LA ADRENALINA DEL DORSAL

Disfruto compitiendo, y competir es ganar, la sensación de cortar la cinta. Salir de la última curva de la carrera y atisbar la cinta al fondo de la recta final. Girarse por última vez y comprobar que nadie me va a estropear este momento. Mirar al frente, cerrar los ojos y acelerar, para sentir cómo el público me empuja hacia la victoria, olvidando el dolor, olvidando el cuerpo, únicamente teniendo conciencia de mi espíritu, que vibra con las emociones de los últimos segundos antes de notar mi vientre, aún empapado de sudor, empujando y tirando la cinta. Es la rabia de tanta presión soportada durante años, meses, y durante las últimas horas de carrera, que estalla en los metros finales al comprobar que todos los sacrificios y trabajos no han sido en balde. Es sentimiento, el de toda la gente que me ha acompañado durante mi carrera, que ha puesto su semilla para construir esta victoria. Es alma, la que me dijo que podría conseguirlo y que ahora me dice que lo he logrado. Es todo ello, durante unos pocos segundos antes de cortar la cinta de la victoria, lo que dota a mi cuerpo de una extraordinaria fuerza capaz de correr más deprisa de lo que he corrido jamás, capaz de saltar más arriba, más lejos o de levantar el mayor peso posible y, al mismo tiempo, lo que hace añicos mi mente como la más débil y me hace reír, llorar, caerme, besar sin control. Es la piel de gallina y las lágrimas de felicidad. Es increíble. Y por todo ello merecen la pena los sacrificios hechos y aún más.

Es el sabor de la victoria, que te engancha, te atrapa y, como si de una droga se tratara, te obliga a desear sentirlo de nuevo, te obliga a volver a empezar el proceso para que al cabo de unos meses, quizá años, sientas otra vez estos segundos de fuerza descomunal y debilidad emocional, estos segundos de felicidad sin control.

He perdido la cuenta de las semanas que llevo fuera de casa, los países que he cruzado y las camas donde he dormido. Llevo ya diez años compitiendo y han sido diez años en los que he buscado volver a sentir estas emociones, estas sensaciones que me transportan al Olimpo de la felicidad y me hacen vivir la vida a un ritmo solo apto para cantantes de rock. Como una droga dura, al principio me bastaba con sentir todo eso dos o tres veces por año, pero el cuerpo nunca tenía suficiente y cada vez me pedía con mayor anhelo volver a competir. Y así hasta hoy, cuando solo abandono la competición para buscar un nuevo rincón donde poder conseguir mi dosis de placer. Carretera y manta. Semana tras semana, día tras día, busco nuevos objetivos cada vez más fuertes que puedan satisfacer las necesidades de mi cuerpo. Campeonatos y copas del mundo y de Europa, de España, renombradas carreras en invierno y verano, y durante las semanas sin objetivos en el calendario, cual adicto sin su sustancia, intento buscar en revistas, webs y calendarios alguna carrera no muy lejos de donde me encuentro para calmar la ansiedad hasta el próximo objetivo importante.

Estoy sentado al borde de la cama, desnudo y a punto de acostarme. Dentro de la habitación, el habitual desorden de las concentraciones o de las jornadas previas a las carreras ha desaparecido. Ahora todo el material está ordenado; en la silla frente a la cama reposa bien doblada la camiseta blanca con su dorsal. Debajo, el pantalón negro. Justo a la derecha, un par de calcetines blancos y rojos, el cortaviento, el chip para las bambas y el reloj. Un poco más a la derecha, junto a la silla, tres geles para la carrera, bebida isotónica para el calentamiento y el iPod con la lista de canciones especialmente preparada para los momentos previos a la competición, dieciséis canciones especialmente seleccionadas y ordenadas para acompañarme durante mi calentamiento, para ayudarme a pasar de la más absoluta relajación a la activación y excitación más fuertes. En el suelo, las bambas, limpias, impolutas. La chaqueta y el pantalón para resguardarme del frío mañana por la mañana, mientras baje a desayunar, aguarde la salida y realice el calentamiento. El resto de material, de ropa, el ordenador, el libro que estoy leyendo…, todo está bien guardado y ordenado en la maleta, para no distraerme al levantarme. Para que mi cerebro no pueda pensar en otra cosa que en la carrera. Como si el entorno constituyera una prolongación de mi cuerpo, y su orden y control se antojaran también imprescindibles para el orden que necesito durante esas horas antes de dormirme. El material está listo.

Repaso rápidamente la carrera. Me imagino completando el recorrido, el camino que voy a encontrar en cada momento y el paso que llevaré en cada instante. Intento imaginarme cuál va a ser el estado de mi cuerpo en cada uno de estos tramos. Sitúo el lugar exacto donde me tomaré cada gel, en qué momento me hidrataré y en qué momento deberé acelerar o dejar que sean los demás quienes lleven el ritmo de la carrera. Todo está bajo control.

