escudo como la afilada punta de la erguida lanza centelleaban bajo la luz de las llamas, y la espada que descansaba sobre el muslo despedía un apagado fulgor rojizo. El guerrero iba vestido de negro de pies a cabeza, y llevaba una capa con capucha, lo que me impidió verle el rostro; de la cruz y los flancos del caballo colgaban largas tiras finas de tela que se agitaban y ondulaban con los movimientos del animal, lo que daba la impresión de que la bestia flotaba hacia nosotros.
El negro jinete avanzó hasta encontrarse a tiro de lanza de nosotros, momento en el que el Emrys lanzó su desafío:
–¡Detente! – gritó con su voz de mando-. La Veloz Mano Firme nos protege. No puedes hacer ninguna maldad aquí. Regresa.
El jinete no respondió, permaneció inmóvil contemplándonos mientras su montura pateaba el suelo impaciente.
–Regresa al infierno del que has salido -volvió a gritar Myrddin-. No puedes hacernos daño.
A modo de respuesta, el guerrero se cubrió el pecho con el escudo y, con un leve tirón de riendas, hizo girar al caballo y empezó a cabalgar alrededor del círculo. Dio una vuelta completa, luego otra y otra más, cada vez a mayor velocidad. Al llegar a la sexta o séptima vuelta, el caballo había adquirido ya un cómodo medio galope.
Cabalgó una y otra vez a nuestro alrededor, describiendo un amplio y lento círculo, con los cascos de su montura golpeando el suelo rítmicamente como el creciente batir de un tambor. Vueltas y vueltas… El medio galope se convirtió en un trote, el trote en galope… El galope fue adquiriendo velocidad, el golpeteo de los cascos cada vez más veloz.
Las extrañas tiras negras de ropa que colgaban de los costados del caballo susurraban como alas, y escuché cómo la respiración del animal se transformaba en bufidos y resoplos ahora que la velocidad empezaba a producir su efecto. La capa del guerrero se agitaba en el aire a su espalda, y la capucha acabó resbalando de su cabeza, para hacer visible un rostro que yo conocía bien.
–¡Llenlleawg!
Era la voz de Arturo, llena de sorpresa y consternación. Volvió a gritar el nombre, con la esperanza, supongo, de atraer la atención de su antiguo campeón. Otros se le unieron rápidamente, y muy pronto todos chillaban el nombre de Llenlleawg; también yo chillé, pensando que aún podríamos quizá hacerle cambiar de derrotero.
Pero, sin mirar ni a derecha ni izquierda, el campeón irlandés espoleó su montura a fin de adquirir velocidad para cargar y bajó la lanza.
–¡Manteneos firmes! – gritó Arturo-. ¡No rompáis el círculo!
Incluso antes de que terminara de hablar, distinguí el veloz movimiento de las riendas, y el caballo viró en dirección al círculo de cymbrogi, y se dirigió hacia el anillo en un ángulo ligeramente desviado hacia mi derecha. La lanza osciló por encima del cuello del animal y adoptó una posición horizontal. Los cymbrogi, con los brazos entrelazados, empezaron a gritar para distraer al animal, y se prepararon para el golpe mortal.
Pero el ataque no era más que una maniobra fingida, y el guerrero se desvió a un lado mucho antes de iniciar la carga.
–¡La Veloz Mano Firme nos sustenta! – chilló Myrddin.
La siguiente carga llegó mientras las palabras del Emrys flotaban aún en el aire: otra ofensiva en diagonal, el ángulo más cerrado esta vez, los cymbrogi volvieron a chillar para distraer al caballo, y de nuevo interrumpió Llenlleawg el ataque; pero esta vez llegó más cerca antes de dar media vuelta.
–¡Llenlleawg! – llamó el rey-. ¡Aquí estoy! ¡Ven a mí!
El campeón siguió galopando; tenía el rostro rígido, inexpresivo, y los ojos miraban fijamente y sin ver como los de los muertos.
El tercer ataque lo llevó casi de cabeza contra la fila. Bajo la saltarina luz de las llamas, vi cómo la punta de la lanza giraba hacia mí al iniciar Llenlleawg el ataque. En esta ocasión se dirigió a nosotros en línea recta y supe que intentaba romper la fila.
–¡Que el Señor nos ampare! – musité, sujetando con más fuerza a Rhys situado a mi lado.
Los negros cascos desgarraron la hierba al adquirir más velocidad, y las patas batieron el suelo, cada vez más cerca. Podía sentir ya cómo la punta de la lanza penetraba en mi carne y cómo mis huesos se rompían al caer yo bajo aquellos cascos trituradores, y cobré ánimo para enfrentarme al impacto.
Llenlleawg cargó hasta pocos centímetros de la hilera. Oí silbar la lanza en el aire; pero, en el momento en que el arma debiera haberme atravesado el pecho y levantado por los aires, la hoja se desvió y el caballo pasó como una exhalación junto a mí…, tan cerca que sentí el calor del animal al pasar.
La línea no se rompió, y los cymbrogi, aliviados, lanzaron una exclamación de alegría.
Pero, al ver que Llenlleawg ni siquiera se molestaba en cambiar el paso, supe que las pruebas habían finalizado. La siguiente carga iría en serio; el hombre elegido como su destinatario moriría, y el círculo se rompería.
El jinete dio varias vueltas, bien erguido en la silla, los hombros levantados, sin prestar atención a las pullas y desafíos de sus antiguos amigos. Al llegar al último pase inició el ataque. El caballo se lanzó al frente, y los cascos machacaron el suelo. La lanza descendió horizontal mientras el animal giraba en la dirección indicada, y me di cuenta de quién había sido el elegido. La lanza apuntaba a Arturo.
