Capítulo 9

LA NOCHE

En el amplio comedor, los cuatro comensales sentíanse como sumidos en una niebla más densa que la reinante fuera de la casa. En la chimenea ardían unos gruesos trancos de encina. Debido a las condiciones atmosféricas, la chimenea tiraba mal y el humo invadía la estancia.

Ocupando sólo un extremo de la enorme mesa, y en torno a un candelabro de numerosos brazos, se agrupaban Betty, Max, Bob y Duke. Aquella islita de luz era lo único acogedor en la hosca habitación. Sobre el mantel había unas latas de sopa en conserva y otras de salmón, y corned beef. También se veía un hornillo de alcohol en el cual se estaba calentando el agua para el café.

—Menos mal que ya hemos terminado con el segundo registro —dijo el jefe de Policía—. Lo hemos hecho a fondo.

—Yo tengo polvo hasta en las uñas de los pies —quejóse Betty.

—Pues yo opino, Max, que todavía nos queda algo por ver. ¿Sospechas que existe alguna habitación secreta? —preguntó el jefe…

—Estoy seguro de que la casa está llena de secretos —aseguró Duke—. Sin pasadizos, trampas y cosas por el estilo no se hubiera podido jugar con nosotros como lo hicieron al principio de la tarde.

—Ya lo sé —dijo Max, que estaba echando el café en el agua—. Pero he tenido a mis hombres golpeando las paredes y no se ha notado el menor sonido a hueco… Si hubiera pasadizos…

—Los hay, Max, no le quepa duda. No creerá usted en fantasmas. El salón y el despacho de Douras deben comunicar entre sí por medio de algún pasaje que desembocará, precisamente, junto a la máquina de escribir. Yo tuve la impresión de que alguien me observaba. Debía de ser verdad. En cuanto salimos de la sala, el espía entró, apoderóse de nuestros abrigos y los subió arriba, escondiéndolos en la caja de caudales mientras su jefe escribía a máquina. Luego, antes de que llegásemos al despacho, cerraron la máquina, colocaron sobre ella los libros, los rociaron con polvo recogido de algún sitio del edificio, y cerraron la entrada secreta en el momento en que nosotros entrábamos. Después, al estar de espaldas, volvieron a abrir la puerta, se llevaron la carta y completaron la jugada tapando la máquina y dejando de nuevo sobre ella los tomos.

—Ya lo has dicho antes —replicó Max—. Y te repito lo de entonces; si hubieran hecho todo eso los habríamos oído.

—Estábamos demasiado sorprendidos con el hallazgo de las ropas dentro de la caja. Aquel fue el momento que aprovecharon para su truco teatral.

—Una cosa me extrañó en ti, Duke —intervino Bob, que había estado ayudando a la preparación del café—. ¿No temiste que la caja encerrase alguna trampa para deshacerse de nosotros?

—No —replicó Duke—. Aunque tenemos que habérnoslas con asesinos, no les conviene que en esta casa se cometan demasiados crímenes. Se llenaría de Policía y acabarían descubriéndolos a todos.

—¿Sigues opinando que desean asustarnos y hacernos huir de aquí? —preguntó Betty.

—Sí. Sólo en último caso recurrirían a suprimirnos del mundo de los vivos.

—Lo que más me molesta es la lucha en la oscuridad. Prefiero ver a mis enemigos frente a frente.

—¿Qué le ha parecido la bodega? —preguntó, inesperadamente, Duke.

—Pues… ¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. ¿Qué le parece la bodega?

—Pues una bodega. Igual que cualquier otra.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Duke Straley.

—Eso es. Ha dado usted en la llaga. La bodega de esta casa es igual que cualquier otra bodega, y eso no es lógico.

—¿Por qué? —inquirió Betty.

—Porque Manoli Douras era algo más que un hombre cualquiera. Era un contrabandista que almacenaba cantidades enormes de licor. Y en la bodega de este edificio se puede almacenar bastante; pero no lo que debía guardar Douras.

—Entonces… Claro; tiene que haber otra bodega —dijo Bob.