Después de las indicaciones que me dio la semana pasada Marco de Gasperi sobre algunos de los favoritos italianos que corren mañana, supongo que van a ser ellos, con algún etíope, los que saldrán a un ritmo muy alto, los que querrán alcanzarme, para tomar ventaja a corredores más maratonianos que en la segunda parte, más llana, pueden ganarme mucho terreno. A corredores como Kupricka, Ançay y De Matteis debo controlarlos en terreno llano. Aunque, si se escaparan, siempre me quedará el último descenso para alcanzarlos… Recorrido, OK.

Me acuesto y apago la luz.

—¿Has visto la última película de…? —me pregunta mi compañero de habitación.

—Pues creo que no. Leí el libro, pero creo que no he visto la película —contesto.

E iniciamos una larga conversación paralela: la que se oye, que habla de libros, de chicas, de amigos y de anécdotas de otras carreras, y la que se desarrolla por dentro, la que habla de la lucha que nos espera el día siguiente, de la carrera, pero no del material, la táctica o los rivales. Esta conversación habla de cómo afrontaremos el éxito y sobre todo el fracaso en caso de que la carrera no salga bien. Cómo va a reaccionar nuestro ego, nuestro humor, y cómo van a reaccionar los demás, la gente que nos rodea.

Si nos hemos pasado el día imaginando las sensaciones y emociones que sentiremos al cortar la cinta, y que nos dan fuerza para lograrlo, ahora la conversación gira en torno a la angustia que viviremos si terminamos derrotados, y nuestra mente busca con desespero la lesión, la enfermedad, el problema… En fin, la excusa que nos impida volver a vivir esa sensación angustiante y abandonar antes de la salida.

Y ambas conversaciones discurren por caminos paralelos, se acercan y se alejan, intentando no romper la fachada que dejaría a la vista de nuestros compañeros los miedos que nos carcomen.

Las conversaciones llegan a su fin. Primero, la interior, al descubrir que no hay motivo para abandonar antes de luchar y asumiendo el fracaso que quizás vivamos el día siguiente, y cuando finaliza la primera conversación, la otra va apagándose sola, puesto que no tiene interés para construir el muro donde esconder nuestros temores. Y el sueño se apodera de mi cuerpo, mientras intento encontrar la postura más adecuada para el descanso, la respiración correcta, pero aunque los ojos se me cierran con la fuerza del plomo, la cabeza no para de dar vueltas, hasta que por fin el sueño sale vencedor.

El día amanece turbio, las nubes cubren el cielo pero no presagian amenaza. Estoy corriendo por un sendero que ladea por unas pendientes de matojos. El terreno es seco, el camino está cubierto de arena y rocas y en los márgenes los arbustos secos cubren a media altura los suaves lomos de las ondulaciones del terreno. Miro a mi alrededor. No se atisba ninguna montaña que despunte. El aire es seco, árido, y me doy cuenta de que no corre ni una pizca de viento. Todo está en silencio, de aquellos silencios que hacen ruido, que molestan y que deseas romper, pero que al gritar se oye un sonido seco, lejano, como si no te perteneciera. Poco a poco, mientras bajo, mis piernas van tomando peso y se tornan rígidas, cada vez más, hasta que se me hace difícil andar. No lo entiendo, estoy bajando, debería poder correr, debería poder moverme más deprisa. Pero mi cuerpo no reacciona a las órdenes enviadas por mi cerebro. No hace ni calor ni frío y atisbo ante mí un avituallamiento. Un chico y una chica tras una mesa nos ofrecen comida y bebida, pero no veo muy bien qué. Tampoco les veo la cara. Están de pie, en silencio, mientras llega otro corredor, fresco y risueño.

—¡Aleix! —grito.

No es posible. ¿Aleix? Si lleva años alejado de la competición. ¿Qué está haciendo aquí? No me responde, coge algo para comer y sigue con su camino. Salgo detrás de él, sin acordarme del peso que sentía en las piernas. Me pongo a andar, hasta que el peso y la rigidez me lo impiden. Me caigo al suelo y sigo arrastrándome por el camino de arena y piedra… Me levanto de la cama empapado de sudor. La habitación está a oscuras y mis compañeros duermen con pasmosa tranquilidad. No se oye nada. Este silencio, sin embargo, es cálido y vivo, me reconforta y me da seguridad. Miro el reloj. Apenas es medianoche, apenas llevamos dos horas durmiendo. Intento relajar la respiración y pensar en otras cosas mientras el sueño se apodera nuevamente de mí y me libera de pesadillas hasta que seis horas después me levanto otra vez de la cama, aunque esta vez alertado por el sonido del despertador. Poco a poco, todos nos vamos levantando y abrimos la luz. El sueño ha desaparecido súbitamente en el instante que nuestro cerebro ha intuido que hoy el despertador ha sonado tres horas antes de la salida de la carrera. Hay que desperezarse sin tregua y despedirse de las sábanas. Bajo rápidamente a tomar un trozo de tarta energética y diez minutos más tarde me encuentro otra vez tumbado en la cama, con los ojos cerrados y la respiración pausada, mientras mi corazón late cada vez más despacio. Por enésima vez durante los dos últimos días empiezo a repasar el recorrido de la carrera, a los adversarios. En este momento todo es correcto, nada me detendrá.

