Capítulo II

Duke abandonó su domicilio a primeras horas de la mañana siguiente marchando en dirección al aeródromo. Llevaba una maleta ligera, de lona, llena con lo indispensable para pasar unos días en la capital.

Varias veces se aseguró de si podría empuñar fácilmente la pistola que guardaba en una funda sobaquera y, por fin, a pesar de que la primavera había llegado esplendorosa y el día era casi de verano, Duke levantó los cristales de las ventanillas del auto, privándose así de la agradable brisa originada por la marcha del vehículo.

Pero esto no resultó tan ilógico y descabellado como alguno pudo suponer, pues, apenas había dejado atrás el Hudson, Duke vióse alcanzado por un auto que hasta entonces le había seguido a una distancia regular y cuyos ocupantes, al llegar junto al coche de Duke, levantaron las dos ametralladoras y las pistolas que hasta entonces llevaron ocultas y abrieron el fuego sobre Duke Straley.

Éste inclinó la cabeza, como si temiera que las balas pudieran atravesar los blindados cristales y la acerada carrocería a prueba de toda clase de proyectiles y, sacando un revólver guardado en la bolsa de los guantes, hundió el cañón del arma en una pequeña ranura del costado de la portezuela. El cañón hundióse como si en vez de atravesar el acero tuviera que perforar una masa blanda y, un segundo después, Duke hacía seis disparos a través de aquella segura tronera.

Al mismo tiempo aceleró la marcha y por medio del espejo retrovisor pudo ver como el auto atacante se despistaba, daba varias vueltas de campana y, por fin, quedaba en medio de un charco de agua con las ruedas aun girando velozmente.

Seguro de que ya no volvería a ser atacado, Duke bajó los cristales de la portezuela. No quería que nadie se extrañara al verlos astillados. Asomó luego la cabeza para ver si las balas habían dejado alguna huella sobre el blindaje del coche. Sólo vio algunas desconchaduras que seguramente nadie atribuiría a impactos de ametralladora.

Siguió Duke hacia el aeródromo con el pensamiento ocupado por la señora Appeldorf. Había sido un tonto no comprendiendo antes que todo cuanto había dicho aquella mujer fue una sarta de mentiras, una excusa para hallarse presente cuando se celebrara la conferencia entre McCune y él. ¿Qué podía haber averiguado la falsa señora Appeldorf? Desde luego que llegaría aquel día, a las diez, a Washington. Lo que no podía saber la señora Appeldorf era que había hablado con Joseph McCune, pues él no mencionó su nombre; pero, desde el momento en que ella había procurado estar presente, era que sabía, de antemano, que McCune le telefonearía. Eso significaba la existencia de una importante banda con ramificaciones en Washington y Nueva York.

Al llegar al aeródromo, Duke había decidido ya interrumpir sus cábalas que no conducían a nada práctico y dejar para el momento oportuno la solución de aquel misterio.

El potente cuatrimotor estaba a punto de despegar. Todos los pasajeros se encontraban ya a bordo y Duke ocupó su asiento pocos minutos antes de que las portezuelas fuesen cerradas y se diera la señal de partida, tras la cual el avión deslizóse por la cinta de cemento que servía para el despegue de los aparatos pesados, y remontóse sobre los árboles que bordeaban el aeródromo. El viaje fue muy corto y, a las diez y cinco minutos de la mañana, el cuatrimotor se posaba en el aeródromo de Washington. En cuanto Duke saltó a tierra, un hombre alto, vestido de negro, de rostro simpático y sonrisa fácil, avanzó hacia él con la mano extendida.

—¿Es el señor O’Mara? —preguntó significativamente.

Duke, antes de responder, miró interrogadoramente al hombre.

—Soy Jason Valman —se presentó el otro—. Me envía el señor McCune. ¿Ha tenido buen viaje, señor O’Mara?

—Excelente. Me despidieron con fuegos artificiales. Veremos cómo me reciben aquí.

—¿No lleva más equipaje? —preguntó Valman.

—No. Creo que con esto tendré bastante. ¿Despertará sospechas en El Grand Hotel?

—En Washington nadie se asombra de nada —replicó Valman, llevando a Duke hacia la salida del aeropuerto—. Sin embargo, yo no soy de aquí y me permito extrañarme de las palabras que ha pronunciado usted.

—¿De cuáles?

—Lo referente a los fuegos artificiales con que le despidieron. ¿Ha querido significar que atentaron contra su vida… a tiros?

—Algo por el estilo. Me despidieron con fuego de ametralladoras.

Jason Valman frunció el ceño.

—No sé —murmuró—. No estoy tranquilo. El señor McCune corre peligro y se empeña en no protegerse. Casi a la fuerza he conseguido que acepte un guardia de corps.

—¿Un protector armado?

