35.

Resbalé con el tacón de la bota en la acera irregular y el ruido que hice al recuperar el equilibrio se oyó apagado en el aire denso tras la lluvia de esa noche. La leve punzada que me dio la pierna me recordó que no estaba bien del todo. Ya hacía rato que se había puesto el sol y las nubes hacían la noche más oscura de lo que debería ser, cerrada y cálida. Chapoteé en un charco, de demasiado buen humor como para que me importara si se me mojaban los tobillos. Tenía una masa de pizza subiendo en la cocina y una bolsa de la compra llena de ingredientes para ponerle.

Esa noche íbamos a comer temprano; Ivy tenía un trabajo y Kisten me iba a llevar al cine y yo no quería atiborrarme de palomitas. Al pasar bajo un arce atrofiado por la contaminación e iluminado por las farolas, estiré el brazo para tocarle las hojas y sonreí al sentir la suavidad verde que me rozaba la piel. Estaban húmedas y dejé que me quedara la mano húmeda y fresca bajo el aire nocturno. La calle estaba muy tranquila. La única familia humana que vivía allí estaba en casa, viendo la tele, y todos los demás estaban trabajando o en la escuela. El murmullo de Cincinnati era un sonido lejano y remoto, el rumor sordo de unos leones dormidos.

Ajusté la correa de mi nueva bolsa de la compra de lona y pensé que mientras habíamos estado fuera, la primavera había metido la directa. Ya había pasado casi un año desde que había dejado la SI.

—Y estoy viva —le susurré al mundo. Estaba viva y me iba bien. No, me iba genial.

Oí el carraspeo suave de una garganta cerca de mí pero me las arreglé para no dar una sacudida ni alterar el paso. Provenía de la acera de enfrente y busqué entre las sombras hasta que encontré a un hombre lobo con buenos músculos, vaqueros y una camisa de vestir. Llevaba siguiéndome toda la semana. Era Brett.

Me obligué a aflojar la mandíbula y asentí con gesto respetuoso, a cambio recibí un saludo rápido y enérgico. Seguí bajando por la calle balanceando el brazo libre y chapoteando en los charcos que encontraba en mi camino. Brett no me iba a molestar. Se me había ocurrido que estaba buscando el foco (o bien quería confirmar que había desaparecido de verdad o quería utilizarlo para volver a congraciarse con Walter si no había desaparecido) pero no creí que fuera eso. Cuando había dejado caer la gorra en el puente del Mackinac y se había ido me había parecido que se había convertido en un lobo solitario. Pero de momento solo estaba observando. David había hecho lo mismo durante meses antes de dar a conocer por fin su presencia. Cuando no estaban seguros de su rango, los hombres lobo eran pacientes y cautos. Acudiría a mí cuando estuviese listo.

Y yo estaba de muy buen humor como para preocuparme por eso. Estaba tan contenta de estar en casa… Me habían quitado los puntos y las cicatrices eran unas líneas finas fáciles de esconder. Se me estaba quitando la cojera y gracias a la maldición que había utilizado para transformarme en lobo, no tenía ninguna peca. El aire suave salía y entraba con facilidad de mis pulmones mientras andaba, y me sentía atrevida. Atrevida y estupenda con mis botas hechas por vampiros y la cazadora de aviador de Jenks. Me había puesto la gorra que Jenks les había robado a los hombres lobo de la isla, que añadía un bonito toque de chica mala. El tío de la tienda de la esquina había pensado que yo era muy mona.

Pasé junto a mi coche tapado en el garaje abierto y mi buen humor peligro un poco. La SI me había suspendido el carné. No era justo, hombre. Les había ahorrado una tonelada de problemas políticos y ¿me lo agradecieron siquiera? No. Me quitaron el carné.

No quería perder el buen humor, y me obligué a dejar de fruncir el ceño. La SI había hecho un anuncio público, en la última página del periódico, en la sección de la comunidad, donde me comunicaban que me habían absuelto de toda sospecha y que no había ningún indicio de delito en las muertes accidentales que se habían producido en el puente. Pero a puerta cerrada, un vampiro no muerto me había apretado las tuercas por intentar ocuparme de un artefacto tan poderoso en lugar de llevárselo a ellos. El tipo no dio marcha atrás hasta que Jenks amenazó con cortarle los huevos y dármelos para que hiciera una bola mágica a amigos como esos ha y que adorarlos.

El vampiro no muerto no consiguió que confesara que mi intención había sido matara Peter y eso lo cabreó como un mono. Era tan guapo como peligroso, con el cabello blanco como la nieve y rasgos marcados, y aunque me dio caña hasta tal punto que habría estado dispuesta a tener un hijo suyo, no pudo asustarme lo suficiente como para que olvidara que tenía derechos. No después de haber sobrevivido a Piscary, al que esos derechos le daban igual. Toda la SI nacional estaba cabreada conmigo, creían que el foco se había caído por el puente, con Nick, en lugar de entregárselo a ellos.

Se estaba haciendo una búsqueda continua, veinticuatro horas al día, con el fin de encontrar el artefacto en el fondo de los estrechos a los nativos les parecía una estupidez, ya que la corriente lo habría dejado en el lago Hurón poco después de que el camión chocara contra el agua, y yo pensaba que era una estupidez porque el verdadero artefacto estaba escondido en el salón de Jenks. Dada la postura oficial que había adoptado la SI, no podían encerrarme, pero con los puntos añadidos tras el accidente con Peter, lo que sí podían hacer era suspenderme el carné. Las alternativas que tenía eran coger el autobús durante seis meses o apretar los dientes e ira clases en la autoescuela. Dios, no. Sería la más vieja de toda la clase.

Con el humor un poco más apagado, subí los escalones de la iglesia de dos en dos y sentí que me protestaba la pierna. Tiré de la pesada puerta de madera para abrirla, me colé en el interior y respiré hondo para disfrutar del aroma a salsa de tomate y beicon. La masa de la pizza seguramente ya estaría lista y la salsa de Kisten había estado cocinándose a fuego lento casi todo el día. Mi vampiro había estado haciéndome compañía toda la tarde mientras yo terminaba de reabastecer mi armario de hechizos. Incluso me había ayudado a limpiar el desastre que había montado.

Cerré la puerta sin casi golpearla. Todas las ventanas de la iglesia estaban abiertas para dejar entrar la noche húmeda. Estaba deseando meterme en el jardín al día siguiente y hasta tenía unas cuantas semillas que quería probar. Ivy se reía de mí y de la pila de catálogos de semillas que me habían encontrado de algún modo a pesar del cambio de dirección, pero yo la había sorprendido hojeando uno.

Me metí un rizo rebelde detrás de la oreja y me pregunté si podía darme el lujo de gastar diez dólares por semilla en el paquete de orquídeas negras al que mi amiga le había echado el ojo. Conseguirlas era misión casi imposible y eran todavía más difíciles de cultivar, pero con la ayuda de Jenks, ¿quién sabía?

