4
DESDE LA ESTRELLA POLAR soplaba un viento frío cuando se acercaron al borde del mundo y el rocío gélido de las cataratas cayó sobre ellos. El camino de vuelta había sido más duro, pues entonces la magia del viejo Psámatos no demostró tener muchas prisas; y ellos se alegraron de poder descansar en la Isla de los Perros. Pero como Roverandom seguía con su tamaño de perro encantado no disfrutó mucho allí. Los otros perros eran demasiado grandes y alborotadores, y demasiado prepotentes; y los huesos de los árboles de hueso eran demasiado grandes y descarnados.
Era el amanecer del día después del día después de mañana cuando por fin divisaron los negros acantilados de la casa de Mew; y el sol era cálido detrás de ellos, y las cimas de las colinas de arena estaban ya secas y doradas en el momento en que bajaron hasta la ensenada de Psámatos.
Mew lanzó un pequeño grito y golpeó con el pico un trocito de madera que había en el suelo. Inmediatamente el trocito de madera se alzó en el aire y se convirtió en la oreja izquierda de Psámatos, a la que se unió la otra oreja, y pronto fue seguida por el resto de la fea cabeza y el cuello del mago.
—¿Qué queréis vosotros dos a estas horas del día? —gruñó Psámatos—. Es mi hora predilecta para dormir.
—¡Hemos vuelto! —dijo la gaviota.
—Y por lo que veo, tú has dejado que ella te trajera en su lomo —dijo Psámatos, volviéndose al perrito—. Después de escapar de la persecución del dragón debí pensar que un pequeño vuelo de vuelta a casa te iba a parecer casi un paseo.
—Pero por favor, señor —dijo Roverandom—. He dejado atrás mis alas; en realidad no me pertenecían. Y prefiero volver a ser un perro normal.
—¡Oh, está bien! Aun así, espero que lo hayas pasado bien como «Roverandom». Era tu deber. Ahora sólo puedes ser Rover de nuevo, si realmente quieres; y puedes ir a casa y jugar con tu pelota amarilla, y dormir en el sillón cuando tengas oportunidad, y descansar en las rodillas y ser de nuevo un respetable perrito ladrador.
—¿Qué hay del niño? —preguntó Rover.
—Pero tú, tonto, te escapaste y te fuiste corriendo a la luna —dijo Psámatos, fingiendo estar molesto o sorprendido, pero haciendo al mismo tiempo un pícaro guiño de complicidad con un ojo—. Dije casa y casa quise decir. ¡No me vengas ahora a farfullar y discutir!
El pobre Rover farfullaba porque trataba de decir con toda cortesía «Señor Psámatos». Al fin lo dijo.
—Por, P-Por favor, Señor P-P-Psámatos —dijo en el tono más conmovedor—. Por, por favor, p-perdóneme, pero he vuelto a verlo; y ahora no me escaparé; y en realidad yo le pertenezco, ¿no es así? Por lo tanto debo volver a su lado.
—¡Eso es una majadería y un disparate! ¡Por supuesto que ni le perteneces ni debes volver a su lado! Tú perteneces a la anciana señora que te compró primero, y tendrás que ir con ella. No se pueden comprar cosas robadas, y tampoco cosas embrujadas, como sabrías si conocieras la ley, pequeño y tonto perro. La madre del niño Dos se gastó seis peniques en ti, y eso es todo. Y en cualquier caso, ¿de qué sirve vivir algo en sueños? —concluyó Psámatos con un guiño rotundo.
—Yo creía que algunos de los sueños del Hombre de la Luna se hacían verdad —dijo el pequeño Rover con tristeza.
—¡Oh! Está bien, eso es cosa del Hombre de la Luna. Mi cometido es devolverte enseguida a tu tamaño y enviarte de regreso a donde te corresponde. Artajerjes se ocupa ahora de otras cosas útiles, por lo tanto, no tiene que preocuparnos más. ¡Ven aquí!
Psámatos alzó a Rover y agitó una mano gorda sobre la cabeza del perrito, y… ¡no hubo ningún cambio!
Entonces, Psámatos se levantó de la arena, y Rover vio por primera vez que sus piernas eran como patas de conejo. Pateó y brincó, y lanzó arena al aire con los pies, y pisoteó las caracolas, y bufó como un perro faldero enfurecido; ¡y aun así no ocurrió absolutamente nada!
—Si esto es obra de un brujo de plantas marinas, ¡llénale de ampollas y verrugas! —juró—. Si es obra de un recolector de ciruelas persa, ¡envásalo y prénsalo! —gritó, y continuó gritando hasta que se sintió cansado. Luego se sentó.
»¡Bien, bien! —dijo al fin, cuando estaba ya más tranquilo—. ¡Vivir para aprender! Pero Artajerjes es sumamente peculiar. ¿Quién podía saber que se iba a acordar de ti en medio de toda la excitación de la boda, y que iba a malgastar su más poderoso conjuro en un perro antes de iniciar la luna de miel, como si su primer hechizo no valiera más que un estúpido pequeño perro? Como si no bastara con rasgarle a uno la piel.
»¡Bien! De todos modos, no necesito averiguar qué hay que hacer —continuó Psámatos—. Sólo hay una posibilidad. Tienes que ir y encontrarlo y pedirle perdón. Pero, ¡palabra de honor!, esto no se lo voy a perdonar hasta que el mar sea dos veces más salado y la mitad de húmedo. ¡Vosotros dos, id a dar un paseo y volved dentro de media hora cuando esté de mejor humor!
Mew y Rover fueron a lo largo de la costa y subieron al acantilado, Mew volando lentamente y Rover trotando a la par, muy triste. Se detuvieron delante de la casa del padre del niño; y Rover incluso se acercó a la cancela y se sentó en un macizo de flores, debajo de la ventana del niño. Aún era muy temprano, pero él ladró y ladró, esperanzado. Los niños o aún dormían profundamente o no estaban en casa, pues nadie acudió a la ventana. Eso fue al menos lo que pensó Rover. Había olvidado que las cosas son diferentes en el mundo vistas desde el jardín trasero de la luna, y que el hechizo de Artajerjes seguía actuando sobre su tamaño y sobre la fuerza de sus ladridos.
Después de un rato, Mew lo llevó de nuevo, entristecido, a la ensenada. Allí lo esperaba una sorpresa absolutamente nueva. ¡Psámatos estaba hablando a una ballena! Una ballena grandísima, Uin, la más vieja de las ballenas reales[68]. Al pequeño Rover le pareció como una montaña; estaba sumergida en un charco profundo, con la enorme cabeza cerca del borde del agua.
