Capitulo X
El día siguiente era domingo. La iglesia estaba henchida de concurrentes oyendo la misma mayor, las velas ardían y las ofrendas hechas subían ya a muchos medios. A las nueve de la mañana, las campanas se pusieron en movimiento anunciando la salida de la procesión, que es la escena final de la fiesta. La iglesia quedó vacía, y la plaza estaba animada con la muchedumbre que se daba prisa en colocarse en las filas de la procesión, o en buscar un sitio para verla pasar. Yo subí al tablado de los toros, y tuve un palco entero a mi disposición. El espacio exterior del circo estaba henchido. Venía primero una larga procesión de indios con velas encendidas; de allí seguía un asistente trayendo una gran fuente de plata cubierta de monedas, y presentándola a derecha e izquierda para recibir nuevas ofrendas. Conforme avanzaba éste, se destacaba de la muchedumbre una mujer y echaba en la fuente dos reales, probablemente todo lo que poseía. En seguida apareció sobre unas andas, y, descollando sobre la muchedumbre de cabezas, la imagen que había atraído tanta veneración en la iglesia. Santiago Apóstol, a caballo, con su capa de escarlata bordada y pantalones de terciopelo verde con franjas de oro. En pos venía el cura; un clérigo gordo, de color bronceado y que parecía mestizo, trayendo a sus lados dos asistentes de caras prietas. Enfrente del sitio en que estaba yo, se detuvo la procesión, y convirtiéndose los clérigos a la imagen del santo entonaron un cántico. Concluido éste, siguió moviéndose la imagen y deteniéndose de cuando en cuando. Concluyó su marcha alrededor de la iglesia hasta que últimamente volvió a ser colocada en su altar. Así terminó la feria de Halachó y la fiesta de Santiago, que era la segunda que yo había visto desde mi llegada al país, exhibiendo ambas la poderosa influencia que las ceremonias de la iglesia ejercen en el ánimo del indio. En todo el Estado esa clase de habitantes paga una contribución anual de doce reales para el sostenimiento del cura, y se me dijo, además, que los indios en esta fiesta habían pagado, por salves, ochocientos pesos, quinientos por otros actos piadosos y seiscientos por misas; lo cual, si es cierto, forma una suma enorme, que sale de sus miserables salarios. Apenas se concluyó la fiesta, cuando casi toda la muchedumbre se puso en movimiento, preparándose para volver a sus respectivas residencias. A las tres de la tarde, todas las calles estaban cubiertas de gente, más o menos cargadas de los que habían venido, y algunas llevando en hombros al respetable cabeza de familia en un estado de brutal embriaguez; y aquí noté muy particularmente lo que ya antes había observado con frecuencia, a saber: que en medio de la usual embriaguez de los indios, era muy raro ver a una mujer en aquel estado. Era en verdad un espectáculo interesante ver a estas pobres mujeres, rodeadas de sus hijuelos, sosteniendo y guiando para casa a sus maridos ebrios. A las cuatro de la tarde me puse en marcha para Maxcanú, en compañía de D. Lorenzo Peón, hermano de D. Simón. El vehículo que nos llevaba era un carruaje muy usual en Yucatán, pero enteramente nuevo para mí, y se le llamaba carrikoché. Era un carro largo de dos grandes ruedas, cubierto de cortinajes de algodón para neutralizar la influencia del sol, y llevando extendido en el fondo un amplio colchón sobre el cual podían acostarse dos personas con toda comodidad; y, si se quería hacer el viaje sentado, sitio había para tres y aún cuatro viajeros. El carruaje era tirado de un solo caballo, trayendo atrás uno de remuda, gobernado por un postillón.
