Capítulo I

Mi madre conocía todos los cuentos que se han contado junto a las hogueras de Erin, y más aún. La gente pedía silencio alrededor del hogar para escucharla, tras la larga jornada laboral, y se maravillaba ante los vividos tapices que tejía con sus palabras. Narraba las numerosas aventuras de Cú Chulainn el héroe, y nos hablaba de Fionn mac Cumhaill, que era un gran guerrero además de muy astuto. En algunas casas, dichas historias sólo podían contarlas a los hombres. Pero no en la nuestra; pues mi madre elaboraba una magia con sus palabras que nos tenía a todos hechizados. Aunque había una historia que jamás contaba, y ésa era la suya propia. Mi madre era la muchacha que había salvado a sus hermanos de la maldición de una hechicera, y que casi perdió la vida en el intento. Era la chica cuyos seis hermanos habían pasado tres largos años convertidos en criaturas salvajes, y habían sido devueltos a la forma humana sólo gracias a su silencio y sufrimiento. No había ninguna necesidad de contar la historia una y otra vez, pues había encontrado su lugar en la mente de las gentes. Además, en todos los pueblos había uno o dos que habían visto al hermano que regresó, por un corto espacio de tiempo, con una prístina ala de cisne en lugar del brazo izquierdo. Incluso sin aquella evidencia, todos sabían que la historia era cierta, y observaban pasar a mi madre —una figura grácil con su canastillo de bálsamos y pociones—, asintiendo con profundo respeto en la mirada.

Si le pedía a mi padre que me la relatara, se reía y encogía de hombros, y se excusaba alegando que no tenía habilidad con las palabras, además de que sólo se sabía un cuento o dos, y ya me los había contado. Entonces miraba a mi madre, y ella lo miraba a él, de aquella manera que tenían, como si hablaran sin palabras, y mi padre me distraía con alguna otra cosa. Me enseñó a tallar con un pequeño cuchillo, a plantar árboles, y me enseñó a pelear. A mi tío todo aquello le parecía más bien raro. Estaba bien para mi hermano Sean pero ¿para qué necesitábamos Niamh o yo habilidades con los puños y los pies, con la vara o una pequeña daga? ¿Por qué perder el tiempo en esas tareas cuando teníamos tantas otras cosas que aprender?

—Ninguna hija mía saldrá de estos bosques sin la debida protección —le había respondido mi padre a mi tío Liam—. No se puede confiar en los hombres. No voy a convertir a las niñas en guerreras, pero al menos les proporcionaré medios para que se defiendan por sí mismas. Me sorprende que me preguntes por qué. ¿Tan poca memoria tienes?

No le pregunté qué quería decir. Todos habíamos descubierto, bastante pronto, que no era sensato meterse entre él y Liam en tales ocasiones.

Yo aprendía rápido. Seguía a mi madre por los pueblos, y enseguida me enseñó a coser una herida, a colocar un cabestrillo, a curar una bronquitis o un rasguño de ortigas. Observaba a mi padre, y descubrí cómo imitar a la lechuza, al gamo y al puercoespín con un reclamo de roble. Practicaba las artes del combate con Sean, cuando conseguía engañarlo, y perfeccioné unos cuantos ataques que funcionaban incluso cuando el enemigo era más grande y más fuerte. A menudo parecía como si todo el mundo en Sieteaguas fuera más grande que yo. Mi padre me construyó una vara del tamaño justo, y me entregó una pequeña daga. Sean se enfurruñó bastante durante un día o dos. Pero nunca le duraban demasiado los disgustos. Además, era chico, y tenía sus propias armas. En cuanto a mi hermana Niamh, era imposible saber qué pensaba.

—Recuerda, pequeña —me dijo mi padre con seriedad—, esta daga puede matar. Espero que no necesites emplearla para tal fin; pero si debes hacerlo, úsala limpiamente y con valentía. Aquí en Sieteaguas poco mal has visto, y espero que jamás tengas que atacar a un hombre en legítima defensa. Pero un día puede que tengas necesidad de ello, y debes mantenerla afilada y reluciente, y practicar por si llegase ese momento.

Me pareció que algo le ensombrecía el rostro, y sus ojos se volvieron distantes como hacían a veces. Asentí en silencio y envainé la pequeña y mortífera arma.

Esas cosas aprendí de mi padre, a quien la gente llamaba Iubdan, por más que su auténtico nombre fuera otro. Si estabas familiarizado con las viejas historias, reconocías el nombre como una broma, que él aceptaba de buen humor. Pues el Iubdan de los cuentos era un hombrecillo minúsculo, que se metió en un buen lío cuando se cayó en un cuenco de gachas, aunque después se salió con la suya. Mi padre era muy alto, y fornido, y tenía el pelo del color de las hojas del otoño al sol del atardecer. Era britano, pero la gente se había olvidado de su origen. Cuando obtuvo su nuevo nombre entró a formar parte de Sieteaguas, y los que no usaban el nombre lo llamaban el Hombretón.

A mí no me hubiera importado ser algo más alta, pero era pequeña, delgaducha, morena y el tipo de chica que un hombre no miraría dos veces. Tampoco es que me importara. Tenía mucho que hacer, no había necesidad de adelantar tantos acontecimientos. Era a Niamh a quien seguían con la mirada, pues era alta y de anchas espaldas, a imagen de nuestro padre, y tenía una larga melena de pelo claro y generosas curvas en los lugares adecuados. Sin ser consciente siquiera, caminaba de un modo que captaba la atención de los hombres.

—Ésa va a dar problemas —murmuraba nuestra cocinera Janis por encima de sus ollas y sartenes. Niamh, por su parte, se mostraba siempre crítica.

—Ya es bastante malo ser medio britana —protestaba molesta—, no hace falta además parecerlo. ¿Ves esto? —Se agarró la gruesa mata, mechones cobrizos desenredados en una cortina brillante—. ¿Quién me va a tomar por hija de Sieteaguas? ¡Podría ser sajona, con estos pelos! ¿Por qué no puedo ser pequeñita y delicada como Madre?

La estudié durante uno o dos instantes, mientras se cepillaba con vigor. Para alguien tan disgustada con su apariencia, desde luego pasaba mucho tiempo cambiando de peinado y de túnicas y lazos.

—¿Te avergüenzas de ser hija de un britano? —le pregunté. Me lanzó una mirada de odio.

—Muy típico de ti, Liadan. ¿Todo lo tienes que decir a la cara? Tú no tienes problemas, eres una copia pequeñita de Madre, su manita derecha. No me extraña que Padre te adore. Para ti es fácil.

No le hice caso. A veces se ponía así, como si tuviera demasiados sentimientos en su interior y tuviera que explotar por alguna parte. Las palabras en sí no significaban nada. Esperé.

Niamh usaba el cepillo como un instrumento de tortura.

—Sean también —dijo, mirándose con desprecio en un espejo de bronce pulido—. ¿Has oído cómo le ha llamado Padre? Ha dicho que es el hijo que Liam nunca ha tenido. ¿Qué te parece? Sean encaja, sabe exactamente adónde va. Heredero de Sieteaguas, amado hijo no de uno sino de dos padres: hasta le va el papel. Hará siempre lo correcto: se casará con Aisling, que contentará a todo el mundo; será jefe de los hombres, incluso puede que recupere las islas para nosotros. Sus hijos seguirán sus pasos y así por los siglos de los siglos. ¡Santa Brighid, qué aburrimiento! Qué predecible.

—No puedes tenerlo todo —le dije—. O quieres encajar o no quieres. Además, somos las hijas de Sieteaguas, te guste o no. Estoy convencida de que, cuando llegue el momento, Eamonn se casará contigo encantado, con el pelo dorado o calva. No he oído objeciones por su parte.

—¿Eamonn? ¡Ja! —Se desplazó hasta el centro de la habitación, donde un haz de luz reflejó destellos dorados contra las planchas de roble del suelo, y en ese lugar empezó a darse la vuelta poco a poco, de manera que su túnica blanca y la melena reluciente se movieron a su alrededor como una nube—. ¿No anhelas que ocurra algo diferente, algo tan emocionante y nuevo que te arrastre como una gran marea, algo que haga prender y refulgir tu vida tanto que todo el mundo pueda verla? Algo que te toque con alegría o terror, que te saque de tu pequeño y seguro camino hacia una gran carretera salvaje cuyo final nadie conozca. ¿No ansias nunca eso, Liadan?

Dio vueltas y vueltas y se abrazó a sí misma como si fuera la única manera de contener lo que sentía.

