Capítulo XII

POR la mañana, dejamos atrás a los hombres de Sechnaf para que volvieran a casa. Encontramos el bote atascado en la arena totalmente seca. El río lo había llevado hasta allí, y tuvimos que arrastrarlo una buena decena de metros sobre el barro para poder depositarlo en el agua.

El río estaba satisfecho. Ya no emanaba esa frustración, podía sentirlo. Había recuperado su carga completa y fluía como era su costumbre desde su nacimiento hasta el mar.

“¿No debería proporcionarnos una escolta el Cabeza de Caimán?” preguntó Christopher. “Bueno, hemos despejado el río, ¿no?”

“No creo que los dioses sean muy generosos en cuestión de gratitud,” dijo Jalil. “Conformémonos con que no nos haya matado por puro resentimiento.”

Sólo estábamos usando dos de los botes. Christopher y April uno; David, Jalil y yo el otro. Nuestro bote iba delante pero circulábamos cerca los unos de los otros, a veces en paralelo.

Pronto llegamos a los restos de la presa. Se había partido por la mitad, un ancho agujero con la forma de un mordisco sobre el que fluía y se precipitaba y burbujeaba el río triunfalmente. Las paredes de la presa se extendían hacia cada orilla sobre lo que ahora era tierra seca. Aún estaban los fortines, pero vacíos, abandonados.

“No miréis,” dijo David en tensión y señaló otro punto, intentando distraer mi mirada.

Pero no había manera de no ver el cuerpo del enano. Estaba empalado en una viga rota que sobresalía de entre las ruinas. El cuerpo estaba calcinado. No había forma de saber si ya estaba muerto cuando comenzó a arder.

Me puse en tensión, esperando alguna broma cruel de Christopher. Algo sobre mí quemándome en una hoguera. Pero nada.

Era una visión truculenta. Y aún había más. Los enanos habían construido un buen número de compuertas de filtrado de oro río abajo. Eran mecanismos de bordes afilados. También había edificios, y lo que supuse que serían barracones y almacenes. Todo destrozado, hecho pedazos, arrancado, esparcido sobre el paisaje embarrado y húmedo como si fuera un vertedero. Había cuerpos aquí y allí, todos enanos, algunos con cota de malla, otros en camisón como si hubieran muerto mientras dormían.

El río giraba a la izquierda rodeando un vasto promontorio rocoso. Las rocas se elevaban unos siete metros por encima de nosotros. Y ahí arriba había un enano solitario, vivo, lloriqueando bajo su barba llena de barro. Al vernos pestañeó, se limpió las lágrimas y agitó su puño.

“¿Creéis que nos habéis vencido?” nos gritó. “Fanfarronead todo lo que queráis. Los enanos no olvidan. Todo enano de Eternia sabrá de vuestra deshonrosa hazaña. No os perdáis nunca en las montañas, mataenanos. ¡Os convertiremos en esclavos de nuestra más profunda mina y moriréis sin haber visto la luz!”

Nadie le respondió. David se negó a mirarle y todos le imitamos. Hicimos como si no le viéramos ni oyéramos.

Sólo cuando estuvimos fuera del alcance de sus gritos guturales y sus amenazas, Christopher intervino, “Genial, es lo que necesitamos: más gente intentando matarnos.”

“No teníamos alternativa,” dijo Jalil, intentando convencerse a sí mismo. “Sobek nos habría atacado. Quizá los coo-hatch hubieran conseguido detenerle o quizá no. Al fin y al cabo, ¿cuántos cocodrilos se supone que tiene? Son bastante rápidos, ya los habéis visto. Se mueven a una velocidad increíble sobre tierra.”

“Los hemos dejado atrás,” dijo David secamente.

Me estaba preguntando si Sobek nos habría seguido a través de la brecha de la presa. ¿Aún estaba aquí, deslizándose bajo el agua? Me sentía demasiado agotada como para usar mis poderes. Estaba seca, vacía.

“Sí, olvidémoslo todo,” dijo April, derrochando furia contenida. “Hemos matado a un montón de gente, limitémonos a olvidarlo. Jesús, ¿qué es lo que estamos haciendo? Este sitio… No nos deja ser nosotros mismos…” Se detuvo sin acabar la frase, incapaz de expresar sus lloriqueos.

Pero Jalil no podía dejarlo estar. “Tenemos que llegar a Egipto, tenemos que ayudar a los coo-hatch -si no lo hacemos, se pondrán del lado de los hetwanos y les ayudarán a tomar el Olimpo. Cuando lo hagan, será sólo cuestión de tiempo hasta que Ka Anor gane definitivamente. Y una vez tenga toda Eternia bajo su poder, se abrirá camino al mundo real. Tenemos que hacer lo que sea necesario para ganar, o el resultado será peor. Mucho peor.”

Yo intervine, “Qué idea tan original, Jalil. Me pregunto si alguien habrá usado antes ese razonamiento. Tenemos que matar para hacer que cesen las matanzas. Tenemos que ser depravados para que desaparezca la depravación. Sí, creo que alguien ya ha pensado en eso antes.”

Jalil no respondió, sólo hundió los remos en el agua y obligó a David a contrarrestar sus violentas paladas.

“Te parece muy divertido, ¿no, Senna?” me increpó April. “Sólo es un chiste. No entiendes el concepto de conciencia. Para ti el bien y el mal son sólo una broma divertida.”

Hora de contraatacar. “¿Eso crees? Al menos yo tengo un plan, April. Podría entregarme a Loki y dejarle entrar en el mundo real. Sería lo más fácil. Pero me resisto, ¿no es cierto? Me resisto y planeo convertir Eternia en un lugar mejor, un lugar que no suponga una amenaza para el mundo real.”

