Capítulo V

Las palabras de la señora McCune habían acentuado el interés de Duke por lo que pudiera contener el paquete dejado en la consigna. ¿Resolvería aquello el misterio de la vida y la muerte de McCune?

Esperaba que sí. El paquete, o lo que fuera, tenía que ser de gran importancia, pues sólo así se justificaba el interés que por poseerlo demostraban los misteriosos enemigos que se agitaban en la sombra.

Duke indicó al chófer que se detuviera lo más cerca posible de la consigna y, al llegar a la estación, el conductor guió el auto hacia un amplio y desierto patio.

Desde hacía un rato llovía copiosamente, y Duke, al saltar del vehículo tuvo que correr para refugiarse bajo la marquesina que protegía la entrada a la consigna que se hallaba a unos seis metros de donde se encontraba Duke. Éste se detuvo un momento a arreglarse el sombrero y en el mismo instante presintió un movimiento detrás de él. Volvióse velozmente y el tener la mano izquierda levantada le salvó de las peores consecuencias que pudo haber tenido el golpe que uno de los des hombres que se precipitaban sobre él le descargó. Duke sintió que el brazo le estallaba en mil pedazos al recibir el impacto de la cachiporra de goma.

Duke cayó al suelo para librarse del segundo ataque, y su mano derecha buscó la culata de su pistola. Cuando el hombre de la cachiporra fue a caer sobre él, Duke le frenó de un balazo en el hombro derecho.

El segundo atacante, al ver la reacción de Duke, comprendió que era necesario emplear algo más contundente que una porra de goma, y con asombrosa agilidad pero no muy buena puntería, empuñó un pesado revólver y una bala de plomo rebotó en el pavimento, a unos centímetros de la cabeza de Duke, quien disparó de nuevo, repitiendo la exhibición de antes, o sea inutilizando el brazo derecho de su segundo atacante.

En cuanto el segundo pistolero hubo dejado caer su arma y comenzó a chillar, agarrándose el inutilizado brazo, Duke se puso en pie y avanzó hacia sus dos enemigos, pero al mismo tiempo una imperiosa voz ordenó:

—Suelte el arma, amigo. Le tengo encañonado.

Volvióse y se encontró frente a dos policías cubiertos por negros y brillantes impermeables sobre los cuales resbalaban las gotas de agua. Uno de ellos empuñaba un revólver de reglamento. El otro lo estaba buscando y, un momento después, Duke se encontró frente a dos armas cuyos negros ojos le miraban nada tranquilizadoramente.

—¡Suelte la pistola! —repitió el policía que antes había hablado.

—¿Por qué he de soltarla? —preguntó Duke.

—¿Le parece poco motivo el andar disparando sobre personas que no se metían con usted?

—¿Cómo? ¿Dice que esos dos pistoleros no se metían conmigo?

Al hablar, Duke había vuelto la cabeza hacia donde debían estar sus dos agresores y, con gran asombro, encontró vacío el lugar. Los dos hombres se habían esfumado. Volviéndose hacia los policías vio que estaban más cerca de él y que el segundo habíase colocado de forma que le cerraba la huida.

—Tiene que acompañarnos a la Comisaría —siguió diciendo el que llevaba la voz cantante.

—¿Por qué no buscan a los dos bandidos que me atacaron?

—Les asustó usted demasiado. A estas horas deben de encontrarse en el otro extremo de la ciudad. No tiene nada de extraño. Pero le va a costar a usted mucho convencer al comisario de que todo fue una broma.

—¿Qué broma?

—La de disparar sobre dos pacíficos transeúntes… ¡Quieto! ¡Deme la pistola!

Duke entregó el arma. Era inútil resistir y con ello sólo complicaría las cosas. Sin embargo le parecía demasiado casual la presencia allí, tan oportunamente, de dos policías.

