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CORRER LEJOS PARA ENCONTRARSE A UNO MISMO
Noto cómo cada fibra de mi pierna derecha se contrae al plantar el pie en el suelo, desde la punta de los dedos, pasando por los gemelos, los tibiales, y sigue por el cuádriceps cuando el talón toca en el suelo. Pero la contractura no se detiene, todas las fibras de mi cuerpo siguen acortándose, al tiempo que mi cerebro les envía la orden de relajarse, de detener esta acción que me hace sentir el hormigueo de los músculos y en seguida una sensación de que el músculo está a punto de estallar, para terminar con una punzada que recorre mi cuerpo de pies a cabeza. La pierna está rígida, como si el dolor que siento se debiera a la sangre y los músculos convirtiéndose en cemento para construir una escultura, mientras yo, desde mi interior, intento romper esta roca, luchando contra mis propios músculos. A veces lo consigo y puedo acortar el paso y evitar que los calambres sigan su progresión por mi cuerpo y lleguen a los brazos, a la espalda e incluso a la mandíbula. Pero en la mayoría de las ocasiones, los músculos son más fuertes que las órdenes y la pierna, rígida e inamovible, impacta en el suelo, pesada, sin dejarme amortiguar el choque ni controlar dónde colocar el pie, y me tira al suelo, donde por suerte puedo encoger las piernas y esperar unos segundos a que los calambres me abandonen por un instante, hasta que me reincorporo e intento dar otro paso.
La cabeza me da vueltas, la luz me ciega los ojos y el fuerte calor se transforma en frío bajo mi piel. No estoy bien. Siento un ligero mareo que me impide realizar los movimientos más simples sin un gran esfuerzo mental. Todas mis fuerzas, toda mi energía, se dirigen a intentar levantar las piernas del suelo. No puedo permitirme despilfarrar fuerzas escuchando a Jorge cómo me anima corriendo detrás de mí; no puedo desviar la vista del punto donde quiero que caigan mis pies para mirar cómo el sol se esconde tras las montañas californianas. Como si tuviera que aprender a andar de nuevo, a mover los dedos de la mano para asir un vaso de agua o simplemente a controlar mis músculos para mantenerme de pie sin caerme al suelo. No puedo permitirme ningún placer, ninguna concesión a mi cerebro; de hacerlo, de dejar que mi cabeza despegue en sus pensamientos, mis piernas dejarán de funcionar y mi cuerpo se me desplomará al suelo, sin fuerza, muerto, como un títere de madera, que necesita que alguien, en este caso mi cerebro, lo sustente, piense de qué hilo tiene que tirar para levantar una pierna y tire de él para poder avanzar. No es una sensación agradable, pero es la única forma de avanzar impidiendo que mis músculos pierdan el control y me precipite de nuevo al suelo. «Pasos pequeños, sin movimientos bruscos y una amplitud muscular pequeña», me repito para evitar lo inevitable.
Pum, pum, pum. ¿Qué es esto? Hace horas que lo único que oigo son los gritos de aliento de Jorge y las voces de los voluntarios al llegar a un control. Ahora estamos lejos de cualquier control. Quedan cuatro millas para la llegada y el último control lo hemos dejado dos millas atrás. ¿Qué es ese ruido? Pum, pum, pum. Cada vez es más fuerte, más rápido. Oigo unos gritos a mis espaldas. ¿Gritos de aliento? Jorge me mira con preocupación: «Venga, Kilian, es hora de darlo todo, ya estamos llegando. ¡Venga, Kilian!».
Ahora lo entiendo: son pasos. Detrás de mí se está acercando un corredor y, por lo que me permiten intuir el ritmo de sus pasos y los gritos de ánimos de su entrenador, cada vez más fuertes y claros, se aproxima a gran velocidad, como si fuera un guepardo recorriendo los últimos metros antes de cazar a una gacela: ya la está viendo, siente su olor, ya casi puede tocarla y no puede resistirse a atacarla sonriendo, a saborearla. Jorge me mira otra vez con preocupación; intento acelerar el ritmo. Puedo hacerlo, por mí, por Jorge, que ha venido a acompañarme, por todo el equipo, ¡soy capaz! Pero las piernas no me responden, a cada paso noto cómo las fibras vuelven a contracturarse, como si se transformasen en agujas de cristal, y me paralizan todo el cuerpo. No me queda nada, no me quedan fuerzas, las piernas no obedecen las órdenes que les envío, pero sobre todo no me queda esperanza. Los pasos a mi espalda cada vez se oyen más fuertes, un pum-pum con ritmo, con fuerza. Ya oigo claramente cómo su pie rasca el suelo para acelerar a cada paso, sabiendo que su presa está ya cerca.