–¡Manteneos firmes, amigos! – chilló éste mientras la mortífera hoja se acercaba veloz-. ¡No rompáis la línea!
Los cymbrogi, desesperados por ayudar a su rey, se retorcieron presa de terrible impotencia. Obedientes hasta la muerte -cada hombre dispuesto, ansioso, por ocupar el lugar del Pandragón en la línea, pero al mismo tiempo incapaces siquiera de mover una mano o dar un paso a causa de aquella misma obediencia-, la valerosa Escuadrilla de Dragones aulló su desafío al traidor que se abalanzaba sobre ella.
No podía soportar ver cómo la cruel punta de lanza atravesaba a mi señor y amigo, pero tampoco podía desviar la mirada. Así que, al igual que los otros, contemplé indefenso cómo el golpe mortal se precipitaba veloz hacia el objetivo; y, al igual que los otros, chillé en un inútil intento de desviar la lanza de su blanco.
Con los cascos volando sobre el suelo, el negro y silencioso jinete cayó sobre nosotros.
La línea se tensó como si quisiera detener el golpe para el rey.
–¡Manteneos firmes! – gritó Arturo por última vez.
Al tiempo que Arturo nos lanzaba su orden, el animal que cargaba violentamente contra nosotros tropezó; las patas delanteras se doblaron bajo su cuerpo, pero la velocidad que llevaba y su peso lo impulsaron al frente, por lo que el jinete salió arrojado por encima de su cuello y fue a parar al duro suelo, en tanto que los cuartos traseros de la bestia se alzaban, las patas posteriores pateando todavía.
Llenlleawg aterrizó de cabeza y se quedó tumbado cuan largo era, mientras la lanza chocaba contra el suelo a menos de dos pasos de los pies de Arturo y se enterraba profundamente en él, el asta temblando por el impulso.
La línea se mantuvo firme, y gritamos nuestro júbilo por la salvación del rey. Sin duda nos habríamos lanzado sobre Llenlleawg si Myrddin no nos lo hubiera impedido.
–¡Quietos! – nos ordenó-. ¡No rompáis el círculo, pues el Gran Señor nos protege todavía!
Llenlleawg se incorporó casi al momento. Se puso en pie de un salto, la mano sobre la espada. La reconocí en cuanto la desenvainó. ¿Cómo no hacerlo? La he visto cada día durante los últimos siete años. Era Caledvwlcb, la propia espada del Pandragón: la última prueba, si es que se necesitaba alguna, de la repugnante traición del irlandés.
El traidor sujetó la espada con ambas manos y la alzó sobre la cabeza mientras se aproximaba.
Tal vez la caída lo había herido, porque, en cuanto alzó los brazos, su paso vaciló y sus piernas cedieron. Se desplomó de rodillas y luego cayó de costado como si lo hubieran golpeado en la cabeza.
Antes de que nadie tuviera tiempo de pensar o moverse, se escuchó un retumbo al otro lado del prado, y vi a otros tres jinetes que corrían hacia nosotros surgidos de la noche. Al igual que Llenlleawg, iban vestidos de negro de la cabeza a los pies, embozados y encapuchados. Los desconocidos cabalgaron hasta donde se encontraba el irlandés; el que iba delante se colocó con la lanza lista para atacar, en tanto que sus dos compañeros desmontaban, ponían en pie al herido Llenlleawg, y, con un veloz movimiento, lo subían al caballo más cercano. Uno de ellos montó detrás del desvanecido guerrero, y el otro tomó las riendas sueltas de la montura de Llenlleawg y saltó sobre la vacía silla. Sin una palabra, se dieron la vuelta y se alejaron, para refugiarse de nuevo en la oscuridad seguidos por los gritos y abucheos de los guerreros que los habían observado.
La Escuadrilla de Dragones no deseaba otra cosa que perseguir a sus atacantes, y lo habría hecho, además, de no haber sido porque Myrddin, exhortándonos con el poder persuasivo del bardo, nos mantuvo quietos. No os apartéis del círculo protector del Señor, nos dijo. Romper el sagrado anillo ahora sólo nos acarrearía la destrucción que hasta entonces habíamos eludido.
¡Ah, pero me irritaba tanto ver cómo nuestros enemigos conseguían huir, sin poder siquiera arrojar una lanza contra ellos!
Los negros jinetes alcanzaron el río y se fundieron otra vez con la profunda oscuridad situada más allá de la zona iluminada por el roble incendiado. Se introdujeron en el agua -oí el chapotear de los cascos-, y de repente el bosque ante nosotros estalló en llamas.
Tal vez chispas del roble ardiendo, volando por el claro, habían prendido fuego a la reseca madera invernal. A lo mejor llevaba un tiempo ardiendo sin llama y nosotros, ocupados con el ataque de Llenlleawg, no nos habíamos dado cuenta. Aunque también era posible que algún otro hubiera prendido fuego al bosque. No lo sé. Todo lo que sé es que, justo cuando los jinetes que huían llegaban al margen del agua y penetraban en el arroyo, una enorme cortina refulgente de fuego se alzó ante ellos. Con un rugido parecido al de un vendaval, las llamas se elevaron hacia el cielo.
En un instante, el fuego empezó a extenderse hacia el otro extremo, y los guerreros enemigos penetraron en la cortina de fuego sin la más mínima vacilación, para desaparecer tras él.
