33.
Así que esto es lo que siente una asesina, pensé mientras apretaba con más fuerza el volante de la camioneta de Nick y entrecerraba los ojos para defenderme del sol bajo. Estaba nerviosa, sudorosa, temblorosa y tenía ganas de vomitar. Oh, ya, claro, no me extraña que a la gente le ponga esto.
A mi lado, con los vaqueros de Nick y su abrigo, Peter observaba el paisaje mientras conducíamos hasta el puente con la mitad de la maldición de inercia de Nick pegada al parachoques. La mano izquierda de Peter acunaba la estatua original con la mancha de sangre de DeLavine en ella. En la mano derecha, que parecía un poco más pequeña que la de Nick, sujetaba la manilla de la puerta. Yo estaba bastante segura que eran los nervios, ya que no podía saber que esa puerta tenía tendencia a abrirse de golpe cuando dabas con un bache.
La camioneta de Nick era vieja. Traqueteaba al moverse. Las sacudidas eran fuertes pero los frenos eran excelentes. Y con los tanques de nitrógeno, podía ser sorprendentemente rápida. Justo lo que necesita todo próspero ladrón.
Soportamos en silencio el tráfico que nos llevaba a paso de tortuga al puente, yo estaba tan pendiente de Ivy y Jenks, que nos seguían, como de los coches que tenía delante maniobrando para meterse en el puente. Había sido idea de Ivy hacer aquello en el puente. El viento fuerte sería un obstáculo para el olfato de los hombres lobo y el puente en sí evitaría que acudiera un helicóptero ambulancia, con lo que se ralentizarían las cosas. Pero, sobre todo, necesitábamos un trecho de varios kilómetros sin arcén para minimizar la interferencia de los hombres lobo tras el choque. Aquel puente de siete kilómetros y medio nos daba eso junto con un bonito margen para chocar. El objetivo era la cumbre del puente, pero un kilómetro antes o después también funcionarían.
Posé los ojos en el retrovisor pero no me sentí mucho mejor al ver a Ivy y Jenks en el Corvette de Kisten, convertidos en una especie de parachoques entre nosotros y los hombres lobo del bar.
—Ponte el cinturón —dije. Me parecía que era una estupidez, como arrastrar la silla de montar cuando ibas a buscar a tu caballo, que había huido del establo en llamas, pero no quería que nos pararan por no llevar el cinturón y que todo se viniera abajo cuando el poli se diera cuenta que la camioneta recién pintada de vivos colores de Nick era la misma que había huido del escenario de un accidente el día anterior.
Peter se abrochó el cinturón con un ruidoso chasquido. Iba a embestirnos un camión Mack. No me parecía que fuera a importar mucho si tenía el cinturón puesto o no.
Oh, Dios. ¿Qué estaba haciendo?
El semáforo por fin se puso en verde y subí al puente, rumbo a San Ignacio, al otro lado de los estrechos. Sujeté el volante con más fuerza, tenía el estómago lleno de nudos. El puente era un desastre. Los dos carriles que iban al norte estaban cerrados, con lo que los del sur eran de doble sentido a medio camino había unas grandes máquinas y unos focos potentes que convertían la noche inminente en día, eran los trabajadores que intentaban cumplir los plazos de la pretemporada turística. No lo iban a conseguir. Los conos rojos separaban los dos carriles y permitían que el tráfico cambiara con facilidad al otro lado cuando era necesario. El puente tenía unos increíbles siete kilómetros y medio de longitud y cada centímetro había necesitado reparaciones.
Peter exhaló cuando aceleramos y nos pusimos a unos cómodos sesenta kilómetros por hora, el tráfico del sentido contrario hizo lo mismo a menos de un inquietante metro de distancia. Más allá del carril vacío del norte y las gruesas vigas vi las islas, grises y desdibujadas por la distancia. Estábamos a mucha altura y sentí un momento de miedo que ahogué a toda prisa a pesar de todas las historias que hayas podido oír, las brujas no podemos volar a no ser que tengamos un palo de secoya encantado que cuesta más que el Concord.
—¿Peter? —dije, no me gustaba el silencio.
—Estoy bien —me contestó, pero la mano que sujetaba la estatua se tensó. Su voz sonaba malhumorada y no se parecía en nada a la de Nick. No pude evitar una incómoda sonrisa de comprensión al recordara Ivy importunándome con la misma pregunta. El estómago me dio un vuelco.