Me senté al borde de la cama mientras la observaba en silencio. Al cabo de un rato le dije:

—Tendrías que tener cuidado. Esas palabras podrían tentar a las hadas para entrometerse en tu vida. Ocurre. Ya conoces la historia de Madre. Se le ofreció la oportunidad, y la aprovechó; y sólo gracias a su valor, y al de Padre, salió con vida. Para sobrevivir a sus juegos hay que ser muy fuerte. Para ella y para Padre el final ha sido feliz. Pero en aquella historia hubo también perdedores. ¿Y sus seis hermanos? Sólo quedan dos, puede que tres. Lo que ocurrió los lastimó a todos. Y algunos perecieron. Mejor harías en tomarte la vida con calma. Para mí, ya hay bastante emoción en ayudar a alumbrar un nuevo cordero, o en ver crecer a los robles jóvenes con las lluvias de primavera. Al disparar una flecha certera, o al curarle a un niño la tos. ¿Para qué pedir más, si lo que tenemos es tan bueno?

Niamh dejó de abrazarse y se pasó una mano por el pelo. Deshizo la labor del cepillo en un instante. Suspiró.

—Te pareces tanto a Padre que a veces me pones enferma —comentó, pero en tono cariñoso. Conocía bien a mi hermana. No permitía que me disgustara muy a menudo—. Nunca he entendido cómo pudo hacerlo —prosiguió—. Dejarlo todo, así tal cual. Sus tierras, su poder, su posición, su familia. Dejarlo todo sin más. Jamás será señor de Sieteaguas, ese lugar le corresponde a Liam. Su hijo heredará, sin duda; pero Iubdan sólo será el Hombretón, aquel que cuida sus árboles y atiende sus rebaños en silencio mientras el mundo sigue su curso. ¿Cómo puede un hombre de verdad preferir que la vida se le vaya así? Ni siquiera ha vuelto a Harrowfield.

Sonreí para mis adentros. ¿Era ciega, es que no veía qué había entre ellos, entre Sorcha y Iubdan? ¿Cómo podía vivir allí, un día tras otro, verlos mirarse y no comprender por qué había hecho lo que había hecho? Además, sin su buena administración Sieteaguas no sería más que una fortaleza bien guardada. Bajo su guía nuestras tierras habían prosperado. Todo el mundo sabía que criábamos el mejor ganado y cultivábamos la mejor cebada de todo el Ulster. Y era el trabajo de mi padre el que permitía a mi tío Liam forjar alianzas y conducir sus campañas. No me parecía que tuviera sentido explicarle aquello a mi hermana. Si a esas alturas no lo sabía, no lo sabría nunca.

—La quiere —le dije—. Es tan sencillo como eso. Y aun así, es más. Madre no habla de ello, pero las hadas intervinieron en el asunto, desde el principio. Y volverán a intervenir.

Por fin Niamh me prestaba atención. Sus preciosos ojos azules se entrecerraron al mirarme.

—Ahora hablas como ella —me acusó—. A punto de contarme una historia. Un cuento edificante.

—No era ésa mi intención —respondí—. No estás de humor. Lo único que iba a decir es que somos diferentes, tú, Sean y yo. Como consecuencia de las acciones de las hadas, nuestros padres se conocieron y se casaron. Nacimos a causa de aquello. Puede que la siguiente parte del relato nos corresponda a nosotros.

Niamh se estremeció al sentarse a mi lado, mientras se alisaba la falda sobre las rodillas.

—Porque no somos britanos ni de Erin, sino de los dos lugares al mismo tiempo —dijo lentamente—. ¿Crees que uno de nosotros es el niño de la profecía? ¿El que devolverá las islas a nuestro pueblo?

—Eso he oído decir. —De hecho, se decía bastante, ahora que Sean era casi un hombre y se perfilaba como buen luchador y jefe, como su tío Liam. Además, la gente estaba lista para algo de acción. La disputa por las islas se había fraguado mucho antes de que naciera mi madre, pues hacía muchos años que los britanos habían arrebatado el más secreto de los lugares para nuestra gente. La amargura de los nuestros se había vuelto ahora más intensa, dado que estábamos muy cerca de recuperar lo que nos correspondía por derecho. Ya que, cuando Sean y yo éramos niños, con apenas seis años, nuestro tío Liam y dos de sus hermanos, ayudados por Seamus Barbarroja lanzaron sus fuerzas en una audaz campaña dirigida al corazón del territorio en disputa. Estuvieron cerca, dolorosamente cerca. Tocaron tierra en la Pequeña Isla, y establecieron allí un campamento secreto. Observaron las grandes aves surcar el cielo y sobrevolar la Aguja, aquel peñasco agreste azotado por vientos helados y la espuma del océano. Dirigieron un fiero ataque por mar contra el asentamiento britano en la Gran Isla, y al final, fueron repelidos. En aquella batalla perecieron dos de los hermanos de mi madre. Cormack cayó bajo una limpia estocada al corazón y murió en los brazos de Liam. Y Diarmid, que buscaba vengar la pérdida de su hermano, luchó como un poseso y al final fue capturado por los britanos. Los hombres de Liam encontraron su cuerpo después, flotando en las marismas, cuando huían en su pequeña embarcación, en inferioridad numérica, agotados y con el corazón en un puño. Se había ahogado, pero sólo después de que el enemigo se divirtiera con él. A mi madre no le permitieron ver el cadáver cuando lo trajeron a casa.

Aquellos britanos eran la gente de mi padre. Pero Iubdan no tomaba parte en aquella guerra. Había jurado, una vez, que no se levantaría en armas contra los suyos, y era un hombre de palabra. Para Sean era distinto. Mi tío Liam jamás se había casado, y mi madre dijo que jamás lo haría. Amó a una chica una vez. Pero el encantamiento cayó sobre él y sus hermanos. Tres años es mucho tiempo cuando sólo tienes dieciséis. Cuando por fin recobró la forma humana, su amada se había casado y era madre de un hijo. Obedeció los deseos de su padre pues creía muerto a Liam. Así que él no se casó. Y no necesitó hijo propio, pues quería a su sobrino como un padre, y lo crió, sin saberlo, a su imagen. Sean y yo nacimos durante el mismo parto, él sólo un poco mayor. Pero a los dieciséis años me pasaba más de una cabeza, estaba cerca de convertirse en hombre, era de espaldas anchas y cuerpo ágil y fibroso. Liam se había asegurado de que se convirtiera en un experto en las artes de la guerra. Asimismo, Sean aprendió a planear una campaña, a emitir juicios justos, a entender la mentalidad de aliados y enemigos por igual. Liam comentaba en ocasiones la impaciencia juvenil de su sobrino. Pero Sean era un líder en ciernes; nadie lo dudaba.

Y en cuanto a nuestro padre, sonreía y los dejaba a lo suyo. Reconocía el peso de la herencia con la que Sean tendría que cargar un día. Pero no había renunciado a su paternidad. Ya habría tiempo para que ambos pasearan o recorrieran a caballo los campos, establos y graneros de las granjas; para que Iubdan enseñara a su hijo a cuidar de su gente y su tierra al mismo tiempo que a protegerlas. Hablaban largo y tendido y a menudo, y se tenían mucho respeto. Sólo que a veces yo sorprendía a Madre mirándonos a Niamh, a Sean y a mí, y sabía qué le preocupaba. Tarde o temprano las hadas decidirían que había llegado la hora. La hora de volver a entrometerse en nuestras vidas, la hora de recoger un tapiz a medio terminar y tejer unos cuantos y enrevesados motivos más. ¿A quién elegirían? ¿Sería uno de nosotros el niño de la profecía, que al final firmaría la paz entre nuestro pueblo y los britanos de Northwoods, recuperando así las islas de las cuevas místicas y los árboles sagrados? No creía que me fuera a tocar a mí. Si por algo se caracterizaban las hadas era por ser ladinas y sutiles. Sus juegos eran complejos; sus elecciones, jamás evidentes. Además, ¿qué pasaba con la otra parte de la profecía, aquella que la gente parecía olvidar convenientemente? ¿No decía algo del nacido con la marca del cuervo? Nadie sabía muy bien qué significaba aquello, pero no parecía adecuarse a ninguno de nosotros. Además, no eran escasos los deslices entre britanos trotamundos y mujeres irlandesas. No éramos los únicos niños con sangre de las dos razas. Eso me decía; y después veía los ojos de mi madre mirarnos, grises, vigilantes —ojos de hada—, y un estremecimiento me recorría el cuerpo. Notaba que había llegado la hora. La hora de que las cosas volvieran a cambiar.