—Sí, tiene que existir otra bodega —replicó Duke—. Y no será pequeña, sino todo lo contrario. Ha de ser un lugar capaz de contener varios miles de cajas de botellas de champán, whisky o vino.

En aquel instante sonó una vigorosa llamada en la ventana del comedor. Betty lanzó un grito de espanto y Max llevó la mano a su pistola. Bob contuvo un estremecimiento. Duke fue el primero en reaccionar. Cuando sonó la segunda llamada contra el cristal, dirigióse a la ventana y descorriendo la cortina miró al exterior. Un momento después abría la ventana y ayudaba a entrar por ella a un hombre que venía chorreando de agua.

—Hola Duke —saludó el recién llegado, quitándose el empapado abrigo—. Me alegro de que tengáis fuego. Estoy muerto de frío.

Mientras hablaba, el visitante, que era un hombre alto, fuerte, de cabello y rostro juvenil, avanzó hacia la mesa. Cuando la luz de las velas del candelabro dio en su rostro, Betty lanzó un grito menos penetrante que el anterior.

—Hola, pequeña —replicó el recién llegado—. Estás muy linda. Perdona si te he asustado.

—Pero… ¿qué hace usted por aquí? —preguntó la joven.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Max.

—El señor Miller, propietario de la Rubber Miller —explicó Duke, que regresaba de cerrar la ventana—. Si me pregunta que hace aquí, le contestaré que lo ignoro.

—He venido a hablar contigo, Duke —replicó Miller, al mismo tiempo que dirigía un saludo a Bob.

—¿Por qué no ha entrado por la puerta? —inquirió, receloso, Max.

—Porque nadie ha contestado a mis llamadas —replicó Miller—. He empleado todos los medios de hacerme oír y ha sido lo mismo que si llamase a la puerta de un mausoleo… Por cierto que creo recordarle a usted…

—Es el señor Max Mehl, Jefe Superior de Policía de Nueva York —presentó Duke.

—Encantado… Al ver que ni llamando con el llamador, ni con los nudillos ni con los pies, me abrían la puerta, empecé a dar vueltas por la casa buscando alguna ventana iluminada. Pasé dos veces delante de ésta sin ver la luz. Ya desesperaba de poder entrar cuándo me pareció notar una leve claridad. Llamé y tuve más suerte que con la puerta. Claro que entretanto he permanecido casi media hora bajo la lluvia, y sin mentir, estoy calado hasta los huesos.

Max se había puesto en pie. En su rostro se pintaba la alarma.

—¿Dice que ha llamado y no le han contestado? —preguntó.

—Eso es, señor Mehl. Llamé con toda mi alma y nadie contestó. Ni ustedes.

—Esta habitación queda muy apartada de la entrada principal —explicó Duke—. Además, entre el viento y el azotar de la lluvia…

—¡Pero junto a la puerta tenía que haber dos hombres de guardia! —exclamó Max—. No creo que sean sordos…

Sin terminar su frase empuñó una larga linterna eléctrica y, precedido por el luminoso haz, abandonó la estancia. Duke le siguió.

Transcurrieron varios minutos. Al fin, cuando Betty y Bob se disponían a salir a averiguar qué podía retener tanto tiempo a Duke y Max, éstos regresaron.

El rostro del jefe de Policía indicaba claramente que ocurría algo grave. También Duke parecía presa de violenta agitación.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Betty, corriendo hacia su hermano.

—Narcotizados —casi rugió Max.

—¿Cómo? —preguntó Bob—. ¿A quién han narcotizado?

—A todos los hombres que vigilaban la casa —replicó Duke—. Alguien echó veronal u otro soporífero en el té, y ni uno puede tenerse derecho. Están dormidos por toda la casa. Me temo que a los que estaban de guardia fuera les habrá ocurrido lo mismo. ¿Le dio el alto algún policía, señor Miller?

Éste movió negativamente la cabeza.

—No, ninguno. Vine con los faros encendidos y llegué hasta aquí sin que nadie me detuviera.

—¿Y cómo se enteró de que el señor Straley estaba en este edificio? —preguntó Max, dirigiéndose a Miller.

