Capítulo XI

Los tíos se reunieron. Me di cuenta de que no era sólo para inspeccionar al recién nacido, sino por un propósito más profundo y solemne. Pues mi madre se debilitaba con rapidez, como si hubiera esperado realmente al nacimiento de aquel niño para despedirse de Sieteaguas.

Yo me mostraba muy posesiva con mi hijo. No necesité la ayuda de un ama de cría: lo alimentaba y lo atendía yo misma, lo sostenía, lo acariciaba y le cantaba. Tenía una muchacha para ayudarme, porque Padre insistió en ello, pero poco tenía que hacer. Antes de que mi hijo hubiera visto el curso de una luna en este mundo, había oído por completo el relato de Bran el Viajero. No había manera de saber cuánto entendió.

Madre pasaba la mayor parte del tiempo tumbada en la cama, o en un jergón en el jardín resguardado, donde podía descansar cuando hacía buen tiempo, y disfrutar del aroma de las plantas curativas. Le gustaba tener al pequeño Johnny acurrucado junto a ella para poder acariciarle los rizos suaves, escuchar los pequeños sonidos que emitía y contarle antiguos relatos en susurros. Mi padre rondaba por allí, una presencia de gesto sombrío, la vigilaba día y noche. Liam mandó llamar a Sean, que había viajado al norte a resolver un asunto sin especificar.

Conor llegó el primero, con unos cuantos de los suyos, hábitos blancos silenciosos, que caminaban con la delicadeza de las criaturas del bosque. Se instalaron en la casa sin hacer ruido, como para quedarse un tiempo. Conor fue directamente a ver a mi madre, y pasó algo de tiempo junto a su lecho, a solas con ella. Después vino a verme a mí y a examinar al niño.

—Me han contado —comentó mientras me observaba bañar a mi hijo en una tinaja de cobre— que las mujeres casi se pelean para atender este parto. Muchas cosas se dicen de este niño. Todas estaban ansiosas por ayudar a traerlo a este mundo.

—Anda, ¿sí? —respondí al tiempo que recogía el cuerpo resbaladizo de mi niño y lo envolvía en un paño que había colgado frente a la chimenea antes del baño.

—Hablan mucho, ¿no te parece? —Los ojos de mi tío eran más serios que su tono de* voz.

—Los chismes les sirven para explicar lo que no pueden, o no quieren, comprender —contesté apoyándome el capullo en que había envuelto a Johnny en el hombro—. Verdades demasiado difíciles de aceptar.

—Así ocurre con algunas historias —coincidió Conor—. Pero no con todas, seguro.

—De hecho, no. Es como tú mismo dijiste una vez. Los mejores cuentos, bien contados, despiertan miedos y anhelos entre la audiencia. Todos escuchan una historia diferente. Todos la perciben según su yo interior. Las palabras llegan a los oídos, pero el auténtico mensaje viaja directamente al corazón.

Mi tío asintió con gravedad. Entonces preguntó como quien no quiere la cosa:

—¿Por qué le has dado a tu hijo el nombre de un britano?

No me parecía oportuno mentir. Padre, probablemente, se lo contaría. Seguro que no habría manera de hacer la conexión.

—Se llama como su padre —dije, acariciando los rizos húmedos del niño, y confiando en que Conor se marchara antes de tener que darle de comer.

—Ya veo. —Pareció no perturbarse.

—Con respeto —respondí—, incluso un archidruida podría no verlo todo. Pero así se llama.

—¿Qué planes tienes para el futuro, Liadan?

—¿Planes?

—¿Pretendes envejecer aquí, para cuidar a tu padre y a Liam cuando se hagan viejos? ¿Deseas ocupar su lugar?

Me lo quedé mirando. Había una profunda seriedad en sus rasgos tranquilos; la conversación tenía capas de significado que apenas comprendía.

—Nadie puede ocupar su lugar —repuse en voz baja—. Eso lo sabemos todos.

—Pero tú estás cerca —respondió Conor—. La gente te respetará por ello. Ya adoran al niño, y tú siempre has sido una hija favorita de esta casa.

—Favorita. Sí, lo sé. Fuisteis muy crueles con Niamh, cuando la enviasteis fuera. Crueles e injustos.

—Eso debió de parecerte nuestra decisión —contestó Conor aún calmado—. Pero, créeme, no había otra opción. Algunos secretos no pueden contarse; algunas verdades son demasiado horribles para ser reveladas. Ahora ya no está, y puede que desees echar la culpa a alguien de su trágico destino. Pero su matrimonio no fue la causa de ello; y no basta, creo, con acusar a tu padre, a Liam o a mí. Había cuestiones mucho más antiguas en juego.

Estaba furiosa, pero no podía responderle, ligada como estaba por la promesa de silencio. Me resultó muy difícil mantener el escudo sobre mis pensamientos. Y él intentaba leerme, de eso no había duda. Era extremadamente sutil, pero lo noté.

—Discúlpame —dije dándole la espalda—. Pero tengo que darle de mamar al niño. Puede que te vea más tarde durante la cena, Tío.

—Puede esperar un poco más, me parece a mí. Justo ahora parece más interesado en su puño derecho. Eres una chica fuerte, Liadan. Resguardas tu mente con gran habilidad. Muy pocos se me pueden resistir.

—He estado practicando.

—Es difícil, ¿verdad? Guardar tantos secretos. Tengo una sugerencia, algo en lo que quiero que pienses. —No contesté nada—. Tus facultades son bastante… notables. Ya posees un avanzado control mental y una excelente comprensión de la lógica y la argumentación. Además están tus otros dones, que apenas has empezado a ejercitar. Espera a que el niño sea un poco mayor, a quitarle el pecho, a que pueda andar. Quizás un año. Después únete a nosotros en los nemetons, y tráelo contigo. Podríamos usar y desarrollar tus habilidades. Es un desperdicio que te dediques a la vida doméstica, tan capaz como eres. Y Johnny, ¿quién sabe en qué podría convertirse, con el entrenamiento adecuado? Lo que dicen de él podría ser, lisa y llanamente, la verdad.

Me di la vuelta y lo miré directamente a los ojos, profundos y sabios.

—Elegiste por Niamh, y te equivocaste. Te equivocaste mucho más de lo que llegarás a saber. Puede que intentes reemplazar a Ciarán. Un alumno capaz. Una gran pérdida para ti, me imagino. Pero no vas a decidir mi futuro como hiciste con el de mi hermana. Johnny y yo tomamos nuestras propias decisiones. No necesitamos guía.

Pareció no ofenderse, a pesar de mis rudas palabras, como si fuera exactamente lo que esperaba.

—No lo decidas tan rápido —contestó—. La oferta sigue en pie. El niño debe quedarse en el bosque. Decidas lo que decidas, no lo olvides.

* * *

Unos días más tarde, llegó otro tío, con un estilo totalmente propio. A pesar del ave parlante en el hombro, de los tres marineros y la bonita chica que lo acompañaban, Padriac consiguió llegar hasta el límite de la aldea sin que los centinelas de Liam detectaran su presencia. A Liam le puso de muy mal humor, pero la alegría de reunirse tras tantos años pronto barrió cualquier otro sentimiento. La piel ajada de Padriac y sus parpadeantes ojos azules, los hoyuelos de su sonrisa, y la larga trenza castaña aclarada por el sol, atraían la atención de las mujeres, a sus treinta y seis añazos. Su compañera femenina provocó mucho levantamiento de cejas y no poco restallido de lenguas. Pues era mucho más joven que él, y su piel era del delicado tono dorado del té de menta, y la espesa melena negra era rizada como la lana de una oveja, llevándola recogida en dos aseadas trenzas. Lucía cuentas de cristal de colores, blancas, verdes y rojas, e iba descalza bajo su vestimenta a rayas. Padriac la presentó como Samara, pero no aclaró si era su esposa, su novia o sólo su compañera de viaje. Samara no hablaba. Mostraba sus dientes blancos con una sonrisa que me recordaba dolorosamente a la de Gaviota. Pues aún seguía sin tener noticias. Mi hermana se había desvanecido, y con ella sus rescatadores, sin dejar rastro, como si hubieran desaparecido tras los límites del mundo.

Sólo había una persona que me parecía que podía ayudarme, y era el tío que no estaba allí. No sabía si vendría, ni siquiera para despedirse de su hermana por última vez. Finbar era una criatura de los límites, en delicado equilibrio entre un mundo y el otro. En todos los años que hacía que se había marchado de Sieteaguas por la noche, ni una sola vez había regresado. Ni para los ritos fúnebres de sus dos hermanos, Diarmid y Cormack, ambos muertos en la última gran batalla por las Islas. Ni para mi nacimiento y el de Sean, o para el de Niamh. Tampoco el día de la muerte de su padre, en que Liam se convirtió en señor de Sieteaguas. Probablemente tampoco vendría en esta ocasión, pues veía a Sorcha, y hablaba con ella, sin necesidad de estar presente. Tal era el lazo con su hermana. Pero deseé que viniera, pues tenía muchas preguntas que hacerle. Si pudiera saber si Niamh y Bran estaban a salvo, sería capaz de despedirme de mi madre con menos cargo de conciencia. Pues si mis mentiras no habían servido para que mi hermana recuperara la libertad, si mi silencio no había protegido al hombre que arriesgó su vida para ayudarme, bien podría contarle a mi familia la verdad, y acabar con toda la historia.