* * *

Esa primavera tuvimos visita. Allí, en el corazón del gran bosque, las viejas costumbres seguían siendo poderosas a pesar de las hermandades de hombres y mujeres que se extendían por nuestra tierra. Sus cruces cristianas eran los descarnados símbolos de una nueva fe. De vez en cuando, los viajeros traían del otro lado del mar historias de grandes penurias padecidas por quienes osaban mantener las antiguas tradiciones. Se impartían crueles penas, incluso la muerte, a aquellos que dejaban una ofrenda, por ejemplo, para los dioses de la cosecha, o se les ocurría tejer un simple hechizo para la buena suerte, o usaban una poción para recuperar a un amante infiel. Los druidas habían sido asesinados o desterrados en aquellos lugares. El poder de la nueva fe era grande. Respaldado por una bolsa generosa y una fuerza letal, ¿cómo podía fracasar?

Pero aquí en Sieteaguas, aquí en este rincón de Erin, éramos de otra manera. Los padres santos, cuando venían, eran más bien tranquilos, eruditos que debatían las cuestiones con mentalidad abierta, y escuchaban tanto como hablaban. Entre ellos, un chico podía aprender a leer en latín y en irlandés, y a escribir con caligrafía clara, a mezclar colores y elaborar intrincados dibujos sobre pergamino o fina vitela. Entre las hermanas, una chica podía aprender las artes curativas, o a cantar como un ángel. En sus casas de contemplación había un lugar para los pobres y los desposeídos. Eran, en el corazón, buena gente. Pero nadie de nuestra casa estaba destinado a unirse a ellos. Cuando mi abuelo acabó sus días y Liam se convirtió en señor de Sieteaguas, con todas las responsabilidades que el cargo conllevaba, se hiló mucha hebra para reforzar el tejido de nuestra familia. Liam congregó a las familias cercanas, constituyó una poderosa fuerza de combate, se convirtió en el cabecilla que nuestra gente llevaba tanto tiempo esperando. Mi padre tornó prósperas sus granjas y consiguió llenar sus campos como nunca antes. Plantó robles donde antaño sólo había tierra yerma. Al mismo tiempo, instiló renovado coraje en una gente que había estado al borde de la desesperación. Mi madre era un símbolo de lo que podía obtenerse gracias a la fe y la fortaleza, un recordatorio viviente de aquel otro mundo bajo la superficie. A través de ella respiraban a diario la verdad de quiénes eran, y de dónde venían; el mensaje reconfortante del reino de los espíritus.

Y también estaba su hermano Conor. Como dice el cuento, había seis hermanos. De Liam ya he hablado, y de los dos que le seguían en edad, que murieron en la primera batalla por recuperar las islas. El más joven, Padriac, era viajero, y regresaba muy de vez en cuando. Conor era el cuarto hermano, y era druida. Aunque la vieja fe se desvanecía y se tornaba cada vez más tenue en el resto de lugares, en nuestro bosque éramos testigos de que brillaba con renovada luz. Era como si cada festividad, cada vez que señalábamos el paso de las estaciones con cánticos y rituales, recuperáramos algo más de la unidad que nuestra gente casi había perdido. Cada vez, nos acercábamos un paso más al día decisivo. Listos de nuevo para reclamar lo que nos habían robado los britanos, hacía ya tantas generaciones. Las islas eran el corazón de nuestro misterio, la cuna de nuestra fe. Con profecía o sin ella, la gente empezó a creer que Liam las recuperaría, o si no lo conseguía, lo haría Sean, que sería señor de Sieteaguas tras él. El día se acercaba cada vez más, y la gente jamás fue tan consciente de ello como cuando llegaron los sabios del bosque para señalar el cambio de estación. Así que todo comenzó durante Imbolc del año en que Sean y yo cumplimos dieciséis, un año grabado a fuego lento en mi recuerdo. Llegó Conor, y con él un grupo de hombres y mujeres, algunos de blanco y otros con los hábitos tejidos a mano de los aprendices, y todos juntos concelebraron la ceremonia en el festival en honor a Brighid, en el corazón del bosque de Sieteaguas.

Llegaron por la tarde, en silencio, como de costumbre. Dos hombres muy ancianos y una mujer también mayor, que subían por el camino del bosque con sandalias sencillas. Llevaban el pelo recogido en cientos de trencitas pequeñas entrelazadas con cintas de colores. Había jóvenes con el hábito de principiante, tanto chicos como chicas; y había hombres de mediana edad, entre los que se contaba mi tío Conor. Se había iniciado tarde en los grandes misterios, pero ahora era su jefe, un hombre pálido y grave de mediana estatura, cuyo pelo castaño empezaba a cobrar tintes grises y cuyos ojos eran profundos y serenos. Nos saludó a todos con cortesía y calma: a mi madre, a Iubdan, a Liam y después a nosotros tres. Y a nuestros invitados, pues se habían reunido unas cuantas casas con motivo de las festividades. Seamus Barbarroja, un anciano vigoroso cuyo pelo cano desmentía su nombre. Su nueva esposa era una chica dulce no mucho mayor que yo. Niamh se había quedado conmocionada al ver la pareja.

—Pero ¿cómo puede? —me susurró tapándose la boca con la mano—. ¿Cómo puede acostarse con él? Es viejo, muy viejo. Y gordo. Y tiene la nariz roja. Mira, ¡le está sonriendo! ¡Yo antes muerta!

La miré con un punto de amargura.

—Pues entonces será mejor que aceptes a Eamonn, y alégrate por la oferta si lo que quieres es un joven guapo —le repliqué también en susurros—. Difícilmente encontrarás algo mejor. Además es rico.

—¿Eamonn? ¡Ja!

Ésa parecía ser la respuesta cada vez que hacía la sugerencia. Me pregunté, no por primera vez, qué querría en realidad Niamh. No había manera de ver dentro de la cabeza de aquella chica. No era como Sean y yo. A lo mejor era debido al hecho de ser gemelos, o quizá se trataba de otra cosa, pero nosotros dos jamás tuvimos ningún problema para hablar sin palabras. Incluso se hacía necesario, a veces, montar guardia en tu mente para que el otro no la leyera. Era una habilidad tan útil como molesta.

Miré a Eamonn, que estaba con su hermana Aisling, saludar a Conor y al resto de la procesión con hábitos. Era incapaz de ver las pegas de Niamh. Eamonn tenía la edad justa, sólo un año o dos más que mi hermana. Era bastante guapo; un poco serio, tal vez, pero eso podía arreglarse. Tenía buena constitución, el pelo castaño brillante y bonitos ojos oscuros. Buena dentadura. Acostarse con él sería… bueno, yo sabía poco de esas cosas, pero me imaginaba que no sería repulsivo. Y sería considerada una buena unión por ambas familias. Eamonn había recibido su herencia muy joven, un vasto dominio rodeado de pantanos traicioneros al este de las tierras de Seamus Barbarroja, las cuales se extendían hacia el norte. El padre de Eamonn, del mismo nombre, había sido asesinado en circunstancias misteriosas algunos años antes. Mi tío Liam y mi padre no siempre estaban de acuerdo, pero se mostraban unidos en su negativa a hablar de ese tema concreto. La madre de Eamonn había muerto al nacer Aisling. Así que Eamonn había crecido rodeado de una inmensa riqueza y poder, y abundancia excesiva de consejeros influyentes: Seamus, que era su abuelo; Liam, que había estado comprometido con su madre; y mi padre, que de algún modo estaba ligado al asunto. Por eso quizá sorprendía que Eamonn se hubiera convertido en un hombre tan independiente, y que a pesar de su juventud controlara sus posesiones y su nada desdeñable ejército privado. Pudiera ser que eso explicara por qué era un joven tan solemne. Descubrí que había estado examinándolo con atención cuando terminó de hablar con uno de los druidas jóvenes y miró en mi dirección. Me dedicó media sonrisa, como si desafiara mi valoración, y aparté la mirada mientras notaba que me ponía colorada. Niamh era tonta, pensé. Difícilmente encontraría algo mejor, y con diecisiete años tenía que decidirse rápido, antes de que alguien lo hiciera por ella. Sería una alianza muy fuerte, y más poderosa aún por el hecho de ser familia de Seamus, que poseía las tierras de en medio. Quien controlara todo aquello, llegado el momento, podría asestar un duro golpe a los britanos.

