Un poder auténtico como el que yo poseo se alcanza sólo mediante los medios más rigurosos y agotadores, y pocos mortales tienen siquiera la más ligera idea de la enorme disciplina que hay que mantener en cada etapa del viaje. Pues se trata de un viaje… en el que se avanza de una fuerza a otra, añadiendo habilidad a habilidad, eminencia a eminencia, mientras se sigue el largo y arduo sendero hasta alcanzar la total maestría.
La primera eminencia es el dominio del silencio, en el cual el adepto debe abandonar toda comunicación con otros. No se debe permitir que pensamientos o palabras externas se inmiscuyan o distraigan; no se puede prestar atención ni escuchar ninguna otra voz.
El adepto debe abandonar todo contacto con otras mentes, y esto conduce a la segunda eminencia, en donde el adepto obtiene la habilidad de proyectar pensamientos e imágenes a otros seres, y de esta manera se generan y manipulan atmósferas emocionales. Con la maestría llega también el control sobre la vida animal y la habilidad de conseguir que los animales hagan nuestra voluntad.
La tercera eminencia permite al adepto proyectar su imagen a otros lugares según su voluntad; se puede estar en dos lugares, tres lugares a la vez, y bajo formas diferentes. En la cuarta eminencia, el adepto adquiere un profundo conocimiento de las esencias de plantas y vegetales, el profundo e íntimo conocimiento de la naturaleza y el uso de la vida vegetal en extractos y elixires.
La obtención de la quinta eminencia otorga dominio sobre los movimientos del aire y el agua, y el control del fuego; también se puede manipular y controlar el clima en regiones determinadas.
La sexta eminencia conduce a la capacidad de adquirir forma etérea, de disolver la presencia física: desaparecer en un lugar y aparecer en otro, entero y completo.
Al alcanzar el dominio de la séptima, y última, eminencia, el adepto adquiere la capacidad de detener el proceso normal de envejecimiento del ser humano, e incluso invertirlo cuando sea necesario. Sin esto, todo lo obtenido con anterioridad no tardaría en resultar inútil.
Los ignorantes hablan de ciencias ocultas, pero no están ocultas. En realidad, no hay nada secreto en ellas; están del todo al descubierto y disponibles para todo aquel que desee ejercerlas. ¡Ah, pero el precio! El precio es nada menos que la dedicación de toda una vida. De modo que tal vez los ingenuos tienen razón al fin y al cabo, al pensar en la adquisición de poder como un pacto en el que se da a cambio el alma. No existe otro modo.
Dejé que los otros se recuperaran y me encaminé de vuelta a la colina para buscar a los caballos a los que, con cieña dificultad, conduje al interior de los confines del caer. Los caballos se negaron a entrar, y precisé de toda mi persuasión para conseguir que cruzaran la entrada. Una vez dentro, se agitaron y estremecieron como si tuvieran frío, y patearon el suelo nerviosos. No obstante, los até no muy lejos y, retirando los dos odres de detrás de las sillas, regresé a toda prisa a la pared en ruinas.
Me arrodillé junto a Llenlleawg, humedecí la punta de mi capa y la apliqué sobre sus labios. El guerrero no se movió.
–¿Está muerto? – inquirió Peredur; dobló las piernas bajo el cuerpo e, incorporándose, se colocó de pie junto a mí.
Acerqué el rostro al de Llenlleawg y noté en la mejilla su tenue respiración.
–Está vivo, no temas -respondí al joven guerrero-. Veamos qué le han hecho.
Así pues, procedí a lavarle las heridas; vertiendo agua en un pedazo de tela desgarrada del borde inferior de mi siarc, le limpié el polvo y la sangre de rostro y cuello.
Le habían dado una buena paliza; había recibido muchos golpes en la cabeza, y varios de éstos habían sido lo bastante fuertes para desgarrar la piel. El ojo izquierdo estaba rojo e hinchado; sangre ennegrecida le recubría la nariz y rezumaba por la fea herida del labio inferior. Su capa había desaparecido, y gran parte de la camisa, así como el cinto y las armas; quienfuera que había osado separar a este irlandés de lanza o cuchillo sin duda había pagado un terrible precio por su audacia: de eso no me cupo duda.
Excepto por algunas magulladuras en los hombros, y rasguños en brazos y muñecas, no había otras heridas que pudiera ver. Al parecer, sus atacantes se habían dado por satisfechos dejándolo sin sentido antes de arrojarlo al interior de la jaula de hierro: no habrían podido meterlo dentro de otro modo.
Los caballos empezaron a relinchar justo entonces, de modo que Tallaght, tras haberse recuperado un poco, se levantó y fue a ver qué era lo que los asustaba. Se alejó sacudiéndose los calambres de los brazos.
–Una muerte cruel -comentó Peredur, mirando en derredor casi con temor-. Es una suerte que lo encontrásemos cuando lo hicimos. ¿Quién querría hacer algo así?
–Cuando lo descubramos, habremos desentrañado el misterio hasta el fondo -repuse, y volví a ocuparme de Llenlleawg. Arranqué otra tira de tela de la parte inferior de mi siarc, la humedecí, y la apliqué sobre su magullado rostro. Esto hizo que un gemido surgiera de la garganta del irlandés, que respiró ruidosamente, y una negra mucosidad afloró a sus labios. La limpié con la punta de la tela húmeda-. Eso es, sácalo todo -le dije-. Elimínalo.
Al sonido de mi voz, sus párpados se abrieron, y se revolvió inmediatamente como si quisiera huir.
–Tranquilo, Llenlleawg -dije, apoyando la mano en su pecho para que no se hiciera más daño-. Recuéstate. Todo está bien. Tus enemigos se han ido.
Se desplomó hacia atrás con un sonoro suspiro; luego empezó a toser con tanta fuerza que temí se le fueran a partir las costillas. Escupió la repugnante sustancia negra, esputando una y otra vez, sacando más y más cada vez.
–Bebe un poco -ofrecí, acercando el odre a sus labios-. Te reanimará.
En cuanto el agua tocó sus labios, una expresión inquieta afloró a su rostro e hizo intención de volver a incorporarse.
–Descansa, hermano -dije-. Gwalchavad está aquí. No hay nada que temer.
Sus ojos me reconocieron por fin; dejó de resistirse y se recostó para permitir que le diera de beber. Bebió con avidez, tragando a grandes sorbos como si no hubiera bebido durante días. Intenté apartar el odre, pero me sujetó la muñeca y la inmovilizó y siguió bebiendo hasta que se atragantó y empezó a expulsar agua negra por la nariz y la boca.
–¡Ya está bien! No te hemos sacado de entre las llamas para ahogarte -dije-. Bebe despacio. Hay mucha.
Soltó mi mano y se dejó caer pesadamente hacia atrás. Movió la boca e intentó hablar, pero tardó un poco antes de que pudiera hacerse entender.
–Gwalchavad -musitó con voz ronca y tenue-, me encontraste…
–¿Quién te hizo esto?
Antes de que pudiera contestar, oí un grito. Era Peredur, que me llamaba para que fuera corriendo. Llenlleawg se sobresaltó al oírlo.
–Tranquilo, hermano. Es uno de los cymbrogi -expliqué con rapidez-. Déjamelo a mí.
–¿Cuántos… -jadeó- están contigo?
–Sólo dos de los guerreros más jóvenes -respondí, incorporándome-. De haber sabido que cabalgaríamos por todo Llyonesse, habría traído a toda la Escuadrilla de Dragones. Descansa tranquilo; regresaré enseguida.
Hallé a Peredur junto a Tallaght, que estaba de pie con los brazos semialzados y cruzados a la altura de las muñecas como para protegerse de un golpe. Peredur, con la mano sobre el hombro del joven, le hablaba al tiempo que lo sacudía con suavidad. Los caballos, entretanto, seguían con sus relinchos… Si acaso, su nerviosismo no había hecho más que aumentar.
–¿Qué sucede? – le espeté, irritado ante su incapacidad para realizar una tarea tan sencilla.
–No puedo despertarlo -explicó Peredur.
Dediqué al muchacho una agria mirada para mostrarle lo que pensaba yo de su absurda explicación, y me volví hacia Tallaght. Pero, si bien estaba de pie con los ojos bien abiertos, en todos los otros aspectos parecía profundamente dormido, y no parecía ver ni oír, sino que permanecía impertérrito a todos los esfuerzos de Peredur, con una expresión de embeleso en el rostro como esclavizado por un sueño tan agradable que no quería despertar.
Desconcertado y alarmado, extendí la mano y cogí al joven guerrero del brazo. El músculo estaba tieso, duro corno la madera; sin embargo, Tallaght parecía tranquilo, sin la menor señal de tensión ni en el rostro ni en el cuerpo. Acto seguido, acerqué el rostro al suyo y percibí el leve soplo de su respiración en mi piel.
–¡Tallaght! – chillé con severidad-. ¡Despierta!
El muchacho no mostró la más leve indicación de haberme oído, de modo que lo agarré por los hombros y lo sacudí hasta hacer crujir sus huesos. Al igual que antes, no provocó ninguna respuesta. Viendo que tenía los brazos cruzados, tomé su brazo derecho e intenté estirarlo, como para romper el hechizo. Antes le habría roto el brazo, ya que, por mucho que lo intenté, no había forma de desdoblar el rígido miembro… a menos que utilizara la fuerza bruta, lo que no habría ayudado en absoluto.
Tras sacudirlo y gritarle un poco más, me di por vencido y desistí.
–Te aseguro, Peredur -declaré, volviéndome otra vez hacia el aterrorizado joven-, nunca había visto nada parecido. Se ha convertido en un cadáver viviente.
–¿Qué haremos con él? – exclamó Peredur, aturdido.
–No lo sé -respondí, contemplando la rígida figura a nuestra espalda-. Pero no quiero dejarlo aquí así. Supongo que podríamos tumbarlo en alguna parte. – Tras dirigir una rápida mirada al cielo, añadí-: Llenlleawg no está aún lo suficientemente recuperado para viajar, y el día se acaba. Acamparemos en la sala y veremos qué nos trae el día de mañana.
–¿Pasar la noche aquí? – inquirió él asustado.
–¿En qué otro sitio si no? – repliqué enojado-. Aquí al menos tenemos sólidas paredes a nuestra espalda, agua y un fuego. Es un lugar tan bueno como cualquiera que podamos encontrar en este maldito territorio.
Demasiado sobresaltado para protestar más, Peredur cerró la boca y me contempló con desaliento.
–Ahora, pues -seguí-, llevemos a Tallaght a la sala y lo colocaremos de modo que esté cómodo hasta que despierte.
–¿Qué haremos -preguntó el joven- si no despierta?
–Mira -le espeté-, esto no me gusta más que a ti, pero no hay nada que podamos hacer.
Entre los dos depositamos al muchacho sobre el suelo y, levantándolo entre ambos, empezamos a transportarlo hasta la sala. Tallaght, con la mirada fija en el cielo, permaneció tranquilamente ignorante del brusco trato que recibía; era como si cargásemos con un tablón en lugar de una persona, ya que Tallaght ni se curvó ni se quejó. Lo llevamos junto a una de las paredes que seguía en pie y, tras apartar las piedras, depositamos al dormido guerrero de espaldas sobre el suelo, aunque en esta posición su parecido con un cadáver se acentuó. Desgarré otro pedazo de mi siarc, lo humedecí, lo doblé, y lo coloqué sobre los ojos del guerrero… tanto para ocultar su mirada fija e inerte como para protegerle los ojos.
Fue mientras lo hacía que descubrí la mordedura: un pequeño y nítido círculo de marcas rojizas en un lado de su cuello donde unos dientes afilados habían perforado la piel. Si no lo hubiera visto antes, habría dicho que era la mordedura de un animal, un perro pequeño o una comadreja, quizá. Pero ya lo había visto antes: en el brazo de Rhys. Rhys no tenía ni idea de cómo había pasado, y yo tampoco sabía más que él tras haberlo visto en dos ocasiones, pero sí sabía que Tallaght no la tenía antes de ir a ver a los caballos.
–¿Ahora qué vamos a hacer? – preguntó Peredur cuando terminé.
–Ahora acamparemos -dije. No vi motivo para mencionar la mordedura a Peredur; asustarlo no serviría de nada-. Da de beber a los caballos, Peredur, y… -Me interrumpí y corregí la orden-. Mejor aún, los dos daremos de beber a los caballos y cuando hayamos terminado, los ataremos dentro de la sala.
Lo hicimos así, y nuestros diferentes quehaceres nos ocuparon lo que quedaba del día. Un manto de nubes grises penetró desde el mar para oscurecer el sol y proyectar un oscuro velo sobre la derruida fortaleza. Tomamos madera y ascuas encendidas de los restos del fuego que rodeaba la jaula de hierro, y las utilizamos para encender nuestra fogata. De vez en cuando me detenía para ocuparme de nuestros enfermos compañeros, pero no había mucho que se pudiera hacer por ninguno de ellos. Tallaght no había cambiado un ápice desde que lo habíamos colocado sobre el suelo, y Llenlleawg, tras haber bebido un poco de agua y habérsele vendado las heridas, dormía ahora; tosiendo de cuando en cuando, y revolviéndose inquieto, pero sin despertar.
Mientras Peredur y yo trabajábamos, hablábamos, ya que ayudaba a mantener viva nuestra valentía; confieso que sentí cómo el miedo se iba apoderando de mi persona a medida que la luz del día nos dejaba en manos de la larga y oscura noche. Mientras las sombras crecían y se extendían sobre las ruinas, tuve la sensación de que nos acechaban, e imaginé que unos ojos fríos nos observaban desde los rincones oscuros… vigilando y aguardando.
Reunimos más maleza y ramas -suficiente para mantener el fuego encendido durante la noche- y, con el apagado crepúsculo cayendo a nuestro alrededor, realizamos una sencilla cena con nuestras provisiones. Ninguno de los dos tomó más que unos pocos bocados mientras permanecíamos encorvados ante el fuego, contemplando los montones de cascotes y los maderos caídos que nos rodeaban en tanto que las pálidas llamas parpadeaban sobre las ruinas.
Cuando terminamos de comer, dejamos el fuego arreglado para la noche y nos envolvimos en nuestras capas para dormir… si es que era posible dormir. Con la noche, un silencio opresivo descendió sobre el valle y su antigua fortificación; un silencio frío y sobrenatural, que ahogaba todo sonido y nos hacía sentir como si cada bocanada de aire que tomábamos fuera a ser la última.
En dos ocasiones mi inquieta duermevela se vio interrumpida por el sonido de un búho; el suave ulular de la llamada del animal descendía de la torre en ruinas que se alzaba sobre nosotros. Desperté y miré alrededor, para encontrarme con una luna amarillenta que se alzaba por encima de la derruida pared. En la antigüedad el canto del ave de la sabiduría se consideraba algo malhadado, que auguraba mala suerte al desdichado que lo oía, y algunos, imagino, lo creen aún. Ahora bien, yo no soy de los que se asustan de los cantos de las aves nocturnas, pero aquella noche la llamada me hizo pensar en el invierno y en tumbas y en la muerte arrebatando la luz y la vida a los ojos.
Tras el tercer canto, Peredur despertó. Lo vi sobresaltarse y luego incorporarse de un salto. El búho, alarmado por el repentino movimiento en el suelo, alzó el vuelo, agitando lentamente las enormes alas. Peredur se encogió, las manos rígidas, mirando enfurecido a su alrededor como si también él tuviera intención de alzar el vuelo.
–Tranquilo muchacho -murmuré en voz baja-. No era más que un búho.
Pero no pareció oírme. Dio dos o tres pasos al frente, se detuvo, y luego dijo:
–¡No! ¡Espera! ¡Muy bien, iré contigo!
Dicho esto, arrojó a un lado la capa y se alejó, como si intentara seguir a alguien que parecía conducirlo a toda velocidad lejos del campamento. Pensé en llamarlo, pero cambié de idea; me alcé y fui tras él. Peredur atravesó el caer y la puerta de entrada, y se dirigió directamente al bosque seco; una vez allí, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, corrió, saltando como un ciervo sobre los troncos en forma de cruz, y rápidamente me dejó atrás, pues me movía con torpeza en la oscuridad con sólo la mitad de una luna pálida para iluminar mi camino.
Decidido en mi propósito, seguí adelante, sin embargo, guiándome por el sonido de su temeraria carrera, ya que el crujir de la reseca maleza me indicaba la dirección que debía seguir. Avancé lo mejor que pude, intentando impedir verme empalado en los afilados extremos de ramas partidas. Al dar un resbalón por culpa de un tronco caído, noté algo blando bajo el pie y, al estirar el brazo para ver qué era, encontré un siarc: el siarc de Peredur, no había duda. Seguí mi accidentado avance unos pocos pasos más y encontré sus pantalones balanceándose de una rama vertical.
Mientras recogía las prendas en un ovillo bajo el brazo, me pregunté si se había vuelto loco, y reanudé la persecución.
Una docena de pasos más y el sonido de su fuga cesó bruscamente, por lo que tardé unos instantes en darme cuenta de que ya no lo oía por delante de mí. Aguzé el oído, girando la cabeza a un lado y a otro para captar cualquier sonido aislado que pudiera delatar el punto en el que había ido a caer al suelo. Una vez más, tuve la intención de llamarlo en voz alta, pero algo refrenó el impulso; con los sentidos, alerta ya, agudizados como cuando se está en plena cacería, anduve con sumo sigilo, deteniéndome cada pocos pasos para escuchar antes de seguir adelante.
De este modo avancé en silencio, con cautela, con un hormigueo por todo el cuerpo provocado por una extraña emoción. Llegué a un lugar del marchito bosque donde tres árboles enormes habían caído atravesados unos sobre otros para formar un tosco cercado. Me deslicé más cerca y miré por encima de la burda pared, y allí, tumbado en el centro del claro, yacía Peredur completamente desnudo… y sobre su pecho descubierto una pequeña criatura negra y jorobada inclinaba en aquellos momentos su plana cabeza.
En un principio temí que la criatura lo hubiera matado, pues el joven guerrero permanecía con brazos y piernas extendidos tal y como había caído; pero, cuando aquella cabeza espantosa se acercó más, Peredur gimió, y supe que seguía vivo.
Al instante, mi mano se movió hasta el talabarte que pendía de mi costado; pero, al tiempo que mis dedos se cerraban y empezaban a sacar la espada, la criatura se detuvo y, veloz como un felino, volvió hacia mí su mirada. En mi vida quiero volver a ver un rostro tan grotesco; la frente caída y la mandíbula muy fina, con una nariz que parecía una hoja marchita, las ventanillas de la nariz contraídas mientras olfateaba el aire; una boca como la de un macho cabrío con largos dientes amarillentos abierta de par en par en un siseo de advertencia. Dos enormes ojos pálidos me amenazaron desde debajo de la gruesa frente cuando la cabeza se hundió más entre los hombros y las largas manos aferraron su trofeo.
«¡Rey Omnipotente, salva a tu siervo!», pensé, y el pensamiento recibió como respuesta un sordo gruñido gutural que borboteó del interior de la garganta de la repugnante criatura. Me eché atrás.
Con un alarido, el ser saltó del pecho de Peredur y cargó directamente contra mí a una velocidad terrible. Retrocedí tambaleante otro paso, tropecé con un trozo de madera, y caí al suelo. La criatura se precipitó sobre mí como una exhalación; su espantoso aliento olía a carne podrida y a fétida descomposición. Sentí su repentino peso sobre mi pecho, impidiéndome respirar, e intenté quitármelo de encima, pero no pude levantar los brazos; fue como si toda la fuerza hubiera desaparecido de mis miembros, y no pudiera hacer otra cosa que permanecer tumbado y observar horrorizado cómo el odioso ser acercaba su rostro al mío.
¡Desgraciado de mí! No me podía mover. No podía respirar.
La repugnante cabeza descendió un poco más muy despacio, y la dentuda boca se abrió. A pesar de mis denodados esfuerzos, no conseguí mover ni el dedo meñique; me sentí sujetado por una fuerza mucho mayor que la mía.
Más cerca, babeando ahora, la maligna boca se acercó más, y más aún. Distinguí los pequeños y afilados dientes cuando la boca se abrió y la criatura se dispuso a morder.
Los pulmones me ardían. Totalmente paralizado, sólo podía observar el lento descenso del aterrador rostro, sus ojos siniestros ocultando todo lo demás, llenando mi campo de visión, contemplando mi alma.
Al mismo tiempo que yo observaba -¡no podía hacer otra cosa!-, el rostro se transformó por completo y me encontré ante el semblante de una mujer, una belleza más deliciosa que cualquier otra que hubiera visto jamás. Con extremidades elásticas y flexibles, extendió los brazos para rodearme con ellos, la larga cabellera oscura cubriendo los blancos hombros. Sus pechos eran grandes y rotundos, y una visión maravillosa; las bien proporcionadas caderas eran suaves, y las largas piernas se doblaban bajo su cuerpo; sonrió, y sus dientes eran hermosos, rectos y blancos. Una diosa no habría sido más bella, creo yo, y, no obstante mi miedo, el deseo se agitó en mi interior.
Se inclinó para cubrirme con su hermoso cuerpo, y me sentí atraído a su abrazo. Los pulmones se me hincharon hasta casi estallar, pero no conseguí respirar; la sangre martilleó en mis sienes y una neblina oscura se formó ante mis ojos y… ¡que el Señor me ayude!, me alcé para ir a su encuentro.
Entonces, cuando ya sentía la suave caricia de sus dulces labios en los míos y notaba cómo se me escapaba el aire por la boca, se escuchó un alarido tan potente y agudo, que temí que la cabeza me estallara. En ese mismo instante, la mujer se desvaneció y reapareció la bestia, la boca abierta en un chillido de furia.
Percibí un veloz movimiento encima de mí y una forma oscura que descendía. El repugnante ser hizo intención de apartarse de un salto, pero aquello que descendía alcanzó a la criatura de pleno sobre el aplanado cráneo con un tremendo crujido. El monstruo echó la cabeza hacia atrás y aulló. ¡Crac! La forma oscura lo tumbó.
De repente pude volver a respirar. Una bocanada de aire vivificante se precipitó al interior de mi boca y pulmones y la engullí como un ahogado que ha regresado de las profundidades asesinas.
Peredur estaba de pie a mi lado, con el extremo partido de una rama enorme en las manos, la barbilla alzada y los ojos entrecerrados. Jadeante todavía, volví los ojos hacia el lugar que él miraba, y vi a la criatura negra que se retorcía en el suelo y se mordía a sí misma en plena agonía.
–Jesús bendito -musité-, sálvanos.
Al oír tan sencillas palabras, la asquerosa cosa emitió un alarido más terrible que cualquiera que hubiera escuchado jamás, y acto seguido se escuchó un chisporroteo y el ser se desvaneció entre una repentina oleada de vapor, dejando tras de sí sólo el eco de su torturado chillido, y un hedor a bilis y vómito.
Peredur se volvió hacia mí. Intentó hablar, pero le faltaban las palabras adecuadas para lo sucedido, así que volvió a cerrar la boca y se quedó contemplando con asombro el lugar en el que había desaparecido la bestia. Luego levantó el garrote que sostenía y lo miró como si no supiera cómo había llegado hasta sus manos; lo arrojó al suelo con una expresión de asco.
–Temí que os hubiera matado -dijo, casi como una disculpa.
–Hiciste lo correcto -lo tranquilicé.