El camino era ancho, llano y nivelado. Era el camino real entre Mérida y Campeche, y podría pasar en cualquier país como una buena carretera. Por todo él fuimos dejando atrás numerosas caravanas de indios que regresaban de la feria. Al cabo de una hora divisamos la sierra que en aquel punto atraviesa la península de Yucatán de oriente a poniente. Era agradable la vista de las colinas, y con la reflexión del sol, que iba a ponerse, sobre ellas, presentaban la más bella escena que yo hubiese visto en el país. En sólo una hora y veinte minutos llegamos a Maxcanú, distante doce millas de Halachó, y fue el más rápido viaje que yo hubiese hecho, antes y después, en Yucatán. La hacienda de D. Lorenzo estaba en aquellas cercanías, y tenía él una amplia casa en el pueblo, en la cual nos detuvimos. Mi objeto al ir a aquel pueblo había sido visitar la caverna de Maxcanú, y, cuando en la noche se hizo notoria mi intención, medio pueblo estaba listo a acompañarme; pero a la mañana siguiente mis voluntarios no vinieron, y me vi reducido a los hombres que me había procurado D. Lorenzo. Con motivo del tiempo que consumí en reunir a estos hombres y en proporcionarme teas, cuerdas y otros útiles, no pude ponerme en marcha, sino hasta las nueve de la mañana. Nuestra dirección era al oriente, hasta que llegamos a la sierra. La subimos a través de un pasaje cubierto de arboleda, y a las once llegamos a la boca, o más bien puerta de la cueva, situada como a una legua del pueblo. Tanto había ya oído hablar de cavernas, y me había llevado tan frecuentes chascos, que no era mucho lo que yo esperaba de ésta. Sin embargo, a la primera ojeada quedé satisfecho en cuanto al punto principal, a saber: que era, según y como se habían informado de su existencia, una caverna hecha a mano, o artificial. La cueva de Maxcanú tiene en aquellos alrededores una maravillosa y mística reputación. Los indios la llaman Satun Sat, que significa en español el perdedero, el laberinto, o lugar en que puede uno perderse. Sin embargo de su maravillosa reputación, y de su nombre, que él sólo en cualquier otro país habría inducido a hacer una minuciosa exploración, es un hecho singular, el más característico que pudiera citarse para probar la indiferencia del pueblo en general a las antigüedades del país, que el Satun Sat jamás había sido examinado antes de que yo me presentase en sus puertas. Mi amigo D. Lorenzo Peón me habría facilitado cuanto yo pudiese apetecer para llevar adelante la exploración, fuera vez lo de acompañarme en la empresa. Algunas personas habían penetrado hasta alguna distancia, dejando atado un hilo por la parte exterior para guiarse; pero habían desistido de la empresa, y la creencia universal era que tal caverna contenía infinitos pasadizos sin término. En semejantes circunstancias ya no dejé de experimentar cierto grado de excitación cuando me detuve a la puerta. El solo nombre de la caverna me traía a la mente los clásicos recuerdos de aquellas estupendas obras de Creta y de las orillas del lago Moeris, que son tenidas hoy por fabulosas. Mi comitiva consistía en ocho hombres que se consideraban destinados expresamente a mi servicio, además de tres o cuatro supernumerarios, y todos juntos y reunidos formaban un grupo alrededor de la puerta. Todos ellos me eran desconocidos, a excepción del mayoral de Uxmal; y, como yo consideraba importante tener de la parte de fuera un hombre de confianza, dile la comisión de estacionarlo en la puerta con un rollo de hilo. Me ate una extremidad al puño izquierdo, y dejé a uno de los asistentes que encendiese una tea y me siguiese; pero se rehusó decididamente, y lo mismo hicieron todos los demás, el uno en pos del otro.