Una hora antes de la salida me levanto de la cama con energía, me visto con esmero, termino de colocar el dorsal para que quede perfectamente alineado, me meto los geles en el bolsillo del pantalón y ato con fuerza los cordones alrededor del quick lace para que las bambas queden perfectamente ajustadas en torno a mi pie y ningún imprevisto pueda desabrocharlas. La música empieza a sonar en mi cabeza. Suena fuerte. Son tambores, ritmos eléctricos y vibrantes que a cada segundo crecen en volumen y ritmo, al tiempo que los latidos de mi corazón empiezan a acelerarse a modo de sincronía con la música. Mi cerebro me pide saltar, gritar y correr con todas mis fuerzas. Respiro profundamente un par de veces y conecto mi iPod. Empiezo a correr suave, lejos de los demás corredores, en mi rincón. Tengo la mirada fija a lo lejos, al fondo, frente a mí, visualizando aquella cinta. Un par de aceleraciones para despertar los músculos y despejar la tensión de mi mente y ya estoy listo. Observo las caras de los corredores que calientan alrededor de mí. Veo rostros serios, rostros risueños, rostros asustados y rostros rígidos. Y también piernas, piernas depiladas, piernas musculosas, piernas blancas y piernas morenas. Las piernas dan miedo. ¿Qué piernas veré durante la carrera? Porque con el esfuerzo va a ser difícil levantar la cabeza para ver caras, pero piernas sí voy a ver. Creo que sería capaz de reconocer antes a una persona por sus piernas que por su cara, teniendo en cuenta las horas que he pasado detrás de algunos corredores. Ya me he situado en la línea de salida, en la segunda fila, ni junto a la valla ni en el centro del pelotón. En mi posición. Se oyen algunas risas y algunos comentarios, pero la tensión se puede cortar con un cuchillo.

¡One minut to go! —grita fuerte el locutor. Mientras tanto, se empieza a sentir la presión del grupo que empuja hacia delante y los empellones empiezan a llegar de todas partes para intentar colocarse mejor. De todos modos, la carrera es larga y pondrá a cada uno en su sitio. Pienso que ahora no hay ninguna necesidad de empujar para arañar unos centímetros. Todo el mundo está alerta, con una pierna al frente y el cuerpo echado hacia delante; la mano en el reloj esperando pulsar el botón en el instante que suene la pistola.

El tiempo transcurre despacio, está casi detenido. Los segundos parecen horas y cada vez es más difícil seguir la cuenta atrás, mientras mis pensamientos giran solamente en torno al momento de la salida.

¡Thirty seconds to go!

El tiempo no se acelera, al contrario, parece que se detenga. Es como si el mundo corriera alrededor mientras está detenido para nosotros. La gente grita al otro lado de las vallas, pero no oigo nada. El silencio es total, absorbido por la tensión que desprende la espera del disparo de salida. Mi pulso cobra cada vez mayor rapidez y potencia. Soy capaz de oír cada uno de los latidos de mi corazón en cualquier parte del cuerpo: en la cabeza, manos, piernas… Dentro de mí empieza la cuenta atrás. Veinte, diecinueve, dieciocho, dieciséis. Siento cómo las fuerzas huyen de mí y me siento inestable. Las piernas están rígidas pero temblorosas, no parecen capaces de sostener mi cuerpo. Estoy convencido de que si sigo así un segundo más me voy a caer al suelo. Diez, nueve, ocho, seis. No sé si el tiempo se detiene por completo o si todo se acelera a una velocidad incontrolable. Ahora ya no solo me tiemblan las piernas, ahora todo mi cuerpo parece pesado y torpe, incluso sería complicado mover los labios para gritar. Si nadie me sujeta me voy a caer al suelo. Tres, dos, uno… De repente, vuelve el ruido, estoy inmerso en este mundo que gira con velocidad, y me siento desorientado unas décimas de segundo antes de que mi cuerpo responda con fuerza tirándome hacia delante. Ahora es ligero como una pluma y es capaz de avanzar a gran velocidad sorteando con agilidad cuantos corredores se me cruzan por el camino hasta situarme a la cabecera de la carrera.

