Capítulo 4
La fotografía era lo primero que había visto Raúl al volver a entrar en la habitación. Siguiendo la indicación de Alannah, se había encaminado hacia uno de los sillones que había agrupados junto a la chimenea de gas para sentarse. Por primera vez se encontró mirando hacia la pared y la pequeña mesa redonda que había contra ella. La mesa estaba llena de fotografías con marcos de distintas formas, tamaños y estilos: algunos de madera, otros de plata; algunas fotos eran antiguas, como la de su abuela, a quien él reconoció, y otras obviamente recientes.
Fue una de ésas la que le llamó la atención.
Y lo que vio fue como una puñalada que le rajara el corazón en dos, dejando salir el dolor y la angustia que había luchado por controlar desde que recibió la peor llamada que había recibido en toda su vida.
El nombre escapó de sus labios como un susurro, y el dolor de decirlo le quemó el alma. Sus ojos se nublaron tanto que por un momento pensó, tuvo la esperanza, de haberse equivocado y que la protagonista de la foto no fuera quien creía que era. Pero agarrarla y parpadear no sirvió de nada. Su vista se aclaró y resultó agónicamente evidente que no se había equivocado.
El bonito rostro de Lori le sonreía desde detrás del cristal. La sonrisa era deslumbrante, sus ojos marrones brillaban y tenía el pelo oscuro alborotado por una brisa invisible. Parecía totalmente feliz, absolutamente maravillosa.
Increíblemente viva.
Apretó el marco con tanta fuerte que casi pensó que la madera de pino se quebraría bajo la presión de sus dedos.
Era trágico, totalmente trágico. Lori era tan joven. Era demasiado joven, había sido demasiado joven. Le dio un vuelco el corazón al corregirse mentalmente, tal y como había hecho tantas veces en las últimas veinticuatro horas. Como tendría que hacer durante el resto de su vida, al menos hasta que se acostumbrara.
Y no quería acostumbrarse. ¡Nunca!
Se preguntó cómo era posible que su preciosa y adorada hermanita, que le habían puesto en brazos cuando apenas tenía un día y que se había apropiado de su corazón en ese mismo instante, estuviera muerta mientras él seguía vivo. Iba en contra de las leyes de la naturaleza que él ya hubiera disfrutado de diez años más de vida de los que tendría ella. Que su vida hubiera acaba a los veintiún años.
Era insoportable pensarlo. No podía hacerlo… Su cerebro dolido y embotado no lo soportaba.
El ardor que le quemaba los ojos hacía que la foto pareciera casi invisible. Deseó levantar una mano para frotárselos, pero no quería soltar la fotografía que seguía aferrando. No podía…
—Raúl…
Era una voz femenina, amable… tan gentil como los dedos que tocaron su mano con suavidad y cuidado.
—Raúl…
Le costó un gran esfuerzo apartar los ojos de la fotografía, y cuando lo hizo no pudo enfocarlos. Así que el rostro de Alannah le pareció borroso cuando se volvió hacia ella.
—¿Qué haces tú con una fotografía de Lori? ¿Por qué hay una fotografía de mi hermana en tu piso?
—Lori me la dio.
La voz de Alannah sonó desigual y extrañamente difusa. Tal vez le estuviera fallando el oído, al igual que la vista.
—Me la envió por mi cumpleaños.
Por supuesto. Su hermana había adorado a Alannah y le había encantado la idea de que se convirtiera en su cuñada. Había quedado devastada cuando le comunicó que no se casarían. De hecho, decírselo a Lori le había resultado muy difícil. Nunca había perdonado a Alannah por destrozar las ilusiones de su hermana, junto con las de él, cuando los abandonó.
—¿Seguías en contacto con ella?
—Sí.
Notó algo raro en su respuesta, un deje que no comprendía, y en ese momento no tenía la claridad mental necesaria para dilucidar qué era. Sólo sabía que la palabra lo irritó, hizo que su piel sintiera pinchazos tan dolorosos como los que sentía su corazón.
—¿Sabías que estaba en Inglaterra? ¿Vino a visitarte?
—Sí.
Allí estaba de nuevo, ese deje desacorde que hacía que algo se retorciera en su interior.
—Raúl… —empezó ella. Pero, de repente, el horrible pensamiento de que quizá ella no supiera la verdad hizo que él la interrumpiera.
—¿Sabías que… Lori… sabías que ha…?