La casa estaba llena, y aun así se extendía una profunda tranquilidad por Sieteaguas, como si hasta las criaturas del bosque se hubieran quedado calladas, esperando a que mi madre nos abandonara. Durante la cena, estuvimos algo más animados. Formábamos una reunión extraña y variada: los druidas, serenos y dignos, hablaban en voz baja y comían poco; los marineros demostraban una capacidad muy saludable para ingerir nuestra buena comida y, concretamente, nuestra estupenda cerveza, y para mantener un flujo continuo de halagos que sonrojaban y hacían reír a las sirvientas.

Presidían la mesa los tíos: Liam, serio como de costumbre, con un cansancio en sus rasgos que me pareció nuevo; Conor a su derecha, pensativo con su hábito blanco; y a su izquierda, el indomable Padriac y su encantadora y silenciosa compañera. Padriac habló casi toda la noche; tenía numerosas aventuras que narrar, y todos lo escuchamos con atención, pues sus relatos de tierras lejanas y las gentes que allí moraban nos apartaban de la tristeza que se cernía sobre nuestra casa. Sean aún no había regresado.

Padre ya no comía con nosotros. Creo que temía perderse el más pequeño instante del tiempo que le quedaba a mi madre. En cuanto a Sorcha, hacía mucho que había aceptado que aquella primavera sería la última de su vida. Pero yo notaba que no estaba cómoda; había una carga de la que no había conseguido librarse. Una tarde, luchaba conmigo misma sentada junto a su lecho, con su delicada mano entre las mías, y mi padre observándola desde las sombras.

—Rojo. —Su voz era muy débil; conservaba las fuerzas que tenía, usaba sus conocimientos como curandera para ganar algo más del precioso tiempo.

—Estoy aquí, Jenny.

—No queda mucho. —Sus palabras no eran más que un suspiro—. ¿Están todos aquí?

Mi padre fue incapaz de contestar.

—Sean aún no ha vuelto, Madre. —Mi propia voz se agrietaba peligrosamente—. Están todos tus hermanos, todos menos…

—¿Todos menos Finbar? Vendrá. Sean tiene que llegar a casa antes del amanecer de mañana. Díselo, Liadan.

Había tal certeza en sus palabras que decidí callar. No tenía ningún sentido decirle que podía quedarle más. Lo sabía. Mi padre se arrodilló junto a la cama, para ponerle una mano encima de la suya. Jamás lo había visto llorar, pero en aquel momento tenía rastros de lágrimas en su valeroso rostro.

—Corazón mío —dijo Sorcha mirándolo con sus enormes y ojerosos ojos verdes—. No es para siempre. Seguiré aquí, en algún lugar del bosque. Y sea cual sea mi forma corporal, siempre te sujetaré fuerte. —Hice ademán de levantarme para dejarlos solos, pero Madre dijo—: Aún no, Liadan. Necesito hablar con los dos juntos. No tardaré.

Estaba muy cansada; su piel tenía un brillo pálido, y le costaba respirar. Ninguno le dijo que ahorrara aliento y descansara. Nadie de la familia le decía jamás a Sorcha qué hacer.

—Ha habido secretos —prosiguió cerrando los ojos por un instante—. La vieja magia sigue presente, la antigua hechicería que antaño cerrara su malvado puño sobre nosotros. Intenta dividirnos, destruir lo que tan bien se ha conservado en Sieteaguas. Puede que no todos los secretos puedan contarse. Pero quiero decirte, hija, que ocurra lo que ocurra, confiamos en ti. Siempre escogerás tu propio camino, y puede que algunos no estén de acuerdo con tus elecciones. Pero yo sé que seguirás el camino de las viejas verdades, dondequiera que vayas. Lo veo en ti, y en Sean. Tengo fe en ti, Liadan. —Volvió a mirar a Padre—. Los dos confiamos en ti.

Iubdan esperó un momento antes de hablar, y me pregunté por un instante si no lo habría leído mal por primera vez en su vida. Pero lo que dijo fue:

—Tu madre tiene razón, cariño. ¿Por qué otro motivo si no te he dejado tomar tus propias decisiones desde siempre?

—Ahora vete, Liadan —susurró Madre—. Intenta hablar con tu hermano. Tiene que darse prisa en regresar.

Crucé los campos hasta el límite del bosque, pues la casa rebosaba de pena y yo necesitaba los árboles y el aire libre. Quería la cabeza clara y la mente despejada, no sólo para intentar llegar a mi hermano, sino también para tomar una difícil decisión. Sorcha se moría. Merecía la verdad. Si se la contaba, también tendría que decírselo a mi padre. Me habían dicho que confiaban en mi elección, pero seguro que les horrorizaría cuanto había hecho esta vez. Si Padre le iba a Liam después con mi historia, cualquier bien que hubieran podido hacer mis mentiras se desvanecería por completo. Si seguía viva, podrían encontrar a mi hermana y traerla de vuelta a casa. Incluso podrían devolvérsela a su tan respetado marido. Entonces saldría a la luz toda la verdad, y la alianza quedaría hecha añicos. Y en cuanto al Hombre Pintado, Eamonn le daría caza y lo mataría como a una fiera nocturna, y sin él sus hombres regresarían a la vida fugitiva de los desposeídos que llevaban antes de que él les diera nombres y objetivo, y el don del respeto a uno mismo. Mi hijo jamás conocería a su padre, salvo en los relatos, como algún tipo de monstruo. Y nuestra familia quedaría destruida. La perspectiva me helaba la sangre. Y también estaban las hadas. No debes poner en peligro la alianza, me había dicho la Dama. No se podía desoír un aviso tal. Pero mi madre merecía la verdad, y a su modo, me la había pedido. La pregunta no era tanto si ellos confiaban en mí como si yo confiaba en ellos. Bran había tachado en una ocasión la confianza de concepto sin significado. Pero si no puedes confiar, estás solo, pues ni la amistad ni la asociación, ni la familia o las alianzas, existirían sin ella. Sin confianza, estábamos desperdigados, alejados, a merced de los cuatro vientos y sin nada a que aferramos.

En la linde del bosque, me senté sobre el muro de piedra que bordeaba el pasto más alejado, y calmé mi mente. Era difícil, pues tenía los pensamientos cargados de ansiedad. Necesito una señal, una pista. ¿Por qué no está aquí Finbar? A él podría preguntarle sin miedo.

Sosegué mi respiración, y dejé que los pequeños sonidos del bosque y la granja me inundaran la mente. El rumor de las hojas en hayas y abedules; el canto de los pájaros; el crujido de la rueda del molino y el suave chapoteo del arroyo. Los quejumbrosos balidos de las ovejas. Un chico gritando al rebaño de ocas, levantaos, bichos cabezotas, y ya vais a ver; los graznidos de respuesta de las aves. El murmullo del agua del lago al ondear en la orilla; el suspiro del viento entre los grandes robles. Voces susurrantes por encima de mi cabeza, que parecían lamentarse: Sorcha, Sorcha, oh, hermanita.

Cuando mi mente estuvo lo bastante tranquila, salí a buscar a mi hermano.

¿Sean?

Te oigo, Liadan. Estoy llegando a casa. ¿Cómo está nuestra madre?

¿Estás lejos?

No demasiado. ¿Llego tarde?

Tienes que estar aquí mañana antes del alba. —También la voz de la mente puede llorar—. ¿Podrás llegar a tiempo?

Estaremos allí.

En su mente, me abrazó con fuerza, y yo le devolví la misma imagen. Eso fue todo.

¿Liadan?

Ésa no era la voz de mi hermano.

¿Tío? El corazón me dio un vuelco. ¿Dónde estaba?

Estoy aquí, niña. Date la vuelta.

Me puse en pie lentamente y me di la vuelta para mirar la senda del bosque. Era difícil de ver; no tanto un hombre como parte del dibujo de luces y sombras, el gris, el verde y el marrón de troncos, hojas y piedras. Pero allí estaba, descalzo sobre el suelo mullido, vestido aún con sus harapos y la capa oscura. Los rizos se le enmarañaban alrededor de un rostro blanco como la tiza. Sus ojos eran claros, sin color, colmados de luz.

