Un amante de la arquitectura que quiera construirse en la actualidad una casa en el más puro estilo japonés tendrá que prepararse a sufrir numerosos sinsabores con la instalación de la electricidad, el gas y el agua y, aunque no haya pasado personalmente por la experiencia de construir, bastará con que entre en la sala de una casa de citas, de un restaurante o de un albergue para apreciar el esfuerzo empleado en integrar armoniosamente tales dispositivos en una estancia de estilo japonés. A menos que se sea uno de esos aficionados al té que tratan con presuntuoso desdén los adelantos de la civilización científica y que establecen su «choza» en lo más profundo de cualquier apartado rincón campestre, si se está al frente de una familia de cierta importancia y se vive en la ciudad, no veo por qué volver la espalda, so pretexto de que se quiere una casa lo más japonesa posible, a los calefactores, luces, instalaciones sanitarias, elementos todos ellos inseparables de la vida moderna. Por supuesto, un hombre medianamente meticuloso se devanará los sesos por la menor cosa, el teléfono por ejemplo, al que relegará bajo la escalera o en un rincón del pasillo, donde llame menos la atención. Enterrará los cables eléctricos en el jardín, camuflará los interruptores en los armarios, bajo los anaqueles, extenderá las líneas interiores al amparo de los biombos, de tal manera que a veces, al cabo de tanta inventiva, sientes cierta irritación ante ese derroche de artificio. Una lámpara eléctrica es ya algo familiar a nuestros ojos, ¿entonces para qué esas medias tintas, en lugar de dejar la bombilla al aire con una sencilla pantalla de cristal delgado y lechoso que dé una impresión de naturalidad y simplicidad? A veces, por la noche, al contemplar el campo desde la ventanilla de un tren, he podido percibir, a la sombra de los shôji[1] de una granja, una bombilla que brillaba, solitaria, bajo una de esas delgadas pantallas pasadas de moda y lo he encontrado de un gusto exquisito.

Sin embargo, el ventilador es otra cosa, porque ni su ruido ni su forma se adaptan fácilmente al estilo de una vivienda japonesa. Si no te gusta, en una casa corriente puedes prescindir de él pero en un establecimiento que tiene que recibir clientes en verano no pueden prevalecer exclusivamente los gustos del propietario. A mi amigo, el dueño del Kairakuen, que sabe mucho de arquitectura, le horrorizaban los ventiladores y durante mucho tiempo se negó a instalarlos en las habitaciones; pero todos los años, cuando llegaba el verano, tenía que soportar las quejas de los clientes y terminó cediendo.

Yo, que personalmente derroché el año pasado una fortuna muy poco compatible con mi situación en la construcción de una casa, he tenido una experiencia similar; como me empeñé en ocuparme de todos los detalles, desde los tabiques móviles hasta el último accesorio, tropecé con muchas dificultades. Los shôji, por ejemplo: apelando al buen gusto, no quise ponerles cristales y decidí utilizar solamente papel; pero entonces tuve problemas con la iluminación y además cerraban mal. Desesperado, se me ocurrió ponerles por dentro papel y por fuera cristal. Para ello tuve que poner marcos dobles a ambos lados y el gasto aumentó proporcionalmente; cuando por fin estuvieron colocados descubrí que, vistos desde fuera, no eran más que vulgares puertas de cristal y que vistos desde dentro, por culpa del cristal que había tras el papel, ya no tenían el ahuecado y la suavidad de los auténticos shôji; en una palabra, el efecto era bastante desagradable. Te dices entonces que hubiera sido mejor haber puesto unas sencillas puertas de cristal y acabas mordiéndote los puños; de otro nos reiríamos pero tratándose de uno mismo no es fácil admitir el propio error hasta que no se ha intentado todo.

En las tiendas, últimamente, se encuentran lámparas eléctricas con forma de linternas portátiles, colgantes, cilíndricas, o incluso con forma de candelabros, más en consonancia con una vivienda japonesa; sin embargo a mí no me gustan nada y, por mi parte, busqué en los anticuarios lámparas de petróleo, lamparillas de noche y linternas de otras épocas y les puse bombillas eléctricas.

Pero los que me han dado más quebraderos de cabeza han sido los aparatos de calefacción. De todos los que se designan bajo el término genérico de «estufas» no hay uno solo cuya forma pueda encajar en una vivienda japonesa. La estufa de gas emite además un continuo zumbido y, a menos que se haya previsto algún sistema de ventilación, produce inmediatamente dolor de cabeza; la estufa eléctrica sería ideal en este sentido si las formas no estuvieran tan desprovistas de gracia. Es cierto que bajo los estantes se podrían colocar radiadores parecidos a los que se utilizan en los tranvías, pero al no verse el resplandor enrojecido del fuego, todo el encanto del invierno quedaría anulado e iría en detrimento de la intimidad familiar. Después de múltiples reflexiones mandé construir un gran hogar central, como los que hay en las casas de los campesinos y ahí coloqué una estufa eléctrica; este dispositivo me permite a un tiempo mantener caliente el agua para el té y la habitación y, dejando de lado el elevado costo de la operación, desde un punto de vista estético es más bien un éxito.

Así pues había resuelto el problema de la calefacción de forma satisfactoria, pero el cuarto de baño y los retretes iban a causarme nuevos problemas. El dueño del Kairakuen se negó a utilizar el alicatado para las bañeras y los desagües e hizo construir los cuartos de baño de los clientes totalmente de madera, pero ni qué decir tiene que las baldosas son mil veces más económicas y más prácticas. Se podría utilizar una hermosa madera japonesa para el techo, los pilares y los tabiques y para lo demás conformarse con uno de esos chillones enlosados, pero entonces el contraste llamaría mucho la atención. Esto puede servir cuando todo está nuevo, pero conforme van pasando los años, el granulado de la madera de las planchas y de los pilares adquirirá cierta pátina mientras que las baldosas seguirán conservando su brillante y lisa superficie blanca, se habrá entonces conseguido literalmente «casar la madera con el bambú». En el cuarto de baño las cosas podrían arreglarse, en último extremo, sacrificando un poco el lado práctico en aras del buen gusto. Pero cuando llegué a los retretes, los apuros fueron mayores.

Siempre que en algún monasterio de Kioto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimento intensamente la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa. Un pabellón de té es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shôji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir. El maestro Sôseki[2], al parecer, contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje. Aun a riesgo de repetirme, añadiré que cierto matiz de penumbra, una absoluta limpieza y un silencio tal que el zumbido de un mosquito pueda lastimar el oído son también indispensables. Cuando me encuentro en dicho lugar me complace escuchar una lluvia suave y regular. Esto me sucede, en particular, en aquellas construcciones características de las provincias orientales donde han colocado a ras del suelo unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios, de manera que se puede oír, muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que, al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las linternas de piedra y empapan el musgo de las losas antes de que las esponje el suelo. En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar de la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, deliberadamente, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento. Los inconvenientes, si hay que encontrar alguno, serían su alejamiento y la consiguiente incomodidad cuando hay que desplazarse hasta ahí en plena noche, además del peligro, en invierno, de resfriarse; no obstante si, para repetir lo que dijo Saitô Ryokû[3], «el refinamiento es frío», el hecho de que en esos lugares reine un frío igual al que reina al aire libre sería un atractivo suplementario. Me desagrada soberanamente que en los cuartos de baño de estilo occidental de los hoteles, lleguen incluso a poner calefacción central.

Para un amante del estilo arquitectónico del pabellón de té, los retretes de estilo japonés representan ciertamente un ideal y resultan totalmente adecuados para un monasterio cuyos edificios son vastos en relación con el número de quienes lo habitan y donde nunca falta mano de obra para la limpieza; en cambio, en una casa corriente no es fácil mantenerlo limpio. Por muy vigilante que estés y por muy puntualmente que pases la bayeta, en un suelo de madera o cubierto de esteras las manchas acaban finalmente por saltar a la vista. He aquí por qué un buen día decides poner baldosas e instalar una taza con cisterna, pertrechos, sin duda, mucho más higiénicos y más fáciles de mantener pero que, en cambio, ya no tienen la menor relación con el «refinamiento» o el «sentido de la naturaleza». Colocado bajo una luz cruda, entre cuatro paredes más bien blancas, se perderá toda gana de entregarse a la famosa «satisfacción de tipo fisiológico» del maestro Sôseki. Bien es verdad que toda esa blancura es de una limpieza más que evidente, pero la cuestión está en saber si realmente hace falta prestar tanta atención a un lugar destinado a recoger los desechos de nuestro cuerpo. Del mismo modo que sería totalmente inadecuado que la joven más bella del mundo, aunque su piel fuera de nácar, exhibiera en público sus nalgas y muslos, sería también una total falta de educación iluminar ese lugar de forma tan escandalosa; basta con que la parte visible esté impecable para que se tenga una opinión favorable de la que no se ve. Es infinitamente preferible, en un lugar como ése, velar todo con una difusa penumbra y dejar que apenas se vislumbre el límite entre lo que está limpio y lo que lo está algo menos.

Por todas estas razones, cuando mandé construir mi propia casa, opté por el equipo sanitario, pero me opuse al enlosado e hice poner un suelo de madera de alcanfor; intentaba de esta manera recuperar algo del estilo japonés, pero el problema estaba en la taza. Me explico: como todo el mundo sabe, las tazas con cisterna son de porcelana completamente blanca con adornos de metal brillante. Ahora bien, para este tipo de sanitario, ya sea para uso masculino o femenino, prefiero la madera. Nada mejor que la madera encerada, pero incluso la madera natural, con los años, acaba adquiriendo un bonito color oscuro y su granulado desprende entonces cierto encanto que calma extrañamente los nervios. Tengo que precisar que para mí el ideal sería una de esas tazas «en flor de enredadera», hechas de madera y llenas de agujas de criptómero muy verdes, lo que sería grato a la vista y además perfectamente silencioso.

Sin llegar a permitirme una extravagancia de ese calibre, al menos quise encargarme una taza acorde con mis gustos, incluso adaptando una cisterna; pero para obtener un objeto tan singular, habrían hecho falta tantas gestiones y dinero que acabé por renunciar.

No tengo nada contra la adopción de las comodidades que ofrece la civilización en materia de iluminación, calefacción o tazas de retrete, pero a pesar de ello, me he preguntado por qué, siendo las cosas como son, no damos algo más de importancia a nuestras costumbres y a nuestros gustos y si sería realmente imposible adaptarnos más a ellos.

Ahora están de moda las lámparas eléctricas con forma de linterna portátil, lo que demuestra que nos hemos vuelto a aficionar a la suavidad y al calor, que habíamos olvidado durante algún tiempo, característicos de esa sustancia llamada «papel»; hemos reconocido que se adapta mejor que el cristal a la casa japonesa; pero el sentimiento de esa necesaria armonía no ha llegado todavía al comercio de las tazas de retrete o de las estufas.