—Por Dubler —replicó el industrial—. Llamé a la oficina y Dubler me dijo que estaban todos aquí. Vine porque se trata de un asunto urgente.

—Ya lo supongo —gruñó Max—. No se ofenda si hablo así; pero no resulta agradable que le narcoticen a uno a veintitantos policías en unos momentos en que hacen falta todos.

—Y además han cortado el teléfono —añadió Straley—. Estamos completamente incomunicados.

Miller, que observaba lleno de asombro cuanto ocurría, intervino:

—Si quieren que vaya en mi coche a buscar socorro, puedo hacerlo.

—Es inútil. No le dejarían pasar —dijo Duke—. Ya se les habrá ocurrido arreglar las cosas de forma que no podamos recurrir a la ayuda exterior. Ha sido una suerte que nos hayamos preparado nosotros la cena. Si llegamos a comer lo mismo que los otros, a estas horas la casa estaría a la completa disposición de los bandidos.

—¿Qué bandidos? —preguntó Miller.

Duke se volvió hacia él.

—Oiga, Miller —dijo—. Mi padre siempre habló de usted como de un hombre honrado. Lucharon utilizando todas las armas legales, pero sin recurrir nunca a violencias. Usted tiene en mis fábricas espías que le informan de nuestros trabajos y mejoras en la producción. Dubler se ha encargado, también, de colocar una serie de buenos agentes en su casa. Asimismo ha procurado que usted pague el caucho más caro que nosotros y le ha fastidiado todo lo posible. Usted, por su parte, ha hecho poco más o menos lo mismo; pero nunca ha recurrido a otras medidas que, incluso en el comercio, que tiene la manga muy ancha, se hubieran considerado vergonzosos. ¿Es verdad?

—He jugado todo lo limpio que me ha sido posible —replicó Miller.

—Lo creo. Hace tiempo me propuso usted unir nuestras empresas en una sola. Yo habría aceptado, pero Dubler no quiso. Creo que tenía razón, sobre todo mirando el asunto desde un punto de vista práctico. No era ningún buen negocio para mí unir nuestras casas. Sin embargo yo lo hubiera hecho. Anoche fui a verle y le propuse aceptar su oferta. ¿Por qué vaciló usted? La unión es ahora más ventajosa que antes. Usted se encuentra en peor situación. La de mis fábricas va viento en popa.

Miller, que estaba sentado en una butaca de roble, con los pies tendidos hacia la lumbre, contestó:

—Tienes razón, Duke. Por eso he venido a verte.

—¿Por qué? —preguntó Straley.

—Porque quiero aceptar tú oferta antes de que las ventajas estén todas de mi parte.

—¿Cómo? —preguntó Max.

—Escucha, muchacho —siguió Miller—. No interpretes mal mis palabras. Me dolería mucho que confundieras mis intenciones. Sólo gracias a mi capacidad y destreza he podido sostener la lucha contra vosotros. Un hombre menos hábil que yo hubiera sido derrotado. Sois más fuertes en todo. Sin embargo, la Rubber Miller sigue sosteniéndose y sus productos, a pesar de tenerse que vender más caros que los vuestros, tienen muchos compradores. Si yo tuviera vuestro dinero y vuestras reservas de materias primas, sería el amo del mercado mundial. Pero no es así. Yo vendo las cubiertas y neumáticos que usa la aristocracia, o sea los de unos cien mil autos en América y unos diez o veinte mil en el resto del mundo. Vosotros vendéis los que usa la gran masa de automovilistas. Nadie puede arrebataros ese mercado, porque tenéis la facilidad de poder vender más barato que yo. Ayer se me ofreció algo que podría alterar por completo la situación. Un hombre me visitó para ofrecerme un nuevo caucho sintético que, sin exageración de ninguna clase, es diez o veinte veces mejor que el natural. Esto lo dice un técnico en la materia. Imagínate un caucho al que se agreguen todas las cualidades del caucho natural y, al mismo tiempo, todas, absolutamente todas, las de los cauchos sintéticos. Más resistencia, menos desgaste, mayor facilidad de elaboración. No es atacado por el petróleo, ni por la bencina, ni por el calor, ni por los ácidos. Su resistencia es tan grande, que la cubierta puede hacerse sin tejido. Eso reduce el precio de coste, tanto por el ahorro de algodón como por el ahorro de tiempo. Y por si todas esas ventajas fueran pocas, la fabricación de ese caucho resultaría más barato que la del caucho natural.