Todos, en verdad, estaban muy bien dispuestos a sostener el rollo de hilo por la parte de fuera; y yo tenía mucha curiosidad de saber, y aun para el efecto tuve con ellos una seria conferencia sobre este interesante particular, si por ventura esperaban paga alguna por el importante servicio de verme entrar en la caverna, quedándose ellos parados a la puerta. De esa conferencia resultó en claro que uno esperaba su paga por haber ido a mostrar el sitio, otro por haber llevado agua, otro por el cuidado de los caballos y así los demás. Pero terminé de golpe la controversia con declarar que no pagaría a nadie un medio real; y mandando a todos que se alejasen de la puerta que estaban obstruyendo, indicándoles, conforme a sus aprensiones, que podía salir de allí alguna bestia feroz que tuviese en la cueva su madriguera, entré en ella con una vela encendida en una mano y una pistola en la otra. La entrada mira al occidente. La boca estaba cubierta de maleza, a cuyo través, habiendo penetrado, me halle en un pasadizo o galería estrecha, que, semejante en su construcción a todas las obras arquitectónicas del país, tenía las paredes lisas y el techo en forma de arco triangular. Este pasadizo tendría unos cuatro pies de ancho sobre siete de altura hasta la cúspide del arco. Corre al oriente y, como a seis u ocho varas de distancia, se cruza o más bien es detenido por otro que corre de norte a sur. Yo tomé primero el de la derecha, que guía al sur. A distancia de pocas varas hallé sobre el costado izquierdo de la pared una puerta enteramente obstruida, y como a treinta y cinco pies más allá terminaba el pasadizo, y se abría en ángulos rectos una puerta en la izquierda, que llevaba a otra galería, cuyo curso era exactamente al oriente. Seguila y a distancia de treinta pies hallé otra galería más, siempre sobre la izquierda, y que corría al norte; y todavía, al terminar ésta, había otra más de cuatro varas de longitud, que se terminaba en una pequeña apertura como de un pie cuadrado. Retrocediendo entonces, entré en la galería que había pasado, y que corría al norte ocho o diez varas. Al fin de ella había seis escalones de un pie de elevación y dos de latitud cada uno, que guiaban a otra galería que corre al oriente unas doce varas, en cuyo remate había otra sobre la derecha, de seis pies en dirección al norte. Este pasadizo se hallaba tapiado en la extremidad del norte, y, en una distancia como de cinco pies de este remate, se abría otra puerta que guiaba a un nuevo pasadizo con dirección al oriente. Como a cuatro varas, otra galería cruzaba a ésta en ángulos rectos corriendo al sur y al norte hasta la distancia de cuarenta y cinco pies, cuyas dos extremidades estaban enteramente tapiadas, y todavía a tres o cuatro varas más cruzaba otra galería también en dirección del norte y el sur. Esta última estaba tapiada en la extremidad del sur, pero la del norte daba entrada a otra galería de tres varas de largo con dirección al oriente. Ésta era cruzada por otra nueva galería, que corría al sur como tres varas hasta encontrarse tapiada, y ocho varas a norte, desde donde se volvía hacia el oeste. En la absoluta ignorancia del terreno, me halle dando vueltas por estos estrechos y oscuros pasadizos, que en efecto no parecían tener fin, y que con razón merecen el nombre de laberinto. Yo no estaba enteramente libre de la aprensión de encontrarme allí con algún animal salvaje, y mis movimientos eran precavidos. Entretanto, al cruzarse en los ángulos, el hilo podría enredarse. Los indios, movidos acaso por el temor de no recibir paga alguna, entraron al fin para aclarar tal vez este punto.
Vislumbré sus teas en el preciso momento en que entraba yo en un nuevo pasadizo, y escuchaba un ruido que me hizo retroceder bruscamente, quedando ellos completamente derrotados y confundidos. El ruido procedía de una nube de murciélagos; y como tengo una especie de horror a estas aves equívocas, y el sitio por su estrechez y depresión era fatal para un encuentro semejante, era preciso inclinar profundamente la cabeza para evitar que chocasen aquellas alimañas contra la cara. Fue preciso moverse con mil precauciones para que la luz no se extinguiese. A pesar de todo, cada paso en el laberinto despertaba mi interés, y me traía a la memoria mis incursiones en las pirámides y tumbas de Egipto, y no podía menos de creer que estos pasadizos oscuros e intrincados me guiarían a algún amplio salón, o tal vez a un sepulcro regio. Belzoni y la tumba de Cephrenes con su sarcófago de alabastros bullían en mi cerebro, cuando súbitamente me encontré detenido, hallando un pasaje del todo obstruido. La techumbre se había desplomado, toda la tierra superior se había acumulado allí, y ya era absolutamente imposible seguir adelante. No estaba yo preparado para esta intempestiva terminación. Las paredes y las bóvedas eran tan sólidas y se hallaban en tan buen estado, que no me había ocurrido la posibilidad de un resultado semejante. Yo estaba seguro de ir hasta el fin y descubrir alguna cosa, y ahora me veía detenido sin conocer, como al principio, hacia dónde guiaban estos pasadizos, ni con qué objeto se habían construido. Mi primer impulso fue de no retroceder sino remover inmediatamente los escombros y abrirme paso; pero al punto se me presentó la imposibilidad de llevar a cabo una obra semejante: habría sido preciso que los indios llevasen la tierra hasta la parte exterior, y eso hubiera sido una operación interminable. Además, yo no tenía idea ninguna de qué magnitud sería aquella destrucción; por lo presente, al menos, nada podía hacerse. En medio de mi profundo disgusto por aquel chasco, como si intencionalmente hubiese detenido mis esperanzas, mostraba a los indios aquella mole de tierra diciéndoles que diesen punto a sus historias sobre aquel laberinto y su interminable extensión.
