Capítulo 11
EN LOS SÓTANOS
Duke volvió lentamente en sí. Tuvo la impresión de que subía penosamente desde el fondo de un hondísimo mar hacia una vaga claridad que se iba haciendo más intensa a medida que se acercaba a ella. Cuando al fin abrió los ojos, Duke se sorprendió de encontrarse en una media oscuridad nada semejante a la luz que había entrevisto.
Se hallaba tendido sobre un montón de sacos que olían a grasa de máquinas. No estaba atado, pero tampoco notaba contra su pecho el contacto de su pistola.
—Me alegro de ver que no le maté del golpe, señor Straley —dijo el joven pistolero.
—Hola, Eddie —replicó Duke—. Yo también me alegro de no haberte matado en el bosque, a pesar de que hice todo cuanto me fue posible por lograrlo.
—Es muy difícil disparar de noche y dar en el blanco —replicó Eddie—. No debe mortificarse por ello. Al mejor tirador del mundo le ocurriría lo mismo.
—No imaginé que tuvieras tan buenos músculos —siguió Duke—. El golpe que me diste fue terrible.
—Cuestión de práctica, nada más —dijo, modestamente, Eddie—. Cada día practico con un saquito de arena, rompiendo cocos. Es lo más parecido a un cráneo humano.
—Un cráneo es menos duro, pero más fuerte —rectificó Duke—. Sin embargo, se trata de un buen ejercicio.
—¿Fue usted quien mató al «Rata»? —preguntó Eddie—. El jefe está muy enfadado.
—Claro que le maté yo —sonrió Duke—. Lo hice en legítima defensa.
—Hemos tenido que encerrar a su novia —siguió Eddie—. Betty la quería hacer pedazos. Está loca. Su novia, señor Straley, casi la mató de un botellazo. No me gustan las mujeres tan violentas. En su lugar yo no me casaría con una mujer que maneja así las botellas —Eddie se interrumpió con una sonrisa, luego agregó—: Claro que usted no se casará con nadie, como no sea «in articulo mortis». Le tenemos que matar.
—¿Por qué no lo habéis hecho ya? —preguntó Duke.
—Falta la orden del jefe —replicó Eddie—. Betty también quería matarle, pero yo he aprendido que Big Mac siempre tiene razón y que por lo tanto es mejor seguir sus indicaciones. Si él me dice que le mate, le mataré; pero a lo mejor le tiene dispuesta otra muerte menos comprometedora. No es prudente precipitarse.
—¿Por qué no me cuentas cómo descubristeis que yo estaba en casa? —preguntó Duke.
—Encontramos al «Rata» con la cabeza destrozada y en seguida supusimos que andaba usted por aquí. Volvimos sin hacer ruido, les oímos hablar arriba y aguardamos a que bajase… pero ahí viene el jefe.
Big Mac se detuvo frente a Duke, le miró disgustado y al fin gruñó:
—No podrá decir que no le haya dado oportunidades de salvarse, señor Straley. Ahora me pone usted en la desagradable necesidad de matarle. Si no hubiese descubierto lo que hacemos, no le hubiese hecho nada, en contra de los deseos de mi gente y a pesar de haber matado al «Rata». Aquello, al fin y al cabo, fue en defensa propia, aunque me extraña que el «Rata» volviera la espalda. Las balas que usted le disparó le entraron por detrás.
—Al ver que le había descubierto quiso huir —mintió Duke, comprendiendo que sus enemigos no sabían nada de la presencia de Mike en la casa.
Suponían que él había descubierto algo, cuando en realidad debía de ser Mike quien lo había encontrado. No confiaba mucho en que Mike Ferrara hiciese gran cosa por él; pero si él le denunciaba aún podría hacer mucho menos.
—¡Quiero matarlo! —chilló en aquel instante Betty, cuyos pasos sonaron en unos escalones de granito.
—No la dejes cometer ninguna locura —ordenó Big Mac a Eddie.
Éste corrió al encuentro de Betty, pero ésta siguió adelante, gritando:
—¡Sois unos cobardes! Os da miedo pegarle cuatro tiros frente a frente. ¡Dejadme a mí! Yo le mataré. Tengo bastantes cuentas pendientes que liquidar. ¡Y dejadme a su chica! Le devolveré el botellazo…
—¡Cállate ya! —ordenó Big Mac—. Debieras tener un poco más de cuidado con la morfina.
Betty soltó una histérica carcajada.
—¡Siempre tenéis miedo de que descubra nuestro juego! —exclamó—. ¿No comprendes que yo soy la más interesada en que no se sepa? Yo recibiré un cuarto de millón, ¿verdad? Eso fue lo prometido.
—Te lo pagarán con plomo —dijo Duke—. ¿No comprendes que tienen miedo de que descubras la trampa?
Big Mac se inclinó sobre Duke y le golpeó la boca con la mano, manchándole de sangre los labios. A pesar del golpe que había recibido en la cabeza, aun guardaba las suficientes energías para incorporarse de un brinco y derribar de un cruzado de derecha al pesado Big Mac.