—Lo siento, no pude conseguir nada más pequeño al recibir la noticia —dijo Psámatos—. Pero es muy confortable.
—¡Entra! —dijo la ballena.
—¡Adiós! ¡Entra! —dijo la gaviota.
—¡Entra! —dijo Psámatos—, ¡y date prisa! Y no muerdas y arañes dentro; eso podría hacer que Uin se pusiera a toser, y sería muy incómodo para ti.
Esto era casi tan malo como pedirle a uno que se lanzara al agujero, en los sótanos del Hombre de la Luna, y Rover se echó atrás, de modo que Mew y Psámatos tuvieron que empujarlo. Y lo empujaron, hay que decirlo, sin miramientos; y las mandíbulas de la ballena se cerraron con un chasquido.
Dentro estaba por cierto muy oscuro, y olía a pescado. Rover se había sentado y temblaba; y entretanto (sin atreverse ni siquiera a rascarse las orejas) oyó, o creyó oír, los latigazos y los golpes de la cola de la ballena en las aguas; y sintió, o creyó sentir, que la ballena se sumergía más y más, siempre buscando el fondo del Profundo Mar Azul.
Pero cuando la ballena se detuvo y abrió otra vez la boca cuanto pudo (y complacida, pues las ballenas prefieren nadar con las mandíbulas muy abiertas y capturando una buena cantidad de alimento, aunque Uin era un animal considerado), Rover miró fuera; era muy profundo, inconmensurablemente profundo, pero en absoluto azul. Sólo había una luz de un color verde pálido; y Rover salió y se encontró en un sendero blanco de arena que serpenteaba a través de un oscuro y fantástico bosque.
—¡Adelante, siempre recto! No tienes que andar mucho —dijo Uin.
Rover siguió adelante en línea recta, tan recta como permitía el sendero, y pronto tropezó con la puerta de un gran palacio, hecho, así parecía, de piedra blanca y rosada que desprendía una luz pálida; y en las numerosas ventanas brillaban unas luces nítidas de tonos verdes y azules. Alrededor de los muros crecían enormes árboles de mar, más altos que las cúpulas del vasto palacio que se elevaba resplandeciente en las aguas oscuras. Los grandes troncos de los árboles se inclinaban y movían como hierbas, y la sombra de las incontables ramas estaban abarrotadas de peces dorados, peces plateados, y peces rojos, y peces azules y peces fosforescentes como pájaros. Pero los peces no cantaban. Las sirenas cantaban dentro del palacio. ¡Cómo cantaban! Y todas las hadas marinas cantaban a coro, y la música salía por las ventanas, cientos de criaturas marinas hacían sonar cuernos y flautas y caracolas.
Desde la oscuridad, debajo de los árboles, unos duendes marinos lo miraban sonrientes, y Rover siguió adelante tan deprisa como podía; tenía la sensación de que sus pasos eran lentos y se hundían profundamente en el agua. ¿Y por qué no se ahogaba? No lo sé, pero supongo que a Psámatos Psamátides se le había ocurrido algo (él sabía mucho más sobre el mar de lo que pensaba la mayoría de la gente, aunque si podía nunca metía en el agua ni un dedo del pie), mientras Rover y Mew habían ido a dar un paseo, y se había sentado y se había ido calmando poco a poco y había pensado un nuevo plan.
En cualquier caso, Rover no se ahogó; pero estaba deseando estar en algún otro sitio, incluso en el húmedo vientre de la ballena, ya antes de dirigirse hacia la puerta: aquellas formas y aquellas caras extrañas lo miraban desde los arbustos morados y la espesura esponjosa, junto al sendero que le pareció muy inseguro. Por fin llegó a la enorme puerta: una arcada dorada guarnecida de coral, y una puerta de madreperla tachonada de dientes de tiburón. La aldaba era un anillo enorme con percebes incrustados, y todos los pequeños apéndices de los percebes colgaban hacia fuera; pero naturalmente Rover no la alcanzaba, ni podía moverla de ninguna manera. Así pues, ladró, y para sorpresa suya fue un ladrido muy sonoro. Al tercer ladrido la música de dentro calló, y se abrió la puerta.
¿Quién crees que abrió la puerta? El propio Artajerjes, vestido con lo que parecía una prenda de terciopelo color ciruela y pantalones de seda verde; y aún tenía una gran pipa en la boca, sólo que ahora, al soplar, lanzaba preciosas burbujas con los colores del arco iris en vez de humo de tabaco; pero no llevaba sombrero.
—¡Hola! —dijo—. ¡De modo que has vuelto! Pensé que no tardarías en cansarte del viejo Psámatos (y bufó para emitir una exagerada P). Él no puede hacerlo todo. Bueno, ¿a qué has venido? Estamos en una fiesta, y has interrumpido la música.
—Por favor, señor Ertejerjes, quiero decir, Artajerjes —empezó a decir Rover, más bien atropelladamente y procurando ser muy educado.
—¡Oh, no te preocupes por la correcta pronunciación! ¡No me importa! —dijo el brujo más bien enojado—. Venga la explicación, y que sea corta; no tengo tiempo para largos galimatías. —Estaba bastante abrumado por su propia importancia (con extranjeros), desde su matrimonio con la hija del rico rey de los mares, y su destino en el Pacífico y el Atlántico como Mago (la gente lo llamaba en forma abreviada PAM[69], cuando no estaba delante)—. Si quieres verme para hablar de algo urgente, es mejor que vengas y esperes en la sala; puedo encontrar un momento después del baile.
Cerró la puerta detrás de Rover y salieron juntos. El perrito se encontró en un inmenso espacio oscuro bajo una cúpula débilmente iluminada. Había arcadas puntiagudas cubiertas, todas ellas, con algas marinas, y la mayoría estaban a oscuras; pero había una rebosante de luz, y de ella salía una música sonora, una música que parecía continuar y continuar indefinidamente, sin repetirse nunca ni parar nunca para un descanso.
Rover se cansó pronto de esperar, así que fue hasta la puerta iluminada y miró a través de las algas. Entonces vio un amplio salón de baile con siete cúpulas y diez mil columnas de coral, iluminado con la magia más pura y lleno de agua caliente y rutilante. Allí todas las ninfas marinas de cabellos dorados y todas las sirenas de cabellos oscuros danzaban mientras cantaban; no danzando sobre sus colas, sino nadando maravillosamente, arriba y abajo, adelante y atrás, en las aguas claras.