El joven se estremeció y bajó la mirada; y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba desnudo. Me dirigió una veloz mirada de culpabilidad, pero yo volví la cabeza para que no tuviera necesidad de darme la explicación que se esforzaba por encontrar. Yo sabía muy bien en qué había estado pensando cuando se quitó el siarc y los pantalones.
–Tus ropas están aquí -dije, recogiendo el fardo de donde lo había dejado caer. Aceptó las prendas con avergonzada gratitud-. No vi qué les sucedió a tus botas.
–Qui… quisiera decir que fue… -tartamudeó.
–Ahórrate las palabras -le aconsejé con dulzura-. No me debes ni explicaciones ni confesiones. Nos atacaron, y luchamos. No hay nada más que decir.
Peredur cerró la boca y empezó a ponerse los pantalones. Luego regresamos, andando con mucho tiento, a la sala en ruinas. Nuestro campamento, me alivió descubrirlo, seguía intacto; tanto Llenlleawg como Tallaght dormían profundamente.
–Señor, marchémonos de inmediato -dijo Peredur-. Marchémonos muy lejos de aquí antes de que vuelvan a atacarnos.
Aunque era noche cerrada, y estaba más oscuro que el interior de un túmulo funerario, accedí.
–Puede que no lleguemos muy lejos en esta oscuridad -le contesté-, pero al menos estaremos lejos de aquí.
Ensillamos rápidamente los caballos y nos preparamos para partir; luego fuimos a despertar a los durmientes. Sin embargo, a pesar de nuestros vigorosos esfuerzos por despertarlos, ambos siguieron dormidos; nada de lo que hicimos produjo la menor respuesta.
–Los podemos poner igualmente sobre los caballos -sugirió el joven, lleno de desesperación.
–Tendríamos que atarlos a la silla -repuse-, para evitar que resbalaran al suelo a cada paso. No, Peredur. Por mucho que deseo marcharme de aquí, podríamos resultar peor parados si andamos dando tumbos como ciegos en medio de la oscuridad. Si hemos de acarrear personas como sacos de comida a lomos de los caballos, considero que debemos aguardar hasta que sea de día. – Señalando sus pies, añadí-: No puedes regresar a Ynys Avallach andando descalzo.
Con gran aprensión y aún mayor temor, el joven se dedicó a avivar el fuego y juntos montamos guardia lo que quedaba de la noche, con las armas en la mano, de espaldas al fuego para escudriñar las sombras y hablando entre nosotros para mantener alejado el miedo.
El amanecer pareció tardar mucho en llegar, y, cuando el sol se alzó por fin, no proyectó más que una macilenta luz grisácea sobre nosotros… como en aquellos días allá en el norte en que la neblina desciende y se queda sobre las colinas cubiertas de brezos. Pero no se trataba de una bruma refrescante, y en las colinas de los alrededores no crecían más que matorrales y zarzas.
En cuanto hubo luz suficiente para ver el camino, levantamos el campamento. Peredur volvió sobre sus pasos hasta el bosque muerto y regresó a toda prisa con sus botas, ansioso por alejarse del derruido caer lo antes posible. Nos volvimos entonces hacia los durmientes e intentamos de nuevo despertarlos. Tallaght había perdido por fin la rigidez de sus extremidades, y dormía ahora tranquilamente. Me incliné para retirar el trozo de tela de sus ojos y el muchacho se despertó nada más rozarlo. Se alzó como una exhalación, como si se levantara de un lecho de carbones ardiendo, y cayó sobre mí, dando puñetazos, patadas y mordiscos, y gritando incoherencias.
–¡Vamos! ¡Vamos, tranquilo! – exclamé, esquivando los golpes lo mejor que pude.
Peredur corrió en mi ayuda y me lo sacó de encima.
–¡Quieto! – rugió-. ¡Quieto, camarada! – Rodeando con los brazos el torso de Tallaght, arrojó al joven al suelo y se colocó encima para inmovilizarlo, a la vez que chillaba-. ¡Quieto! Somos tus amigos.
Me arrodillé junto a él y asesté un violento bofetón al enfurecido guerrero.
–¡Tallaght, despierta!
Al oír su nombre, dejó de revolverse. Paseó la mirada del uno al otro con ojos atemorizados en tanto que empezaba a darse cuenta de quiénes éramos.
–¡Oh! – exclamó, cerrando los ojos con fuerza.
–Deja que se levante, Peredur -indiqué, y lo incorporamos entre ambos, tras lo cual se quedó de pie tambaleándose como el que ha bebido demasiada cerveza.
–Se ha acabado, Tallaght. Estás de vuelta entre los vivos -le dije.
Se abalanzó hacia mí y me agarró del brazo con ambas manos.
–Lord Gwalchavad, perdonadme. Creí… creí que erais… -Soltó mi brazo y se llevó las manos a la cabeza como si le doliera-. Oh, que Jesús se apiade de mí, tuve el más extraordinario de los sueños.
–Se ha acabado, muchacho -repetí-. ¿Te encuentras bien?
–Me siento como si hubiera dormido mil años -respondió como en sueños- y, sin embargo, como si acabara de cerrar los ojos hace un momento. – Entonces empezó a farfullar sobre su curioso sueño, pero lo acallé antes de que se lanzara aún más.
–Habrá mucho tiempo para charlar cuando estemos en camino -le indiqué en tono seco-. Los caballos están listos; nos vamos de inmediato.
Lo dejé con Peredur y me dirigí hacia Llenlleawg, quien, aunque entumecido y dolorido por la paliza recibida, al menos estaba en plenas facultades mentales. Se incorporó despacio cuando lo desperté, e hizo intención de sentarse, aunque el esfuerzo le provocó un espasmo de dolor. Coloqué el brazo bajo sus hombros y lo sostuve.
–¿Cómo te sientes, compañero?
–Nunca mejor -chirrió, la voz en carne viva como una herida. Tosió y escupió al suelo un esputo de negra bilis-. ¿He dormido mucho tiempo?
–No mucho -concedí-. Sólo toda la noche y la mitad del día también.
–Ya. – Se pasó la lengua por los resecos labios-. ¿Cómo me encontrasteis?
–Vimos el humo. ¿Puedes montar a caballo?
–Montaría en una cabra si me saca de este lugar -respondió-. Tráelo, camarada; y, cuanto antes salgamos de estas malditas ruinas, mejor me sentiré. ¿Has visto a la joven?
–No hemos visto a nadie aquí aparte de ti -repliqué-. ¿Estaba ella contigo?
»Llenlleawg, ¿estaba ella contigo? – insistí, al ver que no respondía-. ¿Tuvo que ver en esto?
Llenlleawg volvió a intentar sentarse, el rostro contraído por el dolor.
–Espera un momento -le indiqué-, deja que te ayude.
Diciendo esto, tomé una lanza y la coloqué en su mano derecha. Luego, agachándome detrás de él, lo sujeté por el brazo izquierdo; el paladín irlandés agarró el palo de la lanza y se irguió al tiempo que yo lo levantaba, y entre gemidos y apretar de dientes conseguimos ponerlo en pie… tembloroso, balanceándose como un arbolillo agitado por el viento, pero en pie de todos modos. Se vio entonces sacudido por un acceso de tos; lo sostuve mientras expulsaba de los pulmones más de aquella porquería negra.
–No es tan malo como creía -jadeó, bizqueando y llevándose la mano izquierda al costado mientras se apoyaba en la lanza-. Al menos -resolló-… no hay sangre.
–La joven, Llenlleawg… ¿Estaba ella aquí? – volví a preguntar.
–No lo recuerdo.
–Pero tú la seguías -insistí-. Sin duda la seguiste hasta Llyonesse. Ella debe de haberte conducido hasta aquí.
Llenlleawg me contempló como pasmado y luego volvió la cabeza.
–Tal y como dije, no lo recuerdo.
–¿Qué recuerdas?
–No demasiado -repuso, sacudiendo la cabeza despacio-. Recuerdo haber seguido el rastro y haber penetrado en Llyonesse. Había una almenara, y fui a ver qué significaba, y… -se interrumpió de repente- no recuerdo nada después de eso.
Estaba claro que había más cosas que no quería contar, pero yo no sabía cómo conseguir que me las contara.
–Bueno -admití-, estás a salvo ahora, y nos volvemos a Ynys Avallach. Sin duda recordarás más cosas más adelante. – Asintió sombrío, y le grité a Peredur que trajera uno de los caballos-. Ven -dije, tomando a Llenlleawg del brazo-, apóyate en mí; te sostendré.
Entre Peredur y yo alzamos del suelo al larguirucho irlandés, lo subimos a la silla, y le pusimos las riendas en las manos.
–Marchémonos de aquí -indiqué, tirando del caballo hacia delante.
Pasamos de nuevo bajo la torre a punto de desmoronarse y, atravesando la entrada, abandonamos la fortaleza en ruinas. Tras cruzar las zanjas, nos encaminamos al norte y regresamos a toda prisa por el mismo camino por el que habíamos venido, viajando deprisa y sin hacer ruido… o al menos todo lo silenciosamente que pueden hacerlo cuatro hombres, y con toda la rapidez que se puede conseguir cuando dos de los cuatro se ven obligados a ir a pie. Peredur y yo andábamos junto a nuestros dolientes compañeros para ayudar a que se mantuvieran erguidos en la silla e impedir que cayeran al suelo. Descansamos muy poco, de modo que, a pesar de nuestro ritmo poco ágil, recorrimos bastante trecho en un día.
Lo cierto es que, cuando el lúgubre crepúsculo nos envolvió, ya no nos faltaba tanto para regresar a casa. Acampamos en el lecho seco de una pequeña y angosta cañada, y nos comimos parte de nuestras cada vez más exiguas provisiones; nos turnamos montando guardia durante la noche, y reanudamos la marcha en cuanto se hizo de día. No nos acontecieron nuevos desastres, ni tampoco ocurrió nada fuera de lo normal que pudiera alarmarnos. No obstante, cuando avistamos el estuario donde había perdido a mi caballo, víctima de las arenas movedizas días antes, me invadió la sensación de que algo espantoso iba a suceder.
Desde luego, no existía ningún resto visible que recordara el terrible suceso, pero el lugar parecía empapado de dolor y tristeza. Casi podía sentir su espíritu, inquieto a causa de la angustia, triste, ávido y desesperado; me hizo sentir helado y desdichado, y en mi mente bulleron pensamientos de muerte y desolación.
No podíamos hacer otra cosa que seguir adelante, y alejarnos todo lo posible de tan siniestro lugar antes de desviarnos de la ruta para acampar y pasar la noche. El resto del viaje hasta Ynys Avallach transcurrió sin incidentes, y Tallaght mejoró tanto que, aunque no viajamos más rápido, al menos pudimos compartir el caballo entre los tres. De esta manera, al caer la tarde del sexto día, avistamos la fortaleza del Rey Pescador, que relucía como el oro blanco bajo la luz crepuscular, los magníficos muros y torres reflejados en el estanque bordeado de juncos que se extendía a sus pies. Fatigados, y con algo más que dolor de pies -supongo que he pasado demasiado tiempo en la silla de montar estos últimos años-, nos detuvimos para contemplar la tranquila vista y dejar que inundara nuestros espíritus con el placer de su serenidad.
Acto seguido, nuestros corazones se sintieron exaltados, y, con la visión de nuestro punto de destino prestando alas a nuestros pies, apresuramos el paso y llegamos justo cuando las campanas de la abadía repicaban llamando a los rezos de la tarde. Sé que los santos hermanos tienen una palabra para esto, igual que tienen una para cada cosa de su peculiar mundo, pero yo no sé cuál es; o, si se me dijo en algún momento, sigo sin saberla. Sea cual sea su nombre, la plegaria que se celebra al final del día siempre me ha parecido una de las cosas más agradables de su quehacer. Puede que algún día, cuando la espada y la lanza hayan dejado de gobernar mi vida, me dedique a la agradable contemplación de que disfrutan ahora estos santos varones.
Mientras el lento repiqueteo resonaba sobre el Reino del Verano, pasamos junto al silencioso santuario y posamos los pies en el ascendente sendero sinuoso que conducía a la torre, para detenernos unos instantes en lo alto y contemplar cómo el terreno que se extendía más abajo se desvanecía poco a poco envuelto en las pálidas sombras azuladas. Entonces, justo cuando nos volvíamos para entrar en el patio, oí un grito de bienvenida, y Rhys se acercó a la carrera. Al llegar a nuestro lado, nos bombardeó con preguntas a las que yo no deseaba tener que contestar más de una vez.
–Tranquilo, camarada -le dije, sujetándolo por los hombros-. Se hará un relato completo… y hay mucho que contar… Permite tan sólo que primero remojemos un poco nuestras gargantas resecas.
–Deja los caballos -indicó Rhys-; enviaré a alguien a ocuparse de ellos. – Dirigiéndose a los otros, dijo-: Entrad. El Pandragón os ha estado esperando. Ha dado… -En ese momento descubrió a Llenlleawg, que estaba con la cabeza baja, desplomado en la silla, sin conocimiento casi a causa del cansancio, y a Peredur que sujetaba las riendas y andaba a su lado-. ¿Qué es esto? – exclamó, corriendo junto a él-. ¿Está herido?
–Ayúdanos a bajarlo -indiqué, y expliqué que lo habíamos encontrado molido a palos y dejado por muerto-. Se recuperará, no temas. De todos modos, unos cuantos días comiendo bien y descansando no le irán nada mal, creo.
Sin ofrecer la menor resistencia, el agotado irlandés dejó que lo bajáramos de la silla, tras lo cual pareció volver otra vez en sí, e insistió en que podía andar y no permitiría que lo arrastraran al interior de la sala como un saco de grano. Se mostró tan inflexible que dejamos que se saliera con la suya, y en realidad tengo la impresión de que había estado guardando fuerzas para este momento; era tan orgulloso que no deseaba que sus compañeros de armas lo vieran en un momento de debilidad, ni tampoco soportaba la idea de ocasionar ni un instante de preocupación a su amada reina.
De todos modos, no tendría por qué haberse preocupado, ya que la sala estaba vacía: no se veía ni a un cymbrogi, y sólo a unos pocos de los compatriotas de Avallach. Al parecer, Rhys era el señor de la roca, y gobernaba a los pocos que entraban y salían. Gritó una orden a uno de los jóvenes seres fantásticos que vi correr presurosos a cumplir algún encargo; el muchacho giró en redondo y obedeció al instante.
De haber dedicado al asunto algo más que un pensamiento fugaz, habría esperado que nuestra llegada provocara mucho más interés del que habíamos recibido hasta ahora.
–¿Dónde están todos? – inquirí cuando penetramos en la sala vacía.
–La peste ha empeorado en las tierras del sur -repuso Rhys-. Charis y la mayoría de los monjes han ido a Londinium para unirse a Paulus en la lucha. Lord Avallach está diciendo sus oraciones. En cuanto al resto, regresarán cuando oscurezca.
–Tanto mejor -contesté-. Pero ¿dónde están ahora?
Rhys pidió la copa de bienvenida, y luego se volvió para mirarme.
–Creía que lo sabías.
–¿Cómo puedo saberlo? – repliqué agriamente-. Y, a menos que alguien me lo diga, me temo que moriré sin saberlo.
–Están en el santuario -repuso Rhys, como si nosotros ya debiéramos haberlo sabido.
–No vimos a nadie en el santuario -le espeté-, o no habría preguntado.
–No en ese santuario -dijo él-, en el nuevo…, en el santuario de Arturo. El rey está construyendo un templo para el cáliz.
Llenlleawg, flanqueado por los dos jóvenes guerreros, se nos acercó.
–¿Qué cáliz es ése?
–El Santo Cáliz. – Rhys se detuvo y nos contempló con recelo-. ¿Acaso ninguno de vosotros sabe nada al respecto?
Le recordé que veníamos de Llyonesse -a pie la mayor parte del camino- y que no estábamos de humor para apreciar acertijos.
–Será el Santuario del Grial -anunció conciso-. El Pandragón ha decretado la construcción de un santuario para albergar el Santo Cáliz, que ha tomado como signo y emblema de su reinado. Arturo cree que de este Grial fluirá una gran bendición que beneficiará a Inglaterra y a todo el mundo.
–¿Es ésta la misma copa que curó a Arturo? – inquirió Peredur.
–Esa misma -confirmó Rhys.
–Conozco la copa a la que te refieres -dije, en tanto que el recuerdo regresaba a mí batiendo las alas como si viniera de muy lejos-. ¿Nos estás diciendo que la has visto?
–Nadie la ha visto -respondió-, excepto Avallach, Myrddin y, ahora, Arturo. Avallach sabe dónde se encuentra… La tiene escondida en alguna parte, me parece. Ahora ya sabéis tanto como los otros sobre este asunto.
El sirviente regresó con la gran copa de bienvenida solicitada, que entregó a Rhys, quien la alzó, recitó unas palabras de salutación, y la depositó en mis manos. La pasé inmediatamente a Llenlleawg y aguardé a que los otros hubieran terminado antes de volver a cogerla. La cerveza estaba fresca, oscura y espumosa, y apaciguó mi lengua y garganta resecas como si fuera leche con miel. Tomé un buen trago y, de mala gana, volví a hacerla circular. El recipiente dio una nueva vuelta, y Rhys anunció que haría que nos trajeran comida para que pudiéramos reponer fuerzas mientras aguardábamos a los otros.
–Ahora debo enviar a alguien en busca de Myrddin -nos explicó, preparándose para desaparecer una vez más a toda velocidad-. Se ha pasado los últimos tres días diciendo a todo el mundo que le avisaran en cuanto llegaseis.
Solos con un recipiente seco en una sala desierta, nos sentamos sombríos para meditar sobre nuestro miserable regreso a casa. Ojerosos y atormentados, cubiertos de polvo, con los huesos doloridos, mostrábamos cada uno de los pasos dados durante nuestro curioso viaje en nuestras ropas y rostros.
–Bueno -comentó Peredur-, nadie podía saber que íbamos a regresar justo ahora. Pero no obstante…
Llenlleawg, más allá de comentar su desilusión, no dijo nada, limitándose a cerrar los ojos e inclinar la cabeza, fatigado y desanimado. La única bienvenida que había buscado por encima de cualquier otra -la de su rey- y para la que había reunido todas sus energías, le era negada, y el agotamiento se apoderaba rápidamente de su persona.
–Habrá mucho tiempo para recibimientos afectuosos -les dije, intentando dar un giro más agradable a la situación-. En cuanto a mí, no se me ocurre nada mejor que tomar un buen bocado y un buen trago antes de reunirme con los otros.
La comida no tardó en llegar, y, tras enviar al criado de vuelta para llenar el recipiente de bebida, nos pusimos a comer, dándonos por satisfechos con poder disfrutar de un poco de serena tranquilidad para apaciguar nuestros agotados espíritus. Comimos en silencio, y estiraba el brazo para coger una segunda rebanada de pan de cebada cuando oí unos pasos veloces y decididos que entraban en la sala. Antes incluso de alzar la vista en respuesta a su saludo supe que Myrddin me había encontrado.
–¡Por fin! – exclamó, deslizándose hasta la mesa en un veloz movimiento; como un halcón descendiendo sobre su desprevenida presa-. Por fin has regresado. ¿Está la mujer con vosotros?
–Y es la tierra y el cielo veros también a vos, sabio Emrys -repuse-. Espero que os haya ido todo bien en nuestra ausencia.
Me dirigió una mirada penetrante, y dejó de lado mi soso intento de mostrarme desdeñoso con un impaciente ademán de su mano.
–Cuéntame qué pasó.
–Lo haré, y de buena gana -respondí-. Pero sería mejor si permitierais que mis compañeros nos dejaran ahora… Sé que están ansiosos por lavarse y descansar.
Myrddin volvió los agudos ojos dorados hacia Llenlleawg, y comprendió al instante lo que quería decirle.
–Perdonadme -dijo, colocándose junto al irlandés con aire congraciador-. He estado demasiado aturdido para darme cuenta de tu situación. ¿Cómo te puedo ayudar, Llenlleawg?
El paladín levantó la cabeza y forzó una sonrisa cerosa.
–Estoy bien, Emrys. Dejad sólo que descanse un poco y saludaré a mi rey y a mi reina de mejor humor.
Hizo intención de levantarse, pero carecía de fuerzas suficientes y volvió a derrumbarse en la silla.
–¡Cuidado! – exclamó Peredur, incorporándose de un salto-. Si nos disculpáis, lord Emrys, Tallaght y yo nos ocuparemos de Llenlleawg.
Entre los dos incorporaron al orgulloso irlandés, quien, demasiado agotado para pretender por más tiempo lo contrario, permitió que lo ayudaran a ponerse en pie. En cuanto estuvo en pie, no obstante, apartó las manos que se le ofrecían y abandonó la sala con porte lento y dolorido. Los dos guerreros se despidieron respetuosamente y marcharon a toda prisa a los alojamientos de los soldados en busca de un baño y de ropas limpias.
Cuando hubieron desaparecido, regresé a la mesa. Myrddin se sentó en el banco situado enfrente, cruzó los brazos sobre la mesa, y se inclinó hacia mí.
–Veamos, ahora que no hay nadie que nos pueda oír -dijo, clavando en mí su aguda mirada de lince-. Tu confesor aguarda delante de ti. Cuéntamelo todo.
–Hay problemas -respondí sin ambages-. No puedo definir qué es lo que ocurre, Myrddin, pero mucho me temo que es así.
Empecé a relatarle todo lo sucedido durante nuestra estancia en Llyonesse, y me hizo bien, ya que noté cómo aquella carga abandonaba mi espíritu a medida que le contaba las extrañas pruebas que habíamos padecido en aquel reino desolado, desde la pérdida de mi caballo en las traidoras arenas a nuestro encuentro con la bestia en plena noche. Myrddin escuchó sin interrumpirme, asintiendo para sí de vez en cuando, como si los incidentes que le transmitía confirmaran algo que ya sabía o sospechaba.
Finalmente concluí mi relato diciendo:
–Que consiguiéramos escapar sin más contingencias que la pérdida de un caballo resulta asombroso. En realidad, nos acosaron desde que pusimos los pies en Llyonesse. Que Dios me proteja, Myrddin, es un lugar desértico… en el que tan sólo conseguí descubrir un poblado, y estaba en ruinas.
–Llyonesse… -Murmuró la palabra como si le doliese la boca al decirla-. Un erial con otro nombre. Los muertos no descansan en paz allí.
–Muy cierto -repuse, y confesé mi encuentro con los leprosos del culto a Mitra.
–No había oído hablar de ellos desde hace mucho tiempo -comentó Myrddin, pensativo.
–¿Los conocéis? – inquirí.
–Cuando era un muchacho, mi abuelo Elphin acostumbraba contarme historias sobre la Legión Perdida. Jamás creí que volvería a oír hablar de ella. – Se interrumpió unos instantes, reflexionando entristecido. Luego volvió a mirarme y dijo-: Esa fortaleza… ¿cómo la encontrasteis?
–Por el humo -expliqué, y pasé a describir cómo habíamos encontrado las ruinas y habíamos descubierto a Llenlleawg encerrado en la construcción de hierro dentro del caer-. ¿Conocéis el lugar? – pregunté.
–Por lo que me cuentas, creo que la fortaleza que hallasteis era la de Belyn.
Nunca antes había oído el nombre, y así lo dije.
–Belyn era el hermano de Avallach -explicó Myrddin-. Cuando los seres fantásticos llegaron a Ynys Prydein, se instalaron primero en Llyonesse, pero la región no era buena para ellos, así que Avallach y los suyos vinieron aquí. Belyn, que aparte de ser su hermano era también rey, no quiso abandonar las tierras del sur, de modo que él y su gente se quedaron, y ahora ya no existen.