San Francisco es una ciudad increíble, bulliciosa, sin reposo. Como mi vuelo ha llegado unas horas antes del que lleva al resto del equipo, puedo disfrutar de un día entero para conocer la ciudad. Sin perder mucho tiempo, dejo la maleta sobre la cama de la habitación de un céntrico hotel, sin deshacerla, me pongo unas bambas y salgo corriendo en dirección oeste, buscando el océano Pacífico. Girando la primera esquina me encuentro Market Street, en pleno centro. A primera hora de la tarde la ciudad es un hervidero de personas variopintas: ruidosos estudiantes que regresan con parsimonia a sus hogares; unos turistas alemanes fotografiando el tranvía que sigue los famosos cambios de rasante de la ciudad; un grupo de ejecutivos recién salidos del Apple Store, donde han adquirido las últimas novedades, pasando junto a un sintecho que pide limosna a un grupo de punks chinos… Hace calor, se nota el bochorno del mar, da gusto correr solo con pantalón y camiseta de tirantes, sobre todo ahora, viniendo de unas semanas en las que para salir a entrenarme era imprescindible equiparme con mallas largas, gorro y guantes, y con el aliento formando una nube de vaho a cada expiración. Ayer mismo, en la Cerdaña, regresaba del Carlet ¡con los pies helados y empapados por la nieve de las cotas altas!
Sigo por Market Street hasta llegar al Golden Gate Park, donde pasas súbitamente de la parte más céntrica de la ciudad, con sus rascacielos, a sumergirte en plena naturaleza, entre árboles altos, prados, lagos, muchas ardillas e incluso algún bisonte. ¡No hay mejor forma de conocer una ciudad que descubrirla corriendo! Empiezo a sentir una leve brisa al acercarme al Pacífico. Una vez allí, sigo por la costa hacia el noreste hasta llegar al Golden Gate…
Al cabo de cuatro horas, descubierta ya la ciudad y saciadas las ganas de correr después de tantas horas de viaje, estoy otra vez en el hotel preparando el material con el resto del equipo para dirigirme hacia el interior, hacia la montaña.
La Western States es la ultra-trail más conocida y prestigiosa del otro lado del Atlántico. Sus 38 ediciones la convierten en una de las carreras de larga distancia con más historia. En realidad, se trata de una antigua carrera de caballos, llamada Tevis Cup, que se celebraba todos los años uniendo el extremo oeste del lago Tahoe, en Squaw Valley, con Auburn, 100 millas al oeste. Fue en 1974 cuando el jinete Gordon Ainsleig, que en aquella época contaba veintisiete años, viendo que su caballo se había herido en una pierna el día anterior de la carrera y pensando que no había viajado hasta Squaw Valley para nada, decidió participar igualmente en la carrera, incluso sin caballo. La organización, asombrada pero convencida de que sería imposible que terminara, le dejó participar. Y no solo terminó, sino que no llegó mucho después que los demás jinetes, con un tiempo por debajo de las veinticuatro horas. A partir de entonces, en el mismo trazado se disputa todos los años la Western States 100, una carrera de 100 millas, a saber, 160 kilómetros, corriendo.
Son las cuatro de la madrugada cuando suena el despertador. No me cuesta levantarme de la cama, he dormido bien y los nervios previos a la competición provocan que se active el cuerpo con el primer ring del reloj.
Miro por la ventana, todavía es de noche, pero empiezan a otearse algunos puntos luminosos de los frontales de los corredores más madrugadores, que han salido a calentar por las pistas de esquí de Squaw Valley cubiertas de escarcha después de una fría noche a más de 2.000 metros de altitud. Dentro de la habitación la temperatura es confortable, no hace demasiado calor pero se puede estar tranquilamente ataviado con una camiseta de manga corta. La ropa que usaré para la carrera está doblada encima de la silla. Echo un último vistazo para comprobar que no falte nada, como hice ayer antes de acostarme: los calcetines, las bambas, el pantalón, el chip, la camiseta con el dorsal ya cosido con los cuatro imperdibles… ¡Perfecto! Me doy una ducha rápida para terminar de despertar los músculos y desayuno un trozo de tarta que preparé ayer por la noche. Queda una media hora para la salida cuando me dirijo a la zona de calentamiento.