Me alegro de que estés aquí. Ha preguntado por ti.

Lo sé. Y he venido. Pero creo que voy a necesitar tu ayuda.

Sentí su miedo, y comprendí el valor que había necesitado para llegar hasta aquí.

Yo te llevaré dentro. ¿Qué necesitas?

Me temo que estoy… tocado. Me temo que estoy… recluido, encerrado Y hay perros. Si puedes solucionar eso, me puedo quedar, el tiempo suficiente. Hasta mañana al alba.

—Me honra tu confianza —dije en voz alta—. Esto no debe de ser fácil.

Mi debilidad me avergüenza. La hechicera me condenó a una larga maldición. Tiene ciertas compensaciones. Pero no voy a exponer mi fragilidad ante mi hermana, o ante mis hermanos. No busco compasión. Sólo quiero que me ayudes para no perder mi fortaleza ante ella.

—Eres muy fuerte —repuse en voz baja—. Otro hombre no habría sobrevivido tanto tiempo. No lo habría soportado.

También tú eres muy fuerte. ¿Por qué no me preguntas lo que deseas saber?

Porque me parece… demasiado egoísta.

Somos egoístas. Está en nuestra naturaleza. Pero tú eres muy generosa, Liadan. Mantienes a salvo a aquellos que amas, con todos los medios a tu alcance. Más tarde te mostraré lo que tanto anhelas ver. Pero ahora creo que debemos entrar.

—¿Tío? —pregunté en voz alta con bastante inseguridad.

Dime.

—Me revelas tus miedos cuando los ocultas incluso de tus hermanos. ¿Por qué?

Ningún hombre desea mostrarse débil. Con todo, mi debilidad es también mi don. Lo que en un mundo es común en el otro puede ser terrorífico. Una puerta cerrada, el aullido de un perro. Y aun así, lo que en este lugar es un misterio, resulta claro y sencillo en el otro. Es la imagen y el reflejo, la realidad y la visión. El mundo y el trasmundo. Te muestro mis miedos porque los puedes entender. Los puedes comprender porque tienes el don. Para ti no suponen una carga, pero tu espíritu reconoce el dolor y la fuerza que dicha sabiduría comportan. Conoces el poder de los ancestros, cómo dicho poder sigue obrando en nosotros.

—Este don… la visión, la mente sanadora, ¿proviene de ellos, de nuestros primeros ancestros? ¿Proviene de la mujer fomhóire, Eithne? —Supe que así era desde el momento en que la idea pasó por mi mente.

Es muy antiguo. Muy profundo. Tan profundo como un pozo sin fondo; tan profundo como las simas más oscuras del océano. Como ellos, aguarda su momento.

Me estremecí.

—Vamos —dijo Finbar, probando su voz, que claramente usaba rara vez—. Seamos valientes y que sepan que estamos aquí. —Y emprendimos el camino por el campo hasta la casa.

Hubo un momento incómodo: cuando la gente de las cocinas y los establos salieron a mirar, un perro ladró y la mente de mi tío se comunicó con la mía, sin hacer ruido: un estado de taquicardia, terror que nublaba la mente, un instinto paralizado de echar a volar. Envié una rápida y silenciosa llamada.

¿Conor? Tío, te necesitamos.

La gente murmuraba, susurraba a medida que nos acercábamos. Un hombre sostenía al perro por el collar, pero gruñía e intentaba morder, como si tuviera al alcance de las fauces algún animal salvaje. No sabía cómo tranquilizar a un perro con la mente. A mi lado Finbar se había quedado petrificado.

—¡Mira! ¡El hombre con el ala de cisne! —gritó clara e inocentemente un niño—. ¡El hombre del cuento!

—El mismo que viste y calza y mi hermano. —Una voz autoritaria pero tranquila surgió del umbral de la cocina, y de dentro salió mi tío Conor, como si aquello sucediera todos los días—. Todos a trabajar, venga. Mañana por la noche llegarán aún más visitas; el señor Liam se disgustará si os ve ociosos.

La multitud se dispersó; se llevaron al perro, que se resistió todo lo que pudo. El momento pasó. Sentí la respiración de Finbar tranquilizarse en mi propio pecho; descender el ritmo cardíaco. El día y la noche que quedaban serían sin duda una tortura para él.

Ven —prosiguió Conor en silencio—. Querrás verla directamente. Yo te acompaño.

—Yo hablaré con Liam. Hay que hacer algunos preparativos. Después tengo que volver con mi hijo. Estará hambriento. Me encargaré de los perros. ¿Estarás bien?

Gracias, Liadan. ¿Me enseñarás más tarde a tu hijo?

* * *

Liam se mostró sorprendentemente comprensivo, teniendo en cuenta que había interrumpido una reunión con sus capitanes para hablar con él. Se dieron órdenes para encerrar a todos los canes en las perreras, o al menos para que fueran confinados a una zona estable, como mínimo durante los siguientes noche y día, y para que la gente se ocupara de sus cosas y dejara a la familia en paz. Los propios perros lobo de Liam fueron encadenados mientras hablaba, y conducidos a una cautividad temporal con los ojos cargados de reproches.

—Eres una buena chica, Liadan —dijo Liam mientras regresaba a su reunión. Viniendo de él, era una alabanza muy valiosa. No era un hombre demasiado dado a expresar su aprobación. Me pregunté qué pensaría de mí, si le contara la verdad.

—Gracias, Tío.

Se hacía tarde, era casi anochecida. Sólo quedaba un día, y anhelaba pasar tiempo al lado de mi madre, compartir sus últimos momentos con ella. Pero la rueda gira, y la vida sigue su curso, así que también la nueva vida hace saber de su presencia con fuerza; pide, exige reconocimiento, y se muestra ansiosa por recorrer su camino. Mi hijo no podía esperar. Estaba despierto y hambriento, así que envié a la niñera a cenar y me senté a darle de mamar. La tinaja de cobre estaba lista, medio llena con agua caliente, pero la chica no lo había bañado aún, pues sabía que me gustaba realizar personalmente esa tarea. Me desabroché la túnica y le ofrecí el pecho. Él se amorró con fuerza y succionó con vigor, con un puñito golpeaba dulcemente mi carne mientras me miraba atento con aquellos solemnes ojos grises. Tarareaba en voz baja mientras disfrutaba de la extraña sensación de tranquilidad que sobreviene tras vaciarte de leche, como si algún poder en tu interior te obligara a estar quieta, mientras el niño bebe su ración. Más tarde llevaría a Johnny a ver a mi madre, si todavía seguía despierta. Aquel instante era su momento con Finbar, y era mejor dejarlos solos. Tenía que despedirse de mucha gente, pero aquel adiós era probablemente el segundo más difícil.

Al cabo de un rato cambié a Johnny de lado. Empezó a protestar, después se amorró al pezón y volvió a chupar. Para ser un bebé tan pequeño, menudo apetito tenía. Pensé en la sugerencia de Conor, la de acudir a los nemetons. Que los dos, mi hijo y yo, podíamos unirnos a los sabios. Consideré las instrucciones de las hadas: Ya está bien de tomar decisiones por tu cuenta. El niño tiene que quedarse en el bosque. En ninguna visión del futuro había lugar para el padre de mi hijo.

Johnny se durmió. Aquella noche no habría baño. De todos modos, Janis decía que lo bañaba demasiado, que no era natural para un niño estar tan limpio ni pasar tanto tiempo en remojo. ¿Qué era —bromeaba—, hijo de Manannán mac Lir, el dios del mar? Pero yo me reía de sus comentarios. Pues a Johnny le encantaba el agua, le encantaba flotar, dejarse sostener por su tibieza, mover sus pequeñas extremidades por la superficie cambiante. No era capaz de negarle aquel pequeño placer, y le prometí que, en verano, iríamos a nadar al lago. Cuando fuera mayor, le enseñaría a saltar desde las rocas y nadar hasta la orilla, como yo había hecho con Niamh y con Sean. Le enseñaría a tumbarse de espaldas al sol sobre la antigua piedra y a meter los dedos en el agua clara mientras los peces argentados pasaban. Eso te va a gustar.

Me abroché y me levanté, con la idea de acostar al bebé en la cuna. Pero al pasar frente a la tinaja de agua que se estaba enfriando, algo destelló en su superficie, algo irisado y fugaz, que desapareció al instante. ¿Lo había visto realmente? Me acerqué más, con Johnny calentito y relajado en mis brazos, y miré al agua quieta. Me quedé callada como una piedra, más silenciosa que los pensamientos.

El agua se movía, giraba, como si estuviera a punto de hervir, mas nada la calentaba. Oí la puerta abrirse y cerrarse detrás de mí, pero no me di la vuelta.

Bien. Así que al final no me has necesitado.

Sabía que Finbar estaba allí, en las sombras, pero seguí sin moverme.