Los druidas terminaron los saludos. El sol se estaba poniendo. En el campo tras nuestro granero, en ordenadas filas, los arados, horquillas y demás herramientas para el nuevo trabajo de la temporada estaban listos. Bajamos por caminos embarrados aún por las lluvias de primavera para tomar nuestros puestos en un gran círculo alrededor del campo. Las sombras eran alargadas a la luz de la tarde. Vi a Aisling separarse un poco de su hermano y reaparecer algo más tarde al lado de Sean, como por casualidad. Si pensaba que nadie se había dado cuenta, pensaba mal, pues su nube de pelo caoba captaba la atención por mucho que intentara domar su exuberancia con cintas. Cuando alcanzó a mi hermano, la brisa le despeinó un mechón largo y brillante, y Sean alargó un brazo para colocárselo con suavidad detrás de la oreja. No me hacía falta seguir mirando para sentir que lo tomaba de la mano y él la agarraba posesivamente. Bueno, pensé, hay alguien que sí sabe tomar decisiones. A lo mejor, después de todo no importaba lo que Niamh decidiera, pues parecía que la alianza se consolidaría de uno u otro modo.

Los druidas formaron un semicírculo alrededor de las hileras de herramientas, y en el centro se irguió Conor, cuyo hábito blanco tenía un ribete dorado. Se había echado atrás la capucha, mostrando así el torc de oro que llevaba colgado del cuello, señal de que dirigía aquella hermandad mística. Aún era joven para sus costumbres, pero su rostro era antiguo; su serena mirada contenía el conocimiento de más de una vida en sus profundidades. Había recorrido un largo camino, aquellos dieciocho años en el bosque.

Entonces Liam dio un paso adelante, como jefe de la casa, y le pasó a su hermano un cáliz de plata de nuestro mejor hidromiel, extraído de la mejor de las mieles y destilado con agua de un manantial determinado cuya localización exacta era un secreto muy bien guardado. Conor asintió con gravedad. Entonces empezó a pasear lentamente entre los arados y las hoces, las horquillas y las pesadas azadas, podadoras y palas, y salpicó cada herramienta con el potente elixir a medida que pasó junto a ellas.

—Buenos terneros en el vientre de las vacas preñadas. Un río de leche dulce de sus ubres. Un cálido abrigo en los lomos de las ovejas. Una cosecha abundante tras las lluvias de primavera.

Conor caminaba acompasadamente y su hábito blanco se movía y cambiaba a su alrededor como si tuviera vida propia. Portaba el cáliz de plata en una mano y la vara de abedul en la otra. Nos callamos todos, incluso los pájaros parecieron interrumpir su charla en los árboles de alrededor. Detrás de mí, una pareja de caballos se inclinó sobre la valla, con los ojos solemnes y acuosos fijos en el hombre de la voz tranquila.

—Que la bendición de Brighid sea con vuestros campos en esta estación. Que la mano de Brighid se extienda sobre este nuevo ciclo. Que traiga vida; que nuestras semillas florezcan. Corazón de la tierra; vida del corazón, todo es uno.

Así prosiguió, y encima de todas las herramientas dejó caer unas gotas de la preciada bebida. La luz comenzó a volverse dorada a medida que el sol se hundió tras las copas de los robles. El último apero era un arado para ocho bueyes, que los hombres habían construido bajo las instrucciones de Iubdan hacía muchos años. Con aquello los campos más pedregosos se habían convertido en mullidos y fértiles. Lo habíamos envuelto con guirnaldas de hojas frescas y flores embriagadoras, y Conor se detuvo ante él y levantó la vara.

—Que ninguna desgracia interrumpa nuestras labores —dijo—. Que las plagas no toquen nuestras cosechas, ni las enfermedades nuestro ganado. Que el trabajo de este arado, y el de nuestras manos, produzcan una buena cosecha y una próspera estación. Damos las gracias por la tierra que es nuestra madre, por la lluvia que la trae a la vida. Honramos el viento que agita la semilla de los grandes robles; reverenciamos el sol que calienta nuestro nuevo crecimiento. En todas las cosas, te honramos, Brighid, tú que atizas la lumbre de la primavera.

El círculo de druidas repitió esa última frase. Sus voces eran profundas y vibrantes. Conor regresó junto a su hermano y dejó la copa en sus manos, y Liam comentó algo sobre compartir lo que quedaba después de la cena. La ceremonia casi había concluido.

Conor se dio la vuelta y caminó hacia delante, uno, dos, tres pasos. Alargó el brazo derecho. Un iniciado alto y joven, con la cabeza llena de rizos del rojo más vivo que hubiera visto jamás, se acercó rápidamente y tomó la vara de su maestro. Se hizo a un lado mientras observaba a Conor con tal intensidad que me provocó escalofríos. Conor alzó las manos.

—¡Nueva vida! ¡Nueva luz! ¡Nuevo fuego! —dijo, y su voz ya no era queda, sino poderosa y clara, y resonaba en los bosques como una campana solemne—. ¡Nuevo fuego!

Tenía las manos encima de la cabeza, orientadas hacia el cielo. Se produjo entonces un resplandor, y un extraño zumbido, y de repente encima de sus manos había luz, una llama, un destello que deslumbraba y aturdía. El druida bajó los brazos lentamente, y dentro de sus manos ahuecadas seguía brillando una llama, tan real que me quedé sobrecogida, pues esperaba ver su piel arder y que estallara en ampollas bajo el calor. El joven iniciado se le acercó, con una antorcha sin encender en las manos. Mientras lo mirábamos conmocionados, Conor tocó la antorcha con los dedos y ardió con una hermosa luz dorada. Y cuando Conor apartó las manos, sólo eran las manos de un hombre, y el fuego misterioso había desaparecido. El rostro del joven era la viva imagen del orgullo y el respeto mientras subía la preciosa antorcha a la casa, donde volverían a encenderse los fuegos del hogar. La ceremonia había concluido. Al día siguiente el trabajo de una nueva estación empezaría. Capté fragmentos de conversación mientras regresábamos a casa, donde empezaría la fiesta cuando el sol se pusiera.

—¿… ha sido una decisión sabia? Seguro que podías haber escogido a otro para la tarea.

—Ya era hora. No podíamos esconderlo para siempre.

Eran Liam y su hermano. Entonces vi a mi madre y a mi padre mientras recorrían el camino juntos. Ella resbaló en el barro y tropezó; él la recogió al instante, casi antes de que ocurriera. Qué rápido era. La rodeó por los hombros y ella levantó la mirada. Presentí una sombra sobre ambos, y de repente me sentí incómoda. Sean me adelantó, sonriendo, con Aisling no demasiado lejos. Ambos seguían al joven alto que portaba la antorcha. Mi hermano no dijo nada, pero mi mente captó su felicidad al pasar. Por aquella noche al menos —sólo tenía dieciséis años—, estaba enamorado, y todo iba bien en su mundo. Y volví a sentir ese repentino escalofrío. Pero ¿qué me pasaba? Era como si estuviera deseando que la desgracia se abatiera sobre mi familia, en un bonito día de primavera en el que todo era brillante y fuerte. Me dije a mí misma que tenía que dejar de comportarme como una idiota. Pero la sombra seguía allí, al borde de mis pensamientos.

Tú también lo sientes.

Me quedé de piedra. Sólo había una persona con la que podía hablar así, sin palabras, y ése era Sean. Pero aquella no era la voz interior de mi hermano.

No te asustes, Liadan. No voy a meterme en tus pensamientos. Si algo he aprendido durante todos estos años es la pericia de controlar esta habilidad. Te sientes desgraciada, incómoda. Lo que ocurra no será obra tuya. Debes recordarlo. Cada uno escoge su propio camino.

Seguí caminando hacia la casa, la multitud a mi alrededor charlaba y reía, los jóvenes llevaban las guadañas a los hombros, las jóvenes ayudaban a transportar palas u hoces. Aquí y allí las manos se encontraban y se unían, y un par o dos de rezagados desaparecieron en silencio en el bosque, a ocuparse de sus asuntos. Por el camino que tenía delante mi tío avanzaba lentamente, mientras el ribete dorado de su túnica reflejaba los últimos rayos del sol poniente.

No sé lo que siento, Tío. Una oscuridad: algo terrible y horrendo. Y aun así, es como si estuviera deseando que cayera sobre nosotros al pensar en ella. ¿Cómo puedo hacer eso, cuando todo va tan bien y son todos tan felices?

Es la hora. —Ni siquiera volvió la cabeza para indicarme que hablaba conmigo—. Te preguntas por mi habilidad para leerte. Deberías hablar con Sorcha, si puedes conseguir que responda. Eran ella, y Finbar, los que destacaban en esta habilidad. Pero puede que le duela recordarlo.

Has dicho que es la hora. ¿La hora de qué?

Si había un modo de suspirar sin hacer ruido, eso fue lo que Conor me comunicó.

Es la hora de que sus manos remuevan el caldero. La hora de que sus dedos tejan un motivo más. La hora de que sus voces retomen la canción. No te sientas culpable, Liadan. Nos usan a todos, y no hay mucho que podamos hacer para evitarlo. Yo lo descubrí de la manera difícil. Y me temo que tú también lo harás.

