Hubo un tiempo en que los hombres acataban la noble virtud de la frivolidad y la vida no era una dura lucha como lo es hoy. Era una época sosegada, una época en que los profesionales del ingenio podían ganarse perfectamente el sustento manteniendo a los jóvenes ricos o bien nacidos en un inalterable buen humor, o preocupándose de que la risa de las damas de la Corte y de las geishas jamás se apaciguase. En las novelas románticas ilustradas de moda, en el teatro Kabuki, en donde duros héroes masculinos como Sadakuro y Jiraiya eran convertidos en mujeres, por doquier la belleza y la fuerza se confundían. La gente hacía todo lo posible para embellecerse, algunas personas llegaban a hacerse inyectar pigmentos en su piel: ostentosos prodigios de línea y color danzaban sobre los cuerpos de los hombres.
Los visitantes de los barrios del placer en Edo[1] preferían alquilar conductores de rickshaw[2] que estuviesen espléndidamente tatuados; las cortesanas de Yoshiwara y de Tatsumi se enamoraban de hombres tatuados. Entre quienes así se adornaban no sólo había jugadores, aventureros o gente de su condición, sino también comerciantes y hasta samuráis. De vez en cuando se ofrecían exhibiciones y los participantes se desnudaban para mostrar sus cuerpos afiligranados, dándose orgullosas palmadas, y se jactaban de sus nuevos modelos mientras criticaban a los demás.
Un joven especialista del tatuaje era excepcionalmente hábil, el llamado Seikichi. Se le alababa en todo el país como un maestro igual a Charibun o Yatsuhei y la piel de docenas de hombres había servido de seda para su pincel. La mayor parte del trabajo admirado en las exposiciones era obra suya. Otros eran quizá más notables por su sentido del matiz o su uso del cinabrio, pero Seikichi era famoso por la audacia sin par y el encanto sensual de su arte.
Con anterioridad, Seikichi se había ganado la vida como pintor ukiyo-e[3], en la escuela de Toyokuni y Kunisada. A pesar de su inclinación por el tatuaje, esta formación había determinado su conciencia y su sensibilidad artísticas. Nadie cuya piel o físico no le interesase podía adquirir sus servicios. Los clientes que aceptaban tenían que dejar el dibujo y el precio enteramente a su criterio…, y soportar por uno o incluso dos meses el dolor inacabable de sus agujas.
El joven dibujante guardaba un secreto placer, un deseo oculto en el fondo de su corazón. Nada le proporcionaba mayor gozo que la agonía de sus clientes al introducir en ellos sus agujas, torturando su carne hinchada y sanguinolenta. Mientras con mayor fuerza gemían, más agudo se hacía el íntimo placer de Seikichi. El sombreado y la coloración, técnicas reputadas como las más dolorosas, eran las que más le agradaba emplear.
Cuando un hombre que había recibido quinientos o seiscientos pinchazos a lo largo de un día de tratamiento, para luego ser sumergido en un baño caliente que diera realce a los colores, caía medio muerto a los pies de Seikichi, éste lo miraba fríamente.
—Me imagino que duele —decía con aire satisfecho.
Cuando un hombre sin energía gritaba atormentado y apretaba los dientes o torcía la boca como si se estuviese muriendo, Seikichi le decía:
—No sea niño, repórtese…, apenas ha empezado a sentir mis agujas.
Y seguía con el tatuaje, imperturbable como siempre, con una ocasional mirada de soslayo a la cara lacrimosa del hombre.
Pero, de vez en cuando, un hombre de inmensa fortaleza cuadraba la mandíbula y resistía estoicamente, sin permitirse ni tan siquiera esbozar una mueca. Entonces Seikichi sonreía, diciendo:
—¡Ah, es usted inquebrantable! Pero aguarde, pronto su cuerpo empezará a palpitar de dolor. Dudo que sea capaz de soportarlo.