La excitación empieza a notarse cuando estamos unos cuatrocientos corredores apretujados en unas pocas decenas de metros, esperando a que el director de la carrera dispare un tiro al cielo. Se oyen gritos de aliento del poco público que se ha levantado a las cinco para ver cómo la hilera de corredores partía hacia las cumbres nevadas. Algunos corredores responden con gritos de motivación. Se puede respirar en el aire la tensión antes de emprender el camino, que durará unas dieciséis horas para los más rápidos, pero más de treinta para los corredores menos expertos. Sin embargo, la tensión es diferente a la que puede respirarse en la salida de una gran carrera europea, donde los corredores, desde los que salen para una posición de honor como los que salen solo para terminar, tienen una gran desazón por saber cómo se encontrarán, si la preparación habrá sido buena, si los sacrificios realizados para llegar a la carrera habrán merecido la pena y si serán capaces de llegar con el tiempo que se han propuesto. Cada carrera es a vida o muerte, no se puede fallar, y eso provoca que antes de oír el pistoletazo de salida la tensión pueda cortarse con un cuchillo. Aquí, segundos antes de la salida, ningún corredor piensa en su cuerpo, en la importancia de la carrera. Simplemente se nota la excitación de cada uno por participar en esta aventura. Pese a haber muchos corredores que ahora, en la salida, ambicionan bajar de las veinticuatro horas, en el transcurso de la carrera esto será lo que tenga menos importancia. Lo importante es disfrutar del paisaje, corriendo a un ritmo cómodo, que nos pueda llevar lo más lejos posible, y poco a poco va a ser nuestro cuerpo quien a través de la naturaleza vaya encontrándose con su ritmo natural, y será este quien decida si somos capaces de llegar a Auburn y en cuánto tiempo.
Cuando desde el este, desde detrás del lago Tahoe, empieza a clarear, cuando el cielo empieza a mutarse desde el negro a tonalidades verdes, se oye el fuerte estallido del cañón de un revólver y los cuatrocientos corredores empezamos a desfilar hacia el lejano oeste entre gritos de aliento.
Las primeras horas de carrera son realmente tranquilas. Unos diez corredores vamos avanzando a pocos metros de distancia, hablando de las distintas carreras que cada uno ha corrido, de lo que nos ha impresionado, gustado o disgustado, de los entrenamientos de las últimas semanas, del material que llevamos, de corredores y amigos en común. En definitiva, es como una larga salida de entrenamiento entre un grupo de amigos que llevan tiempo sin verse y tienen ganas de ponerse al día. Durante estas primeras horas de carrera tengo muchas dudas sobre atacar, acerca de coger mi ritmo fuerte desde el principio. Me sorprende el ambiente distendido y el ritmo de carrera, que aun siendo rápido es cómodo. Pienso que una salida así sería imposible en Europa, donde, incluso en una carrera de casi veinticuatro horas como la Ultra-Trail du Mont Blanc, la salida es siempre al cien por cien de nuestras fuerzas, los ataques se inician en los primeros kilómetros y todos los corredores intentan, perdón, intentamos, aprovechar la mínima oportunidad para arañar unos segundos que quién sabe si después serán preciosos.
Realmente aquí, en la Western States, parece que se siga un orden más lógico, menos agresivo o competitivo, y que un grupo de amigos salgan a correr y la selección vaya llegando para aquellos que, por cansancio, por detenerse o por otros problemas de la larga distancia, no puedan seguir el ritmo del pelotón de cabeza. De ese modo, sin ningún ataque o cambio de ritmo marcado, en el ascenso que nos lleva a Robinson Flat, en el kilómetro treinta, los corredores van quedándose rezagados hasta encontrarnos solos con Anton Kupricka, un portento de la naturaleza, corredor alto y fino, con una larga barba y melena de color castaño, de cuerpo curtido por las horas bajo el sol surcando los montes de Boulder y que corre ataviado solamente con un pantalón y unas bambas, sin calcetines ni camiseta; esto sí, como los demás corredores americanos, lleva a cada mano sendas cantimploras de agua fría. También nos acompaña Geoff Roes, un corredor de Alaska, de mirada felina, que, aunque más discreto que Anton, me sorprende por su fácil y sencillo paso, pero altamente eficaz. Como siguiendo las buscas de un reloj, nuestros pasos siguen un ritmo continuo, cíclico. Nunca un esfuerzo de más para subir un pequeño repecho, pero tampoco una pausa para detenerse a beber agua, para aligerar las piernas o para los avituallamientos. Aparte de la capacidad que tienen Anton y Geoff de mantener este ritmo tan constante, es sorprendente que no se paren nunca en los avituallamientos, ni pierdan unos segundos en comer unas galletas o unos trozos de fruta o en beber tranquilamente un vaso de agua congelada. Solo se paran para cambiar los bidones por otros bidones llenos y seguir con el mismo ritmo, así de simple.