¿Qué quieres decir?

Pronto lo descubrirás. ¿Por qué no disfrutas y te permites ser joven, ahora que aún hay tiempo?

Y eso fue todo. Me cerró sus pensamientos tan repentina y definitivamente como si se hubiera accionado el resorte de una trampa. Delante de mí lo vi detenerse, esperar a mi madre y a Iubdan a que lo alcanzaran y meterse los tres juntos en la casa. No veía más claro, tras aquella extraña conversación.

Aquella noche mi hermana estaba preciosa. Las chimeneas de la casa habían sido encendidas de nuevo, y había una hoguera en el exterior, sidra y un baile. Hacía bastante fresco. Yo me había envuelto en un chal y aun así temblaba. Pero Niamh llevaba los hombros descubiertos por encima de la túnica azul intenso, y el pelo recogido con esmero con cintas de seda y violetas tempranas. Al bailar, la piel le brillaba a la luz de la hoguera y sus miradas lanzaban desafíos. Los jóvenes apenas podían apartar la mirada de ella, mientras giraba y giraba primero con uno y después con otro. Incluso los jóvenes druidas, pensé yo, experimentaban dificultades para no seguir el ritmo de la música con el pie y mantener la mirada convenientemente sobria. Seamus había traído los músicos. Eran buenos: un gaitero, un flautista y otro que tocaba de maravilla cualquier cosa que cayera en sus manos bodhrán, silbato o flauta. Había mesas dispuestas en el patio, y bancos, y los druidas más mayores se sentaron allí, para hablar e intercambiar relatos mientras observaban a los jóvenes divertirse.

Había uno que se mantenía aparte, y ése era el joven druida, el del pelo rojo oscuro, que había sostenido la antorcha encendida con el fuego místico. Era el único que no había compartido nuestra comida y bebida. No mostraba ninguna señal de disfrute, mientras la casa explotaba de alegría a nuestro alrededor. Ni seguía el ritmo de las melodías ni elevaba la voz para cantar. Estaba de pie, erguido y en silencio tras la celebración principal, alerta. Me pareció de sentido común. Era sensato que no todos participaran en la ingesta de bebidas fuertes, que unos cuantos escucharan a los intrusos no deseados, que estuvieran pendientes para avisar del peligro. Sabía que Liam había apostado hombres para vigilar en puntos estratégicos alrededor de la cas^, además de sus centinelas habituales y la primera línea de guardias. Un ataque a Sieteaguas aquella noche no sólo borraría de un plumazo a los señores de las tres familias más poderosas del noreste, sino también a sus líderes espirituales. Así pues, no se dejaron cabos sueltos.

Pero aquel joven no era ningún guardia, o si eso se le suponía lo hacía bastante mal. Pues sus ojos oscuros estaban fijos en una sola cosa, y eso era mi encantadora y risueña hermana Niamh mientras bailaba a la luz de la hoguera con su melena cobriza flotando alrededor. Lo vi estático, devorándola con la mirada, y después aparté la vista al tiempo que me decía que no fuera tonta. Era un druida, después de todo; supuse que debía de sentir deseo, como cualquier otro hombre, así que su interés era de lo más natural. Lidiar con tales cuestiones formaba parte sin duda de la disciplina que aprendían. Y no era asunto mío. Entonces miré a mi hermana y vi la mirada que le echó desde debajo de sus largas y preciosas pestañas. Baila con Eamonn, tonta, más que tonta, le dije, pero ella jamás había sido capaz de escuchar mi voz interior.

La música pasó de danza rápida a lento y bello lamento. Tenía letra, y la gente había bebido ya lo suficiente para corear al gaitero.

—¿Bailas conmigo, Liadan?

—Ah. —Eamonn me había asustado, de repente junto a mí en la oscuridad. La hoguera mostraba su rostro tan serio como siempre. Si estaba disfrutando de la fiesta, no lo parecía. Ahora que me paraba a pensarlo, no lo había visto bailar—. Ah. Si tú… pero a lo mejor deberías pedírselo a mi hermana. Baila mejor que yo. —Me sentí incómoda, casi grosera. Ambos miramos al mar de jóvenes danzarines, donde se encontraba Niamh, sonriente, que se pasaba una mano casual por el pelo rodeada de admiradores. Una figura alta y dorada a la luz titilante.

—Te lo estoy pidiendo a ti. —Ni rastro de sonrisa en sus labios. Me alegré de que no fuera capaz de leer mis pensamientos como mi tío Conor. Lo había juzgado precipitadamente antes, por la tarde. Me puse como un tomate al pensarlo. Me recordé que era hija de Sieteaguas, lo cual significaba que debía observar ciertas cortesías. Me puse en pie, dejé caer mi chal, y Eamonn me sorprendió al cogerlo, doblarlo con primor y depositarlo junto a una mesa vecina. Después me tomó de la mano y me condujo al círculo de bailarines.

Era una danza lenta; las parejas se encontraban, se separaban, se daban la vuelta espalda contra espalda, se tocaban las manos y se soltaban. Una danza adecuada a la fiesta de Brighid que es, después de todo, de la nueva vida y del despertar de la sangre que le da forma. Vi a Sean y a Aisling moverse uno alrededor del otro perfectamente acompasados, como si ambos respiraran un mismo aire. La maravilla en sus ojos me detuvo el corazón. Me descubrí suplicando en silencio: Déjalos que lo conserven. Déjalos conservarlo. Pero no sé a quién.

—¿Qué te ocurre, Liadan? —Eamonn había percibido el cambio en mi cara al acercarse, me cogió la mano derecha y me dio la vuelta por debajo del brazo—. ¿Pasa algo?

—Nada —mentí—. Nada. Supongo que estoy cansada, eso es todo. Nos hemos levantado temprano para recoger flores y preparar la comida para la fiesta, lo típico.

Asintió.

—Liadan —empezó a decir, pero fue interrumpido por una exuberante pareja que amenazaba con derribarnos mientras giraban como peonzas al pasar. Con gran pericia, mi acompañante me apartó de en medio; por un instante me rodeó la cintura con sus brazos, y nuestros rostros se acercaron—. Liadan. Tengo que hablar contigo. Deseo decirte algo.

El momento terminó; la música seguía sonando, y él me soltó al tiempo que regresábamos al círculo.

—Bueno, pues habla —dije con bastante poca gracia. No veía a Niamh; seguro que no se había retirado aún—. ¿Qué quieres decirme?

Hubo una larga pausa. Llegamos al principio de la fila; me puso una mano en la cintura y yo le puse una en el hombro, y ejecutamos unos cuantos giros mientras pasábamos bajo una arcada de brazos extendidos. Entonces, de repente pareció que Eamonn se había hartado de bailar. Seguíamos cogidos de la mano, y tiró de mí hacia fuera del círculo.

—Aquí no —dijo—. No es el momento ni el lugar. Mañana. Quiero hablar contigo a solas.

—Pero…

Sentí sus manos en mis hombros, brevemente, cuando volvió a envolverme con el chal. Estaba muy cerca. Algo dentro de mí me puso sobre aviso; pero aún no comprendía.

—Por la mañana —repitió—. Trabajas en tu jardín temprano, ¿verdad? Iré a verte allí. Gracias por el baile, Liadan. Deberías dejarme a mí la facultad de juzgar tus habilidades.

Me lo quedé mirando, intentando descifrar qué quería decir, pero su expresión no revelaba nada. Entonces alguien lo llamó por su nombre, y, con un leve asentimiento de cabeza, desapareció.

Trabajé en el jardín a la mañana siguiente, pues hacía buen día, aunque frío, y había siempre muchos quehaceres entre los caballones de hierbas y la destilería. Mi madre no se me unió, algo poco habitual. A lo mejor, pensé, estaba cansada de la fiesta. Quité hierbajos, limpié el terreno y rastrillé, hice una tisana de fárfara para llevar más tarde al pueblo, y até un brezo en flor para secarlo. Fue una mañana ocupada. Se me fue Eamonn de la cabeza hasta que mi padre se acercó a la destilería a eso del mediodía. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se sentó en el amplio alféizar de la ventana, con las largas piernas estiradas. También él había estado trabajando y aún no se había cambiado las botas, que presentaban rastros sustanciales de suelo recién arado. Desaparecería en dos barridas.

—¿Un día ocupado? —me preguntó, mientras observaba los bien ordenados hatillos de hierbas en secado, los frascos listos para ser entregados, las herramientas de mi oficio aún en el banco de trabajo.

—Bastante —le contesté, mientras me agachaba para lavarme las manos en el cubo que tenía junto a la puerta de fuera—. He echado de menos a Madre. ¿Está descansando?