El agua empezó a girar en el sentido del sol, como si se persiguiera en círculo. Sentí que mi cabeza nadaba. Tan repentinamente como había empezado, el movimiento se detuvo. Miré en la tinaja.

La imagen era pequeña pero clara. Las manos de un bebé, que dibujaba en la arena. La imagen se inclinó, se extendió. El bebé estaba en una cueva, la luz se filtraba por arriba, y teñía gran parte de la escena de grises y azules. Una cueva junto al mar; un lugar en el que el agua entraba y salía con dulzura, y en el que se oían los gritos de las gaviotas. Un lugar en el que se unían muchos límites; un lugar secreto. Dentro de la caverna había una pequeña playa en la que el bebé jugaba en silencio mientras una mujer lo observaba. No se podía saber si era niño o niña. Tendría unos dos años, y rizos rojo oscuro en la cabeza y la piel blanca como la leche. La mujer dijo algo, y cuando el bebé levantó la cabeza, vi sus ojos, que eran profundos y oscuros como las moras maduras. La mujer era tan delgada que se le notaban los huesos. Era delgada y frágil como un álamo en invierno. Su melena era de un rojo dorado apagado, y le caía por la espalda. Vigilaba al bebé con atención, para que no se acercara demasiado al agua. Y, al cabo de un rato, se levantó para sentarse en la arena junto a la criatura, y empezó a añadir sus propios dibujos a los que ya había inscritos con tanto esmero. Estaba ojerosa, pero al mirar al chiquitín a su cargo sus rasgos demacrados mostraron una expresión de tal alegría y orgullo que sentí las lágrimas resbalar por mis mejillas. La mujer era mi hermana Niamh.

Y de repente, apareció algo más. Una fuerza, un poder tal como jamás había presenciado. La mujer y el bebé seguían jugando, ignorantes de la presencia. Pero algo me presionaba, como si una mano fuerte apretara mis pensamientos, como si colocaran una barrera para bloquear mi visión. No —dijo una voz—. Fuera. Y con eso la imagen desapareció, y yo me quedé allí, mirando como una tonta en el agua del baño de mi hijo.

Como estaba temblando, decidí que después de todo no iba a soltar al niño, me aparté de la tinaja de cobre y me senté en la silla, acunando a Johnny contra el hombro mientras seguía durmiendo. Hizo unos ruiditos con la nariz, como para reconfortarme. Desde el otro extremo de la habitación, Finbar me observaba.

—¿Lo has visto? —le pregunté.

—No he visto lo que tú. Pero has dejado tu mente abierta y he contemplado tu visión. —No usó la voz interior, sino su vacilante y delicada voz real, como si debiera practicar esa facultad tan poco usada ahora que estaba de nuevo entre hombres.

—¿Qué ha sido eso? Era como un puño de hierro, que me apartaba. Como la barrera puesta por un… por un hechicero, para mantener alejados los ojos curiosos de sus secretos. Las viejas historias hablan de tales muros invisibles.

—Precisamente. Me parece que es mejor que le ocultes esta visión a Conor. Pensaba que verías otra, la de aquel que más deseas ver. No a tu hermana.

—Ambos están ligados. Lo que veo de uno, me indica cómo está el otro, por el momento. Pero esta visión no era del presente. No podía ser. Era la madre del bebé, lo he leído en sus ojos. Debe de ser una visión de lo que está por venir.

—O una visión de lo que te gustaría a ti que fuera.

—Eso es cruel —dije tragándome las lágrimas.

—La visión es cruel. Eso ya lo sabes. ¿Vas a volver a mirar?

—N… no lo sé. No sé si quiero saberlo.

—No mientes muy bien.

Así que dejé a Johnny en la cama, lo tapé con la colcha de mil colores que le había hecho y regresé a mirar. Finbar no hizo ningún intento de dirigirme, pero su presencia silenciosa me dio fuerzas.

Por un momento, pensé que no habría nada. El agua pareció enturbiarse y oscurecerse, pero no había movimiento. Estaba quieta como si no la hubieran tocado hacía mucho.

Confianza. Verdad. —Esas eran las palabras con las que trabajaba mentalmente, para expulsar todas las demás—. Verdad. Confianza.

Cerré los ojos, y cuando los volví a abrir, había otra imagen en la suave superficie del agua.

Imágenes pequeñas, cambiantes. Se mostraban luchando, en una tierra extraña bajo el sol ardiente. Bran se agachaba para evitar un hacha volante con una mueca de esfuerzo. Estaban en un barco, viajaban ligeros a través de mares implacables. Gaviota gobernaba el timón, sonreía a la espuma salada, y la vela crujía con el vendaval. Bran aparecía agachado sobre un hombre tumbado en el puente, cuyo cuello y hombro estaban fuertemente envueltos con paños ensangrentados.

—¿No puedes ir más rápido? —gritaba Bran.

—Si lo que quieres es terminar el viaje en el fondo del océano, quizá podría, sí —replicó Gaviota—. ¿Qué me dices de una vida entre monstruos marinos?

Alcanzaron la orilla, excavaron un agujero bajo los árboles. Bajaban una forma inerte a la tierra. Otros hombres observaban a su alrededor, en silencio. Taparon el hoyo, nivelaron el suelo con eficiencia.

—Tendrías que haber dejado que Liadan se quedara —dijo alguien—. Ella habría sabido qué hacer. Lo habría salvado.

Se oyó el sonido de un golpe, y la voz de Bran, un tono salvaje:

—¡Cierra el pico!

El agua se volvió de nuevo oscura, pensé que había terminado. Pero aún llegó otra imagen. Estaban de vuelta en aquel lugar, el túmulo de los ancestros, y ambos se encontraban fuera bajo una cálida noche primaveral, montando guardia mientras el resto dormía. A lo mejor sucedía en aquel mismo instante. La luna estaba llena, veía sus rostros claramente, uno oscuro, el otro claro.

—Has sido injusto —comentó Gaviota sin acalorarse—. Lo que ha dicho Nutria no es nada más que la verdad. No tendrías que haberla dejado ir, nunca.

—Que no se te pase por la cabeza que estoy dispuesto a aceptar tus consejos —espetó Bran—. Por lo menos no la pasé a cuchillo. Sabes tan bien como yo que aquí no hay lugar para una mujer.

—Ésta es distinta. ¿Verdad?

—Es imposible. ¿Cómo iba a vivir ella como nosotros? Además, es hija de Sieteaguas. Su padre dio la espalda a su gente y su tierra. Por sus propios motivos egoístas, no estaba allí para protegerlos. ¿No es irónico? A él le debo mi completo fracaso para convertirme en una pareja adecuada para su hija. Poco sabía lo que hacía cuando se marchó de Harrowfield.

—¿Así que, no te importa nada? ¿Es eso?

—No necesito otra lección —repuso Bran, cansado.

—¿Y por eso volvimos deprisa y corriendo en el momento en que presentiste que estaba en peligro? —No obtuvo respuesta—. ¿Y bien? —Gaviota no cejaba.

—Supones muchas cosas. Había un trabajo que hacer, y lo hicimos. Eso fue todo.

—Ajá. ¿Y el trabajo que quiere que hagas su hermano? Estás loco si accedes a eso. Es una misión suicida. —Se quedaron callados un rato—. Te engañas a ti mismo, si crees que lo has dejado todo atrás —acabó diciendo Gaviota.

—No quiero que vuelvas a hablar de estas cosas —replicó Bran con tono represor—. No hubo nada entra esa muchacha… y yo. Era una entrometida y tenía la lengua muy afilada, y me alegro de no volverla a ver.

Gaviota no dijo nada, pero vi el destello de sus dientes blancos al sonreír en la oscuridad, y después la imagen desapareció.

Me abandonaron las rodillas, y me derrumbé sobre la silla, sabía que lloraba y no me importaba lo más mínimo que mi tío me viera.

—Como te dije. No conseguirás que ese hombre se quede en Sieteaguas. Y aun así, planeas un futuro aquí para tu hijo, sin saberlo. Ves a Johnny con su abuelo, aprendiendo a plantar árboles. Te ves a ti misma, enseñándole a tu hijo a nadar en el lago de Sieteaguas. Ves al niño escabulléndose en la cocina a por un pastel de miel de Janis, como todos hicimos mientras crecíamos, y el mundo estaba tan lleno de aventuras que era difícil que cupieran todas en un día. Ves a Conor, enseñándole al chico los signos ogham en la piedra labrada. El niño es la clave. En tus pensamientos, lo reconoces. No hay lugar en su futuro para ese hombre. —¿Cómo puedes decir eso? Es su padre.

—El hombre ha servido a su propósito. Estoy seguro de que eso es lo que diría Conor.

Fui incapaz de responder. A pesar de mi estallido de rabia e indignación, no tenía más remedio que reconocer la terrible sabiduría de sus palabras.

