Capítulo 6

LA PELÍCULA

—La cena está servida, señorita —anunció Butler, que, como buen mayordomo, había considerado que la llegada de la Policía y el levantamiento del cadáver no tenían por qué alterar las normas de la casa.

Betty miró a su hermano y a Bob. Por vez primera en su vida comprendió la diferencia que existía entre ella y aquellos dos hombres, acostumbrados a ver de cerca la muerte.

Iba a decir que su estómago no estaba en condiciones de admitir el menor alimento y que esperaba que los de ellos opinaran igual, cuando, con profundo asombro, vio que Bob y Duke decían, casi a la vez:

—Bien, Butler; vamos en seguida.

Y Bob; el tímido, el frágil, el débil, agregó:

—Hacia tiempo que no tenía tanta hambre.

—¿De veras? —preguntó Betty—. ¿Vas a poder comer después de lo de esta noche?

Dennison miró a la joven y vaciló.

—Hombre… yo… Pues, sí, la verdad, tengo apetito.

—Sí, Betty; tenemos apetito —dijo Duke.

—Pero… pero… ¡Si aún huele a muerto!

Duke se echó a reír.

—¿Te acuerdas de aquella semana que pasamos cerca del Paso de Khyber? —preguntó a Bob—. ¡Allí sí que olía a muerto! ¿Cuántos acemileros nos mataron?

—Siete —contestó Dennison—. Pero no fue agradable. Desde entonces odio el «corned beef».

—Está bien —suspiró Betty—. Si he de ser una de vosotros, procuraré comer; pero… no estoy muy segura.

Apenas habían entrado en el espacioso comedor, cuyo mobiliario, de roble macizo, era de magnífico estilo Renacimiento español, Butler anunció:

—El señor Dubler desea verle, señor Straley.

—¿Dubler? —preguntó Duke—. ¿Qué querrá a estas horas?

—Seguramente vendrá a anunciar que se han quemado las oficinas de la Compañía —comentó Betty, echando una triste mirada a la humeante sopa.

—No suele venir hasta fin de mes para la firma de los estados de cuentas —meditó Duke.

—Hazle entrar y sabremos a qué viene —aconsejó Betty.

Thomas Dubler, gerente apoderado en las oficinas centrales de las fábricas de caucho y derivados que poseían los Straley, entró en el comedor con su paso rápido y silencioso. Era un hombre menudo, que parecía flotar dentro de su negro traje. Tenía la apariencia de un infeliz oficinista, de esos que vegetan en su empleo sin pasar, nunca, de una mísera medianía. Sin embargo, era uno de los hombres más inteligentes que trabajaban a las órdenes de Duke.

—¿Qué ocurre, señor Dubler? —preguntó Duke, después de invitar a su visitante a ocupar un sitio en la amplia mesa.

Dubler no rechazó la invitación. Ocupó el puesto que habitualmente se le reservaba, y cuando terminó la sopa anunció:

—No le traigo ninguna mala noticia.

—Ya lo he supuesto, Dubler —replicó Straley, mientras el mayordomo le servía el pescado—. Cuando trae malas noticias las da antes de cenar.

—Tampoco tengo nada bueno que decirle.

—También me lo figuro —sonrió Duke—. Cuando trae buenas noticias las reserva para el final de la cena. La noticia es intermedia. No llega a ser mala; pero está muy lejos de ser buena.

—Exacto, señor Straley. He sabido, por la Prensa, que estuvo presente cuando el asesinato de Douras. Lamento mucho lo del jarrón, he repasado su contrato con Hagstrom y le he conminado a que entregue antes de veinticuatro horas la cantidad que se comprometió a pagar.

—No querrá. No le entregamos el jarrón de porcelana…

—El contrato especificaba que el jarrón debía ser traído a los Estados Unidos y que Hagstrom lo retiraría en la Aduana. No lo hizo. Lo ocurrido luego es culpa suya por no haberse presentado a recoger la obra de arte de manos de los aduaneros. Si trata de esquivar el pago, le pondremos en un aprieto.

—Está bien —replicó, indiferente, Duke—. ¿Qué más?

—Hace tres días recibimos esta carta —y Dubler tendió a su jefe una carta escrita a máquina—. Es de M. Douras. Lea.