Mientras tomaba aire, buscaba fuerzas para decir las horribles palabra: «muerto», «Lori ha muerto»…, Alannah se movió con rapidez y urgencia.
—¡Oh, no! ¡No lo digas!
Unos suaves dedos tocaron su rostro, se posaron en su boca para impedirle que enunciara la terrible verdad. Ella estaba muy, muy cerca, y el aroma de su cuerpo y la calidez de su piel lo envolvieron.
—No hace falta —le susurró—. Lo sé… en el hospital… me enteré…
—¿Lo sabes?
Él sintió un alivio tan intenso que resultó casi salvaje. Ella lo sabía, y por supuesto que lo entendía. Ella también había pasado por esa misma tragedia recientemente. Podía entenderle mejor que nadie. Tenía alguien con quien compartir su oscuridad.
—Lo sé.
Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la de él. Sintió su cálido aliento en la mejilla. La suave caricia de su cabello en la piel lo llevó a morderse el labio para controlar el gruñido de respuesta que había estado a punto de dejar escapar.
Desde la oscuridad y el vacío, sus sentimientos saltaron a la vida. La parte de sí mismo que se encontraba en suspenso, aturdida por la pérdida y la desesperación, fue traspasada por un rayo de sentimiento agudo y brillante como un destello de luz, delicado y doloroso como un estilete, que perforara la armadura de contención en la que se había envuelto.
Cerró la mano sobre la que ella había apoyado en su brazo, enlazando sus dedos fuertes con los pálidos y delicados de ella, y notó que él apretaba los suyos en respuesta. No hubo más palabras, igual que no las había habido cuando él la abrazó mientras lloraba desesperadamente en el hospital. En ese momento había envidiado sus lágrimas, y volvió a hacerlo. Le quemaban los ojos, pero estaban secos y arenosos. A él se le escapa el desahogo que había encontrado ella, aunque la tormenta desbocada que tenía en su interior exigía una forma de expresarse.
—Gracias…
No estaba muy seguro de qué le agradecía. Tal vez su comprensión, su caricia, su cercanía o, sencillamente, su silencio. El silencio implicaba que no tenía necesidad de intentar hablar ni pensar. Podía permitirse un momento de descanso, cosa que no había hecho desde que oyó la noticia. El silencio era suficiente.
Pero incluso mientras lo pensaba, comprendió que algo no estaba bien en ese silencio. Algo que impedía que fuera el silencio gentil del consuelo y el entendimiento. El silencio compartido por dos personas que habían sufrido la misma y terrible perdida. Alarman se había apartado unos centímetros y su inmovilidad tenía algo de peligroso. Algo que irritó sus nervios como un papel de lija, y le advirtió que algo iba mal; que faltaba algo por salir a la luz. ?
Instintivamente, supo que tenía que ver con la razón de que ella lo hubiera invitado a subir.
—Alannah… —su voz sonó ronca y rasposa, como si hiciera días que no hablaba.
—No… —dijo ella por fin. Fue casi un gemido, un sonido de desconsuelo—. No…, no me des las gracias. Aún no. No hasta que te lo cuente todo.
—¿Todo?
El corazón de Alannah se desplomó a sus pies al percibir el cambio en la voz de Raúl, la oscura nota de sospecha que había vuelto a apoderarse de ella. Deseó poder dar marcha atrás un par de minuto*, volver al momento en el que había estado tan cerca de él. Cuando él había agradecido su presencia.
—¿Qué diablos es todo? ¿Qué es lo estás intentando decirme? Obviamente, es la razón de que me subieras aquí, y aun así insistes en hacer café… ¡en hacer cualquier cosa menos decírmelo!
—Lo siento.
Fue un susurro. Había llegado el momento y su voz amenazaba con fallarle, mientras que su corazón latía con tanta fuerza que el rumor de la sangre en su cabeza apenas le permitía oírse hablar.
—Te lo diré. Necesito explicar… por qué te vi en el hospital, por qué estaba allí…
—Tu hermano —interrumpió Raúl con dureza.
—Sí, y… hay más que eso. Mucho más. Y…, oh, lo siento tanto…
Había captado toda su atención, los ojos oscuros se habían estrechado y escrutaban su rostro. Debía de ver el brillo de las lágrimas en sus ojos, y cómo se veía forzada a parpadear para evitarlas.
—¿Qué sientes? —preguntó con voz grave e intensa—. Alannah…, dímelo.