En cuanto a la calefacción estoy convencido, porque lo he probado, de que no hay nada mejor que una estufa eléctrica instalada en el hogar central, pero no he encontrado a nadie que elaborara ese dispositivo, tan sencillo sin embargo (existen braseros eléctricos bastante lamentables, pero como medio de calefacción no son mucho mejores que los braseros de carbón); eso hace que en el comercio sólo se encuentren esos calefactores de estilo occidental, totalmente inadecuados. Es un lujo, lo admito, insistir en nombre del buen gusto en detalles tan triviales de la vida cotidiana. Siempre habrá alguien que me argumente que lo esencial es que podamos defendernos de las diferencias de temperatura y del hambre y que la forma importa poco. En realidad, por mucho que te jactes de tu propia resistencia «los días de nieve son verdaderamente fríos» y si hay algún medio para paliar ese inconveniente, está fuera de lugar discutir sobre su mayor o menor elegancia; es pues inevitable que se quiera disfrutar sin reservas de esa nueva comodidad, cosa que concibo muy bien; sin embargo, si Oriente y Occidente hubieran elaborado cada uno por su lado, e independientemente, civilizaciones científicas bien diferenciadas, ¿cuáles serían las formas de nuestra sociedad y hasta qué punto serían diferentes de lo que son? Éste es el tipo de preguntas que me suelo plantear habitualmente. Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos desarrollado una física y una química completamente nuestras; las técnicas, las industrias basadas en dichas ciencias habrían seguido naturalmente caminos diferentes, las múltiples máquinas de uso cotidiano, los productos químicos, los productos industriales habrían sido más adecuados a nuestro espíritu nacional. Posiblemente sería lícito pensar que los propios principios de la física y de la química, considerados bajo un ángulo distinto al de los occidentales, habrían tenido aspectos muy diferentes a los que hoy en día se nos enseña en lo que respecta, por ejemplo, a la naturaleza y las propiedades de la luz, de la electricidad o del átomo.

Como ignoro todo lo relativo a la física teórica, en este caso no hago sino dejar correr mi imaginación; en cuanto a los descubrimientos de orden práctico, si los japoneses hubiéramos seguido direcciones originales, las repercusiones en nuestra manera de vestir, de alimentarnos y de vivir, habrían sido sin duda considerables, lo cual es lógico, pero también lo habrían sido en las estructuras políticas, religiosas, artísticas y económicas; y se puede fácilmente imaginar, siendo como es Oriente, que habríamos encontrado soluciones radicalmente diferentes.

He aquí un ejemplo muy simple. He publicado hace poco en los Bungei-Shunju[4] un artículo en el que comparaba la estilográfica y el pincel; pues bien, supongamos que el inventor de la estilográfica hubiera sido un japonés o un chino de otra época. Es evidente que no habría dotado a su punta de una plumilla metálica sino de un pincel. Y que lo que habría intentado que bajara del depósito hasta las cerdas del pincel no sería tinta azul sino algún tipo de líquido parecido a la tinta china. Por lo tanto, como los papeles de tipo occidental no sirven para el uso del pincel, para responder a la creciente demanda se tendría que producir una cantidad industrial de papel análogo al papel japonés, una especie de hanshi[5] mejorado, y si el papel, la tinta china y el pincel hubieran seguido este desarrollo, la pluma metálica y la tinta occidental nunca habrían conocido su auge actual, los partidarios de los caracteres latinos no habrían tenido ningún eco y los ideogramas o los kana[6] habrían gozado de un unánime y poderoso favor. Pero esto no es todo: nuestro pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado tan servilmente a Occidente y, ¿quién sabe?, probablemente nos habríamos encaminado hacia un mundo nuevo completamente original. Con esta digresión he querido mostrar que la forma de un instrumento aparentemente insignificante puede tener repercusiones infinitas.

Ya sé que todo esto son sólo imaginaciones de novelista, y es evidente que llegados a este punto ya no se puede dar marcha atrás y rehacerlo todo. Así que todo lo que estoy diciendo no es sino desear lo imposible y prorrumpir en vanas recriminaciones; pero dejando de lado cualquier tipo de acritud, creo que es lícito que nos preguntemos sobre ello e intentemos determinar en qué medida estamos en desventaja respecto a los occidentales. En una palabra, Occidente ha seguido su vía natural para llegar a su situación actual; pero nosotros, colocados ante una civilización más avanzada, no hemos tenido más remedio que introducirla en nuestras vidas y, de rechazo, nos hemos visto obligados a bifurcarnos en una dirección diferente a la que seguíamos desde hace milenios: creo que muchas molestias y muchas contrariedades proceden de esto.

Dejando a un lado cualquier vanidad, no tengo inconveniente en admitir que hemos realizado escasísimos progresos materiales en los cinco últimos siglos. También es verdad que en los campos de China o de la India se pueden descubrir formas de vida que no han cambiado en absoluto desde los tiempos de Buda o de Confucio. Pero sea como fuere, la dirección que habíamos tomado era sin duda la más conforme a nuestra naturaleza. Y a lo mejor mucho más tarde, pero siempre a base de avanzar muy lentamente, nada nos dice que no hubiéramos inventado algún día los instrumentos de una civilización avanzada, el equivalente a nuestros tranvías actuales, nuestros aviones, nuestra radio, los cuales, en vez de ser préstamos ajenos, habrían sido objetos adaptados realmente a nuestras propias necesidades.

Veamos por ejemplo nuestro cine: difiere del americano tanto como del francés o del alemán, por los juegos de sombras, por el valor de los contrastes. Así pues, independientemente incluso de la escenografía o de los temas tratados, la originalidad del genio nacional se revela ya en la fotografía. Ahora bien, utilizamos los mismos aparatos, los mismos reveladores químicos, las mismas películas; suponiendo que hubiéramos elaborado una técnica fotográfica totalmente nuestra podríamos preguntarnos si no se habría adaptado mejor a nuestro color de piel, a nuestro aspecto, a nuestro clima y a nuestras costumbres.

Y si hubiéramos inventado nosotros el fonógrafo o la radio es probable que hubieran sido concebidos para destacar las cualidades de nuestra voz y de nuestra música. En sus rudimentos, nuestra música está caracterizada por cierta contención, por la importancia que concede al ambiente, de manera que grabada, y luego amplificada por los altavoces, pierde la mitad de su encanto. En el arte de la oratoria evitamos los gritos, cultivamos la elipsis y, sobre todo, damos una extrema importancia a las pausas; ahora bien en la reproducción mecánica del discurso la pausa se destruye totalmente. Por haber acogido esos aparatos hemos tenido que desnaturalizar nuestro arte. Mientras que los occidentales, como son aparatos inventados y elaborados por ellos y para ellos, los han adaptado desde el principio a su propia expresión artística. Hay que considerar que, sólo por eso, hemos padecido auténticos perjuicios.

Dicen que el papel es un invento de los chinos; sin embargo, lo único que nos inspira el papel de Occidente es la impresión de estar ante un material estrictamente utilitario, mientras que sólo hay que ver la textura de un papel de China o de Japón para sentir un calorcillo que nos reconforta el corazón. A igual blancura, la de un papel de Occidente difiere por naturaleza de la un hosho[7] o un papel blanco de China. Los rayos luminosos parecen rebotar en la superficie del papel occidental, mientras que la del hosho o del papel de China, similar a la aterciopelada superficie de la primera nieve, los absorbe blandamente. Además, nuestros papeles, agradables al tacto, se pliegan y arrugan sin ruido. Su contacto es suave y ligeramente húmedo como el de la hoja de un árbol.

De manera más general, la vista de un objeto brillante nos produce cierto malestar. Los occidentales utilizan, incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel, que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a nosotros nos horroriza todo lo que resplandece de esa manera. Nosotros también utilizamos hervidores, copas, frascos de plata, pero no se nos ocurre pulirlos como hacen ellos. Al contrario, nos gusta ver cómo se va oscureciendo su superficie y cómo, con el tiempo, se ennegrecen del todo. No hay casa donde no se haya regañado a alguna sirvienta despistada por haber bruñido los utensilios de plata, recubiertos de una valiosa pátina.

Recientemente se ha extendido la costumbre de emplear estaño para la cocina china y es muy probable que los chinos aprecien la propiedad que tiene ese metal de adquirir pátina. Cuando está nuevo recuerda al aluminio y la impresión que produce no tiene nada de agradable; los chinos nunca lo habrían adoptado si no envejeciera bien y no acabara por adquirir así cierta elegancia. Además, se pueden grabar poemas que, con la superficie ennegrecida por el estaño, forman un conjunto perfecto. En una palabra, en manos de los chinos ese metal ligero, vulgar y chillón se ha convertido en un material denso y de buena ley, de reflejos profundos como una cerámica.

Los chinos también aprecian esa piedra llamada jade: ¿acaso no es preciso ser extremo-oriental, como nosotros, para encontrar atractivos esos bloques de piedra extrañamente turbios que atesoran en lo más recóndito de su masa unos fulgores fugaces y perezosos, como si se hubiese coagulado en ellos un aire varias veces centenario? ¿Qué es lo que nos atrae en esa piedra que no tiene ni el colorido del rubí o de la esmeralda ni el brillo del diamante? Lo ignoro, pero ante esa turbia superficie, siento que esta piedra es específicamente china, como si su cenagoso espesor estuviese formado de aluviones depositados lentamente desde el pasado lejano de la civilización china, y tengo que reconocer que no me sorprende la predilección de los chinos por esos colores y sustancias.

En lo que se refiere al cristal de roca, en estos últimos tiempos se han importado grandes cantidades de Chile pero, comparado con el cristal de Japón, el de Chile peca de un exceso de pureza y de limpidez. El cristal que se encuentra desde siempre en la provincia de Kai, cuya transparencia se ve turbada por ligeras nubes, produce por ello mismo la impresión de tener mayor densidad; sin embargo, el que nos produce un placer aún mayor es el cristal con vetas, el que encierra en su masa parcelas de materia opaca.

Incluso el vidrio, ese vidrio de Kanryu, por ejemplo, que habían obtenido los chinos, ¿no está más cerca de los jades o de las ágatas que de los cristales de Occidente? Los orientales conocían desde hace mucho tiempo los secretos de la fabricación del cristal, pero nunca se desarrolló tanto como en Europa; en cambio la cerámica ha hecho entre nosotros progresos muy considerables, lo que sin duda está también relacionado con nuestro genio nacional.