En otro taxi marcharon los tres a la jefatura Superior de Policía. Duke seguía meditando sobre la aparición de los policías, su ceguera en lo referente al ataque de los dos pistoleros…

Iluminado por una súbita comprensión de lo que estaba ocurriendo, Duke se quitó el sombrero y, aprovechando un momento de distracción de los policías, guardó entre la badana interior y el fieltro el volante de la consigna. Lo hizo a tiempo, pues un momento después el auto llegaba al edificio donde se albergaba el cuartel general de la Policía de Washington. Los dos policías empujaron a Duke hacia el interior hasta llegar frente al jefe supremo.

—Siéntese, señor Straley —gruñó el jefe, señalando un sillón frente a la mesa—. Tenemos que hablar.

—Veo que me conoce.

—Aquí conocemos a todo el mundo… y esta es Washington, no Nueva York.

—¿De veras? —sonrió Duke.

—De veras. Téngalo muy presente. Aquí no está un Max Mehl dispuesto a proteger a su amigo. No tengo nada que agradecerle a Max y, por lo tanto, no tengo tampoco obligación de hacerle ningún favor. Ha disparado usted sobre dos personas que no le molestaban.

—Perdone. Si quiere hacer que su médico me examine el brazo izquierdo verá la huella dejada en él por la caricia de uno de esos inofensivos pistoleros contra quienes tuve que disparar.

—En cuanto encontremos a esos testigos comprobaremos si dice usted verdad, Straley, pero le advierto que tenemos muy malas referencias de usted. Se hallaba a pocos metros de Joseph McCune cuando le asesinaron; se ha instalado en un hotel utilizando un nombre supuesto; un empleado del hotel en que usted se hospeda ha sido muerto hace unas horas, después de haber hablado con usted… Por lo tanto, ya que no se le puede acusar con pruebas, permanecerá aquí hasta la hora de salida del tren y volverá a Nueva York. Puede contarle a Max Mehl lo terribles que somos.

Duke había dejado el sombrero sobre la mesa y, con las yemas de los dedos, timbaleaba sobre la madera, junto al escondite del volante.

—¿Le habéis registrado? —preguntó, de súbito, el jefe a los dos policías.

Estos contestaron negativamente.

—Pues registradle y tomad nota de todo lo que encontréis.

Allí mismo, Duke fue sometido a un concienzudo cacheo, y todo cuanto llevaba encima quedó sobre la mesa. Con la mirada más que con las manos, el jefe superior de Policía registró cuanto iba siendo colocado allí. Por fin cogió la cartera y empezó a buscar dentro de ella.

—Los cañones los suelo llevar en el bolsillo superior de la chaqueta —advirtió Duke, burlonamente—. En la cartera sólo llevo el auto, la cama…

—¡Cállese! —Gruñó el jefe, continuando la busca por los departamentos de la cartera.

Por un momento la mirada de Duke se posó sobre el sombrero. Sin duda allí estaba lo que necesitaba el jefe.

—Si me dice lo que busca podré decirle dónde está —sonrió Duke.

El policía tiró sobre la mesa la cartera y al mismo tiempo se abrió la puerta del despacho. Duke volvió la cabeza y en el umbral vio aparecer la figura de Pete Martel.

—Hola, jefe —saludó el antiguo pistolero—. Me han dicho que el señor Straley se encontraba detenido.

—¡Hum! —Gruñó el policía—. Sí, está detenido hasta que salga un tren que se lo lleve a Nueva York.

—¿Qué acusación existe contra él?

—Disparó sobre un par de tipos.

—¿Están aquí esos tipos? —preguntó Martel.

—Huyeron.

—¿No hay acusación?

—Los policías esos lo vieron.

—Pero las víctimas no se han presentado, ¿verdad?

—No.

—Entonces nada impide que el señor Straley salga bajo fianza.

—Está bien, que salga —gruñó el jefe—. Tengo ya bastantes preocupaciones sin necesidad de que venga a molestarme uno de sus abogados.