—¿Quién le ha ofrecido ese producto? —inquirió Duke.

—Un momento —interrumpió Miller—. Me la ofreció un hombre que se presentó ante mí bajo el nombre de O’Donnell. Este mediodía los periódicos han comunicado su muerte.

—¿Y la fórmula?

—No la tengo. O’Donnell me presentó unas muestras de los distintos tipos de caucho que se pueden conseguir. Mis químicos las han sometido a toda clase de pruebas, incluso a las más destructoras. La fórmula me fue ofrecida por veinticinco millones. Yo acepté y O’Donnell me dijo que dentro de unos días podrían entregarme la fórmula. Después de tu visita de ayer noche, comprendí que también tú andabas detrás de ella y que, por lo tanto, O’Donnell no la tenía aún en su poder. Hice algunas investigaciones, y hoy, casi al mismo tiempo en que me enteraba del asesinato de O’Donnell, he recibido una visita. Un compañero del muerto. Estaba enterado de todo y me ha prometido entregarme la fórmula antes de dos días si yo mantenía en pie mi oferta. He aceptado su ofrecimiento. Luego, cuando después de llamar a Dubler, me disponía a venir aquí, he recibido otra visita. También un hombre que estaba al corriente del asunto y que ha prometido entregarme la fórmula antes de dos días si yo prometía pagar al contado los veinticinco millones.

Miller calló un momento y luego siguió:

—Es indudable que dos bandas andan detrás de la fórmula. En cuanto una de dichas bandas se apodere de ella, correrá a ofrecérmela. Si la compro, te arruino. Pero esa fórmula es legalmente tuya, ¿eh?

—Legalmente tal vez no lo sea —replicó Duke—. Alfred Douras, el hijo del hombre que pagó los experimentos que han permitido la realización del invento, me la legó; pero él ignoraba dónde estaba. También ignoraba para qué podía servir. Por lo tanto, yo sólo puedo presentar un documento en que me lega una fórmula imprecisa. Sin embargo, he llegado a la convicción moral de que la fórmula Hanzer es la misma que le fue ofrecida a usted. Y esa fórmula será mía en el momento que yo entregue a la Policía a los asesinos de Manoli Douras.

—Bien —asintió Miller—. Tienes razón. Creo que yo podría escudarme, legalmente, en el hecho de que se ignora por completo cuál es la fórmula Hanzer. Si yo adquiero una fórmula para la fabricación de caucho sintético, es muy difícil que nadie pueda probar que sea la que te legó Alfred Douras.

—Legalmente usted sería el dueño de ella —admitió Duke.

—Eso es. Tú sólo puedes reclamar la fórmula inventada por Hanzer, sea cual sea y sirva para lo que sirva. Pues bien, Hanzer, patentó hace unos días una nueva fórmula para la vulcanización del caucho. Esa fórmula es tuya. Puedes reclamarla cuando quieras. No tienes derecho a más.

—Moralmente sí —dijo Bob.

—Desde luego —admitió Miller—. Moralmente sí. Moralmente yo no puedo atenerme mi derecho legal de adquirir una fórmula que, moralmente, sé que pertenece a Duke Straley. Es, pues, una cuestión en que la moral se impone a los derechos legales. Vistas así las cosas, creo que, en bien de todos, debemos unirnos y comprar o encontrar esa fórmula antes de que vaya a parar a otras manos.

Duke Straley dirigió una profunda mirada a Miller. ¿Qué pensamientos se ocultaban detrás de aquellos ojos fríos? ¿Quería salvarse Miller de la ruina que le amenazaba? ¿Era él el autor del robo de la fórmula y deseaba obtener doce millones y además una participación en la gran empresa que se iba a fundar? ¿Obraba honradamente o era el cerebro organizador de toda la trama?

