CAPÍTULO 5
Abby emergió lentamente de la oscuridad, desorientada y extrañada. Parpadeó y se encontró mirando al techo y a esa vieja y conocida lámpara de latón. La familiaridad la envolvió al instante, acogiéndola en ese capullo del pasado, en otro momento, en otra parte de su vida. ¿Cuándo había llegado al rancho? ¿Por qué se había instalado en esa habitación?
Se llevó la mano a la frente y se la pasó por el pelo sin dejar de fruncir el ceño al encontrarlo húmedo.
Lluvia. Estaba lloviendo.
Los recuerdos empezaron a filtrarse en su mente como el agua que cae de una cascada.
Había ido al cementerio.
Las lágrimas volvieron a inundar sus ojos, su cerebro se activó al instante y se encontró incorporándose con un rápido sobresalto.
—Despacio, pequeña —escuchó a su derecha—. No hay prisa…
Esa voz se filtró en su mente, despertando sus dormidas y vapuleadas neuronas mientras giraba la cabeza en dirección a esas palabras y se encontraba con lo imposible. Él estaba sentado en una silla al lado de la cama, una toalla le rodeaba los hombros mientras esa conocida mirada se posaba en ella.
Dan. El nombre penetró en su mente, las lágrimas se deslizaron por sus mejillas sin contención, empezó a temblar como una hoja, el corazón le latía a toda velocidad y los dedos se le curvaban con la ansiedad por tocarle, por comprobar que era real y no producto de su imaginación.
—¿Estás aquí? ¿Eres realmente tú?
Se le secó la boca, la angustia hizo presa en su pecho arrebatándole el aire, apretó los dedos alrededor de la sábana y contempló esos inolvidables ojos, los cuales la miraban entre curiosos y nerviosos, pero con una clara ausencia; reconocimiento.
—Creo que eso salta a la vista, el que esté aquí, quiero decir —comentó él, sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa y todo en su interior saltó una vez más. Conocía esa sonrisa, se la había dedicado tantas veces que no podía equivocarse—. ¿Te encuentras bien?
Se le quedó mirando sin poder evitarlo. Estaba allí, frente a ella, vivo.
—Estás vivo…
La afirmación lo cogió por sorpresa, frunció el ceño y se inclinó hacia ella.
—Sí —respondió en un tono de voz más bajo, serio—. ¿Quién eres tú, pequeña?
La directa pregunta la golpeó con fuerza, abrió los ojos y lo contempló buscando algo que le dijese que estaba burlándose de ella, pero no lo encontró. Estaba hablando completamente en serio, Dan estaba allí, frente a ella y no sabía quién era.
—No… no sabes… ¿Cómo es posible? Yo… soy Abby. Abigail —pronunció a duras penas, las lágrimas descendiendo sin barreras por sus mejillas—. Dan, soy yo. Soy Abby, soy tu compañera.
Extendió la mano hasta coger una de las suyas. El contacto fue todo lo que necesitó para convencerse de que no estaba soñando, que todo era real. Rompió a llorar a lágrima viva, se revolvió en las sábanas y se lanzó a sus brazos.
—Estás vivo… estás vivo… estás vivo…
Notó el sobresalto en el cuerpo masculino, la rigidez, la ausencia de brazos envolviéndola, acunándola como solían hacerlo. Ese hombre la trataba como una completa extraña, como si no la reconociese, como si se hubiese olvidado de ella.
—Um… ¿Abigail? Creo que… tenemos que hablar… —lo escuchó carraspear—. Está claro que sabes quién soy, pero… no sé cómo decir esto… No sé quién eres.
Y esa afirmación fue como una nueva puñalada. Sus manos se aflojaron al mismo tiempo que notaba las de él empujándola lentamente, apartándola hasta que sus ojos se encontraron.
Negó con la cabeza, mirándole.
—No. No es posible… soy yo, Abby. Lobo… soy yo…
La sorpresa bailó en su rostro.
—¿Cómo sabes…? Tú no eres una loba.
Negó inmediatamente.
—No. Soy humana y sí, sé que eres un lobo. Eres mi lobo…
La necesidad y el dolor se dieron cita en sus ojos un instante antes de que apartase la mirada, la devolviese a la cama y se pusiese en pie, poniendo distancia entre ambos.
—Esto es muy raro —aseguró con nerviosismo—. Está claro que me conoces, pero yo… verás, no quiero que te lo tomes a mal, pero no te recuerdo. Hay una gran parte de mi pasado que no recuerdo —declaró pasándose la mano por la cabeza, revolviéndose el pelo—. Tuve un accidente… he perdido cuatro años de recuerdos.
Sus palabras la impactaron, lo miró a los ojos esperando que se echase a reír, que le dijese que estaba bromeando, pero estaba hablando realmente en serio. Era incapaz de dejar de mirarle, su cercanía era un sueño, pero esos ojos que la miraban la traspasaban sin verla realmente.