Sólo entonces nos dio permiso Myrddin para romper el círculo. El Pandragón nos llamó a su lado y, después de ensalzar nuestro valor, empezó a ordenar la persecución. Mientras se traía a los caballos del lugar donde habían estado atados, se volvió al Emrys y dijo:
–Myrddin, ¡la tenía!… ¡Caledvwlch! Ese perro traidor la alzó contra mí… ¡mi propia espada! Ante el Dios del Cielo aseguro que esa misma espada acabará reclamando la cabeza de ese traidor.
El bosque reseco por la sequía se entregó alegremente a las llamas, de modo que el sendero por el que habían huido los jinetes enemigos resultaba ahora intransitable. Cuando por fin estuvimos todos a caballo, el fuego rodeaba casi todo el prado y no quedaba más que una estrecha abertura por la que podíamos huir.
El Pandragón dedicó un último saludo a los muertos que dejaba atrás, luego alzó su lanza y gritó:
–En nombre del Señor que me coronó rey, no descansaré hasta que esta deuda de sangre se haya pagado por completo. La muerte responderá a la muerte. Arturo Pandragón lo jura.
Myrddin, sombrío a su lado, frunció el entrecejo al escuchar sus palabras, pero no dijo nada, en tanto que muchos de los cymbrogi apoyaron el juramento del rey con el suyo propio. Entonces, haciendo girar su caballo, Arturo nos sacó de allí. Cabalgamos hacia el río por la abertura de bosque sin quemar, cada vez más estrecha; pero no lo hicimos en columnas ordenadas, pues no había tiempo. Incluso así, nos encontrábamos todavía a medio camino del agua cuando unas envolventes llamas nos cerraron el hueco.
Una rápida ojeada confirmó lo que yo ya sabía: el bosque estaba en llamas por todas partes y nos hallábamos totalmente rodeados por un anillo de fuego. El humo recorría el prado en oleadas como nubes sujetas a la tierra, y ráfagas de calor caían sobre nosotros como cálidas corrientes en un océano helado. Un sonido parecido al de un continuo retumbar llenaba la noche, y espoleamos nuestros caballos para que corrieran a toda velocidad.
Arturo no titubeó ni un instante; en lugar de ello se dirigió directamente al río, donde desmontó, se arrodilló en el agua, y se empapó en ella de pies a cabeza, gritándonos que hiciéramos lo mismo. Los caballos, con el humo hiriendo sus hocicos, se estremecían nerviosos y retrocedían, inquietos al estar tan cerca de las llamas.
El rey se quitó entonces la húmeda capa y la arrojó sobre la cabeza de su montura para que ésta no pudiera ver el fuego.
–¡Seguidme! – gritó, tirando del aterrado animal tras él.
No había otra salida que mantenernos unidos y seguirlo. Arrojé también yo mi capa chorreante sobre la cabeza de mi montura y, murmurando palabras de ánimo al aterrorizado animal, vadeé el río, echándome más agua por encima mientras lo hacía. Arturo, que ya había llegado al otro lado, se detuvo para exhortar a los hombres a que no se separaran; luego se dio la vuelta y nos guió al interior del fuego.
¡Son tan confiados! Realmente creyeron que se salvarían, que su dios los rescataría. A lo mejor imaginaban que los cielos se abrirían y su miserable Jesús descendería en una nube para llevárselos al bendito Cielo, donde estarían a salvo para siempre.
Su desilusión, cuando la horrible verdad les dio directamente en los morros, fue demasiado, demasiado maravillosa para describirla con palabras. Sus expresiones de desesperación seguirán deleitándome durante siglos. La verdad es que me ha divertido tanto la persecución, que resulta casi una lástima verla terminar tan pronto.
Pero el fin se acerca veloz. Todo lo que queda es arrancar el último matiz de tormento, temor y dolor a estos desgraciados y afligidos adversarios míos… y esto no tardará en cumplirse.
Morgaws ha pedido utilizar el Grial para que nos ayude a conseguir su destrucción. ¡Una idea excelente! Podríamos permitirles una Ultima Cena, una última comunión en la que la copa circule para que todos compartan su contenido. ¡Ah, existen venenos exquisitamente dolorosos en los que la muerte tarda en llegar y la agonía de la víctima se alarga… en ocasiones durante días! Contemplar cómo se retuercen y revuelcan agonizantes mientras maldicen a su ineficaz dios resultaría muy entretenido.
Ya puedo escuchar las voces de los moribundos mientras se despiden a gritos de lo que les queda de vida presa de insoportable desesperación. El auténtico desconsuelo es algo de una rara belleza -el terror absoluto a la tumba, donde toda esperanza se hace añicos y desaparece-; ¿qué lo puede igualar, a qué se puede comparar?
Pero no, no quiero que mueran todavía. No han ni empezado a padecer los tormentos que tengo pensados para ellos. Pienso arrastrarlos a la desesperación. Pienso conseguir que maldigan al cielo por darles la vida y dejarlos entregados a estos tormentos. Pienso acosarlos, arrebatarles sus esperanzas una a una hasta que no quede otra cosa que la horrorosa certeza del olvido…, el insoportable silencio de la fosa… infinito… infinito… infinito.
Imperaba el caos. Todo era humo espeso y oscuridad fragmentada por el fuego. Los hombres chillaban mientras corrían, acumulando valor para enfrentarse a las llamas que los rodeaban. Los caballos, con los hocicos inundados por el escozor del humo, relinchaban y se debatían, desesperados por escapar, en tanto que nosotros nos aferrábamos a las riendas y tirábamos de los aterrados animales por entre la espesa maleza. El bosque chisporroteaba y resonaba con el sonido del incendio y los gritos de los hombres instando a sus monturas a través de la pared de fuego.