Nadie advirtió la nariz del perrito que husmeaba a través de las algas marinas de la puerta, de modo que, al cabo de un rato, Rover entró cautelosamente. El suelo era de arena plateada y capullos rosados de mariposa, todos abiertos y moviéndose en el agua levemente arremolinada, y Rover se abrió camino cuidadosamente entre ellos, siempre pegado a la pared, hasta que una voz dijo de repente encima de él:
—¡Qué perrito tan lindo! Es un perrito de tierra, no de mar, estoy segura. ¡No entiendo cómo ha podido llegar hasta aquí una cosa tan pequeñita![70]
Rover levantó los ojos y vio a poca distancia encima de él una bellísima dama de mar con un gran peine negro en los cabellos dorados; le colgaba la cola, pues estaba sentada en una repisa, remendando los calcetines verdes de Artajerjes. Naturalmente se trataba de la nueva señora Artajerjes (conocida comúnmente como la Princesa Pañi; era bastante popular, mucho más de lo que se podía decir de su marido). En este momento, Artajerjes estaba sentado al lado de ella, y tuviera o no tuviera tiempo para largas monsergas, estaba escuchando la de su esposa. O la había estado escuchando antes de que apareciera Rover. La señora Artajerjes puso fin a su monserga y a su costura, tan pronto como vio a Rover, y tras deslizarse hacia abajo lo capturó y lo llevó al asiento. Éste era en realidad un asiento de ventana y estaba situado en el primer piso (una ventana interior); en las casas marinas no hay escaleras y, por la misma razón tampoco paraguas; y tampoco hay mucha diferencia entre ventanas y puertas.
Pronto, la dama de mar volvió a instalar en el asiento, confortablemente, su hermoso (y bastante voluminoso) cuerpo y puso a Rover en su regazo; inmediatamente se oyó un horrible gruñido debajo de la ventana.
—¡Estate quieto, Rover! ¡Estate quieto, perrito bueno! —dijo la señora Artajerjes. Pero no hablaba con Rover, hablaba con un perro de mar blanco, que en contra de lo que ella decía apareció ahora, gruñendo y rezongando y removiendo el agua con unos pies pequeños, y azotándola con la cola larga y plana y lanzando burbujas por la afilada nariz.
—¡Qué cosa tan pequeña y horrible! —dijo el perro recién llegado—. ¡Mira ese miserable rabo! ¡Mírale las patas! ¡Mírale el ridículo pelo!
—Mírate a ti —dijo Rover desde el regazo de la dama del mar—, y no querrás volver a hacerlo. ¿Quién te puso Rover? ¡Un cruce entre un pato y un renacuajo que pretende ser un perro! —De lo cual se puede ver que desde el primer momento se gustaron.
Ciertamente, pronto se hicieron grandes amigos, tal vez no exactamente como Rover y el perro de la luna, pues la estancia de Rover bajo el mar fue más corta y las profundidades no son un lugar tan divertido como la luna para los perros pequeños; de hecho están llenas de sitios oscuros y horribles adonde nunca ha llegado la luz y nunca llegará, pues no serán desvelados hasta que se extinga toda la luz. Allí viven criaturas horribles, demasiado viejas para la imaginación, demasiado poderosas para los hechizos, demasiado grandes para medirlas. Artajerjes ya lo sabía. El puesto de PAM no es el más agradable del mundo.
—¡Ahora empezad a nadar y divertíos! —dijo la esposa, cuando terminó la disputa perruna y los dos animales se pusieron a olfatearse recíprocamente—. ¡No os preocupéis de los peces de fuego, no mordáis a las anémonas, no os dejéis atrapar por las almejas; y volved para la cena!
—Por favor, yo no sé nadar —dijo Rover.
—¡Vaya por Dios! ¡Que engorro! —dijo la dama del mar—. ¡Venga, Pam! —Hasta el momento ella era la única que lo llamaba así a la cara—. ¡Aquí hay algo que realmente puedes hacer, por fin!
—¡Sí, querida! —dijo el brujo, deseoso de complacerla y contento de poder mostrar que efectivamente era un mago, y no un funcionario absolutamente inútil (en el lenguaje marino los llaman lapas)[71]. Del bolsillo de su chaleco sacó una pequeña varita (en realidad era una pluma, pero ya no servía para escribir: los pobladores del mar utilizan una extraña tinta viscosa que no sirve para las plumas) y se la entregó a Rover.
A pesar de lo que algunos decían, Artajerjes era por derecho propio un mago muy bueno (de lo contrario, Rover no habría vivido nunca estas aventuras), tal vez de una especie de arte menor pero que aun así requería mucha práctica[72]. En cualquier caso, tras el primer movimiento, el rabo de Rover empezó a moverse como la cola de un pez y las patas como si tuvieran membranas, y el pelo se le hizo más y más impermeable. Cuando terminó el cambio, enseguida se adaptó; y comprobó que nadar era bastante más fácil de aprender que volar, y casi tan agradable, y no tan fatigoso, a menos que uno quisiera ir hacia abajo.
Lo primero que hizo, después de un recorrido de prueba alrededor del salón de baile, fue morder al otro perro en el rabo. En broma, por supuesto; pero broma o no, al momento se organizó casi una pelea, pues el perro de mar era un poco quisquilloso. Rover se salvó escapando a toda prisa; y además tuvo que ser ágil y rápido. ¡Válgame Dios! Hubo entonces una persecución entrando y saliendo por las ventanas, a lo largo de oscuros pasillos, alrededor de las columnas, hasta las cúpulas y alrededor de ellas, con lo que al final el perro de mar quedó exhausto, y también su mal carácter, y los dos se sentaron juntos encima de la cúpula más alta, junto al asta de la bandera. En él ondeaba el estandarte del rey de los mares, una tela hecha de algas marinas, verde y escarlata, adornada con perlas.
—¿Cómo te llamas? —dijo el perro de mar después de una pausa en silencio—. ¿Rover? —contestó él mismo—. Ése es mi nombre, y por lo tanto no puede ser el tuyo. A mí me lo pusieron primero.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Pues claro que lo sé! Puedo ver que tú eres sólo un cachorro, y apenas si llevas cinco minutos aquí abajo. Yo llevo una eternidad, cientos de años. Creo que soy el primero de todos los perros que se llaman Rover.