Las horas van pasando y, no sé si por la falta de temas de conversación, porque ya nos lo hemos contado todo o —por desgracia supongo que es la opción correcta— porque empieza a notarse el peso de las horas y los kilómetros, nos invade la timidez y las conversaciones van consumiéndose. La temperatura va aumentando a medida que nos acercamos a los Cañones, despacio pero de forma constante, y provoca que empiece a sentir el sudor resbalando por mi frente y dejándome una pegajosa capa en brazos y piernas. La ropa se me va haciendo pesada y es algo obligado en cada avituallamiento tirarse agua helada por la cabeza y beber no poca agua con cubitos.
La monotonía va apoderándose de mí. No estoy acostumbrado a correr en este terreno, de pistas anchas y bastante llanas. El paisaje montano de las primeras horas ha quedado atrás y llevamos ya rato viendo campos y bosques de hierba seca y pistas polvorientas. El ritmo hace compañía al terreno: al no haber grandes cambios de rasante, todos los pasos son idénticos. Ni un paso más largo ni uno más corto, ni una bajada para lanzarse por ella o una subida para andar. Sumando el calor, que se hace cada vez más insoportable, esta monotonía me está adormeciendo, deja mi cuerpo, y sobre todo mi mente, dentro de una burbuja difícil de romper. Yo soy un corredor de ataques, de cambios de ritmo, de cuestas para acelerar y bajadas para reposar o relanzarme. A mí, ¡este ritmo continuo y monótono me está matando!
Por fortuna, poco rato después llegamos a los Cañones, el único desnivel de consideración en toda la carrera. Se trata de atravesar dos ríos que cruzan el recorrido de norte a sur. El sendero se estrecha y dibuja una pendiente para bajar y subir dos veces unos cientos de metros, antes de volver a la monotonía durante unas setenta millas más. Al llegar a la cumbre del primer cañón, empezamos a descender la pronunciada pendiente. El camino dibuja zigzags estrechos y seguidos. Como Anton lleva rato marcando el ritmo delante de nosotros, le seguimos Geoff, pegado a sus talones, y yo, pegado a los de Geoff, pero el cambio de terreno no parece alterar el paso controlado de mis compañeros. Subo el volumen de mi iPod y busco una canción. Me digo a mí mismo que cuando la encuentre empezaré a ir a mi ritmo. Suenan los primeros compases de la Suite para orquesta número 3, de Bach, cuando empiezo a dejarme llevar por la melodía y a sobrevolar el camino, gozando de sus virajes, frenando con brusquedad un par de metros antes de tocar el suelo y relanzando el ritmo a media curva. Aprovechando los obstáculos que depara el terreno para jugar, saltar, acelerar, sortearlos con el cuerpo…, en fin, para romper la monotonía y sentir de nuevo las sensaciones de adrenalina que buscamos corriendo por el monte.
Unos minutos después me doy la vuelta: no se ve a nadie. No han intentado seguirme en este descenso para romper el ritmo. Sigo bajando como me gusta, disfrutando del terreno y de las opciones que me brinda para divertirme, como si en vez de ir corriendo estuviera montando en una bicicleta de montaña o sobre mis esquís. Llego al fondo del cañón y antes de atravesar el puente para iniciar el ascenso aprovecho para bajar al río para refrescarme. El bochorno al fondo del cañón es insoportable y corta la respiración. Meto la cabeza dentro del río y aprovecho para mojar también la gorra y la camiseta, y con el breve pero eficaz fresco al salir del río inicio el ascenso con Anton justo detrás de mí. Él también se ha lanzado en la bajada, dejando a Geoff rezagado. El bochorno no parece disminuir a medida que subimos, al contrario. En lo alto del segundo cañón, es tan grande la sensación de calor que no me queda más remedio que sentarme un momento y tirarme un cubo de agua con hielo por encima, antes de pasar el control de peso.
En cuatro o cinco momentos durante la carrera, al llegar al control, nos están esperando unos voluntarios con unas básculas para pesarnos y, en caso de haber perdido un diez por ciento del peso en la salida, están obligados a retenernos hasta que comamos y bebamos lo necesario. Esta vez los voluntarios de la báscula me avisan de que estoy en el límite de peso.