Esquivando ramas que ardían, corriendo, corriendo precipitadamente y sin mirar por dónde íbamos, huimos al interior del bosque lejos del voraz alcance de las llamas. De este modo cruzamos entre el fuego y nos encontramos otra vez en la espesura del bosque, aturdidos por el maléfico ataque y los peligros que acabábamos de arrostrar. Al igual que los otros, me puse a gritar para que pudiéramos localizarnos unos a otros por el sonido de las voces, y volver a formar el grupo.
Pero el bosque empezó a ejercer su maligno poder sobre nosotros, pues lo que debiera haber sido una simple cuestión de reunir nuestras desperdigadas fuerzas no tardó en derivar en una pesadilla de ineficacia. En cuanto estuvimos al otro lado de la cortina de fuego, todo sentido de dirección desapareció. A fe mía, que no podía decir dónde me encontraba, ni adonde me dirigía.
Oía voces que llamaban y me dirigía a toda prisa hacia el sonido, para una vez allí volver a oírlas algo más allá, y a menudo en dirección contraria. En una ocasión, escuché a dos hombres que gritaban -no podían haberse encontrado a menos de cincuenta pasos de distancia-, y me respondieron cuando los llamé. Les dije que esperaran, que iría hasta ellos… y me encontré con que no estaban allí cuando llegué al lugar; los volví a oír en dos ocasiones, llamándome, pero cada vez más lejos. No volví a oír a nadie después de esto.
Resultaba inexplicable escuchar a gente a mi alrededor -a veces cerca, a veces lejos- y no ser capaz de llegar hasta ella. Era como si el mismo bosque nos fuera alejando, nos dividiera, e impidiera que nos reuniéramos… O bien era esto, o alguna otra fuerza más poderosa de la que el bosque era tan sólo una expresión. En cualquier caso, mantuve la serenidad y, cuando escuché el tintineo de las bridas de un caballo justo al frente, corrí en dirección a él, abriéndome paso por entre los árboles y gritando:
–¡Por el amor de Dios, esperadme!
–¿Quién es? – llamó el más próximo de los dos mientras yo avanzaba torpemente a través de la maraña de ramas y maleza.
–¡Bors! – exclamé, reconociendo la voz al instante.
–¿Gwalchavad? – inquirió él-. ¿Cómo has llegado ahí? Te oímos delante de nosotros hace un instante.
–Quedaos donde estáis -insistí, avanzando a duras penas y tirando de mi reacia montura. Una fantasmal luz cambiante procedente del incendio situado no muy lejos a mi espalda brilló en las nubes bajas de lo alto y se reflejó en los sorprendidos rostros de Bors y un joven guerrero llamado Gereint.
–Por fin -dije, secándome el sudor del rostro- he encontrado a alguien.
–Hemos estado oyendo a cymbrogi por todas partes a nuestro alrededor -repuso Gereint-, pero no hay modo de encontrarlos. Sois el primero.
–Esperemos que no sea yo también el último -respondí-. ¿Habéis visto a Arturo?
–¿Cómo vamos a ver nada en medio de estas tinieblas y esta maraña? – gruñó Bors-. Tres de nosotros atravesamos juntos el fuego, y nos mantuvimos unidos.
–Pero ahora sólo veo a dos -señalé.
–¡Lo sé! – exclamó Bors-. ¡No pude ni mantener a tres de nosotros juntos, y aún menos encontrar a nadie! – Lanzó un bufido de exasperación-. ¡Nadie se queda en un mismo sitio!
–Escuchad -indicó Gereint-, se alejan más.
Mientras escuchábamos, los sonidos a nuestro alrededor se fueron desvaneciendo. Chillamos al unísono una y otra vez, pero no obtuvimos respuesta, y al cabo de un rato no oímos nada en absoluto.
–Bueno -decidí, rompiendo el silencio finalmente-, parece que nos hemos quedado solos.
–Eso parece -asintió Bors-. Nos podemos quedar aquí hasta la mañana y ver si encontramos un rastro entonces, o podemos seguir adelante e intentar encontrar a alguien más.
–¿La mañana? – me sorprendí-. Me asombras, Bors. ¿Crees todavía que esta espantosa noche va a finalizar? Me parece que nunca lo hará.
El resuelto Bors me contempló plácidamente.
–En ese caso descansemos un poco al menos. Empiezo a cansarme de andar dando tumbos por este bosque dejado de la mano de Dios en medio de la oscuridad, golpeándome las espinillas cada dos por tres.
Puesto que no vi nada malo en su sugerencia, le di la razón, y tras instalar a los caballos nos sentamos a descansar antes de reanudar la marcha.
–No me importaba el fuego -dijo Bors al cabo de un rato-. Al menos daba calor. Tengo las ropas todavía húmedas. – Bostezó, y añadió-: Estoy muerto de hambre.
–Será mejor que no mencionemos ese tema -repuse, y sugerí que intentáramos dormir.
–Montaré la primera guardia -se ofreció Gereint.
–Muy bien -concedí-. Despiértame cuando estés cansado y yo haré la segunda guardia.
–Si oyes cualquier cosa nos despiertas -ordenó Bors bostezando.
Al cabo de unos instantes escuché el suave murmullo de un débil ronquido que indicaba que Bors se había dormido. Aunque estaba exhausto, no podía dormir, así que me limité a cerrar los ojos y a dejar que mi mente vagara libremente.