No es que tengamos ninguna prevención a priori contra todo lo que reluce, pero siempre hemos preferido los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido; es decir, tanto en las piedras naturales como en las materias artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo. «Efectos del tiempo», eso suena bien, pero en realidad es el brillo producido por la suciedad de las manos. Los chinos tienen una palabra para ello, «el lustre de la mano», los japoneses dicen «el desgaste»: el contacto de las manos durante un largo uso, su frote, aplicado siempre en los mismos lugares, produce con el tiempo una impregnación grasienta; en otras palabras, ese lustre es la suciedad de las manos.

Esto explica que al aforismo que reza: «el refinamiento es frío» se le haya podido añadir «… y algo sucio». Sea como fuere, es innegable que en el buen gusto del que alardeamos entran elementos de una limpieza algo dudosa y de una higiene discutible. Contrariamente a los occidentales que se esfuerzan por eliminar radicalmente todo lo que sea suciedad, los extremo-orientales la conservan valiosamente y tal cual, para convertirla en un ingrediente de lo bello. Es un pretexto, me dirán ustedes, y lo admito, pero no es menos cierto que nos gustan los colores y el lustre de un objeto manchado de grasa, de hollín o por efecto de la intemperie, o que parece estarlo, y que vivir en un edificio o entre utensilios que posean esa cualidad, curiosamente nos apacigua el corazón y nos tranquiliza los nervios.

En este sentido, siempre he pensado que cuando el paciente es japonés, las paredes de una habitación de hospital, las ropas médicas, los instrumentos quirúrgicos no deberían tener ese brillo metálico o esa blancura uniforme, sino unos tonos más oscuros y suaves. Si se cuidara al enfermo en una habitación de estilo japonés, de paredes enlucidas, tendido sobre esteras, sentiría menos aprensión. Si detestamos ir al dentista, en parte es debido a la repulsión que nos inspira el ruido del torno al taladrar el diente pero también a nuestro horror ante la profusión de instrumentos de cristal o de metal brillante. En una época en la que fui víctima de una fuerte depresión nerviosa, sólo con oír hablar de cierto dentista recién llegado de América que estaba muy orgulloso de su instalación ultramoderna se me ponía la carne de gallina. En cambio, no me importaba acudir a un dentista que, como todavía puede verse en las ciudades pequeñas, había instalado una consulta algo vieja en una antigua casa de estilo japonés.

Es cierto que sería algo molesto que los instrumentos quirúrgicos estuvieran empañados por el tiempo, pero es probable que, de haberse constituido en Japón la medicina moderna, se habrían imaginado instalaciones e instrumentales más en consonancia con la casa japonesa.

Éste es otro ejemplo de los inconvenientes que tiene para nosotros el uso de objetos prestados.

Hay en Kioto un famoso restaurante llamado Waranji-ya. En esta casa, hasta hace poco, los reservados no estaban iluminados con luz eléctrica, sino mediante arcaicos candelabros que la habían hecho famosa; en la primavera de este año volví después de una larga ausencia y pude comprobar que también ahí habían hecho su aparición las lámparas eléctricas con forma de linternas portátiles. Pregunté que desde cuándo pasaba eso y me dijeron que desde el año anterior, que muchos clientes encontraban la luz de los candelabros demasiado oscura y que no habían podido hacer otra cosa, pero que a las personas que preferían los objetos antiguos les seguirían llevando candelabros.

Precisamente yo había ido ahí para darme ese gusto y por supuesto pedí un candelabro; entonces fue cuando me di cuenta por primera vez de que esa luz incierta era la que de verdad realzaba la belleza de las lacas japonesas. Los reservados del Waranji-ya son unos pequeños y recoletos salones de té con una superficie de cuatro esteras y media, y los pilares del toko no ma[8] y el techo tienen reflejos negruzcos, lo que hace que, incluso con una lámpara eléctrica con forma de linterna, reine una impresión de nocturnidad. Pero cuando sustituyeron la lámpara por un candelabro aún más oscuro y pude observar las bandejas y los cuencos a la luz vacilante de la llama, descubrí en los reflejos de las lacas, profundos y espesos como los de un estanque, un nuevo encanto totalmente diferente. Supe entonces que si nuestros antepasados habían encontrado ese barniz llamado «laca» y se habían dejado hechizar por los colores y el lustre de los utensilios lacados no era en absoluto por azar.

Mi amigo Sabarwal me asegura que en India, incluso hoy en día, siguen rechazando las vajillas de cerámica y prefieren las lacas. En cambio nosotros, fuera del arte del té o de algunas circunstancias solemnes, ya sólo utilizamos cerámica, excepto para las bandejas y los cuencos de sopa, porque hemos llegado a considerar la laca rústica y desprovista de elegancia: ¿pero no será simplemente por culpa de la claridad que proporcionan los nuevos medios de iluminación? En realidad se puede decir que la oscuridad es la condición indispensable para apreciar la belleza de una laca.

En la actualidad también se fabrican «lacas blancas» pero, de siempre, la superficie de las lacas ha sido negra, marrón o roja, colores estos que constituían una estratificación de no sé cuántas «capas de oscuridad», que hacían pensar en alguna materialización de las tinieblas que nos rodeaban. Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorados con oro molido, pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela, y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad.

Cuando los artesanos de antes recubrían con laca esos objetos, cuando trazaban sobre ellos dibujos de oro molido, forzosamente tenían en mente la imagen de alguna habitación tenebrosa y el efecto que pretendían estaba pensado para una iluminación rala; si utilizaban dorados con profusión, se puede presumir que tenían en cuenta la forma en que destacarían de la oscuridad ambiente y la medida en que reflejarían la luz de las lámparas. Porque una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle, de tal manera que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra, suscita resonancias inexpresables.

Además, cuando está colocada en algún lugar oscuro, la brillantez de su radiante superficie refleja la agitación de la llama de la luminaria, desvelando así la menor corriente de aire que atraviese de vez en cuando la más tranquila habitación, e incita discretamente al hombre a la ensoñación. Si no estuviesen los objetos de laca en un espacio umbrío, ese mundo de ensueños de incierta claridad que segregan las velas o las lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama perderían seguramente buena parte de su fascinación. Los rayos de luz, como delgados hilos de agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados uno aquí, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.

Una vajilla de cerámica no es nada desdeñable, es cierto, pero a las cerámicas les faltan las cualidades de sombra y profundidad de las lacas. Son pesadas y frías al tacto; permeables al calor, no sirven para los alimentos calientes; además, el menor golpe les saca un ruido seco, mientras que las lacas, ligeras y suaves al tacto, no lastiman el oído. Cuando sostengo en el hueco de mi mano un cuenco de sopa, nada me resulta más agradable que la sensación de pesadez líquida, de vívida tibieza que experimenta mi palma. Es una impresión análoga a la que produce al tacto la carne elástica de un recién nacido.

Todas éstas son buenas razones para explicar por qué se sigue sirviendo hoy en día la sopa en un cuenco de laca, pues un recipiente de cerámica está muy lejos de dar satisfacciones comparables. Y sobre todo porque, en cuanto levantas la tapa, el líquido encerrado en cerámica te revela inmediatamente su cuerpo y su color. En cambio, desde que destapas un cuenco de laca hasta que te lo llevas a la boca, experimentas el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca. ¡Qué placer ese instante, qué diferente del que experimentas ante una sopa presentada en un plato plano y blancuzco de estilo occidental! No resulta muy exagerado afirmar que es un placer de naturaleza mística, con un ligero saborcillo zen.

Siempre que oigo el ruido semejante al canto de un insecto lejano, ese silbido ligero que perfora el oído, emitido por el cuenco de sopa que tengo ante mí, y saboreo por anticipado y en secreto el perfume del brebaje, me encuentro transportado al terreno del éxtasis. Se dice que los amantes del té, al oír el ruido del agua hirviendo, que a ellos les evoca el viento en los pinos, experimentan un arrebato parecido tal vez al que yo siento.

Se ha dicho que la cocina japonesa no se come sino que se mira; en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa! Tal es, en efecto, el resultado de la silenciosa armonía entre el brillo de las velas que parpadean en la sombra y el reflejo de las lacas. No hace mucho, el maestro Sôseki celebraba en su Kusa-makura[9] los colores del yôkan[10] y, en cierto sentido, ¿no inducen también esos colores a la meditación? Su superficie turbia, semitranslúcida como un jade, esa sensación que dan de absorber hasta la masa la luz del sol, de encerrar una claridad difusa como un sueño, esa concordancia profunda entre los tonos, esa complejidad, no podremos encontrarla en ningún dulce occidental. Compararlos con cualquier crema sería superficial e ingenuo.

Coloquemos ahora sobre una bandeja de dulces lacada esa armonía coloreada que es un yôkan, sumerjámoslo en una sombra tal que apenas se pueda distinguir su color, se volverá mucho más propicio a la contemplación. Y cuando por fin nos llevemos a la boca esa materia fresca y lisa, sentiremos fundirse en la punta de la lengua algo así como una parcela de la oscuridad de la sala, solidificada en una masa azucarada y a ese yôkan, que en realidad es bastante insípido, le encontraremos una extraña profundidad que realza su gusto.

No cabe duda de que todos los países del mundo han buscado la armonía de colores entre los manjares, la vajilla e incluso las paredes; en cualquier caso, si la cocina japonesa se sirve en un lugar demasiado iluminado, en una vajilla predominantemente blanca, pierde la mitad de su atractivo. Observemos por ejemplo el color de la sopa roja de miso[11] que consumimos todas las mañanas y comprenderemos fácilmente que haya sido inventada en las sombrías casas de antaño. Un día en que me habían invitado a una reunión de té, me ofrecieron miso y al ver a la luz difusa de las velas aquella sopa cenagosa, color de arcilla que siempre había tomado sin prestar atención, estancada en el fondo del cuenco de laca negra, descubrí de repente que tenía una profundidad real y un tono de lo más apetitoso.

También el shôyu[12], esa salsa viscosa y reluciente, sobre todo si se usa esa variedad espesa que se llama tamari, como se hace en la región de Kioto para condimentar el pescado crudo, las legumbres confitadas o hervidas, gana mucho visto en la sombra y forma con la oscuridad una armonía perfecta. Por otra parte el miso blanco, el tofu[13], el kamaboko[14], la harina de patata, los pescados blancos, en fin, todos los alimentos blancos, no pueden quedar realzados si se ilumina su entorno. Para empezar, el arroz, sólo con verlo presentado en una caja de laca negra y brillante colocada en un rincón oscuro, se satisface nuestro sentido estético y a la vez se estimula nuestro apetito. No hay ningún japonés que al ver ese arroz inmaculado, cocido en su punto, amontonado en una caja negra, que en cuanto se levanta la tapa emite un cálido vapor y en el que cada grano brilla como una perla, no capte su insustituible generosidad. Llegado a este punto, se da uno cuenta de que nuestra cocina armoniza con la sombra, de que entre ella y la oscuridad existen lazos indestructibles.

Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros. Visto desde fuera, y esto no sólo es válido para los templos sino también para los palacios y las residencias del común de los mortales, lo que primero llama la atención es el inmenso tejado, ya esté cubierto de tejas o de cañas, y la densa sombra que reina bajo el alero.

Tan densa, que a veces en pleno día, en las tinieblas cavernosas que se extienden más allá del alero, apenas se distingue la entrada, las puertas, los tabiques o los pilares. En la mayoría de los edificios antiguos, y lo mismo sucede con las imponentes construcciones como el Chion’in[15] o los Honganji[16], así como con cualquier granja perdida en la profundidad del campo, si se compara la parte inferior, debajo del alero, con el tejado que la corona, se tiene la impresión, al menos visual, de que la parte más maciza, la más alta y extensa es el tejado.

Por eso, cuando iniciamos la construcción de nuestras residencias, antes que nada desplegamos dicho tejado como un quitasol que determina en el suelo un perímetro protegido del sol, luego, en esa penumbra, disponemos la casa. Por supuesto, una casa de Occidente no puede tampoco prescindir del tejado, pero su principal objetivo consiste no tanto en obstaculizar la luz solar como en proteger de la intemperie; se le construye de manera que difunda la menor sombra posible y un simple vistazo a su aspecto externo permite reconocer que se ha intentado que el interior esté expuesto a la luz del modo más favorable. Si el tejado japonés es un quitasol, el occidental no es más que un tocado. Como en una gorra, los bordes están tan mermados que los rayos directos del sol pueden dar en los muros hasta el nivel del tejado.

Si en la casa japonesa el alero del tejado sobresale tanto es debido al clima, a los materiales de construcción y a diferentes factores sin duda. A falta, por ejemplo de ladrillos, cristal y cemento para proteger las paredes contra las ráfagas laterales de lluvia, ha habido que proyectar el tejado hacia delante de manera que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una vivienda oscura, se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso que generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.

En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.

Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los shôji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.

Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecería todo el encanto sutil y discreto de esa escasa luz.

A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás.

En estas condiciones, es evidente que las paredes enlucidas deben ser recubiertas de un color uniforme para no perturbar esa claridad; aunque el color de fondo puede variar ligeramente de una habitación a otra, la diferencia en todo caso sólo puede ser ínfima. No será una diferencia de tinte, sino más bien una variación de intensidad, poco más que un cambio de humor en la persona que mira. De este modo, gracias a una imperceptible diferencia en el color de las paredes, la sombra de cada habitación se distingue por un matiz de tono.

Tenemos, por último, en nuestras salas de estar, ese hueco llamado toko no ma que adornamos con un cuadro o con un adorno floral; pero la función esencial de dicho cuadro o de esas flores no es decorativa en sí misma, pues más bien se trata de añadir a la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad. En la propia elección de la pintura que colocamos ahí, lo primero que buscamos es su armonía con las paredes del toko no ma, lo que llamamos un toko-utsuri. Por el mismo motivo, concedemos a su montaje una importancia similar a la del valor gráfico del caligrama o del dibujo, porque un toko-utsuri no armónico quitaría todo interés a la obra maestra más indiscutible. En cambio puede suceder que una caligrafía o una pintura sin ningún valor en sí misma, colgada en el toko no ma de un salón esté en perfecta armonía con la habitación y que esta última y la propia obra queden por ello revalorizadas.

¿Pero en qué, se preguntarán ustedes, consiste esta armonía cuando se trata de una obra que es en sí misma insignificante? Reside habitualmente en el aspecto antiguo del papel, el color de la tinta o las resquebrajaduras del armazón. Se establece entonces un equilibrio entre ese aspecto antiguo y la oscuridad del toko no ma o de la propia habitación. Cuando visitamos los famosos santuarios de Kioto o de Nara, nos suelen mostrar, suspendida en el toko no ma de una gran sala al fondo del todo, algún cuadro que dicen ser el tesoro del monasterio, pero es imposible distinguir el dibujo en ese hueco, generalmente tenebroso incluso en pleno día; por lo tanto no nos queda más remedio, mientras escuchamos las explicaciones del guía, que intentar adivinar los trazos de una tinta evanescente e imaginar que ahí sin duda, hay una obra espléndida. A pesar de ello se sabe muy bien que existe una armonía absoluta entre esa vieja pintura marchita y el oscuro toko no ma, que en definitiva no importa que su dibujo esté difuminado y que, por el contrario, esa imprecisión es de lo más adecuada.

En un caso como éste, el cuadro no es en suma más que una «superficie» modestamente destinada a recoger una luz débil e indecisa cuya función es absolutamente la misma que la de una pared enlucida. Por eso, al elegir una pintura damos tanta importancia a la edad y a la pátina, porque una pintura nueva, aun hecha con tinta diluida o con colores pálidos, si no nos damos cuenta, puede destruir la sombra del toko no ma.

Si comparáramos una habitación japonesa con un dibujo a tinta china, los shôji corresponderían a la parte en donde la tinta está más diluida, y el toko no ma al lugar en que está más concentrada. Cada vez que veo un toko no ma, esa obra maestra del refinamiento, me maravilla comprobar hasta qué punto los japoneses han sabido dilucidar los misterios de la sombra y con cuánto ingenio han sabido utilizar los juegos de sombra y luz. Y todo eso sin buscar particularmente ningún efecto determinado. En una palabra, sin más medios que la simple madera y las paredes desnudas, se ha dispuesto un espacio recoleto donde los rayos luminosos que consiguen penetrar hasta allí, engendran aquí y allá, recovecos vagamente oscuros. Sin embargo, al contemplar las tinieblas ocultas tras la viga superior, en torno a un jarrón de flores, bajo un anaquel, y aun sabiendo que sólo son sombras insignificantes, experimentamos el sentimiento de que el aire en esos lugares encierra una espesura de silencio, que en esa oscuridad reina una serenidad eternamente inalterable. En definitiva, cuando los occidentales hablan de los «misterios de Oriente», es muy posible que con ello se refieran a esa calma algo inquietante que genera la sombra cuando posee esta cualidad.

Yo mismo, cuando era niño, si aventuraba una mirada al fondo del toko no ma de un salón o de una «biblioteca» adonde nunca llega la luz del sol, no podía evitar una indefinible aprensión, un estremecimiento. Entonces, ¿dónde reside la clave del misterio? Pues bien, voy a traicionar el secreto: mirándolo bien no es sino la magia de la sombra; expulsad esa sombra producida por todos esos recovecos y el toko no ma enseguida recuperará su realidad trivial de espacio vacío y desnudo. Porque ahí es donde nuestros antepasados han demostrado ser geniales: a ese universo de sombras, que ha sido deliberadamente creado delimitando un nuevo espacio rigurosamente vacío, han sabido conferirle una cualidad estética superior a la de cualquier fresco o decorado. En apariencia ahí no hay más que puro artificio, pero en realidad las cosas son mucho menos simples.

Por ejemplo, no será difícil imaginar que el trazado de una ventana en el hueco, la profundidad de los nichos, la altura de los pilares, han exigido una laboriosa búsqueda que escapa a la vista, y en lo que a mí respecta, cuando estoy a la luz macilenta de los shôji de una «biblioteca» me olvido del tiempo que pasa. Este término de «biblioteca» proviene de que antaño, como indica el nombre, era un lugar para leer; por eso se hizo una ventana, pero más tarde ésta se convirtió en una simple fuente de luz para el toko no ma; muchas veces ni siquiera es eso, sino un dispositivo destinado a reducir al nivel deseado la luz exterior que por ahí se introduce, filtrándola a través del papel de los shôji. En realidad, la luz que ilumina el reverso de dichos shôji cobra un color frío y apagado. Como si los rayos de sol, que a duras penas penetran desde el jardín, después de haberse deslizado bajo el alero y haber atravesado la galería, hubiesen perdido la fuerza de iluminar, como si se hubieran quedado anémicos, hasta el punto de no tener otro poder que el de destacar la blancura del papel de los shôji.

A menudo me detengo ante un shôji para contemplar la superficie del papel, iluminada, pero sin resultar por ello deslumbrante. Por ejemplo, en las inmensas salas de los monasterios la luz está tan mitigada, debido a la distancia que las separa del jardín, que su macilenta penumbra es igual en verano que en invierno, haga buen o mal tiempo, por la mañana, a mediodía o por la noche. Los umbríos recovecos que se forman en cada compartimento del apretado armazón del marco de los shôji parecen sendos rastros polvorientos y sugieren una impregnación del papel, inmutable para toda la eternidad. En esos momentos, llego a dudar de la realidad de esa luz de ensueño y guiño los ojos. Porque me produce el efecto de una ligera bruma que embotase mis facultades visuales.

Como si fuesen incapaces de hacer mella en las espesas tinieblas del toko no ma, los reflejos blanquecinos del papel rebotan en cierta manera sobre esas tinieblas, desvelando un universo ambiguo donde sombra y luz se confunden. Ustedes, lectores, ¿no han experimentado nunca, al entrar en alguna de esas salas, la impresión de que la claridad que flota, difusa, por la estancia no es una claridad cualquiera sino que posee una cualidad rara, una densidad particular? ¿Nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permanecer en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgas te habrás convertido de repente en un viejo canoso?

Diríjanse ahora a la estancia más apartada, al fondo de alguna de esas dilatadas construcciones; los tabiques móviles y los biombos dorados, colocados en una oscuridad que ninguna luz exterior consigue traspasar nunca, captan la más extrema claridad del lejano jardín, del que les separan no sé cuántas salas: ¿no han percibido nunca sus reflejos, tan irreales como un sueño? Dichos reflejos, parecidos a una línea del horizonte crepuscular, difunden en la penumbra ambiental una pálida luz dorada, y dudo que en ningún otro sitio pueda el oro tener una belleza más sobrecogedora.

Algunas veces, al pasar por delante, me he vuelto para mirarlos de nuevo una y otra vez; pues bien, a medida que la visión perpendicular va dando paso a la visión lateral, la superficie del papel dorado se pone a emitir una suave y misteriosa irradiación. No es un centelleo rápido sino más bien una luz intermitente y nítida, algo así como la de un gigante cuya faz cambiara de color. A veces, el polvo de oro que hasta entonces sólo tenía un reflejo atenuado, como adormecido, justo cuando pasas a su lado se ilumina súbitamente con una llamarada y te preguntas, atónito, cómo se ha podido condensar tanta luz en un lugar tan oscuro.

