Capítulo 10
El aire nocturno estaba inmóvil y caliente tras un tórrido día. Alannah paseaba por los jardines del castillo consciente de que, por tarde que fuera, no tenía sentido volver a su habitación. Le sería imposible dormirse esa noche.
—Descansa mucho, cariño —le había aconsejado su madre, antes de darle un beso de buenas noches—. Mañana debes estar resplandeciente.
Pero Alannah sabía que le sería imposible descansar, y en cuanto a estar resplandeciente para su boda… aún no había llegado a una decisión al respecto. Por eso estaba paseando por los jardines iluminados por la luna, intentando aclararse. Además, tenía la sospecha de que, si volvía a su habitación y se acostaba, en cuanto apagase la luz empezarían las lágrimas y temía ser incapaz de detenerlas.
El día siguiente era el día de su boda. En menos de catorce horas debería estar peinada, maquillada y vestida con el bonito y delicado vestido que un diseñador mundialmente famoso había creado para ella en un tiempo récord, y lista para subir a la limusina que la llevaría a la enorme catedral de León, donde Raúl la esperaba para hacerla su esposa.
Y ése era el problema.
¿Cómo podía casarse con Raúl sabiendo que él no la amaba?
Él habría contestado que por el bebé. Pero esa misma mañana había vuelto a tener una prueba irrefutable de que su cuerpo le había fallado. El familiar dolor en la zona baja del vientre había sido seguido, con crueldad inevitable, por la llegada de su periodo.
Una vez más, acababa su esperanza de un bebé nueve meses después. Y sin esa esperanza no se sentía segura de poder seguir adelante con la ceremonia que la convertiría en esposa de Raúl, de decir unos votos que quería cumplir, sabiendo que él no sentía lo mismo que ella.
Se había dicho que podía hacerlo, que lo soportaría. Pero llegado el momento, el torbellino salvaje y aterrorizado de su mente clamaba que no era así, no era capaz.
No se había atrevido a decírselo a él. Le había permitido que trasladara sus cosas a otro dormitorio por esa noche, en deferencia a la supersticiosa creencia de su madre: daba mala suerte que el novio viera a la novia antes de la boda. Así que había aceptado su beso de buenas noches con una ecuanimidad que estaba lejos de sentir, sin atreverse a confesarle lo que le rondaba la cabeza.
Faltaba poco para la medianoche y en el palacio todos dormían, soñando con la ceremonia, mientras ella paseaba sola y acongojada en la oscuridad, sabiendo que daba igual que Raúl la viera antes de la boda o no, su matrimonio estaba gafado por la mala suerte antes de empezar.
—¿Tú tampoco podías dormir?
La voz grave, masculina y familiar que pareció llegar de ningún sitio, la sobresaltó.
—¿Quién? —giró y escrutó la oscuridad, sin ver a quien había hablado—. ¿Raúl?
—Aquí.
Una sombra vaga y casi invisible se desgajó de la de un alto árbol. El cabello oscuro y la ropa negra de Raúl se fundían con la oscuridad de la noche. Pero la luna iluminó su rostro un segundo, haciéndolo visible.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Raúl notó que su voz temblaba y se preguntó por qué. Era imposible adivinar lo que sentía y su rostro, pálido bajo la luna, no desvelaba nada.
Nada excepto que estaba desconcertada por verlo allí. Pero era lógico. Se habían despedido una hora antes y debía de suponer que estaba en la cama. durmiendo o tan absorto en sus preparativos para el día siguiente que nunca sabría que ella había salido a dar un paseo nocturno.
—He venido a buscarte.
—Pero… —Alannah se pasó una mano por el pelo, y él tendría que haber estado ciego para no ver cómo temblaba, el esfuerzo que estaba realizando ella para controlar su reacción.
Se preguntó si estaba así por él o a causa de los planes que estuviera haciendo. Cualesquiera que fueran.
Tocó el bolsillo de sus vaqueros, donde guardaba un papel doblado. Ella no sabía que estaba en su posesión y no iba a decírselo, no hasta hacerse una idea mejor de lo que estaba pasando por su linda cabecita.
