22

Puesto que ninguno de los dos parecía querer abandonar la cama, Jason canceló la reserva en el restaurante. Se detuvo para admirar las largas líneas del cuerpo de Justine. Estaba estirada boca abajo con la sábana subida hasta sus esbeltas caderas.

—Tienes una piel preciosa. Como las violetas blancas.

Deslizó las puntas de sus dedos por su columna, maravillado con la perfecta palidez de su espalda. Justine se ruborizaba fácilmente, con un sonrojo persistente. Encontró una delicada sombra rosada en su hombro y otra a un lado de su pecho.

—Después de hacerte el amor —dijo Jason—, estas preciosas manchitas rosas aparecen por todos lados, sobre todo en tu…

—No me avergüences —protestó Justine, y escondió el rostro en la almohada.

Jason se inclinó para besar cada manchita que encontró y siguió acariciándola con manos imperiosas.

—Hacer el amor… —reflexionó en voz alta—. Nunca lo había llamado así antes. Es demasiado anticuado. Sin embargo, llamarlo contigo de otra manera no me suena bien.

Desde las profundidades de la almohada se oyó la voz ahogada de Justine que decía:

—Confía en mí, la manera en que tú lo haces no tiene nada de anticuada.

Jason sonrió y fue dejando besos a intervalos regulares a lo largo de su columna.

—¿Tienes hambre?

Justine levantó la cabeza.

—Estoy muerta de hambre.

—Podríamos pedir que uno de los chefs del hotel nos prepare algo aquí en la cabaña.

—¿De veras? —Justine lo sopesó un instante—. Pero entonces tendría que vestirme.

—No, déjalo. Pediremos servicio de habitación. —Jason abandonó la cama, buscó una carta encuadernada en cuero en el comedor y se la llevó a Justine—. Pide algo de cada una de las columnas —dijo—. Me salté el almuerzo.

—Yo también. —Justine echó una ojeada al menú con evidente placer—. ¿Quieres que pida por ti?

—¿Si no te importa?

Jason se estiró sobre la cama, plenamente satisfecho con poder observar su rostro expresivo mientras leía. Le encantaba la manera en que mostraba sus sentimientos por fuera, como si se tratara de una etiqueta que había olvidado retirar de su ropa. Pero, aun así, sus motivaciones no siempre le quedaban claras.

Jason acarició su brazo.

—Justine.

—¿Sí?

—¿Por qué acabamos de tener sexo?

—¿Hubieras preferido que hiciéramos otra cosa?

—No —dijo Jason fervientemente—, pero ha sido más pronto de lo que esperaba. Estaba dispuesto a concederte todo el tiempo y el espacio que necesitaras. No me hubiera quejado si me hubieras pedido que durmiera en el sofá.

—Caí en la cuenta de que el tiempo es demasiado importante para perderlo. —Sus dedos siguieron delicadamente las líneas de su nariz y de su boca—. Aunque una relación entre nosotros es una locura y del todo inconveniente y básicamente está condenada al fracaso… Pero nada de eso importa ahora. Porque te quiero a pesar de todo.

Jason cogió su mano, apretó sus dedos contra sus labios y los sostuvo allí.

—Siempre creí que el amor no podía ser verdadero si llegaba demasiado rápido —le contó Justine con pesar—. Eso es lo que hace que todo esto me resulte tan confuso. No puedes simplemente encontrarte con una persona y decir que es el hombre de tu vida. Hay que pasar más tiempo juntos, hacer un montón de preguntas, observar al otro en toda clase de situaciones.

Jason habló a través de la pantalla de sus dedos:

—Ya lo hicimos.

—Durante dos días.

—¿No basta?

—No, enamorarse debería ser un proceso. No como un rayo. Hay una expresión en francés que lo expresa muy bien. Es coup de algo. ¿Coup de gras?