En esos momentos de disgusto comencé a sentir, con más viveza, el calor excesivo y la estrechez del sitio, en lo que antes apenas había yo acatado; pero que ahora venía a ser casi insufrible por el humo de las teas y por la reunión de los indios, que obstruían los estrechos pasadizos. Todo lo que habría yo podido hacer, por poco satisfactorio que fuese, era trazar el plano de esta construcción subterránea. Llevaba conmigo un compás de bolsa; y a pesar del calor, del humo y del poco auxilio que los indios podían prestarme, sufriendo toda clase de molestias y cayendo sobre mi libro de memorias gruesas gotas de sudor, tomé mis medidas hasta la puerta. Permanecí fuera algunos momentos para respirar el aire fresco y volví a entrar de nuevo para explorar el pasadizo que quedaba a la izquierda de la puerta. Había yo caminado lo suficiente para sentir que renacían mis esperanzas con el prospecto de algún resultado satisfactorio, cuando otra vez volví a encontrarme con el mismo obstáculo, hallando obstruido el paso por la demolición de la bóveda. Tomé mis medidas y marqué las situaciones; pero por el excesivo calor y las molestias es probable que el plano no esté bien correcto y por tanto me abstengo de presentarlo. La descripción hecha podrá bastar al lector para formarse una idea general sobre el carácter de esa construcción. Al explorar la parte de la izquierda, hice un importante descubrimiento. En las paredes de uno de los pasadizos había un agujero de unas ocho pulgadas en cuadro, por donde entraba un rayo de luz.
Me acerque a mirar por él, y percibí algunas piernas rollizas y prietas, que evidentemente no pertenecían a los antiguos, y que con facilidad reconocí ser de mis dignos compañeros de incursión. Habiendo yo oído hablar de este sitio como de una construcción subterránea, y viendo, al llegar a la puerta, que la parte superior de ésta se hallaba escombrada, no se me ocurrió nada en contrario de aquel informe; pero, al examinar despacio la parte exterior, conocí que lo que yo había tomado por una formación irregular y caprichosa de la naturaleza, a modo de una ladera de colina, era realmente un montículo piramidal del mismo carácter general de cuantos hasta allí había yo visto en el país. Mandé a los indios que despejasen algo el terreno, y valiéndome de las ramas de un árbol subí hasta la parte superior. Allí existían las ruinas de un edificio de la misma clase que los demás. La puerta del laberinto, en vez de dar a la ladera de una colina, se abría sobre este montículo, y tenía ocho pies de elevación, según lo que pude juzgar por las ruinas que había en la base; y el laberinto, en vez de ser subterráneo, estaba realmente incorporado en dicho montículo. Hasta allí, nuestra impresión había sido la de que todos estos montículos eran una masa sólida compuesta de tierra y piedras, sin habitaciones interiores, ni fábricas de ninguna especie; y ese descubrimiento dio lugar a que se fijase en nuestro ánimo la idea de que todos los montículos, de que el país está sembrado por todas partes, contenían salones ocultos, presentando así un inmenso campo para la exploración y descubrimiento; y arruinados cual se encuentran los edificios situados en su cima, acaso sea ésa la única vía que nos queda para conocer el pueblo que construyó esas ciudades arruinadas. Yo no sabía realmente qué partido tomar. Casi me sentía tentado a dar de mano todos los demás negocios que teníamos pendientes, enviar un expreso a mis compañeros, y no dejar el sitio hasta haber taladrado el montículo de parte a parte y descubrir todos sus secretos; pero ésta no era obra que podía hacerse de prisa, y determiné dejarla para otra mejor ocasión. Por desgracia, con la multitud de ocupaciones que nos retuvieron en otras partes lejanas del país, ya no tuve oportunidad de volver a la caverna de Maxcanú, que permanece aún con todo el misterio que la rodea, digno ciertamente de la empresa de algún futuro explorador; y no puedo menos que lisonjearme de que no está muy remoto el tiempo de ver aclarado ese misterio, y descubierto cuanto se halla en aquel montículo. En el relato que se me había hecho de la existencia de ese laberinto no se me habló de ninguna otra clase de ruinas; y probablemente tampoco