—¿Por qué… cómo has sabido que estaba aquí? —consiguió decir Alannah, que sentía la lengua como si fuera de trapo.
Él se preguntó si no sabía hasta qué punto se estaba descubriendo, demostrando que algo iba muy mal.
Y él no sabía qué. Una parte de él deseaba exigirle que se lo dijera de inmediato, antes de volverse loco de impaciencia. Pero otra, más racional, le advertía que esperase, que se tomara su tiempo y no la obligara a decir algo que tal vez no quería oír.
—Fui a tu dormitorio. Quería hablar contigo, pero como tu madre había impuesto toque de queda, no pude hacerlo hasta que se acostó —consiguió imprimir a su voz un toque liviano que estaba lejos de sentir, pero vio que eso hacía que ella se relajara un poco y aflojara los dedos.
—¿De qué querías hablar?
—Vamos a pasear un poco antes. Quiero enseñarte algo.
Ella lo siguió por el sendero, caminando a su lado pero manteniendo la distancia suficiente para que a él no le resultara fácil agarrar su mano si decidía hacerlo. Él decidió no darle importancia de momento, no hasta descubrir más datos. Una vez más, sus dedos acariciaron el papel que llevaba en el bolsillo.
—¿Dónde vamos? —sonó tensa, más que antes, aunque estaba esforzándose para que no se notara en su voz.
—No muy lejos. De hecho, hemos llegado.
—¿Aquí? —dijo ella con asombro. Él vio que miraba a su alrededor buscando la razón de que estuvieran allí—. ¿Qué…?
Raúl alzó un pie y apoyó la bota en el tronco hueco de un árbol caído que había a un lado del sendero.
—Aquí. Quería enseñarte mi sitio especial. Aquí solía venir cuando era niño… sigo haciéndolo. Y aquí me escondía cuando las cosas iban mal.
Se agachó y miró dentro del tronco hueco.
—Lo creas o no, hubo un tiempo en que cabía ahí dentro. No me gustaría intentarlo ahora.
Observó las emociones que surcaron el rostro de ella, inquietud que se convirtió en ironía, comprensión y, finalmente, inseguridad. Y ése fue el sentimiento que prevalecía cuando él se enderezó.
—Me escondí ahí cuando vinieron a decirme que Rodrigo había muerto.
Había estado a punto de hablar, pero se calló. Abrió la boca dos veces y no volvió a emitir sonido alguno. Él sabía qué quería gritar.
—Era mi hermano.
Eso provocó un gemido incrédulo.
—No lo sabía.
—Mi padrino quería que nadie hablara de él. Cuando lo perdimos, fue como si nunca hubiera existido. Tuvo meningitis y nadie se dio cuenta a tiempo. Sólo estuvo enfermo un par de días.
—¿Cuántos años tenía?
—Seis. Y yo tenía cuatro.
—¡Eras el hermano menor! Pero yo creía…
—Creías que siempre había sido el heredero de todo esto… —una mano morena señaló el terreno que los rodeaba y el palacio en la distancia—. Pero no. Era el segundón, hasta que Rodrigo murió. Entonces asumí su papel, y siempre me educaron para pensar que mi obligación era proporcionar otro heredero…
Había tenido la esperanza de que eso la ayudara a entender, pero en ningún momento la reacción que obtuvo. Alannah se llevó las manos al rostro y se dio la vuelta apesadumbrada.
—¡Oh, no! ¡No! Eso no ocurrirá. No puedo seguir adelante, ¡no puedo! Raúl, no voy a casarme contigo.
Era tan malo como él había pensado. Peor. Lo había temido desde que llegó a su dormitorio y lo encontró vacío. Luego había visto la hoja de papel sobre el escritorio. Y su nombre encabezándola.
«Querido Raúl… Lo siento…».
—De acuerdo —se obligó a decirlo con tono sereno y casi indiferente. No quería ponerle a ella las cosas más difíciles de lo que ya eran.