–El lugar era más parecido a un cairn que a un caer -observé-. ¿Podría haber sucedido esto hace tanto tiempo?
–Sí -respondió el Emrys, sacudiendo la cabeza al recordarlo-, hace mucho, mucho tiempo. – Regresando otra vez al tema de nuestra conversación, añadió-: La mujer… ¿no la viste en ningún momento?
–Nunca, Emrys, y no sé si Llenlleawg os podrá decir algo más. Dijo que ella lo había conducido hasta Llyonesse, pero parece recordar muy poca cosa más.
–Déjamelo a mí -declaró, poniéndose en pie-. Hablaré con él cuando haya descansado. Y, ahora, no impediré por más tiempo que tomes tu bien merecido baño. Ve; volveremos a hablar más tarde. Quiero que Arturo escuche lo que tengas que contar, pero eso puede esperar hasta mañana. Hasta entonces, Gwalchavad, preferiría que no contaras nada de esto a ninguna otra persona. Creo que la traición acecha al Reino del Verano, y no me gustaría que el enemigo se diera cuenta de que estamos sobre su pista.
–¿Traición? – La palabra me sobresaltó-. Emrys, ¿estáis diciendo que uno de los cymbrogi es un traidor?
–Exactamente -respondió solemne, alejándose-. Tiene aún que descubrir su juego, pero percibo una intención terrible en esto… Sin duda fue por eso que se os permitió encontrar a Llenlleawg.
–¿Se nos permitió encontrarlo? – objeté, incorporándome de un salto para seguirlo-. Lo cierto, Myrddin, ¡es que intentaban matarlo! Y lo habrían conseguido, además, si no hubiéramos visto el humo y llegado a tiempo para salvarlo.
–Si el enemigo hubiera querido matarlo, una veloz estocada en las costillas habría bastado -repuso él, rebatiendo mi objeción con toda tranquilidad-. El humo, por otra parte, era necesario para conduciros hasta nuestro amigo irlandés de modo que pudierais rescatarlo. Esa, estoy convencido, es una de las pocas cosas ciertas de toda esta retorcida historia. Lo rescatasteis porque se suponía que debíais hacerlo…, nada más.
–¡Es absurdo! – concluí, deteniéndome en seco-. Hacéis que parezca como si hubiéramos partido a una empresa descabellada.
El Emrys se volvió y me contempló con un lento y solemne meneo de cabeza.
–No digas eso jamás -salmodió en tono severo-. No digas eso jamás, amigo mío. Algo brutal, cruel y siniestro está manipulando nuestra existencia… Lo siento en mi interior.
–Pero ¿por qué? ¿Con qué fin?
Myrddin, trastornado ahora, e indeciso, respondió:
–La verdad es que me gustaría saberlo. Sin embargo, haríamos todos bien en recordar esto: allí donde reside el bien, el mal acecha. Siempre sucede igual, y ya hemos sido advertidos. Todos debemos andarnos con tiento a partir de ahora.
Dicho esto se dio la vuelta y se marchó. Paseé una inquieta mirada por la sala, sintiendo unos ojos invisibles clavados en mi persona, vigilándome. Luego huí de la enorme estancia vacía y me encaminé a los alojamientos de los guerreros; mi intención había sido reunirme con los otros, pero éstos habían terminado ya cuando llegué, y tuve todo el baño a mi disposición.
La habitación estaba caliente y húmeda, el aire cargado de vapor. Dos antorchas ardían en unos altos pedestales a ambos lados de la cuadrada piscina, y las llamas relucían y danzaban sobre el agua. Me quité las mugrientas ropas y me deslicé, lleno de gratitud, dentro del agua. El agua caliente, calentada en hornos al viejo estilo romano, contribuyó en gran medida a que recuperara las fuerzas. Confieso que me quedé allí demasiado tiempo, y es posible que el vapor y el calor me afectaran la mente, pues mientras permanecía recostado en el sedante baño vi cómo una neblina negra aparecía ante mis ojos.
Cerré los ojos con fuerza durante un buen rato y aspiré profundamente y, cuando los volví a abrir, la neblina había desaparecido, si bien yo me sentía mareado y aturdido. Decidí que había permanecido allí más tiempo del que era bueno para mí, de modo que me incorporé, y estaba a punto de salir de la piscina cuando oí mi nombre.
–¡Te he estado buscando, Gwalchavad!
Noté un soplo helado sobre la piel desnuda y me giré. Frente a mí, en el otro extremo de la estancia, había una mujer. Era alta y esbelta, vestida con amplios y largos ropajes en azul y verde oscuro; la dorada cabellera relucía bajo la débil luz de las antorchas, y poseía aquella belleza que los hombres sólo contemplan en sueños. Me observaba fijamente, con expresión aprobadora.
–¿Quién sois, mujer? – pregunté.
–No eras más que un chiquillo la última vez que te vi -dijo, dando un paso hacia mí. Sus pies no hicieron ningún ruido sobre las lisas piedras-. Sin embargo, mírate ahora…, en qué hombre tan apuesto te has convertido. El vivo retrato de tu padre. Lot se sentiría complacido.
Aunque parezca extraño, hasta que pronunció el nombre de mi padre, no la reconocí. Pero, en cuanto invocó el nombre de Lot, el corazón se me encogió y las fuerzas me abandonaron como agua vertida sobre la arena. Apenas si conseguí mantenerme erguido.
–¡Morgian! – dije jadeando, estremeciéndome interiormente como si sintiera frío o me embargara una furia sorda.
–Hijo mío -repuso ella con amabilidad, extendiendo los brazos hacia mí-. ¿No le das un beso de bienvenida a tu madre?
–No eres mi madre -repliqué, lleno de repugnancia-. Mi madre está muerta.
–Pobre Gwalchavad -Me dedicó un puchero y cruzó las manos con coquetería ante sí-. Y pensar que siempre te traté como si fueras de mi propia sangre.
–Apártate de mí, bruja -ordené, e hice intención de marcharme, pero ya no podía hacer que mis extremidades me obedecieran.
–Quisiera hablar contigo, querido Gwalchavad -repuso, y la voz se tornó suave y sinuosa como una serpiente enrollándose alrededor de su presa-. Hay algo que quisiera que hicieras.
–¡Jamás! – escupí-. Antes me cortaría la mano que mover un dedo por ti.
–Oh, creo que puedo encontrar el modo de hacerte cambiar de opinión -dijo, con una sonrisa seductora y llena de oculta traición-. Los hombres son criaturas muy sencillas, al fin y al cabo.
Intenté hablar, y noté cómo la lengua se pegaba a mi boca y las mandíbulas se agarrotaban.
–¿Lo ves? No se me puede negar nada -continuó ella, acercándose más. Alzó una mano y con toda tranquilidad dibujó una figura en el aire. Sentí una fuerte opresión en la garganta que me impedía respirar-. Es poca cosa…, una tontería que no tiene demasiada importancia. Me parece que te resultará mucho más fácil obedecer que negarte.
–¡Antes moriré! – Con un gran esfuerzo conseguí que las palabras surgieran por entre mis dientes apretados, a pesar de que las mandíbulas me dolían como si fueran a partirse.
Levantó la cabeza y se echó a reír con una voz cálida y encantadora.
–¡Delicioso! – Juntó las manos debajo de la barbilla-. Eso es exactamente lo que dijo tu hermano -me comunicó jubilosa-. Ah, pobre Gwalcmai. Me vi obligada a cogerle la palabra. De todos modos, no espero que cometas el mismo error.
–¡No! – chillé, apretando los puños contra los ojos-. ¡Jesús, salvadme!
Se escuchó un aleteo como el de unas alas en pleno vuelo, y, cuando abrí los ojos, volvía a estar de nuevo dentro del agua, solo. Una de las antorchas se había apagado. Me levanté y observé el lugar donde había estado Morgian; pero, a pesar del vapor y la humedad, no se veían huellas de pisadas, ni la menor señal de que ella hubiera estado allí. Grité y por toda respuesta sólo obtuve el sordo eco de mi propia voz.
Asustado, abandoné el baño y corrí a los alojamientos de los guerreros. No había nadie, y, mientras me secaba y vestía, me fui tranquilizando y convenciendo de que no había sido más que una pesadilla producto de la fatiga y las extrañas experiencias de mi reciente viaje.
Cuando por fin salí, había alejado todo aquello firmemente de mi cabeza y estaba listo para saludar a mi rey y a mis compañeros de armas con mejor ánimo. Regresé a la sala con la certeza de que podía devorar mi propio peso en carne asada y apurar un lago de cerveza. El murmullo de voces resonando por el corredor me indicó que los constructores del santuario habían regresado y se había iniciado una celebración.
En efecto, la sala estaba brillantemente iluminada con antorchas y repleta de amigos. Risas y conversaciones animadas inundaban la noche como un fuerte oleaje; circulaban las copas, y el fuego de la chimenea estaba encendido. Deteniéndome en el umbral, permanecí inmóvil unos instantes y me sentí el hombre más afortunado de la tierra al poder contemplar tan magnífica reunión. «Cuando hombres y mujeres como éstos abandonen el reino de este mundo -me dije- el mundo resultará un sitio mucho más deprimente.»
Tras rechazar aquel pensamiento como poco digno de tal ocasión, me erguí y me uní a la alegre reunión. Nada más entrar, me vi aclamado y alguien introdujo una copa en mis manos. Sentí una fuerte palmada en la espalda cuando levanté la copa, y la voz de Cai resonó en mi oído.
–¡Vaya! – exclamó-. ¡El viajero está de regreso! ¿Cómo fue la cacería, camarada?
Antes de que pudiera responder, apareció Cador y dijo:
–Si hay que creer a mis dos compatriotas, el desastre os persiguió desde el amanecer al anochecer.
–Bueno -admití, siguiendo las instrucciones de Myrddin-, padecimos algunos inconvenientes.
Cai rió, pero mi prudente respuesta llamó la atención de Cador, que se aproximó.
–¿Tuvisteis problemas?
–Sí -respondí a regañadientes-, los tuvimos. – Luego, alzando la copa, seguí-: Pero hay cerveza en la copa, y fuego en la chimenea. Hablemos de cosas más alegres. – Bebí y pasé la copa y, mientras me limpiaba la espuma de la boca, añadí-: Contadme, ¿qué es esto que he oído sobre el nuevo santuario de Arturo?
–¡Ahh! – exclamó Cai-. Sólo unos pocos días, pero han sucedido tantas cosas mientras estabas fuera, que te darás de cabeza contra la pared por no haber estado aquí.
Acto seguido se sumergió en un entusiasmado relato de los vertiginosos acontecimientos de los últimos días. La narración se agrandó un tanto durante el relato, pero estuvo bien sazonada con los comentarios de muchos otros que vinieron a saludarme y a demostrarme su alegría por tenerme de vuelta entre ellos. En resumen se trataba de que Arturo, tras regresar al lugar donde había tenido lugar su milagrosa curación, se había despertado por la noche con una visión de un santuario en cuyo interior el Cáliz de Cristo relucía con una luz parecida a la del sol. El Pandragón tomó esta visión como una señal del Supremo Monarca Celestial para que construyera una morada al Grial. Se consultó al abad y a los monjes, y, durante dos días, Arturo y el abad Elfodd se reunieron para estudiar las tablillas de pizarra sobre las que el Pandragón esbozaba dibujos que intentaban reproducir el santuario que había visto en su visión.
Elfodd y Arturo… Me sorprendió tal emparejamiento, pero me guardé lo que pensaba y permití que Cai finalizara, lo que hizo por fin, diciendo:
–Hemos enviado a buscar a Londinium a gente que sepa cómo trabajar con piedra.
–¿Piedra? – inquirí-. ¿El santuario será de piedra?
–De piedra, sí-replicó él-. ¡Arturo quiere que dure mil años!
–¡Diez mil! – apostilló un oyente cercano.
–¿Han empezado ya los trabajos?
–Ya lo creo -confirmó Cador-. Se ha elegido el lugar y se ha limpiado el terreno. Hemos estado talando árboles todo el día, y arrancando los tocones. Te lo aseguro, Gwalchavad, tú has sido quien mejor lo ha pasado. Yo no nací para conducir bueyes.
Cuando la conversación giró de nuevo hacia cómo me había ido en mi viaje, utilicé la excusa de que estaba muerto de hambre y sugerí que nos uniéramos a los que estaban sentados a la mesa, donde la comida empezaba ya a llegar. Busqué con la mirada a Arturo y a Gwenhwyvar, pero no los vi entre la multitud, formada por cymbrogi, en su mayor parte, aunque también había unos cuantos monjes y algunos seres fantásticos. Tampoco vi a Myrddin, y consideré la ausencia de estos tres a la vez como una nueva desdicha que debía soportarse junto con todo lo demás.
Podría haberme sumido en mi melancolía, pero entonces me venció el aroma de la carne asada y del pan recién horneado, y la visión de calderos borboteantes que sacaban de las cocinas suspendidos de varas de madera, y me dediqué a comer. En cuanto conseguí acallar un poco el hambre, paseé la mirada por los bancos a lo largo de toda la mesa para averiguar quiénes eran mis compañeros de cena. Algo más allá, descubrí a Tallaght y a Peredur, y a muchos otros que ya conocía, todos con las cabezas inclinadas sobre los platos como si nada en todo el mundo pudiera afectarlos. Viendo aquello, deseé poder desechar con la misma facilidad mis desagradables recuerdos.
Y en ese momento regresó uno a mi mente -la indeseable intrusión del sueño con el que me había despertado- como si la misma Morgian hubiera aparecido de improviso en la sala para mofarse de mí con nuevos terrores.
De improviso, demasiado trastornado para seguir comiendo, aparté el cuenco que tenía delante, me puse en pie, di una excusa a mis compañeros, y me encaminé hacia la entrada de la sala. No había cruzado ni la mitad de la enorme estancia cuando las puertas se abrieron de par en par y entraron Arturo y Gwenhwyvar. Myrddin entró rápidamente tras ellos, me vio, y me hizo una seña.
En cuanto me acerqué, el rey sonrió y tendió los brazos para que lo abrazara.
–¡Gwalchavad! – exclamó-. ¡Por fin estás aquí!
–Que el Señor os sea propicio, mi rey -respondí, apretándole el brazo.
–Myrddin nos dijo que habías regresado sano y salvo.
–Así es, señor.
–Bienvenido, Gwalchavad -saludó Gwenhwyvar en voz baja y dulce-. Esperaba encontrarte aquí. ¿Está Llenlleawg contigo?
Miró rápidamente a mi espalda al interior de la sala en busca de su compatriota.
–No, mi señora, pero no me cabe la menor duda de que se reunirá con nosotros en cuanto haya descansado.
–Anda, ven, Gwalchavad -indicó Arturo alegremente-, siéntate conmigo a la mesa. Han sucedido muchas cosas desde que partiste, y tengo mucho que contarte.
–Nada me complacería más, señor -repuse, y no me vi desilusionado. Realmente, su celo era irresistible mientras describía la gran tarea que había emprendido; unos instantes en compañía de Arturo y casi había olvidado ya los tormentos del viaje, y la singular amenaza de mi sueño.
¡Aquí lo tienes! Éste es el Pandragón de Inglaterra: un hombre cuyo ardor por la vida resulta tan irresistible que los demás encuentran en él su vida; un hombre cuya nobleza natural se extiende a todos los que ve, de modo que éstos resultan ennoblecidos por su mirada. A decir verdad, es uno de los hijos del Gran Monarca y exhibe su soberanía con tan afable elegancia que todos los que doblan la rodilla ante su autoridad resultan exaltados por ella.
Debes saber que he vivido junto a Arturo muchos años, y le he servido y seguido a la batalla más veces de las que puedo recordar, así que debes creerme cuando digo que pocas veces lo he visto tan lleno de júbilo. Era como si todo el daño y el dolor de estos últimos años turbulentos hubieran sido borrados y su ánimo devuelto a su auténtico estado natural: puro e inmaculado a pesar de las servitudes de la guerra y del arte de reinar. Ese día era más él mismo que el día de su boda con Gwenhwyvar, y eso no es ninguna tontería.
Charlamos y reímos, y sentí cómo mi corazón se elevaba para gozar del calor de su amistad. Cuando por fin nos separamos para retirarnos a nuestros lechos, descubrí que la visión del Reino del Verano ardía en mi corazón, a pesar de que el nombre no había salido en ningún momento de sus labios. Ah, pero eso no era necesario. ¡Arturo estaba inflamado con él!
Como un fuego de Beltane, esparcía chispas en todas las direcciones y encendía la noche. Cualquiera que hubiera hablado con él se habría sentido igualmente deslumbrado, y me considero bienaventurado por haberme sentado a su derecha y escuchado cómo explicaba sus planes para el Santuario del Grial. No era ninguna burda cabaña lo que pensaba construir, sino un faro perpetuo de bondad para todos aquellos que andaban en la oscuridad, un manantial de bendiciones para todos aquellos que estuvieran sedientos de justicia, un banquete interminable para todos los que tuvieran hambre de verdad y equidad. Una vez construido el Santuario del Grial, daría comienzo una etapa de paz y abundancia que duraría mil generaciones.
Cómo tendría lugar todo esto era aún un poco vago. En realidad, por qué medios entraría Arturo en posesión del Santo Cáliz fue algo, por lo que recuerdo, que no se mencionó en ningún momento; pero algo sí estaba claro en la mente del Pandragón: las hazañas que realizáramos ahora se convertirían en un himno que duraría mientras los hombres tuvieran lengua para hablar y oídos para escuchar.
Oh, y cuando por fin nos levantamos de la mesa, la noche tocaba casi a su fin y el amanecer, brillando como el oro rojo en el horizonte oriental, no parecía únicamente el inicio de un nuevo día… No, en realidad marcaba la inauguración de una magnífica Edad de Oro.
Arturo, ansioso por que se iniciara el trabajo, cabalgó hasta el lugar para darles la bienvenida, y algunos de los cymbrogi lo acompañaron. Los observamos mientras realizaban sus quehaceres, y al finalizar el día cinco grandes tiendas de cuero parecidas a las que los romanos acostumbraban fabricar ocupaban la pequeña llanura; otras cinco se plantaron al día siguiente. Éstas, dijeron, eran para alojar a sus compañeros y a sus familias, quienes llegaron al cabo de cuatro días. El número de personas en el campamento creció hasta llegar casi a los cuarenta en total, aunque ello incluía a los niños, que parecían estar siempre en todas partes a la vez.
Durante aquellos primeros pocos días, tuve oportunidades de sobra para observar cómo los albañiles se encargaban de organizar el campamento. Eran unos hombres curiosos: de estatura pequeña, con espaldas anchas y brazos robustos y fibrosos, y piernas cortas, gruesas y musculosas. Eran un grupo de trabajadores de manos endurecidas y callosas, y temperamento vivo, y muy ruidosos -cuando no se gritaban los unos a los otros, sus cantos resonaban por todo el valle-, muy parecidos a los marinos en su comportamiento. Me sorprendería mucho que uno solo de ellos hubiera montado jamás a caballo o empuñado una espada, y mucho menos arrojado una lanza.
Los días siguientes se emplearon, en medio de considerable y acre controversia, en la preparación del emplazamiento. Los picapedreros refunfuñaron sin cesar sobre lo mal que se había limpiado la zona, y se quejaron del lugar elegido y de la vergonzosa escasez de piedra apropiada que sufría la región. Nada era lo bastante bueno para ellos, y no ahorraron palabras para conseguir que todo el reino se enterara.
–Por Dios, Arturo -masculló Cai, cansándose enseguida de sus desabridas opiniones-, que, si las quejas fueran piedras, el santuario estaría construido ya…
–Y una catedral además -añadió Bedwyr con aspereza.
–Enviadlos a todos de vuelta a Londinium y acabad con esto, eso es lo que yo digo -intervino Rhys-. Nos las arreglábamos muy bien antes de que vinieran.
Pero Arturo se tomó con calma las quejas y censuras.
–Son como podencos sin su adiestrador -dijo-. Cuando llegue su jefe, los meterá en cintura.
El jefe al que se refería era un hombre calvo y patizambo con una barba tupida como el pelaje de un oso. Su piel, destrozada por años de trabajo agotador bajo el sol, estaba tan curtida como el cuero de su tienda e igual de morena. Se llamaba Gall, y cojeaba al andar y mascaba ramitas de avellano, de las que siempre tenía una buena cantidad en una bolsa de cuero que pendía de su costado. Fuerte como un viejo tocón de árbol, no tenía más que pronunciar una palabra y sus hombres obedecían al instante.
A Arturo le cayó bien nada más verlo.
En cuanto Gall y su menuda esposa de piel morena aparecieron, las quejas amainaron hasta un nivel tolerable y el trabajo se inició en serio… a pesar de la pésima calidad de la piedra y de la lamentable situación. Una vez más, nos vimos favorecidos con innumerables ocasiones para observarlos, ya que a los cymbrogi se les encomendó la tarea de cortar árboles para facilitarles la madera que necesitaban. Jamás pensé que los albañiles precisaran de tanta madera para su curioso trabajo.
–Todo lo que desees construir en piedra -nos informó Gall-, debes construirlo primero en madera.
Tampoco pude evitar observar cómo Myrddin aprovechaba cualquier oportunidad para acompañar al maestro albañil e interrogarlo sobre todos sus movimientos y pensamientos para así aprender tanto como le fuera posible del arte de la albañilería.
Cuando no estábamos transportando troncos a la zona de construcción, nos ocupábamos de suministrar agua al campamento, pues, aunque la sequía continuó mientras el largo y seco verano iba tocando a su fin, el manantial situado bajo la torre siguió brotando fresco, dulce y abundante como siempre, sin que lo afectara la falta de lluvia. Llenábamos toneles de cerveza vacíos y los acarreábamos de acá para allá hasta el campamento de los albañiles utilizando sus bueyes y carretas. ¿Se nos agradeció alguna vez tan singular servicio? ¡Ja!
En medio de esta agitación, tuvo lugar un extraño e inquietante acontecimiento que debiera habernos servido de advertencia a todos. Era un día de sabbath, en el que los monjes realizan sus oficios sagrados y muchos de los habitantes cristianos del reino acuden a la capilla para contemplar estos oficios y rendir culto en compañía de los clérigos. Casualmente, los albañiles no realizan ningún trabajo en este día de cada siete, y por lo tanto podían tranquilamente unirse a la celebración, cosa que hicieron, entonando himnos y salmos con espontánea energía.
A Arturo le gustó tanto esta exhibición de fervor religioso que asistió al oficio de vísperas de la tarde, y luego invitó a todo el mundo -monjes y albañiles incluidos- a la torre para que cenaran con él en la sala de Avallach. Así pues, estábamos todos allí reunidos y disfrutando de un ambiente festivo cuando noté cómo una curiosa sensación recorría toda la estancia. Empezando en un extremo de la gran habitación y cruzando hasta el otro, contemplé cómo se ondulaba por entre los reunidos al pasar, y noté una desagradable sensación de náusea en la boca del estómago; a ésta le siguió inmediatamente un peculiar hormigueo entumecedor, como el que provoca el frío invernal, en las mejillas, la nariz y las puntas de los dedos.
La sala quedó en silencio con la clase de ansiedad inquieta que sigue a un repentino cambio en el viento justo antes de que estalle la tormenta. Iluminados por el cambiante resplandor de antorchas y chimenea, todos los allí reunidos se quedaron inmóviles y con la mirada fija, algunos con la boca abierta como si fueran a hablar, otros con cuencos a medio camino de los labios como si fueran a beber. Vi a Arturo y a Gwenhwyvar, medio vueltos en dirección a la entrada con la risa pintada aún en sus rostros, pero congelada ahora. En las expresiones y comportamiento de todos aparecían los restos agonizantes de una última felicidad interrumpida.