»Mi primer amo fue un rover, un auténtico vagabundo, un pirata que navegaba con su barco por las aguas del norte; era un barco muy largo, con velas rojas, y en la proa llevaba tallado un dragón, lo llamaban Gusano Rojo, y me gustaba mucho[73]. Me gustaba, a pesar de que yo sólo era un cachorro, y el pirata no me tenía muy en cuenta, pues no era suficientemente grande para ir de caza con él, y él no llevaba perros en el barco. Un día me fui con él sin que me lo pidiera. Se despidió de su mujer, soplaba el viento, y los hombres estaban empujando el Gusano Rojo sobre los rodillos para meterlo en el agua. Alrededor del cuello del dragón había espuma blanca, y de repente tuve la sensación de que si no me iba con él, ya nunca más volvería a verlo. Salté a bordo como pude y me oculté detrás de un barril de agua; y no me encontraron hasta que ya estábamos lejos de la costa y apenas si se veían las señales de tierra.
»Entonces, cuando me sacaron tirando del rabo, fue cuando me pusieron de nombre Rover. "¡Aquí tenemos un buen pirata!", dijo alguien. "Que caiga sobre él una extraña maldición y no vuelva nunca a casa", dijo otro, de mirada rara. Y ciertamente nunca más volví a casa; y ya no crecí más, a pesar de que me hice mucho más viejo, y naturalmente mucho más sabio.
»En aquel viaje tuvo lugar una batalla naval, y yo corrí hasta la cubierta de proa mientras las flechas caían y las espadas golpeaban los escudos. Pero los hombres del Cisne Negro nos abordaron y arrojaron a los hombres de mi amo por la borda. Él fue el último en abandonar el barco. Permaneció de pie junto a la cabeza del dragón, y luego se lanzó al agua con toda su armadura, y yo detrás de él.
»Llegó al fondo antes que yo, y las sirenas lo capturaron[74]; pero yo les dije que lo llevaran rápidamente a tierra, pues si no volvía a casa muchos lo lamentarían. Ellas me sonrieron, y lo izaron y lo dejaron; y ahora algunos dicen que lo llevaron a la costa y algunos me hacen señas moviendo la cabeza. Uno no se puede fiar de las sirenas, como no sea para guardar sus propios secretos; en eso son mejores que las ostras.
»A menudo creo que en realidad lo enterraron en la arena blanca. Lejos de aquí aún se ve una parte del Gusano Rojo que los hombres del Cisne Negro hundieron entonces, o al menos estaba la última vez que pasé por allí. Alrededor y encima de él estaba creciendo un bosque de algas, sólo se salvaba la cabeza del dragón; en ella ni siquiera había percebes, y debajo se alzaba un montículo de arena blanca.
»Yo dejé aquellos lugares hace mucho tiempo. Poco a poco me fui convirtiendo en un perro de mar; en aquellos días, las mujeres de mar de cierta edad acostumbraban a hacer brujerías, y una de ellas me tenía mucho cariño. Ella fue la que me entregó como regalo al rey de los mares, el abuelo del que ahora reina, y desde entonces he estado en el palacio y sus alrededores. Eso es todo acerca de mí. Ocurrió hace cientos de años, y desde entonces he visto gran cantidad de mareas altas y mareas bajas, pero nunca he vuelto a casa. ¡Ahora cuéntame cosas de ti! Supongo que no vendrás del Mar del Norte, que en aquellos tiempos llamábamos Mar de Inglaterra, quiero creer que no, pero ¿conoces alguno de los viejos lugares de las Orkneys y sus inmediaciones?[75]
Nuestro Rover tuvo que confesar que hasta entonces sólo había oído hablar del «mar», y no mucho.
—Pero he estado en la luna —dijo, y contó a su nuevo amigo tantas cosas acerca de ella como pudo explicarle y hacerle comprender.
El perro de mar disfrutó inmensamente con el cuento de Rover, y al final se creyó al menos la mitad.
—Una divertida historieta —dijo el perro de mar—, la mejor que he oído en mucho tiempo. Yo he visto la luna. Alguna vez subo a la superficie, ya sabes, pero nunca imaginé que fuera así. Bueno, ese perro del cielo es un caradura. ¡Tres Rovers! ¡Dos es ya malo, pero tres es imposible! Y no creo ahora mismo que sea más viejo que yo; si tuviera cien años, me llevaría una gran sorpresa.
Probablemente el perro de mar tenía razón. El perro de la luna, como ya observaste, exageraba mucho.
—Y en cualquier caso —siguió diciendo el perro de mar—, él se puso el nombre a sí mismo. A mí me lo pusieron.
—Y a mí también —dijo nuestro perrito.
—Y sin ninguna razón, y antes de que empezaras a merecerlo de algún modo. Me gusta la idea del Hombre de la Luna. Yo también te llamaré Roverandom; y si estuviera en tu lugar me quedaría con él. ¡Parece como si nunca supieras a dónde quieres ir! ¡Bajemos a cenar!
Fue una cena de pescado, pero Roverandom se adaptó enseguida; parecía adecuada para sus patas membranosas.
Terminada la cena, recordó de repente por qué había recorrido todo el camino hasta el fondo del mar; y salió en busca de Artajerjes. Le encontró haciendo burbujas y convirtiéndolas en pelotas de verdad para los niños del mar.
—Por favor, señor Artajerjes, ¿me permitiría que lo moleste un momento? —empezó a decir Roverandom.
—¡Oh! ¡Fuera de aquí! —dijo el brujo—. ¿No ves que no quiero que me molesten? Ahora no, estoy ocupado. —Eso era lo que Artajerjes decía siempre a la gente que no le parecía importante. Él sabía muy bien lo que quería Rover; pero no tenía prisa.
Así, Roverandom se alejó y se fue a la cama, o más bien se tendió en un racimo de algas que crecía encima de una alta roca del jardín. Debajo descansaba la vieja ballena; y si alguien te dice que las ballenas no bajan hasta las profundidades o que no se detienen allí y duermen durante horas, no tienes que preocuparte. La vieja Uin era excepcional en todos los sentidos.
—¿Bien? —dijo—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Veo que todavía tienes tamaño de juguete. ¿Qué pasa con Artajerjes? ¿No puede hacer nada por ti, o no quiere?
—Yo creo que puede —dijo Roverandom—. ¡Mira mi nuevo tamaño! Pero si intento hablar del tema del tamaño, empieza a decirme que está muy ocupado, y que no tiene tiempo para largas explicaciones.