—Lo siento…
Deseó poder dejar decir eso. Estaba segura de que Raúl saltaría como un tigre sobre su presa. Pero él apretó los labios y no dijo palabra. Esperó. La oscura intensidad de su silencio hizo que a ella se le secara la garganta y tuvo que luchar para conseguir que su voz se oyera.
—Cuando dije que sabía lo de Lori… que me había enterado en el hospital, no era del todo verdad.
Oír el nombre de su hermana lo había paralizado. Si su mirada había sido fiera antes, en ese momento empezó a quemar como un rayo láser.
—¿Y cuál es la verdad?
—Que… bueno, sí me enteré en el hospital, pero eso fue porque… porque estaba allí por Chris.
—¿Tu hermano?
Raúl parecía confuso, como si le costara seguirla. Y ella no podía culparlo. Lo estaba haciendo fatal. Habría sido mucho mejor, y más compasivo, decírselo directamente.
—Estabas en el hospital por tu hermano…
—Y por Lori… —por fin consiguió decirlo—. Los llevaron juntos.
La cabeza de Raúl se movió hacia atrás bruscamente, como si lo hubieran abofeteado brutalmente. Confusión, incredulidad y sospecha se reflejaron en su rostro una tras otra; para horror de Alannah fue la sospecha la expresión que ganó la batalla.
Sintió que unas manos aferraban sus hombros con fuerza y él la alejó de sí hasta que pudo mirarla a la cara y escrutar sus ojos.
—Pero Lori sufrió un accidente de coche, murió al instante. Y tu hermano estuvo enfermo.
—No…
La palabra sonó tan baja y desgarrada que él no debía de haberla oído. Pero sí debió de captar el movimiento negativo de su cabeza, que confirmaba la palabra.
—Tú supusiste eso… y yo lo permití. Porque no me atreví a decírtelo en ese momento. Estaba allí para hacerlo. Era mi intención. Pero…
—¿Decirme qué —la voz de Raúl rasgó su tartamudeante intento de explicarse—. Madre de Dios, Alannah, ¿decirme qué?
—Que Chris y Lori estaban juntos… en el mismo accidente —por fin estaba dicho. Lo había conseguido—. Iban en el mismo coche. El accidente acabó con la vida de los dos.
Él estuvo en silencio tanto tiempo que ella tuvo el disparatado pensamiento de que no la había oído. El miedo de tener que repetirlo era como una garra que le estrujase el cerebro. Acababa de obligarse a abrir la boca para hacerlo cuando Raúl habló por fin.
—No entiendo. ¿Qué diablos hacían tu hermano y mi hermana en el mismo coche? Pensé que habías dicho que vino a visitarte a ti.
Las manos que aferraban sus hombros la soltaron tan de repente que ella se tambaleó hacia atrás, agrandando el espacio que los separaba. Un vistazo al rostro de él hizo que recuperase el equilibrio.
Los pozos negros de sus ojos, la palidez de sus mejillas y el horrible tono de su piel, casi grisáceo, eran alarmantes. Alannah, conmocionada, se mordió el labio mientras lo veía intentar absorber sus palabras. Sabía cuánto había adorado a su hermana pequeña y le partía el corazón pensar en cómo debía de estar afectándolo toda la situación.
—¿No crees que estaríamos más cómodos si nos sentásemos…?
No pudo acabar la frase porque él dio un par de pasos hacia ella y rechazó la sugerencia con un brusco movimiento de cabeza, mientras una terrible mezcla de ira y dolor oscurecía sus ojos.
—¡No quiero sentarme y me importa poco estar cómodo! Quiero saber…
—Salían juntos —barbotó Alannah, desesperada por dejarlo todo dicho y acabar con la escena—. Chris y Lori eran pareja. Se conocieron una vez que ella vino a visitarme y… estaban locos el uno por el otro.
—Nunca dijo nada.
—Claro que no. Sabía cómo reaccionarías. No habrías querido que tu hermana saliera con mi hermano; admítelo, habrías odiado la idea.
La peligrosa expresión que destelló en su rostro le confirmó que tenía razón antes de que Raúl asintiera con un brusco movimiento de su morena cabeza.
—Sé… —empezó ella, pero Raúl la interrumpió con voz brutal.
—Entonces sabrás lo que siento con respecto a que viniera a visitarte. Le dije que no se pusiera en contacto contigo, que no volviera a verte nunca. Le rompiste el corazón cuando te marchaste.