Me quité las botas mojadas y el abrigo, lo dejé todo junto a la puerta y atravesé solo con los calcetines el tranquilo santuario. El rumor de un coche que pasaba entró por los altos montantes de abanico que tenía encima de las vidrieras. Los pixies habían trabajado durante horas, habían arrancado la pintura vieja y engrasado los goznes para que yo pudiera abrirlos con la larga percha que había encontrado en la escalera del campanario. No había telas metálicas, que era por lo que las luces estaban apagadas. Y tampoco había pixies. Mi escritorio volvía a ser mío. Gracias a todo lo sagrado.

Mis ojos errantes se posaron en las macetas de plantas que Jenks se había dejado en mi escritorio y me detuve en seco al ver un par de ojos verdes debajo de la silla, un par de ojos que reflejaban la luz. Poco a poco se me escapó el aliento.

—Maldita gata —susurré. Sabía que Rex terminaría matándome de un susto si antes no me rompía el corazón. Me agaché para intentar convencerla de que se acercara, pero Rex no se movió ni parpadeó, ni siquiera agitó su preciosa cola.

A Rex yo no le caía muy bien. Con Ivy se llevaba de maravilla. Le encantaba el jardín, el cementerio y los pixies que vivían en él, pero yo no. Aquella bolita de algodón naranja estaba dispuesta a dormir en la cama de Ivy, a ronronear bajo su silla durante el desayuno para que le diera algo ya sentarse en su regazo, pero a mí solo me miraba con unos ojos grandes e imperturbables. No podía evitar sentirme herida. Creo que seguía esperando a que me volviera a convertir en lobo. El sonido de las voces de Kisten e Ivy se coló por encima de la música lenta de jazz. Me subí un poco más la bolsa de lona y me acerqué con torpeza a Rex con la mano extendida.

Ivy y yo llevábamos una semana en casa y todavía estábamos en un limbo emocional. Tres segundos después de que Ivy y yo entráramos por la puerta, Kisten me vio los puntos de hilo dental, respiró hondo y supo lo que había pasado. En un instante, Ivy pasó de estar encantada de estar en casa a una depresión profunda. Con una expresión vacía y dolorida, había dejado las bolsas y se había ido con la moto para que «la revisaran».

Y casi mejor. Kisten y yo tuvimos una larga y dolorosa conversación en la que él expresó su dolor y a la vez su admiración por mis nuevas cicatrices. Fue un placer poder confesarle a alguien que había estado a punto de cagarme de miedo con Ivy, y fue incluso mejor cuando él estuvo de acuerdo en que, con el tiempo, mi amiga terminaría olvidando su propio miedo e intentaría encontrar un equilibrio de sangre conmigo.

Desde entonces, Kisten había vuelto a ser él mismo, o casi. Había una vacilación picara en sus caricias, como si se estuviera ateniendo a unas acciones concretas para ver si yo cambiaba el acuerdo. El lamentable resultado fue que desapareció la mezcla de peligro y seguridad que yo adoraba en él. Como no quería interferir en nada que Ivy y yo pudiéramos encontrar, me había puesto a mí al cargo de seguir avanzando en nuestra relación.

No me gustaba estar al mando. Me gustaba ese subidón que hace que te lata el corazón más fuerte cuando te van atrayendo para tomar decisiones que quizá terminen siendo un error. Y darse cuenta de eso era deprimente. Al parecer, Ivy y Jenks tenían razón cuando decían que no solo era una adicta a la adrenalina, sino que encima necesitaba la sensación de peligro para ponerme cachonda.

Al pensarlo, mi humor se agrió del todo y me agaché junto al escritorio con el brazo extendido para intentar caerle bien a la estúpida gata. El animal estiró el cuello y me olisqueó los dedos, pero no metió la cabeza bajo mi mano como hacía con Ivy. Renuncié, me levanté y me dirigía la parte posterior de la iglesia, tras el rumor sordo de la voz masculina de Kisten. Cogí aire para llamarlos y decirles que había llegado, pero mis pies se negaron a moverse cuando me di cuenta que estaban hablando de mí.

—Bueno, lo cierto es que la mordiste —decía Kisten, su voz era a la vez mimosa y un tanto acusadora.

—La mordí —admitió Ivy con un simple susurro.

—Y no la vinculaste —la animó él.

—No. —Oí el crujido de su silla cuando se volvió a colocar, la culpa la hacía cambiar de postura.

—Quiere saber lo que pasa a continuación —dijo Kisten con una carcajada grosera—. Coño, y yo también.

—Nada —respondió Ivy con tono brusco—. No va a volver a pasar.

Me lamí los labios y pensé que debería volver por el pasillo y entrar otra vez haciendo más ruido, pero no podía moverme, me había quedado mirando la madera gastada que había junto al arco que daba al salón.

Kisten suspiró.

—Eso no es justo. Le diste falsas esperanzas hasta que te puso en evidencia y ahora tú no quieres seguir adelante y ella no puede volver atrás. Mírala —dijo, y me lo imaginé señalando la nada con un gesto—. Quiere encontrar un equilibrio de sangre. Por Dios, Ivy, ¿no era eso lo que querías?

Oí la bocanada de aire que expulsó Ivy con un jadeo.

—¡Podría haberla matado! —exclamó, y yo me sobresalté—. Perdí el control como siempre y estuve a punto de matarla. Me dejó hacer porque confiaba en mí. —Sus palabras sonaban ahogadas—. Lo entendió todo y no me detuvo.

—Tienes miedo —la acusó Kisten y abrí mucho los ojos al ver las agallas que le echaba el vampiro.

Pero Ivy no se lo tomó mal y lanzó una carcajada sarcástica.

—No me digas.

—No —insistió él—. Me refiero a que estás asustada. Tienes miedo de intentar encontrar un equilibrio con el que podáis vivir las dos porque si lo intentáis y no podéis, ella se va y tú te quedas sin nada.

—No es eso —dijo ella con tono rotundo y yo asentí. Era en parte eso, pero no del todo.

Kisten se inclinó hacia delante, oí el crujido de la silla.

—Crees que no te mereces nada bueno —comentó; yo me quedé fría, me pregunté si había algo más en todo aquel asunto de lo que yo pensaba—. Tienes miedo de arruinar todo lo decente que te encuentras, así que te vas a conformar con esta mierda de relación a medias en lugar de ver hasta dónde podría llegar.

—No es una relación a medias —protestó Ivy.

Kisten se ha acercado a la verdad, pensé. Pero no es eso lo que obliga a callara Ivy.