—¡Uf! —dijo la ballena, y golpeó lateralmente un árbol con la cola; la sacudida estuvo a punto de arrojar a Roverandom fuera de la roca—. No creo que PAM tenga éxito en estos lugares; pero no debo preocuparme. Antes o después estarás perfectamente. Mientras tanto, mañana podrás ver montones de cosas nuevas. ¡Vete a dormir! ¡Adiós!
Y se alejó nadando hacia la oscuridad. Sin embargo, el relato que llevó a la ensenada enfureció al viejo Psámatos.
Todas las luces del palacio estaban apagadas. A través de aquellas aguas profundas y oscuras no llegaban ni la luna ni las estrellas. El verde se fue haciendo más y más sombrío, hasta que todo fue negro, y ya no hubo ninguna claridad, excepto cuando algún enorme pez luminoso pasaba lentamente entre las algas. Sin embargo, Roverandom durmió a pata suelta aquella noche, y la noche siguiente, y varias noches más. Y al día siguiente, y al otro, se puso a buscar al brujo y no lo encontró en ninguna parte.
Una mañana, cuando ya empezaba a sentirse completamente como un perro de mar y a preguntarse si se iba a quedar allí para siempre, el perro de mar le dijo:
—¡Ve a dar la murga a ese brujo! ¡O, mejor, no lo hagas! Déjalo en paz por hoy. ¡Vamos a dar un largo paseo a nado!
Partieron los dos perros, y el largo paseo a nado se convirtió en una excursión que duró dos días. En ese tiempo cubrieron una distancia terrorífica; tienes que recordar que eran seres encantados, y en los mares había pocas criaturas que se pudieran comparar con ellos. Cuando se cansaban de los acantilados y las montañas del fondo, y de las carreras que organizaban en las alturas medias, subían más y más, como dos kilómetros y pico, a través de las aguas; y cuando llegaban arriba, no se veía la tierra.
Alrededor de ellos el mar era terso y gris, y estaba en calma. Entonces, de repente se agitó y se puso oscuro en partes, bajo el impulso de una brisa leve, la brisa matutina. Rápidamente el sol apareció con estruendo sobre el borde del mar, tan rojo como si hubiera bebido vino caliente; y se elevó rápido por los aires y emprendió su viaje diario, haciendo que las crestas de las olas se volvieran doradas y verdes las sombras entre ellas. Un barco de vela se deslizaba sobre la línea del mar y el cielo, e iba en línea recta hacia el sol, de modo que los mástiles aparecían negros sobre el fondo de fuego.
—¿A dónde va ese barco? —preguntó Roverandom.
—¡Oh! A Japón, o a Honolulu, o a Manila, o a la Isla de Pascua, o a Thursday Island, o a Vladivostok, o algún otro sitio, supongo —dijo el perro de mar, cuyos conocimientos de geografía eran un poco escasos, a pesar de los cientos de años que decía haber estado vagando de un lado a otro—. Esto es el Pacífico, creo; pero no sé qué parte, aunque el cuerpo me dice que es una parte caliente. Es sobre todo una gran masa de agua. ¡Vamos a buscar algo de comer![76]
Cuando volvieron, algunos días después, Roverandom fue a buscar al brujo; pensaba que lo había dejado descansar el tiempo suficiente.
—Por favor, señor Artajerjes, ¿me permitiría que lo moleste…? —empezó a decir como de costumbre.
—¡No! ¡No me molestes! —dijo Artajerjes, incluso más categóricamente que de costumbre. Sin embargo, esta vez estaba en verdad ocupado. Las reclamaciones habían llegado por correo. Naturalmente, como puedes imaginar, en el mar había muchas cosas que iban mal; eran cosas que ni siquiera el mejor PAM del océano podía evitar, y se suponía que con algunas de ellas no tenía absolutamente nada que ver. Una y otra vez caen restos de naufragios sobre el tejado de la casa de alguien; en el lecho marino se producen explosiones[77] (¡oh, sí, allí hay volcanes y toda esa clase de trastornos que tenemos nosotros, y exactamente tan malos como los nuestros!) y los bancos de peces de colores, o los lechos de anémonas, o una sola y única madreperla, o los famosos jardines de roca y coral despiertan la codicia de alguien; o peces salvajes tienen una pelea en un camino real y lesionan a varias criaturas; o unos tiburones penetran distraídamente por la ventana del comedor y echan a perder los alimentos de mediodía; o los monstruos, oscuros, nefandos, de los negros abismos hacen cosas horribles y malignas.
Los moradores del mar siempre han soportado todo esto, pero no sin quejas. Les gusta quejarse. Por supuesto, acostumbran a escribir cartas a Flora Marina, Semanario Ilustrado, El Correo del Mar y Nociones Oceánicas; pero ahora tenían un PAM y le seguían escribiendo igualmente, y culpándolo de todo lo que ocurría, incluso de que las langostas domésticas les pellizcaban la cola. Decían que la magia de PAM era inadecuada (como efectivamente lo era en ocasiones) y que había que reducirle el salario (lo que era cierto pero poco amable); y que era demasiado corpulento para las botas que llevaba (cosa que también se acerca a la verdad, aunque tendrían que decir zapatillas, pues era demasiado vago para llevar botas a menudo); y decían montones de cosas con el propósito de abrumar a Artajerjes cada mañana, y de manera especial los lunes. Los lunes siempre era peor (con varios cientos de sobres); y como esta vez era lunes, Artajerjes arrojó una piedra a Roverandom y éste se escabulló como un camarón de la red.
Cuando salió al jardín y comprobó que aún no había cambiado de forma se puso muy contento; y se atrevió a decir que si no se hubiera apartado oportunamente, el brujo lo habría convertido en una babosa de mar, o lo habría enviado al fondo del más allá (dondequiera que esté), o incluso a la Olla (que está en el fondo del mar más profundo)[78]. Estaba muy molesto y fue a decírselo al Rover de mar.
—En todo caso será mejor que le des tiempo hasta que pase el lunes —le aconsejó el perro de mar—. Y si yo estuviera en tu lugar eliminaría de un tirón todos los lunes. ¡Ven y volvamos a nadar un poco!