Pese al golpe de calor sufrido en los Cañones, parece que arriba el aire empieza a correr un poco y esto me anima. Las sensaciones son buenas, las piernas todavía están frescas, y las fuerzas, guardadas. El ritmo de la carrera es rápido pero confortable y ya hemos superado el ecuador de la travesía.
En Forest Hill, en la milla sesenta, la carrera deja de ser una aventura individual con otros corredores. A partir de aquí y hasta la meta estaremos acompañados por nuestros entrenadores, o liebres, que correrán con nosotros, sin poder proveernos de comida ni bebida, pero constituirán una inestimable ayuda para mantener el ritmo y motivarnos en los momentos duros, que en las carreras de larga distancia suelen llegar en los últimos kilómetros. Mi primer entrenador es Rickey Gates, corredor americano, de Aspen, y especialista en carreras de corta distancia y de subida. Con Rickey he coincidido ya varias veces en carreras como Sierre Zinal, donde siempre ha cosechado grandes resultados.
Y como si los segundos se dividieran, sin tiempo para beber ni comer, partimos de Foresthill los dos corredores con los respectivos entrenadores para afrontar el tramo bajo de la carrera. El calor de las primeras horas de la tarde empieza a tornarse insoportable, se hace difícil respirar con normalidad, a cada espiración el aire parece que me queme la garganta y, al intentar beber, el agua con que he llenado la cantimplora cinco minutos antes está ya hirviendo, no sirve siquiera para tirármela por encima de la gorra para mojarme el pelo. Intento ponerme cubitos entre la gorra y la cabeza, alrededor del cuello, mojarme toda la ropa con agua, pero el calor va en aumento y mi cuerpo no es capaz de refrigerarse. Las fuerzas están intactas, el ritmo constante no ha castigado mi cuerpo en demasía y conservo todavía uno o dos cartuchos que pienso reservar para más adelante. Pero la deshidratación y la carencia de sales van haciendo mella cuando iniciamos el descenso para cruzar el famoso Rucky Chucky River. En mi gemelo derecho empiezan a aparecer pequeñas chispas de calambres, que pasan después al izquierdo y más tarde se dibujan en el cuádriceps. No me he detenido en ningún control para beber lo necesario y no he comido nada durante toda la carrera, ni un miserable bocadillo o tarta que me aportara las sales necesarias. El ritmo de Anton y Geoff de no pararse en los controles me ha hecho olvidar la alimentación y ahora empiezo a pagar sus consecuencias. Intento quitarme estas ideas de la cabeza, solamente nos faltan treinta kilómetros y una carrera que hay que gestionar bien, saber aprovechar los cartuchos que me quedan en el momento adecuado. A diez kilómetros de la llegada hay un último ascenso que puede ser un buen momento para jugar mis bazas, guardándome una puntita de fuerzas para la subida de los últimos cinco… ¡Cómo me gusta pensar la táctica de las carreras, jugar a planificarlas mientras voy corriendo! Pensando la estrategia de las últimas horas llegamos al río, que baja caudaloso debido al deshielo de las nieves de la Sierra Nevada californiana de las últimas semanas. Con este caudal, la organización ha previsto una barca para cruzar la orilla de este a oeste. Subimos los cuatro a bordo de la barca y aprovechamos estos momentos de descanso para relajarnos, cerrar los ojos y respirar.
Salto de la barca al río, el agua está fría y corre con fuerza contra mi cuerpo, refrescando todas las fibras musculares, borrando el sudor de toda la piel. Mi pulso también respira frescura y baja unas decenas de pulsaciones. Sumerjo la cabeza dentro del agua, dejando que corra entre mi cabello y quede atrapada, para conservar por lo menos esta sensación de bienestar durante unos minutos más. Un minuto después salgo del agua con aire renovado, parece que el frescor del agua no solo ha calado en mis músculos y piel, sino también en mi espíritu. Salgo del río y empiezo a andar. Anton va unos pocos metros por delante. Empiezo a correr para alcanzarle, ¡pero las piernas no me responden! Parece que el agua no solo haya enfriado mis músculos, sino también helado sus fibras, que ahora están rígidas. Un fuerte tirón recorre mi cuerpo desde los gemelos hasta encima del glúteo y me paraliza las piernas. Los cuádriceps se contraen contra mi voluntad, marcan todas sus fibras y se acompañan de un fuerte pinchazo que se expande por el interior de mis cuádriceps, como si intentaran convertirse en roca, y me producen un intenso dolor, insoportable, que me hace desear que el músculo estalle para terminar con este sufrimiento. ¿Qué me ocurre? ¿Es el agua fría que me ha paralizado el cuerpo? Andando con dificultades llego al siguiente avituallamiento, donde me espera Jorge Pacheco, un gran corredor mexicano de ultrafondo que después de subir al podio en esta misma carrera y ganar varias veces la Badwater ha venido a acompañarme los últimos treinta kilómetros hasta el estadio de Auburn. Intento comer sales, sodio, beber agua y refrescar las piernas, realizar unos estiramientos intentando evitar nuevos calambres en las piernas, pero no hay modo de evitar que al mínimo movimiento el músculo solicitado se acorte hasta su máximo, sin que yo pueda controlar el movimiento.