Ahí es donde comprendí por primera vez las razones que tenían los antiguos para cubrir con oro las estatuas de sus budas y por qué se chapaban con oro las paredes de las habitaciones donde vivían las personas de categoría. Nuestros contemporáneos, que viven en casas claras, desconocen la belleza del oro. Pero nuestros antepasados, que vivían en mansiones oscuras, experimentaban la fascinación de ese espléndido color, pero también conocían sus virtudes prácticas. Porque en aquellas residencias pobremente iluminadas, el oro desempeñaba el papel de un reflector. En otras palabras, el uso que se hacía del oro laminado o molido no era un lujo vano, sino que, merced a la razonable utilización de sus propiedades reflectantes, contribuía a dar todavía más luz. Si se admite esto se comprenderá el extraordinario favor de que gozaba el oro: mientras que el brillo de la plata y de los demás metales se apaga muy deprisa, el oro en cambio ilumina indefinidamente la penumbra interior sin perder nada de su brillo.

Anteriormente me referí al hecho de que las lacas decoradas con oro molido estaban hechas para ser vistas en lugares oscuros; esto no sólo es válido para las lacas: si en los tejidos antiguos se usaban con profusión hilos de oro y de plata, es evidente que se hacía por la misma razón. El mejor ejemplo es la estola de brocado que los monjes llevan alrededor del cuello. En la actualidad, los edificios religiosos de las ciudades son en su mayor parte edificios claros, hechos para atraer a una masa de fieles; en ellos, esas estolas parecen inútilmente llamativas y no inspiran demasiado respeto aunque estén sobre el cuello del más digno prelado; pero cuando esos mismos religiosos, sentados en fila, celebran un oficio de liturgia antigua en algún monasterio histórico, te ves obligado a admirar la armonía entre la piel arrugada de los viejos monjes, el centelleo de las lámparas ante las estatuas de los budas y la textura de esos brocados, y aprecias hasta qué punto ha aumentado la solemnidad del acto; porque como ocurre con las lacas doradas, la mayor parte de los dibujos tornasolados del tejido desaparece en la sombra, pues los hilos de oro y de plata sólo de vez en cuando lanzan un breve destello.

Por la misma razón, pero a lo mejor soy el único que experimenta esto, considero que nada forma un contraste más afortunado con la tez de los japoneses que un traje de Nô[17]. Por supuesto, muchos de estos trajes tienen unos colores brillantes y están profusamente sembrados de oro y plata; además, el actor que los lleva en escena no está maquillado como el actor de Kabuki[18], pero ni la piel oscura con reflejos rojizos, característica de los japoneses, ni el rostro de marfil amarillento son particularmente atractivos; y a pesar de eso, cada vez que veo Nô me quedo admirado. Sin duda, las prendas exteriores con dibujos tejidos o bordados en oro y plata son muy favorecedoras y las capas, túnicas o ropas de caza, verde oscuro o rojo caqui y los vestidos con mangas estrechas o los amplios pantalones de un blanco inmaculado no lo son menos cuando por casualidad el actor es un bello adolescente, la delicadeza de la piel, la frescura de las mejillas que tienen el brillo de la juventud, quedan realzadas, desprenden una seducción que no se parece en nada a la de la piel femenina y te das cuenta de que eso era lo que hacía perder la cabeza a los grandes señores de antaño, locamente enamorados de la belleza de sus favoritos.

Los trajes de Kabuki, en las obras históricas o en los intermedios coreográficos, no son menos esplendorosos que los del Nô y generalmente se suele dar por hecho que su atractivo erótico es muy superior al del Nô; ahora bien, creo que quien frecuente asiduamente ambos se habrá dado cuenta de que en realidad es todo lo contrario. Para quien lo ha visto poco, el erotismo del Kabuki parece tan indiscutible como su belleza; estoy de acuerdo en que eso era así antaño, pero en la actualidad, en los escenarios iluminados a la occidental, sus vivos colores caen inevitablemente en la vulgaridad y cansan enseguida.

Lo que es verdad para el traje lo es también para el maquillaje: se puede encontrar belleza en un rostro totalmente artificial, pero nunca se experimentará la impresión de autenticidad que produce la belleza sin maquillaje. El actor de Nô sube a escena con el rostro, el cuello y las manos que le ha dado la naturaleza. En estas condiciones, sus rasgos no tienen más seducción que la suya propia, sin que nuestros ojos estén en modo alguno engañados. Por tanto, en el caso del actor de Nô, es imposible que su rostro desnudo decepcione como lo puede hacer el de un actor que represente, en el Kabuki, papeles de mujer o de jóvenes galanes.

En cambio, lo que nos llama la atención es el extraordinario relieve que cobra su belleza en cuanto se pone los abigarrados ropajes de la época guerrera que, a primera vista, no parecen demasiado adecuados para quien tenga nuestro color de piel. Hace poco, tuve la suerte de ver a Kongô Iwao[19] en el papel de Yang Kuei-Fei[20] del Nô El emperador, y nunca he olvidado la sublime belleza de sus manos entrevistas por la abertura de las mangas. Yo miraba sus manos, luego miraba las mías, colocadas sobre mis rodillas. Si esas manos parecían tan bellas era debido, sin duda, al movimiento delicado que las animaba de la muñeca a la punta de los dedos y también a la disposición sumamente estudiada de los propios dedos; sin embargo subsistía en mí una duda: ¿de dónde podía proceder ese brillo de la piel que parecía desprenderse de una fuente de irradiación interior?, porque, en realidad, eran unas manos de japonés de lo más corriente y, en lo que se refería al tono de la piel, nada las distinguía de mis propias manos, ahí, sobre mis rodillas. Dos, tres veces, comparé con las mías las manos de Kongô en escena ante mí, pero, por mucho que las comparara, aquellas manos me seguían pareciendo iguales. Y a pesar de eso, cosa extraña, esas mismas manos que en escena adquirían una belleza casi inquietante, sobre mis rodillas no eran sino unas manos de lo más corriente.

Éste no es un fenómeno exclusivo de Kongô. En el Nô, la parte del cuerpo que deja ver el traje es ínfima, como mucho el rostro y el cuello y la mano desde la muñeca hasta la punta de los dedos; además, en un papel femenino como el de Yang Kuei-Fei, el actor lleva una máscara, de forma que su propio rostro está oculto, pero entonces el color de esa ínfima parcela al descubierto produce un efecto prodigioso. Este efecto era particularmente asombroso en Kongô, pero las manos de cualquier actor, honestas y corrientes manos de japonés medio, desprenden una seducción tal que te hace abrir los ojos de asombro, seducción que no se hubiera podido ni sospechar si llevara un traje moderno. Lo repito, no se trata de ninguna cualidad inherente al actor guapo o buen mozo.

Otro ejemplo: resulta inconcebible que en la vida cotidiana los labios de un hombre corriente nos atraigan; pues bien, en el escenario del Nô, su color rojizo oscuro, su piel ligeramente húmeda, sugieren una elasticidad carnal superior a la de los labios de una mujer pintados rojos. Eso se puede deber al hecho de que el actor, para cantar, humedece continuamente sus labios con saliva, pero no puedo creer que sea ésta la única razón. Ocurre lo mismo con el niño actor, cuyas excelentes mejillas enrojecidas adoptan colores más frescos. Mi experiencia personal me dice que este efecto es más visible si lleva trajes en los que predomina el color verde; en tal caso, la rojez, que en un niño de tez clara es ya evidente, se realza aún más en el niño de piel oscura. Porque en el niño de tez clara el contraste entre su palidez y ese rojo es demasiado tajante y el efecto de los colores oscuros del traje demasiado fuerte, mientras que en el niño de tez oscura, de mejillas morenas, el rojo sobresale menos, de manera que el traje y el rostro se iluminan mutuamente. El verde sobrio y el marrón mate, ambos colores neutros, destacan mucho entre sí y la piel del hombre amarillo se ve tan favorecida que llama la atención.

Posiblemente exista en otras partes una belleza similar, creada por la simple armonía de los colores, pero si por desgracia el Nô tuviese que recurrir como el Kabuki a los modernos sistemas de iluminación, es seguro que bajo el impacto de esa luz brutal sus virtudes estéticas saltarían en pedazos. Es, pues, absolutamente esencial que el escenario del Nô permanezca en su oscuridad original y, cuanto más antiguo sea el edificio, mejor. Una reluciente tarima con brillo natural, pilares y tabiques de reflejos oscuros, una oscuridad que, procedente del techo, se extienda por encima de la cabeza del actor como una inmensa campana, ése es el espacio teatral más adecuado; desde este punto de vista, presentar el Nô como lo han hecho hace poco en el Asahikaikan o en el Kôkai-dô, posiblemente no sea malo en sí mismo, pero el Nô pierde la mitad de su auténtico sabor.

Ahora bien, esta oscuridad intrínseca del Nô y la belleza que genera forman un singular universo de sombra que, en nuestros días, sólo se ve en el escenario, mientras que antaño no debían de estar muy alejados de la vida real. ¿Cómo puede ser eso?, me dirán ustedes. Porque la oscuridad que reina en el escenario del Nô no es sino la oscuridad de las mansiones de aquellos tiempos; en cuanto a los dibujos y a la armonía de los colores de los trajes del Nô, aunque son algo más vivos que en la realidad, no dejan de ser menos parecidos en su conjunto a los trajes que llevaban los nobles y los señores de la época. Llegado a este punto de mi reflexión intento imaginarme, y esto me fascina, el orgulloso aspecto, comparado con el nuestro, de aquellos japoneses de antes y, en particular, de los señores de la guerra que llevaban los suntuosos trajes de la época de las guerras civiles o de Momoyama[21]. El Nô muestra, de la forma más elevada posible, la belleza de los hombres de nuestra raza; cuán imponente y majestuoso debía de ser el porte de aquellos veteranos de los antiguos campos de batalla cuando, con sus rostros quemados por el viento y la lluvia, totalmente ennegrecidos, con los pómulos salientes, se ponían aquellas capas, aquellos trajes pomposos, aquellos trajes de ceremonia con semejantes colores, chorreantes de luz. Estoy convencido de que todos los que disfrutan viendo Nô se entregan en cierto modo a asociaciones de ideas de este tipo y encuentran un placer retrospectivo, completamente ajeno al quehacer del actor, en decirse que este universo de la escena, de tan encendido colorido, tuvo antaño una existencia real.

En el extremo opuesto, el escenario del Kabuki permanece hasta el final como un universo de ficción, sin relación con la belleza de nuestra tierra. Esto es cierto, por supuesto, en su interpretación de la belleza masculina, pero lo es todavía más en la de la belleza femenina: me resulta imposible imaginar que las mujeres de otras épocas hayan podido ser unos seres parecidos a los que vemos hoy en día en escena. En el Nô, el actor que hace un papel de mujer lleva una máscara y por lo tanto también se aleja de la realidad, pero los intérpretes de papeles femeninos del Kabuki tampoco dan sensación de autenticidad. La culpa es, por supuesto, de la iluminación demasiado cruda del escenario; ¿no estaba esta forma de teatro, especialmente en los papeles femeninos, un poco más cerca de la realidad, cuando todavía no existían los medios actuales de iluminación, cuando las velas o candelabros difundían una claridad mediocre?