—Comparada con lo que podrías tener, lo es —dijo el vampiro y yo oí que alguien se levantaba y se movía—. Ella es hetero y tú no —añadió Kisten, ya mí se me aceleró el pulso. La voz masculina llegaba desde el mismo sitio donde estaba sentada Ivy—. Ella ve una relación platónica profunda y tú sabes que incluso si empiezas así, al final te engañarás y creerás que es más profunda. Ella será tu amiga cuando lo que tú quieres es una amante. Y una noche, en un momento de pasión de sangre, vas a cometer un error de un modo muy concreto y ella se irá.

—¡Cállate! —gritó Ivy y oí un golpetazo, quizá de una mano que se encontraba con los dedos de alguien.

Kisten lanzó una suave carcajada y la terminó con un suspiro de comprensión.

—Esta vez he acertado.

Su voz líquida, envuelta en la bruma de la verdad, me provocó un escalofrío. Date la vuelta, me dije. Date la vuelta y vetea jugar con la gata. Pude oír los latidos de mi corazón en medio del silencio. En el equipo de música terminó la canción.

—¿Vas a volver a compartir sangre con ella?

Era una pregunta serena, casi vacilante, e Ivy respiró hondo con un ruidoso suspiro.

—No puedo.

—¿Te importa si lo hago yo?

Oh, Dios. Esa vez sí que me moví y apreté la bolsa de lona contra mí. Kisten ya tenía mi cuerpo. Si compartíamos sangre, sería demasiado para el orgullo de Ivy. Algo se rompería.

—Cabrón —dijo Ivy, con lo que mi retirada se detuvo en seco.

—Sabes lo que siento por ella —respondió Kisten—. No pienso alejarme por culpa de tus absurdos complejos con la sangre.

Separé los labios al oír la amarga acusación de mi vampiro; Ivy siseó, furiosa.

—¿Complejos? —dijo con vehemencia—. ¡Mezclar el sexo con la sangre es el único modo que tengo de evitar perder el control con alguien a quien quiero, Kisten! ¡Creí que era mejor, pero es obvio que no lo soy!

Había sido un grito amargo y acusador pero la voz de Kisten al contestar sonó igual de áspera con sus propias frustraciones.

—No lo entiendo, Ivy —protestó, y oí que se alejaba de ella—. Nunca lo entendí. La sangre es la sangre. El amor es el amor. No eres ninguna puta si tomas la sangre de alguien que no te cae bien, y no eres una puta por querer que alguien que no te cae bien tome tu sangre.

—Ese es el punto en el que estoy, Kisten —dijo Ivy—. No pienso tocarla, y tú tampoco.

Se me disparó el pulso y oí en el intenso suspiro de Kisten el sonido de una vieja discusión que no tenía respuesta.

—Por Rachel merece la pena luchar —dijo en voz baja—. Si me lo pide, no voy a negarme.

Cerré los ojos, ya veía a donde iba a parar todo aquello.

—Y porque eres un hombre —sugirió Ivy con amargura—, no tendrá problema cuando la sangre se convierta en sexo, ¿verdad?

—Supongo que no. —Palabras llenas de seguridad, y yo abrí los ojos.

—Maldito seas —susurró la vampira, parecía rota—. Te odio.

Kisten se quedó callado y entonces oí el sonido suave de un beso.

—Me quieres.

Me quedé quieta en el pasillo, con la boca muy seca; temía moverme en medio del silencio que había dejado la última canción.

—¿Ivy? —entonó Kisten, mimoso—. No voy a apartarla de ti, pero tampoco me voy a quedar de brazos cruzados y fingir que soy de piedra. Habla con ella. Sabe lo que sientes y sigue durmiendo en la habitación de al lado, no en un apartamento al otro extremo de la ciudad. Quizá…

Cerré los ojos en un torbellino de sentimientos contradictorios. En mi mente me vi compartiendo habitación con Ivy y la imagen me sacudió entera. Me vi metiéndome entre esas sábanas de seda y deslizándome hacia su espalda, oliendo su cabello y sintiendo cómo se daba la vuelta, veía su sonrisa fácil a diez centímetros de la mía. Sabía que sus ojos estarían cargados de sueño y entrecerrados, casi oí el sonido suave de bienvenida que emitiría.

¿Qué coño estaba haciendo?

—Rachel es imprudente —dijo Kisten—, impulsiva y la persona más bondadosa que he conocido jamás. Me contó lo que pasó, pero no por eso tiene peor opinión de ti, ni de ella misma, aunque las cosas salieran mal.

—Cállate —susurró Ivy, había dolor y remordimiento en su voz.

—Fuiste tú la que abrió la puerta —la acusó Kisten e hizo que Ivy se enfrentara a lo que habíamos hecho—. Y si no la acompañas tú, Rachel encontrará a alguien que lo haga. No tengo que pedirte permiso. Ya menos que me digas ahora mismo que algún día vas a intentar encontrar un equilibrio de sangre con ella, lo haré yo si me lo pide.

Tuve un escalofrío y me sobresalté cuando un roce suave en la pierna me hizo dar un brinco. Era Rex, pero para ella yo no suponía más que algo contra lo que rozarse mientras se dirigía al salón, siguiendo el sonido de la angustia de Ivy.

—¡No puedo! —exclamó Ivy, y yo di un salto—. Piscary… —Cogió aire con un jadeo—. Piscary se meterá y conseguirá que le haga daño, quizá que la mate.

—Valiente excusa —la machacó Kisten—. La verdad es que tienes miedo.

Me quedé en el pasillo y me puse a temblar; sentía la tensión que aumentaba en la habitación, que quedaba fuera de mi vista. Pero la voz de Kisten se llenó de dulzura una vez hubo conseguido que Ivy admitiera sus sentimientos.

—Deberías decirle eso a ella —continuó en voz baja.

Ivy sorbió por la nariz, de pena pero también con tono divertido y amargo.

—Acabo de hacerlo. Está en el pasillo.

Aspiré una bocanada de aire y me erguí con una sacudida.

—Mierda —dijo Kisten, en su voz había pánico—. ¿Rachel?

Cuadré los hombros, levanté la barbilla y entré en la cocina. Kisten se detuvo en seco en el pasillo y la tensión me golpeó como un martillo. La constitución larguirucha de mi novio, sus hombros anchos y mi camisa de seda roja favorita ocuparon toda la arcada. Llevaba las botas puestas, y le quedaban muy bien asomando bajo los vaqueros. Sentí el peso de su pulsera en el brazo y lo giré mientras me preguntaba si debería quitármelo.

—Rachel, no sabía que estabas ahí —dijo con la cara crispada—. Lo siento. No eres ningún juguete y no tengo que pedirle permiso a Ivy para jugar con él.

Seguí dándole la espalda con los hombros rígidos mientras abría la bolsa de lona para sacar las cosas. Dejé el queso, los champiñones y la piña donde estaban y me acerqué a la despensa, colgué la bolsa de la compra del gancho que había clavado el día anterior. Las imágenes de la cómoda habitación de Ivy, de la cara de Kisten, de su cuerpo, de la sensación de tenerlo bajo mis dedos, de cómo me hacía sentir, surgieron todas ante mis ojos. Con paso forzado fui hasta los fogones y quité la tapa de la salsa. Subió el vapor y con él el aroma a tomate que hizo que flotaran mechones de mi cabello. Revolví la salsa sin ver cuando Kisten se acercó a mí por detrás.