Nos quedan solo treinta kilómetros. Los treinta kilómetros que deberían haber sido rápidos, el momento de atacar, se han transformado en más de cuatro horas de sufrimiento y desesperación. De coger fuerzas, de decirse a uno mismo que es capaz de hacerlo y ponerse a correr, y diez pasos después caerse al suelo con las piernas cementadas sin control, con los ojos llorosos por el dolor, el dolor físico de los calambres, pero también el de no ser capaz de controlar mi cuerpo, de no saber encontrar la solución que me dé esperanzas. Los calambres ya no solo afectan a mis piernas. Los pies, las manos, los brazos e incluso la mandíbula al hablar se han unido a la sinfonía que, sin poder controlarla, compone una melodía barroca, de fuerza y descontrol, turbia y agitada, sin dejar que sea yo quien coja la batuta de mi cuerpo para dirigirlo hacia mi destino.
Así, entre minutos de rabia corriendo, minutos de desesperación andando y minutos de sufrimiento en el suelo, intentando estirar las piernas, los kilómetros parecen millas, y las millas, unidades de eternidad. Anton y Geoff hace rato que se han perdido en el horizonte, mientras Jorge y yo intentamos luchar contra esta eternidad para llegar a nuestro destino, sabiendo que, en el fondo, aunque ahora mismo todo lo que no sea un final de negro dolor me parezca fruto del recuerdo de la sensación de un lejano sueño de inocencia, nuestro destino al cruzar las puertas del estadio que nos espera al final del camino será la felicidad de haber luchado hasta el final, la felicidad de haber llevado mi cuerpo hasta donde ha sido capaz. A pesar de que, en lo hondo de mi corazón, no sé si llegará antes la imagen de mi sueño o el profundo letargo de la paralización total de mi cuerpo, como en aquella pesadilla que tenía de las carreras, donde iba apagándome, haciéndome pesado hasta fundirme con el caluroso paisaje de California.
Noto su respiración en mi cogote cuando enfrente se pone el sol. La esperanza es lo último que se pierde, pero en estas condiciones los músculos ya me han abandonado y las piernas no me responden para intentar acelerar otra vez. Hace horas que se han olvidado de correr y solamente son capaces de componer un suave trote que me permite protegerlas de las contracturas y los calambres que me han acompañado durante las tres últimas horas. Me giro por primera vez para comprobar que los pasos y las voces que oigo no son fruto de mi imaginación, aunque la expresión y el nerviosismo de Jorge ya me lo habían corroborado. Un hombre mayor, de constitución fuerte, con camiseta amarilla conjuntada con su dorsal de entrenador, gorra blanca, pantalón corto de color oscuro y un bidón en cada mano, sube corriendo a un fuerte ritmo unos diez metros por detrás de mí. Pegado a sus pasos, como sincronizado detrás de él, otro hombre de cabello y barba largos, sin camiseta y también con dos bidones, sube también con facilidad por la última cuesta de la carrera. Es Nick Clark, le recuerdo de la presentación de corredores de élite del día anterior de la carrera. Estuvimos departiendo un rato, pero ahora mismo soy incapaz de acordarme ni en qué estado residía. Me pongo a correr por el lado derecho del camino, dejando paso para que el tándem perfectamente sincronizado pueda adelantarme con comodidad y no me atropelle. Unos segundos después siento cómo corre el aire a mis espaldas y al levantar la vista del suelo veo el dorso de Nick alejándose por el camino.
«Venga, Kilian, ahora es el momento de alcanzarlos. Tú eres el más fuerte para seguir este ritmo, tú eres capaz de aguantarlo. Ya se terminó la subida, solo quedan unos cien metros, después media milla y luego ya tres millas de asfalto hasta la meta. Venga, Kilian, que él también está cansado».