Duke deseó alejar estas sospechas, pero se aferraban de tal forma a su cerebro que no pudo vencerlas. La llegada de Miller no podía resultar menos explicable. Sin embargo, ¿no eran, a veces, las cosas inexplicables las más lógicas? Miller tenía fama de honrado. Si esa fama era cierta, su comportamiento resultaba lógico. Pero también era cierto que su empresa necesitaba urgentemente un suministro de caucho, mantenido y sin alteraciones de precio, que le permitiese competir con sus rivales, invadiendo el mercado de los precios bajos. Tal vez en un principio pensó obrar solo; pero luego, temiendo que le fueran cargados los asesinatos, pudo decidir, como más seguro, aceptar la oferta de unión de las dos fábricas…

En aquel instante, en un extremo de la casa sonaron una rápida serie de disparos. Eran de arma corta y el eco de sus estampidos hacía retemblar el edificio.

Duke y Max fueron las primeros en correr hacia la puerta. Ambos empuñaban sus pistolas automáticas. Miller se había puesto en pie y permanecía indeciso, en tanto que Betty se abrazaba a Bob, buscando protección junto a él.

Max llegó el primero a la puerta y al intentar abrirla se encontró con que no podía hacerlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Duke.

—¡Nos han encerrado aquí! —exclamó Max, sacudiendo la puerta.

Ésta resistió fácilmente todos los embates sin dar la menor señal de debilidad. Uniendo sus esfuerzos, Duke y el jefe de Policía cargaron contra ella. La puerta resistió como si fuese de acero.

Entretanto seguía el tiroteo, al cual se unían terribles gritos.

—¡Pronto! —gritó Duke—. Disparemos contra la cerradura.

Fueron necesarios seis disparos para conseguir que la cerradura saltase, dejando, al fin, franco el paso. Cuando el policía y su amigo salieron del comedor, las detonaciones habían cesado. Al llegar al pasillo que comunicaba la cocina con la entrada de la bodega, notaron el aire cargado del acre olor a pólvora sin humo. El suelo estaba sembrado de casquillos vacíos, y las paredes desconchadas a causa del impacto de los proyectiles.

Lo único que no se veía era el menor rastro de ser viviente.

—Ha habido una buena batalla —comentó Duke.

—A juzgar por los disparos esto debiera estar lleno de cadáveres —refunfuñó Max.

—Tal vez sean cadáveres invisibles —sugirió Duke.

—¿De fantasmas que se pelearon con pistolas de verdad?

—Puede que en el otro mundo no existan pistolas etéreas.

—Déjate de tonterías, Duke. Aquí se han estado tiroteando seres de carne y hueso. ¿Dónde están? ¿Se hará esfumado?

—Observe los puntos desde donde se foguearon —indicó Duke—. Unos desde la cocina y otros desde la puerta que conduce a los sótanos.

—¿Y qué?

—Muy sencillo, que unos se replegaron por la cocina y otros por la bodega.

Sin esperar más, el jefe dirigióse a la cocina. El haz luminoso de su linterna reveló la presencia de los dormidos policías así como, desparramados por el suelo, una gran profusión de casquillos de pistola automática y revólver. En el aire flotaba el olor de la pólvora y el polvo arrancado a las paredes por el choque de los proyectiles.

—Nadie —comentó Max.

Fue hacia la puerta que daba al exterior. Estaba cerrada por dentro. Nadie podía haber salido por ella. Las ventanas estaban también cerradas por el interior.

—Bien, han volado —comentó Duke.

—Probemos el sótano —propuso Mehl.

Resbalando a causa de los casquillos, los dos hombres alcanzaron la puerta que conducía a la bodega. Bajaron precipitadamente por la estrecha escalera y un momento después llegaban al sótano. Estaba tan vacío como el resto de las habitaciones.

Ya se disponían a regresar arriba cuando, de pronto, Max tropezó con un objeto metálico. Duke inclinóse en seguida a recogerlo y a la luz de su linterna pudo ver que se trataba de una pistola automática.