—No iba a preguntarte cómo te encontrabas —dije, empecé a juguetear con los amuletos que llevaba al cuello. Uno era para el dolor que no cubriría el daño causado por el golpe que nos darían, el otro era para evitar que me golpeara la cabeza en el salpicadero. Peter había rechazado los dos.
Levanté los ojos hasta el retrovisor y vi que Ivy y Jenks seguían detrás de nosotros.
—¿Quieres que encienda las luces? —pregunté. Era la señal que habíamos acordado para abortar el plan. Quería que dijera que sí. No quería tener que hacer aquello. En esos momentos, la estatua no importaba. Peter sí. Ya encontraríamos otro modo.
—No.
El sol se estaba poniendo tras él y lo miré guiñando los ojos.
—Peter…
—Ya lo he oído todo —dijo, su voz era ronca y no había relajado la postura rígida—. Por favor, no digas más. Todo se reduce a una cosa: me estoy muriendo. Llevo mucho tiempo muriéndome, y duele. Dejé de vivir hace tres años, cuando la medicina y los amuletos dejaron de funcionar y el dolor se lo llevó todo. Ya no me queda nada salvo el dolor. Luché durante dos años con la idea de que era un cobarde por querer poner fin al dolor, pero ya no queda nada.
Le eché una mirada furtiva y me sobresalté cuando vi a Nick allí sentado, con la mandíbula apretada y una mirada dura en los ojos castaños. Parecía una historia que hubiera contado muchas veces. Mientras lo miraba, el vampiro hundió los hombros y soltó la puerta.
—Tanta espera no es justa para Audrey —dijo—. Ella se merece alguien fuerte, alguien capaz de ponerse a su lado y corresponderle mordisco por mordisco en la pasión que está deseando demostrarme.
No podía dejar pasar eso sin decir algo.
—¿Y convertirte en un no muerto es justo para ella? —dije, lo que hizo que apretara otra vez la mandíbula—. Peter, he visto a los no muertos. ¡Eso no serás tú!
—¡Lo sé! —exclamó, y después, en voz más baja—: Lo sé, pero es lo único que me queda, no puedo ofrecerle otra cosa.
Bajo las ruedas se alzó un torbellino de aire que resonó por encima del sonido del motor cuando pasamos por encima de la primera de las rejillas diseñadas para aligerar la carga del puente.
—Sabe que no seré yo —dijo Peter con voz serena. Parecía querer hablar y yo pensaba escuchar. Se lo debía.
Me miró a los ojos y sonrió con la sonrisa de un niño pequeño y asustado.
—Me prometió que será feliz. Yo antes podía bailar con tal pasión que la volvía loca. Quiero bailar otra vez con ella. La recordaré. Recordaré el amor.
—Pero no lo sentirás —susurré.
—Ella sentirá amor por los dos —dijo Peter con firmeza, con los ojos clavados en la estructura del puente que pasaba junto a nosotros—. Y, con el tiempo, podré fingirlo con ella.
Esto no estaba pasando.
—Peter… —Estiré el brazo para encender las luces pero él me detuvo poniéndome una mano temblorosa en la muñeca.
—No —dijo—. Ya estoy muerto. Tú solo me estás ayudando a seguir adelante.
No podía creérmelo. No quería creérmelo.
—Peter, hay tantas cosas que no has hecho. Que podrías hacer. Cada día hay medicamentos nuevos. Conozco a alguien que puede ayudarte. —Trent podría ayudarlo, pensé, y después me maldije. ¿En qué coño estaba pensando?
—Ya he tomado todos los medicamentos —dijo Peter sin alzar la voz—. Legales o no. He oído las mentiras, he creído las promesas, pero ya no queda nada en lo que creer salvo la muerte. Me llevan de un sitio a otro como si fuera una lámpara, Rachel. —Le falló la voz—. Tú no lo entiendes porque tú no has acabado de vivir todavía. Pero yo sí y cuando terminas… lo sabes.
En el coche de delante destellaron las luces de freno y yo quité el pie del acelerador.
—Pero una lámpara puede iluminar una habitación —protesté, mi voluntad se debilitaba.