A Duke le fue devuelto todo cuanto llevaba encima, excepto la pistola.

—No, no podemos permitir que ande usted por la ciudad convertido en un peligro para todos los ciudadanos decentes —declaró el jefe—. Cuando marche a Nueva York se la devolveremos.

Duke y Martel salieron juntos a la calle.

—Gracias por haberme sacado de este apuro —dijo Duke.

El antiguo pistolero le dirigió una fría mirada.

—Subamos a mi coche —propuso—. Le llevaré donde quiera.

—Gracias, puedo tomar un taxi. Le he molestado ya bastante. Parece estar usted en muy buenas relaciones con la Policía.

—No es molestia el acompañarle, señor Straley —replicó Martel—. Es un placer del que no permitiré que se me prive.

Duke miró, sonriente, al antiguo pistolero.

—Bien, subamos a su auto —dijo—. Si ha de significar un placer tan grande…

—Sí, un gran placer.

Martel abrió la portezuela de su auto y en el momento en que Duke iba a entrar en él sintió que una pistola se apoyaba contra sus riñones.

—No es necesario —dijo la voz de Martel—. Le han registrado en jefatura. No lleva encima el volante.

—¿Qué ocurre? —preguntó Duke.

—Nada, suba.

Duke acabó de entrar en el interior del auto, seguido por Martel. El chófer apareció un segundo después y, a juzgar por sus movimientos, debía de estar guardando la pistola con que un momento antes había acariciado los riñones de Duke.

—¿Es un secuestro? —preguntó éste.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Martel.

—¿Con lo del secuestro? Pues que estando en el orden del día los secuestros no me extrañaría que también a mí me hicieran víctima de uno de ellos. Por aquí debe de andar el misterioso señor «X».

—No se preocupe de esas cosas, Straley. Usted ha venido aquí creyéndose muy listo, y no se ha dado cuenta de que nosotros damos lecciones de listeza, no las tomamos.

—Ignoraba que fueran tan inteligentes.

—Pues ya lo sabe. Si busca bronca se encontrará con las manos llenas a rebosar. Tendrá bronca para el resto de su vida. Por lo tanto no haga más tonterías, entrégueme el volante que McCune dejó para usted, y salga de la ciudad alegrándose de poder hacerlo con la piel intacta.

—¿Qué volante es ese por el que tanto se interesan ustedes? —preguntó Duke.

—No siga por ese camino. No le conducirá a ninguna parte. No nos interesa perjudicarle; pero se ha metido usted en un juego que no es el suyo.

—¿De quién es?

—Nuestro.

—¿Y está prohibido intervenir?

—Lo está.

—Entonces…

—Entonces denos el volante para recoger el paquete de la consigna, márchese a Nueva York y diga a todos sus amigos que ha estado a las puertas de la muerte.

—¿Y si me niego?

—Entonces le mataremos.

En las palabras de Martel había tal firmeza que Duke comprendió que se hallaba, como nunca, bordeando la muerte.

—Bien, me rindo —sonrió—. Ante tan convincentes razonamientos no me queda otro remedio que ceder.

—¿Dónde está el volante?

—En Correos.

—¡Eh!

—Sí, viendo lo mucho que les interesaba apoderarse de él lo metí en un sobre dirigido a mí mismo y lo tiré al buzón. Mañana lo recibiré en la lista de Correos…

El golpe alcanzó matemáticamente a Duke, derribándole de bruces antes de que tuviera tiempo de defenderse. Por unos momentos conservó aún la noción de las cosas y oyó ordenar a Martel:

—A casa. De prisa.

La última noción que tuvo Duke de las cosas fue notar que el auto aumentaba la velocidad de su marcha y que los dos hombres que iban en él reían alegremente. Luego todo fueron tinieblas girando velozmente en torno a él. Por fin hasta las tinieblas desaparecieron y Duke sintióse hundido en un vacío total e impalpable.