Después de esto, Roverandom concedió al brujo un descanso tan largo que casi se olvidaron de ellos mismos; no exactamente: los perros no olvidan rápidamente las piedras arrojadas contra ellos. Pero de acuerdo con todas las apariencias, Roverandom había pasado a ser un animal mimado de palacio. Siempre estaba fuera con el perro de mar, y a menudo otras criaturas de mar iban con ellos. No eran tan alegres como los niños reales de dos piernas en opinión de Roverandom (pero naturalmente Roverandom no pertenecía realmente al mar y por lo tanto no era un juez adecuado), pero hacían que se sintiera contento; y habrían podido retenerlo allí para siempre y hasta habrían conseguido que olvidara a Dos, si no hubiera sido por las cosas que ocurrieron después. Cuando las expliquemos podrás ver si Psámatos tuvo o no tuvo que ver con estos hechos.
De todos modos, había muchos de estos niños entre los que escoger. El viejo rey de los mares tenía cientos de hijas y miles de nietos, y todos vivían en el mismo palacio; y todos estaban encariñados con los dos Rovers, al igual que la señora Artajerjes. Era una lástima que Roverandom nunca pensara en contarle la historia que había vivido; ella sabía cómo había que tratar a PAM, cualquiera que fuera su humor. Pero, naturalmente, en ese caso Roverandom habría vuelto antes a casa y se habría quedado sin ver muchas cosas. Con la señora Artajerjes y algunos de los niños de mar visitó las Grandes Cuevas Blancas, donde se almacenan y esconden todas las joyas que se pierden en el mar, y muchas que siempre han estado en el mar, naturalmente junto con perlas y más perlas.
Otra vez fueron a visitar las pequeñas hadas de mar en las pequeñas casitas de cristal del fondo del mar. Las hadas de mar rara vez nadan, pero se mueven cantando sobre el lecho del mar en sitios planos, o conducen carruajes de caracola tirados por peces diminutos; otras veces montan a horcajadas en pequeños cangrejos verdes con bridas de finos hilos (cosa que, por supuesto, no impide que los cangrejos se muevan lateralmente como han hecho siempre); y tienen problemas con los duendes de mar que son más grandes, y horribles y pendencieros, y no hacen otra cosa que perseguir y cazar peces y correr al galope montados en caballitos de mar. Los duendes pueden permanecer un buen rato fuera del agua y cuando hay borrasca juegan a moverse sobre las olas. Eso también lo pueden hacer algunas hadas de mar, pero prefieren las cálidas y tranquilas noches de verano en costas solitarias (y, en consecuencia, se las ve muy rara vez).
Otro día reapareció la vieja Uin, pero esta vez llevó de paseo a los dos perros; para ellos fue como montar en una montaña móvil. Estuvieron ausentes durante días y días; y sólo volvieron del extremo oriental del mundo porque no tuvieron más remedio. Allí, la ballena se elevó y lanzó un surtidor de agua tan alto que gran parte de ella fue a caer directamente fuera del mundo, por encima del extremo.
Otra vez los llevó al otro lado (o tan cerca de él como pudo) y fue un viaje todavía más largo y más emocionante, el más maravilloso de todos los viajes de Roverandom, como dijo más tarde, cuando se hizo más viejo y más sabio. Sería como mínimo tanto como explicar otra historia si te contara todas sus aventuras en las Aguas Inexploradas y lo que vieron en tierras desconocidas para la geografía; después atravesaron los Mares Sombríos y llegaron a la gran Bahía del País Hermoso (como lo llamamos), más allá de las Islas Mágicas; y contemplaron el último Occidente de las Montañas del Hogar de los Elfos y la luz de Faéry sobre las olas[79]. Roverandom creyó ver un retazo de la ciudad de los Elfos en la colina verde debajo de las Montañas, un destello blanco en la lejanía; pero Uin se volvió a sumergir tan deprisa que Roverandom no estaba seguro. Si tenía razón, era una de las contadísimas criaturas de dos o cuatro extremidades que podía recorrer nuestras tierras y decir que había visto la otra tierra, a pesar de estar muy lejos.
—¡Si se llegara a saber yo me enteraría! —dijo Uin—. Se supone que nadie de la Tierras Exteriores[80] ha estado aquí; y los que llegan ahora son muy pocos. ¡Punto en boca!
¿Qué dije de los perros? Que no olvidan fácilmente las piedras malhumoradas. Pues bien, a pesar de todo lo que vio y los emocionantes viajes que hizo, Roverandom no pensó mucho en estas cosas durante el tiempo que estuvo allí. Pero las recordó muy claramente tan pronto como regresó a casa.
Su primer pensamiento fue: «¿Dónde está aquel viejo brujo? ¿De qué sirve ser cortés con él? Por poco que pueda, le destrozaré de nuevo los pantalones».
Así pensaba Roverandom cuando, después de haber intentado en vano tener unas palabras a solas con Artajerjes, vio pasar al brujo por uno de los caminos reales que partían del palacio. Por supuesto, Artajerjes era demasiado orgulloso como para tener cola o aletas o aprender a nadar correctamente. Todo lo que hacía era beber, como todos los peces[81] (lo que significaba que incluso en el mar tenía sed); pasó mucho tiempo vertiendo sidra en grandes barriles que tenía en sus habitaciones, cuando habría podido emplearlo en asuntos oficiales. Si quería desplazarse de prisa conducía un vehículo. Cuando Roverandom le vio, conducía un vehículo expreso, un caparazón gigantesco en forma de caracol, tirado por siete tiburones. Todos se apartaban rápidamente del camino, pues los tiburones mordían.
—¡Vamos tras él! —dijo Roverandom al perro de mar; y así lo hicieron; y los dos perros malos se ponían a arrojar piedras al carruaje cada vez que pasaba por debajo de un acantilado. Como te he dicho, podían moverse y actuar con sorprendente rapidez; y se adelantaban, se escondían en las algas y empujaban sobre el borde todo lo que encontraban desprendido o a punto de desprenderse. Todo esto molestaba enormemente al brujo, pero los dos perros tenían mucho cuidado de que no los descubriera.
Antes de arrancar, Artajerjes estaba ya de muy mal humor, y antes de recorrer una gran distancia tuvo un ataque de cólera, una cólera no exenta de angustia, pues iba a investigar los daños causados por un inusitado remolino que había aparecido de repente, y en una zona del mar que a él no le gustaba en absoluto. Artajerjes pensaba (y estaba en lo cierto) que en aquella dirección había criaturas perversas a las que era mejor dejar solas. Creo que tú ya sabes lo que ocurría allí, Artajerjes también. La vieja serpiente de mar empezaba a despertar, o amenazaba con hacerlo.