Eddie dio una nueva muestra de su capacidad combativa al derribarle de nuevo de un golpe de porra en la cabeza, que hundió a Duke por segunda vez en las tinieblas de la inconsciencia.
Sin embargo, en esta ocasión Duke había previsto el golpe y se había prevenido en lo posible. El porrazo fue menos violento de lo que el propio Eddie imaginaba, y al cabo de dos minutos la conciencia volvía al dolorido Duke.
Éste permaneció tendido en el suelo, sin alterar su postura, como si continuara lejos de este mundo. Big Mac debía de estarse reponiendo de los efectos del golpe de Duke, pues hablaba con dificultad y de cuando en cuando emitía un gruñido.
—Al fin tendremos que matarle —dijo.
—¡Mátalo de una vez! —pidió Betty—. Le tenéis ahí, hecho un saco. Metedle unas balas en el cuerpo y así no tendréis que preocuparos más por él.
—Ya sabéis que no me gusta dejar cadáveres detrás de mis huellas —declaró Big Mac.
—Yo opino como Betty, jefe —dijo Eddie—. A ese Duke tenemos que matarlo o exponernos a que sea él quien nos mate.
—No te molestes en darle consejos al jefe —dijo Betty—. Ya pasaron los tiempos en que era capaz de cargar con una Thompson y barrer una cuadrilla de rivales, como hizo el día de San Valentín con la banda de Moran. Entonces era todo un hombre y yo me volvía loca por él. Recuerdo que después de aquella faena brindó con una copa de champán llena hasta por encima del borde y no derramó ni una gota. Le sobraba pulso; pero desde que Mike Ferrara nos abandonó y Big empezó a ganar dinero sin necesidad de manejar la ametralladora…
—¡Cállate, Betty! —ordenó Big Mac—. Y haces mal en recordarme que tú fuiste testigo de la matanza de San Valentín.
—¿Es que tienes miedo al fantasma de Moran? —dijo Betty—. Hace tiempo que lo cosieron a tiros los federales y lo dejaron tan deshecho que no creo que se salvase ni el espíritu. Lo debieron destrozar al mismo tiempo que el cuerpo. No sé dónde leí una poesía en la cual decían que a un guerrero antiguo le habían partido el cuerpo y la sombra. Algo así debieron de hacer con Moran.
—No hables ya más de eso —gruñó Big Mac—. Podrían oírte…
—Ya le he oído —dijo, de pronto, una voz de mujer.
Duke sintió un escalofrío. A Lora Moran se le había fundido la pastosa voz que utilizaba para la pantalla. En aquellos momentos hablaba con acento tan metálico como el de una sierra eléctrica. Moviendo levemente la cabeza pudo verla de pie en el último escalón de la escalera que bajaba, sin duda, de la cocina, sosteniendo, como lo habría hecho un hombre, una ametralladora Thompson de tambor.
—Cuidado con ese juguete, señorita —previno Eddie—. Se puede disparar y hace mucho ruido.
—¡Cállese! —ordenó la actriz—. Con usted aún no va nada. Mis cuentas pendientes las tengo con ese hombre y esa mujer. ¿No os extrañó mi apellido? ¿No os acordasteis de la niña que el año veintinueve lloraba junto al ataúd de Michael Moran?
—¡Es su hija! —dijo Big Mac.
—Todos dijeron que al perder su banda, Moran perdió, prácticamente, la vida —siguió la actriz—. Yo juré vengarle, y un hombre me ha dado la oportunidad de conseguirlo. Os he oído hablar lo suficiente para saber a quién debo…
Eddie repitió el saque de pistola que había puesto en práctica frente a Duke en el bosque; pero sin duda su mano vaciló un momento antes de disparar contra una mujer y dio tiempo a que Lora Moran apretara el gatillo de la Thompson.
El rosario de balas levantó el polvo de las paredes de la bodega antes de alcanzar a Betty que, lanzando un chillido de angustia, cayó hacia adelante al mismo tiempo que de tres disparos Eddie conseguía derribar a Lora. Ésta quedó de rodillas un momento. Su blanco traje se enrojeció con la sangre que brotaba de tres heridas. Luego cayó también hacia delante. No había sabido aprovechar la formidable arma que había tenido entre las manos.
—¡Diablo de mujeres! —refunfuñó Eddie—. ¿Quién iba a imaginar que esa actriz fuera la hija de Moran? ¿De dónde debió sacar la ametralladora?
—No lo sé. Lo cierto es que la tenía —Big Mac hablaba trabajosamente—. Le fue de poco que no me alcanzase.
—¿Qué hacemos con Duke Straley? —preguntó Eddie.
—De momento átalo —replicó Mac—. Cierra la puerta del sótano y así no podrá venir nadie en su auxilio. ¿Sabes si tienen la Minerva preparada?
—Creo que sí. Pronto empezará a tirar.
—Fue una estupidez escoger este sitio —siguió diciendo Mac, en tanto que Eddie ataba a Duke.
—Si hubiésemos estado solos, como esperábamos, todo habría ido bien —replicó Eddie—. Aquí nadie nos habría buscado. Tampoco había que temer la inesperada aparición de la policía. En Nueva York hubiese sido muy expuesto.