Volví a mirar y descubrí la causa de esta interrupción: de pie, y justo traspasado el umbral, había una joven; alta y delgada, la larga cabellera una masa de rizos llameantes que caían sobre los redondeados hombros como agua resplandeciente, la esbelta figura ataviada con una túnica de un verde profundo sobre el que descansaba un manto con capucha de refulgente color dorado, la muchacha se mantenía muy erguida e imperiosa: un monarca recibiendo el homenaje de su pueblo.
Durante un largo y paralizado instante, el silencio reinó en la estancia; suspendidos entre un segundo y el siguiente, nada se movió ni habló. Y entonces oí unos pasos fuera de la sala. Las pisadas debieron sorprenderla, ya que volvió la cabeza hacia el sonido, y en ese momento la sala recuperó la vida como obedeciendo a una orden, y Myrddin apareció en el umbral detrás de ella.
La joven miró a Myrddin, y éste se detuvo… en seco. Vi cómo la sonrisa de bienvenida se le helaba al tiempo que las palabras de saludo morían en sus labios.
La dama de verde se colocó veloz junto a él y posó la mano con suavidad en su brazo. Luego se volvió y, juntos, sonriendo beatíficamente, cruzaron la entrada y penetraron en la sala… exactamente como una pareja regia haciendo acto de presencia en su banquete nupcial.
Mi asombro ante el curioso comportamiento de Myrddin quedó inmediatamente engullido por una sorpresa aún mayor, pues, cuando estuvo más cerca, me di cuenta de que la dama era la mujer que yo había encontrado vagando descalza en el bosque. Era la misma en cuya persecución casi había perdido la vida Llenlleawg y otras tres personas más. Los harapos habían desaparecido, la expresión atemorizada se había evaporado; habían desaparecido, también, los pies descalzos, las manos sucias, y los cabellos descuidados. Toda ella parecía ahora una reina, desde el dobladillo de su túnica hasta la rizada melena teñida con alheña.
Me quedé paralizado por la sorpresa, pero los reunidos se adelantaron como una oleada, gritando todos a la vez. Myrddin acalló el tumulto con una sola palabra.
–¡Silencio! – exclamó, y su voz llenó la sala desde la solera del hogar hasta la cumbrera. Se quedó inmóvil con la mano alzada, y el alboroto se acalló tan deprisa como había empezado. Entonces se volvió hacia la joven y dijo-: ¡Vaya! Nos obsequiáis de nuevo con vuestra presencia. Me gustaría saber a quién debemos dar la bienvenida. Señora, os lo ordeno, decidme vuestro nombre.
Su tono fue firme pero amable, y pocos son realmente los que se atreven a desafiar sus órdenes. No obstante, yo sabía muy bien que la joven no podía hablar… y por lo tanto cuál no sería mi asombro cuando ella respondió:
–Disculpadme, lord Emrys, me llamo Morgaws.
Un murmullo excitado recorrió la reunión.
–¡Habla! – exclamaron algunos.
–¿Qué significa esto? – inquirieron otros.
Arturo se abrió paso por entre el gentío para reunirse con ellos, seguido por Gwenhwyvar.
–¡Es un prodigio! – proclamó, rebosante de satisfacción ante este inesperado giro-. ¿Cómo ha tenido lugar esta transformación?
Myrddin, sin dejar de observar con suma atención a la muchacha, no hizo el menor movimiento cuando ésta se colocó ante el monarca.
–Gracias, lord Arturo -dijo, inclinando la cabeza con coquetería-. Agradezco vuestra amabilidad. – Hablaba con voz a la vez ronca y baja, como si estuviera oxidada por la falta de uso-. Hace un año, una mujer de nuestro poblado me lanzó una maldición y perdí la razón y el habla. Desde entonces, he vagado errante, prisionera dentro de mí misma, sin saber ni quién era ni adonde pertenecía.
–Sin embargo parece que os habéis recuperado extraordinariamente bien -observó Gwenhwyvar, abriéndose paso para colocarse junto a su esposo-. Me gustaría oír cómo sucedió.
Las dos mujeres se estudiaron mutuamente con frialdad. Morgaws juntó las manos con pulcritud.
–Así es, noble reina. Pero no encuentro palabras para explicarlo. Todo lo que sé es que, al avistar la torre, sentí que se apoderaba de mí una gran confusión. Sin saber por qué, algo me decía que debía huir.
–Nos dejasteis muy inopinadamente -indicó Gwenhwyvar en tono tajante-. Nos preocupó vuestra seguridad, y enviamos hombres a buscaros. Nuestros hombres arrostraron peligros y soportaron grandes penalidades por vos… Uno sigue enfermo todavía. Nos habría ahorrado mucho dolor y no pocos problemas si nos hubierais dado alguna señal. Os podríamos haber ayudado.
Morgaws bajó la mirada con gazmoñería.
–Por desgracia sólo puedo rogar vuestro perdón, mi reina. Mi imprudencia fue una pobre respuesta a la gran benevolencia que me habéis demostrado. Confieso que no estaba en mi sano juicio. Huí al cercano bosque, y cabalgué hasta que no pude seguir. Luego dormí y, cuando desperté, la confusión me había abandonado y volvía a ser yo misma. Después de tanto tiempo, no podía descansar hasta haber regresado a casa y arreglado mis cosas. – Le dedicó una deliciosa sonrisa-. He venido a dar las gracias a aquellos que se preocuparon por mí en mi desgracia.
Una expresión dubitativa afloró a los labios de Gwenhwyvar.
–¿Y dónde se encuentra vuestro hogar?
–No muy lejos de aquí -respondió Morgaws-. Mi casa está cerca de Caer Uintan… y… -Se detuvo, como reflexionando entristecida, pero luego continuó-: En cuanto me hube recuperado, fui incapaz de descansar hasta haber regresado aquí para agradeceros la amabilidad que me habéis demostrado. – Aunque respondía a la reina, me di cuenta de que sus ojos no abandonaron ni un momento a Arturo; y, cuando terminó, le sonrió.
–¿Habéis regresado junto a nosotros sola? – inquirió Myrddin-. Después de todo lo que os ha sucedido, habría esperado que vuestros compatriotas se ocuparan mejor de vos. Desde luego, es una imprudencia que una mujer joven viaje sola.
La pregunta pareció desconcertar un poco a la joven. Su mirada se apartó de Arturo, e inclinó la cabeza, vacilante… como si buscara una respuesta apropiada. No obstante, el rey la salvó de su apuro. Expansivo y generoso, Arturo dijo:
–También yo estoy interesado en escuchar vuestro relato, pero luego ya tendremos mucho tiempo para las explicaciones. Estáis curada ahora, y eso es motivo de agradecimiento. Venid, sentémonos juntos y celebremos vuestro regreso sana y salva.
Con estas palabras, el soberano condujo a su elegante invitada a la mesa, donde la sentó cerca de él. Gwenhwyvar, felina en su cautela, se mantuvo muy cerca y no pasó nada que ella no viera o escuchara. Como siempre, el sabio Emrys se guardó para sí lo que pensaba; pero no pude evitar darme cuenta de que no se unió a ellos en la mesa aquella noche.
Durante los días siguientes, los comentarios sobre el inesperado regreso de Morgaws sólo se vieron sobrepasados por las discusiones sobre el Santuario del Grial; y, aunque escuché todo lo que se decía, no conseguí averiguar mucho más. Con respecto a la dama, algunos decían una cosa, y otros otra. Diferentes especulaciones sobre su situación y maravillosa recuperación quedaron irremediablemente enmarañadas, y parecía difícil obtener auténticos datos. Era una noble, decían algunos, cuyo poblado había sido destruido y sus compatriotas asesinados por los vándalos. Otro aseguraba que pertenecía a una tribu belgae cuyos miembros habían huido a Armórica a causa de la peste, dejándola a ella allí. Había también otros que apoyaban otras posibilidades, aunque nadie parecía estar muy seguro de cuál de todas aquellas historias era cierta.
Durante todo ese tiempo, el trabajo de construcción del santuario continuaba rápidamente, y los días adquirieron un pacífico ritmo. Ahora que estaba de vuelta en Ynys Avallach, rodeado de nuevo de amigos y compañeros de armas, empecé a considerar los terribles acontecimientos de Llyonesse como algo cada vez más trivial; con cada día que transcurría el recuerdo se iba disipando, tornándose más y más remoto e insignificante. Incluso llegué a convencerme de que el sueño en el que había aparecido Morgian había sido el resultado del delirio producido por la fatiga, la preocupación y una estancia demasiado prolongada en un baño demasiado caliente.
Supongo que es humano dejar a un lado el miedo y el dolor, alejarse de todo lo que resulte desagradable con la mayor rapidez posible. Yo no era diferente de los demás a ese respecto. Ni siquiera el regreso de Morgaws consiguió encender una sospecha prolongada. Al fin y al cabo, Gwenhwyvar y Arturo la aceptaban; la desconfianza de la reina había dado paso a una genuina bienvenida en la que también estaba presente el afecto; casi se puede decir que la adoraban. ¿Quién era yo para poner en duda sus sentimientos?
Me dije: la dama sin duda ha sufrido grandes padecimientos, y su liberación de tal sufrimiento es motivo de celebración. Me dije: no tenemos pruebas de que haya hecho nada malo. Me dije: tiene todo el derecho de disfrutar de las atenciones de la corte de Arturo. Todo esto me lo repetí muchas veces, y casi acabé creyéndolo. Aun así, de vez en cuando la duda me asaltaba -apenas unas tenues punzadas de inquietud- y por ese motivo, a pesar de repetirme que no tenía motivos para dudar y de la excitación y alegría que borboteaba a mi alrededor, no conseguí sentir afecto por ella. Tampoco era yo el único que contemplaba el asunto con malos ojos; Peredur también se mantenía claramente aparte de la diversión.
Una noche, transcurrido algún tiempo desde el regreso de Morgaws, lo vi sentado a la mesa, una copa al alcance de la mano, contemplando al rey y a la reina con su encantadora invitada. Me deslicé en el banco situado junto a él, y dije:
–¿Por qué esa expresión ceñuda? Pensaba que te alegrarías del regreso de la oveja descarriada como todos los demás.
–Podría -murmuró sombrío-, si todos los demás no estuvieran tan cegados por su adoración. Yo no encuentro gran cosa que admirar en esa mujer.
–¿Morgaws?
Me contempló con suspicacia, y devolvió lentamente la ceñuda mirada a la atestada sala.
–Morgaws -dijo, con voz tan baja que apenas pude oírle.
–No te gusta demasiado, por lo que veo.
–No tengo una opinión de ella ni en un sentido ni en otro -repuso, encogiéndose de hombros. Tendió la mano hacia su copa y la vació de un trago-. ¿Por qué tendría que tenerla? – inquirió-. No significa nada para mí. Ojalá no hubiera posado jamás los ojos sobre esa mujerzuela.
Me sorprendió esta extraordinaria vehemencia, pero me limité a responder:
–Sé lo que quieres decir, camarada. También a mí me inquieta nuestra misteriosa huésped.
–Fuisteis vos quien la encontró. – Su tono sugería que todas las desgracias del mundo surgían directamente de mi mano-. No parecía provocaros ninguna inquietud entonces.
Era cierto, supongo. Cuando la encontramos en el bosque, no había sentido más que compasión por su situación; en tanto que Peredur, como bien recuerdo, se había sentido consternado por su presencia desde el primer momento en que la vio.
–Bueno -concedí-, tal vez sea como tú dices. Sin duda mi punto de vista ha quedado alterado por nuestra estancia en Llyonesse. Y te diré algo más: no somos los únicos que albergamos recelos.
Peredur se limitó a contestar con un gruñido.
–También Myrddin se reserva sus bendiciones.
–En ese caso puede que Myrddin Emrys sea tan sabio como se dice. – Dicho eso el joven guerrero arrojó a un lado su copa vacía, que golpeó la mesa con un ruido sordo, tras lo cual se incorporó con brusquedad-. Debéis perdonarme, lord Gwalchavad, estoy de malhumor esta noche. Os aseguro que no era mi intención ofenderos. Por favor, no me hagáis caso.
Me dejó entonces, y se alejó a grandes zancadas. Vi cómo desaparecía en medio del grupo reunido alrededor de la chimenea, y decidí averiguar quién más podía compartir tal falta de entusiasmo por la homenajeada dama. Al cabo de un rato, localicé al escurridizo Llenlleawg, del que esperaba sentiría algo parecido al desagrado que Peredur había expresado. Si alguien tenía motivos para desconfiar de Morgaws, ése era desde luego Llenlleawg; sin embargo, y ante mi asombro, resultó que yo estaba equivocado.
–Es una maravilla, ¿no te parece? – dijo cuando me coloqué a su lado.
No había duda sobre a quién se refería: estaba de pie contemplándola con fijeza desde el otro extremo de la sala, mientras ella, toda sonrisas y respuestas recatadas, mantenía una agradable conversación con Arturo, Gwenhwyvar y Elfodd, que había acudido a vernos desde la cercana abadía.
–Supongo que lo es -respondí, contemplándolo con atención.
Sin prestar atención a mi ambivalencia, Llenlleawg continuó:
–Realmente, es una de los Tuatha DeDannan. – Satisfecho con su comparación, añadió-: Desde luego es una auténtica sidhe ¡Cómo brilla su rostro bajo los llameantes rizos! Y sus ojos…
Su voz se perdió en tonos tan extasiados que me volví y miré a mi amigo directamente al rostro. ¿Le había oído hablar así en alguna ocasión? No. Jamás.
–¿Es éste el mismo hombre -dije- que tanto padeció al perseguirla?
–Ella no tuvo nada que ver con todo aquello -declaró-. Nada en absoluto.
–¿Significa esto que has recordado algo de tus sufrimientos?
–No -respondió tajante-, no recuerdo nada de lo sucedido. Pero ella no fue la causa… Eso lo sé.
–Si no lo recuerdas, ¿cómo puedes estar seguro?
El larguirucho irlandés me lanzó una sombría mirada de desaprobación, y se alejó.
Incapaz de entender su reacción, llevé mi búsqueda a otra parte. En la puerta de acceso a la sala, encontré a Myrddin, de pie y solo, observando a los regios comensales de la mesa. Al ver dónde estaba dirigida su atención, acerqué la cabeza a la suya y dije, como quien no quiere la cosa.
–Vaya, parece que Morgaws se ha ganado un puesto entre nosotros.
–Oh, es muy diestra para insinuarse en el afecto de los hombres -respondió él, haciendo una irónica mueca-. Escucha bien mis palabras, Gwalchavad: las preguntas sobre Morgaws no tienen fin. La miro y no veo más que interrogantes que suplican respuesta. ¿Por qué nos abandonó para luego regresar de este modo? Sus ropas elegantes… ¿de dónde las ha sacado? Habla con la altivez propia de una noble… pero ¿quién es su familia? ¿Por qué todos se olvidan de sí mismos cuando ella está cerca?
–Llenlleawg desde luego se ha olvidado de sí mismo -repuse, con la intención de contar a Myrddin mi conversación-. Sabíais que… -empecé, pero el sabio Emrys ya no me escuchaba.
Se había vuelto y contemplaba a Morgaws. La expresión ceñuda se había transformado en otra de embeleso.
–Ah, pero es hermosa, eso no se puede negar -murmuró.
Este simple comentario me produjo mayor ansiedad que cualquier otra cosa que él pudiera haber dicho. Lo miré con fijeza, pero, sin hacer caso de mi presencia, se alejó de mi lado.
Dormí mal aquella noche, y a la mañana siguiente cabalgué muy temprano hasta el emplazamiento del santuario, con la esperanza de apartar de mi mente la cuestión de Morgaws. Cuando llegué al lugar, me sorprendió lo mucho que se había avanzado desde la llegada de Gall.
Daba la casualidad que la colina elegida para el templo era un montículo bajo y empinado que podía avistarse tanto desde la torre de Avallach como desde la abadía, y situado aproximadamente a la misma distancia de ambos. Temprano como era cuando llegué al lugar me encontré con que las laderas de la colina ya rebosaban de obreros. Las carretas rodaban de un lado a otro, algunas con piedras para el santuario, otras con piedras para el sendero que conducía a él; también se veía a otras que, aligeradas de su carga, se alejaban ruidosamente en busca de más.
Desmonté, sujeté mi montura al poste de los animales, y me encaminé al pie de la colina, deteniéndome de vez en cuando para charlar con alguno de los cymbrogi que ayudaban a construir el sendero de adoquines de piedra. Todos trabajaban con alegre energía al lado de los albañiles, entre bromas y risas; los cymbrogi iban en busca de las piedras, que los albañiles seleccionaban con diestra eficiencia para luego insertarlas en el lugar adecuado con ligeros golpecitos de sus mazos de madera. Saludé a los que conocía, alabé su celo, y seguí andando, ascendiendo despacio a la cima de la colina, que había sido allanada para proporcionar un emplazamiento preciso e impresionante al santuario.
Se habían excavado pozos en las cuatro esquinas, que a continuación se habían rellenado con cascotes de piedra; luego se había dispuesto un extenso lecho de pequeños guijarros sobre el que se colocarían los cimientos. Las primeras piedras se habían colocado el día anterior. En esos momentos los obreros estaban muy ocupados alzando un tosco soporte de madera a lo largo de lo que iba a ser la línea de la pared.
Encontré al afable Gall felizmente ocupado en gritar órdenes a un grupo de cymbrogi que procuraban arrastrar una carretada de piedras colina arriba.
–¡Frenad las ruedas! – chillaba-. ¡Utilizad los troncos para frenar las ruedas! – Volviéndose hacia mí, explicó-: Las llenan demasiado, como veis. Les digo que media carga es más cómoda para los bueyes. Les digo que el templo no se construirá en un día, pero se niegan a escuchar. – Luego, contemplándome con más atención, añadió-: ¿Os conozco, señor?
–Me llamo Gwalchavad, y estoy a vuestro servicio -respondí, tomándole simpatía al instante.
De expresión sincera, las facciones rebosantes de salud y bondadosa exasperación, contemplaba el mundo a través de un par de dulces ojos castaños, en tanto que el sol arrancaba destellos a su rosada calva.
Por un momento permaneció inmóvil contemplándome con ojos parpadeantes, cruzados los fornidos brazos, la boca fruncida mientras pensaba.
–¡Mi buen señor! – dijo al fin-. Gwalchavad, claro. Sí. Uno de los miembros de la famosa Escuadrilla de Dragones. En nombre de Cristo, os doy la bienvenida. – Sonrió, olvidado ya el nerviosismo por los descuidados voluntarios-. Me llamo Gall. Si no fuera por que el Supremo Monarca de Inglaterra me presiona diariamente para saber cuándo estará terminado el trabajo, os invitaría a desayunar conmigo. ¡Pero no existe descanso para los malvados!
Si bien sus palabras estaban expresadas a modo de queja, no parecía que sus apuros le importaran en absoluto.
–Tenéis muchísimos ayudantes -observé.
Me miró de hito en hito con expresión dubitativa.
–¿Habéis venido a ayudar, también?
–No temáis -repuse en tono alegre-, pues, a menos que descubráis alguna tarea que precise de mi particular atención, me contentaré con mantenerme a un lado y observar desde lejos.
–Así me gusta.
La sobrecargada carreta coronó la colina justo en ese momento y el maestro albañil se alejó apresuradamente para ordenar la descarga de las piedras. Por mi parte, paseé por el lugar, contemplando los campos circundantes, agostados por el calor y la sequía. ¿Cuánto tiempo más podría sobrevivir la tierra sin la buena lluvia que empapaba el suelo? No pude evitar pensar en que, no obstante los últimos calores, la época de la cosecha no tardaría en llegar, y en lo pobre que dicha cosecha resultaría. Al menos el tiempo seco apresuraba el trabajo de los albañiles. Pero ¿contemplarían las gentes de los alrededores el santuario del rey con agrado cuando tanto sus graneros como sus estómagos estuvieran vacíos?
Antes de que pudiera profundizar más, mis meditaciones se vieron interrumpidas por una llamada desde abajo. Me volví y miré ladera abajo, y descubrí a Cai que ascendía penosamente a mi encuentro. Tras intercambiar saludos, me dijo:
–Te he estado buscando, camarada. Éste era el último lugar donde esperaba encontrarte.
–Sin embargo me has encontrado.
Asintió, paseó una veloz mirada por la cima de la colina para observar los trabajos en marcha, y luego explicó:
–Arturo ha convocado a la Escuadrilla de Dragones a un consejo.
–Esto es inesperado. ¿Conoces el motivo? – inquirí, iniciando ya el descenso por la ladera hasta el lugar donde aguardaban los caballos.
–Pues la verdad -repuso Cai, colocándose a mi lado- es que creo que va a contarnos sus planes para custodiar el santuario. – Al ver mi mirada interrogativa, continuó, en un tono que sugería que consideraba indigno de él tener que explicar lo evidente-. En cuanto el santo Cáliz quede instalado en el santuario, habrá que custodiarlo, como comprenderás. ¿Y quién mejor que la Escuadrilla de Dragones, los mejores guerreros de toda Inglaterra?
–¿Quién mejor, desde luego? – repuse-. Pero ¿dónde está el cáliz ahora?
–Avallach lo tiene, supongo. Pero pronto pertenecerá a todo el mundo.
–Tal vez Myrddin tenga razón -repliqué-, y debiéramos dejarlo en paz. En mi opinión Avallach lo ha custodiado perfectamente durante todos estos años.
–¡Aprensivo! – se mofó Cai-. ¿Qué podría sucederle a la copa si nosotros la protegemos?
Desde luego, están lamentablemente equivocados en esto, como lo están en tantas otras cosas. Sea como sea, es esta peculiaridad en concreto la que me ha sido tan útil. Que Morgaws es bella, de eso no hay duda. Yo la creé, en carne y hueso, justo con este propósito. No obstante ser la más bella de las criaturas, es mi criatura, y le enseñé todo lo que necesitaría saber para cumplir mi voluntad y deseo. Se lo enseñé todo, y se lo enseñé bien. Es ese recipiente vacío que puede fabricarse para contener aquello que su propietario precise.
Nacida de la unión entre mi obediente hijo, Lot, y yo misma, Morgaws es realmente carne de mi carne y sangre de mi sangre. Desde el momento en que llegó al mundo, la he moldeado de acuerdo con mi voluntad. Al igual que todas las criaturas y niños, nació con el deseo de complacer a aquellos que tenían autoridad sobre ella, aquellos que controlaban su comida y cobijo, que le daban calor y seguridad. Con suma habilidad, manipulé sus deseos infantiles para que sirvieran a mis propósitos, y ella respondió de un modo magnífico. Morgaws es mi mejor creación: la venganza hecha carne y hueso.
Junto con el resto de los cymbrogi, nos apresuramos a regresar a la torre para prepararnos para el consejo que iba a tener lugar al mediodía. En los alojamientos de los guerreros, los hombres entraban y salían de los baños en tanto que otros se afeitaban y vestían con sus mejores ropas. También los había que se afanaban en abrillantar sus espadas, puntas de lanza y los tachones de sus escudos.