—Una Remington —dijo—. Arma de lujo. Y en perfecto estado.

Olió el cañón y siguió:

—Disparada hace menos de cinco minutos. Aún está caliente y huele a pólvora recién quemada.

Retiró el cargador. Estaba completo. Abrió parcialmente la recámara. Una bala quedaba dentro.

—Muy significativo —comentó.

Max cogió la pistola y la sometió a un cuidadoso examen.

—Los números están borrados —dijo—. Pero el arma ha sido cuidada con mucho cariño.

Duke volvió a coger la pistola y la guardó en un bolsillo, empuñando nuevamente la suya.

—Es indudable que hace un momento alguien ha estado aquí; pero ¿dónde? —preguntó Max.

Sin contestar, Duke habíase acercado a una enorme estantería que en algún tiempo debió de guardar botellas de vino. Ahora estaba llena de telarañas. Con ayuda de la linterna, el joven estuvo examinando la estantería. El círculo de luz fue ascendiendo hasta llegar al techo.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Straley.

—Fíjese, Max —indicó en voz baja.

La luz de la linterna recorrió el techo. Por todas partes colgaban largas telarañas. Sólo un punto, precisamente el que estaba encima de la estantería, veíase casi limpio de ellas.

Silenciosamente, y señalando todos los detalles con el largo dedo de luz, Duke enfocó la linterna hacia la parte superior de la estantería. Parecía como si todas las telarañas que faltaban en el techo se hubieran acumulado allí.

—¿Comprende? —preguntó en voz baja Duke.

—Una puerta —susurró Max.

Straley asintió con la cabeza.

—Debían haber limpiado todo el techo. Al abrirse, la estantería sólo ha quitado la suciedad de esa parte.

—¿Qué hacemos? —preguntó Max.

—Abrir —replicó Duke.

—¿Cómo?

—Sabiendo dónde está la puerta no nos costará mucho… ¡Un momento! ¿Dónde ha encontrado usted la pistola?

—Creo que fue allí —y Max señaló el sitio donde había tropezado con el arma.

Duke lo examinó.

—Esto se encuentra, exactamente, a unos cuatro metros de la estantería que se puede alcanzar en tres saltos. Pero aquí cerca no hay nada. No se alcanza ninguna pared ni ninguna palanca. Sin embargo…

Obedeciendo a súbita inspiración, Duke enfocó hacia el techo la linterna. A cosa de treinta centímetros de su cabeza vio una vieja lámpara de gas de dos brazos y dos mecheros. Estaba parcialmente llena de telarañas; pero los brazos aparecían limpios.

—Ya está, Max, ya tenemos la llave —dijo—. ¡Muy ingenioso!

Entregando la linterna a su amigo, y antes de que éste pudiera preguntar nada, Duke alcanzó con las manos los brazos de la lámpara y tiró de ella. Oyóse un chirrido y toda la estantería giró sobre unos invisibles goznes, dejando al descubierto una amplia entrada subterránea.

—¡Magnífico! —exclamó Max.

Duke soltó la lámpara, que ascendió velozmente a la vez que la puerta se cerraba. Repitió un par de veces la operación, calculando el tiempo que transcurría antes de que la estantería volviese por entero a su sitio. Por fin, dijo:

—La cosa está bastante clara. Uno de los hombres que han intervenido en la lucha fue encargado de mantener abierta la puerta mientras sus compañeros escapaban de aquí. Luego, cuando le llegó el turno, soltó la lámpara y alcanzó la puerta. Con la prisa se le cayó la pistola; pero ya no tuvo tiempo de volver atrás a recogerla. De lo contrario se le hubiese cerrado la salida y debían de temer que sus contrarios les persiguiesen hasta aquí.

—Puede que tengas razón —admitió Max.

Duke seguía mirando a su alrededor.

—¿Qué buscas? —preguntó el policía.

—Eso —replicó Duke Straley, señalando un gran peso de báscula que se veía en un estante.

—¿Para qué lo quieres?

—¿Para qué se imagina usted que se encuentra aquí?