Ya estamos en marcha y la carrera discurre por los cauces imaginados. En la salida he aprovechado para acelerar durante dos kilómetros, para romper el grupo, para que ningún corredor desconocido se pegue a mí a un ritmo suave y después me ataque por sorpresa, y también para demostrar mi fortaleza. Me muestro pletórico ante los demás corredores, para que tengan claro que la de hoy va a ser una carrera dura. La primera dificultad consiste en una empinada cuesta dentro del bosque, entre raíces y tierra oscura, que en pocos kilómetros nos va a permitir ganar unos 1.500 metros de desnivel. El grupo se rompe en seguida y seis corredores nos situamos en cabeza. Todos son conocidos, todos formamos parte de los favoritos. Yo ya he competido contra dos de ellos y espero que no me den ninguna sorpresa. Quien encabeza el grupo y nos lleva todos a su espalda con la lengua fuera se llama Helmut, y es un corredor alto, tirolés, con un estilo muy particular, que destaca por su fuerza en la subida y que también ha conseguido buenas marcas en carreras largas, pero que en descensos cortos y técnicos pierde terreno respecto a corredores más técnicos como yo. Robert es uno de los mejores corredores checos, con una buena educación atlética, un correr majestuoso, bien colocado y con grandes zancadas. Es un corredor muy peligroso en carreras cortas y terrenos llanos. De hecho, durante la primera subida, al llegar a un tramo más llano aparece él, a grandes zancadas, con explosividad a relanzar al grupo; eso sí, en las carreras más largas siempre paga sus limitaciones. Con los otros tres corredores que forman parte del pelotón de cabeza no he corrido nunca, pero gracias a las explicaciones facilitadas por otros corredores que han competido con ellos podría decir que los conozco a la perfección. El americano… es un corredor de gran fuerza en las carreras cortas, de diez kilómetros, y posee un correr en terrenos llanos casi imparable, y de momento está afrontando la subida con suma facilidad. Bruno es un joven corredor italiano, dos años mayor que yo, procedente del cross, pero que ha destacado siempre en las carreras de montaña y ha logrado grandes resultados en carreras cortas y en kilómetros verticales. No creo que tenga problemas en el ascenso y, siendo italiano, seguro que va a bajar como una flecha. El último corredor del grupo es un corredor suizo de origen portugués. César es un corredor que ha destacado siempre en las carreras suizas y que en los últimos meses se encuentra en un excelente estado de forma. Ha marcado tiempos buenísimos y ha ganado carreras ante renombrados corredores como Tarcis. Es un buen corredor en todos los terrenos, que tiene preferencia por las subidas sin mucha pendiente y las secciones llanas.

Me encuentro bien. El ritmo de subida es bueno, pero a pesar de todo me siento cómodo. Helmut ha dejado paso a Robert y César, que se dan relevos para romper todavía más al pequeño grupo de fugados, y la táctica empieza a darles sus frutos, ya que el corredor americano y Helmut están pagando los esfuerzos de los primeros kilómetros de carrera.

Llegamos al avituallamiento situado al final de la cuesta y sin poder respirar ni un segundo cojo un vaso sujetado por un chico en equilibrio. Intento beber del vaso sin detenerme, pero entre la velocidad, el traqueteo y mi respiración, solo consigo beber un sorbito. El resto se me derrama por la cara y la camiseta. Al empezar el tramo llano, el ritmo se estabiliza y nos quedamos un cuarteto en cabeza: Robert, Bruno, César y yo. Llevamos ya poco más de una hora de carrera y me tomo un gel que me aporte la energía necesaria para aguantar este ritmo tan fuerte. Noto cómo me va bajando por la garganta y cómo penetra en mi cuerpo para empezar a repartir el azúcar por él. Pero entonces se me hace un nudo en el estómago, me están entrando ganas de vomitar, se me van las fuerzas y siento náuseas.

Soy alérgico a las picaduras de avispa. Lo descubrí hace un par de semanas cuando subía en bicicleta el Passo Stelvio, en los Dolomitas italianos, y una avispa me picó. No recordaba que nunca me hubiera afectado una picadura de avispa. Sin embargo, aquel día, dos horas después estaba en el hospital. Y ayer, por segunda vez, volviendo de almorzar con la organización y el resto de corredores y corredoras, una avispa me picó en el dedo pulgar de la mano. Para alguien que no es alérgico, la picadura es molesta, pero al cabo de unas horas el dolor ya ha remitido y la persona se ha olvidado de la picadura. Pero en cambio para mí, supone sentir náuseas, dolor de cabeza, un intenso dolor en el lugar de la picadura y una descomposición estomacal durante un día entero. Si la picadura se hubiera producido en otra parte del cuerpo, como la cabeza o cerca de una arteria, me hubieran salido granos por todo el cuerpo y se me hubiera hinchado la lengua, con las consiguientes dificultades respiratorias y visión borrosa. Al fin y al cabo, ayer tuve suerte. Entré en la habitación y me envolví con fuerza el dedo con esparadrapo, para evitar que el veneno se esparciera por todo el cuerpo.

No se lo he querido decir a nadie, ni siquiera he pensado en ello hasta ahora, para no desmotivarme y para no desconcentrarme de la carrera que afrontaba. Debo pensar que una carrera es un espacio cerrado, una burbuja. Y en esta burbuja solo existen la carrera, los demás corredores y yo. Hay que dejar fuera todo lo otro. Las excusas, la falta de entrenamiento, los problemas de trabajo o de pareja deben dejarse fuera. Una carrera es una vida, con un nacimiento al levantarse por la mañana y una muerte al cruzar la meta.

Y, por supuesto, no podía decírselo a los demás corredores, para no darles a mis rivales un arma a la que agarrarse para hacerme sufrir desde el inicio, para salir fuertes y hacerme explotar desde el principio o para atacar en momentos de debilidad. No, yo debo demostrarles que controlo la situación a la perfección, que no sufro en ningún momento y que el ritmo que llevamos es siempre cómodo para mí. Tengo que demostrar a los demás que la carrera se desarrolla según mis gustos, que soy yo quien la domina y que seré yo quien decida quién puede fugarse y quién no. Quien decida el momento de atacar. Les debo hacer creer que luchan por el segundo puesto. Me coloco a su lado y lo miro con una sonrisa.