Inspirado por lo que veía, me bañé y afeité también yo, y me puse mis mejores ropas; y, cuando terminé de limpiar mi espada, los cymbrogi empezaban a reunirse ya en la gran sala. Me encontré con Rhys y Cador, y fui junto con ellos al encuentro de los demás. Habían retirado mesas y bancos de la sala y todo el mundo estaba apiñado en un extremo de la enorme estancia.
Los tres nos abrimos paso hasta el frente de la asamblea, como nos correspondía, y descubrimos que el Pandragón estaba ya presente; sentado en el sillón parecido a un trono que utilizaba Avallach, de cara a la Escuadrilla de Dragones formada en amplio círculo a su alrededor, empezando con Bedwyr a su derecha y continuando a partir de allí hasta terminar en Llenlleawg a su izquierda. Gwenhwyvar permanecía en pie detrás del trono, la mano apoyada en el hombro derecho de Arturo, y Myrddin se encontraba junto a la reina, alto y silencioso como el bastón de roble que su mano sostenía.
Cador, Rhys y yo ocupamos rápidamente nuestros puestos en la parte baja del círculo frente al rey, quien saludó nuestra llegada con una lenta inclinación de cabeza. Cuando comprobó que estábamos todos reunidos, alzó una mano en dirección a Myrddin, quien entonces se adelantó para colocarse ante el monarca y, sujetando su bastón, lo levantó en el aire y luego lo bajó hasta el suelo con un fuerte chasquido, acción que repitió otras dos veces.
Apoyando el bastón en el suelo con fuerza, dio vueltas a su alrededor, pasando una, dos, tres veces, sin dejar de mirar fijamente el rostro de cada hombre mientras lo hacía. Hecho esto, levantó el bastón y lo sostuvo horizontalmente sobre su pecho y, con voz a la vez solemne y profunda, empezó a hablar:
–¡Afortunados entre todos los hombres, sois vosotros! Lo repito otra vez, afortunados sois, y todos aquellos hombres que vivan para oír lo que sucede en esta sala. Os lo aseguro: muchas generaciones antes que vosotros han vivido y muerto ansiando este día.
Myrddin hizo una pausa, en tanto que sus dorados ojos escudriñaban a todos los que se encontraban ante él.
–Prestad atención al Sabio Patriarca: en este día, el sol se ha alzado sobre el Reino del Verano. A partir de ahora, y hasta que las estrellas caigan del firmamento y el mar se trague nuestra isla, el reino que acaba de iniciarse permanecerá. Vosotros, que os encontráis ante vuestro rey, sed testigos: el Señor del Verano ha ocupado su puesto en el trono, y su reino ha comenzado.
Al oír estas palabras, los guerreros allí reunidos lanzaron un formidable grito, un rugido de alegría para alertar a todo Ynys Prydein de que un nuevo reino acababa de crearse por orden del Supremo Monarca. Tal fue la algarabía, que pasó algún tiempo antes de que el Emrys pudiera hacerse oír. Finalmente, cuando las aclamaciones amainaron un poco, continuó:
–El elogio de los auténticos hombres es una gran bendición, y la inauguración del Reino del Verano es en justicia digna de alabanza. No obstante, el Reino del Verano no será honrado sólo de palabra, sino de hecho. Por este motivo, y con este propósito, acaba de iniciarse la Fraternidad del Grial.
Si la primera proclama había provocado vítores, esta última produjo un silencio expectante tan ensordecedor a su manera como los gritos de alabanza. Contuve la respiración junto con todos los demás mientras el Pandragón se levantaba de su asiento e iba a colocarse junto a su sabio Emrys. Arturo, luciendo la torques de oro y el brazalete en forma de serpiente, con Caledvwlch centelleando desnuda a su costado, alzó las manos en señorial loa de su decreto.
–La Fraternidad del Grial -dijo Arturo, repitiendo las extrañamente conmovedoras palabras- es la primera expresión del Reino del Verano. Pero ¿qué es? ¿Es una hermandad dedicada al servicio del muy santo Grial? Sí, es esto, y es más cosas: es una alianza de leales espíritus afines, camaradas unidos no por lazos de sangre, sino por la devoción a un deber común. Ese deber es la custodia y protección del Grial y de todos aquellos que vengan como viajeros y peregrinos al santuario del santo Cáliz.
»¡Escuchadme, cymbrogi! Es un deber noble y sagrado aquel al que os he llamado. Durante muchos años el Grial ha permanecido guardado en secreto, oculto para su propia protección y custodiado por su guardián, lord Avallach. Pronto, sin embargo, el Santo Cáliz quedará al descubierto para bendición de Inglaterra y de sus habitantes. Dejará de ser un secreto, y será entregado a nuestra custodia, y nosotros nos convertiremos en sus guardianes y protectores. Las habilidades aprendidas en la guerra, y pulidas en constantes batallas, esas mismas habilidades se emplearán ahora para sustentar la paz, y nuestras armas se convertirán en las armas de nuestro Señor Jesucristo en la tierra. Nuestros adversarios ya no serán simplemente de carne y hueso, sino los poderes y señores de las tinieblas.
»La Fraternidad del Grial se ha iniciado con vosotros, mis leales amigos. Seréis los primeros, y los que vengan después de vosotros seguirán el sendero que marquéis con vuestros pasos. Por lo tanto, os exhorto, cymbrogi: sed dignos de la tarea que se os ha encomendado.
Tras esto, bajó las manos, se dio la vuelta, y volvió a sentarse. La Escuadrilla de Dragones, inspirada por las grandilocuentes palabras y la perspectiva de hazañas gloriosas, saludó la declaración del Pandragón con sonoras aclamaciones; lanzando vítores y chillando sus juramentos de lealtad a la nueva Fraternidad. Cuando, al cabo de un rato, los vítores empezaron a apagarse, Cai gritó para hacerse oír:
–Señor y Pandragón -empezó, y su potente e impetuosa voz se alzó por encima del clamor-, sé muy bien que hablo por mis camaradas cuando doy la bienvenida a la inauguración del Reino del Verano, y al igual que ellos pongo mi espada y mi persona al servicio de la causa que acabáis de proclamar. Vuestras palabras están llenas de grandiosidad y belleza, como corresponde a la ocasión, y supongo que os sentís reacio a rebajar a la noble Fraternidad con pesadas explicaciones. Sin embargo, y aunque me arriesgo al menosprecio de aquellos que disfrutan de una inteligencia más aguda que la mía… -Cai se volvió a un lado y a otro, como para saludar a los que consideraba por encima de él- aun así, considero que vale la pena arriesgarme a preguntar: ¿cómo lograremos llevar a cabo la tarea que nos habéis confiado, y que nosotros aceptamos sin reservas?
El parlamento provocó risas bienintencionadas en todos los presentes. Cai, práctico como siempre, no podía escuchar la proclamación de una causa sin saber cómo se llevaría ésta a término. Desde luego, una vez que Cai hubo resquebrajado el muro, el resto de los allí reunidos se abrió paso por la abertura, todos ellos exigiendo al rey, de un modo u otro, que les explicara qué era lo que debían hacer, y cómo se suponía que lo harían.
No pude evitar observar que Myrddin no hizo el menor gesto para acudir en ayuda del rey, sino que permaneció apoyado en su bastón y observando la agitación con serena indiferencia, como diciendo: «El que hurgue en una colmena que arrostre las consecuencias».
Arturo se limitó a sonreír y, poniéndose en pie, ocupó de nuevo su puesto en el centro del círculo.
–Lord Cai, bravo amigo, doblo la rodilla ante tu humilde súplica. – Volviéndose a los reunidos, declaró-: Vuestra aprobación a la Fraternidad resulta tan gratificante como alentador es vuestro celo. Si no he revelado por completo mis pensamientos, es por este motivo: la Fraternidad del Grial ha de ser una auténtica unión de corazones y mentes, y esto, estoy convencido, sólo puede conseguirse mediante la voluntaria dedicación de aquellos que hayan sido llamados a esta tarea, y no por decreto real.
»Por lo tanto, quisiera que vosotros, nobles amigos, seleccionarais de entre vosotros a aquellos que decidirán la organización de la Fraternidad en vuestro nombre. Teniendo esto en mente, os insto a orar, en busca de sabiduría, y a elegir bien a vuestros jefes… pues la regla que proclamen se convertirá en ley desde este día en adelante y para siempre.
En esto me pareció ver la mano del abad Elfodd, o al menos el ejemplo de una orden monástica como guía para establecer la Fraternidad del Grial. En cualquier caso, Arturo no dio instrucciones sobre cómo realizar nuestras deliberaciones, y no parecía muy dispuesto a decir nada más; en realidad, en cuanto hubo pronunciado su alocución, se despidió de nosotros, rogándonos diéramos inicio a nuestras deliberaciones y le informásemos en cuanto hubiéramos elegido a nuestros jefes.
Nos quedamos en el círculo que habíamos formado, contemplándonos unos a otros con especulativas miradas meditabundas y perspicaces. Era ésta una actividad para la que nosotros, hombres de guerra, estábamos poco capacitados. Aun así puede decirse que, si bien se la podría haber considerado una batalla desigual, al menos no bajamos las armas ni cedimos el terreno; muy al contrario, cargamos con nuestra responsabilidad lo mejor que pudimos, y nos embarcamos en lo que resultó una disputa larga e infructuosa.
Al final, la Escuadrilla de Dragones, nada habituada a tomar decisiones de esta clase, se volvió expectante hacia sus caudillos. El primero en hablar fue Bedwyr. Tal vez, por ser el que disfrutaba de la mayor confianza del Supremo Monarca, estaba mejor enterado de las intenciones de Arturo de lo que nosotros habíamos averiguado por sus palabras, ya que dijo:
–Camaradas, si me permitís que interrumpa vuestras meditaciones, quisiera hacer una sugerencia.
–¡Habla! – exclamó Cai, impaciente por seguir adelante con el debate-. No faltaba más, te estaremos eternamente agradecidos. A menos que alguien tome la caña del timón, no dejaremos de describir círculos.
Todos se echaron a reír ante sus palabras, y nuestra preocupación se vio aliviada considerablemente. La rígida incomodidad de nuestra excelsa tarea -como Arturo la había considerado- desapareció, y nos convertimos en simples camaradas con un deber que cumplir.
–Mi sugerencia -continuó Bedwyr- es simplemente ésta: que cada uno de nosotros proclame tres elecciones, y aquellos cuyos nombres acudan más a menudo a los labios de sus compañeros explorarán el sendero que hemos de seguir.
«Un plan excelente», pensé, pero uno de los cymbrogi más jóvenes osó enmendar la propuesta de Bedwyr.
–Si os parece bien, noble señor -dijo, aprovechando su oportunidad en medio del alboroto de aclamaciones que siguió a la alocución de nuestro camarada-, se me ocurre que la cuestión que debatimos es a la vez sagrada y profunda… y no menos ominosa que la batalla, donde la vida y la integridad física se ponen en juego bajo el mando de los que nos lideran.
–Habla bien, éste -musité, inclinándome hacia Cai-. ¿Quién es?
–Uno de los compatriotas de Cador -respondió él-. Creo que se llama Gereint.
–Ah, sí. – Recordaba vagamente al joven, aunque, a decir verdad, habíamos estado tan ocupados en nuestras batallas contra los vándalos, que aún no había tenido tiempo de familiarizarme con las incorporaciones más recientes a nuestras filas.
–Así pues -prosiguió Gereint-, yo me sometería tranquilamente a aquellos en los que confío ciegamente en el calor de la batalla. Tal vez se me permitirá el descaro de otorgar el honor de dirigir esta Fraternidad a aquellos a quienes ya hemos jurado nuestra leal sumisión, es decir, a los caudillos del Pandragón.
Ni que decir tiene que la propuesta fue secundada en medio de una salvaje oleada de ruidoso entusiasmo, y la muy sensata, si bien menos valerosa, sugerencia de Bedwyr quedó olvidada en medio de la ansiosa precipitación por confirmar la propuesta. Los cymbrogi dieron su voto al plan, y partieron todos muy animados, convencidos de haber cumplido con su deber adecuada y correctamente… todos, excepto los cinco caudillos a los que se había cargado ahora con la tarea: Bedwyr, Cai, Cador, Llenlleawg y yo.
Lo que sucedió a continuación me avergüenza confesarlo, de modo que me limitaré a decir que nos sumimos en larga y febril discusión sobre cómo podría llevarse a cabo la tarea. Oh, y era una tarea que daba sed, además, pues a medida que avanzaba el día y la pesada tarea conspiraba para hurtar nuestras energías, buscamos alivio en la deliciosa cerveza de Avallach -un remedio dudoso, quizá, pero si hizo poco para aliviar la responsabilidad de tomar una decisión, al menos nos ayudó a pensar mejor de nuestra tarea- durante un corto espacio de tiempo al menos.
Tras una larga discusión incoherente, llegamos de nuevo precisamente al punto del que habíamos partido. Cogiéndole la palabra a Arturo, concebimos la siguiente modesta sugerencia: que el muy santo Grial, el más raro de los tesoros, debía ser protegido.
–Eso significa -sostuvo Cai por encima del borde de su copa-, una guardia perpetua.
–Muy bien -repuso Bedwyr-; pero la Fraternidad del Grial ha de ser algo más que el deber de montar guardia. Arturo dijo que debe ser una ocupación sagrada…
–También hemos de proteger a peregrinos y viajeros -señaló Llenlleawg-. Eso significa que debe haber grupos armados que recorran el territorio.
–Él no dijo nada sobre recorrer el territorio -intervino Cador.
–Él apenas si dijo nada -replicó Bedwyr, impacientándose.
–¿Qué es lo que resulta tan difícil? – inquirió Cai-. Se nos ha dado carta blanca para organizar la Fraternidad como queramos, y todo lo que sabéis hacer es criticar a Arturo por concedernos ese honor.
-Onus, querrás decir -masculló Cador.
-¡Onus! -Cai agitó la mano con impaciencia ante el rostro de Cador, que tomó un buen trago de la copa-. Pero ¿de dónde sacas esas palabras?
–Es latín -informó Cador con altivez.
–¿Es que nos hemos vuelto monjes ahora -quiso saber Llenlleawg en tono agrio-, que nos arrojamos latinajos y salmos los unos a los otros?
–Triste día es aquel en que un hombre no puede decir lo que piensa -gimoteó Cador contemplando el interior de su copa.
–Y yo digo: dadme una espada y custodiaré el Grial -declaró Llenlleawg.
–¡Lo veis! ¡Lo veis! – exclamó Cai, volcando casi la jarra de cerveza en su ansia por palmear la espalda del irlandés-. Llenlleawg está de acuerdo: hay que custodiar el santo Cáliz. Seremos los Guardianes del Grial.
–Tranquilo, camarada -repuso Bedwyr, salvando la jarra. Se sirvió más bebida, y tomó un largo trago de su copa, que luego depositó sobre la mesa con un golpe sordo-. Yo digo que ya hemos hablado suficiente por un día. – Se llevó las puntas de los dedos a las sienes-. Me duele la cabeza.
La bebida y la decepción nos habían agotado, y los ánimos empezaban a exacerbarse un poco. No me gustó ver cómo mis compañeros se peleaban, así que decidí poner fin a la discusión antes de que empezáramos a chillarnos unos a otros.
–Coincido con Bedwyr; ya hemos hablado suficiente por un día -opiné-. Es mejor que nos separemos mientras aún somos amigos y reanudemos esto mañana.
–Perfecto, ¿y qué sugieres que le digamos al rey? – inquirió Caí-. Arturo aguarda noticias nuestras.
–Dile -repuse- que nuestras deliberaciones están avanzadas, pero que un deber de tal significancia requiere tiempo… un día o dos más como máximo, diría yo.
A los otros les gustó cómo sonaba, y acordaron que otro día o incluso dos nos concederían tiempo más que suficiente para completar nuestra tarea. Se decidió que volveríamos a reunimos a la mañana siguiente con la intención de solucionar la cuestión. Cai se apresuró a comunicárselo a Arturo, y Cador se retiró a su lecho para echar una cabezada; Llenlleawg se marchó a toda prisa a sus cosas, dejándonos a Bedwyr y a mí para meditar sobre el fracaso en que había quedado el día.
–Debemos acabar mañana -me confió Bedwyr-. No podría soportar otros dos días más como éste. ¿Es tan belicosa siempre la gente?
–Siempre -le aseguré.
–No me había dado cuenta hasta ahora -repuso, encogiéndose de hombros. Miró entonces hacia el vacío vano por el que Llenlleawg acababa de desaparecer y siguió-: Algo le ronda por la cabeza a nuestro amigo irlandés.
–¿Te refieres a que hay otro sitio en el que preferiría estar?
Bedwyr me obsequió con una mirada de complicidad.
–La misteriosa lady Morgaws.
–Oh, sí -asentí-. Jamás había visto a alguien tan atribulado.
–Cuanto más alto se está más dura es la caída -observó Bedwyr, sacudiendo lentamente la cabeza-. Aunque no es que sepa nada al respecto. – Calló unos instantes, tornándose pensativo-. Casi lo envidio.
De todos modos, decidí que comentarlo con Myrddin sin duda no resultaría inoportuno. Además, deseaba preguntarle lo que pensaba de la empresa de construir el santuario en que se había embarcado Arturo, y ahora también estaba la cuestión de la Fraternidad del Grial. Deglutí rápidamente la comida, y me fui en busca del Emrys… tarea mucho más fácil de decir que de realizar, pues es bien sabido que a Myrddin casi nunca se lo encuentra en el primer lugar en el que se lo busca. Sus ocupaciones son muchas, y tan variadas como misteriosas. Tan pronto está junto al Pandragón, como de repente aparece en Caer Edyn allá en el norte, o navegando de vuelta de Ierne, visitando a tal o cual señor, consultando con obispos y abades, estudiando los vientos en busca de augurios, explorando la cultura druídica… y quién sabe qué otras cosas además.
Por consiguiente, no fue hasta mucho más tarde que conseguí encontrar al siempre escurridizo Myrddin.
–Un poco repentina esta Fraternidad… ¿no es así? – dije, cuando por fin lo descubrí empujando el pequeño bote hasta la orilla del lago con la ayuda de una pértiga.
Había estado de pesca bajo la torre, uno de sus pasatiempos favoritos desde la infancia, tengo entendido.
–¿Lo es? – inquirió-. Da un paseo conmigo, Gwalchavad.
Me cogió del brazo y me condujo hasta el estrecho sendero que bordea el lago. La noche iba filtrándose en el tranquilo y silencioso atardecer; la luz dorada del cielo se iba desvaneciendo, y las primeras estrellas habían hecho ya su aparición.
–Lo considero repentino -repuse.
–¿Cuándo existió un momento mejor? – preguntó, inclinándose para arrancar un junco de la orilla-. ¿Acaso la bondad debe permanecer siempre en la sombra, aguardando la oportunidad de brillar?
–¡Dios me libre! – respondí-. Sin embargo, tal y como yo lo veo, apenas si habíamos acabado de combatir con los saecsen cuando nos vemos obligados a luchar contra los vándalos. Y, por si esto no fuera suficiente, también hemos de enfrentarnos a una época de sequía y peste que hace que nuestra gente abandone sus hogares y parta de estas costas camino de otras tierras. Había pensado que ya teníamos suficientes cosas en las que ocuparnos sin… -no encontré las palabras- ¡sin todo esto! – Agité la mano vagamente indicando la zona de la torre para dar a entender lo sucedido allí.
Myrddin me contempló con sus penetrantes ojos dorados durante un buen rato. Cuando por fin habló, sus palabras fueron:
–Dices exactamente lo que pienso.
–¿De veras?
–¿Te sorprende?
Confesé que así era, y añadí:
–Pero vos sois su sabio consejero.
–Nuestro rey piensa por sí mismo, ¿o no te habías dado cuenta?
–Sí, pero…
–¡Es impaciente! – replicó Myrddin antes de que pudiera terminar-. Es impetuoso y tozudo. Intenté decírselo. «Espera un poco, Arturo -le dije-. Hemos llegado muy lejos. La misión está casi terminada. No estaría bien forzar las cosas ahora.» ¿Me escuchó? No, no lo hizo. «El Reino del Verano está a punto de nacer, Myrddin -contestó Arturo-. No podemos contenerlo. El mundo ya ha esperado suficiente. Sería un pecado retener aquello que puede hacer tanto bien.» Y así ha sucedido lo que has visto -concluyó-. Corre de una cosa a otra, lleno de celo santo y de ambición celestial. Y nadie puede decirle nada, porque no escucha, y aún menos hace caso.
–¿Y Elfodd? – pregunté-. El rey parece dedicar mucho tiempo al buen abad. Tal vez Elfodd pudiera persuadirlo…
–No te canses -interrumpió Myrddin-. Elfodd es igual que Arturo. Desde la curación de Arturo, el abad está convencido de que el Reino de los Cielos está muy cerca, y que el Supremo Monarca es el instrumento divino para instaurarlo aquí y ahora. Es inútil; los dos se incitan mutuamente.
–¿Y Gwenhwyvar? ¿No podría la reina encontrar un modo de conseguir que su esposo entre en razón?
–Ah -suspiró él en tono cansado-, sí podría… si no fuera porque ha visto a su esposo a las puertas de la muerte en este mismo lugar no hace demasiado tiempo. Gwenhwyvar está encantada de tener a Arturo sano y en una pieza otra vez, de modo que, a sus ojos al menos, este Arturo tan entusiasta es preferible al otro. No, no se siente con fuerzas para censurarlo.
Bueno, no era peor de lo que había sospechado. Arturo, milagrosamente curado y liberado de sus enemigos de una vez para siempre, se sentía repentinamente inflamado de virtud y buenas intenciones. ¿Dónde estaba el mal? ¿Quién podía decir que se equivocaba? ¿No podría ser que Arturo, aquel a quien había sucedido el milagro, poseyera una mayor perspicacia? ¿Acaso no era la persona que había tenido la visión quien mejor la podía describir?
–Pensaba que el Reino del Verano era la tierra y el cielo para vos, Myrddin -dije mientras reanudábamos el paseo-. Creía que lo deseabais por encima de cualquier otra cosa.
Veloz como un halcón descendiendo desde lo alto, el Emrys se abalanzó sobre el comentario.
–¡Así es! ¡Así es! – exclamó-. Nadie sabe lo mucho que lo ansío, ni lo que su advenimiento me ha costado. La verdad, Gwalchavad, es que lo quiero más que a mi vida -dijo, tornándose solemne-. Pero no de este modo.
Aguardé a que continuara, y lo hizo, tras arrancar de un mordisco el tierno extremo del junco y chupar su zumo.
–El Reino del Verano está cerca, Gwalchavad, más cerca ahora que nunca…, de eso puedes estar seguro. Pero no aceptará imposiciones. Si intentamos forzarlo, me temo que sólo conseguiremos violentarlo a él y a nosotros. Tenemos una posibilidad ahora, una posibilidad que puede no volver a presentarse, y mi instinto me dice que debemos proceder con sumo tiento.
–Parece el camino más sensato -convine.
–Ah, pero ¿y si estoy equivocado? – murmuró Myrddin, y percibí la angustia de su voz-. ¿Y si yo me equivoco, y Arturo tiene razón? ¿Y si la mano de Dios se ha posado sobre él para que realice esta magnífica y gloriosa hazaña? Oponerse a ello, aunque sólo sea con la más leve vacilación, sería poner trabas al mismo Dios. Me pregunto: ¿es que Dios realiza ahora sus obras en este mundo sólo con el permiso de Myrddin?
Guardó silencio ante la pregunta.
Myrddin siguió hablando, al tiempo que azotaba el aire con el junco que sostenía.