Frunció levemente el entrecejo.

—Se ha levantado temprano. Primero ha hablado con Conor. Después también con Liam. Necesita descansar.

Ordené los cuchillos, el mortero y la mano, metí las cucharillas y el cordel en la estantería.

—No va a hacerlo —dije—. Ya lo sabes. Siempre es así cuando viene Conor. Es como si nunca tuvieran bastante tiempo, como si siempre tuvieran demasiado que decirse. Como si no pudieran compensar los años que han perdido.

Padre asintió, pero no dijo nada. Saqué la escoba de mijo y empecé a barrer.

—Voy a ir más tarde al pueblo —proseguí—. No hace falta que venga. A lo mejor si se lo dices tú, intentará dormir.

Una de las comisuras de Iubdan se torció hacia arriba en media sonrisa.

—Nunca le digo qué hacer a tu madre —me dijo—. Ya lo sabes. Le sonreí.

—Bueno, entonces se lo diré yo. Los druidas se van a quedar uno o dos días. Tiene tiempo de sobra para hablar.

—Ahora que me acuerdo —me dijo Padre, levantando los pies mientras barría por debajo. Cuando volvió a ponerlos en el suelo, cayó sobre las losas una nueva nube de tierra—. Tenía un mensaje que darte.

—¿Eh?

—De Eamonn. Me ha dicho que te diga que le han llamado de su casa con mucha urgencia. Se ha marchado muy temprano esta mañana, demasiado para venir a verte con un mínimo de decencia, y cito textualmente. Me ha dicho que te diga que hablará contigo cuando regrese. ¿Para ti tiene sentido?

—No demasiado —contesté mientras expulsaba con la escoba los últimos restos de barro y barría los escalones. ¿Por qué lo habrán llamado? ¿Qué sería tan urgente? ¿Se habrá ido también Aisling?

—Aisling aún sigue aquí; está más segura bajo nuestra protección. Es un asunto que requería liderazgo y decisiones rápidas. Se ha llevado a su abuelo y a aquellos de sus hombres listos para partir. Por lo que he entendido, ha tenido lugar un nuevo ataque en sus fronteras. Nadie parecía muy seguro de por parte de quién. El enemigo llegó con sigilo y mató sin escrúpulos, con tanta eficiencia como un ave de presa, ésa fue la descripción. El hombre que trajo la noticia parecía enloquecido de terror. Supongo que sabremos más cuando Eamonn regrese.

Salimos al jardín. En aquella fría época del año, la primavera no era más que un pensamiento; los primeros azafranes emergían del duro suelo, en las ramas del joven roble se apreciaba un atisbo de brotes. El tanaceto temprano proporcionaba una nota de amarillo vibrante entre el gris verdoso del ajenjo y la lavanda. El aire olía fresco y limpio. Las piedras del camino estaban todas barridas, los lechos de hierbas arreglados bajo el manto de paja.

—Siéntate un rato conmigo, Liadan —me dijo mi padre—. Aún no se te necesita. Será difícil convencer a tu madre y sus hermanos de que entren a comer y beber algo. Tengo algo que preguntarte.

—¿También tú? —inquirí mientras nos sentábamos juntos en el banco de piedra—. Parece como si todo el mundo tuviera algo que preguntarme.

—La mía es una pregunta general. ¿Has pensado en el matrimonio? ¿En tu futuro?

No me esperaba eso.

—En realidad no. Supongo… supongo que esperaba, como soy la pequeña, quedarme un par de años más en casa —dije, y de repente me sentí fría—. No tengo ninguna prisa por dejar Sieteaguas. A lo mejor… a lo mejor pensaba que podría quedarme aquí, ya sabes, a cuidar a mis ancianos padres en sus últimos años. A lo mejor no hace falta que me case. Después de todo, tanto Niamh como Sean son buenos partidos, lograrán poderosas alianzas. ¿También yo me tengo que casar?

Padre me miró a los ojos directamente. Sus ojos eran de un azul intenso y claro; estaba intentando averiguar cuánto de lo que decía iba en serio y cuánto era broma.

—Sabes que te tendría aquí con nosotros muy gustoso, cariño —respondió lentamente—. Decirte adiós no me resultará fácil. Pero habrá ofertas. No quiero estrechar tu camino por nuestra culpa.

Puse ceño.

—A lo mejor podemos dejarlo por un tiempo. Después de todo, Niamh se casará antes. Seguro que no habrá ninguna oferta hasta entonces. —Mi mente dibujó la imagen de mi hermana, resplandeciente y dorada con su túnica azul a la luz de la hoguera—. Niamh debería casarse antes —añadí con firmeza. A mí me parecía que eso era importante, pero no podía decirle por qué.

Hubo un silencio, como si mi padre estuviera esperando a que yo hiciera alguna asociación que aún no llegaba.

—¿Por qué dices eso? ¿Que no habrá ofertas para ti hasta que se case tu hermana?

Aquello se estaba poniendo difícil, más difícil de lo que tendría que haber sido, pues mi padre y yo estábamos muy unidos y siempre nos hablábamos directa y honestamente.

—¿Qué hombre me pediría a mí cuando podría tener a Niamh? —pregunté. No había envidia en mi pregunta. Sólo me parecía tan obvio que me costaba creer que no se le hubiera ocurrido.

Mi padre arqueó las cejas.

—A lo mejor deberías hacerle esa pregunta a Eamonn si te pide que te cases con él —respondió con dulzura. Había un punto divertido en su tono de voz.

Me quedé patidifusa.

—¿Eamonn? ¿Pedirme en matrimonio? No lo creo. ¿No está destinado a Niamh? Estás equivocado, estoy segura. —Pero en el fondo de mi mente, el episodio de la noche anterior volvió a repetirse, la manera en que me había hablado, cómo habíamos bailado juntos, y plantó la semilla de la duda. Sacudí la cabeza, no quería creer que fuera posible—. No estaría bien, Padre. Eamonn tiene que casarse con Niamh. Eso es lo que todo el mundo espera. Y… y Niamh necesita alguien como él. Un hombre que… que tenga mano firme pero que al mismo tiempo también sea justo. Tiene que ser Niamh. —Después pensé con alivio en algo más—. Por otra parte —añadí—, Eamonn jamás le pediría a una chica tal cosa sin pedirle antes permiso a su padre. Iba a hablar conmigo esta mañana. Tenía que ser sobre otra cosa.

—¿Y si te digo —comentó Iubdan con cautela— que tu amigo también había quedado en verse conmigo esta mañana? Sólo el repentino aviso para defender su frontera le ha impedido asistir a la cita.

Me quedé callada.

—¿Qué tipo de hombre elegirías para ti, Liadan? —me preguntó.

—Alguien fiable y fiel a sí mismo —respondí directamente—. Alguien que diga su opinión sin miedo. Alguien que pueda ser un amigo además de un marido. Me contentaría con eso.

—¿Te casarías con un viejo feo sin un mal pedazo de plata asociado a su nombre si coincidiera con tu descripción? —me preguntó mi padre, divertido—. Eres una joven poco común, hija.

—Para ser sincera —respondí con acidez—, si además fuera joven, guapo y rico, no serían cualidades que pasaran desapercibidas. Pero esas cosas son menos importantes. Si tuviera la suerte, si fuera tan afortunada como para casarme por amor, como hicisteis vosotros… pero es improbable, lo sé. —Pensé en mi hermano y Aisling, bailando en un círculo encantado para ellos solos. Era demasiado esperar lo mismo para mí.

—Produce más satisfacción que cualquier otra cosa —dijo Iubdan en voz baja—. Y con ella un miedo que te golpea cuando menos te lo esperas. Cuando se ama de ese modo pones rehenes en manos del azar. Cada vez es más difícil aceptar lo que nos trae el destino. Hasta ahora hemos tenido suerte.

Asentí. Sabía de qué hablaba. Era un asunto que no comentábamos abiertamente; aún no.

Nos levantamos y regresamos lentamente bajo el arco del jardín por el camino hasta el patio principal. Más allá, al abrigo de un alto seto de espino, mi madre estaba sentada en un muro de piedra bajo, una figura pequeña y grácil cuyos rasgos pálidos quedaban enmarcados por una melena de rizos negros. Liam estaba de pie a un lado, con una bota puesta en la pared, el codo sobre la rodilla, explicando algo con gestos someros. Al otro lado tenía sentado a Conor, muy quieto con su hábito blanco, escuchando atentamente. No les molestamos.

—Supongo que cuando Eamonn regrese descubrirás si tengo razón —dijo mi padre—. Sin duda sería un partido muy conveniente tanto para ti como para tu hermana. Por lo menos deberías pensarlo mientras tanto.