Él había sabido lo que se avecinaba y podía manejarlo, de momento. Después, cuando ella se marchara, porque era obvio que iba a irse…
—¿De acuerdo?
Alannah no podía creer lo que había oído. Se sintió como si fuera a explotarle el corazón de dolor por la indiferencia que demostraba Raúl. Le había dicho que no iba a casarse con él, que no podía hacerlo y se limitaba a decir: «De acuerdo».
Siempre había sabido que no la amaba, pero había pensado que su deseo por ella se merecía algo más que eso. Su deseo por ella y su deseo de un heredero, que por fin entendía mucho mejor, deberían haberlo llevado a protestar al menos. O a ordenarle que se quedara, o amenazarla con no dejarla marchar, como ya había hecho en otra ocasión.
Rememoró sus palabras de entonces:
«Puedes correr, pero nunca conseguirás huir. Te perseguiré. No puedo dejar que te vayas».
No había dicho que no fuera a dejarla marchar, sino que no podía hacerlo.
Fue como si alguien hubiera insertado cables nuevos en su cerebro y empezó a recordar, hacer conexiones, ver cosas que no había visto.
Había vuelto a oír el tono de voz de aquella vez. Hacía dos semanas, en su dormitorio. El día que él le había llevado las rosas.
—Raúl —dijo, aún pensando, aún analizando—, ¿por qué pensaste que debías comprarme rosas? ;Había pensado que tal vez él no entendería de le hablaba, pero él no titubeó más de un segundo.
—Porque iba a decirte que había organizado la boda. Y no pensé que debía, quería comprártelas.
—Nunca antes me habías comprado flores.
—Lo sé.
Metió las manos en los bolsillos y caminó hasta el otro extremo del tronco con los hombros caídos, como si cargara con un gran peso. Después giró y la miró. A la luz de la luna, su rostro estaba pálido y con expresión defensiva.
—De eso se trataba, precisamente. Quería volver a empezar. Declararme otra vez desde el principio. Arrodillarme si hacía falta, darte las flores…
Vio algo en el rostro de Alannah que lo alertó sobre lo que estaba admitiendo. Calló y apretó los labios.
—¡Raúl, por favor! ¡No te detengas ahí! ¡Empezaba a ponerse interesante!
—No —fue un gruñido sordo y airado, pero ella decidió que podía permitirse el riesgo de ignorarlo. Si se equivocaba, tampoco tenía nada que perder. Pero si acertaba, lo ganaría todo.
—¡Sí! —afirmó, rezando por sonar más convencida de lo que estaba en realidad.
Fue rápidamente hacia él, agarró su mano e hizo que ambos se sentaran sobre el tronco.
—Sí. Tienes que decirme lo que ibas a decir. Es importante.
Se preguntó si era el efecto de la luna y si realmente había en sus ojos unas intensas sombras que no había visto antes. Sólo podía esperar y rezar porque estuvieran allí y significaran lo que ella creía.
—Ibas a ponerte de rodillas… —apuntó, al ver que él seguía en silencio.
De repente, el pareció tomar una decisión. Alzó los hombros y empezó a hablar. Despacio al principio, pero aumentando de ritmo hasta que las palabras salieron de su boca a borbotones.
—Iba a volver a pedirte que te casaras conmigo…, pero bien. Me habría arrodillado si hacía falta, te habría suplicado si era lo que querías.
—Por… —inició Alannah. Pero él negó bruscamente con la cabeza y ella calló, consciente de que lo que iba a decir era de una importancia vital.
—No sólo por el bebé y por nuestras familias, por mí: porque no puedo vivir sin ti. Te amo, siempre te he amado, desde el principio. Incluso cuando pensé que te odiaba por abandonarme, sabía que no era verdad. Seguía siendo amor, pero un amor roto y retorcido. No quería que siguieras creyendo que sólo te quería por el sexo o para darle a mi padre un heredero. Es porque te quiero aquí a mi lado, el resto de mi vida.