–¿Puede ser que yo, que me he esforzado tanto para hacer progresar el Reino del Verano, no lo reconozca ahora que lo tengo aquí? ¿Es posible que Dios desee recompensar a sus fieles servidores incluso antes de que hayan completado su labor?
No supe qué quería decir con su última afirmación; pero, antes de que se lo pudiera preguntar, anunció:
–Sólo hay una cosa segura, o no hay ninguna: si esto emana de Dios, nada se le puede oponer.
–¿Y si no proviene de Dios?
–Entonces no podrá durar -concluyó con sencillez, arrojando el junco al agua.
Myrddin es sabio, y con una gran perspicacia. No tan sólo había discernido la esencia de mis sentimientos y percibido mis objeciones, sino que también me había ofrecido un lúcido consuelo.
Cambiando al tema que ocupaba el primer lugar en mi mente, dije:
–¿Habéis descubierto algo más sobre Morgaws?
–Sólo que es una noble de Caer Uintan -respondió, el rostro severo bajo la penumbra-. O eso es lo que se dice. – Casi me pareció oír cómo las puertas se cerraban de golpe para mantenerme fuera. ¿Por qué? Sin hacer caso de su desgana, volví a insistir.
–Llenlleawg parece haber cambiado de opinión sobre ella -observé-. Antes de que desapareciera, no la soportaba. Ahora que ha regresado, no puede soportar perder de vista a Morgaws.
–Sí, resulta todo muy extraño -asintió Myrddin.
–¿Es eso todo lo que tenéis que decir? Parecíais más preocupado antes.
–¿De veras?
Fue todo lo que dijo, pero de repente me sentí como un estúpido por haberme involucrado en cuestiones que no me concernían. Al fin y al cabo, si hubiera algo que no fuera bien, el sabio Emrys lo sabría; siempre alerta a los sutiles cambios de poder y a los significados ocultos de las cosas, Myrddin lo sabría.
–Bueno -concedí-, sin duda me precipité demasiado en mi opinión. La joven no ha hecho nada malo.
Asintiendo, Myrddin reanudó el paseo, y regresamos por donde habíamos venido. El palacio que coronaba la torre se recortaba negro contra el pálido cielo púrpura.
–Observa y reza, Gwalchavad -dijo Myrddin con aire ausente-. Observa y reza.
Regresó entonces a la torre, dejándome con mis pensamientos. Se me ocurrió visitar el santuario; el viejo santuario donde el mercader de estaño José erigió la primera iglesia de la Isla de los Poderosos, y donde se vio el Grial por vez primera en el reino de este mundo. Una simple choza de maderos y barro, la construcción se alza en el lugar ocupado por aquella primera iglesia sobre la colina situada junto al lago.
Los santos hermanos de la abadía a menudo oran en el santuario, y me pregunté si me encontraría con alguno de ellos; pero, a medida que me acercaba, descubrí que tenía el lugar sólo para mí, que es como más lo prefería. Verás: soy creyente a mi manera. No es que me disgusten los buenos hermanos, Dios lo sabe, pero no poseo su erudición, y siempre me siento como un pagano cuando tropiezo con monjes orando. No hay que culpar a los hermanos por esto; reconozco que es culpa mía. Tal vez la pureza de su ejemplo me avergüenza; tanta virtud y devoción como demuestran es loable, pero yo no estoy cortado por el mismo patrón. Paso los días a lomos de un caballo con un escudo al hombro y una lanza en ristre. ¡Qué le vamos a hacer!
El santuario aparecía negro contra el cielo cada vez más oscuro, y me detuve unos instantes para contemplar su borrosa silueta y sentir la inmensa antigüedad del lugar. Despacio, y con cuidadosa reverencia, ascendí por la ladera de la colina y penetré en la capilla. Se trata de una sencilla habitación desnuda, bastante grande, quizá, para tres o cuatro personas, pero no más. Hay una única y estrecha ventana sobre el altar construido con tres losas de piedra talladas; había una vela sobre el altar, pero no estaba encendida, y el interior del santuario estaba oscuro como una cueva.
Puede que estuviera oscuro, pero sólo noté una inmensa y sosegada paz que parecía llenar la diminuta capilla con una serenidad tan profunda y amplia como el mar. Nada más entrar, me arrodillé, cerré los ojos y me zambullí en este océano de calma; la irresistible marea me arrastró hacia abajo, cada vez más abajo al interior de sus insondables profundidades.
No recé -es decir, no pronuncié las palabras en voz alta- pero permití que mi mente vagara por la profunda corriente de paz. Si algún pensamiento cruzó mi mente, fue tan sólo bañarme durante un rato en la calma de todas las calmas, y quizá tocar por un momento el origen de toda la serenidad. A lo mejor esto es una oración, pero con otro nombre; no lo sé.
Tampoco puedo decir cuánto tiempo estuve así; la eternidad engulló el tiempo, me parece, ya que me pareció como si hubiera habitado en el santuario durante toda una vida, sin que en todo ese tiempo hubiera sabido nada de las disputas y alborotos terrenales, sin saber nada de deseos o anhelos, sin conocer otra cosa que una dicha maravillosa y el deseo de poder permanecer así para siempre. «Permanecer tal y como estoy -me dije- sería un deleite que superaría todos los placeres.»
Mantuve este pensamiento en mi mente, me aferré a él, y, aferrándolo, grité desde el fondo de mi corazón: ¡Soberano Celestial, no me abandonéis! El grito surgió espontáneo, pero supe que era mío, pues había dado voz a mi más profundo temor. No tardó tampoco en llegar la respuesta. Casi al instante mis manos y rostro empezaron a hormiguear con una deliciosa sensación, e imaginé haces de luz, o llamas, danzando sobre mi carne. ¡Estaba inmerso, no en agua, sino en una luz viviente! La impresión cobró tal fuerza en mí que abrí los ojos, y vi que la capilla estaba inundada de una pálida luminiscencia dorada que se agitaba y arremolinaba sobre las paredes interiores como el reflejo de la luz sobre el agua.
En otro momento podría haberme sorprendido ante tal maravilla, pero no entonces. En mi estado de ánimo, parecía enteramente natural y esperado que fuera así. La única curiosidad era que la danzarina luz carecía de punto de origen: sencillamente brillaba por sí sola, y se manifestaba en todas partes, concediendo a la tosca capilla una capa de reluciente color dorado. Ah, ver cómo brillaba y relucía era toda una delicia, y se apoderó de mí un arrobamiento indecible. Mi corazón se elevó y volví a sentirme como un niño, envuelto por una beatitud que superaba toda comprensión.
Y entonces… y entonces: un milagro. La luz se intensificó, su fulgor creció y se definió, adquiriendo solidez, como si dijéramos, y noté cómo me envolvía una sensación de calor, como el que se siente cuando el sol se abre paso por entre las nubes que lo ocultan, y la tierra se calienta al instante bajo el poder de sus rayos que todo lo impregnan. Al mismo tiempo, oí el sonido de campanillas de plata colgadas de la rama de un árbol para que el viento las golpee unas contra otras. El sonido era la luz, y la luz era el sonido; comprendí que ambos eran emanaciones de una misma cosa que aún no había percibido.
El sonido, al igual que la luz, creció y se endureció, también. Y, cuando creía que todo el mundo debía oír el campanilleo de las invisibles campanas, se formó una palabra. La oí como una palabra susurrada, no pronunciada, una palabra resonante que parecía formar tan parte de mí como mis huesos.
¡Mira!
Busqué en mi interior lo que podía significar esta orden, pero no vi nada excepto la desnuda piedra del altar. Y entonces, en el mismo instante en que mis ojos se posaban en la losa, ésta empezó a brillar con un resplandor dorado, la tosca piedra dorada por la luz. El campanilleo se aceleró y volví a escuchar la orden susurrada: ¡Mira!
Mientras miraba, me pareció como si algo parecido a escamas cayeran de mis ojos y vi, radiante sobre el altar, el Grial.
Me quedé sin aliento. Mis ojos se clavaron en el sagrado objeto, inflamado con la llameante luz de la gloria. La intensidad de su fulgor me quemó el rostro; sentí como si mis ojos fueran carbones encendidos, y contuve la respiración por temor a abrasar mis pulmones si me atrevía a inhalar el ardiente aire. La sangre martilleaba en mis oídos con el rugido del océano; más allá del sonoro palpitar en mis oídos se escuchaba un sonido parecido al de un arpa que derramara una música celestial, como si la incomparable melodía descendiera del cielo como lluvia bendita.
Transfigurado por la belleza del santísimo Cáliz, hice intención de levantar la mano para protegerme los ojos, pero no pude mover ni un solo dedo. Tampoco podía desviar la mirada. El Grial llenaba mi visión, era todo lo que veía. Empecé a ver como no he visto jamás. Vi el sendero de mi vida extendiéndose ante mí, y se prolongaba eternamente.
Pensé en mi interior en seguir el sendero para descubrir adonde conduciría ahora, y de improviso sentí que me acompañaba una presencia en el santuario -una fuerza poderosa, que se encumbraba en la fortaleza de su vitalidad, majestuosa en su poder-como una tormenta en alta mar donde el vendaval sopla y las enfurecidas olas chocan. ¡Oh, cómo pesaba! ¡Qué peso! Era como si una montaña se hubiera alzado y plantado sobre mi lastimosa estructura, y me aplastara hasta borrarme de la faz de la tierra. No lo podía soportar.
Supe que había llegado mi última hora. Mi pobre corazón se esforzaba por seguir palpitando en mi pecho, pero entonces desfalleció, y se detuvo. Cerré los ojos.
«¡Misericordia! – grité interiormente-. ¡Misericordia, Señor!»
Las palabras acababan apenas de abandonar mi mente cuando el peso desapareció. Mi corazón volvió a latir, y pude respirar otra vez. Una bocanada de aire fresco, como un bálsamo sedante, penetró en mis pulmones y la aspiré profundamente, ahogándome casi con ella. Ahora que ya no me tenía atenazado el poder que me había poseído, caí de bruces ante el altar.
El pecho me dolía; mis extremidades se estremecían. Permanecí jadeando como un pez arrojado fuera del agua. Pero, oh, el aire me reanimó de un modo maravilloso, pues tenía un sabor dulce en mi lengua como el aguamiel más dulce; el delicioso perfume inundó mi cabeza y boca y lo engullí a grandes y ansiosos tragos, con la sensación de no haber respirado nunca antes. Cuando por fin levanté la cabeza, me sentía mareado por la fragrante embriaguez del aire.
El Grial había desaparecido, como bien sabía, pero la capilla seguía manteniendo un destello del celestial resplandor del recipiente sagrado, aunque se desvanecía a ojos vistas, dejando la estancia de nuevo a oscuras. Permanecí tumbado un rato, plácido, inmóvil, mi espíritu cómodo con el silencio nocturno. Y cuando por fin oí, como la llamada de otro reino, la campana de la abadía llamando a los rezos de medianoche, me incorporé tambaleante. Al llegar al umbral, me detuve y volví la vista atrás, con la esperanza, creo, de obtener una última y fugaz visión del sagrado objeto, pero el altar era una piedra desnuda, dura y fría. El Grial se había ido.
No regresé a la torre esa noche, sino que permanecí en la ladera cerca del santuario, desvelado y curiosamente agitado; no podía mantener un solo pensamiento en mi cabeza durante más de un segundo antes de que huyera de mi control y se escapara. Por mucho que lo intentara, mis pensamientos se desperdigaban por todas partes como pájaros a los que se ha hecho huir del campo. De vez en cuando, uno de ellos regresaba para pasar la noche. «¡Debo contárselo a alguien! – pensaba, ¡y entonces, con un revoloteo!… se desvanecía y otro ocupaba su lugar-: ¡Lo he visto! ¡He visto el Grial!»
Y de este modo transcurrió la noche. Por fin, cuando el sol se elevó por encima de la línea de colinas arboladas situada al este, me levanté también yo, y me dirigí de regreso a la sala del Rey Pescador. El patio interior despertaba ya con los cymbrogi que se disponían a marcharse a sus labores en el santuario. Entré en el recinto bajo las miradas de asombro de los que se preparaban para partir; la mayoría de los que me contemplaban boquiabiertos sonrieron, otros se rieron sin disimulos y me pregunté qué era lo que les parecía tan divertido. ¿Sería acaso el que me hubiera perdido, como sin duda imaginaban, en la oscuridad y me hubiera visto forzado a pasar la noche a la intemperie? ¿O acaso creían que había pasado la noche en la cama de una sirvienta?
Haciendo caso omiso de sus risitas burlonas, continué hasta la sala, y mientras cruzaba el patio me tropecé con Bedwyr y Cai, que salían a despedir a la cuadrilla de trabajadores.
–Buenos días, camarada -dijo Bedwyr; luego, observándome con más atención, añadió-: Aunque parece que ya te has quedado con lo mejor del día.
Cai fue más directo.
–Amigo, la próxima vez túmbate bajo un arbusto para echar una cabezada -aconsejó, y ambos se alejaron, sacudiendo la cabeza y riendo.
Los seguí con la mirada; el inexplicable comportamiento de todos los que me rodeaban empezaba a minar rápidamente la tranquilidad que aún me embargaba. Sentí cómo mi agradable y sosegado estado de ánimo se deshacía como el rocío bajo el sol del mediodía. Me juré que la próxima persona que se burlara de mí me las pagaría. Dio la casualidad que la siguiente persona fue Arturo.
El rey salió precipitadamente por la puerta mientras yo contemplaba a Cai y a Bedwyr, y me palmeó la espalda, diciendo:
–¡Se te saluda, camarada! Te he echado en falta estos últimos días. Voy al santuario. Cabalga conmigo.
–Nada me complacería más -contesté, di dos pasos a su lado, y recordé que debía asistir al consejo-. Lo siento, Arturo, no sé en qué estoy pensando -dije, y le expliqué que, debido a mis deberes para con el consejo, no podía acompañarlo.
–Ah, bueno, mañana, entonces -repuso, entonces se detuvo de repente y me miró al rostro-. La Fraternidad es importante, Gwalchavad. Pronto adquirirá una suprema importancia. Allí donde los hombres oigan hablar de la Fraternidad del Grial, sus corazones se inflamarán. Se convertirá en un faro, y toda Inglaterra quedará iluminada por su fuego. – Sonrió de improviso-. Hablando de fuegos, me parece que tú has estado demasiado cerca de las llamas, amigo mío. ¡Adiós!
Perplejo y molesto por el desconcertante recibimiento, me encaminé al interior de la sala en busca de pan y algo de cerveza. Los cymbrogi habían desayunado, pero quedaban sobras suficientes para componer una comida, de modo que reuní un poco de esto y aquello en una fuente y me acomodé en uno de los bancos para comer con tranquilidad, y ver si podía recuperar mi anterior buen humor. Cogí una de las pequeñas hogazas, la partí y empecé a comer… recordando entonces que no había cenado la noche anterior y que estaba hambriento. Me dedicaba a engullir el pan cuando vi a Myrddin que pasaba a toda velocidad ante la puerta de la sala. Iba tan deprisa, que sólo tuve tiempo de gritar su nombre al tiempo que me incorporaba de un salto y me dirigía a la puerta, con la intención de atraparlo antes de que volviera a desaparecer.
Pero no había dado ni media docena de pasos, cuando él reapareció en el umbral.
–Te he estado buscando -dijo, viniendo a mi encuentro con rapidez-. Me dijeron que no habías regresado de nuestro paseo de anoche, y pensé… -Se interrumpió y me miró con atención mientras se acercaba.
Entonces sus dorados ojos se abrieron de par en par y su rostro adoptó una expresión de admiración cómplice.
–¿Qué? – inquirí, recordando de improviso el curioso tratamiento recibido a manos de mis camaradas-. ¿Es que nadie me va a decir qué es lo que sucede?
–Lo has visto -observó Myrddin sabiamente-. Has visto el Grial.
Lo agarré del brazo y lo arrastré más al interior de la sala como si quisiera evitar que nadie oyera el secreto.
–¿Qué os hace pensar eso?
–Tu cara -repuso, alzando una mano hacia mi barbilla y haciendo girar mi cabeza a un lado-. Tienes el aspecto de alguien que se ha dormido al sol… Tienes la piel colorada.
–¡Colorada!
–Quemada por el sol. Tan sólo tú y yo sabemos que anoche el sol no salió a escondidas.
–Quemada por el sol -repetí-, pero…
Rocé mi rostro con las puntas de los dedos; la piel estaba seca, con diminutas hinchazones como ampollas causadas por el sol, pero no sentía dolor ni molestias, y la piel resultaba fría al tacto. No obstante, le creí.
–Puesto que no regresaste a la torre, supongo que pasaste la noche en el antiguo templo -explicó el sabio Emrys-. Allí es donde yo vi el Grial por primera vez.
Reacio todavía a degradar la radiante visión con palabras mediocres, respondí:
–No puedo decir exactamente qué vi.
–No hay necesidad, Gwalchavad. – Sonrió con intención-. También yo lo he visto, recuérdalo.
–Pero ¿por qué yo, Myrddin? – pregunté-. No soy el más devoto de los hombres… ¡muy al contrario! Existen mejores cristianos que yo, y una buena cantidad de ellos en la vecindad. ¿Por qué yo y no uno de ellos?
–Sabe Dios -contestó y, al ver que fruncía el entrecejo, desilusionado, añadió-: Lo que quiere decir que el Espíritu va donde desea, y ningún hombre puede osar intervenir ni para dejarle paso ni para cortárselo.
–Pero yo creía que el Grial era real…, una copa auténtica, quiero decir. Lo que vi era… -se me quebró la voz. ¿Qué era lo que había visto?
–Oh, ya lo creo que es una copa auténtica -me aseguró rápidamente Myrddin-. Pero las cosas santificadas de este mundo, los objetos divinos y sagrados que se nos han entregado para nuestra bendición y perfeccionamiento, no están nunca limitados a una simple manifestación física.
Ante mi expresión confundida y desconcertada, el sabio Emrys siguió explicando:
–El Grial no es un objeto material corriente…, una copa de bronce o plata, como tú supones. Aunque sí que es eso, es también una entidad espiritual con una existencia espiritual.
–Algo santificado… ¿es así como lo habéis llamado?
–Desde luego. Lo que viste anoche en la capilla fue la imagen santificada. Es decir, la manifestación espiritual del Grial.
–Una visión del auténtico cáliz.
–Si lo prefieres -concedió-. Pero una cosa no es menos real, como tú dices, que la otra.
–Vi la visión, entonces, pero ¿qué significa?
–No tengo ni idea -reconoció, encogiéndose de hombros.
–Pero debe de ser una señal -insistí-. Debe de presagiar algo…, algo importante.
–Sólo Dios sabe la causa y el motivo.
–Ésa no es una respuesta.
–En ese caso pide otra al Señor.
Myrddin hizo intención de alejarse, pero lo seguí con mis preguntas.
–¿Qué debo hacer, Myrddin?
–Observa y reza -aconsejó, repitiendo el sermón del día anterior.
–¿Es eso todo? – exigí, perdiendo la paciencia con su fastidiosa reserva.
Supongo que debiera haber sabido que no se podía pedir a un bardo el significado de una visión. Les encanta formular acertijos, pero en cambio las respuestas no les interesan en absoluto.
–¿Qué más quieres que te diga?
–Tal vez podríais decirme esto, al menos. ¿Por qué me buscabais?
–Al enterarme de que no habías regresado a la torre, tuve miedo por ti.
–Creísteis que lo que le había sucedido a Llenlleawg podría haberme pasado a mí.
–Me pasó por la cabeza -admitió Myrddin, pero no dijo nada mas.
Al poco rato, Bedwyr y Cai regresaron a la sala, nos vieron charlando, y se unieron a nosotros. El Emrys los saludó y dijo:
–Tenéis cosas que hacer. Venid a verme cuando hayáis terminado, si así lo deseáis.
Se marchó entonces, y nosotros nos acomodamos en una de las mesas para aguardar a los otros, y yo aproveché para acabar mi comida.
Con gran alivio por mi parte, ni Cador ni Llenlleawg mencionaron mi piel enrojecida, e iniciamos las deliberaciones donde las habíamos dejado el día anterior. Deliberamos durante todo el día, y con mayor determinación; ninguno, creo yo, deseaba pasar un tercer día contendiendo con los demás sobre sutiles cuestiones relacionadas con tradiciones y ceremoniales.
Por consiguiente, todos estuvimos de acuerdo con la indicación hecha por Cai el día anterior: sí, el Grial era un raro tesoro que precisaba protección. Por lo tanto, la primera regla de la Fraternidad del Grial sería proteger el santuario en cuyo interior se guardaba el sagrado recipiente; a este fin, nosotros cinco -es decir, los caudillos de Arturo- elegiríamos guardas entre los miembros de la Fraternidad. Además, para asegurar la debida reverencia y vigilancia, cada miembro de la Fraternidad estaría obligado a realizar un juramento sagrado de lealtad y vasallaje, no tan sólo a Arturo, Señor del Reino del Verano, sino también a Nuestro Señor Jesucristo, cuyo cáliz habíamos jurado proteger.
Hasta ahí no hubo demasiados problemas para ponernos de acuerdo, y así lo hicimos enseguida… y luego nuestra veloz marcha al frente se atascó rápidamente en el lodazal de las minucias. Se plantearon cuestiones en las que no habíamos pensado, y para las que, una vez planteadas, había que encontrar respuestas. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si un miembro de la Fraternidad incumplía su deber, o caía en desgracia? ¿En qué forma se determinaría el remedio? ¿Debía establecerse una jerarquía entre los miembros de la Fraternidad? De ser así, ¿cómo debía organizarse?
Todas estas preguntas y muchas más nos asaltaron, y, por cada una que contestábamos, dos más aparecían para ocupar su lugar. De este modo fue transcurriendo el día, y empecé a temer que dedicaríamos toda la vida a esta tarea, cuando Bedwyr, que se había dado cuenta de lo que sucedía, sugirió un compromiso: que empezáramos con lo que ya habíamos acordado, pero retuviéramos el derecho a rectificar o añadir reglas al ordenamiento de la Fraternidad siempre que surgiera tal necesidad.
Llegado este momento, los ánimos estaban exacerbados y parecía como si hubiéramos estado andando por terreno peligroso durante todo el día. Empezábamos a estar muy necesitados de una bebida fresca, y Cador fue a buscarla. Acababa de marcharse cuando Llenlleawg, que se había ido mostrando más y más picajoso a medida que avanzaba el día, se incorporó pesadamente y declaró que no estaba tan sediento que no pudiera esperar hasta la cena.
–Si hemos terminado -dijo con sequedad-, ruego se me dispense de más discusiones. Un asunto requiere mi atención en otra parte.
–Sí, ve, desde luego -le respondió Bedwyr-. Hemos terminado, si Dios quiere. A menos que vosotros tengáis alguna objeción, informaré a Arturo que nuestras deliberaciones han dado fruto, y hemos llegado a su fin por el momento.
El larguirucho irlandés inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se marchó al instante.
–No podía esperar a librarse de nosotros -comentó Bedwyr-. No es propio de él tanta precipitación.
–En especial cuando existe la perspectiva de un trago de cerveza -añadió Cai significativamente.
–Sin duda el lenguaje de las armas resulta más adecuado a su forma de ser -admití-. Esta batalla dialéctica resulta tediosa; me produce dolor de cabeza.
–Sí -coincidió Cai-, es verdad. – Meditó durante unos instantes y luego añadió-: Propongo que cabalguemos hasta el nuevo santuario e informemos a Arturo. Después de estar sentado en esta sala todo el día, me iría bien un soplo de aire fresco.