—No se; quizá porque ya no sirve…

—Al contrario; está aquí porque sirve para algo. Fíjese en la lámpara. En su parte inferior tiene un gancho. Tal vez fuese destinado a colgar de él algún adorno. Yo creo que su utilidad es muy otra. Mientras vuelvo a abrir la puerta secreta, usted alcánceme el peso.

Duke volvió a colgarse de la lámpara y cuando la puerta estuvo completamente abierta, Max colgó el peso del gancho. La lámpara quedó baja.

—Lo destinaban a mantener abierta la entrada mientras cargaban las cajas de licor —dijo Straley—. Bajemos a ver qué se descubre.

Los dos hombres llegaron a la oscura entrada del subterráneo y empezaron a bajar. Max insistió en ir delante. Llevaba su linterna encendida. Duke le seguía a un par de metros de distancia, llevando la linterna apagada.

Sin tropiezo alguno llegaron a otra bodega cuyo techo debía de estar a unos cuatro metros por debajo del piso de la bodega superior. Era infinitamente más grande que la primera y estaba repleta de cajones que parecían llenos.

—Champán —indicó Duke, señalando una caja que lucía las marcas de una conocida cava francesa.

—Fíjate —señaló Max.

La luz de la linterna revelaba una serie de máquinas de embotellar champán. A un lado veíanse una gran cantidad de cestos, llenos de tapones. Duke cogió uno de ellos.

—Champán español —sonrió.

Y acercándose a otra de las cestas, donde se veía una gran cantidad de corchos nuevos, cogió uno de ellos y leyó el nombre de un famoso cosechero de champán de Reims. Un bonito y provechoso truco. Se compra champán español, se destapa, se repone el ácido carbónico y el vino que haya podido perderse, se vuelve a tapar con un corcho de marca francesa, se cambian las etiquetas, y se vende a veinte dólares botella. Y el público tan contento.

—Es verdad —asintió Max—. Aquí están las etiquetas francesas. Es, una estafa; pero menos odiosa que otras que se cometían entonces y que aún se siguen cometiendo. Por lo menos Douras daba al público un champán tan bueno como el francés. Otros, en cambio, daban vino endulzado y gaseado artificialmente. El novecientos noventa y nueve por mil de los bebedores de champán no saben distinguir el español del francés, no obstante.

—Por lo visto Douras conservaba gran parte de sus existencias de vino —comentó Duke.

Habían ido avanzando por la bodega, pasando entre enormes montones de cajas. El silencio reinante parecía hacerse cada vez más denso. De súbito, Duke, se detuvo frente a una de aquellas pilas de cajas.

—¿Qué puede ser eso? —preguntó, señalando un punto en que casi un centenar de cajas habían sido retiradas de la pila y colocadas a un lado. Al fondo se veía el sucio muro de la bodega.

—¿Otra puerta? —preguntó Max.

—Si fuera eso indicaría que se ha deseado que la encontrásemos.

Anticipándose a Mehl, Duke avanzó hasta la pared. Apenas apoyó la mano en su superficie, sintió que el muro cedía hacia dentro. Empujó con más fuerza y toda una sección de la pared abrióse, revelando una amplia entrada.

Una bocanada de fétido aire dio en el rostro de los dos hombres.

—Parece una tumba —gruñó Max, que estaba habituado a aquellos olores.

A pesar de su reconocida serenidad, Duke no pudo evitar una exclamación de horror ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos, revelado por las dos linternas.

Caídos en distintas posturas, contra la pared del fondo, y bajo una apretada línea de impactos que recorría todo el muro, veíanse nueve esqueletos.

—¡La banda de Morella! —exclamó Max—. Eran nueve. ¡Qué idiotas fuimos no buscando los cadáveres en el único sitio donde lógicamente podían estar! ¡Hace diez años que están aquí!

Duke Straley agarró, de pronto, el brazo de su compañero.

—¡Vamos! —dijo—. Me acaba usted de dar la solución. En este caso ha habido más de un idiota, porque sólo hemos buscado donde lógicamente debían buscar los idiotas. Hemos despreciado los lugares reservados a la inteligencia. Ahora se dónde está la fórmula Hanzer. Tenía razón el viejo Douras. La escondió donde ningún idiota la buscaría. ¡Creo que empiezo a ver claro!