A este respecto se suele decir que en el Kabuki actual ya no hay actores especializados en papeles femeninos que tengan una feminidad tan verosímil como los de antes, pero no está muy claro que la culpa sea de las aptitudes o la belleza de los actores. Porque si hubieran colocado a los actores de entonces en un escenario iluminado como hoy en día, es indudable que los contornos angulosos de su silueta masculina habrían saltado a la vista: ¿No era la oscuridad la que difuminaba en buena medida este defecto? Al ver a Baiko[22] hacia el final de su vida en el papel de Okaru[23], lo percibí muy nítidamente. Entonces fue cuando me di cuenta de que lo que mataba la belleza del Kabuki era esa iluminación inútilmente exagerada.

Un distinguido aficionado de Osaka me decía que durante algún tiempo, a principios del Meiji, se habían utilizado lámparas de petróleo para iluminar el teatro de marionetas de Bunraku[24] y me aseguraba que en aquella época dicho teatro tenía unas resonancias infinitamente más ricas que ahora. Incluso hoy en día considero que esas muñecas tienen una vida más auténtica que los papeles femeninos del Kabuki; porque a la incierta luz de aquellas lámparas, las muñecas debían de perder su característica dureza de rasgos y sus deslumbrantes reflejos de blanco de china debían de quedar difuminados, y cuando me imagino lo que ganaban en agilidad y la sobrecogedora belleza de la escena de aquellos tiempos, me siento recorrido por un estremecimiento involuntario.

Como se sabe, en el teatro de Bunraku las muñecas femeninas sólo consisten en una cabeza y unas manos. Un vestido de cola cubría el tronco y las piernas y bastaba con que quienes las animaban introdujeran sus manos dentro para producir la ilusión de movimiento; por mi parte considero que este procedimiento se acerca mucho a la realidad, porque las mujeres de antes sólo existían realmente de cuello para arriba y desde el borde de las mangas, el resto desaparecía enteramente en la oscuridad. En aquellos tiempos las mujeres de ambientes superiores a la clase media salían muy raramente y si lo hacían, era completamente acurrucadas en lo más profundo de un palanquín, por miedo a que las pudieran vislumbrar desde la calle; no es pues nada exagerado decir que, confinadas generalmente en una habitación de sus oscuras mansiones, totalmente sepultadas día y noche en la oscuridad, sólo revelaban su existencia por el rostro.

Las ropas, por otra parte, más alegres que las actuales para los hombres, lo eran relativamente menos para las mujeres. Las jóvenes y las mujeres de las casas burguesas, incluso bajo el antiguo régimen militar, utilizaban colores increíblemente apagados, en una palabra, el traje no era más que una parcela de la sombra, sólo una transición entre la sombra y el rostro.

El maquillaje incluía entre otras cosas el ennegrecimiento de los dientes; cabe preguntarse si la finalidad de esta operación no era, una vez rebosante de oscuridad todo el espacio excepto el rostro, poner una pincelada de sombra hasta en la boca. Este concepto de la belleza femenina ya no existe en nuestros días, a no ser en algunos lugares muy especiales como la casa Sumiya de Shimabara[25]. Sin embargo me resulta posible representarme aproximadamente a las mujeres de antes al recordar la silueta de mi madre cosiendo, cuando yo era niño, al fondo de nuestra casa de Nihonbashi[26], a la rala luz procedente del jardín. Hasta esa época, hablo de los años veinte del Meiji (hacia 1890), se construían todavía las casas burguesas de Tokio de tal manera que eran muy oscuras y mi madre, mis tías, alguna pariente nuestra, casi todas las mujeres de esa generación, se ennegrecían los dientes. No recuerdo sus trajes de diario pero cuando se vestían para salir solían llevar tejidos de color gris con dibujitos. Mi madre era muy pequeñita, cinco pies apenas, pero no era la única, pues era la estatura normal de las mujeres de aquella época. Incluso, se podría llegar a decir que esas mujeres apenas tenían carne. De mi madre recuerdo el rostro, las manos, vagamente los pies, pero mi memoria no ha conservado nada que se refiera al resto de su cuerpo.

En este sentido, recuerdo el torso de la famosa estatua de Kannon del Chuguji[27]: ¿no representa el típico desnudo de la mujer japonesa de antes? Aquel pecho liso como una plancha al que se ciñen unos senos de una delgadez de papel, aquella cintura apenas menos gruesa que el pecho, aquellas caderas, aquella grupa, aquella espalda recta, aquel tronco estrecho y delgado hasta el punto de resultar desproporcionado con el rostro y los miembros, aquella ausencia de espesor que más que un ser de carne evoca la tirantez de una bola de madera, ¿no es, en conjunto, la estructura del cuerpo femenino de antaño? Todavía hoy en día me he encontrado entre las viejas damas de las familias tradicionales o entre las geishas algunas mujeres cuyo torso está conformado de esta manera.

Al verlas, pienso irresistiblemente en la varilla que forma el armazón de las muñecas. En realidad, el torso no es sino un soporte destinado a recibir el traje y nada más. Estas mujeres, cuyo torso queda así reducido al estado de soporte, están hechas de una superposición de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla ridículamente desproporcionada. Antaño, esto carecía de importancia porque estas mujeres, que vivían en la sombra y sólo eran un rostro blanquecino, no necesitaban para nada tener un cuerpo. Mirándolo bien, para los que celebran la triunfante belleza del desnudo de la mujer moderna, debe de ser muy difícil imaginar la belleza fantasmal de aquellas mujeres.

Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes. Hay una vieja canción que dice:

Ramajes

reunidlos y anudadlos

una choza

desatadlos

la llanura de nuevo

Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.

En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser inseparable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un toko no ma de algún pabellón de té.

¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal. Los colores que a nosotros nos gustan para los objetos de uso diario son estratificaciones de sombra: los colores que ellos prefieren condensan en sí todos los rayos del sol. Nosotros apreciamos la pátina sobre la plata y el cobre; ellos la consideran sucia y antihigiénica, y no están contentos hasta que el metal brilla a fuerza de frotarlo. En sus viviendas evitan cuanto pueden los recovecos y blanquean techo y paredes. Incluso cuando diseñan sus jardines, donde nosotros colocaríamos bosquecillos umbríos, ellos despliegan amplias extensiones de césped.

¿Cuál puede ser el origen de una diferencia tan radical en los gustos? Mirándolo bien, como los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos, siempre nos hemos conformado con nuestra condición presente; no experimentamos, por lo tanto, ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como a algo inevitable: que la luz es pobre, ¡pues que lo sea!, es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular.

En cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra.

Puede ocurrir que sea debido a una diferencia de carácter; a pesar de todo, quisiera examinar cuáles pueden ser las repercusiones de la diferencia de color de la piel. Entre nosotros, desde siempre, se ha considerado que una piel blanca era más noble y bella que una piel oscura, pero ¿en qué se diferencia la blancura de un hombre de raza blanca de nuestra propia blancura? Si comparamos individuos aislados puede parecer que hay japoneses más blancos que algunos occidentales y occidentales más oscuros que algunos japoneses; sin embargo, tanto la blancura como la morenez de su piel difieren por su calidad.

Permítanme referir mi experiencia: no hace mucho yo vivía en la ciudad alta de Yokohama y asistía frecuentemente a las reuniones de los miembros de la colonia extranjera e iba a los restaurantes y a los bailes a los que ellos iban; cuando los veía de cerca, me parecía que su blancura no era tan blanca, pero de lejos, la diferencia entre ellos y los japoneses era evidente. Algunas damas japonesas llevaban trajes de noche tan buenos como los de las extranjeras y a veces su tez era más clara que la suya, pero bastaba que una de las japonesas se mezclase a un grupo, para que, con una simple mirada se la distinguiera desde lejos. Me explico: por muy blanca que sea una japonesa sobre su blancura hay como un ligero velo.

Aunque estas mujeres, para no ir a la zaga de las occidentales, se unten con pintura blanca espaldas, brazos, axilas, en una palabra, todas las partes del cuerpo expuestas a la vista, no consiguen borrar el pigmento oscuro que subyace en el fondo de su piel. A pesar de todo, se le adivina, como se puede adivinar una impureza en el fondo del agua clara vista desde muy arriba. Es una sombra negruzca, como una capa de polvo, que se aloja entre los dedos, en el contorno de la nariz, alrededor del cuello, en el hueco de la espalda. En cambio, el fondo de la piel de los occidentales, aunque tengan la tez algo turbia, sigue siendo claro y translúcido sin que jamás, en ninguna parte del cuerpo, presenten esa sombra sospechosa. Desde la punta del cráneo hasta la de los dedos, son de un blanco fresco y sin mezcla. Si uno de los nuestros se mezcla con ellos, es como una mancha sobre un papel blanco, una mancha de tinta muy diluida, que incluso nosotros sentimos como una incongruencia y que no nos resulta muy agradable.

Esto quizás permita explicar la psicología de la repulsión que experimentaban no hace mucho los hombres de raza blanca hacia la gente de color: la mancha que representa en una reunión la presencia, aunque sólo sea de una o dos personas de color, debía de incomodar de alguna manera a los blancos aquejados de una sensibilidad exacerbada. No sé cómo están las cosas ahora pero durante la guerra de Secesión, cuando las persecuciones contra los negros llegaron al paroxismo, el odio y el desprecio de los blancos no sólo se limitaba a los negros, sino que también se extendía a los mestizos de negros y blancos, a los mestizos de mestizos, a los mestizos de blancos y mestizos, y así sucesivamente. No paraban hasta que no hubieran localizado el mínimo rastro de sangre negra en aquellos a los que clasificaban en medias, cuartas, octavas, dieciseisavas e incluso treintaidosavas partes de sangre mezclada. Su ojo experto localizaba el menor matiz de color escondido en la piel más blanca, entre personas que, a primera vista, no se diferenciaban para nada del blanco de pura raza, pero que habían tenido en la segunda o tercera generación un único ascendiente de raza negra.

Hechos como éstos permiten comprender los motivos profundos de las relaciones que nosotros, los de raza amarilla, hemos entablado con la sombra. Nadie se pone por voluntad propia, deliberadamente, en una situación que le resulta desfavorable; es, pues, completamente natural que para vestirnos, alimentarnos y alojarnos prefiramos cosas con colores mitigados y que intentemos hundirnos en un ambiente oscuro; ciertamente, nada permite creer que nuestros antepasados hayan sido conscientes de ese velo que empañaba su piel, porque ni siquiera conocían la existencia de una raza de hombres más blancos que ellos, pero no puedo dejar de pensar que sus reacciones espontáneas ante los colores son las que han originado sus gustos.