—¡Qué bonitos son los picos que tenemos enfrente! ¡Este paisaje es extraordinario! —digo con fuerza, de un tirón y sin tomar aire.

Sin esperar a su reacción, vuelvo a ponerme detrás de él y respiro con vigor para recuperar el aliento.

Poco a poco voy recobrando las fuerzas y cada vez tengo que disimular menos mi estado. Ya hemos dejado atrás la pista ancha y hemos empezado a correr por un camino que presenta pequeños altibajos y va salvando los obstáculos que le pone la naturaleza. Es un terreno que me divierte, que me permite correr con naturalidad y jugar con sus caprichos. Con las fuerzas totalmente recuperadas decido probar a los otros corredores y, si es posible, eliminar a uno o dos rivales de cara a la parte final. Me subo al margen del camino y avanzo hasta situarme en primera posición. Tirando con impulso en cada bajada, sorteando los árboles con mi cuerpo y corriendo con soltura en las cuestas, en seguida veo que no me sigue nadie. Bruno se encuentra a unos pocos metros de mí y César y Robert se han quedado atrás. Como me encuentro cómodo en este terreno, aprovecho para seguir a buen ritmo y reponer fuerzas para la última parte.

Al cabo de un rato compruebo que por detrás se acercan tres corredores a gran velocidad. El primero en alcanzarme es César, que se sitúa detrás de mí al tiempo que acelero el paso para dificultar la llegada a los otros dos corredores. Estamos ya en los últimos metros de cuesta. Los últimos diez kilómetros son un falso llano en bajada hasta los últimos tres kilómetros antes de meta, donde nos espera una fuerte pero corta bajada. Me cuesta mantener el ritmo. La subida se me está haciendo dura y siento la respiración de César en mi cogote. Decido realizar un último esfuerzo hasta el avituallamiento, y a partir de entonces ya decidiré cómo seguir. Acelero subiendo las piedras con potencia, arañando el suelo a cada paso, pero el aliento de mi perseguidor no parece alejarse, no quiero girarme. No quiero girarme para demostrarle que estoy sufriendo, que estoy preocupado por dónde está, por si está fresco o sufre.

Llegamos al avituallamiento del hotel Weshorn y voy andando unos pasos para coger un vaso de agua y bebérmela sin derramarla por el suelo. Tengo la garganta seca y el agua fresca se evapora como si mi boca fuera una esponja. Cojo otro vaso y me pongo a correr. Al levantar la cabeza compruebo que César está a unos cien metros delante de mí. No se ha parado en el control y detrás de mí está ya Tarcis, que como todos los años ha completado una sección llana espectacular, y con él, Robert.

Me centro en César. Él es quien ahora está dominando la carrera, a quien debemos alcanzar, pero parece que nuestros cuerpos no quieran acercarse. Tarcis y Robert vienen detrás de mí, esperando que sea yo quien los conduzca hacia la cabeza. Poco a poco vuelvo a situarme en la carrera. Es el momento en que debo decidir si sigo lo que me pide el cuerpo, bajar solamente un poco el ritmo, lo justo para quitarme el sabor de sangre de la boca y para que mi corazón pueda salir de la sensación de que el infarto puede llegar en cualquier momento. Total, el cuarto puesto parece asegurado, y quizás incluso cae un podio. Después de la temporada realizada, estaré orgulloso de ello. Sin embargo, mi conciencia me pide desoír estas señales e incluso desafiarlas, haciendo que mi corazón lata todavía con mayor fuerza y mis piernas soporten mayor cantidad de ácido láctico. Dentro de mi cabeza se inicia una retransmisión radiofónica. El locutor está narrando la carrera, pero no la que se desarrolla en estos momentos, sino la que vendrá a continuación:

«César está realizando un brillante final de carrera. Sus perseguidores empiezan a desfallecer y no parece que nadie le pueda apartar de la victoria. Atención, ¡Kilian ataca! ¡Y con qué potencia! Está ya a punto de alcanzar a César. Es impresionante el ritmo que acaba de dar a su cuerpo. ¡De seguir así hasta la meta va a sacar una ventaja increíble! Se ha situado ya en primera posición y el ritmo es soberbio… Última curva hacia la derecha y está encarando ya la recta final. Se da la vuelta pero no viene nadie. ¡Qué alegría! Increíble la victoria que está a punto de lograr. Saluda al público. De sus ojos brotan lágrimas de felicidad…».

Y mientras esta retransmisión va arrinconándose en mi cerebro, otra va tomando el relevo: ¿qué sentiré al cruzar la meta en primera posición? Mi mente me transporta al futuro. En este preciso instante oigo el griterío del público, mi nombre por los altavoces, pero nada me importa. Es la alegría absoluta, la alegría de haberlo logrado, de haber sido capaz de hacerlo. Es la felicidad absoluta, la felicidad compartida a una velocidad inimaginable a través de las nubes mientras mi cuerpo me responde con lágrimas.