Miro a los ojos de Jorge, no sé si su mirada es de convicción o de desesperación. ¿Soy capaz de hacerlo? Tengo que intentarlo. Aunque sea solo para cumplir los deseos de mi entrenador. Mi cuerpo lleva ya horas desobedeciendo mis órdenes. Cuento hasta diez respirando profundamente, cierro los ojos y cojo todo el aire posible. Dejo de clavar la vista en el suelo y levanto la mirada para localizar mi objetivo. A unos veinte metros delante de mí oteo la polvareda que levanta el tándem perfecto y, justo encima, la espalda de Nick. No pararé, no escucharé el ruido ni agacharé la vista hasta que mis pies también formen parte de aquella nube de polvo. Acelero, mis piernas tardan unos segundos en reaccionar antes de volver a avisarme mediante pinchazos y calambres de una inminente paralización. Sin embargo, ahora mis órdenes son más fuertes, pueden romper la roca que quiere invadir mis músculos, y mi cerebro, concentrado en el movimiento de la espalda que se acerca delante de mí, no tiene espacio para atender el dolor.
Lejos, como separados de una pared de agua, oigo los gritos de aliento cada vez más fuertes y enérgicos de Jorge, que ve cómo han ido funcionando sus órdenes y cómo nos acercamos al corredor norteamericano.
Paso a paso, segundo a segundo, la distancia entre nosotros se reduce, ya solo me quedan unos diez metros. «¡Vamos, yo soy capaz de hacerlo!», me repito para mí. Poco a poco vuelvo a oír de nuevo su respiración fuerte. Está notando el esfuerzo realizado para dejarme atrás. Cinco, tres, dos… ¡Ya le tengo! Se me escapa una sonrisa. ¡Lo he conseguido! Miro a Jorge, que no deja de animarme y felicitarme, percibo su orgullo en su mirada. He sido capaz de vencer al cemento que corría por mis piernas y ahora la lucha vuelve a estar viva. He dejado atrás el miedo al fracaso y he encontrado el camino de la esperanza.
Doy un par de pasos más tranquilo para estabilizar mi ritmo y con satisfacción retomo la respiración normal después del sobreesfuerzo. Fijo de nuevo la mirada en el suelo para concentrarme en mi paso y encerrarme en mi burbuja y, de pronto, no sé si es Nick cambiando el ritmo o son mis piernas las que han retomado el control después de unos minutos en los que la mente, fuerte, reinaba sobre mi cuerpo y la euforia me ha hecho olvidar el cansancio y, castigándome por el exceso, empiezan a tener fuertes calambres para recordarme que son ellas las que al final deciden cuál es mi lugar. Al fin y al cabo, lo importante es que la espalda de Nick se aleja por segunda vez por donde se ha puesto el sol hace pocos minutos.
No, yo no he venido hasta aquí para perder la esperanza, para dejar de luchar cuando a tan solo tres millas de la meta mi cuerpo dice «basta». No he venido hasta aquí para que mi cuerpo domine a mi mente. ¿Dónde está todo lo aprendido corriendo la Tahoe Rim Trail? ¿Dónde está aquello que dicen de que el músculo más potente del cuerpo es el cerebro? ¿Dónde está el poder de la mente de eliminar el dolor y de hacer cosas increíbles? ¿Y yo no puedo ser capaz de aguantar tres millas corriendo rápido? ¿No fui yo quien corrió una vertical race hace cuatro meses, con fiebre, y aguantó y luchó hasta el último momento, atacando y sprintando? ¿No fui yo quien luchó todas las mañanas durante la travesía de los Pirineos? ¡Sí, soy capaz de correr durante quince minutos soportando el dolor, soportando el sufrimiento y dándolo todo, para llegar exhausto a la meta, pero satisfecho de haber dado lo mejor de mí mismo! ¡Yo soy capaz de hacerlo!