—¿Rachel?

Exhalé una bocanada de aire y contuve la siguiente. Estaba muy confusa. Con mucha suavidad, casi como si no estuviera allí, Kisten me puso una mano en el hombro. La tensión me abandonó y al notarlo, él se inclinó hasta que su cuerpo se apretó contra mi espalda. Me rodeó con los brazos y me aprisionó, y dejé de revolver la cazuela.

—Lo supo en cuanto entré —dije.

—Supongo —me susurró él al oído.

Me pregunté dónde estaba Ivy, si se había quedado en el comedor o había huido de la iglesia, avergonzada de tener necesidades y miedos como todos los demás. Kisten me quitó la cuchara y la dejó entre los fogones antes de darme la vuelta. Lo miré a los ojos y no me sorprendió verlos entrecerrados de preocupación. El fulgor de la luz del techo se reflejaba en su barba de un día y la toqué porque podía. Me había rodeado la cintura con los brazos y dio un tirón para acomodarme más cerca de él.

—Lo que no puede decirte a la cara, lo dirá cuando sabe que estás escuchando —me dijo Kisten—. Es una mala costumbre que cogió cuando estaba en terapia.

Eso ya me lo había figurado yo, y asentí con la cabeza.

—Esto es un desastre —dije. Me sentía muy desgraciada al mirar el pasillo oscuro por encima de su hombro—. Jamás debería haber…

Me interrumpí cuando Kisten me abrazó todavía más fuerte. Con los brazos alrededor de su cintura y la cabeza apoyada en su pecho, aspiré hondo el aroma a cuero y seda y me relajé contra él.

—Sí —dijo él—. Sí que debías. —Me apartó un poco hasta que lo miré a los ojos—. No te lo pediré —dijo muy en serio—. Si ocurre, ocurre. Me gustan las cosas como están. —Su expresión se hizo ladina—. Me gustaría más si las cosas cambiaran, pero cuando el cambio es muy rápido, los fuertes se rompen.

Con los ojos en la arcada, me alcé y lo abracé, no quería soltarlo. Oía Ivy en el salón, intentaba encontrar un modo de hacer una entrada elegante. El calor del cuerpo de Kisten era tranquilizador, y contuve el aliento para evitar pensar en sus dientes hundiéndose en mí. Sabía con exactitud lo estupendo que sería.

¿Qué iba a hacer sobre eso?

La cabeza de Kisten se alzó un instante antes de que el repique del timbre de la puerta resonara por la iglesia.

—¡Ya abro yo! —gritó Ivy, y Kisten y yo nos separamos antes de que las botas de mi amiga rozaran el suelo del pasillo. Se encendió la luz del vestíbulo y oí el comienzo de una conversación en voz baja. Había que cortar los champiñones y Kisten se reunió conmigo mientras me lavaba las manos. Nos peleamos por un poco de espacio ante el fregadero e hicimos entrechocar las caderas cuando me empujó para animarme.

—Córtalos en ángulo —me advirtió cuando fui a coger la tabla de cortar. Él tenía las manos en la bolsa de la harina y después dio una palmada sobre el fregadero antes de colocarse en la isleta del centro con la bola de masa que había dejado para que subiera bajo un paño de lino.

—¿Importa mucho? —Todavía melancólica, llevé mis cosas al otro lado de la isleta para poder mirarlo—. ¿David? —grité mientras me comía la primera loncha de champiñón. Seguramente era él, puesto que yo lo había invitado a dejarse caer por la iglesia.

A Kisten se le escapó un sonido bajo y yo sonreí. Estaba muy guapo en la cocina. Un poco de harina le había dejado una mancha muy casera en la camisa y se había subido las mangas para mostrar los brazos ligeramente bronceados. Al ver cómo manejaba con suavidad la masa y me miraba al mismo tiempo, me di cuenta que la emoción había regresado, ese peligro delicioso del «¿Y qué pasa si…?». Le había dicho a Ivy que no se iba a alejar de mí, así que yo pisaba terreno peligroso. Otra vez.

Que Dios me ayude. Pensé, enfadada. ¿Se puede ser más estúpida? Mi vida era un desastre. ¿Cómo podía quedarme allí tan tranquila cortando champiñones como si todo fuera tan normal? Pero en comparación con la semana anterior, quizá eso fuera normal.

Levanté la mirada cuando entró David por delante de Ivy, la constitución ligera del hombre lobo parecía fornida ante la elegancia sofisticada de la vampira.

—Hola, David —dije, e intenté despejarme—. Esta noche ha y luna llena.

Él asintió, pero no dijo nada mientras contemplaba a Kisten, que con gesto despreocupado hacía un círculo con la masa.

—No puedo quedarme —dijo al darse cuenta que estábamos haciendo la comida—. Tengo unos cuantos compromisos, pero ¿dijiste que era urgente? —Después le sonrió a Kisten—. Hola, Kisten. ¿Cómo va el barco?

—Todavía a flote —contestó mi novio, y alzó las cejas al observar el traje caro que llevaba David. Estaba trabajando y vestía acorde con su cargo, a pesar de su barba incipiente, que la luna llena empeoraba.

—No me llevará mucho —dije mientras cortaba el último champiñón—. Tengo algo a lo que quiero que le eches un vistazo. Me lo traje de vacaciones y quiero tu opinión.

En sus ojos había mil preguntas pero se limitó a desabrocharse el guardapolvo largo de cuero.

—¿Ahora?

—Luna llena —dije con tono críptico, deslicé los champiñones partidos en la olla más pequeña para hechizos que tenía y ahogué la leve preocupación que me embargó: estaba rompiendo la regla número dos al mezclar las cosas de cocinar con las de los hechizos, pero es que eran del tamaño justo para poner los ingredientes de la pizza. Ivy fue sin hacer ruido a la nevera y sacó el queso, la hamburguesa hecha y el beicon que había quedado del desayuno. Intenté mirarla a los ojos para decirle que todo iba bien entre nosotras, pero no quiso mirarme.

Enfadada, dejé el cuchillo de golpe sobre la mesa, pero tuve cuidado de apartar los dedos. Vampirita tonta, que le tienes miedo a tus sentimientos.

Kisten suspiró sin apartar los ojos del disco de masa que había tirado al aire con gesto profesional.

—Algún día, señoritas, las voy a reunir a las dos.

—Yo no hago tríos —dije con sarcasmo.

David se sobresaltó, pero los ojos de Kisten adquirieron una expresión seductora y pensativa al tiempo que cogía la masa.

—No estaba hablando de eso, pero vale.