hubiera sabido nada relativo a ellas. Cuando me hallaba en el sitio, si por casualidad, después de subir a la cúspide de ese montículo, no hubiese yo descubierto otros dos, a los cuales llegué, guiado de los indios a través de una milpa, no sin mucho trabajo y esfuerzo. Subí a ellos; y en la cúspide del uno existía un edificio de ochenta o cien pies de largo. Su fachada había caído, y dejaba expuesta a la vista la parte interior de la pared trasera con medio arco en el aire soportándose solo, por decirlo así. Los indios me llevaron a un cuarto montículo, y me dijeron que había otros más, difundidos en los bosques, pero todos en el mismo estado ruinoso. Teniendo yo en cuenta el excesivo calor y la obra desesperada que sería trepar a ellos, no creí que valiese la pena de ser visitados. Yo no vi piedra ninguna esculturada, si no fuesen aquéllas, a manera de artesas, que he mencionado, y a las cuales llaman pilas, aunque los indios persistían en decir que había muchas, aunque no sabían exactamente en dónde hallarlas.
A las tres de la tarde seguí mi ruta para Uxmal. Por algún trecho el camino, que era un lecho de roca sobre el cual resonaban los cascos del caballo a cada pisada, se extendía a la falda de la sierra. Al salir a la parte superior de ésta, se nos presentó una de aquellas espléndidas vistas que se ofrecen de todas partes desde la cima de estas montañas: una inmensa llanura sembrada de árboles, interrumpida apenas, como una casilla de tablero, por el sitio que ocupaba la hacienda Santa Cruz. Descendimos al otro lado de la sierra, a cuyo pie estaba el camino real. Como una hora antes de oscurecer, y una legua antes de llegar al pueblo de Opichen, vi a la izquierda, cerca del camino, un elevado montículo con un edificio en la cima, que desde aquella distancia y a través de los árboles me pareció casi entero. Estaba en una milpa; y en aquel momento no me hallaba pensando en ruinas ciertamente, y acaso no hubiera visto éstas, si no hubiese sido por el claro que dejaba la milpa. Entregué las riendas de mi caballo al mayordomo, y me encamine al montículo; pero no era esta obra muy fácil. La milpa, según se estila en el país, estaba cercada de un valladar, que consistía en zarpas y espinas de seis, ocho o más pies de espesor, para formar una barrera contra los asaltos del ganado que vaga en los bosques. Al intentar salvar este obstáculo, quedé sumido hasta el pescuezo en medio de la barrera, y no pude penetrar en la milpa sino después de quedar rasguñado de las espinas. El montículo estaba a un lado de la milpa, enteramente aislado, y el edificio que lo coronaba conservaba en pie la parte baja hasta la cornisa. Sobre ésta el lienzo había caído; pero el techo existía aún, y toda la parte interior se hallaba entera. Nada se descubría desde la cima: más allá de la milpa, todo era una espesa floresta, y carecía yo de medios para descubrir lo que en ella había oculto. El sitio era silencioso y desolado: nadie había allí a quien pudiese dirigir pregunta alguna. Jamás había yo oído hablar de estas ruinas, hasta que las vi desde mi caballo, y tampoco supe nunca con qué nombre eran conocidas. A las seis y media llegamos al pueblo de Opichen. En el centro de la plaza había una inmensa fuente a donde concurrían las mujeres a extraer agua; y, a un lado de la misma plaza, había una familia mestiza, en cuya casa dos hombres estaban tocando la guitarra. Nos detuvimos a tomar un jarro de agua, y siguiendo adelante a la pálida luz de la luna, llegamos a las nueve de la noche al pueblo de Muna, que, según podrá recordar el lector de mi obra precedente, fue la primera estación de nuestra jornada, cuando salimos de Uxmal para volver a nuestro país. A la mañana siguiente, muy temprano, continuamos nuestro viaje. Un poco más allá de la salida del pueblo cruzamos la sierra; la misma línea interrumpida y rocallosa, presentando de ambos lados la misma espléndida vista de una ilimitada llanura cubierta de bosques. Al cabo de una hora, a alguna distancia sobre nuestra izquierda, descubrimos las ruinas que se ven desde la casa del enano, y que son conocidas con el nombre indio de Xkoch. Cerca de cinco millas antes de llegar a Uxmal, vimos a la derecha otro montículo elevado.