La serpiente había dormido profundamente durante años, pero ahora empezaba a revolverse. Cuando estaba estirada, podía medir cientos de kilómetros (algunos decían que llegaba de Extremo a Extremo[82], pero esto es una exageración); y cuando está enroscada, aparte de la Olla (donde acostumbraba a vivir, y mucha gente desea que vuelva allí), sólo había una caverna en todos los océanos que la pudiera alojar y desgraciadamente esa caverna está a menos de doscientos kilómetros del palacio del rey de los mares.
Cuando, en sueños, deshizo una o dos anillas, las aguas se encresparon y se agitaron sacudiendo las casas de la gente y perturbando a los que dormían en kilómetros y kilómetros a la redonda. Pero fue una estupidez enviar al PAM a ver lo que ocurría, pues evidentemente la serpiente de mar es mucho más grande y fuerte y vieja e idiota para que alguien la domine (otros adjetivos que se le aplicaban eran: primordial, prehistórica, autotalásica, fabulosa, mítica y tonta[83]); y Artajerjes lo sabía muy bien.
Ni siquiera el Hombre de la Luna trabajando duramente durante cincuenta años podría confeccionar un hechizo tan largo o poderoso como para reducir a la serpiente. El Hombre de la Luna sólo lo había intentado una vez (cuando se le pidió expresamente), y el resultado fue el hundimiento de un continente en el mar[84].
El pobre Artajerjes se dirigió directamente hacia la boca de la cueva de la serpiente de mar. Pero aún no se había apeado de su carruaje cuando vio la punta de la cola de la serpiente de mar asomando por la entrada; era más grande que una hilera de gigantescos barriles de agua, y verde y viscosa. Para él esto era suficiente[85]. Enseguida quiso volver a casa, antes de que el Gusano se volviera de nuevo, y todas las serpientes lo hacen en momentos especiales e inesperados[86].
Al pequeño Roverandom todo le impresionaba profundamente. Él no sabía nada acerca de la serpiente de mar o de su monstruosidad; lo único que tenía en la mente era fastidiar al malhumorado brujo. Así, cuando se presentó la ocasión —Artajerjes estaba de pie, mirando fijamente, como un estúpido, al extremo visible de la serpiente, y sus animales de tiro no se enteraban de casi nada— se deslizó furtivamente y mordió a uno de los tiburones en la cola, por diversión. ¡Por diversión! ¡Menuda diversión! El tiburón salió disparado hacia adelante, y el carruaje con él; y Artajerjes, que se había vuelto para subir, cayó de espaldas. Luego el tiburón mordió a lo único que tenía a su alcance en ese momento, que era el tiburón situado delante de él; y éste tiburón mordió al siguiente; y así sucesivamente, hasta el último de los siete, el cual, muy idiota —¡válgame Dios!—, va y muerde a la serpiente de mar en la cola.
¡La serpiente se revolvió de nuevo inesperadamente! Y los dos perros empezaron a dar vueltas en el agua, chocando con peces distraídos y arremolinados árboles marinos, muertos de miedo en una nube de hierbas arrancadas, arena, babosas, bígaros[87] y restos diversos. Y las cosas se fueron poniendo cada vez peor, y la serpiente seguía revolviéndose. Y allí estaba el viejo Artajerjes, agarrándose a las riendas de los tiburones, zarandeado también de acá para allá, y diciéndoles, me refiero a los tiburones, las cosas más horribles. Afortunadamente para esta historia, él nunca supo lo que había hecho Roverandom.
Ignoro cómo llegaron a casa los perros. En cualquier caso, fue hace mucho, mucho tiempo. En primer lugar fueron arrojados a la playa en una de las terribles mareas provocadas por las convulsiones de la serpiente de mar; y luego fueron recogidos por unos pescadores en la otra orilla del mar y fueron enviados casi jubilosamente a un acuario (un destino odioso); y después, tras escapar de todo ello por los pelos, tuvieron que hacer el camino de regreso lo mejor que pudieron, en medio de una perpetua conmoción subterránea.
Y cuando por fin llegaron a casa, allí también reinaba una terrible conmoción. Todos los habitantes del mar estaban reunidos alrededor del palacio y todos gritaban a la vez:
—¡Traigan a PAM! (¡Sí, ahora lo llamaban así en público, y ninguna otra cosa más larga o más digna!) ¡TRAIGAN a PAM! ¡TRAIGAN A PAM!
Y PAM estaba escondido en los sótanos. Finalmente, la señora Artajerjes lo encontró y lo hizo salir de allí; y cuando él se asomó a una ventana de la buhardilla, todo el pueblo marino gritó:
—¡Basta de disparates! ¡BASTA de disparates! ¡BASTA DE DISPARATES!
Y era tal el alboroto que a lo largo de todas las costas del mundo la gente pensaba que el mar rugía con más fuerza que de costumbre. ¡Así era! Y la serpiente de mar seguía revolviéndose todo el tiempo, intentando obsesivamente llevarse la punta de la cola a la boca[88]. Pero, ¡gracias al cielo!, no estaba ni total ni propiamente despierta, pues de lo contrario habría podido salir y agitar coléricamente la cola, y entonces otro continente se habría hundido. (En verdad esto habría sido realmente lamentable o no habría dependido, en ese caso, de qué continente se hubiera hundido y en qué continente viviera uno).
Pero el pueblo marino no vivía en un continente, sino en el mar, y precisamente en la zona media; y ésta iba creciendo. Y todos insistían en que era asunto del rey de los mares hacer que el PAM creara un hechizo, un remedio o solución para apaciguar a la serpiente de mar: el agua estaba tan agitada que no podían llevarse las manos a la cara para alimentarse o sonarse la nariz; y todos chocaban unos con otros, y todos los peces estaban mareados de revueltas que se habían puesto las aguas, y éstas estaban tan turbias y tan llenas de arenas que todos tenían tos; y se suprimieron todos los bailes.
Artajerjes se quejó, pero tenía que hacer algo. Así pues, fue a su taller y permaneció encerrado durante una quincena, y durante este tiempo tuvieron lugar tres terremotos, dos huracanes submarinos y varias revueltas del pueblo marino. Luego salió y soltó un hechizo prodigioso donde los haya (acompañado de un encantamiento consolador) a cierta distancia de la cueva; y todos se fueron a sus casas y se pusieron a esperar en los sótanos, todos menos la señora Artajerjes y su desdichado marido. El brujo estaba obligado a estar allí (a cierta distancia, no muy segura) y observar el resultado; y la señora Artajerjes estaba obligada a estar allí y observar a su marido.