Alannah notó con amargura esa distinción. Le había roto el corazón a ella, no a Raúl. En realidad, dudaba que Raúl tuviera un corazón que romper. Al menos por ella. Lo de su hermana Lori era algo muy distinto. Ella lo compadecía y compartía su dolor por esa pérdida.
—Y estaba saliendo con tu hermano. Si lo hubiera sabido…
—No podrías haberlo impedido, Raúl. Era una mujer adulta.
—¡Tenía veintiún años!
—Edad suficiente para saber lo que quería y lo que anhelaba su corazón.
Ella había tenido veintiún años cuando lo conoció. Y había sabido lo que quería su corazón: había sabido que quería pasar el resto de su vida con ese hombre. Hasta que la realidad había acabado con el velo color de rosa que le cubría los ojos.
—Su corazón… —Raúl soltó una risotada desdeñosa—. No lo amaba, no podía haberlo amado.
—¿Y por qué no? —esa vez fue Alannah la que avanzó un paso, desafiante.
—¿Por qué no podía amar a Chris? ¿Por qué te parece tan difícil creerlo? ¿Es porque no crees que se pueda querer a ningún miembro de mi familia? ¿Qué porque yo te dejé ningún Redfern merece la pena? No vuelques tu propia amargura en…
—¡Amargura!
La risa de Raúl fue puro cinismo, tan áspera que ella dio un paso atrás.
—¡No te engañes, querida! No hay amargura, eso no es lo que siento. La verdad es que no siento nada, nada en absoluto. Excepto quizá un cierto alivio porque rechazaras mi propuesta de matrimonio. Odio pensar en lo que mi vida sería ahora si hubieras aceptado: un infierno en vida, supongo.
—¡Entonces los dos debemos agradecer que no haya ocurrido! Alannah le escupió las palabras, recalcando cada sílaba con convicción.
—¡Pero no puedes culpar a Chris por mi comportamiento! Él es… era se corrigió con dolor—, una persona muy distinta a mí. Y adoraba a Lori. Nunca le habría hecho daño, no…
El recuerdo de lo ocurrido la asaltó como una ola, secándole la garganta e impidiéndole hablar. Y el terrible brillo que lucía en los ojos de Raúl le hizo saber que él se había dado cuenta y sintió miedo y horror por lo que diría a continuación.
—¿No? —repitió él con voz letal—. ¿No qué, querida? Tu hermano nunca habría hecho daño a Lorena, ¿no…?
Dejó la frase en suspenso, obviamente esperando que ella la completara. Pero Alannah no encontraba las palabras ni la fuerza para decirlas.
—Dímelo.
Sonó como una orden, cargada con la arrogancia de todas las generaciones de aristócratas que habían conformado la dinastía de los Márquez. Era la voz de un hombre que estaba acostumbrado a ser obedecido y esperaba serlo en ese momento. A Alannah empezaron a temblarle las piernas y pensó que le fallarían las rodillas.
—Raúl, por favor… —empezó, pero él la cortó con un gesto imperioso y salvaje.
—¡Dímelo! —ordenó—. Y dime la verdad, toda; me daré cuenta si mientes.
Alannah no tenía ninguna duda al respecto. No se atrevería a mentirle, por miedo a las consecuencias si lo hacía y él lo descubría después. Tenía una impresionante habilidad para leer la verdad en su rostro y no se habría atrevido a mirarlo a los ojos. Pero no sabía cómo decirle…
—¡Conducía él!
Las palabras eran un eco tan perfecto de lo que estaba pensando, que creyó por un instante haberlas dicho ella. Después comprendió, con horror, que la verdad era peor. Raúl había visto en su expresión las palabras que no se atrevía a decir y se las había escupido a la cara con furia y mirada gélida.
—Tu hermano conducía el coche que mató a Lorena ¿verdad? ¿Verdad? —gritó con brutal una respuesta inmediata.
—Sí… —susurró. Raúl alzó los brazos con un gesto que expresaba perfectamente la violencia de sus pensamientos. Se apartó de ella y empezó a recorrer el salón de un lado a otro, Alannah pensó que parecía un feroz tigre enjaulado, uno demasiado grande y poderoso para estar confinado en su diminuto piso.
—Raúl… —empezó. Pero él sacudió la cabeza con brusquedad.
—No le haría daño —masculló con voz airada—. Oh, no, no le haría daño… ¡simplemente la mató!