Volví a pensar en mis camaradas muertos, y una punzada de dolor me atravesó como una lanza clavada en el corazón. «Luz Omnipotente -me dije, utilizando la terminología de Myrddin-, acoged a mis compañeros caídos en tus manos amorosas y conducidlos a la seguridad de vuestra inexpugnable fortaleza. Ofrecedles la copa de bienvenida en tus espléndidas salas, y concededles un puesto en la vanguardia de vuestro Ejército Celestial. Que encuentren la paz y la alegría y disfruten eternamente en vuestra compañía, Señor de la Creación, y dadme fuerzas suficientes para soportar mis padecimientos hasta que, también yo, deponga la espada y ocupe mi puesto entre ellos.»
Oré de este modo, no como los sacerdotes de túnicas marrones lo hacen, sino como un grito surgido de mi acongojado corazón.
Me encontré mejor tras haber descargado mis penas de este modo y, aunque seguía lamentando las muertes de mis compañeros de armas, me sentí en cierta forma confortado por la idea de que serían bien recibidos y aceptados en la refulgente sala del Cielo. Así pues, me recosté en el suelo, arrullado por los suaves ronquidos de Bors.
He aquí algo sorprendente: un hombre que podía dormir en medio del campamento enemigo, sin miedo y sin inquietud. He aquí a un hombre tan seguro y tranquilo en su interior que podía olvidar sus problemas en cuanto se acostaba. Como un niño, con la confianza de un niño… He aquí, sin duda, un espíritu puro.
–Gwalchavad -llamó una voz baja que surgía de la oscuridad-, ¿estáis dormido?
–No, muchacho -respondí.
–He estado pensando.
–También yo, Gereint -repuse, y lo oí moverse en la oscuridad para acercarse más-. ¿Se te ha ocurrido un modo de poder localizar a nuestros compañeros perdidos?
–No -respondió-. He estado pensando en que debe de haber sido difícil para el Pandragón… ver a todos sus hombres asesinados de ese modo, y luego ser atacado por su propio campeón.
–Sí, yo diría que ha de resultar difícil -coincidí-. Pero Arturo se ha encontrado en situaciones muy difíciles, y nunca lo han derrotado. Piensa en ello.
–Es el señor más noble que he conocido jamás -confesó Gereint, y en su voz no se advertía otra cosa que no fuera respeto y elogio; como si la aflicción de nuestra actual adversidad, y todo lo que había sucedido antes, no significaran nada para él.
–¿Cuándo te uniste a los cymbrogi? -pregunté al joven guerrero.
–Cador vino a vernos y nos dijo que el Pandragón necesitaba ayuda para derrotar a los vándalos. Tallaght, Peredur y yo respondimos a la llamada y nos unimos al ejército.
–¿Entonces sois compatriotas de Cador?
–Sí, lo somos -confirmó él.
–Era una buena persona y un caudillo espléndido. Me enorgullecía llamarlo amigo. Lo echaremos mucho de menos.
–Desde luego -repuso el joven guerrero-, y lamentaremos su muerte cuando tengamos la ocasión de hacerlo. – Hizo una pausa y añadió entristecido-: Y también la de Tallaght y Peredur.
Me avergoncé de mi falta de memoria. A decir verdad, las muertes de mis amigos y camaradas me habían hecho olvidar por completo el fallecimiento del pobre Tallaght. Nos quedamos callados, cada uno con sus amargos recuerdos, y rememoré cuando Peredur, Tallaght y yo habíamos ido a informar a la gente de Rheged de la rebelión de su señor y de la resultante pérdida de sus tierras. Había sido durante aquella misión cuando habíamos encontrado a Morgaws. ¡Cómo deseé no haber posado jamás los ojos en ella! Y ahora Tallaght estaba muerto, junto con tantos otros hombres buenos, y posiblemente la misma suerte había corrido Peredur.
El bosque estaba silencioso y oscuro, como he dicho, oscuro como lo está la noche cuando la luna se ha ido a descansar y el sol aún no ha salido. El aire no se movía y no se oía el menor sonido. La oscuridad y el sobrenatural silencio me sumieron en una profunda tristeza, y me puse a pensar en mis compañeros muertos: Bedwyr, Cai, Cador y todos los demás… muertos y bien muertos. El dolor de su pérdida me resultaba insoportable. La oscuridad parecía cubrirme y envolverme por completo. Me hubiera entregado por completo a mi lúgubre dolor, pero algo en mi interior se resistió; un fuerte nudo de tozuda cautela se negaba a rendirse a la tristeza o a la aceptación.
En tanto permaneciéramos en los dominios del enemigo, no cedería a mi pena. En consideración a mi rey, debía enfrentarme a todo para obtener la derrota del enemigo, de modo que decidí permanecer alerta a cualquier peligro, no fuera también yo, a caer víctima de la maldad que se había llevado las vidas de mis amigos. «Cuando la batalla haya finalizado -me dije- me abandonaré a la pena. Un día no muy lejano podré llorar su muerte. Pronto, pero no ahora, aún no.»
La idea me ofreció un cierto consuelo, y me animé como pude. Sin embargo, acababa de tomar mi decisión, cuando me llegó un sonido que, una vez escuchado, nunca se puede olvidar: el extraño y torturado rugido de la repugnante Bestia Fantasmal. El sobrenatural aullido pareció surgir de delante de nosotros, aunque a cierta distancia todavía. Bors se despertó de golpe.
–¿Has oído?