—No cuando tiene la bombilla rota. —Había puesto el codo en la ventanilla y tenía la cabeza apoyada en la mano. El sol se ponía y enviaba destellos sobre su cabeza con cada arco de las vigas que sujetaban el puente—. Quizá al morirme puedan arreglarme —dijo por encima del rumor sordo de un camión que pasaba—. Quizá pueda hacer algo bueno cuando esté muerto. No sirvo para nada vivo.
Tragué saliva. No haría nada después de morir, no a menos que satisficiera sus necesidades.
—Pero todo va a ir bien —dijo Peter—. No me asusta la muerte. Me asusta morir. No morir, sino la forma en que voy a morir. —Lanzó una carcajada, pero estaba teñida de amargura—. DeLavine me dijo que nacer y morir son las únicas dos cosas que hacemos a la perfección. Hay un porcentaje de éxitos del cien por cien. Es imposible que me equivoque.
—Eso suena gracioso viniendo de un hombre muerto —dije, se me cortó la respiración cuando pasó junto a nosotros un gran camión que hizo temblar la rejilla por la que pasábamos. Aquello no estaba bien. Aquello no estaba nada bien.
Peter quitó el codo de la ventanilla y me miró.
—Dijo que lo único que puedo controlar es cómo me sentiré cuando muera. Puedo tener miedo o puedo irme con coraje. Quiero hacerlo como un valiente, aunque me duela. Estoy cansado del dolor, pero puedo soportar un poco más.
Yo estaba empezando a temblar, aunque el aire del sol que comenzaba a ponerse era cálido y tenía la ventanilla bajada. Su alma desaparecería para siempre. La chispa de creatividad y compasión… se habría ido.
—¿Puedo… puedo preguntarte algo? —aventuré. El tráfico que venía en dirección contraria se había reducido y recé para que no hubieran cerrado el carril del sur por alguna razón. Seguro que solo era que Nick estaba conduciendo despacio para que nos encontráramos por la mitad, como estaba planeado.
—¿Qué?
Su voz sonaba cansada y quizá harta, y el matiz de esperanza perdida que había en él hizo que se me encogiera el estómago todavía más.
—Cuando Ivy me mordió —dije tras lanzarle una mirada—, parte de mi aura fue hacia ella. Ivy estaba tomando mi aura junto con mi sangre, No mi alma, solo mi aura. El virus necesita sangre para permanecer activo, pero ¿es algo más que eso?
La expresión de Peter era ilegible y me apresuré a explicar el resto mientras todavía tenía tiempo.
—Quizá la mente necesita un aura para protegerla —continué—. Quizá la mente todavía viva necesita la ilusión de un alma a su alrededor, o intentará que el cuerpo se mate para que el alma, la mente y el cuerpo vuelvan a estar en equilibrio.
Peter me miró desde la cara de Nick y lo vi por lo que era: un hombre asustado que estaba entrando en un mundo nuevo sin red de seguridad, un hombre muy poderoso y de una fragilidad trágica a la vez, que dependía de otra persona para mantener su mente y su cuerpo unidos después de que desapareciera su alma.
No contestó nada, y con eso bastó para decirme que tenía razón. Se me aceleró la respiración y me lamí los labios. Los vampiros se apropian de las auras para engañara su mente, como si un alma todavía la bañara. Eso explicaría por qué el padre de Ivy se arriesgaba a morir para proporcionarle a la madre su sangre y solo la suya. Bañaba la mente de su mujer en su propia aura con la esperanza de que ella recordara lo que era el amor. Y quizá, en el instante de ese acto, ella recordaba.
Al fin lo entendí. Llena de júbilo, me quedé mirando la carretera que tenía delante sin verla. El corazón me martilleaba en el pecho y me sentía un poco mareada.
—Por eso Audrey insiste en ser mi sucesora —dijo Peter en voz baja—, aunque va a ser muy duro para ella.
Yo quería parar. Quería parar justo allí, en medio del puñetero puente para comprender todo aquello. Peter parecía muy desgraciado y me pregunté cuánto tiempo se había estado torturando con el mismo dilema, ¿debía quedarse como estaba y hacerle daño a Audrey o debía convertirse en un no muerto y hacerle daño de otra manera?
—¿Lo sabe Ivy? —pregunté—. ¿Lo de las auras?
Peter asintió y sus ojos se posaron por un instante en mis puntos.