El hechizo hizo que la serpiente tuviera un sueño terrible: soñó que todo su cuerpo estaba cubierto de percebes (muy irritante y parcialmente cierto) y también que era asada lentamente en un volcán (muy doloroso, y por desgracia completamente imaginario). ¡Y esto la despertó!
Probablemente la magia de Artajerjes era mejor de lo que se suponía. En cualquier caso, la serpiente de mar no salió, por suerte para esta historia. Puso la cabeza donde tenía la cola y bostezó, abrió la boca, tan ancha como la cueva, y bufó con tanta fuerza que todos los habitantes de los reinos marinos lo oyeron en sus sótanos.
Y la serpiente de mar dijo:
—¡Basta de DISPARATES! —Y añadió—: Si este brujo charlatán no sale de aquí al instante, y si alguna vez entra de nuevo en el mar, SALDRÉ DE AQUÍ; y primero me lo comeré a él, y luego lo golpearé y dejaré hecho añicos. Esto es todo. ¡Buenas noches!
Y la señora Artajerjes llevó a la casa a PAM, que se había desmayado.
Cuando se recuperó, que fue pronto, aunque después de tener a todos en vilo, retiró el hechizo de la serpiente y recogió sus cosas, y la gente decía y gritaba:
—¡Despide al PAM! ¡Gracias! Esto es todo. ¡Adiós!
Y el rey de los mares dijo:
—No queremos perderte, pero pensamos que tienes que irte. —Y Artajerjes se sintió muy pequeño y muy insignificante a la vez (cosa que le convenía). Hasta el perro del mar se rio de él.
Pero curiosamente, Roverandom estaba muy contrariado. Al fin y al cabo, él tenía sus propias razones para saber que la magia de Artajerjes no carecía de eficacia. Y además él había sido el que había mordido al tiburón en la cola, ¿no es cierto? Y él había sido el que había iniciado todo el embrollo al morder al brujo en los pantalones. Y él pertenecía a la tierra, y comprendía que tenía que ser duro para un pobre brujo de tierra verse atacado por todos los moradores del mar.
En cualquier caso, se acercó al viejo y le dijo:
—¡Por favor, señor Artajerjes!
—¿Bien? —dijo el brujo, con toda amabilidad (estaba muy contento de que no lo llamara PAM, y llevaba semanas sin oír un «señor»)—. ¿Bien? ¿Qué hay, perrito?
—Le pido perdón, de verdad. Lo siento muchísimo, créame. Nunca quise dañar la reputación de usted. —Roverandom pensaba ahora en la serpiente de mar y en la cola del tiburón, pero (¡afortunadamente!) Artajerjes creyó que se estaba refiriendo a sus pantalones.
—¡Ven, ven! —dijo—. No vamos a hablar del pasado. Y mucho menos cuando aquello quedó inmediatamente reparado o remendado. Creo que lo mejor que podemos hacer es volver a casa juntos.
—Pero, por favor, señor Artajerjes —dijo Roverandom—, ¿podría tomarse usted la molestia de devolverme mi tamaño?
—¡Claro que sí! —dijo el brujo, contento de encontrar a alguien que todavía creía que podía hacer algo—. ¡Claro que sí! Pero lo mejor y más seguro para ti es que sigas como hasta ahora mientras estés aquí abajo. ¡Primero tenemos que salir de aquí! Y ahora mismo estoy real y verdaderamente ocupado.
Y lo estaba real y verdaderamente. Entró en sus talleres y recogió toda su parafernalia, insignias, símbolos, apuntes, libros de recetas, secretos, aparatos, bolsas y botellas con hechizos de diversa naturaleza. Quemó todo lo que pudo quemar en su fragua impermeable; y el resto lo arrojó al jardín trasero. Enseguida ocurrieron allí cosas extraordinarias: todas las flores enloquecieron, las hortalizas crecieron monstruosamente y los peces que las comieron se convirtieron en gusanos de mar, gatos de mar, vacas de mar, leones de mar, tigres de mar, demonios de mar, marsopas, dugones, cefalópodos, manatíes, y calamidades, o simplemente se envenenaron[89]; y los fantasmas, las visiones, los trastornos, las ilusiones y las alucinaciones se propagaron de tal modo que en el palacio nadie tenía paz y se vieron obligados a mudarse. De hecho, todos empezaron a respetar la memoria del brujo cuando ya le habían perdido. Pero esto fue mucho después. De momento, clamaban para que se fuera.
Cuando todo estuvo a punto, Artajerjes dijo adiós al rey de los mares, más bien con frialdad; y ni siquiera los niños de mar parecían muy afectados, pues él había estado muy a menudo demasiado ocupado, y rara vez se había dedicado a hacer burbujas para ellos (como aquella ocasión de la que te hablé). Algunas de sus incontables cuñadas intentaron mostrarse educadas, de manera especial si la señora Artajerjes estaba delante; pero en realidad todos estaban impacientes por verlo salir por la puerta, a fin de poder enviar un mensaje respetuoso a la serpiente de mar:
«El lamentable brujo ha partido y no volverá nunca más. Por favor, duerme».
Naturalmente, también la señora Artajerjes se fue. El rey de los mares tenía tantas hijas que podía perder alguna sin mucha congoja, sobre todo las diez mayores. Le dio una bolsa de joyas y un húmedo beso junto a la puerta y volvió a su trono. Pero todos los demás estaban muy tristes, y en especial la infinidad de sobrinas y sobrinos marinos de la señora Artajerjes; y también estaban muy tristes de perder a Roverandom.
El más triste de todos y el más abatido era el perro de mar:
—Escríbeme unas líneas desde dondequiera que estés —dijo—, y rápidamente iré a verte.
—¡No lo olvidaré! —dijo Roverandom. Y se fueron.
La ballena más vieja estaba esperando. Roverandom estaba sentado en el regazo de la señora Artajerjes, y cuando estuvieron instalados en el lomo de la ballena, se pusieron en marcha.
Y toda la gente dijo «¡adiós!» en voz alta y «de menuda nos hemos librado» en voz baja, pero no tan baja; y ése fue el fin de Artajerjes como mago del Pacífico y el Atlántico. Ignoro quién ha hecho después los hechizos para aquellas gentes. El viejo Psámatos y el Hombre de la Luna, quiero creer, lo han arreglado entre ellos, son perfectamente capaces.