Durante mucho tiempo Seikichi había acariciado el deseo de llevar a cabo una obra maestra sobre la piel de una mujer hermosa. Tal mujer debía sobresalir por su carácter además de por su belleza. Una cara bonita y un bello cuerpo no eran atractivos suficientes para satisfacerle. Aunque pasó revista a todas las beldades que reinaban en el barrio alegre de Edo, no halló ninguna que se adaptase exactamente a sus deseos. Tras varios años sin éxito, el rostro y la figura de la mujer perfecta continuaban obsesionándole, pues se negaba a renunciar a sus esperanzas.
Una noche de verano, durante el cuarto año de su búsqueda, Seikichi pasaba ante el restaurante Hirasei, en el distrito Fukagawa de Edo, no lejos de su propia casa, cuando vio un pie femenino, blanco como la leche, bajo la cortina de un palanquín que se alejaba. Para sus ojos perspicaces, un pie humano era tan expresivo como una cara. Aquél era una pura delicia, dedos exquisitamente cincelados, uñas como conchas iridiscentes de la costa de Enoshima, un talón con redondez de perla, una piel tan lustrosa que parecía bañada en las límpidas aguas de un manantial montañoso. Aquél era un pie para ser alimentado con la sangre de los hombres, un pie para hollar sus cuerpos. Pertenecía con toda seguridad a aquella mujer única que le había rehuido durante tanto tiempo. Con el ansia de ver su rostro, Seikichi empezó a seguir el palanquín, pero tras ir a su zaga por varias calles y avenidas, súbitamente lo perdió de vista.
El deseo tanto tiempo contenido de Seikichi se convirtió en amor apasionado. Una mañana, al término de la siguiente primavera, se hallaba en la terraza de bambú de su casa en Kukagawa, contemplando un tiesto de lilas omoto, cuando oyó a alguien en la puerta del jardín. Por la esquina del muro inferior apareció una joven. Había venido para una diligencia de una amiga de Seikichi, una geisha del cercano barrio de Tatsumi.
—Mi señora me ha pedido que le entregue esta capa y se pregunta si será usted tan amable de decorar su tela —dijo la muchacha.
Deshizo un paquete hecho con un pedazo de tela de color azafrán y sacó una capa de seda (envuelta en una hoja de papel grueso con un retrato del actor Tojaku) y una carta.
La carta repetía el ruego de su amiga y continuaba diciendo que la portadora pronto empezaría bajo su protección la carrera de geisha. Esperaba que, sin olvidar los antiguos lazos, concedería su favor a esa muchacha.
—Pensaba que nunca te había visto —dijo Seikichi, observándola intensamente. Parecía tener tan sólo quince o dieciséis años, pero poseía una belleza extrañamente madura, una mirada experimentada, como si ya hubiese vivido años en el barrio alegre y conquistado a gran cantidad de hombres. Su atractivo reflejaba los sueños de una generación de hombres y mujeres fascinantes que vivieron y murieron en aquella vasta capital, donde se concentraban la riqueza y los pecados del país.
Seikichi la hizo sentarse en la terraza y estudió sus delicados pies, que llevaba cubiertos con elegantes sandalias de paja.
—En el mes de julio último abandonaste en palanquín el Hirasei, ¿verdad? —le preguntó.
—Quizá sí —replicó, sonriendo ante la extraña pregunta—. Entonces mi padre aún vivía y muy a menudo me llevaba allí.
—Te he esperado cinco años. Es la primera vez que veo tu cara, pero recuerdo tu pie… Entra un momento, quiero enseñarte algo.
Ella se había levantado para marcharse, pero Seikichi la tomó de la mano y la condujo escaleras arriba hacia el estudio, que daba sobre el ancho río. Después trajo dos pinturas enrolladas y extendió una ante ella.