—Por supuesto.
—Peter, esto es… es… —dije, desconcertada—. ¿Por qué se lo estáis ocultando a todo el mundo?
El vampiro se pasó una mano por la cara, aquel gesto colérico me recordó tanto a Nick que me asustó.
—¿Habrías dejado que Ivy tomara tu sangre si hubieras sabido que estaba tomando tu aura, la luz de tu alma? —preguntó de repente, y sus ojos se clavaron en los míos con vehemencia.
Aparté los ojos de la carretera y le contesté de golpe.
—Sí. Sí, habría dejado que lo hiciera. Peter, es algo precioso. Le da un aspecto positivo a todo el asunto.
La expresión del vampiro pasó de la cólera a la sorpresa.
—Ivy es una mujer muy afortunada —dijo.
Sentí que se me encogía el pecho y parpadeé a toda prisa. No iba a llorar. Me sentía frustrada y confundida. Iba a matar a Peter en menos de cuatro kilómetros. Estaba en un tren que no podía parar. No me hacía falta llorar, lo que necesitaba era entenderlo.
—No todo el mundo lo ve de ese modo —dijo, las sombras de las vigas que pasaban caían sobre él—. Eres una persona excepcional, Rachel Morgan. No te entiendo, pero ojalá tuviera tiempo para entenderte. Quizá, cuando esté muerto, te lleve a bailar y podamos hablar. Te prometo que no te morderé.
No puedo hacer esto.
—Voy a encender las luces. —Apreté la mandíbula y me incliné para alcanzar el mando. Peter todavía no había acabado. Tenía más cosas que aprender. Más cosas que podía contarme antes de abandonar su hilo de conciencia para siempre.
Peter no se movió cuando tiré del mando. Me incliné sobre el asiento y me quedé fría cuando el salpicadero continuó a oscuras. Apreté el mando y volvía tirar de él.
—No funcionan —dije mientras un coche pasaba junto a nosotros. Lo apreté y volvía tirar—. ¿Por qué no funcionan, maldita sea?
—Le pedía Jenks que las desconectara.
—¡Hijo de puta! —grité, golpeé el salpicadero y me lastimé la mano a pesar del amuleto para el dolor—. ¡Ese maldito hijo de puta! —Empezaron a caerme las lágrimas y me giré en el asiento, desesperada por poner fin a aquello.
Peter me cogió por el hombro y me pellizcó.
—¡Rachel! —exclamó, su expresión, invadida por la culpa, me miró desde la cara de Nick y me desgarró el corazón—. Por favor —me rogó—. Quería terminar así porque así ayudaría a alguien. Espero que si te ayudo a ti, Dios me acepte incluso sin mi alma. Por favor… no pares.
Me había echado a llorar. No podía evitarlo. No quité el pie en el acelerador y mantuve la misma distancia de cinco metros con el coche de delante. Peter quería morir y yo iba a ayudarlo, estuviera de acuerdo o no.
—No funciona así, Peter —dije, tenía la voz chillona—. Hicieron un estudio sobre eso. Sin la mente para acompañarla, el alma no tiene nada que la sostenga y se derrumba. Peter, no quedará nada. Será como si nunca hubieras existido…
El vampiro miró la carretera. Su rostro empalideció bajo la luz ambarina.
—Oh, Dios. Ahí está.
Respiré hondo y contuve el aire.
—Peter —dije, desesperada. No podía dar la vuelta. No podía frenar. Tenía que hacerlo. Las sombras de las vigas parecieron pasar más rápido—. ¡Peter!
—Tengo miedo.
Miré por encima de los coches hacia el camión blanco que venía a por nosotros. Vi a Nick, el disfraz del doble de Peter había desaparecido y el legal ocupaba su lugar. Tanteé y encontré la mano de Peter. La tenía húmeda de sudor y se aferró a la mía con la fuerza de un niño asustado.
—Estaré ahí —dije sin aliento e incapaz de apartar los ojos del camión que se cernía sobre nosotros. ¿Qué estaba haciendo?
—Por favor, no dejes que me queme cuando exploten los tanques. ¿Por favor, Rachel?
Me dolía la cabeza. No podía respirar.