–Después de la cerveza -lo corrigió Bedwyr.
–Oh, claro, después de la cerveza -repuso él, sorprendido de que se pudiera poner en duda tal cosa.
–Estoy de acuerdo -indiqué; y, por lo tanto, cuando Cador regresó transportando la jarra y las copas él mismo, lo recibimos como a un héroe, nos terminamos toda la bebida en un santiamén, y salimos a toda prisa para reunimos con los que trabajaban en el santuario.
No había cambiado gran cosa desde la última vez que había visitado el lugar. Se habían dispuesto unas cuantas piedras más a lo largo de la línea del muro circular, y se habían levantado maderos adicionales. El montón de piedras era algo mayor, pero eso era todo, no obstante las muchas manos ansiosas disponibles, ya que todos los cymbrogi estaban ocupados en la construcción.
–El trabajo va bien -anunció Arturo contento, frotándose la sudorosa frente con el antebrazo. Lo encontramos de pie en lo alto de la colina, desnudo de cintura para arriba y cubierto de polvo de roca; el sudor creaba diminutos riachuelos de barro en los puntos de su espalda y costados por los que resbalaba-. A decir verdad, mucho mejor de lo que esperaba. Creo que podremos celebrar la ceremonia de consagración durante la misa de Navidad.
–Mírate, Oso -comentó Bedwyr-. Gris como un fantasma, y cubierto de polvo. ¿Es que te has estado revolcando en él?
Que el Pandragón de Inglaterra se dedicara a trabajar en medio de la suciedad no me sorprendió en absoluto. Arturo estaba tan ansioso por tener el Grial en el santuario y de este modo conseguir que el Reino del Verano diera comienzo sin trabas, que creo que hubiera movido montañas con sus propias manos si hubiera servido de algo. Todos coincidimos en que, si los trabajos continuaban a aquel ritmo, la construcción finalizaría a tiempo para señalar el cambio de año.
–Y bien, ¿han dado algún fruto vuestros esfuerzos? – inquirió el monarca.
–Así es, señor -repuso Bedwyr, y empezó a relatarle todo lo que habíamos discutido, y las decisiones tomadas. Nos turnamos entre todos para completar el informe de Bedwyr, admirablemente sucinto aunque un tanto torpe, con comentarios propios.
Arturo escuchó, asintiendo de cuando en cuando, y, una vez que Bedwyr finalizó, declaró estar muy satisfecho con el resultado.
–Es tal y como esperaba -dijo, la sonrisa pronta y aprobadora-. Habéis hecho un buen servicio a vuestro rey. – Volvió la mirada en dirección al montón de piedras y maderas, y vi cómo sus ojos se iluminaban-. Guardianes del Grial… -dijo-. Estoy satisfecho. – Se volvió de nuevo a mirarnos y continuó-: A vosotros se os ha concedido el mayor honor que puede obtener un guerrero en el reino de este mundo. Así sea.
En los días que siguieron, se añadieron algunos adornos a la reglamentación de la Fraternidad, pero la estructura básica que habíamos levantado permaneció intacta. Los cymbrogi expresaron su entusiasta apoyo a la Fraternidad, y, a medida que el trabajo en el santuario avanzaba lentamente, se incrementaba también su celo; daba la impresión de que su ardor, como el del rey, no conocía límites.
Con el transcurso de los días, algo similar al fervor religioso se apoderó de todos los que trabajaban en la nueva capilla. Parecía como si la fe levantara el círculo de piedra. En efecto, acontecimientos curiosos se convirtieron en algo corriente: una pesada piedra resbaló y cayó sobre la mano de un hombre que intentaba alzarla sobre la pared; pero, en lugar de resultar con los dedos aplastados, éste no recibió ni un pellizco ni un arañazo. Dos obreros, sin utilizar otra cosa que sus manos, impidieron que una carreta cargada de cascotes rodara colina abajo cuando el enganche del carromato se partió… y se habían necesitado dos bueyes para tirar de la carreta colina arriba. A otro hombre, que había trabajado con tal frenesí que sus manos se llenaron de ampollas, se le curaron las ampollas durante la noche mientras dormía, de modo que pudo reanudar sus esfuerzos a la mañana siguiente.
Claro está que se produjeron accidentes menores: un caballo totalmente cargado pisó el pie de un pobre trabajador y le aplastó dos dedos, que se le tuvieron que amputar. Otro desgraciado resbaló en el barro y se golpeó contra uno de los escalones más bajos; sangraba como un cerdo degollado por la fea abertura, y tuvieron que afeitarle la cabeza para vendar la herida. Sin embargo, ninguno de éstos, ni tampoco uno o dos más, fueron agraciados con una curación milagrosa, y tuvieron que transportarlos a la abadía para que los monjes los atendieran.
Una vez fuera de la vista, los dolientes fueron rápidamente olvidados en medio de la excitación general, y, por este motivo quizá, los pequeños milagros parecían mayores de lo que eran, lo que sirvió para acrecentar la euforia. El abad Elfodd indicó que los milagros eran señales que anunciaban el advenimiento de una paz que duraría mil años. En cuanto el Santuario del Grial quedara consagrado, dijo, la Era de la Paz daría comienzo, y toda Inglaterra sería bendecida con visiones y maravillas.
Resulta, pues, extraño reconocer que, en tanto que el regocijo de los que me rodeaban crecía, mi propio fervor decaía. Soy una criatura tan perversa, que el intenso y casi extático júbilo de mis camaradas se asoció con mi propio orgullo pecaminoso para producir en mí la reacción opuesta. No tardé en considerar el santuario y la Fraternidad con desagrado; lo que antes había contemplado de modo favorable se convirtió en algo que me ofendía. No era capaz de contemplar el santuario sin sentirme repelido. La sola mención de la Fraternidad del Grial me producía dentera. Bueno, toda la culpa es mía; lo reconozco y confieso sin coacciones, para que comprendas qué clase de hombre soy.
Verás: no huyo de la verdad, ni siquiera cuando habla en contra mía. En realidad, aunque no me produce ningún placer, escribo esto para que todos me crean cuando relate el horror de lo que aconteció.
El pobre Lot sabía muy poco de mis esfuerzos porque sólo le permití ver muy poco… lo suficiente para que respetara mis largas temporadas de aislamiento. Su testarudo hijo me despreciaba, pero sus nietos, Gwalcmai y Gwalchavad, podrían haberme resultado valiosos -los hombres ardientes también tienen su utilidad, al fin y al cabo- y fácilmente podría haberlos doblegado a mis propósitos. Sin embargo, habían renunciado a sus derechos de primogenitura para seguir a ese zafio de Arturo, de modo que convencí al viejo rey para que me diera un hijo propio, una criatura a la que pudiera educar para que cumpliera siempre mi voluntad, que gobernaría en el reino después de su padre.
Podría haber reinado yo misma en las Orcadas, pero poseo mayores ambiciones, y ya había empezado a preparar mi complot contra Merlín. En una ocasión, le ofrecí la posibilidad de unirse a mí… ¡juntos, habríamos creado una fuerza más poderosa que cualquier otra que haya existido desde la destrucción de la Atlántida! Pero el estúpido santurrón tuvo la temeridad de despreciarme. Se denomina a sí mismo bardo como su padre, y mantiene los antiguos ideales bárdicos… eso y la patética teoría suya que dignifica con el nombre de «El Reino del Verano».
Puesto que Merlín no quiso unirse a mí, debía ser destruido. Por diferentes medios, había observado sus progresos y sabía que había adquirido una especie de burdas habilidades propias, que, si se les permitía progresar, podrían ocasionarme problemas. Yo había pagado un alto precio por lo que poseía -el poder en grado superlativo resulta muy caro- y no podía permitirme dejar que nadie interfiriera con mis planes. Así pues, lo atraje a Llyonesse, donde podía controlar más fácilmente el enfrentamiento.
Matarlo habría sido un juego de niños, desde luego; y, al mirar atrás ahora, me doy cuenta de que es lo que debiera haber hecho. Pero lo que yo quería era no tan sólo despojarlo de su poder, sino hacerlo de un modo tan completo y definitivo que tuviera que abandonar toda esperanza y ambición que hubiera poseído jamás de ver convertido en realidad su ridículo Reino del Verano.
No obstante, lo juzgué mal; era más astuto de lo que esperaba. El combate se giró en mi contra, y me vi obligada a detener el ataque. Merlín cree que me venció; lo que es más, cree que mi poder quedó roto, y en eso, sin embargo, está espantosamente equivocado. Cuando comprendí que no podía ganar el enfrentamiento directamente, abandoné el intento para proteger el poder que tanto me había costado ganar. Si he de ser sincera, dejé que la miserable comadreja escapara, o de lo contrario habría sido aplastada y exterminada… como sucedió con el melifluo pelotillero de Pelleas; lo destruí simplemente por despecho, y para mostrar a Merlín lo afortunado que había sido al escapar.
Sí, permití que Merlín se escabullera en esa ocasión, pero no me volverá a esquivar. Ha convertido en la ocupación de su vida conseguir que el mentecato de Arturo alcance la supremacía, y me resultará un gran placer eliminar esa obra, destruirlos a ambos. De hecho, es mucho mejor de este modo. La visión de ambos retorciéndose en plena agonía es un espectáculo que no olvidaré jamás.
Ah, morirán deshonrados mascullando maldiciones; eso es inevitable, ineludible. Morirán llenos de vergüenza y desesperación, pero no antes que hayan visto destruido todo aquello que valoran. Me lo he prometido, y así será.
Morgaws está ahora en su puesto. Ha engañado a toda la corte de uno u otro modo, y ha escogido a aquel que será el agente de la traición. Rhys, en mi opinión, nos habría servido admirablemente en esto, y lo cierto es que intentamos seducirlo, pero nos tropezamos con una resistencia inusitada. De todos modos, hemos anulado su influencia; no nos causará problemas. También Gwalchavad podría haber resultado una elección agradablemente irónica, pero yo sabía que nos lo pondría muy difícil. Seguiremos intentándolo, desde luego; pero, tanto si conseguimos que se una a nosotras como si no, carece de importancia para el objetivo final, porque otros han sido corrompidos en favor de la causa, y aguardan únicamente la orden de atacar. Orden que no tardará en darse. Tan sólo quedan uno o dos detalles, y luego dará comienzo la destrucción.
Se acerca el día de la venganza de Morgian. ¡Contemplad todos, cómo vuestro fin se aproxima veloz! Sollozad con negra desesperación, porque no existe escapatoria.
Pasaron las estaciones. Llegó y se fue la época de la cosecha: fue una catástrofe y es mejor olvidarla. El largo y seco verano había producido los peores resultados, y no se podía hacer otra cosa que confiar en que las lluvias del invierno trajeran una primavera mejor; pero, aunque observábamos cada nube gris que sobrevolaba nuestras cabezas, la lluvia no aparecía.
La falta de lluvia significó, no obstante, que el trabajo en el nuevo santuario podía continuar sin interrupciones, y la gente empezó a considerar su finalización como la salvación del país. «Cuando el Santuario del Grial esté terminado» se convirtió en la letanía con que se iniciaba cada conversación, a medida que el pueblo volvía la mirada esperanzado hacia un futuro más prometedor. Cada día, el Pandragón y los cymbrogi partían a caballo para realizar sus tareas, y cada noche regresaban con ánimo febril por el agotamiento y el compañerismo. En consecuencia, el día de la finalización, acelerado por el clima favorable y el inextinguible ardor de los trabajadores cymhrogi, llegó mucho antes de lo que se esperaba.
Aunque yo no trabajé en la obra, a menudo me acercaba a caballo para observar cómo los constructores, sobrecogidos por el fervor de la creación, rivalizaban para superarse entre ellos en la cualidad de su trabajo. Y, a pesar de mi inexplicable aversión, confesaré que se convirtió en un lugar hermoso y elegante: hexagonal, con pulcros muros rectos que se alzaban a partir de una base escalonada y eran coronados por un empinado tejado puntiagudo de madera recubierto de azulejos romanos rojos -¡Dios sabe de dónde los sacaron!– y una serie de peldaños curvos. No era muy grande, pero Arturo reconoció que aquello sólo era, al fin y al cabo, un principio; con el tiempo, el santuario podía ampliarse, o quedar incorporado a una construcción mayor, que él tenía en mente.
–Pero esto servirá por el momento -declaró, muy satisfecho con el resultado.
A medida que se acercaba el cambio de año, Arturo empezó a hacer planes para la consagración del Santuario del Grial. Solicitó mensajeros para convocar a todos los que desearan asistir al magnífico acontecimiento. Me ofrecí al instante, puesto que el encargo me facilitaba un buen modo de huir de lo que había empezado a considerar como el delirio que se había apoderado de casi todos.
Digo «casi» porque había otros, como yo, que contemplaban la absurda euforia con creciente suspicacia. Myrddin, como siempre, satisfecho de poder aprender todo lo posible sobre el arte de la construcción, no decía una sola palabra contra el santuario o el Grial, pero sus alabanzas eran siempre cautelosas y él mismo se mantenía al margen de cualquier mención de milagros o de reinados de paz que durarían mil años, y cosas por el estilo. Algo similar sucedía con Bedwyr, que siempre parecía encontrar un asunto importante u otro en que ocuparse; sé que a menudo salía de pesca con Avallach. Llenlleawg, según tengo entendido, no se acercó al lugar ni una sola vez; se murmuraba que lady Morgaws exigía su atención constante. Cai ayudaba a menudo, sin embargo, y Cador únicamente de vez en cuando, según le parecía.
Así pues, Bedwyr, Cador y yo, junto con una veintena de cymbrogi partimos a caballo en una fresca y soleada mañana hacia nuestros diferentes destinos, que cubrían todos los puntos del reino y más allá. A mí me enviaron a Londinium para traer de vuelta a Charis, que seguía trabajando allí en uno de los campamentos de apestados. Antes de partir, pregunté a Llenlleawg si quería acompañarme -pues parecía tan ojeroso e inquieto que se me ocurrió que una corta estancia lejos de la atmósfera recalentada de la torre no sería mala cosa- pero rechazó la oferta.
–No -dijo-, mi lugar está aquí con Arturo.
–Claro -respondí alegremente-, nadie lo duda. Pero el mismo Arturo me ha ordenado partir y escoltar a Charis de vuelta a casa.
–Entonces ve. No tiene nada que ver conmigo.
Lo seguí con la mirada mientras se alejaba renqueante, y no pude evitar pensar que ya no era el hombre que conocía, por lo que decidí llamar la atención de Myrddin sobre el asunto en la primera oportunidad de que dispusiera a mi vuelta del viaje. En cualquier caso, lo cierto es que abandoné la torre con una sensación de alivio, alivio por poder abandonar el tedio y la hipocresía de tener que fingir mi apoyo cuando no sentía el menor entusiasmo.
Tras coger un caballo extra, partí, y me detuve en la abadía para averiguar dónde podía encontrar a Paulus. Algunos de los hermanos acababan de regresar de una prolongada estancia en el sur, justo más allá de Caer Lundein, donde Paulus había establecido un campamento a la altura de la antigua carretera romana. Charis se encontraba allí, junto con un buen número de monjes de monasterios cercanos, ayudando a combatir la muerte amarilla.
–Ha devastado Londinium de un modo terrible -me contó uno de los hermanos-. Creo que es mucho peor allí de lo que jamás lo fue aquí. Paulinus es fácil de localizar, y no tendréis ni que entrar en la ciudad.
–Tal vez no os molestaría -sugirió Elfodd- llevarles unas pocas provisiones. La necesidad es grande, y es lo mínimo que podemos hacer. ¿Os importaría?
–Claro que no -le aseguré.
Y contemplé cómo los venerables monjes amontonaban fardo tras fardo sobre los caballos: provisiones para hacer medicinas, capas y ropas de invierno para los hermanos, comida seca, y toneles de cerveza y aguamiel para ayudar a sus compañeros a celebrar la misa de Navidad, que cada vez estaba más cerca. Cuando por fin terminaron, me despedí y me encaminé a la carretera de Londinium. Se me ocurrió que había transcurrido mucho tiempo desde que había pasado por aquel camino; la última vez había sido para la coronación y la boda de Arturo, y habían sucedido tantas cosas desde entonces, que parecía una eternidad. Tal vez es como dice Myrddin: el tiempo no es el paso de una sucesión infinita de momentos, sino la distancia que media entre acontecimientos. Me pareció un disparate la primera vez que lo oí, pero ahora, al recordarlo, creo que empiezo a saber a qué se refería.
El camino más rápido para llegar a la carretera de Londinium pasa a través de una extensión de bosque; es un sendero muy, muy viejo, utilizado desde épocas remotas. El bosque es aún más viejo, claro, y se pueden ver todavía muchos de los enormes árboles patriarcales: olmos en los que el musgo ha crecido tan grueso que parece como si la edad los hubiera vuelto de un color gris verdoso, y robles con troncos grandes como casas. El lindero del bosque, donde la luz penetra aún hasta el suelo, no despierta temores; pero, cuando los viajeros deben penetrar hasta su sombrío corazón, lo hacen con prisa, atravesándolo tan rápido como les es posible.
Esto fue lo que hice, acurrucado en la silla con una de las runas de protección del sabio Emrys en los labios. Mientras cabalgaba, salmodiaba:
Que el manto de Miguel el Militante me rodee,
que el manto del arcángel me cubra,
con el manto de Cristo, Salvador Bienaventurado,
salvaguardándome,
¡y el manto de gracia y firmeza del Señor protegiéndome!
Para que me protejan por detrás,
para que me protejan por delante,
¡y desde la coronilla hasta la punta del pie!
Que el manto del Supremo Monarca celestial se interponga
entre mi persona
y todas las cosas que me quieran mal, y todas las cosas que me deseen daño,
¡y todo aquello que se me acerque con intenciones siniestras!
De este modo atravesé la parte más sombría del bosque. Al cabo de un trecho, el sendero aclaró delante de mí, y supe que me acercaba al final. Salí del bosque al galope y alcancé las colinas situadas sobre la carretera, donde me detuve unos instantes para volver la mirada hacia la lejana figura envuelta en neblina de la torre. Cabalgué hasta el anochecer, tras lo cual acampé y pasé la primera de varias noches templadas bajo las estrellas invernales.
El viaje siguió adelante sin incidentes y, cuatro días más tarde, por entre la lóbrega neblina marrón del humo de la tarde -como si la plaga fuera una nube visible bajo la que padecía la ciudad- vislumbré Londinium, agazapada tras sus altas murallas. Aquellas murallas, levantadas mucho antes de que Constantino fuera emperador, estaban derruidas en varios sitios y se desmoronaban. Era en medio de los cascotes de una de tales brechas en la parte exterior de la puerta septentrional donde se había montado el campamento del hermano Paulus.
Para no tener que depender de la hospitalidad de aquella ciudad devastada por la peste, acampé tranquilamente junto a la carretera y esperé hasta la mañana siguiente para seguir adelante. De todos modos, las puertas estaban ya cerradas hasta que volviera a ser de día.
Al alba los portones se abrieron y salió gente que traía con ella a víctimas de la enfermedad: a algunas las transportaban, a otras las arrastraban. Salté otra vez sobre la silla y, al acercarme, me llegó el olor del lugar; un fétido hedor a enfermedad, podredumbre y muerte que me revolvió el estómago.
Tragué saliva, me santigüé, y seguí cabalgando.
Una cortina de humo se alzaba de un enorme montón de basura y permanecía flotando como un mugriento andrajo sobre el campamento; a su alrededor vi lo que parecían bultos de ropas desechadas desperdigados a centenares. Cuando me acerqué más, descubrí que no se trataba de bultos, sino de cadáveres. Até del ronzal a los caballos en una pequeña zona de hierba marchita a poca distancia y me acerqué a pie, abriéndome paso con cuidado por entre las víctimas del «devastador amarillo».
¡Eran tantas! Por dondequiera que mirara, veía más, y más aún. Creo que la cantidad me conmocionó más que el espectáculo y el olor, que eran tanto uno como el otro horrorosos. Contemplé consternado los cuerpos desperdigados de hombres, mujeres y niños; a cientos, te lo aseguro, y más que sacaban por las puertas de la ciudad, muchos, si es que no eran la mayoría, para ser arrojados en la cuneta como basura, tirados y olvidados. Aquellos que habían abandonado la lucha yacían inmóviles y silenciosos; pero aquellos otros en los que la vida peleaba todavía chillaban en su agonía, gimiendo y lloriqueando mientras se revolvían y retorcían.
Los quejidos de estos desdichados inundaban el aire de un sordo y mareante lamento fúnebre. Sus rostros estaban cubiertos de manchas y deformados, los ojos enrojecidos, sus llagas llenas de pus y supurantes; vomitaban, defecaban y sangraban sobre sí mismos, y se quedaban pudriéndose en medio de su propia porquería. Nunca antes había contemplado los estragos producidos por el devastador amarillo; pero, a juzgar por lo que veía a mi alrededor, comprendí que el nombre era muy apropiado: los pobres desgraciados que lloriqueaban y chillaban en plena agonía mostraban todos ellos un color amarillo chillón, como si les hubieran teñido la carne con un tinte nocivo que luego hubieran arrancado cuando todavía estaba húmedo. Tenían la piel abotagada, y una mucosidad repugnante brotaba de sus narices y ojos para ahogarlos; sudaban y jadeaban como si los consumiera un fuego interior.
Muchos me tendían las manos, pidiendo ayuda a gritos, suplicando una liberación, pero yo no podía hacer nada por ellos.
Sabía que la peste había empeorado en el sur; había oído las malas noticias como todos, pero no tenía ni idea de que estuviera tan mal. Si no acababa pronto, me dije, no quedaría nadie en Londinium para enterrar a las víctimas, y mucho menos ocuparse de ellas. La opresión flotaba sobre el campamento como el desagradable humo de las pequeñas fogatas negruzcas encendidas aquí y allá para quemar las ropas de los afectados por la plaga; y todo ello servía para incrementar la sensación de pesimismo, mal presagio y aflicción hasta convertirla en algo tan palpable que casi podía ver a la Muerte volando sobre el campamento con las negras alas extendidas, deslizándose con suavidad.
También vi docenas de monjes trabajando en medio de las víctimas de la enfermedad, pues la iglesia se había hecho cargo de la tarea de cuidar a los enfermos y moribundos. Estos clérigos decididos llevaban agua a los que tenían fiebre y capas de abrigo a los que temblaban de frío; rezaban con los afligidos y confortaban a los agonizantes. Y, aunque luchaban con valentía contra un adversario insidiosamente poderoso, sus esfuerzos eran vanos; eran demasiado pocos para alterar el curso de la batalla. La causa, por lo que pude ver, estaba perdida… y sin embargo ellos seguían luchando.
Los buenos hermanos habían utilizado los cascotes de piedra de la desmoronada muralla situada a su espalda para levantar cientos de pequeños recintos sobre los que se habían colocado telas y pieles para formar chozas en las que los enfermos con mayores posibilidades de sanar pudieran yacer. No obstante, la necesidad había sobrepasado con mucho la bondadosa previsión de los monjes, y éstos habían empezado a colocar a los afectados por la peste unos junto a otros, en hileras que se alineaban interminablemente bajo el muro en ruinas. Entretanto, los ocupados hermanos se movían presurosos entre los cuerpos tumbados llevando a cabo sus urgentes tareas.