Coup de foudre —dijo Jason—. «Golpe de rayo». Vaya, flechazo. Amor a primera vista. Un coup de grâce es un golpe de gracia con el que se remata a alguien. Lo que, para nosotros…

—No bromees con ello —le advirtió Justine, y le tapó la boca con firmeza. Cuando Jason enmudeció obedientemente, retiró la mano—. ¿No se supone que debe pronunciarse coup de gras? —preguntó—. En francés no pronuncias la última letra.

—Sí, pero la palabra es grâce. Un coup de gras sería un golpe de grasa. Como si remataras a alguien a fuerza de beicon.

Su estómago gruñó y Justine sonrió avergonzada.

—Creo que voy a pedir un coup de beicon —dijo, y volvió a concentrarse en la carta.

Un par de minutos más tarde marcó el número del conserje y pidió varios platos de la carta, incluida una botella de vino. Cuando sopesó si pedir o no un postre, el conserje le ofreció enviarles los ingredientes para que pudieran hacer nubes en la chimenea exterior.

Justine cubrió el micrófono del teléfono y preguntó a Jason:

—¿Te gustan las nubes de azúcar?

Él la miró, gravemente ofendido.

—Me duele que te atrevas siquiera a preguntarlo.

Con una sonrisa en la boca, Justine le dijo al conserje:

—Sí a las nubes.

Después de que Justine colgara, le dijo a Jason:

—Espero que se te dé bien asar nubes.

—Se me da bien.

—Porque yo siempre las quemo.

—Lo sé.

Justine arrugó la nariz.

—¿Cómo?

—Porque asar nubes requiere paciencia.

—¿Estás insinuando que soy impaciente?

Jason paseó los dedos a lo largo de su muslo cubierto por la sábana.

—Lo declaro como un hecho categórico —dijo, y Justine sonrió.

La cena había llegado después de que hubieran salido de la cama y se hubieran duchado. Justine se puso un albornoz del hotel y se quedó en el dormitorio mientras Jason, que se había vestido con ropa informal, le abría la puerta al personal del servicio de habitaciones. Desplegaron un banquete compuesto de platos exquisitamente elaborados, decantaron el vino y se volvieron a marchar discretamente.

—¿Qué pinta tiene? —preguntó Justine, al tiempo que se aventuraba a salir del dormitorio.

—Fantástica —dijo Jason con la mirada puesta en su cuerpo envuelto en el albornoz del hotel.

Justine le sonrió.

—Me refería a la cena.

—La cena también.

Sirvió el vino y sentó a Justine a la mesa. Empezaron por unas rodajas de tomate madurado al sol regadas con un delicado aceite de oliva y flor de sal marina, seguidas de ensalada de crujientes hojas de hinojo con rodajas de gelatina de higos franciscanos. El plato principal de Justine era ossobuco, una tierna carne estofada que se deshacía incluso antes de llegar a la boca. Para Jason había pedido una tarta vegetariana de ricota espolvoreada con piñones y tiras de Citrus meyeri ahumado. Eran platos realmente buenos, y los sabores eran tan sublimes que más tarde se arrepentirían de no haberse acabado hasta el último bocado. Hicieron buena cuenta de la cena y el hambre redujo la conversación a su mínima expresión hasta que finalmente estuvieron satisfechos.

Salieron al patio para sentarse alrededor de la hoguera. Las llamas de color naranja danzaban alegres contra la oscuridad y calentaban el aire plácidamente. Jason asó un constante flujo de nubes, cada una de ellas perfectamente dorada y con la piel de azúcar agrietada que dejaba entrever la parte blanca que se deshacía en su interior. Cuando Justine estuvo demasiado llena para seguir comiendo se volvió hacia Jason, le arrebató la brocheta y la dejó a un lado.

—Ya basta —dijo, y se sentó en su regazo—. He comido tantas que me siento como una nube de azúcar gigante.

—Déjame probar. —Jason había detectado un poco de azúcar quemado en su pulgar y se lo llevó a la boca y lo lamió—. Perfecto. Ahora solo necesito extender una capa de chocolate por tu piel.

Justine se acomodó contra su cuerpo y se estremeció de placer por el contraste entre el calor de la hoguera y la fría noche, intensificado por el sonido de las olas del Pacífico rompiendo en la orilla. Por los masculinos brazos que la rodeaban, por los latidos contra su espalda.