–La criatura -dijo Gereint con un ronco susurro-. Debe de ser la misma que nos atacó antes.
–Ya sea la misma u otra diferente, mataré a esa cosa repugnante si se vuelve a acercar a mí -vociferó Bors-. Pongo a Dios por testigo de que ese monstruo no escapará esta vez.
El bramido volvió a sonar, más lejos en esta ocasión, y en una dirección algo diferente. Se alejaba con rapidez.
–Puede que no tengas esa ocasión, hermano -dije a Bors-. La criatura se aleja de nosotros.
Bors gruñó su desprecio, y nos levantamos para reanudar la búsqueda de nuestros perdidos compañeros. Nos pusimos en marcha a pie, conduciendo a los caballos; y, para no separarnos unos de otros, nos sujetamos bien a todas las tiras de la bridas; Bors iba delante, Gereint lo seguía, y yo iba el último… deambulando por un bosque hostil en una noche oscura e interminable. No era tanto una búsqueda, consideré, como la puesta en práctica de una empresa desesperada.
En el silencio que volvía a acosarnos, escuché las palabras de Myrddin: «En la misión que nos espera, sólo los puros de corazón podrán triunfar».
El pensamiento apenas acababa de formarse en mi mente cuando sentí un fino y tembloroso escalofrío que me subía por las plantas de los pies y hasta las piernas. Me detuve en seco. Las riendas que sostenía se tensaron cuando Gereint, que iba delante, siguió andando. Tomé aire para hablar, pero, cuando grité a los otros que se detuvieran, el sonido de mi voz se ahogó en el espectral rugido chirriante de la siniestra criatura.
El monstruoso animal se acercaba veloz, y noté el retumbar del suelo en mis mismas entrañas. Bors y Gereint se detuvieron en medio del sendero. Distinguí en la penumbra cómo Bors se volvía; su boca se abrió:
–¡Huid!
En ese mismo instante, los árboles situados justo delante se partieron como ramas delgadas, haciéndose a un lado violentamente en medio de un tremendo estruendo. Teníamos al monstruo encima.
Me introduje entre la densa maleza y puse pies en polvorosa. Oí gritar a Bors, pero no entendí lo que decía. Reptando como una serpiente enloquecida, me arrastré por entre la maraña de arbustos.
Descubrí un agujero en la maleza no mayor que el hueco dejado por un tejón y me arrojé directamente hacia él. Pero, cuando empezaba a retorcerme para penetrar en su interior, sentí cómo algo muy pesado se apoderaba de mis piernas y me vi arrancado del suelo. En ese mismo instante, el más repugnante de los hedores me envolvió: un olor pútrido a carne en descomposición, mezclado con vómitos y excrementos.
Medio asfixiado y presa de náuseas, intenté llevar aire a mis pulmones, mientras las lágrimas me anegaban los ojos y corrían por mi rostro. La bestia me sujetó bien y empezó a sacudir la horrenda cabeza adelante y atrás, zarandeándome con violencia para romperme los huesos unos contra otros antes de engullirme entero.
Entre patadas y arañazos, me retorcí a un lado y a otro, en un intento de arrancar uno de los ojos de la criatura. En mi frenesí, mi mano golpeó un cuello cubierto de oleoso pelaje bajo la enorme mandíbula; me aferré a la odiosa pelambrera que tenía en la mano y me mantuve firme, al tiempo que chillaba y chillaba pidiendo ayuda.
El dolor se tornó insoportable. Grité y grité, golpeando la gruesa carne con los puños. El dolor me inundaba en oleadas en tanto que la oscuridad -una oscuridad terrible, que embotaba los sentidos- me rodeaba. Sentía cómo la vida se me escapaba bajo aquella presión trituradora, y comprendí que todo se acababa.
–¡Dios del cielo! – supliqué en mi agonía-. ¡Ayudadme!
Ninguna oración ha sido jamás más efectiva que aquélla, y apenas acababan de salir las palabras de mi boca cuando apareció Gereint.
Parecía colgar en el aire por encima de mí, como si flotase, o estuviera suspendido en lo alto, y comprendí que de algún modo había conseguido escalar la espalda de la bestia. El joven hundió su cuchillo hasta la empuñadura para asegurarse un asidero, y empezó a acuchillar a la criatura con la espada.
«¡El muy loco conseguirá que lo maten!», me dije, intentando desesperadamente liberar las piernas.
La espada se alzó hacia el cielo, y volvió a descender para clavarse en la parte posterior del cráneo de la enorme bestia. El cuello de la repugnante criatura dio un tirón hacia arriba y su boca se abrió de par en par; lanzó un rugido de dolor y me vi arrojado al suelo. Caí violentamente sobre el costado y pugné por alejarme, no fuera a verme pateado hasta morir.
Mi pierna izquierda se negó a moverse. Me arrastré hacia delante y, con la ayuda de brazos y codos, me impulsé al interior de la maleza. Una vez lejos del animal, volví la vista por encima del hombro para mirar a Gereint. Había desaparecido ahora, pero su espada seguía hundida en el abultado cuello de la fiera justo detrás del cráneo, y el monstruo aullaba su agonía con un sonido capaz de desgarrar la tierra. Me llevé las manos a los oídos y me acurruqué sobre el suelo, en un intento de ahogar el horrible grito.
No puedo decir qué sucedió después, ya que lo siguiente que supe fue que despertaba en el oscuro y silencioso bosque. La negra bestia no estaba, y yo me encontraba solo. El costado me dolía como si hubieran hurgado en él con la punta de una lanza y luego me hubieran golpeado con una vara de hierro; la pierna me ardía y, aunque me dolía respirar, aspiré varias veces con fuerza para no volver a desmayarme.