—No dejaré que te quemes —dije, las lágrimas me enfriaban la cara—. Me quedaré contigo, Peter. Te lo prometo. Te daré la mano. Me quedaré hasta que te vayas, estaré ahí cuando te vayas para que nadie te olvide. —Estaba farfullando pero me daba igual—. No te olvidaré, Peter. Te recordaré.
—Dile a Audrey que la quiero, aunque no recuerde por qué.
El último coche que quedaba entre nosotros había desaparecido. Respiré hondo y contuve el aire. Tenía los ojos clavados en las llantas del camión. Que giraron.
—¡Peter!
Pasó muy rápido.
El camión atravesó la línea temporal. Clavé los pies en los frenos, el instinto de supervivencia se hizo con el control. Tensé el brazo y me aferré al volante ya la mano de Peter a la vez.
El camión de Nick viró. Se cernió sobre nosotros, el panel plano del lateral fue de pronto lo único que podía ver. Estaba intentando cruzar el carril entero y no darme a mí. Giré el volante con los dientes apretados, aterrada. Iba a intentar no darme a mí. Estaba intentando golpear solo el lado del pasajero.
El camión se estrelló contra nosotros como la bola de una demoledora. Una sacudida me echó la cabeza hacia delante y ahogué un grito antes de que la maldición de inercia hiciera efecto. No podía respirar cuando el airbag me golpeó en la cara como una almohada mojada y me hizo daño. Me invadió una sensación de alivio y después de culpa al pensar que estaba a salvo mientras que Peter. Oh, Dios, Peter…
Con el corazón martilleándome en el pecho me sentí como si estuviera envuelta en un algodón confuso. No podía moverme. No veía. Pero sí que oía. El sonido del quejido de las ruedas lo ahogó el chirrido aterrador del metal retorcido. Conseguí aspirar una bocanada de aire, un jadeo entrecortado en la garganta. Me dio un vuelco el estómago y el mundo empezó a dar vueltas cuando el impulso nos hizo girar.
Empujé el plástico con olor a aceite y lo aparté. Seguíamos girando y me atravesó el terror cuando el camión Mack se hundió en el quitamiedos temporal y se metió en los carriles vacíos del norte. Nuestro vehículo se agitó cuando chocamos con algo y se detuvo con una sacudida que casi nos arranca la espalda.
Bajé de un empujón el airbag, luchaba contra él, temblaba y parpadeaba en medio del silencio. El plástico estaba manchado de rojo y me miré las manos.
Estaban rojas. Estaba sangrando. La sangre las hacía resbaladizas allí donde me había clavado las uñas en las palmas. Sí, pensé, embotada, al ver el cielo gris y el agua oscura. Ese es el aspecto que deberían tener las manos de una asesina.
Me bañó el calor del motor, empujado por la brisa que soplaba en el puente.
El cristal de seguridad cubría el asiento y también a mí. Parpadeé y me asomé por el parabrisas destrozado. El lado de Peter de la camioneta se había estrellado contra una torre de alta tensión. No habría forma de sacarlo por allí. El golpe nos había metido con un golpe limpio en el carril vacío del norte. Vi las islas más allá de Peter y el quitamiedos que estaban reparando. Algo… algo había arrancado el capó de la camioneta azul de Nick. Vi el motor, retorcido y humeante. Mierda, estaba casi en el asiento de delante, conmigo, junto con el parabrisas.
Había un hombre gritando. Pude oír gente y puertas de coches que se cerraban. Me volví hacia Peter. Oh, joder.
Intenté moverme, me asusté cuando se me quedó pegado un pie y empezó a invadirme el pánico hasta que decidí que no se movía porque estaba atrapado, no porque estuviese roto. Estaba encajado entre la consola y la parte de delante del asiento. Los vaqueros se me estaban poniendo de un color rojo húmedo de la pantorrilla hacia abajo. Supuse que tenía un corte por alguna parte. Paseé la mirada con aire entumecido por la pierna. Era la pantorrilla. Me pareció que me había cortado la pantorrilla.
—¡Señorita! —dijo un hombre que llegó corriendo a mi ventanilla y se aferró al marco vacío con una mano gruesa, llevaba una alianza de casado en el dedo—. Señorita, ¿se encuentra bien?
Mejor, imposible, pensé mientras lo miraba con un parpadeo. Intenté decir algo pero no me funcionaba la boca. Emití un sonido horrendo, escalofriante.