—Sí. Él le explicará. Me ha pedido que no le diga nada hasta que él hable con usted.

Una brillante limusina negra aguardaba a la salida del aeródromo. Antes de subir a ella, Duke golpeó con los nudillos la carrocería, respondiendo el eco mate del acero sólido.

—Blindaje a toda prueba —sonrió Valman—. El presidente obligó al jefe a que lo aceptara.

Los dos hombres se acomodaron en el interior del sólido coche. El chofer debía de haber recibido ya instrucciones, pues dirigióse en seguida hacia donde estaban la mayoría de los edificios de las oficinas del Gobierno. Valman, fumaba un excelente habano y por su parte Duke tenía entre los labios uno de sus largos cigarrillos.

—Por la puerta lateral, Jerry —ordenó de pronto Valman al chofer.

Éste asintió con la cabeza, y al llegar a la enorme explanada que se extendía frente a un alto edificio, torció a un lado, yendo a detenerse frente a una puerta flanqueada de altas columnas de a granito. La puerta era de brillante bronce, y entrando por ella, y precedido por Valman, Duke subió al primer piso, desembocando en una amplia sala circular, de la cual irradiaban unos diez pasillos que conducían a numerosas dependencias.

Valman guió a su compañero por uno de aquellos corredores, y casi al mismo tiempo se abrió una puerta al final del pasillo, apareciendo un hombre en quien Duke reconoció a McCune. Su aspecto era de gran nerviosismo y el cabello se le pegaba a las húmedas sienes. Detrás de él salió un hombre algo más bajo, de fría mirada y elástico caminar. Era Pete Martel, en un tiempo famoso pistolero de Chicago, que amparándose en la falta de pruebas existentes contra él, al hundirse la Ley Seca, se dedicó con bastante éxito a la protección de la vida de los personajes políticos de alguna importancia. Dos de ellos fueron salvados por la rapidez con que Martel supo empuñar su pistola y por la precisión con que la disparó. Sin duda debía de ser el guardia de corps de McCune.

Detrás de Martel iba otro hombre, en quien Duke reconoció, también, a un famoso tirador de pistola. Odile Methven, uno de los primeros policías pertenecientes al cuerpo federal, que abandonó debido a una dolencia crónica.

—¿Qué hace Methven aquí? —preguntó Duke a Valman.

—Completa la protección de McCune.

Duke seguía mirando al financiero, que después de haberle saludado con un ademán aceleraba el paso. De pronto abrióse una de las puertas que daban al pasillo y salió por ella un hombre menudo, muy delgado, pero vestido con elegancia. Su panamá valía, por sí solo, unos sesenta dólares. En la mano llevaba una cartera de negocios, y con voz que resonó en todo el corredor llamó:

—¡Señor McCune! Ha olvidado estas notas.

El financiero volvióse hacia el que le llamaba, y Martel y Methven se adelantaron un poco antes de volverse hacia el que había llamado a McCune.

El hombrecillo siguió adelantándose hacia McCune, y de pronto, cuando se hallaba a unos tres metros de él, tiró la cartera al suelo y su mano derecha apareció armada de una pistola con la que disparó cuatro veces, apuntando al vientre de su víctima. McCune lanzó un gemido de agonía y, lentamente, doblóse hacia adelante y cayó de bruces al suelo.

El último disparo del asesino encontró eco en el arma de Martel, que contra su prestigio de veloz tirador tardó unos segundos en sobreponerse al asombro que debía de haberle causado lo inesperado del ataque.

Odile Methven también empuñó, al mismo tiempo, su pistola y unió sus disparos a los de Martel.

Cuando McCune cayó tendido en el suelo, su asesino empezaba a desplomarse cosido a balazos. Valman corrió junto a su jefe y trató de reanimarle; pero Duke, que asistía con fingida impasibilidad al terrible drama que se estaba desarrollando, comprendió que nada podía ya devolver a este mundo a Joseph McCune. Por eso su mirada posóse más atentamente en el asesino del financiero. El criminal llevaba doce balazos en el cuerpo; pero antes de rendir su vida aun tuvo fuerzas para incorporarse sobre un codo, y después de dirigir una mirada llena de odio a Martel murmurar con gutural acento:

—Me has traicionado…

Martel levantó su pistola y, con los ojos llenos de odio y ansias de matar, se dispuso a apretar una vez más el gatillo del arma; pero en el mismo instante una bocanada de sangre ahogó la vida del matador de McCune, sus músculos se aflojaron y su cabeza chocó violentamente contra el mármol del suelo.

Como adivinando que alguien había sido testigo de la escena, Martel se volvió hacia Duke. Sus miradas se cruzaron y parecieron vibrar como si hubiesen chocado dos hojas de acero. El antiguo pistolero, con los ojos llenos de ansias de matar, apretó fuertemente la culata del arma. Duke comprendió que si hacía el menor movimiento, Martel le mataría sin vacilación, pues toda su alma vibraba de anhelos asesinos.