—Eso fue lo que me dijeron las hadas. Pero ¿qué dices tú?

Ah. Llegará un punto en que tendrás que elegir. Y esa elección será la tuya propia. No me creas sin compasión, Liadan. Veo más de lo que puedes imaginar. Veo el lazo que hay entre tú y ese hombre. Veo que es tu compañero. ¿Cómo vas a elegir, sin sufrir una pérdida que te desgarre el corazón?

* * *

Madre no desperdició ni un minuto de su última noche durmiendo. Lo que hizo fue pedirle a Liam que reuniera a todos los hombres y mujeres de la casa para darles las gracias y despedirse. Muchas lágrimas se derramaron; muchos ramitos de prímulas y narcisos solitarios acabaron a los pies de su cama, o en su almohada. Se había hecho trasladar a una habitación del piso de abajo, y alrededor de las paredes ardían numerosas velas, de modo que el espacio estaba cálidamente iluminado. Pequeñita y quieta en su jergón, encontró una palabra amable para todos los solemnes visitantes.

Debía de estar sufriendo lo suyo. Tanto Janis como yo sabíamos las dosis que Sorcha había tenido que tomar, durante la última estación, para evitar echarse a llorar mientras aquella horrible enfermedad devoraba sus entrañas. Ahora quería estar despierta, y escuchar, razón por la cual no había tomado nada. Era una mujer enormemente fuerte, y disimulaba tan bien los espasmos que pocos eran conscientes de lo que estaba sufriendo. Mi padre lo sabía. Su rostro se había convertido en una máscara inexpresiva, excepto cuando la miraba directamente; y no hablaba, ni conmigo, ni con Liam, no hablaba con nadie más que con ella, a menos que fuera estrictamente necesario. Sabía que deseaba que nos marcháramos todos y los dejáramos solos; pero era la voluntad de Sorcha, y la acataba.

Al final, terminaron aquellas largas despedidas y todos en la casa se fueron a dormir. Yo me quedé sentada junto a la pequeña chimenea con Johnny callado en mis brazos; mi padre estaba en un taburete junto a la cama, con las largas piernas dobladas de manera incómoda a un lado. Madre había cerrado los ojos; parecía dormida, pero a cada punzada de dolor una de sus manos sufría un leve espasmo.

Ahora puedes decírselo, si estás preparada.

Miré a Finbar, que estaba inmóvil, con la mano derecha apoyada en el muro junto a la ventana, de espaldas a mí mientras miraba la luz de la luna en el jardín. No había duda de a qué se refería.

Estoy lista. No habría momento mejor que aquél.

—¿Ha llegado ya Sean? —susurró mi madre.

—Iré a ver si han llegado noticias —respondió Liam en voz baja—. Vamos, hermanos, debemos dejar a esta pequeña familia a solas un rato.

Estaban juntos al lado de la puerta, donde la gente podía ser guiada dentro y fuera sin hacer apenas ruido. Se marchó Liam, con Conor y Padriac, pero Finbar se quedó atrás. No eran para él una habitación cerrada y una cama con mantas. Tampoco el olvido temporal de una cerveza fuerte. No lo había visto probar bocado desde que había llegado a casa.

—Madre. Padre. Tengo algo que deciros.

Sorcha abrió los ojos y consiguió sonreír levemente.

—Eso es bueno, hija. Cuéntame… cuéntame…

Le faltaba el aliento, pero sabía qué quería. Le hice sitio a Johnny bajo el cubrecama y lo dejé acurrucado junto a ella. Mi padre le ayudó a rodear al niño con una mano. Johnny tenía los ojos abiertos; los ojos de su padre. Crecía con rapidez, y ya empezaba a mirar, intentando distinguir las sombras y dibujos de la habitación iluminada. Junto a la ventana, Finbar no se movió. No me veía capaz de estar sentada. Estaba de pie junto a la cama, con las manos apretadas muy fuerte.

—No voy a insultaros pidiendo vuestra confianza —empecé a decir—. Queda muy poco tiempo. Ya me habéis dicho que tenéis fe en mí, y debo creerlo. Debo deciros que os he mentido, y espero que me escuchéis mientras explico por qué. Se trata de un asunto muy profundo, muy secreto; una tristeza que está más allá de las lágrimas, y quizás un final mejor del que podíamos esperar. Tendréis que forzar vuestra confianza al máximo, como he tenido que forzar yo la mía.

Mi padre me observaba detenidamente, con sus ojos azules, agudos y fríos. Madre estaba tranquila, mirando al niño.

—Sigue, Liadan. —El tono de voz de Iubdan era escogidamente neutral.

—Niamh… —dije—. Niamh…

Valor, Liadan.

—Todos sabíamos que algo le pasaba cuando vino a casa. Tú incluso me pediste que averiguara qué era. Pero no sabíamos cuán horrible era eso que pasaba. Cuando estábamos en Sídhe Dubh, descubrí la verdad. Su… su marido le pegaba, y abusaba de ella de las peores maneras. Ya estaba destrozada por lo que había ocurrido aquí; creía que todos los que la queríamos la habíamos rechazado. Confiaba en empezar de nuevo, con aquel matrimonio. La crueldad de su esposo puso fin a eso. Pero me hizo jurar que no lo contaría. Me hizo prometer que mantendría el secreto. Niamh tenía el corazón roto porque Ciarán no la había defendido. Quedó destrozada cuando la enviasteis fuera. Si la trataban así, creía que se debía a que era una inútil. No quería permitirme que contara los maltratos de Fionn y causar así la ruptura de la alianza, pues eso habría implicado otro fracaso.

El silencio era de conmoción. Entonces mi padre habló:

—Si eso es cierto, y sé que lo es, pues no mentirías sobre algo así, tendrías que habérnoslo dicho. Tendrías que haber roto esa promesa.

—Me temo que… que no estaba segura de vuestra ayuda. Después de todo, habíais insistido en que se casara con Fionn. La habíais enviado a Tirconnell. Tus palabras fueron inflexibles. Sean le dio un bofetón. Y estaba Liam, y la alianza. Jamás he comprendido por qué no podía casarse con Ciarán; por qué, incluso, te negaste a considerar la unión. No es habitual que actúes de ese modo, sin sopesar las alternativas, sin evaluar los argumentos. No es propio de ti guardarte la verdad. No entendía tus motivos, así que no me podía arriesgar a contártelo.

Mi padre me miraba con ojos llenos de dolor.

—¿Cómo has podido creer que permitiría algo así? ¿Que maltraten a una hija mía?

—Calla —susurró mi madre—. Deja que Liadan termine su relato.

—Entonces, yo…

Palabra por palabra. Es una historia de aprendizaje. Cuéntala despacio.

—No sabía qué hacer, ni a quién pedir ayuda. Quedaba poco tiempo. Pero sabía que no podía dejarla volver a Tirconnell. Me daba miedo que se hiciera daño. Así que le pedí a… a un amigo… que se la llevara. Que la condujera a lugar seguro, en un santuario.

De nuevo un silencio cargado.

—No sé si lo estoy entendiendo —preguntó Iubdan con cuidado—. ¿Tu hermana no fue raptada y ahogada por los fianna? ¿No fue víctima de uno de sus arrogantes despliegues de barbarie sin sentido?

—No, padre. —Mi propia voz era un hilillo—. Los hombres que se la llevaron por los pantanos lo hicieron porque yo se lo pedí. Yo les hice venir a Sídhe Dubh. Tenían que guiar a Niamh a un lugar seguro, y entregarla en una casa cristiana de oración, donde podría permanecer oculta. Donde podría estar alejada de la crueldad de los hombres.

Cuando mi padre recuperó el habla, su comentario fue amargo:

—Eliges mal a tus amigos, por lo que parece. Es evidente que fracasaron estrepitosamente en su misión, dado que la perdieron antes de llegar a tierra seca. Espero que no les pagaras demasiado.

Me sentí como si me hubiera pegado; y esta vez Finbar habló en voz alta.

—La historia aún no ha terminado; es un tejido complejo con muchos hilos. Tus palabras hieren a tu hija. Ha tenido que reunir todo su valor para contártelo. Y no es la única que se ha guardado la verdad. Deberías dejarla terminar tranquilamente.

—Cuéntanos, Liadan. —La voz de mi madre era calmada.

—Tengo… contactos… de los que no os he hablado. Amigos, los llamaré. Uno de esos amigos es el hombre que se llevó a Niamh de Sídhe Dubh para ponerla a salvo, en un lugar en el que no le hicieran daño, donde será tratada con respeto, y donde no se espera que sea el juguete de los Uí Néill. A un lugar en el que su familia no la obligue a un matrimonio sin amor, por una alianza estratégica. No puedo darte pruebas de que está a salvo. No puedo decirte dónde está, ni lo haría aunque lo supiera. Pero la he visto, con la visión, y creo que mi amigo ha hecho como le pedí. El ahogamiento, la pérdida en la niebla, fue un ardid, parte de la representación, tramada para convencer a Eamonn, y después a otros, de que estaba muerta, una treta para alejar a los cazadores de la presa. Protegidos por esa mentira, llevaron a mi hermana a lugar seguro.