Las mejillas de Ivy se pusieron rojas y David se quedó inmóvil al percibir la repentina tensión.

—Oh —comentó el hombre lobo, ya casi se había quitado el abrigo—. Quizá no sea un buen momento.

Yo conseguí esbozar una sonrisa.

—No —dije—. Es la mierda diaria habitual. Ya estamos acostumbrados.

David terminó de quitarse el abrigo y frunció el ceño.

—Yo no —murmuró.

Fui al fregadero y me incliné hacia la ventana, me parecía que David era un poco gazmoño.

—¡Jenks! —grité al jardín oscuro, resplandecía de niños pixies que atormentaban a las polillas. Era precioso y estuve a punto de perderme en las bandas tamizadas de color fugaz.

Un estrépito de alas fue mi única advertencia y me aparté de un tirón cuando Jenks entró de un salto por el agujero para pixies de la tela metálica.

—¡David! —exclamó; estaba estupendo en sus ropas informales de jardín verdes y negras. Flotaba al nivel de nuestros ojos y metió con él en la cocina el aroma a tierra húmeda—. Gracias a los zapatitos rojos de Campanilla que estás aquí —dijo y levantó los dos pies cuando apareció Rex en la puerta, con los ojos muy abiertos y las orejas alerta—. Matalina está a punto de arrancarme las alas. Tienes que sacar esa cosa de mi salón. Mis hijos no hacen más que tocarla. Hacen que se mueva.

Sentí que me ponía pálida.

—¿Se está moviendo ahora?

Ivy y Kisten intercambiaron miradas preocupadas y David suspiró y se metió las manos en los bolsillos como si intentara alejarse de lo que iba a pasar. No era mucho mayor que yo, pero en ese momento parecía el único adulto en una habitación llena de adolescentes.

—¿Qué pasa, Rachel? —preguntó. Parecía cansado.

Nerviosa de repente, respiré hondo para decírselo y después cambié de opinión.

—¿Podrías… podrías solo echarle un vistazo? —dije con una mueca.

Jenks aterrizó en el alféizar y se apoyó con aire despreocupado contra el marco. Parecía Brad Pitt convertido en un granjero sexi, y tuve que sonreír. Dos semanas antes se habría plantado con las manos en las caderas. Aquello era mejor y quizá explicara el estado de dicha de Matalina en los últimos días.

—Haré que los chicos lo traigan —dijo Jenks después de quitarse el pelo de los ojos—. Tenemos un cabestrillo para llevarlo. No tardamos ni un segundo, David.

Salió disparado por la ventana y mientras David miraba el reloj y cambiaba el peso de un pie a otro, yo levanté la ventana del todo, tuve que pelearme con el marco hinchado por la lluvia. La tela metálica saltó de golpe y el aire pareció de repente mucho más fresco.

—Esto no tendrá nada que ver con el centinela hombre lobo que hay al final de la manzana, ¿verdad? —preguntó David con ironía.

Vaya. Me giré y miré de inmediato a Ivy, que estaba sentada delante de su ordenador. No le había dicho que Brett estaba siguiéndome, sabía que se podría hecha una fiera. Como si no pudiera manejara un hombre lobo que me tiene miedo. Como era de esperar, mi compañera de piso estaba frunciendo el ceño.

—Lo has visto, ¿eh? —dije, le di la espalda a Ivy y le pasé la salsa a Kisten. David cambió de postura y miró a Kisten mientras este extendía con aire indiferente la salsa por la masa.

—Lo he visto —dijo David—. Lo he olido y casi se me cae el móvil por la alcantarilla al llamarte para preguntar si querías que, bueno, que le pidiera que se fuera hasta que… mmm.

Esperé en medio del nuevo silencio, roto solo por los estridentes chillidos pixies que llegaban del jardín. La cara de David se puso roja cuando echó la cabeza hacia atrás y se pasó una mano por la barba.

—¿Qué? —dije con recelo.

David parecía desconcertado.

—Ese, eh… —Una mirada rápida a Ivy y soltó de repente—: Me hizo el gesto de lanzarme un beso, el de las orejas de conejito, desde la otra acera.

Ivy separó los labios. Con los ojos muy abiertos posó la mirada en Kisten y después en mí.

—¿Disculpa?

—Ya sabes. —Hizo la señal de la paz y después dobló los dedos dos veces en rápida sucesión—. ¿Besitos, besitos? ¿No es una cosa de… vampiros?

Kisten se echó a reír, aquel sonido cálido me hizo sentir bien.

—Rachel —dijo mientras echaba el queso sobre la salsa roja—. ¿Qué has hecho para hacer que deje a su manada y te siga hasta aquí? Por la pinta que tiene, yo diría que está intentando insinuarse para que lo dejes entrar en tu manada.

—Brett no se fue. Creo que lo echaron —comenté, después dudé—. ¿Tú también sabías que estaba ahí? —pregunté y él se encogió de hombros mientras se comía un trozo de beicon. Yo me comí otro y me planteé por primera vez que quizá Brett estuviese buscando una manada nueva. Yo le había salvado la vida o algo así.

Jenks entró por la ventana abierta y se puso a dibujar círculos alrededor de Rex hasta que la gata siseó de angustia. Con una carcajada, Jenks la llevó al pasillo y cinco de sus hijos entraron flotando sobre el alféizar, cargaban lo que parecían unas braguitas negras de encaje que acunaban la estatua.

—¡Son mías! —chilló Ivy, que se levantó y salió disparada hasta el fregadero.

—¡Jenks!

Los pixies se dispersaron de repente. La estatua envuelta en la seda negra le cayó a la vampira en la mano.

—¡Son mías! —dijo otra vez, roja de furia y vergüenza mientras se las quitaba a la estatua y se las metía en el bolsillo—. ¡Maldita sea, Jenks! ¡No entres en mi habitación!

Jenks entró volando justo por debajo del techo. Rex entró sin ruido bajo él, con pasos ligeros y los ojos brillantes.

—¡Joder! —exclamó el pixie, que se puso a volar en círculos alrededor de Ivy y la engalanó con una banda dorada resplandeciente—. ¿Cómo terminaron tus bragas en mi salón?

Matalina entró como un rayo, con su vestido de seda verde arremolinándose en torno a sus piernas y una disculpa en los ojos. Jenks se reunió de inmediato con ella. No sé si era porque estaba contento de haber vuelto con Matalina o el tiempo que había pasado a tamaño humano, pero el caso es que era mucho más rápido. Con Matalina estaba Jhan, un pixie solemne y serio al que poco antes habían dispensado de sus obligaciones como centinela para que aprendiera a leer. Yo prefería no pensar en las razones.

Ivy posó el nuevo foco en el mostrador, junto a la pizza; era obvio que estaba enfurruñada cuando se apartó y fue a sentarse con expresión hosca en su silla, con las botas en la mesa y los tobillos cruzados. David se acercó y esa vez no pude contener el estremecimiento. Jenks tenía razón. La estatua se había movido otra vez.