Nuestros antepasados empezaron delimitando en el espacio luminoso un volumen cerrado con el que hicieron un universo de sombra; luego confinaron a la mujer al fondo de la oscuridad porque estaban convencidos de que no podía haber en el mundo ningún ser humano que tuviera una tez más clara. Si se admite con ellos que la blancura de la piel es la suprema condición de la belleza femenina ideal, hay que reconocer que no podían actuar de otra manera y que era perfectamente lícito que lo hicieran. Contrariamente a los cabellos de los hombres blancos, que son claros, los nuestros son negros: la propia naturaleza nos enseña aquí las leyes de la sombra, leyes que nuestros antepasados obedecían inconscientemente para hacer que, mediante un juego de contrastes, un rostro amarillo pareciera blanco.

He dado ya mi opinión sobre la costumbre de ennegrecer los dientes; pero las mujeres de antes también se afeitaban las cejas: ¿no era ésa otra manera de realzar el brillo de su rostro? Pero lo que más me llama la atención es su famoso lápiz de labios azul-verdoso con reflejos nacarados. En nuestros días ni siquiera las geishas de Gion[28] los siguen utilizando, pero de todos modos, no podríamos comprender su poder de seducción si no nos representamos el efecto de ese color a la incierta luz de los candelabros. Nuestros antepasados aplastaban deliberadamente los labios rojos de sus mujeres bajo ese emplasto verde-negruzco, como incrustado de nácar. De esa manera arrancaban todo ardor del rostro más radiante. Piensen en la sonrisa de una joven, a la vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un rostro más blanco? Yo, al menos, lo veo más blanco que la blancura de cualquier mujer blanca, en ese universo de ilusiones que llevo grabado en mi cerebro.

La blancura del hombre blanco es una blancura translúcida, evidente y trivial, mientras que aquélla es una blancura en cierto modo separada del ser humano. Puede que una blancura así definida no tenga ninguna existencia real. Puede que no sea más que un juego engañoso y efímero de sombras y de luz. Lo admito, pero nos resulta suficiente porque no nos es dado esperar nada mejor.

Quisiera hacer una observación respecto al color de la oscuridad que normalmente rodea a una blancura de este tipo; no sé ya cuándo, hace años, llevé a un visitante procedente de Tokio a la casa Sumiya de Shimabara y allí percibí, sólo una vez, cierta oscuridad cuya calidad no pude olvidar. Era una vasta sala que se llamaba, creo, la «sala de los pinos», destruida posteriormente por un incendio; las tinieblas que reinaban en aquella habitación inmensa, apenas iluminada por la llama de una única vela, tenían una densidad de una naturaleza muy diferente a las que pueden reinar en un salón pequeño. Cuando entré en la sala, una criada de edad madura, con las cejas afeitadas y los dientes ennegrecidos, estaba arrodillada colocando el candelabro ante un gran biombo; detrás de ese biombo que delimitaba un espacio luminoso de dos esteras aproximadamente, caía, como suspendida del techo una profunda oscuridad, densa y de color uniforme, sobre la que rebotaba, como sobre un muro negro, la luz indecisa del candelabro, incapaz de reducir su espesura. ¿Ha visto usted alguna vez, lector, «el color de las tinieblas a la luz de una llama»? Están hechas de una materia diferente a la de las tinieblas de la noche en un camino y, si me atrevo a hacer una comparación, parecen estar formadas de corpúsculos como de una ceniza tenue, cuyas parcelas resplandecieran con todos los colores del arco iris. Me pareció que iban a meterse en mis ojos y, a pesar mío, parpadeé.

Ahora están de moda los reservados de dimensiones más modestas; los hacen de diez, ocho o incluso seis esteras, por ello, aunque sólo encendieran una vela no se podrían encontrar unas tinieblas de ese color; en cambio, antaño, tanto en los palacios como en los lugares de asueto, la costumbre exigía techos altos, pasillos amplios e inmensas salas de varias decenas de esteras, lo que implica que en aquellos edificios, a cualquier hora flotara una estancada oscuridad de ese tipo, similar a una bruma impenetrable. Y nuestras gentiles damas chapoteaban en ese caldo espeso y negro en el que estaban hundidas hasta el cuello.

No hace mucho me explayaba sobre este tema en mis Ensayos de la ermita a la sombra de los pinos, pero nuestros contemporáneos, acostumbrados como están desde hace ya tiempo a la luminosidad de la luz eléctrica, habrán olvidado sin duda que hayan podido existir jamás unas tinieblas de este tipo. Ahora bien, esas «tinieblas sensibles a la vista» producían la ilusión de una especie de bruma palpitante, provocaban fácilmente alucinaciones, y en muchos casos eran más terroríficas que las tinieblas exteriores. Las manifestaciones de espectros o de monstruos no eran en definitiva más que emanaciones de esas tinieblas, y las mujeres que vivían en su seno, rodeadas de no sé cuántos visillos-pantallas, biombos, tabiques móviles, ¿no pertenecían, a su vez, a la familia de los espectros? Las tinieblas las envolvían con diez, veinte capas de sombra, se infiltraban en ellas por el menor resquicio de su ropaje, el cuello, las mangas, el dobladillo del vestido.

Es más, quién sabe si a veces, a la inversa, dicha oscuridad no salía del propio cuerpo de aquellas mujeres, de su boca de dientes pintados, de la punta de su negra cabellera, cual hilos de araña, esos hilos que escupía la maléfica «Araña de tierra».

Si es cierto lo que contaba hace algunos años Takebayashi Musôan[29] a su vuelta de París, Tokio u Osaka están mucho mejor iluminadas que las grandes ciudades europeas. En París, en plenos Campos Elíseos, todavía hay algunas casas iluminadas con petróleo, mientras que en Japón, para encontrar este tipo de iluminación hay que ir al interior de las montañas más apartadas. Es cierto que posiblemente no haya otro país en el mundo, si exceptuamos América, que se entregue a tal orgía de luz eléctrica. Se ha dicho que esto era debido a que Japón quería imitar en todo a América. Musôan contaba esto hace cuatro o cinco años, antes por tanto de la moda de los anuncios de neón; la próxima vez que vuelva se quedará aún más atónito ante este nuevo incremento de luz.

Otra anécdota que me contaba el Sr. Yamamoto, director de la revista Kaizô[30]. Yamamoto acompañó hace poco al profesor Einstein durante su viaje a Kioto. El tren atravesaba las afueras de Ishiyama[31] cuando el profesor, que contemplaba el paisaje por la ventana le dijo: «¡Vaya, no son muy ahorrativos por aquí!». Como le preguntaran sobre lo que quería decir con ello, señaló con el dedo un poste de la luz con una bombilla encendida en pleno día. «¡Einstein es judío, por eso sin duda se fija en esos detalles!», añadió Yamamoto como comentario; pero a pesar de todo, en comparación, si no con América, al menos con Europa, Japón utiliza el alumbrado eléctrico sin reparar en gastos.

A propósito de Ishiyama, he aquí otra historia curiosa: dudaba yo sobre el lugar que elegiría ese año para ir a ver la luna de otoño y me decidí finalmente por el monasterio de Ishiyama, pero la víspera de la luna llena leí en el periódico una noticia en la que se informaba que para aumentar el disfrute de los visitantes que fueran al monasterio al día siguiente por la noche para contemplar la luna, habían colocado por los bosques una grabación de la Sonata al claro de luna. Esta lectura me hizo renunciar al instante a mi excursión a Ishiyama. Un altavoz es un azote en sí mismo, pero yo estaba convencido de que si se había llegado a eso, sin duda alguna también habrían iluminado la montaña con bombillas distribuidas artísticamente para crear ambiente.

Ya en otra ocasión me habían estropeado el espectáculo de la luna llena: un año quise ir a contemplarla en barca al estanque del monasterio de Suma[32] en la decimoquinta noche, así que invité a algunos amigos y llegamos cargados con nuestras provisiones para descubrir que en torno al estanque habían colocado alegres guirnaldas de bombillas eléctricas multicolores; la luna había acudido a la cita, pero era como si ya no existiera.

Hechos como éste demuestran el grado de intoxicación al que hemos llegado, hasta el punto de que parece que nos hubiéramos hecho extrañamente inconscientes de los inconvenientes del alumbrado abusivo. Se alegará que peor para los amantes del claro de luna, pero en las casas de citas, los restaurantes, los albergues, los hoteles, ¡qué derroche de luz eléctrica! Admito sin problema que, en cierta medida, es necesaria para atraer a la clientela, pero de todos modos, ¿para qué sirve encender las lámparas en verano, cuando todavía es de día, si no es para que haga más calor? Dondequiera que vaya en verano, esta manía me llena de consternación. Si en las habitaciones reina un calor absurdo, incluso cuando hace fresco fuera, la culpa es exclusivamente de la excesiva potencia o del excesivo número de bombillas, porque cada vez que he hecho el experimento de apagar alguna, volvía a hacer fresco inmediatamente; es realmente curioso que ni los clientes, ni los dueños se hayan dado cuenta nunca. Por principio, convendría incrementar algo la intensidad del alumbrado en invierno y disminuirlo en verano. Se conseguiría una sensación de frescura y habría menos insectos. Pero lo peor es que encienden demasiadas lámparas y luego, aduciendo que hace calor, se ponen en marcha los ventiladores. ¡Sólo pensarlo me enfurece!

En una habitación japonesa, donde el calor se disipa lateralmente, se puede en último extremo aguantar, pero en una habitación de hotel de estilo occidental, donde el aire no circula bien, cuyos suelos, paredes y techos irradian por todas partes el calor almacenado, es realmente insoportable. Para citar un ejemplo, aunque esto me moleste un poco, quienquiera que haya recorrido una tarde de verano los pasillos del Hotel Miyako de Kioto no puede dejar de estar de acuerdo conmigo. La cosa es mucho más fastidiosa si se tiene en cuenta que, como forma una especie de terraza frente al norte, hay desde ahí una vista panorámica sobre el Monte Hiei[33], el Monte Nyoi[34], la torre de pisos y el bosque de Kurodani[35] y las verdeantes pendientes de las montañas del este, espectáculo cuya sola vista refresca el corazón.

Pongamos que una tarde de verano te apetece ir a disfrutar del fresco frente a ese paisaje encantador y ahí que te diriges, saboreando de antemano la brisa que imaginas recorre todo el edificio; pues bien, bajo el blanco techo, detrás de las placas de cristal lechoso dispuestas aquí y allá, resplandecen unas luces brutales. Y como en las construcciones recientes de estilo occidental los techos son bajos, estas luces son como bolas de fuego que giran encima del cráneo y decir que hace calor es quedarse corto porque pronto el resto del cuerpo acaba teniendo la misma temperatura que la parte superior y sientes que empiezas a asarte, primero por la cabeza, después por el cuello y luego por la espalda.