Al oír el nombre del asesinado, Duke cogió ávidamente el papel, leyendo en voz alta:

Para tratar de un asunto de nuestra mutua conveniencia, pasaré por sus oficinas pasado mañana, acompañado de mi socio el profesor Emil Hanzer. Le ruego que en interés de usted y nuestro guarde la mayor reserva acerca de nuestra visita. Sería también, conveniente que pudiera asistir a nuestra conferencia alguno de sus químicos. Aprovecho esta ocasión para saludarle atentamente: M. Douras.

—Veo que la nota no va dirigida a nosotros —dijo Straley.

—No, señor —replicó Dubler—. Fue recibida por mi secretaria. El dador insistió mucho en entregármela personalmente.

—¿Y a qué podía obedecer esta carta? —preguntó Duke—. No puede ser más vaga.

—Opino lo mismo, señor Straley —admitió Dubler—. El nombre de Douras nos era completamente desconocido, ya que nadie lo asoció con el del antiguo y famoso contrabandista.

—Eso quiere decir que hablaron todos de la carta, ¿eh? —preguntó Betty.

—Desde luego, señorita —replicó Dubler—. Creyendo que era de algún bromista, hice averiguaciones entre varios de nuestros empleados, y creo haber cometido una gravísima indiscreción.

—¿En qué sentido? —preguntó Duke.

Dubler miró, extrañado, a su jefe.

—Pues… sin duda asesinaron a ese hombre porque se enteraron de que se dirigía a nuestras oficinas. Y sólo pudieron saberlo por alguno de los nuestros.

—¿Tiene idea de cuál podía ser el motivo de su visita? —preguntó Duke.

Dubler hizo un ademán de ignorancia.

—Ninguna, señor Straley. Es una carta propia de un hombre que teme algo. Por ello, al enterarme de que un tal Manoli Douras había sido asesinado casi junto a usted, creí que podía tratarse del mismo que nos había escrito.

—Sí, es el mismo —asintió Duke—; pero todo esto es muy raro —volvióse hacia Bob Dennison y preguntó—: ¿Se te ocurre algo?

—Observa que en su nota dice que le acompañará el profesor Hanzer —recordó Bob.

—¿Supones que podía tratarse del invento del alemán?

—Desde luego.

—¿Y para qué podía querer ver a nuestro gerente? —preguntó Betty.

—Para ofrecerle el invento —dijo Straley—. Es lo más lógico.

—Entonces ese invento sólo puede significar una cosa —murmuró Dennison—. ¿Te das cuenta, Duke?

—Sí. Carbón, cal, acetileno, butadieno: caucho sintético.

—¡Bah! —sonrió, algo despectivo, Dubler.

—No se ría —le respondió Duke—. Hace tiempo que tengo intención de convocar a nuestros químicos y lanzarlos al estudio de los cauchos sintéticos…

—He examinado algunos y siempre será superior el caucho natural… —empezó Dubler.

Bob le atajó en seguida.

—Unas cubiertas de buna, o sea el caucho sintético alemán, son infinitamente mejores que las mejores cubiertas de caucho natural.

—En algunos detalles —protestó Dubler.

—En todos —insistió Bob, ante la aprobadora mirada de su amigo—. Es de más fácil manejo; resiste más al desgaste, al calor; no es atacada por el petróleo, la bencina y los aceites.

—Pero las cubiertas y las neumáticos no lo son todo —protestó, débilmente Dubler—. Hay otros artículos.

—Es inútil que insista, Dubler —dijo Duke—. Es cierto que aún no se ha inventado ningún caucho sintético que reúna todas las buenas condiciones del natural; pero todos los cauchos artificiales son infinitamente superiores, en algún aspecto, al otro. Si llegara a descubrirse una goma sintética que reuniera las buenas cualidades de la buna, perbuna, butil, hycar, chemigum, neoprene y thiokal, las plantaciones de caucho deberían ser abandonadas.

—Pero nosotros poseemos grandes plantaciones… —empezó Dubler.

—Ya lo sé, y eso es lo que me preocupa —replicó Duke—. Casi las tres cuartas partes de nuestro capital están invertidas en plantaciones y en barcos para el transporte de caucho en bruto. Si un día esas plantaciones, que están a varios miles de kilómetros de nuestras fábricas, fueran destruidas o pasaran a otras manos, nos arruinaríamos.