Un remolino de temor se agitaba dentro de mí, pero me he sentido asustado en otras ocasiones y en circunstancias igualmente penosas, así que me obligué a mantener la calma, me tumbé y escuché durante unos instantes. Al no oír nada, hice intención de incorporarme, pero el dolor volvió a estallar inmediatamente, y me desplomé.
«Bors y Gereint están persiguiendo a los caballos y regresarán en cualquier momento -me dije-. Saben que estoy aquí y no me abandonarán.» Me aferré a esta esperanza, repitiéndola una y otra vez.
El dolor de la pierna me producía unas agudas punzadas de insistente dolor, que me impedía pensar en el desgarrado dolor intermitente del costado. Con un esfuerzo conseguí sentarme en el suelo y me apoyé en un tronco caído, luego me incliné para tocar el lugar donde el dolor parecía más fuerte, y retiré la mano pegajosa y húmeda de sangre. Intenté mover la pierna; la tentativa envió un ramalazo de insoportable dolor a mi cabeza y estuve a punto de desmayarme, pero al menos la pierna consiguió doblarse un poco y no parecía que hubiera ningún hueso roto.
Tenía todavía el cuchillo en el cinturón, pero me faltaba la espada; la lanza había desaparecido con el caballo. Con la ayuda del cuchillo, conseguí cortar un pedazo de tela de mi siarc y hacerme un torniquete en la pierna para detener la hemorragia. El esfuerzo me dejó agotado, pero conseguí sujetar el nudo y me recosté jadeante y sin aliento. Me vino a la mente entonces un fragmento del salmo de Myrddin y lo repetí en voz alta. Allí en el sombrío bosque, acostado sobre la espalda, con sangre rezumando de mis heridas, recité:
¡El Señor es mi roca!
¡El Señor es mi fortaleza y mi libertador!
¡Dios es mi refugio; Él es mi amparo!
Y el cuerno de mi salvación, mi baluarte.
Encontré consuelo en las palabras. Tan sólo decirlas en voz alta en aquel doloroso paraje me daba ánimos, de modo que continué:
Invoco al Señor que es digno de toda alabanza,
y así me salvo de mis enemigos.
Los dogales de la muerte me atraparon;
los torrentes de la destrucción me aplastaron.
Era un acto de desafío, creo yo, invocar a la Luz Omnipotente en aquel lugar, pues sentí cómo mi corazón se conmovía a medida que regresaba el valor. La verdad es que me sorprendí de lo mucho que podía recordar de aquellos versos. Sintiéndome como un bardo, lancé aquellas palabras de inspiración divina al siniestro bosque:
Las sogas del sepulcro se arrollaron a mi alrededor;
los lazos de la muerte se enfrentaron a mí.
En mi aflicción, llamé a Dios en busca de ayuda.
Y desde su templo escuchó Él mi voz.
Maravilla de maravillas, acababa de pronunciar estas últimas frases cuando vi brillar una luz en la arboleda, tan pálida y débil que en un principio creí que lo había imaginado. Miré, y el tenue resplandor desapareció; pero, cuando volví a mirar, volví a verlo. Me incorporé y clavé los ojos en el lugar… como si quisiera sujetarlo allí para que no se desvaneciera otra vez, dejándome solo en la oscuridad.
No conseguía ver la luz directamente a causa de todos los árboles y arbustos, y, desesperado por mantener la frágil luminiscencia, intenté recordar el resto de la oración de Myrddin. ¿Cómo seguía?
Y él miró con…
No, no… No era así. El dolor de la pierna eliminaba todo lo demás. No podía pensar. Aspiré con fuerza y me obligué a concentrarme. En pedazos y fragmentos las palabras vinieron a mi memoria y las pronuncié en voz alta:
Y bajó la vista, colérico, al suelo y dijo:
«Puesto que su amor está puesto en mí, los liberaré.
Los libraré del peligro, pues conocen mi nombre.
Estaré a su lado en el infortunio;
los rescataré de la tumba,
y les concederé todo honor en mis palacios;
les concederé la satisfacción de la vida eterna
para que puedan disfrutar de su espléndida salvación».
Mientras las pronunciaba, el débil resplandor pareció cobrar fuerza hasta convertirse en un brillo continuado como el de la luna en una nebulosa noche de invierno. Pensé que la luz podría aún aumentar; pero, a pesar de que continué repitiendo el salmo una y otra vez, el frágil fulgor continuó siendo un simple destello nacarado, y no aumentó más su intensidad.
Al cabo de un rato, sentí cómo el frío del invierno se iba introduciendo en mis huesos. Tenía las ropas húmedas de sudor y el aire era frío, y me puse a tiritar, y cada escalofrío me producía una sacudida de dolor, pues implicaba mover la pierna. Apreté los dientes y deseé que la suave luz se mantuviera en su sitio.
No sé cuánto tiempo permanecí allí tumbado, tiritando de dolor y frío, apretando los dientes, y rezando para que el tenue resplandor no se apagara. Me pareció un período de tiempo muy largo, no obstante; lo bastante largo para empezar a albergar la sospecha de que realmente había perdido a Bors y a Gereint, y que ahora me encontraba totalmente solo. En cuanto tal sospecha se convirtió en certeza, decidí intentar incorporarme y avanzar en dirección a la luz.