De repente noto un escalofrío. Estas emociones eran reales. Noto los ojos húmedos. Ha sido tan fuerte esta sensación, esta emoción, que quiero intentar sentirla de nuevo. Lo necesito. ¡Debo alcanzar a César! Me imagino que cuelga de él una larga cuerda y me agarro a ella y, ayudándome con las manos, a cada paso tiro con ahínco para acercarme a él, y poco a poco, paso a paso, lo voy alcanzando, hasta que mis bambas se colocan donde él tenía las suyas hace apenas un momento.

Mientras corro detrás de Cesar, intento tomar conciencia de la posición de mi cuerpo. Trato de colocarlo lo más erguido posible para coger el máximo aire y dar grandes zancadas para darme un mayor impulso. Recuerdo las palabras de Jordi, mi entrenador. Correr es un arte, como pintar un cuadro o componer una pieza de música. Y para crear una obra de arte hay que tener claros cuatro conceptos básicos: técnica, trabajo, don e inspiración. Y todo ello hay que conjugarlo rodeado de un equilibrio vital. Se debe dominar a la perfección la técnica, evitar cualquier movimiento parásito que no sirva para impulsarnos y llevarnos más lejos y que únicamente consuma energía. Hay que prestar atención a los movimientos, poner esmero en ellos y protegerlos. Cada corredor tiene una forma natural de correr y debe seguirla, perfeccionarla. Hay corredores de grandes zancadas y otros de pequeños pasos. Corredores que corren con la cabeza alta y corredores que van encogidos. Hay corredores conservadores y otros que atacan desde el primer momento. No se debe imponer una forma de correr. No existe la forma perfecta para todos, pero todo el mundo cuenta con su forma perfecta de correr. Encontramos la mía: se trata de correr acorde con la naturaleza, intentando transmitir con mi paso lo que ella me transmite a mí. Sin dejar huellas en el terreno por donde piso, intentando ser lo más silencioso posible. Correr como si estuviera flotando sobre el camino, que el suelo apenas note la punta de mis pies que roza sus piedras. Correr adaptándome al terreno, con pequeños pasos corriendo o con largos pasos andando en las cuestas, o procurando que los descensos se asemejen a una danza fluida entre mi cuerpo y el terreno, pero siempre sin forzar nada, logrando que los pasos sean naturales y fluidos, como una continuación del terreno. Desde el día en que lo conocí, Jordi siempre me había dicho que poseía un don para este deporte, que tenía la genética perfecta. Sin embargo, yo, que he tenido siempre un carácter muy reservado, nunca me lo he creído del todo. Ahora recuerdo la primera prueba de esquí que gané en categoría sénior. Era mi último año de júnior y, como premio por los resultados cosechados, la federación me llevó a la Copa de Europa absoluta. Yo desde la salida tenía los ojos brillantes, al verme junto a mis ídolos. Florent, Manfred, Dennis… estaban en la misma línea de salida que yo. La carrera empezó muy rápida y en seguida me quedé en tierra de nadie, entre el trío de favoritos, que iba entre cuarenta y cincuenta segundos por delante, y el grupo perseguidor, que corría a un minuto detrás de mí. De repente, en el último repecho, me encontré en medio del trío de cabeza. «¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué han parado?», pensaba. «¿Por qué me esperan?». No llegaba a entender que los había alcanzado. Me quedé unos minutos completamente desconcertado. ¿Cómo era posible estar allí entre ellos? Mi cuerpo estaba bloqueado. No podía dejar de pensar que estaba corriendo junto a mis ídolos, los personajes reales de aquellas fotos que llenaban mis carpetas. Cuando mi mente empezó a trabajar como debía y se puso de nuevo en situación de competición, no lo dudé en ningún momento: les adelanté y ataqué con todas mis fuerzas. Todavía me planteé más preguntas: «¿Por qué no vienen? ¿Por qué se quedan rezagados?». No entendía nada, pero seguí adelante hasta la meta y al llegar me abracé al seleccionador llorando y dando botes de alegría, sin creerme que había ganado ante el mejor corredor suizo, Florent, con el que años más tarde formaría pareja en varias carreras y entablaría una gran amistad.

Sin embargo, como decía Picasso, la inspiración existe, pero que te encuentre trabajando. Jordi y Maite, mi primera preparadora física, me decían siempre que el don y la genética no sirven de nada sin el trabajo. El trabajo debe acompañarnos durante toda la vida de deportistas. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Sin vacaciones ni días de descanso. Es un trabajo artesanal en el que el artista y la obra son lo mismo. Es un trabajo de mañana y tarde, de días de placer y de buen tiempo, de excursiones para descubrir nuevos valles, de compartir entrenamientos con los amigos. Pero también son muchos días de mal tiempo, de salir a correr bajo una intensa lluvia, con frío o con barro, cuando tu cuerpo está cansado y únicamente desea quedarse en la cama. Cuando te levantas y solo tienes ganas de quedarte en el calor del hogar viendo una película, tomando un te, debes salir a luchar contra el viento y el agua. Son también muchos días de soledad, de repeticiones, con la única compañía de la música del iPod y algunos rebecos que desde su escondite te observan subir y bajar cuestas.