—Eso es imposible…

—No lo es. ¿Dónde tenemos las plantaciones? En el Brasil, en el Congo, en las Indias holandesas, en la península Malaya. En todos esos lugares figuran como propiedad de extranjeros. Un conflicto armado, cualquier alteración en el orden de esos países, nos ciega las fuentes de suministro. En cambio, si pudiéramos instalar nuevas fábricas junto a la mina de donde sale el carbón, podríamos reírnos…

Duke se interrumpió al observar la expresión de horror que se pintaba en el semblante de Dubler.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Tal vez… Pero, no; no es posible…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Straley—. ¿Qué significa esa expresión?

—¿Usted recuerda que en nuestra última entrevista le hablé de la quiebra de la Compañía Holandesa de Caucho y Derivados…?

—Si, lo recuerdo. Me habló de que se nos presentaba una ocasión magnífica para hacernos con sus plantaciones. Recibió usted un informe confidencial acerca del buen estado en que se encontraban las tierras, los árboles y la maquinaria.

—Sí, señor. Se subastaban sobre un precio base de veinte millones de dólares. Yo ordené a nuestros agentes que ofrecieran hasta veinticinco, pues a última hora se incluyó la flota de vapores de carga.

—Pero la Rubber Miller ofrecía tanto como nosotros.

—Sí. Durante algún tiempo hemos luchado codo a codo. A las dos empresas nos interesaba obtener el mejor precio posible. Sin embargo, uno de nuestros confidentes nos ha comunicado que la Rubber Miller abandona la lucha y ha enviado ya orden cablegráfica a sus agentes para que se retiren de la contienda y nos cedan el campo. Al saberlo me he puesto en comunicación telefónica con nuestros hombres y les he ordenado que se retiren también de la subasta y que presenten, bajo otro nombre, una oferta de sólo veinte millones. Perderemos la fianza, pero ahorraremos varios millones.

—Muy bien hecho —sonrió Duke.

—Pero… —Dubler mostrábase preocupado—. Es muy extraño que la Miller abandone el campo de lucha.

—Será la primera vez que lo ha hecho —admitió Duke.

—Tiene que haber algún motivo. La Rubber Miller hace tiempo que ha planeado la construcción de nuevas fábricas. Lo ha ido retrasando por no tener una seguridad absoluta en el suministro de caucho. Sus plantaciones propias son escasas, y tiene que depender de la primera materia que se vende en el mercado, estando, así, a merced de la oscilación de precios. Si la oferta es baja, puede comprar y vender barato; pero si los precios del caucho son elevados…

—Tiene que comprar caro y, para conservar sus clientes, vender barato, ¿eh? —preguntó Betty.

—Sí, señorita. Eso o cerrar sus fábricas. Y le resulta, al fin y al cabo, menos ruinoso mantener las industrias. Nosotros hemos procurado que no pueda comprar casi nunca a la baja. Sólo cuando, debido a una superabundancia, ha sido imposible mantener los precios, hemos dejado que adquiriese todo el caucho que necesitaba. Mas si eso del caucho sintético fuera verdad… entonces…

—Entonces quizá la Rubber Miller haya recibido la fórmula de Douras y Hanzer. Por ello, viendo que puede obtenerse la goma al lado mismo de la fábrica, sin influencias climatológicas ni oscilaciones en el precio de la materia prima, decide cedernos el terreno en las plantaciones de caucho natural.

—Además —siguió, muy abatido, Dubler—, sé también, que ha ordenado la compra de los yacimientos carboníferos de Amarillo, en Tejas. El carbón de esas minas no es de la mejor calidad, pero sí muy abundante. Hasta ahora no se ha podido aprovechar por hallarse demasiado lejos de los centros industriales. Los gastos de transporte elevan de tal manera su precio, que no puede competir con los demás carbones. Pero si lo necesario para la fabricación del caucho sintético es el carbón y la cal, allí tienen materia para varios siglos. Eso explicaría que en el mismo día se desistiera de la compra de las plantaciones holandesas y se ordenase la adquisición de la cuenca carbonífera de Amarillo.

Duke se puso en pie.

