Capítulo 9

UNA MUJER PELIGROSA

—Si se está quieta, no le pasará nada, señorita —dijo el criado, antes de salir del cuarto—; pero si se mueve mucho correrá el peligro de morir estrangulada:

La amenaza no era vana. Susana estaba en una cama sobre un colchón de lana, con las manos atadas a la espalda, los pies al extremo inferior del lecho, en tanto que un lazo corredizo le rodeaba el cuello y estaba sujeto a la cabecera. Al menor movimiento el lazo se cerraba en torno a la garganta de la joven.

Ésta oyó cerrarse la puerta del cuarto, y quedó a obscuras, pues la bombilla que colgaba del techo estaba fundida. El que la había atado utilizó para ello una linterna eléctrica que se había llevado con él, comentando que las tinieblas eran las más indicadas para que la joven no viera la apurada situación en que se encontraba.

Apenas se cerró la puerta, Susana empezó a trabajar para liberarse. Al ser tendida en la cama había escuchado el ruido de los muelles del somier y calculó que debían ser de fleje de acero. Con los dedos comenzó a hurgar en el colchón, arrancando hilillos de la tela y logrando, al cabo de más de diez minutos, hacer un agujero por el que cabía casi una mano.

Susana descansó unos instantes. Le dolían las puntas de los dedos y las uñas. Aun le quedaba mucho por hacer y debía cuidar de no moverse demasiado, pues la cuerda que le ceñía el cuello la molestaba mucho. Estaba segura de que a Duke no le había ocurrido nada. Mejor dicho, deseaba estar segura de ello, porque la simple sospecha de que pudieran haberle asesinado la habría hecho desesperar y abandonar la lucha.

Sólo podía trabajar con los dedos, pues sus manos estaban atadas por las muñecas. Arqueando el cuerpo todo lo posible, y procurando tirar más de los pies que del cuello, pues éste era su punto más débil, Susana comenzó a sacar lana del colchón, hasta abrir un agujero en él y alcanzar, tras infinitos esfuerzos la tela inferior. Entonces volvió a descansar. Tenía las manos llenas de dolores y el trabajo apenas estaba empezado.

Al reanudarlo comenzó a deshilachar la tela inferior del colchón. Al cabo de media hora había conseguido la primera parte de su intento: abrir un agujero de parte a parte del colchón y alcanzar el somier que, como había supuesto, era de fleje de acero, o sea formado por una serie de flejes paralelos que iban de un extremo a otro del somier.

De nuevo tuvo que descansar para dejar que la sangre circulara por sus doloridos miembros. Más tarde metió las manos a través del agujero, apoyó lateralmente la cuerda que las sujetaba sobre uno de los flejes, y comenzó a deslizar la cuerda arriba y abajo. Unas veces el fleje cortaba un poco de cuerda y otras, las más, hería la carne; pero al cabo de diez minutos o doce, una de las cuerdas saltó cortada y ocho minutos después Susana se encontró con las manos enteramente libres. El desatarse la cuerda que la ahogaba y la otra que le sujetaba los pies fue cuestión de pocos minutos, aunque después de todo ello la joven encontróse tan agotada que necesitó un cuarto de hora para recuperar sus fuerzas.

Mientras tanto se fue acostumbrando a las tinieblas. Al fin pudo divisar en un lado del cuarto un estante con una colección de botellas de distintos tamaños. Susana cogió una de dichas botellas, la destapó y vació en el suelo, pues sabía que si bien una botella llena pesa más que una botella vacía, en cambio se rompe con mucha más facilidad, y para lo que ella quería utilizarla, le convenía que no se rompiese al primer golpe. Era muy posible que tuviera que pegar a dos o tres, pues hasta que se hace la prueba no se sabe lo dura que es una cabeza.

Una vez en posesión de la botella, Susana fue hacia la puerta con la esperanza de que la hubieran dejado abierta. Estaba bien cerrada, por lo cual la joven cogió una de las sillas que había en el cuarto y sentóse en ella, esperando que alguien fuese a ver cómo seguía.

En la casa habían cesado ya todos los ruidos. No se oía la radio. Tan sólo se escuchaba el lejano latir del motor de la dínamo. De pronto Susana oyó unos pasos que se acercaban. Lo hacían sin ningún disimulo; por lo tanto, debían de ser pasos enemigos.

Sintiendo que el corazón le latía en la garganta, Susana notó que los pasos cesaban frente a su puerta, y luego oyó entrar una llave en la cerradura.

Poniéndose en pie, apartó la silla y empuñó con fuerza la botella.

—Dios mío, dame las fuerzas necesarias —pidió mentalmente.

Luego pensó que Dios no la ayudaría mucho en aquel trance, pues sus intenciones no eran nada piadosas.

La puerta empezó a abrirse. La persona que se disponía a entrar se detuvo un momento, sin duda para preparar la linterna. Luego la puerta se abrió del todo y la persona que lo hizo adelantó una mano armada con una pistola Luger de fino y largo cañón. Susana aprovechó el instante de desconcierto del cerebro que gobernaba aquella pistola y descargó contra la tapa de hueso que lo cubría un enérgico botellazo. Tan enérgico que la botella se hizo pedazos; pero no sin haber cumplido su cometido, que fue el de derribar completamente fría a Betty, cuyo cuerpo rebotó como si fuese un saco.

Susana se inclinó a recoger la pistola Luger. Al reconocer a la mujer, recordó las dos bofetadas y el abortado intento de marcarle la cara con la brasa del cigarrillo. De pronto sintióse infinitamente feliz. Tan feliz que hasta sonrió y dijo:

—Yo también soy peligrosa.

Con las cuerdas que la habían atado, amarró a Betty a la cama; pero de forma que no pudiese repetir su fuga. Para ello, sujetó ambas manos con una cuerda que pasó por debajo de la cama y por último dejó una almohada sobre la cara de Betty, con la vaga esperanza de que se ahogase, aunque sin cargar su conciencia con un crimen. Si Betty moría asfixiada, la culpa sería de la almohada, no de ella.

Provista de la pistola, Susana salió al pasillo. Cerró con llave la puerta y echóse a buscar otras puertas que pudiera abrir con las llaves que colgaban del llavero que había guardado la llave de su cárcel.

El silencio en la casa era absoluto y Susana empezó a sentirse nerviosa a causa de él. Habría preferido algún ruido que indicara presencias humanas.

Al llegar al final del pasillo, Susana oyó un ruido, y en lugar de sentirse aliviada notó como si le pasearan por la espina dorsal un bloque de hielo. Una puerta comenzó a abrirse con cautela, y la joven, empuñando temblorosamente la pistola, se pegó a la pared, con el dedo en el gatillo y la esperanza de que cada bala llegara a su destino si era preciso disparar las que contenía el cargador de la excelente pistola germánica.