No respondí.

—Debes entender que jamás te voy a obligar a tomar ninguna decisión, Liadan; ni tampoco tu hermana. Cuando tomes esposo, la elección será tuya. Sólo te diremos que te lo pienses, que te prepares y consideres todas las ofertas. Sabemos que elegirás acertadamente.

—¿Qué pasa con Liam? Sabes lo que él querría. Hay que tener en cuenta nuestras posesiones y la fuerza de nuestras alianzas.

—Eres hija de tu madre y mía, no de Liam —respondió mi padre—. Le basta con que Sean haya escogido a la mujer que él le habría escogido. Tu elección será tuya, pequeña.

Entonces tuve una sensación extrañísima. Fue como si una voz silenciosa susurrara: Estas palabras volverán para perseguirlo. Un sentimiento frío y oscuro. Pasó en un momento, y cuando miré a Padre su rostro se mostraba tranquilo e impertérrito. Fuera lo que fuese, él no lo había oído.

* * *

Los druidas se quedaron unos cuantos días en Sieteaguas. Conor habló largo y tendido con sus hermanos, y a veces sólo con mi madre, ambos de pie o sentados, el uno al lado del otro, en silencio total. En dichas ocasiones se comunicaban en secreto, con el lenguaje de la mente, y no había manera de decir qué pasaba entre ellos. Así habló una vez con Finbar, el hermano más cercano a su corazón, aquel que regresó de sus años fuera con un ala de cisne en lugar de brazo, y la mente no del todo clara. Había compartido con él el mismo lazo que me unía a mí con Sean. Sabía del dolor y alegría de mi hermano sin necesidad de palabras, podía alcanzarlo, por lejos que se fuera, mediante un mensaje que nadie más que él oiría. Así que comprendí qué debía de significar para mi madre, para Sorcha, haber perdido a ese otro tan cercano que sentía como parte de sí misma. Pues, según decía la historia, Finbar jamás volvería a ser un hombre, no del todo. Había una parte de él, cuando regresó, que aún era salvaje, que estaba sintonizada con las necesidades e instintos de una criatura del ancho cielo y las profundidades sin fondo. Y así, una noche, sencillamente bajó hasta la orilla del lago y recibió el frío abrazo del agua. Jamás encontraron su cuerpo, pero sin duda, decía la gente, se había ahogado aquella noche. ¿Cómo habría podido nadar una criatura tal, con el brazo derecho de hombre y el izquierdo extendido como un ala de plumas blancas?

Entendí la pena de mi madre, el vacío que debía llevar en su interior incluso después de tanto tiempo, aunque nunca hablaba de esas cosas, ni siquiera con Iubdan. Pero creo que lo compartía con Conor durante aquellos largos silencios. Pensé que utilizaban su don para darse fuerza, como si compartir el dolor les facilitara soportarlo; uno por el otro.

La casa al completo se reunía para cenar cuando la larga jornada diaria concluía, y tras la cena, para cantar, beber y contarse historias. Nuestra familia poseía el don de contar historias, el cual era ampliamente conocido y respetado. De todos nosotros, mi madre era la mejor, su destreza con las palabras era tal que podía, durante un tiempo, sacarte de este mundo y meterte en otro. Pero el resto no nos quedábamos cortos. Conor era un narrador magnífico. Incluso Liam, de vez en cuando, contribuía con el relato de algún héroe que contenía detalladas descripciones de batallas y los tecnicismos propios del combate armado y sin armas. Entre los hombres, éstas tenían gran aceptación. Iubdan, como he dicho, jamás contaba historias, aunque escuchaba muy atentamente. En dichas ocasiones la gente recordaba que era britano, pero era muy respetado por su sentido de la justicia, su generosidad y, por encima de todo, su capacidad para el trabajo duro, así que no le tenían en cuenta sus ancestros.

La noche de Imbolc, sin embargo, no fue alguien de nuestra casa quien contó la historia. Se lo pidieron a mi madre, pero ella se excusó.

—Con tan docta compañía, debo declinar por esta noche. Conor, sabemos del talento de los tuyos para tales tareas. ¿Nos concederías un relato para el día de Brighid?

Pensé, al mirarla, que aún parecía cansada; ofrecía un rastro de ojeras alrededor de los luminosos ojos verdes. Estaba siempre pálida, pero aquella noche su piel presentaba una transparencia que me hizo sentir incómoda. Se sentó en un banco junto a Iubdan y su pequeña mano quedó engullida en la de éste. Con el otro brazo la rodeó por los hombros, y ella se reclinó contra él. Las palabras regresaron a mí, que lo conserven, y me estremecí. Me dije con firmeza que me tenía que dejar ya de tonterías. ¿Acaso me creía una vidente? Más bien sólo una chica con los nervios a flor de piel.

—Gracias —respondió Conor con gravedad, pero no se puso en pie. Lo que hizo en cambio fue mirar al otro lado del salón y asentir levísimamente. Y así, fue el joven druida, el que había llevado la antorcha la noche antes para encender el fuego de nuestros hogares, quien dio un paso adelante y se preparó para entretenernos. Era, desde luego, un joven bastante apuesto, muy alto y con la espalda erguida de los de su disciplina, y un pelo rizado no del rojo encendido de mi padre y Niamh, sino una tonalidad más oscura, del color en el corazón de un ocaso invernal. Y sus ojos eran oscuros, tan oscuros como las moras maduras, y difíciles de leer. Tenía una pequeña hendidura en la barbilla, y hoyuelos malévolos cuando los mostraba.

Menos mal —pensé— que éste es de la hermandad, si no, la mitad de las jóvenes de Sieteaguas estarían luchando por él. Y me atrevería a decir que lo disfrutaría.

—Qué mejor historia para Imbolc —empezó el joven— que la de Aengus Og y la bella Caer Ibormeith. Un relato de amor, misterio y transformación. Con vuestra venia, contaré esa historia esta noche.

Esperaba que estuviera nervioso, pero su voz era fuerte y confiada. Supuse que sería a causa de años y años de privación y estudio. Lleva mucho tiempo aprender lo que un druida debe saber, y no hay libros para ayudarte. Vi, por el rabillo del ojo, a Liam buscando a Sorcha, con un leve ceño y una pregunta en la mirada. Ella asintió, como para decir, no importa, déjalo. Pues aquélla era una historia que no contábamos en Sieteaguas. Se acercaba demasiado a la herida. Supuse que aquel joven poco sabía de nuestra historia, o no la habría escogido. Conor, probablemente, no debía de ser consciente de su intención, o habría sugerido con tacto otro relato. Pero Conor estaba sentado junto a su hermana, al parecer sin inmutarse.

—Incluso un hijo de los túatha dé Danann —prosiguió el joven— puede enfermar de amor. Así sucedió con Aengus. Joven, fuerte, atractivo; un guerrero de cierta reputación, alguien que nadie pensaría que sería fácil amedrentar. Pero una tarde, mientras cazaba ciervos, le sobrecogió un profundo cansancio y se tumbó a dormir en la hierba a la sombra de una arboleda de tejos. Se durmió enseguida, y soñó. Y vaya cómo soñó. En su sueño, allí estaba: una mujer tan hermosa que hacía palidecer las estrellas en el cielo. Una mujer capaz de hacerte pedazos el corazón. La vio caminando descalza por una playa remota, alta y erguida, con los pechos blancos como luz de luna sobre la nieve, que se henchían redondeados por encima de los oscuros pliegues de su túnica, su cabellera como la luz sobre las hojas de haya en otoño, del rojo dorado del cobre bruñido. Vio el modo en que se movía, el dulce encanto de su cuerpo, y cuando se despertó supo que tendría que tenerla o moriría.

Aquello había tomado, me pareció a mí, algo más que un tinte personal. Pero cuando miré a mi alrededor, aprovechando una pausa para tomar aire del narrador, parecía que sólo yo había reparado en la forma de sus palabras. Yo y alguien más. Sean y Aisling estaban junto a la ventana, y parecían escuchar tan atentamente como yo, pero sabía que sus pensamientos estaban puestos el uno en el otro, cada punto de atención fijo en el modo en que la mano de él rodeaba como por casualidad la cintura de ella, el modo en que los dedos de ella lo tomaban por la manga. Iubdan observaba al joven druida, pero tenía la mirada perdida; mi madre había descansado la cabeza sobre su hombro y tenía los ojos cerrados. Conor parecía sereno, Liam remoto. El resto de la casa escuchaba cortésmente. Sólo mi hermana Niamh escuchaba hipnotizada al borde de su silla, colorada como un tomate y con los ojos azules encendidos de fascinación. Se lo dedicaba a ella, no había duda; ¿era yo la única que lo veía? Era casi como si tuviese el poder de provocar nuestras reacciones con sus palabras.