Representaba a una princesa china, la favorita del cruel emperador Chou, de la dinastía Shang. Recostada con una pose lánguida contra un baldaquín, con la larga falda de su rico ropaje de brocado que se arrastraba sobre un tramo de escalera, su cuerpo esbelto era casi incapaz de soportar el peso de la corona de oro adornada con coral y lapislázuli. En la mano derecha sostenía una gran copa de vino, que llevaba a sus labios mientras su vista descendía hacia un hombre al que iban a torturar en el jardín. Llevaba las manos y pies encadenados a una columna hueca de cobre, en la que se encendería una hoguera. Ambos, la princesa y su víctima —la cabeza inclinada ante ella, los ojos cerrados, dispuesto a enfrentarse con su destino—, estaban retratados con terrorífica veracidad.
Cuando la muchacha vio aquella extraña pintura, sus labios temblaron y sus ojos empezaron a brillar. Gradualmente su rostro fue adquiriendo un curioso parecido con el de la princesa. Descubría en los rasgos del dibujo su propia personalidad.
—Tus sentimientos se muestran aquí —le dijo Seikichi con placer mientras escrutaba su rostro.
—¿Por qué me muestra esta cosa horrible? —preguntó la muchacha mirándole. Se había puesto muy pálida.
—La mujer eres tú, su sangre corre por tus venas.
Entonces extendió el otro rollo.
Era una pintura titulada «Las víctimas». En su centro, una mujer joven se apoyaba contra el tronco de un cerezo, mirando con satisfacción un montón de cuerpos humanos tirados a sus pies. Sobre ella los pajarillos cantaban triunfantes. Sus ojos irradiaban orgullo y alegría. ¿Era un campo de batalla o un jardín en plena primavera? En aquella imagen, la muchacha sintió que había encontrado algo que había estado oculto mucho tiempo en la oscuridad de su propio corazón.
—Este cuadro muestra tu futuro —dijo Seikichi, señalando a la mujer bajo el cerezo…, la propia imagen de la muchacha—. Todos estos hombres arruinarán sus vidas por ti.
—Por favor, le suplico que lo guarde —volvió la espalda como para escapar a su atormentador reclamo y se postró ante él, temblando. Al fin volvió a hablar—. Sí, admito que tiene razón acerca de mí… Soy como esta mujer… Por favor, llévese las pinturas.
—No hables como una cobarde —repuso Seikichi con una sonrisa maliciosa—. Míralos más de cerca, no serás escrupulosa mucho tiempo.
Pero la muchacha se negó a alzar la cabeza. Aún postrada, la cara oculta entre las mangas, repetía una y otra vez que tenía miedo y quería marcharse.
—No, tienes que quedarte. Te convertiré en una belleza —contestó el hombre, acercándose a ella. Bajo su kimono llevaba un frasco de anestésico, que le había proporcionado un doctor holandés hacía algún tiempo.
El sol de la mañana centelleaba sobre el río, haciendo resplandecer el estudio. Los rayos reflejados en el agua dibujaban rizadas olas doradas sobre los biombos corredizos de papel y sobre el rostro de la muchacha, que se había dormido. Seikichi había cerrado las puertas y recogido sus instrumentos de tatuaje, pero por un momento permaneció allí, solo, extasiado, saboreando plenamente su belleza misteriosa. Pensó que jamás se cansaría de contemplar aquella máscara serena. Del mismo modo que los antiguos egipcios adornaron su magnífica tierra con pirámides y esfinges, él estaba a punto de embellecer la piel pura de aquella muchacha.
Levantó el pincel que tenía asido entre el pulgar y los dos últimos dedos de la mano izquierda, y aplicó su extremo a la espalda de la muchacha; con la aguja que sostenía con la mano derecha, empezó a trazar la incisión de un dibujo. Su espíritu se disolvía en la tinta negra que teñía la piel de la joven. Cada gota de cinabrio Ryûkyo mezclada con alcohol que introducía en ella, era una gota de su sangre vital. Veía en sus colores los matices de sus propias pasiones.
Pronto llegó la tarde y el tranquilo día de primavera tocó a su fin. Pero ni Seikichi detuvo su labor, ni la muchacha salió de su sueño. Cuando un sirviente de la casa de las geishas fue a preguntar por ella, Seikichi le despidió diciendo que ya se había marchado. Horas más tarde, cuando la luna colgaba sobre las casas del otro lado del río, bañándolas con una claridad irreal, el tatuaje no había llegado a la mitad y Seikichi trabajaba a la luz de una vela.