Los dos se habían quedado callados, profundamente relajados a medida que se acumulaba el calor entre ellos. Un sentimiento desconocido se coló a través de su cuerpo. Justine se dio cuenta de que era alegría, lastrada por la conciencia agridulce de su fugacidad.

—No sabía que la felicidad venía en estos sabores —dijo Justine, distraída, y apoyó la cabeza contra el hombro de Jason.

—¿Nubes y chocolate?

—Y tú. Mi sabor preferido. —Justine volvió la cabeza hasta que sus labios rozaron la oreja de Jason—. ¿Realmente hay gente que consigue tener todo esto durante toda la vida? —susurró.

Jason se quedó en silencio un rato más.

—No muchos —dijo finalmente, y Justine no se quejó, a pesar de que sus brazos estaban un poco demasiado apretados.

—¿No quieres dar un paseo turístico por la zona? —preguntó Justine avanzada la mañana, en medio de la resaca después de una sesión pausada de sexo que había empezado con Jason besando cada centímetro de su cuerpo.

Jason se echó a los pies de la cama para jugar con los dedos de sus pies.

—Ya he estado visitándote a ti.

—Supongo que tu madre nunca te dijo que miraras con tus ojos en lugar de hacerlo con tus manos. —Uno de sus delicados pies se contrajo cuando él besó el empeine—. ¡Nada de cosquillas! Por la presente declaro mis pies zona prohibida.

Jason agarró su tobillo y lo inmovilizó.

—No puedes. Acabo de descubrir un fetichismo latente.

—Ya tienes muchos fetiches. No necesitas uno más.

—Pero mira este pie. —Jason acarició la lustrosa superficie de la uña de su dedo gordo pintada con un esmalte entre violeta y púrpura y adornada con una diminuta calcomanía de un arco de color rosa. Jason agachó la cabeza y Justine chilló al sentir su lengua moviéndose en el espacio entre los dedos de sus pies.

—Para —protestó, y tiró inútilmente de su pie atrapado—. No pienso tolerar tus… tus perversiones pedestres…

—Pedias.

Otra pequeña y húmeda lenguarada la hizo retorcerse y soltar una risita.

—¿Qué?

—Perteneciente o relativo al pie.

—Tú —dijo Justine con severidad— juegas demasiado al Scrabble.

—Soy insomne —le recordó Jason.

Dieron un largo paseo por la playa. Sus pies se hundían en la arena, tan suave como el talco. Cerca del borde del agua el terreno llano se tornaba húmedo y frío. La marea se había retirado rápidamente y había dejado varada una pequeña constelación de estrellas de mar en la arena. Justine divisó el círculo blanco y desteñido de un escudo de mar, lo cogió y retiró los sedimentos para examinar el dibujo en forma de estrella que formaban los poros.

Jason se había detenido a unos metros para admirar la bahía de la Glorieta. Los buques de guerra, los barcos turísticos y los buques mercantes pasaban lentamente por debajo del arco de dos millas de longitud que conformaba el puente de acero que unía San Diego con Coronado. Justine se le acercó por detrás y deslizó sus brazos alrededor de su esbelta cintura y abrió la mano para mostrarle su hallazgo.

—¿Cuál es el plan para el resto del día? —preguntó contra la espalda de su camisa.

Jason cogió el escudo de mar y se volvió hacia ella. Sus ojos estaban ocultos detrás de unas gafas de sol, pero su boca describía una curva relajada.

—El plan es hacer lo que a ti te venga en gana.

—Compremos unos bocadillos en uno de esos establecimientos del paseo y volvamos a la cabaña para hacer una siesta. Y luego necesitaré un rato para prepararme para el cóctel de esta noche.

La boca de Jason se contrajo hasta conformar un guión.

—Tendré que cancelarlo.

—Según el programa que Priscilla me dio apareces en las invitaciones como uno de los anfitriones. Y es para una organización benéfica contra el cáncer. Así que no puedes cancelarlo.