Llevamos un rato corriendo los cuatro en fila india sin que nadie se atreva a atacar. Es Tarcis quien ha tomado la iniciativa y conduce al grupo a un ritmo muy alto. Yo estoy situado justo detrás de él, para poder reaccionar lo más rápido posible ante cualquier movimiento suyo. En mi interior voy pensando el momento de atacar. Tengo dos bazas por jugar: la primera es atacar en un flanco con grandes bloques de piedra, donde aprovechando mi técnica podría distanciarme a unos cinco kilómetros de la meta, lo que me permitiría algo de juego, y la segunda, en caso de no poder atacar aquí, sería jugármelo el todo por el todo en el último descenso, a tres kilómetros del final. Mientras voy pensando en cuál será la mejor estrategia, Tarcis empieza a acelerar y logra que cada vez nos cueste más seguir su ritmo y que los de detrás comencemos a ceder metros. El ritmo es mayor y parece que se disponga a lanzar el ataque definitivo. Robert y César se están rezagando. Quizás ahora es el momento de atacar… Giro la vista atrás. Parece que se den por vencidos. Estoy a punto de cambiar el ritmo para adelantar a Tarcis cuando se cae al suelo delante de mí. Estaba tomando demasiados riesgos en este descenso técnico y sus piernas no han llegado a seguir a su mente. Freno con brusquedad y bajo la cabeza para ofrecerle la mano.

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —le pregunto.

—¡Mierda! Estoy bien, estoy bien —responde Tarcis levantándose del suelo.

Mientras Tarcis se pone de pie, oigo cómo llegan los pasos acelerados de nuestros perseguidores. La primera estrategia se ha ido al garete. Tendré que esperar a otro momento para atacar. Entre tanto, seguimos corriendo los cuatro juntos. Quedan ya pocas opciones. En algo más de doce minutos estaremos en la meta y, aunque soy un corredor a quien le gusta controlar las carreras desde delante y esperar el momento adecuado para atacar, si puedo prefiero atacar lejos de la meta, para tener más de una opción si hay que atacar de nuevo. Aquí me lo deberé jugar a una carta, y deberá ser la buena.

Noto la presión de Robert en mi cogote. Siento sus ganas de adelantarme. Cuenta con fuerza para hacerlo, a diferencia de mí, que voy muy justo para volver a relanzarme. Tengo que esperar a la señal, a que la intuición me diga que es el momento y que las fuerzas me vengan de repente.

Robert acelera. No le veo ni oigo sus pasos, pero lo sé. Aprieto los dientes para terminar de subir un par de metros y empieza el descenso. Ataco, lanzo mis piernas con velocidad. Las dejo muertas para que puedan seguir el ritmo de mi mirada y solo un instante observo de soslayo detrás de mí. Veo cómo Robert se gira para mirar dónde están sus perseguidores y en su mirada aprecio un gesto ínfimo y minúsculo, pero que ahora cobra gran importancia. Sus ojos ya no están inyectados en fuego y sangre, ahora son pequeños y sin fondo claro; ya no tienen marcada la cinta que quieren cortar. Me muestra que está vencido y yo acelero.

Nunca sé cuál es el momento de atacar. Es durante esta décima de segundo que se decidirá el futuro de la carrera, la victoria o el fracaso. Es un momento que no se puede planificar, es la palpitación de la intuición quien debe guiarte. Una reacción muy estudiada nunca llega a buen puerto. Si lo planificamos con demasiada prontitud, seguramente pagaremos el sobreesfuerzo, y si lo hacemos demasiado tarde, ya no podremos hacer nada. Hay que saber hacer un buen uso del factor sorpresa. Encontrar el momento clave. Y este momento, el de romper el ritmo para ir en busca de la cinta, siempre será aquel en el que se rompa el equilibrio entre la confianza en uno mismo, aquella que nos dice que vamos a ser capaces de lograrlo, y su ausencia. Es necesario sentir el miedo de pensar que no vas a ser capaz de lograrlo para poder romperlo y lanzarte a probar cuál de las dos tenía razón. Y hay que dejar que el momento de hacerlo te lo muestre la intuición, que sea el instante quien nos lance hacia delante, quien nos diga: ahora o nunca. Yo soy un atleta racional, me encanta analizar las carreras, planificarlas con antelación, imaginarme su desarrollo, soñar con ellas y representármelas en los entrenamientos, retransmitir por boca de locutores de radio imaginarios dentro de mi cabeza. Hacer planes para escribir el guión de la película. Creo que casi me da más satisfacción el escribir dentro de mi cabeza esta sucesión de decisiones que el propio momento de llevarlas a cabo, ya que nunca se cumple el guión que nos hemos marcado, siempre surgen imprevistos, y ahí reside la genialidad de la competición, lo que la convierte en mágica, en arte. Ser capaz de seguir el buen impulso, de saber que aquella fuerza que te ha lanzado hacia delante era la buena y no abandonarla.