Una pequeña corriente sacudió las llamas de las velas. Al cabo de un rato, mi madre preguntó en voz muy baja:

—¿Sabías que Niamh estaba viva y no nos lo has contado?

—Lo siento —repuse con toda mi tristeza—. Cuando a ese hombre le encargas una misión, sigues sus normas. Dijo que sería más seguro que pocos supieran la verdad. Lo consideré mejor. Y… y tampoco lo sé exactamente. Creo que no está perdida. Confío en el hombre que nos ayudó cuando nadie más lo habría hecho.

—Como he dicho —la expresión de mi padre era de disgusto evidente— tu elección de amigos me parece muy equivocada. ¿Cómo sabes si ese hombre te ha dicho la verdad? Lleva el engaño en la sangre. Todo lo que hemos oído de él lo define como una veleta, de la que tan sólo sabemos que no es fiable; cambia sus lealtades a voluntad. Y es violento en extremo. Un demonio que actúa según la locura que le dé. No puedo creer que confiaras a un hombre así la vida de tu hermana. Debiste sufrir un momento de enajenación. Y ahora tienes la temeridad de proporcionar a tu madre falsas esperanzas, esta noche, cuando… —Se calló, quizá consciente de que los ojos ojerosos de mi madre estaban fijos en él.

—No, Rojo —dijo—. No te enfades. No nos queda tiempo para eso. Tienes que escuchar a Liadan.

Tomé aire y sentí la fuerza de Finbar, que concentraba su mente en la mía, sin pensar por mí, sólo prestándome su valor.

—Como he dicho, la he visto. La he visto viva y feliz, y con un bebé que era sin duda suyo. Una visión futura, segura y feliz. Pero también sin ella creo que está a salvo. Lo sé en mi corazón, porque sé que puedo confiar en el padre de mi hijo. Es el mismo hombre. Tú miraste el rostro de mi hijo y me lo dijiste, tiene los ojos de John. Ojos en los que se puede confiar. El hijo de mi padre tiene los mismos ojos, en un rostro marcado con los rasgos del cuervo, duros, fieros e implacables. Es el jefe de los fianna, el que llaman el Hombre Pintado. Ha hecho cosas horribles en su vida, no se puede negar. Pero también es capaz de gran valor, fuerza y lealtad. Hace pocas promesas, pero las que hace, las mantiene. Como el cuento de Conor demuestra, incluso un forajido, si se le da la oportunidad, puede ser un hombre bueno y de fiar. Éste salvó a tu hija. Y es el padre de tu nieto. Tiene mi corazón y lo tendrá siempre; no voy a entregarme a nadie más. Ahora ya os he contado la verdad; todo lo que puedo contaros, y os he entregado mi confianza; pues si esto se sabe, si lo escuchan oídos indebidos, muchas vidas correrían peligro.

Bien hecho, Liadan. Finbar asintió para reconocer mi esfuerzo.

Mis padres se me quedaron mirando.

—Me callo —dijo Iubdan.

Madre levantó una mano para acariciar los rizos castaños de Johnny.

—Así que Niamh está a salvo. Esa noticia es un maravilloso regalo, Liadan. Jamás creí del todo en su desaparición… creo, que de algún modo, lo sabía.

—Lo siento —interrumpió Padre abruptamente—. Has hablado con mucha claridad, y lo respeto. Yo quizás haya sido muy duro. Pero esto nos ha causado mucho dolor. No me lo esperaba de ti, Liadan.

—Yo también lo siento, Padre. —Quería abrazarlo, decirle que todo saldría bien, pero algo en sus ojos me indicó que no lo hiciera. Aún no—. Tenía que proteger dos vidas, y ambas siguen en peligro.

—No puedo creer que hayas elegido a un hombre así.

—¿Te resulta difícil de creer que haya escogido al hijo de tu amigo John?

—John no era un forajido. No era un asesino a sueldo.

—Catalogas bien los defectos del Hombre Pintado, Padre. Él, por su parte, te describe como la causa, por el abandono de tus responsabilidades en Harrowfield, de su fracaso para convertirse en el compañero adecuado de tu hija.

Padre no tenía respuesta para eso.

—Rojo.

—¿Qué ocurre, Jenny?

—Eso es lo siguiente que tienes que hacer. Debes regresar. Regresar a casa.

Padre se la quedó mirando.

—¿Te refieres a Harrowfield? —Yo hice la pregunta que no formuló él.

Madre asintió. Continuaba mirando a mi padre, lo sostenía con la mirada.

—Es una misión —prosiguió Madre—. Volver y descubrir qué ocurrió. Qué fue de Margery y su hijo. Cómo fue que el chico de John se convirtió en este… en este… joven tan infeliz.

Padre se puso en pie y nos dio la espalda a todos.

—Así que crees que mi tiempo aquí ha terminado, ¿no es eso? Que en cuanto… que cuando… que después de esto, no habrá lugar para un britano aquí en Sieteaguas. Supongo que lo entiendo. Supongo que podré llegar a entenderlo.

Finbar, que se había quedado tan quieto y callado, salvo con la voz de la mente, fue rápido en esta ocasión. En un instante estaba junto al lecho de mi madre hablando en voz alta.

—¿Vas a usar tus palabras para herir a Sorcha, hoy de entre todas las noches posibles? —preguntó—. No hables con rudeza sólo porque estás herido. Te confía esta misión para asegurarse de que no estarás perdido cuando ella se haya marchado. —A mi tío, estaba claro, no le daban miedo las palabras—. Te pide que vayas por el bien de tu hija y de tu nieto. Busca la verdad, y tráela para ellos. Hay muchas heridas que curar aquí, y algunas son tuyas.

—Y… —Sorcha hablaba en voz muy baja, y mi padre se tuvo que dar la vuelta para oírla. Jamás lo había visto tan angustiado, y me costó aguantarme las lágrimas, pues mi relato había golpeado a un hombre ya sumido en un profundo dolor—. Y… podrás ver a tu hermano. Tienes que decirle a Simón que me he ido. Tiene que saberlo. Rojo…

Se arrodilló junto a la cama de nuevo, y ella levantó una mano para acariciarle la mejilla. Él colocó sus dedos encima y así se quedó.

—Prométemelo —susurró—. Prométeme que lo harás y regresarás a casa sano y salvo.

Él asintió con rigidez.

—Dilo.

—Lo prometo.

Sorcha suspiró.

—Es tarde. Liadan, tendrías que irte a dormir. ¿Ha llegado Sean?

—No lo sé, Madre. ¿Quieres que vaya a ver?

—Toma —dijo—. Es mejor que te lleves a tu hijo. Te echa de menos. —Acarició con cuidado la orejita del niño, su pelo suave, yo tomé a Johnny en brazos y vi en los ojos de Sorcha que sabía que era la última vez que lo tocaba.

—Liadan. ¿Se lo has contado a Sean?

—No, Madre. Pero él se lo ha imaginado. Al menos en parte. Y ha mantenido el secreto; no se lo ha dicho a Liam, ni a Fionn ni a Eamonn. Ni siquiera a Aisling.

—No me gustan los secretos. Detesto las mentiras —intervino mi padre, apesadumbrado—. Tendríamos que haberlo dejado todo claro desde el principio. Pero es evidente que ésta es una verdad que va a tener que permanecer escondida algún tiempo más. ¿Y Conor? ¿Sabe algo de esto?

—El único modo de averiguarlo es preguntárselo directamente —sugirió Finbar—. Y aun así es posible que no descubras lo que quieres saber.

—Entonces supongo que seguirá sin respuesta hasta que regrese de Harrowfield —respondió mi padre—. Una mentira engendra otra, y así dejamos de confiar.

—Dejamos de confiar cuando casasteis a Niamh con los Uí Néill y la enviasteis lejos —repliqué con dureza—. Esta historia empezó hace mucho tiempo.

—Mucho más que eso —comentó Finbar en voz baja—. Mucho, muchísimo más.

* * *

No me veía capaz de dormir. Probablemente ninguno durmiera, salvo Johnny cuyos sueños de infante no se veían turbados por la sombra de la partida. Llevé a mi hijo hasta el gran salón, pero era a su padre a quien hablaba con la mente. Te necesito. Te quiero aquí. Quiero que me rodees con tus brazos, tu cuerpo cálido a mi alrededor, para mantener alejada la tristeza. ¿Sería distinto, si escucharas sus palabras? Si pudieras oírles decir, «ya ha cumplido con su objetivo», ¿lucharías para conservarnos? ¿O te daría miedo lo que ese esfuerzo podría revelar? Tal vez te limitases a darnos la espalda y marcharte.