—Estoy considerando fingir una enfermedad.

—Cuéntales que sufres severas inflamaciones localizadas —sugirió Justine inocentemente—. Diles que la única cura es irte de cabeza a la cama. Yo lo corroboraré.

Justine no pudo evitar soltar una risita nerviosa al ver su semblante y salió corriendo por la playa, obligándolo así a seguirla.

Después de volver a la cabaña y retirar la arenilla de sus piernas en la ducha, Justine se zambulló rápidamente en la cama. Jason dedicó unos minutos a enviar SMS y correos electrónicos a sus contactos comerciales y luego puso el despertador para que los despertara una hora más tarde.

Se quedó paralizado al ver que los números digitales del reloj parpadeaban.

12.00

12.00

12.00

Por un breve instante se le cortó la respiración.

Pasaba constantemente, se dijo Jason. Algún corte en el suministro eléctrico, o alguien que había apretado el botón equivocado, alguna doncella que se habría olvidado de reiniciar el despertador. Nada de que preocuparse.

Sin embargo, se había quedado helado y su corazón empezó a latir desbocado. Se fue directo hacia la cómoda sobre la cual había dejado su reloj de pulsera de Swiss Army. El segundero se había detenido. El reloj se había parado a las 14.15 horas.

—Ven a la cama —se oyó la voz adormilada de Justine entre un montón de almohadas.

Jason estaba vagamente sorprendido de que pudiera oírla a través del caos de sus pensamientos, aunque se obligó a actuar de manera normal y mantener la calma.

Se quitó la ropa, se deslizó a su lado en la cama y la cogió en brazos. Su cuerpo se adaptó a él voluptuosamente.

—¿Has puesto el despertador? —preguntó Justine.

—No. —Sus manos se deslizaron por el río satinado de su pelo—. El reloj se ha parado. No te preocupes, no dormiré mucho.

No pensaba dormir nada.

—Qué extraño —murmuró Justine—. ¿Te conté lo de los relojes en la posada?

Volvió a bostezar y se acurrucó contra él. La mano de Jason se detuvo en mitad de una caricia.

—¿Qué has dicho? —preguntó quedamente.

Justine no contestó, se había quedado dormida.

—Cariño, no te duermas todavía. ¿Qué decías de los relojes?

Justine se revolvió y emitió un sonido de protesta.

Jason luchaba por mantener la voz bajo control.

—Solo dime qué pasó con los relojes de la posada.

—Nada del otro mundo. —Justine se frotó los ojos y añadió—: Un par de días antes de mi marcha todos los relojes de las habitaciones de los huéspedes dejaron de funcionar. Fue raro porque el reloj de pared de mi casa también dejó de funcionar y no está conectado a la red eléctrica. Funciona con pilas.

—¿Por qué crees que pasó? —preguntó Jason con cautela.

—No tengo ni idea. Ahora quiero dormir.

Justine bostezó sonoramente. En un par de minutos su cuerpo se relajó y empezó a respirar profundamente.

Había dicho que pasó hacía dos días. Hasta ese momento, Jason nunca había observado nada parecido.

Su reloj se había parado a las dos y cuarto, que era más o menos cuando se había encontrado a Justine en el vestíbulo la tarde anterior, cuando ella hacía cola para registrarse en el hotel.

¿Y si los relojes no se habían parado con su presencia, sino con la de Justine? Le vino un horrible pensamiento a la cabeza: ¿era posible que cuando lanzaron el conjuro de longevidad de alguna manera el efecto de la maldición de las brujas se hubiera transferido a Justine?

Un escalofrío lo recorrió de los pies a la cabeza, sentía como si estuviera en medio de una pesadilla de la que no podía escapar.

El instinto más primitivo de un hombre, un instinto no menos imperioso que el de la necesidad de comida o sexo, era el de proteger a su mujer. De cualquiera y de cualquier cosa. El horror lo consumió cuando cayó en la cuenta de que no solo no había logrado proteger a Justine, sino que posiblemente había acelerado su muerte.