Y esto no es todo: una sola de esas bolas de fuego bastaría ampliamente para iluminar un espacio tan reducido, pero son tres, cuatro, esos artefactos mortíferos que brillan en el techo; y a lo largo de las paredes, de los pilares, por todas partes, han ido sembrando unos aparatos más pequeños cuya única utilidad es la de pulverizar el menor rastro de sombra que pueda haberse refugiado en los rincones. En vano buscarás por la habitación alguna sombra fugaz, la mirada no encuentra en torno suyo sino paredes blancas, gruesos pilares rojos y por último el suelo, hecho con superficies de colores vivos que dibujan como un mosaico, que se meten por los ojos como una litografía recién impresa, cosas todas ellas que agravan aún más la penosa impresión de calor. La diferencia de temperatura es asombrosa cuando se viene del pasillo. El aire fresco de la noche no sirve de nada pues es transformado de inmediato en ardiente vendaval.

No hace todavía mucho tiempo, yo iba gustosamente a ese hotel; consideren esto que digo como un consejo de amigo, en honor de los gratos recuerdos que de él conservo; pero sigo creyendo que es escandaloso arruinar con esa iluminación un espectáculo como ése, en el lugar más adecuado para gozar de la frescura de una noche de verano. Ese calor es una molestia para un japonés, pero también estoy convencido de que lo es para un occidental, cualquiera que sea la pasión que profese por la claridad; basta con hacer un experimento muy sencillo: ¡que disminuyan la iluminación y se comprenderá de inmediato!

No hago sino citar un ejemplo entre mil, y este hotel no es el único al que le sucede esto. El único que ha evitado este inconveniente es el hotel Imperial, que ha optado por la iluminación indirecta; pero incluso ahí me parece que sería conveniente reducir ligeramente su intensidad en verano. De todos modos la iluminación de las casas es hoy más que suficiente para leer, escribir o coser; aumentarla es un auténtico derroche y, al suprimir los últimos resquicios de la sombra, se da la espalda a todas las concepciones estéticas de la casa japonesa. Afortunadamente, a veces hay que restringir el gasto de electricidad en las casas particulares, simplemente para ahorrar, pero en cambio, en los establecimientos destinados a recibir clientes ¡qué derroche de luz en los pasillos, en las escaleras, en la entrada, en el jardín, delante de la puerta, sin más resultado que el de quitar profundidad a las habitaciones, a los cuartos de baño, a las rocas del jardín! En invierno, pase todavía porque eso calienta algo, pero en las noches de verano, en cuanto llegas al hotel, te encuentras con el mismo desastre que en el Miyako. De lo cual infiero que sólo hay un medio de gozar en paz del fresco: quedarse en casa, abrir de par en par las ventanas y tenderse a la sombra bajo el mosquitero.

Ya no recuerdo en qué revista o en qué periódico leía el otro día un artículo dedicado a las quejas de las señoras inglesas de edad: cuando ellas eran jóvenes, estaban acostumbradas a tratar con respeto a las personas mayores, pero las jóvenes de hoy en día las ignoran, incluso evitan acercarse a ellas, como si la vejez fuera una tara algo repugnante; se quejan, en una palabra, de que los jóvenes de ahora se comportan de una manera muy diferente a los de antes; deduje que los viejos de todos los países del mundo dicen lo mismo, que el hombre que va adquiriendo edad parece siempre inclinado a creer que, bajo todos los aspectos, el ayer era preferible al hoy. Los viejos de hace cien años lamentaban los tiempos de hace dos siglos, y los viejos de hace doscientos años suspiraban por los de hace tres siglos: nada nos autoriza a creer que algún viejo haya manifestado estar contento con el estado de cosas de su época; sin embargo esta comprobación es ahora más cierta que nunca debido a los progresos acelerados de la cultura y, sobre todo, a las circunstancias sumamente especiales en las que se encuentra nuestro país, pues las transformaciones acaecidas después de la Restauración del Meiji corresponden, como poco, a la evolución de tres o cinco siglos de los tiempos pasados.

Lo divertido es que yo, que digo todo esto, he alcanzado una edad en la que se pone uno a imitar el habla sentenciosa de los viejos; es evidente que aunque los logros de la cultura moderna pueden seducir a los jóvenes, en cambio, se está preparando una época que va a ser poco amena para los viejos. Por ejemplo, para cruzar, hay que estar atentos a las señales de tráfico, con lo cual los ancianos no se atreven a salir tranquilamente a la calle. Pase todavía para aquellos a quienes su situación les permite desplazarse en automóvil, pero a las personas como yo, el simple hecho de arriesgarse a cruzar una calle de Osaka, les exige la tensión nerviosa de todo su ser. Es verdad que hay semáforos y los que están en medio de las plazas se ven perfectamente, pero a veces es muy difícil localizar las luces verdes y rojas que se encienden y apagan en el cielo de improviso, cuando se pasa por una calle lateral, y además puede ocurrir que en alguna plaza grande se confunda la señal de uno de los lados con la que está de frente. Yo pensaba que cuando pusieran guardias de tráfico en las plazas de Kioto sería el final de todo, pero a partir de ahora sólo se puede saborear la auténtica atmósfera de las calles de puro estilo japonés yendo a ciudades como Nishinomiya, Sakai, Wakayama o Fukuyama.

Lo mismo ocurre con los alimentos: encontrar en una gran ciudad manjares adecuados para el paladar de un viejo es una empresa agotadora. Recientemente, un periodista me pedía que evocase algún plato curioso y delicado. Le indiqué la receta de los sushi[36], con hojas de kaki, que comen los habitantes de los valles perdidos de las montañas de Yoshino. Aprovecho la ocasión para revelarla aquí.

Se cuece el arroz con sake, a razón de un [37] de sake por cada shô[38] de arroz. Cuando el agua empieza a hervir se echa el sake en la olla. Cuando el arroz está en su punto, se deja enfriar por completo, luego se hacen bolitas con las manos espolvoreadas de sal. Las manos no deben tener ningún rastro de humedad. Ahí está el secreto: sólo hay que presionar las bolitas con sal. Luego se corta salmón salado en lonchas finas, se extienden las lonchas sobre las bolitas que se envuelven una a una en las hojas de kaki, con la superficie hacia dentro. Previamente se habrán escurrido con un paño muy seco las hojas y el salmón para quitar cualquier rastro de humedad. Hecho esto, en una cubeta para sushi o en una caja de arroz que se habrá secado meticulosamente por dentro, se disponen las bolitas de forma que no haya entre ellas ningún intersticio, después se pone encima una tapa que cierre herméticamente sobre la que se colocará una pesada piedra, como para hacer confitura de verduras. Los sushi se preparan la noche anterior para poderlos comer al día siguiente por la mañana, y ése será el día en que sepan mejor, pero también se pueden consumir dos o tres días después. Cuando se vayan a comer se rocían con vinagre en el que se habrá macerado una guindilla.

Esta receta me la dio un amigo quien, durante una estancia en Yoshino la encontró tan sabrosa que quiso aprenderla, pero basta con que se disponga de hojas de kaki y de salmón salado para hacerla en cualquier parte. Ante todo no olviden que hay que eliminar cualquier rastro de humedad y que el arroz debe estar totalmente frío; la he ensayado en mi casa y ha resultado excelente. La grasa y la sal del salmón impregnan al arroz justo lo necesario y no puedo describir la consistencia del pescado, que recupera su elasticidad como si estuviera fresco. El sabor no tiene nada que ver con el de los sushi de Tokio: como me gustaron muchísimo más, no comí otra cosa en todo el verano. Dicho sea de paso ¡qué maravillosa forma de preparar el salmón salado! ¡Cuánto he admirado el ingenio de esos montañeses, tan desprovistos sin embargo de todos los bienes materiales!, y sabiendo que existen muchas otras especialidades regionales del mismo tipo que ésta hay que admitir que actualmente el gusto de los aldeanos es infinitamente más acertado que el de los citadinos y, en cierto sentido, hay ahí un lujo que nosotros ni siquiera podemos ya imaginar.

Por eso los viejos renuncian cada vez más a vivir en las grandes ciudades y se retiran al campo, pero las pequeñas ciudades de provincias, a su vez, se obstinan en adornarse con ramilletes de bombillas y de año en año empiezan a parecerse a Kioto, lo que no me tranquiliza en absoluto. Algunos pretenden que el progreso no puede detenerse y que el día en que todos los transportes se hagan por el aire o bajo tierra, las calles recuperarán su anterior tranquilidad, pero estemos seguros de que ese día se habrá inventado algún nuevo instrumento para torturar a los viejos. En resumen, se les induce a apartarse del camino, de manera que no tengan más recurso que el de parapetarse en su casa y cocinarse pequeños platos para acompañar el sake vespertino mientras escuchan la radio.

Cosas de viejos, siempre chocheando, pensarán ustedes; pues bien, no creo que sea exactamente así: hace poco, el cronista del Asahi de Osaka, que firma Tensei-jingo-shi (Voz del cielo, palabras humanas), se metía con los funcionarios del gobierno civil que para construir una carretera hacia el parque de Mino talaban a tontas y a locas los bosques y nivelaban las colinas; cuando leí aquello, sentí confirmadas mis palabras. Destruir hasta la sombra de los sotos al fondo de la montaña es demasiado y además una empresa estúpida. A este ritmo, so pretexto de hacer más accesibles a las multitudes los emplazamientos artísticos ilustres, llegarán progresivamente a convertir las afueras de Nara, Kioto u Osaka en espacios descarnados.

Pero basta de recriminaciones; soy el primero en reconocer que las ventajas de la civilización contemporánea son innumerables y además las palabras no van a cambiar nada. Japón está irreversiblemente encauzado en las vías de la cultura occidental, tanto que no le queda sino avanzar valientemente dejando caer a aquellos que, como los viejos, son incapaces de seguir adelante. No obstante, como nuestra piel nunca cambiará de color, tendremos que resignarnos a soportar eternamente unos inconvenientes que sólo padecemos nosotros.

A decir verdad, he escrito esto porque quería plantear la cuestión de saber si existiría alguna vía, por ejemplo, en la literatura o en las artes, con la que se pudieran compensar los desperfectos. En lo que a mí respecta, me gustaría resucitar, al menos en el ámbito de la literatura, ese universo de sombras que estamos disipando… Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado «literatura», oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo. Y para ver cuál puede ser el resultado, voy a apagar mi lámpara eléctrica.

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