Al entrar al salón, puse freno inmediato a mis pensamientos. Sean estaba allí, al parecer recién llegado tras una larga marcha por la noche, pues iba manchado del viaje, y presentí su profundo cansancio.

—¡Liadan! Acabo de llegar. ¿Cómo está nuestra madre?

Por un instante, me pregunté por qué hablaba en voz alta, y de manera tan formal, y entonces vi que Aisling estaba con él, desabrochándose la capa y dándose un masaje en la espalda, con la cara blanca de cansancio. Me adelanté y disimulé mi sorpresa.

—Aisling, tienes que estar muy cansada. Ven, siéntate, déjame que te vaya a buscar un vino…

Mis palabras, y mis pies, se detuvieron en el acto.

—Supongo que no nos esperabas, Liadan —dijo Eamonn mientras salía de las sombras junto a la ventana—. Lamento el inconveniente.

—Oh. —Me había quedado mirando con la boca abierta como una tonta, cogida por sorpresa—. No… yo…

—He estado en el norte —intervino Sean para suavizar. Por cansado que estuviera, me leía bien, y deprisa—. Regresé por Sídhe Dubh. Aisling y Eamonn estaban preocupados y querían presentar sus respetos, pues son conscientes de la gravedad de la enfermedad de Madre. Ahora debo ir con ella.

—Ha estado preguntando por ti. Le alegrará saber que has llegado a tiempo. Te acompañaré…

—No, no te preocupes. Deberías sentarte y descansar, pareces deshecha. ¿Por qué no dejas al niño y te tomas tú también una taza de vino?

—Yo… —No había manera educada de rechazar la sensata sugerencia de mi hermano. Lo que no esperaba es que Sean tomara a Aisling de la mano y la condujera con él, dejándome a solas con Eamonn. Los hombres que los acompañaban debían de haberse retirado ya a las cocinas y a un bien merecido descanso. Estábamos los dos solos, sólo nos acompañaba el niño, que dormía. Se me ocurrían muchas otras cosas que hacer mejores que hablar con Eamonn en aquel preciso momento. Pero era un invitado; no tenía elección.

—Pareces muy cansada, Liadan —dijo con tono serio—. Ven, siéntate aquí.

Dejé a Johnny encima de unos cojines frente al fuego y me senté. Eamonn llenó las tazas de vino y me puso una en las manos. Se quedó de pie junto a mi silla, mirando la figura tranquila de mi hijo.

—Así que éste es tu hijo. Parece… saludable. Y después de todo, un niño no elige a su padre.

Un helado reguero de miedo me recorrió la columna. ¿Qué quería decir?

—Gracias —murmuré—. Es pequeño pero fuerte. —Confío en poder hablar con tu madre, antes de… espero hablar con ella por la mañana. Y con tu padre. Si hay tiempo. Asentí, con un nudo en la garganta.

—Quisiera disculparme en persona, confiarles mis remordimientos por… por lo que pasó con tu hermana. No hay manera de que me enmiende, eso lo sé. Pero espero al menos que sepan que no descansaré hasta ponerle fin al asunto.

—Eamonn…

—¿Sí, Liadan?

—Creo que será mejor si les das el pésame por su pérdida, y lo dejas en eso. Mi padre está angustiado, y mi madre está muy débil Ya han asumido… el accidente de Niamh. No es el mejor momento para hacer votos de venganza. No es momento para la ira.

—Cualquier momento es bueno, hasta que extermine a esa escoria y la borre de la faz de la tierra —repuso Eamonn, tenso.

No quería escucharle. Las visiones oscuras acechaban. ¿Podía saber que aquél era hijo de Bran? ¿Cómo podía saberlo? No quería ser arrastrada a una charla sobre asuntos peligrosos. Además, estábamos en mitad de la noche, y yo demasiado cansada para asegurar un control férreo sobre mis pensamientos o mis palabras. Pero tampoco quería dormir, por si Madre me necesitaba. Me levanté de la silla y me acerqué a los cojines junto al hogar. Allí podía poner una mano sobre el cuerpo cálido de mi hijo y sentir su calor. Allí podía mirar las llamas y soñar, pues había ocasiones en que los sueños son más seguros que el mundo real.

Eamonn me miraba fijamente. Lo sentía, aunque yo tenía la cabeza vuelta hacia otro lado.

—Habría venido antes —prosiguió en voz baja—. Quería venir a hablar con tus padres; contigo. He estado… fuera. En una búsqueda infructuosa, al final. Es un hombre difícil de seguir, evasivo e inteligente. Con todo, es un insensato por subestimarme. Mi red de informantes es amplia. Las noticias que me traen son a veces sorprendentes; sorprendentes y… desagradables. —Miró al niño dormido, con el entrecejo fruncido—. Con el tiempo encontraré a ese forajido. Todos los hombres tienen una debilidad. Sólo es cuestión de descubrirla, y usarla para atraparlo. Lo encontraré, y pagará en especie todas sus salvajadas. Pagará con creces y sangre todo lo que ha robado y mancillado. No tengas la menor duda.

No contesté, me limité a acariciar la espalda de mi hijo, y bebí otro sorbo de vino. La última vez que estuve cansada y compartí una bebida fuerte con un hombre, la misma tuvo muchísimas consecuencias. No debía aparentar que entendía las alusiones veladas de Eamonn.

—Lo siento, Liadan —prosiguió—. No he venido a hablar de esto.

—Eso ya lo sé, Eamonn. Has venido para presentar tus respetos a mi madre.

Hubo una pausa.

—No exactamente. Ya tenía que venir por estas fechas. No quedan más que unos días para Beltaine.

El corazón me dio un vuelco. No dije nada.

—No te habrás olvidado, ¿no?

—Yo… no, Eamonn, no me olvido tan fácilmente. Pensaba que el asunto había quedado claro la última vez que hablamos de ello, antes de que partieras hacia Tara. Estoy convencida de que no hay nada más que decir al respecto.

Eamonn había empezado a pasear de arriba abajo, como parecía hacer cuando buscaba las palabras adecuadas.

—¿Eso es lo que tú pensaste? ¿Imaginabas que lo dejaría todo atrás, que regresaría del sur comprometido con alguna de las mujeres de la familia del Alto Rey? ¿Me consideras tan débil como para abandonar tan fácilmente?

Me lo quedé mirando.

—No sé a qué te refieres —respondí en voz queda. Sonaba como si pretendiera… pero no, eso no podía ser. Johnny dejó escapar un suspiro de bebé y volvió a sus sueños.

Eamonn dejó de caminar, y se arrodilló a mi lado, parecía estar incómodo. Un mechón de pelo le caía entre los ojos, y yo resistí el impulso de apartárselo.

—No quiero ninguna otra esposa, Liadan. Sólo te quiero a ti. Con o sin niño. No quiero a otra.

—No digas… —empecé a decir.

—No —repuso Eamonn con firmeza—. Escúchame. Te has quedado a cuidar a tu madre, y eso es admirable. Has elegido tener a tu hijo sola. Eso demuestra coraje. Serás la mejor de las madres, de eso estoy seguro. No entiendo por qué proteges con tu silencio al padre de la criatura. Puede que sea la vergüenza lo que detiene tu lengua. Eso poco importa ahora. Rendirá cuentas. Pero, perdóname, me dicen que tu madre se consume con rapidez y le queda poco tiempo en este mundo. Niamh se ha ido. Sean y Aisling pronto se casarán y una nueva familia vendrá a vivir a esta casa. Te quedarás sola y serás vulnerable, Liadan. No debes convertirte en la hermana soltera, la esclava de la casa que vive su vida entre otros. Ya te cansas demasiado, intentas hacerlo todo. Necesitas un buen hombre que te cuide, que te proteja y te vigile. Necesitas un hogar propio, un lugar en el que puedas ver a tu pequeña familia crecer. Cásate conmigo y todo eso será tuyo.

Pasó algo de tiempo antes de que recuperara el habla.

—¿Cómo puedes… cómo puedes hacerme una oferta tal cuando tengo un hijo de otro hombre? ¿Cómo vas a aceptar la responsabilidad de un… de un…?

—Ya es mala suerte que sea niño. Si hubieras tenido una hija, la habría podido criar como si fuera mía. Tu hijo, evidentemente, no puede heredar. Pero habrá un lugar para él en mi casa. Como he dicho, un niño no elige a su padre. Podría preparar algo para él. —Miró a Johnny, que dormía, con cara de preocupación—. Será… será un desafío interesante. —La mirada en sus ojos me espantó.