Dios mío, ¡no la reconocía!
Lo recorrió con la mirada necesitando asegurarse de que era él. Y lo era, pero al mismo tiempo también era distinto. Había un aire serio y duro a su alrededor que no había estado antes ahí, unas arruguitas en las comisuras de sus ojos que hablaban de una dureza que le era completamente ajena. Era tan alto como recordaba y al mismo tiempo más corpulento, su cuerpo había ganado musculatura y en ciertos aspectos también frialdad.
Se obligó a pasar el nudo que tenía en la garganta, el que amenazaba con ahogarla cuando esos ojos se encontraron con los suyos y empezó a hablarle de nuevo.
—¿Quieres que llame a alguien para hacerle saber que estás aquí? —escuchó sus palabras sin oírlas realmente—. Estás en el rancho Crossroad, por cierto.
Sus palabras abrieron una grieta en su alma y el dolor lo atravesó como un hierro ardiente. Sacudió la cabeza incapaz de hacer otra cosa.
—No… no —fue incapaz de seguir. Jamás se imaginó su reencuentro de aquella manera. En su mente él la abrazaba, le decía lo mucho que la había extrañado, que se había estado muriendo sin ella y que nunca más volvería a dejarla ir.
—¿Estás bien? —insistió visiblemente preocupado, parecía estar luchando consigo mismo.
Sacudió la cabeza una vez más y dejó que las lágrimas hablasen por sí solas.
—No… no lo estoy.
Él pareció acusar sus palabras o el temblor en su voz, sus ojos buscaron los suyos, le vio lamerse los labios con nerviosismo y mirar a su alrededor.
—Lo siento, pequeña —contestó con cierta incomodidad—. Esto… esto es realmente… Joder, es una mierda.
El primero de los quejidos escapó de sus labios, no pudo retenerlo y le siguió un segundo, el llanto atravesó sus sobrecogidas defensas y ya no fueron solo lágrimas lo que vertió, sino dolor, desesperación y alivio a partes iguales.
No la recordaba, dios mío, no la recordaba… pero, estaba vivo… Daniel, su lobo, su compañero estaba vivo.
—Eh, vamos… no llores así —replicó con gesto nervioso—. Maldita sea. No soy bueno con las lágrimas. Por favor, para…
Sacudió la cabeza y balbuceó entre hipidos.
—No… no puedo…
Lo escuchó rezongar para luego sentarse a su lado en la cama y abrazarla. Aquel gesto solo hizo que su llanto incrementase y él se convirtiese en su pañuelo de lágrimas.
—Abigail, deja de llorar —escuchó su voz al tiempo que una mano empezaba a acariciarle la espalda—. Estoy vivo, ¿ves?
Sus palabras solo contribuyeron para aumentar sus lágrimas y que se aferrase a él con más fuerza.
—Maldita sea —lo oyó gimotear—. ¿Qué demonios tengo que hacer para que dejes de llorar? ¡No soporto las lágrimas!
—Te has olvidado de mí —musitó contra la tela de su camisa—, te has olvidado de mí, Dan.
Le pareció oírle resoplar.
—Me temo que no eres lo único que he olvidado, pequeña —aseguró con pena—. Hay muchas cosas enterradas en mi pasado y que no puedo alcanzar. Sufrí un accidente… una explosión de gas en una estación de tren. Me alcanzó la metralla y pasé varios meses en coma. Cuando desperté me encontré con que los últimos cuatro años de mi vida habían desaparecido.
La inesperada explicación la dejó sin respiración, el llanto se detuvo en seco, se empujó en sus brazos y se encontró con sus ojos.
—¿Qué…? Eso no… no puedes…
Ladeó la cabeza y la miró.
—Supongo que tú perteneces a ese periodo de mi vida que he olvidado, ¿no es así?
Cuatro años. Él había olvidado los últimos cuatro años.
Sacudió la cabeza incapaz de hacer frente a tal revelación.
—No, no puede ser verdad.
El dolor cruzó una vez más por los ojos masculinos, pero esta vez no apartó la mirada.
—No recuerdo nada posterior al funeral de mis padres —declaró con firmeza, buscando en su rostro, comprobando su reacción—, solo el momento en que desperté en una cama de hospital y me dijeron que había tenido un accidente.
Sacudió la cabeza incapaz de hacer frente a sus palabras.
—No… —negó con vehemencia.
Pero él no cedió.
—No sé quién eres, Abigail —declaró con firmeza—, no te recuerdo. Pero está claro que tú a mí sí —se inclinó de nuevo sobre ella, sus ojos buscando respuestas en los suyos—. Y si sabes lo que soy… dime, ¿quién eres?
Se lamió los labios y dejó que por sus mojadas mejillas descendiese la última de las lágrimas.
—Nadie —musitó con voz rota—, parece que no soy… nadie.