—Dios bendito —dijo David, que se había agachado para tener la estatua al nivel de los ojos—. ¿Qué es?

Doblé las rodillas y me puse en cuclillas para ponerme a su altura, con el foco entre los dos. No parecía el mismo tótem que yo había guardado en la maleta de Jenks. Cuanto más cerca estaba la luna llena, más se iba pareciendo a la estatua original, hasta que en ese momento era idéntica salvo por un brillo de mercurio que flotaba justo por encima de la superficie, como un aura.

Ivy se estaba limpiando los dedos en los pantalones pero lo dejó cuando me vio mirarla. Tampoco podía culparla. Aquel trasto a mí también me ponía los pelos de punta.

Kisten añadió los últimos trozos de carnea la pizza, la apartó a un lado y apoyó los codos en el mostrador; puso una expresión extraña cuando vio la estatua por primera vez.

—Eso tiene que ser el trasto más feo de la creación —dijo mientras se tocaba el lóbulo rasgado en una muestra inconsciente de inquietud.

Matalina asintió con una expresión pensativa en sus bellos rasgos.

—Eso no vuelve a entrar en mi casa —dijo con tono claro y decidido—. No vuelve. Jenks, te quiero pero si lo vuelves a meter en mi casa, ¡me mudo al escritorio y tú puedes dormir con tu libélula!

Jenks se encogió y emitió unos sonidos destinados a aplacara su mujer, yo miré a la mujercita a los ojos con una sonrisa. Si todo iba bien, David nos lo quitaría de encima.

—David —dije mientras me estiraba.

—Ajá… —murmuró él sin quitarle los ojos de encima.

—¿Has oído hablar alguna vez del foco?

Al oír eso, una expresión temerosa destelló en sus rasgos toscos, cosa que me preocupó. Di un paso adelante y levanté la piedra de la pizza del mostrador.

—No podía dárselo sin más —expliqué, abrí la puerta del horno y guiñé los ojos por el calor que me agitaba un poco el pelo—. Los vampiros los masacrarían. ¿Qué clase de cazarrecompensas sería si dejara que los borraran así del mapa?

—¿Así que lo trajiste aquí? —tartamudeó—. ¿El foco? ¿A Cincinnati?

Deslicé la piedra en el horno y lo cerré, después me eché hacia atrás para aprovechar el calor que se colaba por la puerta cerrada. David respiraba de forma superficial y surgió el aroma a almizcle.

—Rachel —dijo el hombre lobo con los ojos clavados en la estatua—. Sabes lo que es, ¿no? Es decir… Oh, Dios mío, es de verdad. —La tensión tensó todo su pequeño cuerpo y se irguió. Miró entonces a Kisten, solemne tras el mostrador; a Jenks, que permanecía junto a Catalina; a Ivy, que tamborileaba con una uña en el remache de la bota—. ¿Lo guardas tú? —dijo, parecía aterrado—. ¿Es tuyo?

Me pasé los dedos por el pelo de la nuca y asentí.

—Bueno, sí, supongo.

Kisten se puso en movimiento de golpe.

—Eh —dijo mientras estiraba un brazo—. Que se desmaya.

—¡David! —exclamé, me quedé de piedra cuando se doblaron las rodillas del hombrecito.

Me estiré para cogerlo, pero Kisten ya le había deslizado un brazo bajo los hombros. Mientras Ivy jugueteaba con la costura de su bota con una uña y fingía no preocuparse, Kisten dejó al pobre hombre lobo en una silla. Yo aparté al vampiro de un pequeño empujón y me arrodillé.

—¿David? —dije, al tiempo que le daba unos golpecitos en las mejillas—. ¡David!

Abrió los ojos de inmediato con un parpadeo.

—Estoy bien —me tranquilizó, y me apartó antes de ser plenamente consciente—. ¡Me encuentro bien! —Respiró hondo y abrió los ojos. Había apretado los labios y era obvio que estaba muy enfadado consigo mismo—. ¿De dónde… lo sacaste? —dijo con la cabeza gacha—. Las historias dicen que está maldito. Si no fue un regalo, estás maldita.

—Yo no creo en maldiciones… así —dijo Ivy.

Me invadió el miedo. Yo sí creía en maldiciones. Nick lo había robado, Nick se había caído por el puente del Mackinac. No, saltó.

—Me lo envió alguien —le expliqué—. Todos los que sabían que lo tenía yo creen que se cayó por el puente. Nadie sabe que lo tengo.

Al oír eso, David se incorporó un poco.

—Solo ese lobo solitario de ahí fuera —dijo, cambió los pies de postura pero se quedó sentado. Miró a Kisten, que estaba en el fregadero, lavando los cuencos de los ingredientes como si todo aquello fuera de lo más normal.

—No lo sabe —dije, hice una mueca cuando Ivy fue a programar el reloj del horno. Mierda, me he vuelto a olvidar—. Creo que Kisten tiene razón y puede que esté intentando meterse en nuestra manada, puesto que lo derroté. —Fruncí el ceño, no creía que estuviera buscando información, listo para volver con Walter después del insulto de haber sido entregado a la manada callejera.

David asintió y volvió a mirar el foco.

—Recibí la notificación de que habías ganado otro combate de alfas —dijo, era obvio que estaba distraído—. ¿Estás bien?

Jenks se alzó de la mesa, me rodeó entera de chispas resplandecientes y llevó a Rex a mis pies cuando aterrizó en mi hombro.

—¡Lo hizo genial! —exclamó sin hacer caso de la gatita—. Deberías haberla visto. Rachel usó el hechizo del hombre lobo. Salió del tamaño de un lobo de verdad, pero tenía el pelo como un setter rojo. —Subió revoloteando y se acercó a Ivy—. Qué cachorrita más mona era —canturreó, a salvo sobre el hombro de Ivy—. Orejitas blandas y algodonosas… unas patitas negras.

—Cállate, Jenks.

—¡Y la colita más mona que hayas visto jamás en una bruja!

—¡Pero quieres cerrar el pico! —protesté mientras me abalanzaba hacia él. La pelea con Pam no había sido un combate limpio y me pregunté quién me había atribuido la victoria en el registro de los hombres lobo. ¿Brett, quizá?

Jenks se echó a reír y salió disparado fuera de mi alcance. Ivy esbozó una leve sonrisa y no se movió salvo para poner los pies en el suelo, que era donde debían estar. Creo que parecía orgullosa de mí.

—Un lobo rojo —murmuró David, como si fuera curioso pero no importante. Había arrastrado la silla hasta la mesa y estiraba el brazo para coger la estatua. La tocó con el aliento contenido y el hueso tallado cedió bajo su toque como un globo. David se echó hacia atrás y emitió un extraño sonido.