—Aengus sufrió de este modo durante un año y un día —prosiguió el joven—. Todas las noches ella se le aparecía en visiones, a veces junto a la cama, con su bello cuerpo enfundado en el blanco más puro, tan cerca que le parecía que podía tocarla con la mano. Se imaginó, al agacharse ella, que había sentido el leve roce de su larga melena contra el cuerpo desnudo. Pero cuando estiró el brazo, ¡lástima! Desapareció al instante. Le consumía el deseo, así que enfermó víctima de una fiebre, y su padre, el Dagda, temió por su vida, o al menos por su cordura. ¿Quién era? ¿Era la doncella real, o alguna criatura invocada desde las profundidades del espíritu de Aengus, que jamás poseería en vida?

»Aengus moría; su cuerpo ardía, su corazón latía como un tambor en la batalla, tenía los ojos encendidos por la fiebre. Así que el Dagda pidió ayuda al rey de Munster. Buscaron en el este, y buscaron en el oeste, por todos los caminos y senderos de Erin, y al final supieron el nombre de la doncella. Se llamaba Caer Ibormeith, Bayadetejo, y era la hija de Eathal, un señor de los túatha dé, que moraba en un lugar del mundo espiritual en la provincia de Connacht.

»Cuando Aengus recibió estas noticias, se levantó de su lecho de enfermo y fue a buscarla. Hizo un largo viaje hasta el lugar llamado Boca de Dragón, el lago en cuyas remotas orillas había visto por primera vez a su amada. Allí esperó tres días y tres noches, sin comer ni beber, y al final ella llegó, caminando descalza por la arena como él la había contemplado en su visión, su larga cabellera alborotada por el viento del lago, como llamas de fuego. Su deseo amenazó con impedirle contenerse, pero consiguió acercarse a ella con educación, y se presentó con tanta calma como fue capaz de reunir.

»La doncella, Caer Ibormeith, llevaba alrededor del cuello un collar de plata, y entonces vio que la cadena la unía a otra doncella, y a otra, y por toda la orilla se extendían tres veces cincuenta jóvenes que caminaban, todas unidas entre sí por cadenas de plata forjada. Pero cuando Aengus le pidió a Caer que fuera suya, cuando le rogó para calmar su anhelo, desapareció sin hacer ruido como había llegado, y con ella sus doncellas. De todas ellas, era la más alta y encantadora. Era, de hecho, la mujer de su corazón.

Se detuvo, pero no dirigió ni una mirada en dirección a Niamh. Ella estaba sentada como una bonita estatua, con los intensos ojos azules rebosantes de maravilla. Jamás la había visto tanto tiempo sentada.

—Después de aquello, el Dagda fue a ver al padre de Caer a Connacht, y exigió saber la verdad. ¿Cómo podía su hijo Aengus conseguir a aquella mujer, sin la cual seguro que moriría? ¿Cómo obtener criatura tan extraña? Eathal no se mostró dispuesto a cooperar; al final, lo presionó tanto que no se pudo resistir. La bella Caer, dijo su padre, había elegido pasar año sí año no como cisne. A partir de Samhain recuperaría su forma de ave, y el día en que se transformaba, Aengus tendría que atraerla, pues durante esa época era más vulnerable. Pero debía de estar preparado, le avisó Eathal. No la ganaría así: sin más ni más.

»Ocurrió como Eathal había dicho. La víspera de Samhain, Aengus regresó a la Boca del Dragón, y allí junto a la orilla había tres veces cincuenta preciosos cisnes, todos con un collar de plata vieja. Tres veces cincuenta y uno, pues sabía que el cisne con el plumaje más hermoso, y el cuello más largo y pletórico de gracia, era su encantadora Caer Ibormeith. Aengus fue hacia ella y cayó de rodillas, y ella posó el cuello sobre su hombro y extendió las alas. En ese instante él sintió la transformación. Un estremecimiento le sacudió todo el cuerpo, desde las puntas de los pies a las del pelo, desde el meñique hasta el corazón, y cuando vio su piel cambiar y brillar, de sus brazos surgir plumas níveas y cuando su visión se volvió clara y lejana, supo que, también él, era un cisne.

»Volaron tres veces alrededor del lago, cantando de alegría, y tan dulce fue aquella canción que durmió a todos en un profundo sueño en muchas leguas a la redonda. Después de aquello Caer Ibormeith regresó a casa con Aengus, y si lo hicieron en forma de hombre y mujer, o de dos cisnes, no queda claro en la historia. Pero dicen que, si durante la víspera de Samhain viajas cerca del lago Béal Dragan y te quedas muy quieto en la orilla al atardecer, oirás el sonido de voces que llaman, desde la oscuridad del lago. Una vez se oye esa canción ya no se puede olvidar. No en toda una vida.

El silencio que siguió era la señal de respeto destinada sólo a los mejores narradores. Y vaya si había contado la historia con pericia; casi tan bien como lo habría hecho alguien de nuestra familia. No miré a Niamh; confié en que las mejillas coloradas no atrajeran miradas indebidas. Al final fue mi madre quien habló.

—Acércate, joven —dijo en voz baja, y se puso en pie, pero su mano seguía entre las de mi padre. El joven druida dio un paso adelante, algo más pálido que antes. A lo mejor, a pesar de su aparente confianza, lo había pasado mal. Era bastante joven, le eché unos veinte años—. Cuentas tu historia con espíritu e imaginación. Gracias por entretenernos tan bien esta noche —le sonrió con dulzura, pero reparé en cómo agarraba a Iubdan de los dedos a su espalda, como para equilibrarse.

El joven hizo una leve reverencia.

—Gracias, mi señora. Valoro enormemente palabras como éstas, que vienen de una narradora de vuestra reputación. Debo mis habilidades al mejor de los maestros. —Miró a Conor.

—¿Cómo te llamas, hijo? —Esa era la voz de Liam, desde el otro lado de la sala, donde se sentaba entre sus hombres. El chico se dio la vuelta.

—Ciarán, mi señor.

Liam asintió.

—Serás bienvenido en mi casa, Ciarán, todas las veces que mi hermano decida traerte. Valoramos nuestros relatos y nuestra música, que durante un tiempo estos salones dejaron de conocer. Bienvenidos, de hecho, todos los de la hermandad, que nos honráis junto a nuestra hoguera en la noche de Brighid. Ahora, ¿quién tocará el arpa o la flauta, o nos cantará una bonita canción de batallas ganadas y perdidas?

Mi tío, pensé, estaba desplazándonos deliberadamente a territorio más seguro, como el maestro táctico que era. El joven Ciarán se disolvió en el grupo de figuras de hábito gris, sentadas en silencio en una esquina, y con el correr de las jarras de cerveza y el canto de gaitas y violines la tarde prosiguió en perfecta armonía.

Al cabo de un rato me dije que era una tonta. Una imaginación calenturienta, eso es todo lo que era. Para Niamh era natural flirtear, lo hacía sin pensar. No había intención real en ello. Allí estaba ahora, riendo y gastando bromas con un par de los jóvenes guerreros de Liam. Y en cuanto a la historia, no era infrecuente basar la descripción del héroe, o la dama, en alguien conocido. Un muchacho criado en las arboledas sagradas, lejos de los salones de señores y jefes, tendría poco donde escoger cuando hablara de la belleza incomparable. No era de extrañar, pues, que se hubiera fijado en la encantadora hija de la casa como modelo. Inofensivo. Yo era tonta. Los druidas volverían al bosque, y Eamonn regresaría para casarse con Niamh, y todo sería como debía ser. Como tenía que ser. Casi me había convencido cuando cayó la medianoche y nos fuimos a dormir. Cuando llegué al pie de las escaleras, con la vela en la mano, miré al otro lado de la sala y tropecé con la mirada serena de mi tío Conor. Estaba aún en medio de un grupo de gente que hablaba, reía y encendía velas de una lámpara que allí había. Parecía tan quieto que habría podido ser de piedra, salvo por los ojos.

Recuérdalo, Liadan. Acontecerá como así ha de ser. Sigue tu camino con valor. Es todo cuanto podemos hacer.

Pero… pero…

Pero ya se había apartado, y no podía tocar sus pensamientos. Aunque vi a Sean volver la cabeza rápidamente hacia mí, sentía mi confusión sin entenderla. Era demasiado. Innumerables malos presentimientos; temblores repentinos; avisos crípticos en la mente. Quería mi tranquila habitación, un vaso de agua y una noche de sueño reparador. Cosas simples y seguras. Tomé mi candelero, me recogí las faldas y subí a mi cuarto.