—Lo mejor es que vayamos a ver a Miller, Bob —dijo a su amigo—. Hace tiempo me propuso unir nuestras empresas y terminar con la competencia que nos estábamos haciendo. Yo hubiera aceptado, pues Miller fue un buen amigo de mi padre. Dubler se opuso, y me convenció para que rechazase la oferta. Miller se disgustó bastante y desde entonces nos hemos enfriado. Vamos a visitarle.

—¿A estas horas? ¿Para qué? —preguntó Dubler.

—Para ofrecerle la unión de nuestras dos empresas.

—¿Qué dice? —preguntó, horrorizado, el gerente.

—Lo que oye, Dubler. Pienso ofrecer a Miller la unión de nuestras industrias. Si acepta, será señal de que no tiene la fórmula del caucho sintético, si es que realmente el invento de Hanzer resuelve ese problema. Si no acepta, quedará demostrado que nuestras sospechas son ciertas y que tiene en sus manos el medio de apoderarse de todo el mercado, dejándonos a nosotros con el lastre de las plantaciones.

En aquel instante, Butler entró en la estancia, anunciando:

—Un empleado de la United Druggists trae la película, señor Dennison.

—¿La película? —Bob ya no recordaba—. ¡Ah, sí! —exclamó, al fin—. Recuerdo que les encargué que la trajeran en cuanto estuviese revelada y obtenido el positivo. No me acordaba de que esos establecimientos están abiertos toda la noche.

Bob salió al vestíbulo, donde esperaba un muchacho vistiendo el uniforme de los conductores de los autos de reparto de la United Druggists. Su aspecto era el de una persona que acaba de pasar por una terrible prueba.

—¿Trae la película? —preguntó Bob.

El conductor asintió con la cabeza.

—¿Qué le ocurre?

—He estado a punto de estrellarme —replicó el joven—. Se me cruzó un camión delante, y aún no se cómo pude evitar el choque. Me desvié por la acera, rocé un farol y…

—Bien, bien —interrumpió Dennison—. Tome y vaya a beber un trago que le calme les nervios.

Robert tendió al repartidor un billete de cinco dólares y cogiendo el paquetito que le daba el chofer lo dejó sobre la mesa del vestíbulo. Acompañó hasta la puerta al muchacho y regresó luego al comedor, donde le esperaba Straley dispuesto para salir.

—¿Vamos? —preguntó Duke.

* * *

Una hora más tarde, los dos amigos regresaban a su casa. En el salón aguardaba aún Dubler, que había estado explicando a Betty los misterios de la elaboración del caucho, cosa que la joven conocía perfectamente, y que el mismo Dubler le había repetido un sin fin de veces.

Cuando entraron Bob y Duke, la muchacha lanzó un suspiro de alivio.

—¿Qué habéis averiguado? —les preguntó—. ¿Habéis visto a Miller?

—Sí —contestó Duke.

—¿Ha aceptado? —inquirió Dubler.

Straley movió la cabeza.

—Ni ha aceptado ni ha dejado de aceptar. Ha querido saber por qué le proponía la unión, y luego ha dicho que dentro de unos días podría contestarme.

—Eso significa que no le interesa —indicó Betty.

—Al contrario —replicó Duke—. Al decir yo que consideraba su actitud como de desinterés, insistió mucho en que en principio la proposición le parecía excelente; pero que tenía que consultar a algunos de sus socios, pues la Rubber Miller no es una empresa única.

—Eso es una excusa; en realidad, Miller controla las nueve décimas partes de las acciones —intervino, Dubler—. Nominalmente, su aportación cubre sólo el cuarenta y cinco, por ciento; pero es dueño real del otro cuarenta y cinco por ciento.

—Lo se; pero he fingido creer sus mentiras. Queriendo ser astuto, Miller, en realidad, me ha descubierto su juego. No tiene la fórmula; pero confía tenerla dentro de muy poco. Si no la consigue, aceptará, encantado, nuestra oferta.

—Por lo tanto, el misterio sigue en pie —sonrió Betty.

—Muy en pie —asintió Duke.

Bob, que había salido un momento del salón, regresó con un paquete en la mano.

—¿Qué traes ahí? —preguntó Betty.

—Lo que queda del jarrón —contestó el joven—. La película que impresioné un momento antes de que fuese destruido.