Nerviosa, me senté en diagonal a él con la estatua entre los dos.

—Cuando trasladé la maldición a esto, parecía un tótem, pero con cada día que pasaba se iba pareciendo más a cuando la obtuvimos, hasta ahora, que tiene este aspecto. Otra vez.

David se lamió los labios y apartó los ojos de la estatua durante un breve instante para mirarme, después volvió a fijarlos en la estatua. Algo había cambiado en él. El miedo había desaparecido. No había avaricia en sus ojos, sino asombro. Encogió los dedos, a solo unos milímetros de tocarla, y se estremeció.

Para mí fue suficiente. Miré a Ivy y cuando ella asintió, me volví hacia Jenks. El pixie estaba junto al señor Pez y su tanque de monos de agua, en el alféizar, con los tobillos cruzados y los brazos sobre el pecho, pero yo seguía viéndolo con casi dos metros de altura. Al sentir mi mirada sobre él, Jenks asintió.

—¿Quieres guardármelo tú? —pregunté.

David quitó la mano de un tirón y giró en su silla.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

Jenks se elevó con suavidad entre un estrépito de alas y aterrizó al lado de la estatua.

—Porque si no saco ese puñetero trasto de mi salón, Matalina va a dejarme.

Alcé las cejase Ivy lanzó una risita. Cuando volvimos a casa, Matalina casi había acogotado a Jenks contra el tarro de la harina, llorando y riendo a la vez al volver a tenerlo a su lado. Había sido duro para ella, muy duro. Jamás le volvería a pedir a Jenks que se fuera de nuevo.

—Tú eres el único hombre lobo en el que confío para que me lo guarde —dije—. Por el amor de Dios, David, soy tu alfa. ¿A qué otra persona voy a dárselo?

El hombre lobo miró la estatua y después volvió a mirarme a mí.

—Rachel, no puedo. Esto es demasiado.

Nerviosa, moví la silla hasta colocarme a su lado.

—No es un regalo. Es una carga. —Me armé de valor y acerqué más la estatua—. Algo así de poderoso no puede volver a esconderse una vez que ha salido a la luz —continué mientras miraba sus horribles curvas. Me pareció ver una lágrima en el ojo de la estatua, pero no estaba segura—. Aunque al aceptarlo haga que todo lo que me importa se vaya a la mierda. Si hacemos caso omiso, va a terminar mordiéndonos el culo, pero si vamos de frente, quizá podamos salir mejor parados de lo que empezamos.

Kisten se echó a reír y, delante de su ordenador, Ivy se quedó fría. Por su expresión, ilegible de repente, me di cuenta de que lo que acababa de decir también se podía aplicar a ella ya mí. Intenté mirarla a los ojos, pero no levantaba la cabeza, seguía jugueteando con la misma costura de la bota. Por el rabillo del ojo vi que las alas de Jenks se encorvaban al observarnos.

Sin darse cuenta de nada, David seguía mirando la estatua.

—De acuerdo —dijo sin cogerla—. Yo… me la llevaré, pero que conste que es tuya. —Tenía los ojos marrones muy abiertos y los hombros tensos—. No es mía.

—Trato hecho. —Encantada de haberme deshecho de ella, respiré hondo muy contenta. Jenks también resopló a Matalina no le había hecho ninguna gracia tenerla en su salón. Era como traerse un pez espada a casa tras las vacaciones o quizá una cabeza de reno.

La pizza tenía una burbuja y Kisten abrió el horno para clavar un palillo en la masa y liberar el aire caliente que había debajo. El olor a salsa de tomate y pepperoni flotó en el aire, el aroma a seguridad y satisfacción. Me tranquilicé un poco y David cogió el foco.

—Yo, bueno, creo que me voy a llevar esto a casa antes de terminar las citas que tengo —dijo y lo levantó—. Es como… Maldita sea, podría hacer cualquier cosa con esto.

Ivy apoyó los pies en el suelo y se levantó.

—Pero no te pongas ahora a provocar ninguna guerra —gruñó mientras se dirigía al pasillo—. Tengo una caja para que metas eso.

David la volvió a dejar en la mesa.

—Gracias. —Arrugó la cara con una mueca de preocupación y la acercó un poco más en toda una muestra de posesión; no era codicia, solo instinto de protección. Una sonrisa invadió también la cara de Kisten cuando lo vio.

—¿Estás, bueno, segura que los vampiros no andarán tras ella? —dijo el hombrecito. Kisten sacó una silla y se sentó al revés.

—Nadie sabe que la tienes y siempre que no empieces a reunir a hombres lobo a tu alrededor, no lo sabrán —comentó al tiempo que rodeaba con los brazos el respaldo de la silla—. El único que podría saber algo sería Piscary. —Le echó un vistazo al pasillo vacío—. Por medio de Ivy —dijo en voz baja—. Pero es muy cerrada con sus pensamientos. Tendría que rebuscar mucho. —La expresión de Kisten se volvió preocupada—. No tiene ninguna razón para pensar que ha resurgido, pero los rumores se corren con facilidad.

David se metió las manos en los bolsillos.

—Quizá debería esconderla en la caja de mi gato.

—¿Tienes un gato? —pregunté—. Hubiera dicho que eras más de perros.

Su mirada se paseó de repente por la cocina cuando entró Ivy y puso una pequeña caja de cartón en la mesa. Jenks aterrizó sobre ella y empezó a tirar de la cinta adhesiva que la sujetaba.

—Era de una antigua novia —dijo David—. ¿Lo quieres?

Ivy fue a apartara Jenks para abrir ella la caja pero después cambió de opinión.

—No —respondió mientras se sentaba y se obligaba a dejar las manos en el regazo—. ¿Quieres tú la nuestra?

—¡Eh! —gritó Jenks, la cinta cedió y él salió volando hacia atrás por el impulso—. Rex es mi gata, así que deja de intentar regalarla.

—¿Es tuya? —preguntó David, sorprendido—. Creí que era de Rachel.

Avergonzada, encogí solo un hombro.

—No le caigo bien —dije mientras fingía que comprobaba la pizza.

Jenks aterrizó en mi hombro en una dulce muestra de apoyo.

—Creo que está esperando a que te vuelvas a convertir en lobo, Rache —bromeó.

Fui a quitármelo de encima, pero me detuve. Me atravesó un recuerdo, como una cinta, el recuerdo de cómo me había tratado cuando era grande y emití un suave «Mmm» en su lugar.

—¿Has visto cómo me mira? —Me giré y la vi haciéndolo en ese momento—. ¿Ves? —dije y la señalé, estaba en medio del umbral, con las orejas tiesas y una expresión curiosa e impávida en su dulce cara de gatita.

David se quitó la bufanda del cuello del guardapolvo y envolvió el foco.

—Deberías convertirla en tu sierva —dijo—. Entonces le gustarías.