Levanto la cabeza del suelo, ahora el objetivo no es la espalda que sigue rítmicamente a unos cien metros delante de mí, el objetivo es el estadio de Auburn, saber que he sido capaz de probarlo. Hago una fuerte inspiración, cojo todo el aire que puedo y lo expiro con potencia. La carrera empieza ahora y solo dura tres millas. Las piernas empiezan a responder a mis impulsos. A cada paso tengo que luchar para romper su rigidez y evitar una nueva caída, como si se tratara de romper las cadenas que subyugan mis músculos, pero ahora, a cada paso, impulsando con mayor vigor, ganando más velocidad, las cadenas se van rompiendo, se desprenden de mi cuerpo y me permiten un movimiento más libre y fluido. Un par de minutos después ya estoy a la altura de Nick, pero ahora no es momento de quedarme pegado a él. Me pongo a su lado mientras él y su entrenador nos miran sorprendidos. A unos cien metros empiezan a oírse los gritos de aliento del último avituallamiento de la carrera antes de tomar la carretera. A partir de entonces solo nos quedarán dos millas de asfalto llanas, con una suave pendiente al final y media milla de descenso para entrar en el estadio. Nick responde al ritmo que he impuesto sin dejar que le adelante y se pone a correr a mi lado. Codo con codo. Pasamos de largo el avituallamiento a nuestra izquierda, como si fuera un espejismo, para virar lo más rápido posible y entrar en el asfalto. La carrera de 160 kilómetros se ha transformado en una de 3.000 metros. No hay tiempo de pensar en beber, de mirar cómo la noche cae sobre Auburn ni de discutir con nuestros entrenadores, que van a nuestro rebufo gritando como locos. Nos mantenemos codo con codo, con la mirada fija al frente, sin querer girar la cara para mirar al compañero y mostrarle algún signo de debilidad. No se trata de superar a nuestro rival en estos últimos kilómetros, después de tantas horas de soledad, sino de demostrarse a uno mismo que somos capaces de dar lo mejor, de decir a nuestro cuerpo que es capaz de correr aún más deprisa, de llegar a la meta satisfecho, sabiendo que no se podía haber hecho más fuerza. A mi derecha Nick empieza a acelerar, su velocidad es formidable, ¡corre a más de diecisiete kilómetros por hora! Me gana un metro, pero todavía no le veo la espalda. En cincuenta metros empieza el leve repecho de asfalto. Allí será el momento de contrarrestar su ataque. Empiezo a respirar hondamente, a estirar las piernas intentando acumular fuerzas. Es el momento. Aumento la frecuencia, la leve subida empieza a sentirse y saco todas las fuerzas de flaqueza. La respiración aumenta, mi corazón está a punto de estallar y las piernas empiezan a bloquearse, dificultando que pueda controlar los calambres que están invadiendo mis isquiotibiales. Solo pienso en acelerar, de nada sirve girar la cabeza. Mirar hacia atrás es perder unas décimas preciosas, perder la concentración. Jorge empieza a gritar como un poseso avisándome de que Nick se está quedando atrás, aprieto los dientes y acelero más, diez metros, los últimos metros antes del descenso para entrar en el estadio, cincuenta metros, ya solo me queda media milla para girar a la derecha y dar la vuelta a la pista de atletismo.
Me parece que es la media milla más larga de mi vida. Mis piernas empiezan a desobedecer, Nick aprieta los dientes detrás de mí y el estadio no aparece por ninguna parte. Un paso más, acelerar, acelerar, no puedo mirar hacia atrás, no puedo mirar al suelo, tengo que mirar al frente. Y al fin aparece delante de mí la puerta del estadio. Cierro los ojos y respiro profundamente, ahora sí puedo decirlo, ahora sí lo hemos logrado, hemos vencido a nuestro destino y hemos roto el sueño. Un viraje a la derecha y penetro en la luz de los focos que iluminan los últimos 400 metros de esta aventura que ha empezado de madrugada 160 kilómetros al este. Los últimos pasos se olvidan de los calambres para dar las gracias a Jorge por haberme dado fuerzas cuando mi mente carecía de ellas y para saludar al público que se ha acercado a contemplar nuestra llegada. Cruzo la línea de meta y me desplomo en el suelo, mis piernas ya no pueden aguantar por más tiempo el fuego que las quema y me abandonan al destino de la gravedad.
Como decía un buen amigo mío, de las victorias se aprende poco; en cambio, cuando las cosas salen mal, cuando las situaciones son duras y cuesta salir de ellas, cuando para levantarte has tenido que intentarlo cien veces y cien veces has vuelto a caerte y a la ciento una has conseguido encontrar la solución, es cuando extraes cosas positivas, cuando maduras y aprendes a conocerte mejor. La lesión de la rótula representó un momento importante y la Western States me permitió también aprender a conocerme mejor, a saber cómo actúa mi cuerpo y mi mente, a saber cómo luchar mejor y, siendo prácticos, a alimentarme e hidratarme mejor.