—No se mueva. Ya he llamado a la ambulancia. Creo que se supone que no debe moverse. —Sus ojos se posaron en Peter, que seguía a mi lado, y se dio la vuelta. Oí el sonido de unas arcadas.
—Peter —susurré, me dolía el pecho. No podía respirar hondo así que cogí breves bocanadas de aire. Luché con el cinturón, que por fin se soltó y mientras la gente gritaba y se reunía como hormigas sobre una oruga, me liberé el pie de un tirón. Todavía no me dolía nada, pero estaba segura que eso iba a cambiar.
—Peter —dije otra vez mientras le tocaba la cara. Tenía los ojos cerrados pero respiraba. Sangraba un poco por un corte desigual que tenía encima de una ceja. Le desabroché el cinturón y abrió los ojos con un suave parpadeo.
—¿Rachel? —dijo, se le arrugó la cara de dolor—. ¿Estoy muerto ya?
—No, cielo —dije mientras le acariciaba la cara a veces la transición de la vida a la muerte se hace en un instante, pero no cuando ha y tanto daño y no con el sol todavía en el cielo. Peter iba a dormir una larga siesta para despertar muerto de hambre y entero. Conseguí esbozar una sonrisa, me quité el amuleto del dolor y lo cubrí con él. Me dolía el pecho pero no sentía nada, estaba entumecida por dentro y por fuera.
Peter estaba muy pálido y la sangre se le iba acumulando en el regazo.
—Escucha —dije, le coloqué bien el abrigo con los dedos rojos para no tener que ver los destrozos de su pecho—. Parece que tienes las piernas bien y los brazos también. Tienes un corte encima del ojo. Creo que tienes el pecho aplastado. Dentro de una semana, más o menos, podrás llevarme a bailar.
—Fuera —susurró—. Sal y haz volar la camioneta. Maldita sea, ni siquiera puedo morir bien. No quería quemarme. —Empezó a llorar y las lágrimas dejaron un rastro claro por su rostro ensangrentado—. No quería tener que quemarme…
No me parecía que Peter fuera a sobrevivir a aquello ni aunque la ambulancia llegara a tiempo.
—No voy a quemarte, te lo prometo.
—Voy a vomitar. Esto es todo, no hay más.
—Tengo miedo —gimoteó, se oía un borboteo cuando respiraba, los pulmones se le estaban encharcando de sangre. Recé para que no empezara a toser.
Deslicé unos trozos rotos del cristal de seguridad, me acerqué un poco más y sostuve con suavidad su cuerpo contra el mío.
—Está brillando el sol —dije, cerré los ojos con fuerza y me invadieron los recuerdos de mi padre—. Como tú querías. ¿Lo sientes? Ya no tardará mucho. Y yo estaré aquí.
—Gracias —dijo, en sus palabras había un sonido líquido aterrador—. Gracias por intentar encender las luces. Eso como si mereciera la pena salvarme.
Se me cerró la garganta.
—Merece la pena salvarte —dije, empezaron a caérseme las lágrimas mientras lo acunaba con suavidad. Intentó respirar, no sonaba nada bien. Era dolor al que se le había dado voz y me golpeó con fuerza. El cuerpo de Peter se estremeció y lo estreché contra mí aunque estaba segura que le estaba haciendo daño. Me cayeron más lágrimas, calientes, que me aterrizaron en el brazo. Había mucho ruido a nuestro alrededor pero no podía tocarnos nadie. Estábamos aislados para siempre.
El cuerpo de Peter se dio cuenta de repente que se moría y con una fuerza inducida por la adrenalina, luchó por conservar la vida. Le apreté la cabeza contra mi pecho y lo sostuve con firmeza para defenderlo del temblor gigantesco que sabía que lo invadiría. Sollocé cuando el espasmo lo sacudió como si estuviera intentando separarle el cuerpo del alma. Odiaba aquello. Lo odiaba. Ya lo había vivido antes. ¿Por qué tenía que vivirlo otra vez?
Peter dejó de moverse y se quedó muy quieto.
Empecé a mecerlo pero esta vez por mí, no por él, y me sacudí con sollozos que me lastimaron las costillas. Por favor, por favor, que esto haya sido lo correcto, lo que había que hacer.
Pero a mí no me lo parecía.