—¡Y una mierda de hada! —gritó Jenks con las alas convertidas en un contorno borroso cuando fue a sujetar la caja abierta para que David pudiera meter la estatua—. Rachel no va a invocar siempre jamás a través de Rex. Le freiría su cerebrito de minina.

Lo que podría mejorar las cosas, pensé con amargura.

—No funciona así. Tiene que elegirme ella. Y Jenks tiene razón. Seguramente le freiría su cerebrito de minina. Freí el de Nick.

Un estremecimiento atravesó a David. La cocina entera pareció quedarse quieta y miré preocupada a Ivy y Kisten.

—¿Estás bien? —inquirí cuando ellos también me miraron sin saber qué hacer o decir.

—Acaba de salir la luna —explicó David y se pasó una mano por la barba oscura—. Es luna llena. Perdón a veces golpea con fuerza. Todo va bien.

Lo miré de arriba abajo y me pareció que tenía un aspecto diferente. Había una elegancia más tersa en él, una nueva tensión, como si pudiera oír el reloj antes de que se moviera la aguja. Abrí de un tirón el cajón para coger la cuchilla de la pizza y revolví un poco.

—¿Estás seguro que no puedes quedarte a comer? —le pregunté.

Se oyó crujido de garras de gata en el linóleo y después David ahogó un grito.

—Oh, Dios mío —dijo sin aliento al exhalar—. Mira eso.

—¡Joder! —exclamó Jenks e Ivy respiró hondo con un suspiro audible. Me volví con la cuchilla en la mano. Alcé las cejas y parpadeé.

—Uau.

El maldito trasto se había vuelto plateado por completo y maleable como el líquido. También se parecía del todo a un lobo, con el morro arrugado, enseñando los dientes y saliva de plata chorreándole hasta fundirse con el pelo de la base. Y era una hembra. Lo supe de algún modo. Me recorrió un escalofrío cuando creí oír algo, pero no estaba segura.

—¿Sabes qué? —dije, me temblaba la voz mientras miraba la estatua en su caja, acolchada por la bufanda de David—. Puedes quedarte con ella. No quiero que me la devuelvas. En serio.

David tragó saliva.

—Rachel, somos amigos y todo eso, pero no. No pienso meter esa cosa en mi apartamento, de eso nada.

—¡Pues a mi casa no vuelve! —exclamó Jenks—. ¡De ninguna de las puñeteras maneras! ¡Escuchadla! Me están doliendo los dientes con solo oírla. Ya me amargan la vida una vez al mes las veintitrés féminas que tengo en casa y no pienso consentírselo a una estatua de un hombre lobo que se pone rara con la luna llena. Rachel, tápala o algo. Por los tampones de Campanilla, ¿es que no lo oís?

Cogí la caja y se me puso el vello de los brazos de punta. Contuve un estremecimiento, abrí el congelador y metí la caja entre los gofres congelados y el pan de plátano que sabía a espárragos y que me había traído mi madre. La nevera era de acero inoxidable. Quizá ayudase.

Sonó el teléfono, Ivy pegó un brinco y se fue al salón mientras Jenks flotaba sobre el fregadero y derramaba chispas doradas por todas partes.

—¿Mejor? —dije cuando cerré el congelador, el pixie estornudó y asintió mientras caían las últimas motas brillantes.

Ivy apareció en la arcada con el teléfono, con los ojos muy negros y obviamente cabreada, a juzgar por la postura tensa como un alambre.

—Nick ¿Qué quieres, cerebro de mierda?

Jenks se levantó de un salto casi un metro por el aire. Yo estaba segura que mis ojos estaban llenos de lástima, pero Jenks sacudió la cabeza, no quería hablar con su Jax. Que Nick hubiera conquistado a su hijo y se lo hubiera quitado para dedicarlo a una vida de crímenes era mucho peor que cualquier otra cosa que me hubiera hecho jamás a mí.

Sin saber muy bien lo que sentía, estiré la mano para que me diera el teléfono. Ivy dudó y yo entrecerré los ojos. Ivy hizo una mueca y me puso el teléfono en la mano de golpe.

—Si viene aquí, lo mato —murmuró—. Hablo en serio. Soy capaz de llevármelo a Mackinaw y tirarlo por el puente de verdad.

—Pues vete cogiendo número —dije cuando se sentó en su sitio habitual, delante del ordenador. Carraspeé y me llevé el auricular a la oreja—. Hooolaaa, Nick —dije pronunciando mucho la ka—. Eres el gilipollas más grande del mundo por lo que le hiciste a Jax. Como vuelvas a asomar ese morro esquelético que tienes por Cincinnati, te voy a meter una escoba por el culo y prenderle fuego. ¿Comprendido?

—Rachel —dijo, parecía frenético—. ¡No es real!

Miré la nevera y tapé el auricular con una mano.

—Dice que tiene el falso —expliqué con una sonrisita. Kisten lanzó un bufido y yo volví a dirigirme a Nick, muy pagada de mí misma de repente—. ¿Qué? —dije con tono ligero y alegre—. ¿Es que tu estatua no se ha puesto plateada, Nicki, cieliiito?

—Ya sabes de sobra que no, joder —exclamó con tono duro—. No me toques los huevos, Rachel. La necesito. Me la gané. Prometí…

—Nick —lo tranquilicé, pero él seguía hablando—. ¡Nick! —dije más alto—. Escúchame.

Al fin se hizo el silencio, salvo por los siseos y ruiditos de la línea. Miré la cocina, cálida e impregnada del olor a pizza y el compañerismo de mis amigos. Me llamó la atención la nueva foto en la que estábamos Jenks y yo y que yo había pegado a la nevera. Él me rodeaba el hombro con un brazo y los dos estábamos guiñando los ojos por el sol. Ivy no estaba en la foto, pero la había hecho ella así que su presencia era tan fuerte como el puente que teníamos detrás. Aquella foto parecía decirlo todo.

Así que vivía en una iglesia con pixies y una vampira que quería morderme pero tenía miedo de hacerlo. Así que salía con su antiguo novio, que seguramente se iba a pasar todo su tiempo libre convenciéndome de que él era mucha mejor elección, eso cuando no estuviera urdiendo algo para conseguir que hiciéramos un trío. Y sí, era la loba alfa de una manada y el único hechizo que podía utilizar para convertirme en lobo era de magia negra, pero eso no significaba que fuera a utilizarlo. Nadie sabía en realidad que tenía un artefacto de los hombres lobo en mi congelador, un artefacto que podía hacer estallar una lucha de poder entre vampiros y hombres lobo. Mi alma estaba cubierta de oscuridad tras salvar al mundo pero tenía cien años para deshacerme de ella. Así que Nick era más listo que yo, bueno, ¿y qué? Yo tenía amigos. Buenos amigos.

—Una pena, querido —le dije al auricular—. Has perdido.

Apreté el botón en plena protesta. Le tiré el teléfono a Ivy y sonreí.