En estos momentos no existe la vida fuera de la carrera. La carrera es la vida y esta termina al cruzar la línea de meta. El después no existe, solamente piensas en llegar lo más rápido posible; no piensas en las consecuencias que puedan acarrearte más adelante los esfuerzos, los golpes o las heridas, porque después de detener el crono solo existe la nada. Porque se acaba la vida que hemos creado para ir en busca de otra por crear. Mis piernas no dan abasto, mi respiración se corta a cada paso intentando bloquear cada impacto. No pienso en nada, mi mente está en blanco. Solo sigo la estela de las emociones que deseo sentir de nuevo. Y cuanto más me vienen a la mente, más aceleran mis piernas, más late mi corazón. Con un aparente descontrol se precipitan entre bloques y raíces, pero a cada paso saben exactamente dónde deben colocarte, hacia dónde deben enviar sus fuerzas. No hay pies, ni piernas, ni rodillas que reservar, no existen fuerzas que guardar. Mi cuerpo está en su límite de velocidad, y mi mente, en su límite de concentración para no caerse al suelo en cada paso.

Llego al asfalto, 100 metros, una curva a la derecha y miro hacia atrás. No viene nadie. Y vuelvo a sentirlo.

Pero ¿qué es ganar? ¿Cuál es la verdadera victoria? ¿Qué es lo que hace que al cruzar la línea de meta se me ericen los pelos, que note flotar mis pies y que no pueda evitar tener ganas de llorar, de gritar con todas mis fuerzas, de echarme a correr y al mismo tiempo tirarme al suelo? ¿Qué es lo que me hace sentir esta burbuja? La verdadera victoria no reside en cortar la cinta al cruzar la meta, no reside en verse el primero de la lista en la clasificación o en subir al peldaño más alto del podio. Nada de eso puede hacer que te tiemblen las piernas de miedo y emoción. O en todo caso lo puede hacer al recordar lo que has vivido antes. La victoria, la real, es aquella que se encuentra en lo más hondo de cada uno de nosotros. Es aquella que no nos creemos del todo que pueda llegar, a pesar de la preparación y la voluntad puestas, y que finalmente llega. Es como si, aunque de forma consciente y con la calculadora en mano, después de muchas horas de preparación, de muchos días de entrenamiento, de concienciarnos de que somos capaces de ganar, o simplemente de terminar la carrera, existiera algo en nuestro inconsciente que nos dijera constantemente que es imposible, que es demasiado bueno, demasiado grande, demasiado increíble para ser verdad. Que lo que deseamos lograr es solamente un sueño. Y al cruzar la meta, cuando echas la vida atrás y compruebas que es real, que eres de carne y hueso, y que lo que parecía posible solo en sueños se ha convertido en realidad, te das cuenta de que esta es la verdadera victoria.

Ganar no significa terminar en primera posición. No significa batir a los demás. Ganar es vencerse a uno mismo. Vencer a nuestro cuerpo, nuestros límites y nuestros temores. Ganar significa superarse a uno mismo y convertir los sueños en realidad. En muchas carreras he terminado en primera posición pero no me he sentido ganador. Al cruzar la meta no he llorado, no he saltado de alegría y mis emociones no han sido una tormenta desbocada. Simplemente tenía que ganar la carrera, terminar por delante de los demás y, antes y durante la carrera, sabía, tenía la seguridad, que llegaría el primero. Sabía que no era un sueño, y en ningún momento mi mente llegó a plantearse qué sería el no vencer. Era fácil, como un cocinero que abre su restaurante por la mañana y sabe exactamente cómo le va a quedar el bistec. No hay ningún reto, ningún sueño del que despertarse al final. Y eso, por lo menos para mí, no es ganar. Al contrario, he visto a grandes ganadores, a personas que se han vencido a sí mismas y que han cruzado la línea de llegada llorando, sin fuerzas, pero no por el agotamiento físico, que también, sino sobre todo por haber logrado terminar aquello que ellos sabían que en el fondo solo era fruto de sus sueños. He visto a gente sentarse al cruzar la meta de la UTMB y permanecer en esta posición durante horas con la mirada perdida, con la mayor de las sonrisas en sus adentros, sin creerse todavía que lo que acaban de lograr no forma parte de un engaño de la mente. Sabiendo que al despertarse podrían decirse que sí, que lo lograron, que vencieron todos los miedos y que descendieron de los sueños para convertirlos en realidad. He visto a personas que, pese a llegar cuando los primeros ya se habían duchado, habían almorzado y quizás habían tenido tiempo de echarse una buena siesta, se sienten vencedores, y no cambiarían lo que sienten por nada de lo que les pudieran ofrecer. Y los envidio, porque en el fondo ¿no corremos para eso? ¿Para saber que nosotros somos capaces de vencer nuestros miedos y que la cinta que cortamos al cruzar la meta no está sujetada por azafatas sino que está situada allá donde nuestros sueños quieren? ¿La victoria no consiste en ser capaces de poner nuestro cuerpo y nuestra mente al límite para descubrir que estos límites nos han llevado a descubrir nuevos límites? ¿Y empujar poco a poco nuestros sueños?