Alannah pensó que no podía ser consciente de la fuerza con la que apretaba su mano. Le estaba destrozando los dedos. Pero agradecía la inconveniencia, porque demostraba la emoción que lo atenazaba.
—Y yo lo estropeé poniéndome en contra tuya… diciéndote que creía que sólo deseabas… —no pudo acabar la frase, pero supo que Raúl no necesitaba que lo hiciera.
—Esa vez no funcionó, pero pensé que no importaba… iba a casarme contigo de todas formas. Y pensé que podía esperar un par de semanas y decírtelo cuando fueras mi esposa. Pero esta noche descubrí que no podía ponerte un anillo en el dedo, ante el altar, sin saber por qué te casabas conmigo. Necesitaba saberlo. Así que fui a tu dormitorio… —suspiró y se pasó la mano libre por el pelo.
De repente, Alannah comprendió lo ocurrido. Había empezado a escribirle una nota explicándole cómo se sentía, que creía que debía cancelar la boda, pero después, sabiendo que sería una cobardía decírselo por escrito, la había dejado a medias y había salido al jardín para reunir el coraje de decírselo cara a cara. Y allí la había encontrado Raúl.
—Viste la carta.
Él asintió en silencio y sacó la hoja doblada del bolsillo. La abrió y la puso sobre su rodilla.
—«Querido Raúl, lo siento…» —leyó en voz alta, con voz dolida y cascada que atravesó el corazón de ella como una flecha.
—«Temo que nunca podré darte un hijo» —musitó ella en voz tan baja que él tuvo que acercar la cabeza para escucharla. Apoyó la frente en la de ella y vio sus ojos llenos de lágrimas—. «Llevamos unos meses intentándolo y hoy… esta vez tampoco ha ocurrido…» —acabó ella con un sollozo.
—¿Y crees que me importa? —preguntó él con voz tan sincera que ella no pudo sino creerlo—. ¿Por qué has pensado que es culpa tuya? El problema también podría ser mío, si es que hay alguno. Sí, me encantaría darles a mi padre y a tu madre el nieto que tanto desean. Significaría mucho para mí… pero tener tu amor significa mucho más. Si tengo eso, sé que podré enfrentarme a todo.
—Lo tienes… mi amor, mi corazón y todo mi ser. Te amo, Raúl, te amo más de lo que puedo expresar…
—Entonces no intentes hacerlo… —murmuró él contra su boca—. Bésame, demuéstrame lo que sientes.
—No hay nada que desee más.
Lo besó y sintió cómo él la envolvía en sus brazos. Estaba contra su pecho, oyendo el latido fuerte y rítmico de su corazón, mientras lágrimas de júbilo le quemaban los ojos al comprender por fin el amor que ese corazón enorme, viril y honorable sentía por ella.
Pasaron mucho tiempo allí perdidos en sus besos, murmurando palabras suaves de vez en cuando, pero sabiendo que eran innecesarias. Habían llegado a casa. Ya no eran dos personas separadas, sino un todo, unidos y listos para caminar juntos hacia el futuro.
Finalmente, Raúl le dio un último beso y echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Las doce menos cinco —musitó—. Si nos damos prisa, estaremos en casa antes de medianoche y de que entre en vigor la superstición de tu madre.
—Quiero quedarme aquí, así —protestó Alannah—. No creo en supersticiones.
—Yo tampoco, querida —dijo Raúl, poniéndose en pie y alzándola con él—. Pero en este caso haré una excepción. Mañana me caso contigo y no quiero correr riesgos. Quiero que todo sea perfecto. Mañana empezará el resto de nuestra vida juntos, así que podemos sacrificar unos minutos a la superstición.
Tomó su rostro entre las manos y le dio otro beso que prometía muchos más en el futuro.
—Necesitas dormir, mañana vas de boda. Te prometo que después de la ceremonia lo último en lo que pensaremos cuando estemos juntos será en dormir.
La rodeó con un brazo, apretándola contra su costado, y emprendieron el camino de vuelta al palacio y hacia su futuro.
Fin