Detuve a un clérigo de sotana marrón y le pregunté dónde podía encontrar al hermano Paulus. El monje señaló una tienda junto a la muralla, no lejos de las puertas, y yo me encaminé directamente al lugar. En una ocasión, al pasar por encima de un cuerpo que creía cadáver, sentí cómo una mano se alzaba para agarrar mi pie. Una voz lastimera sollozó:
–¡Por favor!
Sentí una violenta repugnancia y liberé el pie de un tirón.
–Por favor… -volvió a gemir el desgraciado-. Tengo sed…, tengo sed.
Avergonzado de mi violenta reacción, miré en derredor buscando dónde podía encontrar agua que dar al pobre hombre, y vi a un monje que llevaba dos recipientes. Corrí hacia el hermano, le dije que necesitaba la jarra, y regresé junto al hombre tumbado en el suelo; una vez allí, me arrodillé a su lado, pasé la mano por debajo de su cabeza, y lo incorporé un poco para que pudiera beber. Tenía los cabellos mojados y la piel húmeda y fría; sus ojos acuosos se agitaron en sus cuencas cuando le acerqué la jarra a los labios. Contemplé horrorizado cómo un lengua negra salía al exterior para lamer el agua.
–Bendito seáis -murmuró, y la respiración siseó por entre los dientes.
–Bebed -le insté-. Tomad un poco más.
Le insistí una segunda vez antes de darme cuenta de que sujetaba a un cadáver. Deposité la jarra a un lado, apoyé su cabeza sobre el suelo, y me incorporé, tras limpiarme las manos en el suelo. Haciendo de tripas corazón, seguí avanzando, sin hacer caso de las súplicas de aquellos junto a los que pasaba. Que Dios me perdone, pero no me detuve, no fuera a suceder que por culpa de su infeccioso contacto me convirtiera en uno de ellos.
¿Y si Arturo tenía razón, pensé, y el muy sagrado Grial podía poner fin a este sufrimiento? ¿Y si pudiera producir el milagro en el que el rey cree? En ese caso lo debe intentar. Cualquiera con la mitad de entusiasmo lo intentaría. A decir verdad, el monarca tendría que ser o un desalmado insensible o un demente para no intentar cualquier cosa que ofreciera aunque fuera la más leve esperanza de curar a su gente; y, ciertamente, un rey del calibre de Arturo debería hacer todo lo que estuviera en su poder para conseguir esta curación.
Todas estas cosas pasaron por mi mente, y empecé, por fin, a comprender la obsesión del rey con el santuario. Lamenté mis dudas y desconfianza, y me arrepentí de mi incredulidad. ¿Quién era yo, un guerrero ignorante, para poner en duda las cosas de Dios? De este modo, mientras seguía andando, me encontré rezando: Luz Omnipotente, haz que Arturo esté en lo cierto. Apresura la finalización del santuario, y permite que el Grial realice su trabajo. Dejad que el santo Cáliz lleve a cabo su tarea salvadora, Señor Misericordioso, y dejad que empiece la curación.
Llegué a la tienda y me introduje agradecido en su interior, donde encontré a Paulus encorvado sobre una mesa baja, traspasando su poción curativa de una jarra grande a recipientes más pequeños para ser distribuida entre los enfermos.
–Hermano Paulus -llamé, y él levantó los ojos, me reconoció y sonrió. Fue la cansada sonrisa melancólica de un hombre agotado. Sus cabellos estaban lacios y los ojos hundidos; la piel lucía el descolorido tono pálido de una persona que ha estado demasiado tiempo encerrada.
–¡Dios bendito, si es Gwalchavad! – exclamó, genuinamente satisfecho de verme-. ¡Se te saluda! – Dio dos pasos en mi dirección, pero luego se contuvo-. No deberías estar aquí -advirtió-. Dime rápido lo que tengas que decir, y luego márchate.
–Se os saluda, Paulus -dije, cogiéndole la palabra-. Traigo provisiones y suministros para vuestros monjes. También traigo la noticia de que a lady Charis la necesitan en la torre. El Pandragón me ha enviado a buscarla. Si me decís dónde puedo encontrarla, podéis estar seguro de que partiremos en cuanto los caballos hayan sido descargados.
–Eso sería lo mejor -acordó el ojeroso monje, volviendo a colocar la jarra en su sitio y pasándose la manga por la húmeda frente-. Ven, te lo mostraré.
–Por favor, no deseo molestaros. Decidme simplemente dónde está, y ya la encontraré.
El servicial monje no quiso ni oír hablar de mi ofrecimiento.
–Será más rápido si yo te lo muestro -insistió.
Me condujo al exterior a lo largo del muro, y por el camino pasamos junto al montón de basura, lo que me permitió descubrir con horror que en realidad era un foso inmenso excavado en el suelo, que habían llenado de troncos y luego encendido para quemar a los muertos, y a cuyo chisporroteante montículo se arrojaban los cadáveres de dos en dos y de tres en tres. El humo apestaba y los cuerpos lanzaban chispas. En las zonas más profundas del foso, ennegrecidas calaveras sonrientes descansaban entre las encendidas ascuas. Volví el rostro, contuve la respiración, y apresuré el paso.
–Lo siento -dijo Paulus, hablándome por encima del hombro-, no tenemos otra elección. La plaga es mucho peor en la ciudad, donde la gente vive apiñada… Eso la vuelve más virulenta, creo.
–Todo es peor en la ciudad -coincidí; entonces aspiré una bocanada del apestoso humo y me vi asaltado por un ataque de tos.
Paulus me condujo más allá del foso y a lo largo de la muralla hasta otra sección del campamento, y en ella continuaban viéndose más chozas y más cuerpos yaciendo en el suelo. Pero aquí, al menos, monjes encapuchados pasaban entre los afectados por la enfermedad con jarras de elixir curativo.
–No todos mueren -me dijo Paulus-. Muchos de éstos aún pueden recuperarse. A todos los que tienen una posibilidad los traemos aquí, donde podemos ocuparnos de ellos.
Justo en ese momento, una figura surgió de una choza cercana, y se encaminó hacia una de las víctimas tumbadas en el suelo. Vi que era Charis, la Dama del Lago, la rubia melena sujeta por un trozo de tela y arrollada alrededor de la cabeza, la alta y elegante figura vestida con una sencilla y burda túnica como la que llevaban los monjes que la rodeaban. Arrodillándose junto a la enferma -una joven de piel amarillenta- posó la mano con suavidad sobre la frente de la muchacha. La paciente despertó al sentir el contacto y, al ver quién la atendía, sonrió. No obstante la agonía de su sufrimiento, sonrió a Charis y vi cómo la mortífera plaga retrocedía, aunque sólo fuera un instante.
Charis ofreció a la mujer unas palabras de ánimo, ante las cuales ésta cerró los ojos y volvió a descansar, pero más cómoda, me parece, pues sus facciones se tornaron serenas. Charis se incorporó y siguió su camino. Paulus hizo intención de llamarla, pero se lo impedí, diciendo:
–Por favor, no. Yo iré a su encuentro.
Observé durante un rato cómo Charis se movía entre los enfermos y los dolientes, deteniéndose aquí para proporcionar una caricia, allí para ofrecer una palabra. Al igual que los monjes, llevaba con ella una jarra del elixir, que repartía, vertiendo unas pocas gotas valiosas de la pócima curativa de Paulus en los cuencos y copas de los afectados, para luego ayudar a éstos a beber. Ahí por donde pasaba, imaginé que la seguían la paz y el consuelo; una presencia beneficiosa, como una luz, más luminosa y bella que la luz del sol, que aliviaba y tranquilizaba, mitigando los padecimientos de la enfermedad y la muerte.
Cuando llegó junto al último de sus pacientes, Charis se detuvo, se alisó la túnica, dio la vuelta, y volvió a contemplar las filas de enfermos. Cerró los ojos y permaneció así unos instantes, la cabeza inclinada, los labios moviéndose levemente. Luego abrió los ojos y, al levantar la mirada, me vio y sonrió a modo de saludo, y en esa sonrisa se convirtió en la reina de los seres fantásticos que recordaba. Ah, son una raza hermosa, no hay duda. Vi cómo sus ojos se iluminaban, y me quedé sin aliento.
La contemplé mientras se aproximaba, y me sentí a la vez humilde y orgulloso de ser considerado digno de conversar con alguien tan noble.
–Venís de parte de Arturo, me parece -dijo cuando llegó junto a nosotros.
–Se os saluda, lady Charis -repuse, inclinando la cabeza en señal de respeto-. Como decís, el Pandragón me ha enviado a vuestro encuentro.
–¿Habéis venido a ayudar? – inquirió con una sonrisa-. ¿O habéis traído provisiones, acaso?
–El abad Elfodd ha enviado una buena cantidad de cosas, pero yo he venido para escoltaros de regreso a Ynys Avallach.
–Ya veo. – La sonrisa se desvaneció al instante, y observé cómo la triste fatiga volvía a adueñarse de sus facciones.
–Perdonadme -dije, y le hablé del Santuario del Grial y del interés de Arturo por hacerlo consagrar durante la celebración de la misa de Navidad. Sin duda lo conté muy mal, porque su entrecejo se frunció y oscureció, como una sombra de recelo, mientras escuchaba.
–De modo -dijo con tajante indignación cuando hube finalizado-que Arturo considera la construcción de este santuario más importante que salvar vidas. Y mi hijo… ¿alienta Merlín esta empresa?
–Señora -repuse-, el rey espera que la consagración del Santuario del Grial alejará de nuestro país para siempre tanto la enfermedad como la guerra. Arturo cree que significará nuestra salvación. Myrddin, como siempre, ayuda a su soberano.
Charis me contempló con mirada penetrante.
–Eludís mi pregunta. Me pregunto el motivo.
–Perdonad, lady Charis, pero el sabio Emrys no me hace a menudo depositario de sus confidencias,
–Pero tenéis ojos, ¿no es verdad? Tenéis un cerebro para haceros preguntas sobre lo que veis. ¿Creéis que este Santuario del Grial pondrá fin a las plagas y a las guerras? – exigió-. ¿Creéis que significará la salvación de Inglaterra?
Mi mente empezó a girar como un torbellino en busca de una respuesta apropiada.
–Creo -respondí despacio- que la Veloz Mano Firme se ha posado sobre nuestro soberano para que pueda realizar muchas cosas. ¿Quién soy yo para decir si el Buen Dios debe bendecir los esfuerzos de Arturo?
–Tenéis razón, claro -se ablandó Charis-. Mi pregunta ha sido cruel. Lo siento Gwalchavad. – Volvió a sonreír, y otra vez descubrí la fatiga en sus claros ojos; al igual que Paulus, se encontraba al borde del agotamiento. Contempló la larga hilera de cuchitriles y meneó la cabeza-. Ya veis cómo están las cosas aquí. No puedo marcharme. – Lo dijo en voz baja, como para sí misma; luego, volviéndose hacia mí, continuó-: Aun a riesgo de incurrir en el enojo del rey, me temo que deberéis decir a Arturo que no puedo asistir a la ceremonia. Se me necesita aquí.
Paulus se adelantó y posó la mano sobre su brazo.
–Te ha llamado el Supremo Monarca; debes ir. – Su tono se tornó suavemente porfiado-. Márchate ahora, y regresa junto a nosotros cuando hayas descansado.
–He traído un caballo para vos -dije a la Dama del Lago, contento de tener la aprobación del monje. Había contemplado suficiente pestilencia y muerte y estaba ansioso por partir-. Si estáis dispuesta, podemos marcharnos enseguida.
Charis vaciló.
–Ve -insistió Paulus-. Gwalchavad tiene razón. El nuevo santuario de Arturo puede resultar tan importante en este combate como tu presencia aquí. No te habría llamado de no ser así.
–Muy bien -decidió y, volviéndose hacia mí, dijo-: Ocupaos de los caballos. Es mejor para vos que no os quedéis. Me reuniré con vos en cuanto esté lista.
Di las gracias a Paulus y le pregunté dónde le gustaría que se colocaran las provisiones.
–Limítate a dejarlas allí -aconsejó-. Eso será lo mejor. Podemos recogerlas cuando os hayáis marchado.
Me apresuré a regresar junto a los caballos, alejándome del odioso campamento con la mayor rapidez posible. Amontoné con cuidado todos los fardos y toneles en una ordenada pila, y me senté a esperar. Al cabo de un rato, Charis se reunió conmigo, y sin una mirada atrás iniciamos nuestra cabalgadura hacia Ynys Avallach. Con anterioridad, había descubierto un arroyo -uno de los pocos que encontré que no se habían secado aún por completo- y nos detuvimos allí a pasar la noche. Me sentía sinceramente contento de haber dejado la peste a mi espalda, aunque no me volví a sentir sano hasta no haberme lavado de la cabeza a los pies.
Mientras montaba guardia, mi acompañante durmió profundamente y bien -agradecida, diría yo, de disponer de una tregua a sus insoportables deberes- y a la mañana siguiente proseguimos nuestro camino. El viaje de vuelta nos llevó un poco más de tiempo que el de ida, pues elegí otro camino, que nos mantuvo bien alejados del bosque. Como ya había desafiado en una ocasión al invisible vigilante, no vi la necesidad de hacerlo otra vez; además, consideré vergonzoso cargar al Espíritu Santo con la tarea de protegerme cuando yo podía perfectamente evitarme problemas de este modo.
Así pues, rodeamos el bosque y llegamos a la torre por otro sendero que nos hizo pasar cerca del Santuario del Grial. A pesar de haber estado fuera apenas unos días, encontré el lugar irreconocible.
Las carretas y los montones de piedras rotas habían desaparecido; también habían desaparecido las cuerdas y los maderos y las hileras de obreros deambulando atareados por un edificio a medio construir. En lugar de toda aquella confusión y actividad se alzaba ahora una estilizada construcción de piedra encalada que centelleaba bajo la luz del amanecer. Elegante en su sencillez -el maestro Gall había hecho bien su trabajo-, la capilla parecía refulgir con un resplandor interior. El calor de la sequía hacía tiempo que había agostado toda la hierba circundante hasta dejarla convertida en finos mechones resecos del más pálido de los tonos amarillos, de modo que todo el lugar, incluida la colina y el santuario, refulgían bajo los primeros rayos del sol con el lustre y el fulgor del oro.
Nos detuvimos para maravillarnos ante la gloriosa visión. En conjunto, se trataba de una mansión muy apropiada para el santo Cáliz de Jesucristo, y, lo que es más, por primera vez desde que había escuchado el plan de Arturo, pensé que éste tenía razón. «Es magnífico -me dije-; realmente, presagia un nuevo y glorioso reinado de paz y bienestar.»
A nuestra llegada a la torre, fuimos recibidos por Arturo y Gwenhwyvar, quienes aparecieron en el patio justo cuando desmontábamos. La reina y Charis se abrazaron calurosamente, y Arturo permaneció a un lado, sonriendo con satisfacción. Por el rabillo del ojo, vislumbré al escurridizo Avallach situado de pie junto a una columna, los brazos cruzados sobre el pecho. Desde mi llegada a la torre, apenas si lo había visto -casi siempre en las largas tardes cuando pescaba con Bedwyr o Myrddin- y en esas ocasiones solamente de lejos.
Sabía que el Rey Pescador padecía una enfermedad incurable que a menudo lo obligaba a confinarse en sus aposentos, y supuse que ése era el motivo de no haberlo visto demasiadas veces desde nuestra llegada. Así pues, me sorprendió verlo de pie entre las sombras a poca distancia de nosotros; permaneció así unos instantes, contemplando el pequeño grupito formado ante él, y luego se adelantó para unirse a nosotros.
–¡Charis! – exclamó, abriendo los brazos a su hija. Su voz retumbó como un trueno amistoso, y abrazó con fuerza a su hija mientras le decía lo mucho que la había echado en falta-. Eres el sol de mi felicidad -dijo-, y ahora vuelve a ser verano.
–¿Habéis visto el santuario? – inquirió Arturo, incapaz de refrenar por más tiempo su curiosidad.
–Claro que lo he visto -repuso lady Charis, y declaró que el edificio era la obra de un maestro que a la vez conocía y respetaba el objeto que se albergaría en su interior.
–Eso es -afirmó el Rey Pescador… y a mí me pareció que lo decía con cierta reluctancia, pensé.
–Arturo -siguió Charis-, ¿estás seguro de que éste es el camino? – Sujetó al monarca del brazo como si le instara a rendir cuentas.
–Tan seguro como el cielo y las estrellas -respondió el Pandragón, la mirada tan firme como su pulso inquebrantable-. El Reino del Verano está aquí. Nos encontramos en el umbral de una era como jamás se ha conocido desde el principio de nuestra raza. Las naciones levantarán la vista maravilladas cuando se enteren de lo que hemos hecho. La bendición se inicia aquí, y se derramará por toda Inglaterra y hasta los confines de la tierra. Los habitantes de tierras muy lejanas de éstas vendrán a presenciar el milagro. Inglaterra será la primera entre las naciones, y se ensalzará a nuestros compatriotas.
Avallach asintió, con una profunda expresión resignada en los ojos. Arturo tendió la mano y oprimió el brazo del Rey Pescador.
–Nos encontramos tan cerca, amigo mío. Tan, tan cerca. ¡Tened fe, y contemplad lo que el Señor hará!
Arturo hablaba con tal pasión y seguridad que el corazón tendría que estar muerto para no palpitar más veloz ante sus palabras. Su celo era una llama que consumía la paja de la oposición. ¿Quién podía enfrentarse al Pandragón cuando corazón, voluntad y mente estaban unidos en la consecución de un propósito tan elevado?
¿Quién?
Mientras conversábamos, otros miembros de la corte de Arturo salieron a saludar al Rey Pescador y a dar la bienvenida a la Dama del Lago: Cai y Bedwyr fueron los primeros; luego lo hicieron Cador y Rhys. Busqué con la mirada a Llenlleawg pero no lo vi, y no fue hasta estar todos reunidos en la sala para cenar que el irlandés abandonó su escondrijo.
La sala estaba dispuesta para el retorno de la Dama del Lago, y Avallach había indicado ya a sus invitados que se sentaran y nosotros nos encaminábamos a nuestros lugares, algunos más despacio mientras nos saludábamos unos a otros. Myrddin y Charis llegaron y se pusieron a conversar en voz baja justo pasado el umbral mientras el resto de los invitados penetraba en la estancia.
Fue entonces cuando vi aparecer a Llenlleawg en la entrada, con Morgaws a su lado. Ambos penetraron en la sala y se encaminaron a sus lugares en una de las mesas más próximas. Puesto que yo me dirigía lentamente hacia esa misma mesa, tuve oportunidad de contemplar su entrada y observar lo que sucedió.
Verás: el Emrys, la cabeza baja y un poco inclinada al frente, está hablando muy serio con su madre, que lo escucha con atención. Sin embargo, ésta percibe un movimiento junto a ella, y al desviar la mirada a un lado ve pasar a Llenlleawg. Lo reconoce, desde luego, pues lo veo en sus ojos en tanto que sus labios inician una sonrisa…, una sonrisa que se hiela al instante cuando también descubre a Morgaws.
No es más que una simple ojeada, pero sucede algo de lo más extraño: como si detectara la atención de Charis, la joven vuelve la cabeza, y los ojos de ambas se encuentran. Morgaws vacila, su pie da un paso en falso, y la muchacha se echa a un lado como herida por una lanza arrojada desde el otro extremo de la estancia. Da un traspié, las facciones contorsionadas en una expresión de dolor o rabia, y temo que caerá al suelo; pero la mano de Llenlleawg la sujeta por el codo, y la sostiene para evitar que caiga. De un modo increíble, Morgaws recupera a la vez el equilibrio y el aplomo sin perder el paso, y yo, el único que lo ha visto, me quedo perplejo haciéndome preguntas sobre lo que he presenciado.
Los dos rezagados se alejan y se pierden entre el festivo grupo reunido en torno a la mesa. Entretanto, yo vuelvo la mirada otra vez hacia donde se encuentran Myrddin y Charis. El Emrys continúa hablando, pero su madre ya no lo escucha; en lugar de ello, tiene la mirada fija en el punto por el que han aparecido Morgaws y Llenlleawg, la expresión horrorizada, el rostro demudado. Resulta curioso, pero me recuerda a la primera vez que Peredur posó los ojos en la mujer cuando la encontramos en el bosque: su expresión combinaba la misma sorpresa y terror ante su aparición.
Al percibir que ya no se escuchan sus palabras, Myrddin levanta la mirada; calla en seco al contemplar las rígidas facciones de su madre y la toma del brazo. La Dama del Lago parece resucitar ante el contacto; vuelve a ser la de antes -como si despertara de improviso de un sueño-, ve a su hijo y le sonríe, llevándose una mano al rostro. Myrddin, siempre alerta, se vuelve para descubrir qué ha alterado de tal forma la compostura de su madre; pero no hay nada que ver ahora; Morgaws y su escolta han desaparecido entre la multitud. Entonces, Myrddin toma a su madre del brazo y la acompaña a sus puestos en la mesa junto a Arturo y Gwenhwyvar.
Me fui a sentar junto a Bedwyr, y observé que tenía las oscuras cejas fruncidas en solemne meditación, así que le dije, con la intención de animar su sombrío ánimo:
–Parece que el amigo Llenlleawg se ha convertido en adalid de la misteriosa Morgaws. Me pregunto si Arturo conoce este cambio de lealtades.
–Jamás he visto a nadie con una expresión más obsesionada. Está enfermo, nuestro Llenlleawg. Me da miedo lo que pueda sucederle.
–Bueno, sin duda se recuperará. El amor casi nunca resulta fatal… o eso se me ha dicho.
Bedwyr emitió una risita desdeñosa que no reflejaba la menor alegría.
–¿Qué? ¿Acaso ha sucedido algo mientras yo no estaba?
–Ah -replicó él, la sonrisa tan amarga como el tono de voz-, el santuario de Arturo corre hacia su finalización, y todos nos sentirnos delirantemente felices, claro está.
Uno de los mozos apareció en ese instante y colocó copas ante nosotros. Bedwyr alzó la suya en mi dirección y tomó un buen trago.
–¿Y qué más? – lo exhorté, dándole un codazo.
–Pues -continuó él-, que el Pandragón comulga con Dios y los ángeles, y las cuestiones de los mortales no deben mencionarse. – La pesarosa sonrisa de Bedwyr se tornó agria-. En resumen, nuestro rey tiene la cabeza en las nubes y los pies en un montón de excrementos. El olor, según él se imagina, es el de la reina de los prados, pero a mí me huele a estiércol.
–Me sorprendes, camarada. Si alguien puede conseguir que el Reino del Verano fructifique, esa persona es Arturo. Podría suceder lo que él dice.
Bedwyr volvió a beber, dejó a un lado la copa, y repuso:
–No me hagas caso, Gwalchavad, sólo lloro por el pasado. O tal vez esté celoso… Es una joven hermosa, ¿verdad? – lanzó una carcajada, obligándose a sí mismo a elevarse por encima de su melancolía, pero sin embargo había una cierta acritud en su voz cuando añadió-: Dos días, amigo mío…, dos días y todas las dudas y suspicacias desaparecerán. Dentro de dos días el santuario será consagrado y el Grial quedará instalado, y el Reino del Verano dará comienzo. Estoy seguro de que todo irá bien.
A pesar de su ambigua aseveración, la convicción de Bedwyr parecía tan poco sólida como la mía, pero tras mi angustiosa visita al campamento de apestados, había intentado creer que el milagro podía realizarse. ¿Y si, tal y como había dicho el sabio Emrys, la Veloz Mano Firme estaba posada sobre Arturo para llevar a cabo la reconstrucción del reino de este mundo? ¿Quién podía oponerse a Dios?