El espacio intermedio estaba cubierto de árboles, zarpas y maleza; pero logré llegar a él sin haberme apeado del caballo. En la cúspide había dos edificios como de dieciocho pies cada uno, cuyas paredes superiores de la fachada habían caído. En ambos, la parte interior se conservaba intacta. A las once de la mañana llegué a Uxmal. La extensión de mi jornada había sido de trece leguas, o treinta y nueve millas, porque, a pesar de haber variado mi ruta al regreso, no por eso aumenté la distancia; y con eso tuve ocasión de ver siete diferentes sitios de ruinas, recuerdos de ciudades que han pasado, y recuerdos de tal importancia, que ninguna de las ciudades construidas por los españoles en el país podría ofrecerlos mayores.
Las ruinas de Uxmal se me presentaron a la vista como el suelo patrio, y las consideraba ahora con mayor interés que antes. Yo había descubierto ruinas de ciudades en más número del que yo esperaba; pero estaban destrozadas de manera, que de nada podían instruirnos; mientras que aquí, en Uxmal, aunque vacilando y a punto de desplomarse, estaban aún en pie esos monumentos vivos, más dignos que nunca de estudio e investigación y que acaso eran los únicos vestigios que pudiesen transmitir a la posteridad la imagen de una ciudad americana; a pesar de que no conocíamos otras ruinas más distantes, y cuya noticia había llegado a nosotros. Al acercarme, descubrí sobre la terraza, y en la parte exterior, nuestras camas con los mosquiteros a merced de los vientos, los baúles, cajas y fardos con cierta apariencia de un alzamiento del domicilio, por falta de puntualidad en el pago de los alquileres; pero cuando llegué, supe que mis compañeros estaban mudando de residencia. En el salón de tres puertas se habían considerado demasiadamente expuestos al rocío y al aire de la noche, y habían dispuesto trasladarse a otro departamento más pequeño, que era el penúltimo en el ala del sur, que tenía una puerta sola y podía mantenerse seco con mayor facilidad por medio del fuego. Hallándose entonces ocupados en limpiar el terreno en el momento de mi llegada, fui invitado a una consulta para decidir si las habitaciones necesitaban todavía de una nueva barrida. Después de una madura deliberación, quedó resuelto que sí la necesitaban; y todavía se extrajo de ellas más de media fanega de basura, lo que nos desanimó para proseguir adelante en la obra de barrer y limpiar más. Durante mi ausencia se había aumentado nuestra servidumbre doméstica con un sirviente enviado de Mérida por la activa bondad de la Sra. Doña Joaquina Cano. Era un mestizo oscuro, llamado Albino, gordo y chaparro y de unos ojos tan próximos a ser bizcos, que a primera vista se me figuró que era algún enfermo puesto en manos del doctor para ser operado. Bernardo y Chepa Chí permanecían aún con nosotros; el primero, en calidad de cocinero en jefe bajo la dirección del doctor, y Chepa, entregada activamente a la confección de las tortillas, en que tanto brillaba. A la tarde nos encontramos perfectamente acomodados en nuestro nuevo alojamiento; y continuamos con la precaución de encender fuego en un rincón para purificar el aire, y de mantenerlo en la parte de fuera durante la noche. Los arbustos y malezas cortados en la terraza, y secos al sol, servían de pábulo al fuego: las llamas iluminaban la espléndida fachada del gran palacio; y, cuando se extinguían, los pálidos rayos de luna se quebraban sobre ella penetrando por las grietas y hendiduras, y presentando una escena melancólicamente bella.