—La gente dirá que estás loco, por tomar esa decisión —conseguí articular, esforzándome por encontrar las palabras adecuadas—. Podrías elegir a la joven que quisieras. Debes olvidarme y seguir adelante. Tendrías que haberlo hecho en cuanto te lo conté.

Estaba sentado muy cerca de mí, en el suelo junto a la chimenea. Eamonn siempre había seguido las convenciones formales. Prefería hacer las cosas bien. Pero aquello, aquello había superado todas las reglas. Así que se había rebajado a sentarse con Johnny y conmigo, con la mirada castaña cerca de la desesperación.

—Cuando te veo así —su voz no era mucho más que un susurro—, con la luz del fuego reflejada en tu pelo, y tu mano suavemente posada sobre el pequeño, sé que sólo tengo una elección. Hablaré tan claramente como pueda, y espero que mis palabras no te ofendan. Te quiero en mi casa, que me rodees con tus brazos cuando llegue cansado de la batalla. Te quiero en mi cama. Te quiero como esposa, amante y compañera. Quiero que seas madre de mis hi… hijos. No me daría miedo envejecer contigo a mi vera. Para mí no hay otra mujer en el mundo. Lo que has hecho, tu error, podemos… podemos dejarlo atrás. Te ofrezco protección, seguridad, mi riqueza y mi nombre. Ofrezco legitimidad para tu hijo. No me rechaces, Liadan.

Intenté buscar palabras adecuadas, pero no me salía ninguna.

—Vacilas. Por supuesto, pediré de nuevo la aprobación de tu padre. Pero no creo que ponga objeciones, dadas las circunstancias.

—No… no puedo…

Eamonn se miró las manos entrelazadas.

—He oído que cuando estuviste en Sídhe Dubh, te mostraste… intranquila. Que te resultaban difíciles sus confines tras la libertad de la que has disfrutado en Sieteaguas. Demasiada, quizá. Pero no te quiero enjaular como un pájaro cantor en contra de su voluntad. Tengo enormes posesiones en el norte. Si no deseas instalarte en Sídhe Dubh, construiré un nuevo hogar para ti, más de tu gusto. Árboles, un jardín, lo que desees. Con la seguridad adecuada, por supuesto.

—¿Estás seguro —pregunté con cautela— de que esto no es un gran gesto, un intento de apaciguar a mi familia por lo que tú consideras un fracaso en velar por la seguridad de mi hermana? Sigo sin poder creer que un hombre de tu posición quiera dar semejante paso.

Esas palabras fueron un error. Se le unieron las cejas en un gesto feroz.

—¿Tengo que demostrártelo?

Y antes de que pudiera moverme, me agarró la nuca con una mano, enroscándome los dedos en el pelo, y ya su boca estaba sobre la mía. Aquél no fue el beso educado de un hombre al que le gusta hacer las cosas según las reglas. Cuando terminó, me sangraba el labio.

—Lo siento —repuso sin más—. He esperado mucho tiempo por ti. Me prometiste una respuesta en Beltaine. Quiero esa respuesta, Liadan.

Que Brighid me ayudase. ¿Por qué no volvía Sean? Inspiré con fuerza y lo miré directamente a los ojos. Lo supo, creo, un instante antes de decírselo.

—No puedo hacerlo, Eamonn. Es la más generosa de las ofertas. Pero te seré sincera. No siento lo mismo que tú.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué sientes, exactamente?

Era más difícil de lo que me había imaginado.

—Nos conocemos desde hace mucho. Te respeto; quiero tu bienestar, como amigo. Quiero que estés satisfecho con tu vida. Pero no puedo pensar en ti como un… —no pude decir amante— marido.

—¿Tanto te desagrada mi tacto? ¿Tan repugnante soy?

—No, Eamonn. Eres un hombre guapo, y a alguna otra mujer le encantará ser tu esposa, algún día. No tengo ninguna duda. Pero esto podría salir muy mal. Mal para ti, mal para mí. Terriblemente mal para mi hijo, y para su padre.

—¿Cómo puedes decir eso? —Se había puesto en pie y de nuevo empezaba a pasear, como si tuviera que despistar sus sentimientos haciendo algo, no fueran a desgarrarlo—. ¿Cómo puedes seguir siendo leal a ese… a ese salvaje, cuando lo único que ha hecho es preñarte y largarse en busca de otra chica inocente? Jamás volverá a ti; un hombre así no tiene noción de obligación, o de responsabilidad. Mejor que te hayas deshecho de él.

—Para, Eamonn. No lo hagas más difícil.

—Tienes que escucharme, Liadan. Es una decisión insensata, y de hecho me pregunto si no estarás demasiado nerviosa ahora mismo. Porque tienes razón, ésta es probablemente la única oferta que vas a tener, sin casar y con un niño sin padre. Puede que se burlen de mí por mi elección; por no casarme con la hija de un jefe del sur, de casta impecable y con garantías de virginidad. Nada de eso me importa. En lo que a ti respecta, no me queda orgullo. Para mí, eres la única opción. Liadan, piensa en tu familia. A Liam le gustaría verte bien casada, y a tu padre. ¿Y a tu madre? ¿No le gustaría oír la noticia antes de que…?

—¡Basta! ¡Ya es suficiente!

—Tómate más tiempo, si así lo deseas. Estás cansada, y apenada por la pérdida que se avecina. Me quedaré unos cuantos días; lo suficiente para que lo discutas con tu familia. Verás las cosas más claras cuando…

—Ya las veo claras ahora —repuse con mucha tranquilidad, y recogí a mi hijo de los cojines y lo abracé—. Me duele herir a un buen amigo; pero no veo otra salida. Debo rechazar tu oferta. Mi hijo y yo… pertenecemos a otro hombre, Eamonn. Tu opinión sobre él no cambia eso. Ni ahora, ni nunca. Actuar negando ese vínculo sería tan insensato como peligroso. Dicha elección conduciría a la ira, a rompernos el corazón y a una larga amargura. Prefiero seguir sola el resto de mi vida que emprender ese camino. Lo siento. Tu oferta me demuestra la mayor de las generosidades, y me honras con ella.

—No puedes negarte —contestó, y los esfuerzos que hacía por mantener el control eran evidentes en su voz—. Siempre ha estado previsto que tú y yo… es de derecho que nos tenemos que casar, Liadan. Sé que Liam estará de acuerdo en esto…

—Esto se ha terminado, Eamonn. —Mi voz temblaba—. No es asunto de nadie más, salvo de ti y de mí. He dicho que no. Sigue adelante sin mí. Ahora dame tu palabra de que no volverás a mencionarlo nunca.

Se había retirado, se había apartado de la luz de la hoguera, y estaba en penumbra.

—No puedo hacer tal promesa —contestó tenso.

—En ese caso no podré volverte a ver, excepto en compañía de otros. —Y encontré la fuerza en mi interior para no derramar lágrimas.

Dio un paso hacia mí, su rostro estaba lívido.

—No lo hagas, Liadan. —Era tanto una súplica como un aviso.

—Buenas noches, Eamonn. —Me di la vuelta y me encaminé hacia las escaleras. Johnny se despertó y empezó a aullar, y yo salí disparada hacia mi cuarto a darle de mamar sin mirar atrás. Allí encendí una vela y le cambié los pañales a mi hijo. Mientras amamantaba al niño tumbada sobre la cama, dejé correr las lágrimas que me había aguantado, y cuando la vela se fue consumiendo entre espirales de humo, volví a ver la imagen de ellos dos enzarzados en una batalla final; las manos de Eamonn alrededor del cuello de Bran, dos garfios intentando extraer el último aliento; el cuchillo de Bran entre las costillas de Eamonn, cada vez más profundo mientras la sangre teñía de rojo la túnica verde. ¿Cómo me había pasado por la cabeza que algún día, después de todo, Bran y yo podríamos reunimos? ¿Que él era algo más que una mera… una mera herramienta, lo habían llamado las hadas, un mercenario que pasaba, tuvo un hijo, y quedó fuera de la historia, pues ya había terminado su papel, su importancia? No volvería. Acercarse a mí significaba su muerte. Ojalá no me hubiera conocido nunca, pues sólo le había traído pena y peligro. Y ahora la sombra no sólo se extendía sobre él, sino también sobre mi hijo. Lo había visto en los ojos de Eamonn. Tenía que hacer como me decían las hadas y quedarme en el bosque. Debía sacar a Bran de mi mente. Por nuestro bien, tenía que hacerlo.

Lloré y lloré hasta que me dolió la cabeza, me chorreaba la nariz y empapé la almohada. Pero Johnny siguió chupando, acariciándome con su manita, con el cuerpo cálido y relajado contra el mío. La viva imagen de la confianza. Y al observarlo, supe que en todas las noches oscuras hay, en algún lugar, una pequeña vela ardiendo que no se puede sofocar.