—¿Podrías pasarla? —preguntó Duke—. Tengo ganas de ver otra vez la malograda porcelana. Además…

—Desde luego —asintió Bob—. Por eso la he traído. Han sucedido tantas cosas desde esta mañana, que resulta casi increíble que sólo hayan transcurrido catorce horas desde que anularon en unos segundos nuestros esfuerzos de un año.

—Si no me necesitan me retiraré —anunció Dubler—. Sólo he esperado para saber les resultados de la entrevista con Miller.

—Puede marcharse, Dubler —asintió Duke—. Y no se olvide de dedicar toda su atención al caucho sintético.

Al quedarse solos los tres se miraron como si cada uno buscase en los otros la solución del inexplicable problema en que se debatían. Al fin Bob pulsó el timbre. Al entrar Butler le pidió:

—Diga a alguna de las doncellas que baje el proyector cinematográfico que tengo en mi habitación. Louise sabe dónde lo pongo.

—Louise no está ya en casa, señor —replicó Butler.

—¿No está? —preguntó Betty—. ¿Qué le ha ocurrido?

El mayordomo hizo un gesto de abatimiento.

—Ha abandonado el servicio de los señores.

—¿Por qué? —preguntó Duke—. Hace unas horas me pareció verla…

—Sí, señor. Se marchó a raíz de lo ocurrido con el teléfono.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Betty.

—Louise tenía que telefonear a su novio. Lo fue retrasando, debido a que todos andábamos cerca del aparato que se encuentra en la cocina. Al fin se enteró de lo ocurrido con el teléfono del despacho. Supo que también el de la cocina debía de tener su carga de alta tensión, y al pensar que, de haberlo tocado, hubiera muerto electrocutada, le dio un ataque de nervios y dijo que… —Butler pidió perdón por lo que iba a decir, y prosiguió—: Dijo que no quería permanecer ni un minuto más en una casa donde ocurrían cosas tan extrañas; y donde una muchacha inocente podía morir electrocutada por sólo tocar un teléfono. Lo peor es que el resto de la servidumbre, excepto Charlotte, la cocinera, ha abandonado el edificio.

La consternación se pintó en todos los semblantes.

—De todas formas, yo puedo encontrar el proyector, señor Dennison —siguió Butler—. Creo recordar que está guardado en una caja, junto con la pantalla.

—Sí, Butler —replicó Bob—. No creo que le sea difícil encontrarlo.

Un cuarto de hora más tarde, la cámara cinematográfica quedaba colocada frente a una pantalla plegable dispuesta sobre una mesa.

El rollo de la película era muy pequeño, algo así como el doble de un carrete de cinta mecanográfica. Se apagaron las luces y comenzó la proyección. La película era en colores y reproducía fielmente la porcelana, que giró en la pantalla hasta que, de pronto, saltó hecha añicos. En aquel momento se vio, muy borrosamente, por quedar desenfocado, el auto de que partían las rojas llamaradas de los disparos de la ametralladora. Luego cambió el fondo y aparecieron, los cadáveres de Manoli Douras y Emil Hanzer. Junto a éste hallábase un negro maletín.

Veinte segundos antes de terminarse el rollo, vióse como un hombre se inclinaba a coger el maletín y desaparecía del campo visual, sin que ni por un solo momento fuera posible verle el rostro.

Cuando se encendieron las luces, Duke y Bob se miraron.

—El maletín desaparecido, ¿eh? —dijo Straley.

Bob asintió con la cabeza.

—¿Quién será ese hombre? —preguntó.

—¿Por qué no pasar otra vez la película? —sugirió Betty.

Bob contestó afirmativamente. Volvió a enrollar la cinta y la pasó de nuevo. Reapareció el jarrón, su destrucción y el robo del maletín; pero del autor del robo no pudo verse nada a pesar de que las últimas imágenes fueran pasadas muy lentamente. El hombre parecía haber adivinado que le estaba observando el ojo de la cámara tomavistas. La película permitía apreciar los detalles de su traje y de su figura; pero nada más.

—¡Si al menos hubiera vuelto la cabeza un solo momento! —suspiró Betty.

Coincidiendo con estas palabras, entró Butler, anunciando:

—El señor Mehl…

Antes de que pudiese terminar, el jefe de Policía entró en la habitación.