Ni siquiera insertar una simple gota de color era tarea fácil. A cada movimiento de la aguja, Seikichi daba un profundo suspiro como si un puñal se clavase en su corazón. Poco a poco, las marcas del tatuaje empezaron a tomar la forma de una enorme araña negra y cuando el cielo de la noche empezó a iluminarse con la claridad de la aurora, aquella criatura sobrenatural y malévola había extendido sus ocho patas para abrazar la espalda entera de la muchacha.
Los barcos subían y bajaban por el río con un rumor de remos en la quietud de la aurora primaveral, las tejas resplandecían a la luz del sol y la niebla empezaba a desvanecerse sobre las velas blancas que se hinchaban con la brisa. Seikichi dejó su pincel por fin y contempló la araña tatuada. Aquella obra de arte había sido el esfuerzo supremo de su vida. Al darle término, su corazón ya no sentía las emociones.
Las dos siluetas permanecieron inmóviles algún tiempo. Luego, la voz baja y ronca de Seikichi resonó trémula en las paredes de la habitación:
—Para hacerte realmente bella he puesto mi alma en este tatuaje. Hoy no existe ninguna mujer en el Japón que pueda compararse contigo. Tus viejos temores han desaparecido. Todos los hombres serán tus víctimas.
Como respuesta a estas palabras un débil quejido salió de labios de la muchacha. Lentamente empezó a recuperar el sentido. Con cada suspiro tembloroso, las patas de la araña se estiraban como si estuviesen vivas.
—Debes estar sufriendo. La araña te tiene entre sus garras.
Al oír esto, ella abrió los ojos ligeramente, con una mirada apagada que, poco a poco, fue adquiriendo brillo, como la luna mientras anochece, hasta que relució deslumbrante en su rostro.
—Déjame ver el tatuaje —rogó hablando como en sueños, pero con un deje de autoridad en la voz—. Al darme tu alma debes haberme hecho muy bella.
—Primero tienes que bañarte para que destaquen los colores —murmuró Seikichi con piedad—. Me temo que será doloroso, pero tienes que ser valiente.
—Por la belleza puedo resistirlo todo. —Y a pesar del dolor que le recorría todo el cuerpo, sonrió—. ¡Cómo apesta el agua…! ¡Déjame sola, aguarda en el otro cuarto! ¡No quiero que un hombre me vea sufrir así!
Al salir del baño, demasiado débil para secarse por sí misma, la muchacha despreció la mano compasiva que Seikichi le tendía, y se dejó caer al suelo, dolorida, gimiendo como en una pesadilla. Su cabello despeinado caía sobre su cara en salvaje confusión, las blancas plantas de sus pies se reflejaban en un espejo a su espalda.
Seikichi estaba admirado del cambio sufrido por la tímida y blanda muchachita del día anterior, pero hizo lo que se le pedía y fue a esperarla en su estudio. Una hora más tarde volvió, cuidadosamente vestida, con el cabello húmedo colgando ligeramente ondulado sobre su espalda. Inclinándose sobre el barandal de la terraza, miró hacia el cielo ligeramente brumoso. Sus ojos brillaban; no quedaba en ellos ni el menor rastro de dolor.
—Quisiera regalarte también estas pinturas —dijo Seikichi, colocando los rollos ante ella—. Cógelas y márchate.
—Todos mis antiguos temores se han esfumado… ¡Tú eres mi primera víctima! —Le dirigió una mirada brillante como una daga. Un canto de triunfo resonaba en sus oídos.
—Déjame mirar el tatuaje por última vez —le pidió Seikichi.
Silenciosamente, la muchacha asintió e hizo que el kimono se deslizase sobre sus hombros. En aquel momento su espalda maravillosamente tatuada captó un rayo de sol y la araña se enroscó envuelta en llamas.
* * *