Durante un minuto, los dos hombres permanecieron mirándose, hasta que, por fin, Martel bajó los ojos y haciendo un esfuerzo se arrodilló junto a McCune. Methven, que había sido testigo de la escena, acercóse a Duke y preguntó:

—¿Quién es usted?

—Un testigo del crimen —replicó Duke—. Mejor dicho, un testigo, de dos muertes.

—¿Qué quiere decir con eso? —rugió Martel, que habiendo oído las palabras de Duke habíase puesto en pie y de un violento manotazo obligó a Duke a volverse hacia él.

Con un veloz movimiento del brazo, Duke se libró de Martel, lanzándolo a dos metros de distancia.

—No haga tonterías, pistolerito —ordenó—. Si quiere asustar a alguien busque a otro. Los perros ladradores nunca me han dado miedo.

—Yo le demostraré que no soy…

Martel iba a decir que no era un perro ladrador, pero el puño derecho de Duke le cerró la boca y estuvo a punto de cortarle la lengua. Al mismo tiempo, de un golpe con la mano izquierda, Duke enviaba la pistola de Pete Martel a chocar contra la pared.

En cuanto el pistolero se recobró de los efectos del golpe, buscó afanosamente su arma; pero en el instante en que se disponía a cogerla, Valman le interrumpió bruscamente ordenando:

—Estate quieto, Pete. Es amigo mío… Es amigo nuestro.

Martel pareció luchar unos segundos con la orden recibida y su deseo de vengar la ofensa. Duke comprendió que acababa de ganarse un enemigo para toda la vida.

Mientras tanto, la confusión en el pasillo había aumentado. Llegaron unos enfermeros cargados con una camilla, en la cual colocaron a Joseph McCune. Pero cuando se lo llevaron, Duke comprendió perfectamente que para el financiero no había posibilidad de salvación. En realidad, estaba ya muerto, y si algún soplo de vida quedaba en él era insuficiente para mantenerlo en este mundo.

El pasillo comenzó a llenarse de periodistas que parecían haber llegado atraídos, desde muy lejos, por el olor de la sangre o de la pólvora quemada. Llegaban corriendo, procurando anticiparse a la Policía para obtener la información necesaria antes de que, debido a la importancia política del muerto, se pudiera poner alguna traba a su actuación en el suceso.

—¡Es Lawford! —exclamó uno de los periodistas, inclinándose sobre el asesino—. ¡Lo han acribillado!

—¿Quién era Lawford? —preguntó Duke a uno de les reporteros.

—Fue uno de los secretarios de McCune. Lo despidió porque había vendido sus descubrimientos…

Duke recordó lo ocurrido. Aunque los periódicos procuraron no dar mucha publicidad al suceso, se supo que McCune había despedido a su secretario Lawford por haber informado éste a un grupo de financieros de cierta operación que iba a emprender el Gobierno para incautarse de una compañía de transportes. Las acciones de dicha compañía estaban muy altas, pero la intervención del Gobierno las reduciría a la cotización normal, o sea a la par. Tres días antes de que se hiciera pública la disposición, los financieros desprendiéronse de todas las acciones que poseían, traspasándolas a un gran número de particulares, quienes fueron los perjudicados por la medida del Gobierno, pues en menos de dos días vieron descender a cien dólares las acciones por las que habían pagado ciento veinte. Lawford fue considerado responsable de dicha traición, y sólo la imposibilidad de obtener pruebas exactas contra él hizo que su castigo no fuera más duro. Sin embargo, debió de considerarlo excesivo ya que no había vacilado en tomar una resolución tan grave.

—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó Valman, acercándose a Duke.

Éste se encogió de hombros.

—Sospecho que mi intervención ya no es necesaria. Permaneceré en Washington hasta mañana por la mañana.

—¿En el Grand Hotel?

—Desde luego.

—Bien; más tarde iré a verle, señor Straley. Lamento que haya llegado demasiado tarde.

Duke cambió un apretón de manos con Jason Valman y abandonó el edificio. Ni los cadáveres, ni las manchas de sangre sobre el piso de mármol, ni el humo de la pólvora, ni los reporteros ladrando en demanda de información eran cosas nuevas para él.

Subiendo a un taxi libre, Duke ordenó al chofer:

—Al Grand Hotel.

Luego, una vez dentro del vehículo, murmuró para sí:

—La aventura ha terminado.

Pero la aventura no había terminado. Faltaba aún verter mucha sangre; debían ocurrir muchas cosas, y Duke vería más de una vez su vida en peligro a manos de los hombres que habían entregado a Lawford la pistola asesina.