“Quizá algún día podrías explicarnos ese plan tuyo,” se burló Christopher. “Porque hasta ahora lo único que sabemos de él es que parece consistir en joder a todos los que te encuentras, cargártelo todo y a todos y enfrentar a unos con los otros hasta que sólo quedes tú. Quizá me haya perdido en las sutilezas.”

Reprimí una sonrisa. No, pensé en silencio, has acertado en todo. De pronto me sentí muy bien. Iba a funcionar. Lo sentía. ¿Cuánto tiempo me llevaría? ¿Años? ¿Meses? Daba igual.

Lo sabía. Ya había funcionado otras veces. Después de todo, Eternia no era el primer lugar al que había llegado como un extraño, como un intruso despreciado y fuera de lugar.

La primera vez que me encontré en un mundo extraño y desconocido iba sentada en una limusina al lado del hombrecillo nervioso y agitado que era mi padre.

Era la primera vez que montaba en limusina. El conductor había subido el cristal que nos separaba de él para que mi padre pudiera hablar tranquilamente. Pero mi padre no tenía mucho que decir. Se mordía una uña y observaba las tenues luces de la calle a través de las ventanas tintadas mientras nos alejábamos a toda velocidad del norte de Chicago.

Estaba atrapado. Incluso entonces me di cuenta. Se notaba que estaba preocupado. Eso me tranquilizó, porque yo también estaba preocupada. Si ambos lo estábamos, entonces él no era mejor que yo.

Decidí no tener miedo. Si no tenía miedo, sería más fuerte. Lo intuía. O quizá era algo que ya me había enseñado mi madre, quién sabe.

Lo único que sabía con seguridad es que mi vida había cambiado para siempre. Mi madre se había ido. Nuestro mundo de lujosos apartamentos, visitantes extraños, escuela discontinua y frecuentes mudanzas había terminado. Terminado. Al tocar el cuero negro de los asientos de la limusina lo entendí con claridad.

Mi padre usó el móvil del coche para ponerlos sobre aviso. Lo meditó mucho. No podía hablar demasiado, no podía decir demasiado poco. Y tenía que tener cuidado con lo que decía delante de mí. Al fin y al cabo, yo sólo era una niña.

“Cariño, ha pasado algo. No, no, no estoy herido. Es… voy a llevar a alguien a casa. Se llama Senna. Es una niña.” Tomó aliento. “Cariño, es mía, y ya lo sé, lo sé, lo siento muchísimo. Pero sólo es una niña y—”

Oí el clic. Su cara se contrajo. Colgó el teléfono.

Diez minutos después, habíamos llegado. Sabiendo que se metía en un nido de avispas se volvió muy atento conmigo. Quizá pensaba que yo podría ser una posible aliada.

Mi madrastra tenía la expresión congelada. Parecía tan quebradiza que podría haberla partido en mil medazos con un martillo. Me miró enfadada, conmigo no, pero enfadada al fin y al cabo. Lívida. Dolorida. ¿Culpable?

Había otra niña de mi edad en mitad de las escaleras, en pijama, abrazando un muñeco de peluche.

Mi madrastra dijo, “April, esta niña va a pasar la noche con nosotros. Tu padre y yo tenemos que hablar. Quiero que la lleves arriba y le enseñes la habitación de invitados. Haz lo que te he dicho, cielo, sé una buena chica.”

“Se llama Senna,” dijo mi padre.

“¡Me da igual!” le gritó la mujer.

La niña me miró con reservas. Tenían unos ojos enormes y una espesa mata de cabello rojo. Era terriblemente educada. Terriblemente buenecita. Me ayudó a subir mis cosas.

“Esta es la habitación de invitados.” Abrió la puerta. Hacía frío dentro; el conducto de ventilación estaba cerrado. Encendió la luz de la lamparita de noche. Era una habitación directamente sacada de una revista y no se parecía a nada que yo hubiera visto antes. El edredón hacía juego con las cortinas y con el dibujo de las paredes.

“¿Quién eres?” le pregunté a la niña.

“Me llamo April. ¿Y tú?”

Pensé en ello. Mi nombre era Senda, pero mi padre me había llamado Senna. Senda significaba ‘camino’. Mi madre siempre había sido buena con los idiomas. Así era como se abría camino en el mundo, como traductora. De hecho, nunca había pensado seriamente en ello, pero parecía capaz de entender cualquier cosa que le dijeran, independientemente de la lengua que usaran.

“Me llamo Senna Wales,”dije. Entonces, con la intención de borrarle de la cara esa expresión patética y petulante, añadí, “Así me llama mi papá.”

“¿Dónde está tu papá?”

“Es el que está abajo.”

Sus ojos se nublaron. “Ese es mi papá.”

“Ya no,” dije. “Ahora es el mío. Tú te puedes quedar con ella.”

En ese momento oímos el sonido de un grito proveniente del suelo. La voz estridente y chillona de una mujer enmascarando la voz más suave y comedida de un hombre.

“Si quieres puedes seguir haciendo como si fuera tu padre,” le dije a April. “Pero tú y yo sabemos la verdad.”

Habían pasado muchos años desde aquello, pero aún me daba escalofríos. Yo había sido una niña muy lista. O al menos una con buen instinto.

Había dos caminos que seguir: intentar encajar, unirme a la familia, ser una buena niña en el colegio y en casa -y saber que nunca jamás podría formar parte de ello.

O podía dominarlos manteniéndolos con la guardia baja, manipulándolos, sorprendiéndolos, perturbándolos.

Podía ser una parte falsa de su Gran Familia Feliz, o podía construirme mi propia vida y vivir sin que me controlaran.

Ellos nunca me querrían, nadie lo haría nunca. Mi propia madre me había abandonado… Bien, pues entonces hagamos que me teman.