—Pues tienes mejor vista que yo —replicó Max.

Los dos amigos subieron de nuevo a la primera bodega y sin retirar el peso regresaron al comedor, donde les esperaban, impacientes, los otros.

—Explíqueles usted lo que hemos encontrado, Max —dijo Duke—. Yo voy a buscar la fórmula.

Y antes de que Max pudiera decirle nada, cogió de un brazo a Bob y lo arrastró tras él.

Unos minutos más tarde entraban en la biblioteca. Era una estancia enorme, con las paredes cubiertas de estantes llenos de libros.

—La solución de todo el misterio no puede ser más sencilla —dijo Duke cuando hubo cerrado la puerta.

—¿A qué te refieres?

—A lo que nos importa. A la fórmula. Ya se dónde encontrarla. El mismo Manoli Douras se lo dijo claramente a su hijo: «donde ningún idiota la buscará». Y este es el único sitio en que un idiota no buscaría. Las bibliotecas son los lugares menos frecuentados por los idiotas.

—Tal vez —asintió Bob—. Pero encontrar la fórmula entre tantos miles de libros será como buscar una aguja en un pajar.

—No lo creo yo así. Una sola mirada basta para comprender que Manoli era aficionado a la lectura ligera. Fíjate. Casi todos los estantes aparecen llenos de novelas de entretenimiento. Sólo allí se ven algunos volúmenes de obras antiguas. Ven.

Acercáronse a una de las estanterías y Duke eligió un pesado volumen.

El Paraíso Perdido —anunció—. No creo que lo haya leído enteramente ninguno de nuestra generación. Es algo que ni los inteligentes leen. Por lo tanto la fórmula pudiera estar aquí.

El libro fue hojeado, sin revelar ningún secreto.

—Pasemos a Jerusalén Conquistada —siguió Duke—. Tampoco es lectura para idiotas.

Pero la famosa obra del Tasso tampoco reveló nada.

—Aquí tenemos una edición griega de la Ilíada de Homero.

Duke abrió el libro y apenas lo hubo hecho, de entre sus páginas cayó al suelo un abultado sobre.

—¡Oh! —gritó Bob—. ¡La…!

—No se muevan —ordenó en aquel instante una voz.

Los dos amigos levantaron la cabeza y encontráronse ante un viejo conocido.

—¿Usted por aquí, señor Blue Lifferkin, o Dientes Blancos?

—Yo mismo, Straley. Tenga la bondad de no moverse y de dejar que su amigo me entregue ese sobre.

—Oiga, Dientes Blancos, le compro la fórmula —declaró Duke—. Usted tendrá que repartir el botín con sus compañeros. Le tocará muy poco. Yo le pagaré mucho más. Dígame dónde están sus compinches y cuidaré de que no quede ninguno con vida. Así no…

—Pierde el tiempo, Straley —sonrió el hombre—. Entrégueme el sobre. ¡Y no se entretenga más!

—Dáselo, Bob —indicó Duke.

Dennison recogió el sobre y lo tendió a Dientes Blancos, que, sin dejar de encañonar con su pistola a los dos jóvenes, retrocedió hacia la puerta secreta por donde había entrado. En cuanto la puerta se cerró tras él, Bob y Duke salieron precipitadamente de la biblioteca. Duke seguía conservando en una mano el tomo de la Ilíada. Al pasar junto a un enorme jarrón de Sevres, escondió dentro el libro y siguió hacia el comedor.

—¡Pronto! —dijo a Max—. Bajemos al sótano. Usted, Miller, quédese con mi hermana.

Betty quiso protestar; pero Duke la atajó con un ademán.

Cuando salieron del comedor, Duke preguntó a Max:

—¿Sabe si los policías que vigilaban el edificio tenían alguna ametralladora?

—Creo que en los autos en que vinimos había dos.

—Pues vayamos antes al garaje. Antes de cinco minutos el infierno se va a soltar sobre esta casa.