Busqué a mi alrededor una rama resistente que pudiera utilizar como bastón, y fui a posar la mano sobre un retorcido trozo de árbol; era viejo y la corteza podrida se desprendió en mi mano, pero la madera era lo bastante resistente para sostener mi peso, de modo que utilicé la rama para volver a ponerme en pie. La pierna herida seguía lanzando aguijonazos de dolor al menor movimiento, pero apreté los dientes, hice de tripas corazón, y me puse en marcha.
Descubrí que podía cojear únicamente unos pocos pasos antes de que el dolor se tornara demasiado insoportable y tuviera que detenerme a descansar, pero luego, tras un corto descanso, continuaba el penoso avance; también me di cuenta de que seguía el sendero practicado por la bestia negra cuando se abría paso a la fuerza por entre los árboles, y ello hacía mi trayecto un poco menos difícil ya que podía sujetarme a los árboles caídos y a las ramas rotas.
De este modo, a trompicones, fui avanzando por la estrecha vereda. A pesar del frío, no tardé en empezar a sudar otra vez a causa del dolor y el esfuerzo, y el aliento flotaba en forma de nubes fantasmagóricas alrededor de mi cabeza. No dejaba de escuchar ni un segundo, alerta a cualquier sonido en el bosque. Aguzaba el oído por si oía regresar de repente a Gereint o a Bors… o a la negra bestia.
Pero no; estaba solo. El miedo volvió a bullir en mi interior, pero me lo tragué y seguí andando, regañando a mis compañeros por haber salido corriendo, como yo suponía, tras los caballos. Cómo se me había metido aquella idea en la cabeza, no puedo decirlo. Consumido por mis propios problemas, no les había dedicado ni un pensamiento amable; a decir verdad, podrían haber estado heridos o muertos en los árboles cercanos sin que yo lo supiera.
–Jesús bendito, perdona a un hombre estúpido -suspiré en voz alta, y luego recité una silenciosa oración por la seguridad de mis amigos. Tales pensamientos y rezos ocuparon mi mente mientras avanzaba tambaleante por el sendero en dirección al débil resplandor plateado.
Por fin, el camino torció ligeramente y llegué ante un enorme bosque de zarzas; una maraña infernalmente espesa de enredaderas con pinchos y ramas de espino. No habría resultado más formidable, si hubiera sido una muralla de piedra; sin embargo la criatura monstruosa parecía haber chocado contra esta muralla y, en su furia ciega, haber abierto una brecha en la tupida maraña. Aunque no podía distinguir su origen, la luz parecía provenir de algún lugar situado al otro lado del arbóreo muro.
Me apoyé en el torcido bastón para contemplar con atención la espesura. Las punzadas de la pierna se habían convertido en un continuo dolor intermitente, y me parecía como si tuviera carbones ardientes bajo la piel del costado. Temblaba de frío y dolor, y sudaba al mismo tiempo. Cerré los ojos y me apoyé con más fuerza en el bastón.
–Jesús, tened piedad -gemí-. Estoy herido y solo, y estoy perdido si no me ayudáis ahora.
Intentaba aún ordenar mis menguantes fuerzas para intentar superar la barrera cuando escuché unos rápidos y ruidosos pasos a mi espalda. Lo primero que pensé fue que el monstruo había regresado, pero este temor se desvaneció enseguida cuando oí pronunciar mi nombre.
–¡Gwalchavad!
–¡Aquí! – grité-. ¡Estoy aquí!
Me volví para mirar al estrecho sendero que me había conducido hasta ese lugar, y, al cabo de un momento, distinguí a Gereint que venía hacia mí a grandes zancadas. El rostro brillaba fantasmagórico bajo la pálida luz; empuñaba una espada -la mía- y lucía una expresión de alivio y sorpresa entremezclados.
–Lord Gwalchavad, estáis vivo -dijo nada más reunirse conmigo. Sin aliento, clavó la espada en el suelo, y se dobló al frente con las manos apoyadas en las rodillas-. Temí que estuvieseis… -Se detuvo, respirando hondo, y luego siguió-: Temí haberos perdido, pero entonces vi la luz y la seguí.
Observando mi pierna, inquirió:
–¿Es grave?
–Puedo soportarlo -repuse-. ¿Qué hay de Bors? ¿Lo has visto?
–No desde el ataque.
–Que Dios lo ayude -respondí; luego, dejando el bienestar de Bors en las manos del buen Señor, me volví de nuevo hacia la espesura-. La luz me atrajo hasta aquí, también. Parece provenir del otro lado de este muro de ramas.
–Lo atravesaremos juntos -dijo Gereint y, levantando la espada, se acercó a la abertura y empezó a cortar las zarzas. Abrió un camino ante nosotros, y me tendió la mano.
–Ve delante -le indiqué-. Te seguiré.
Me contempló dubitativo, pero enseguida se volvió y reanudó la tarea de talar las enmarañadas ramas. Cortaba como un campeón, asestando mandobles de un modo incansable. El vapor que producía su aliento flotaba en una nube sobre su cabeza, y sus cabellos no tardaron en quedar empapados, pero se mantuvo firme en su tarea, los brazos balanceándose, los hombros subiendo y bajando mientras golpeaba los colgantes zarzales.
Lo seguí, cojeando un paso cada vez, a medida que la barrera de ramas se abría ante la espada de Gereint. De este modo fuimos avanzando, hasta…
–¡Hemos pasado! – anunció el joven en tono triunfal.
Levanté la mirada, y vi la luz brillando a través de la abertura y a Gereint de pie en la brecha, espada en mano. Lo que fuera que se encontrara más allá de la pared de arbustos ocupaba toda su atención.