—Desde luego. Tienes razón; pero todo ha ido de mal en peor. No quería que se derramase sangre y esto parece una carnicería.
—La muerte de Betty es muy oportuna —dijo Eddie—. Una parte menos. Y era de las más importantes.
—Por la muerte de Betty la policía no nos buscará demasiado —dijo Big Mac—; pero la de Duke Straley no nos la perdonarán. Y si le unimos la de todos los que nos han visto…
Eddie se sobresaltó.
—No pensarás matar a los catorce que hay arriba, además de Duke y su novia, ¿verdad?
—¿Se te ocurre una solución mejor? Podríamos prender fuego a la casa y dejar se quemaran todos. Se podría achacar a un accidente.
—La policía sospecharía la verdad. Y más si encontraba cadáveres con balas en el cuerpo.
—Pues… se les puede hacer meter los pies en un cubo de cemento y agua. Cuando el cemento sea duro como la piedra se les echa al lago. Tardarán años en encontrarlos.
Eddie movió negativamente la cabeza.
—Yo no hago eso —dijo—. Prefiero matarlos a tiros. Y eso tampoco me gusta. Los asesinatos a sangre fría me repugnan.
—Cierra con llave la puerta y vayamos a ver lo que está haciendo Ollie.
Eddie cerró la puerta y luego, dirigióse hacia el fondo de la bodega. Los dos hombres abrieron una puerta y desaparecieron tras ella.
Duke se incorporó en seguida y aflojó la tensión de las muñecas. Las cuerdas que se las ataban quedaron flojas y en un momento se libró de ellas. Después se inclinó sobre Betty y le quitó la Luger que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
Aquella había sido una reina del hampa. Había brillado entre pistoleros y contrabandistas en los tiempos dorados en que la Ley no se atrevía a molestarlos. Cuando los norteamericanos, salvo raras excepciones, sólo bebían vinos hechos con venenoso alcohol de madera, ella había bebido champanes europeos, sin sospechar que un día tendría que morir de la misma forma que habían muerto los hombres de Moran a quienes había visto ametrallar en su garaje, el día de San Valentín, causando con ello uno de los más grandes escándalos que se habían conocido. Diez años más tarde, la hija del jefe de aquellos hombres debía vengarlos en ella con una ametralladora igual a la que había utilizado entonces Big Mac. La venganza le había costado la vida y el suceso produciría sensación cuando se conociera.
Entretanto Duke había oído lo suficiente para sospechar una parte de la verdad. El nombre de Minerva y el recuerdo del contenido del maletín de Osman significaban…
Asegurándose de que la puerta de la escalera estaba cerrada, Duke quitó la llave que Eddie había dejado en la cerradura y la guardó en el bolsillo. Después fue hacia la puerta por donde habían desaparecido Eddie y Big Mac.
Cuando llegó junto a ella escuchó al otro lado dos inconfundibles clic-clacs de la Minerva. Deteniéndose, Duke empuñó la Luger. Comprobó que el cargador estaba lleno y que había una bala en la recámara. Entonces hizo girar lentamente el tirador de la puerta y la empujó de golpe, quedando frente a Ollie, o sea, el que había hecho las veces de criado, a Mac y Eddie, cubriéndolos a todos con su pistola, pero especialmente a Eddie, a quien ordenó:
—Tira lejos tu pistola, Eddie, y no intentes demostrarme que sabes manejarla muy bien. Ya lo sé. Por muy rápido que seas, mi dedo lo será más. Sácala con la punta de los dedos, ¿entiendes?
Eddie obedeció de mala gana; pero no intentó desobedecer la orden. Su pistola fue a parar entre unas cajas de embalaje hechas astillas.
—Vosotros haced lo mismo —ordenó Duke a los otros dos.
Big Mack tiró su pistola al mismo sitio y Ollie hizo lo mismo con un revólver Smith-Mágnum. Luego Duke recorrió con la mirada él sótano.
—Muy bien dispuesto todo —dijo—. Se comprende que no os pudierais marchar. Casi me pegaría por haber sido tan estúpido. A la derecha un recipiente con ácidos decolorantes, a la izquierda un secadero eléctrico. Más allá una prensa especial para papel. Y por último la máquina de imprimir. Lo único que os faltaba eran las planchas que tenía Louie Yerbie, ¿verdad?
Ninguno de los tres respondió. El fracaso, cuando estaban en el umbral del éxito, las enloquecía; pero la pistola que empuñaba Duke los contenía.
—Muchas veces yo he pensado en eso mismo —siguió Duke—. Me asombraba que a algún falsificador no se le ocurrida el sistema. Se coge un billete de un dólar y se sumerge en la mezcla de ácidos decolorantes. El papel queda tan blanco como antes de imprimirlo. Los ácidos son carísimos; por eso no se pueden utilizar para volver blanco el papel viejo. Sale más a cuenta hacer papel nuevo; pero en este caso, se pueden gastar impunemente diez centavos en convertir un billete de un dólar en un trozo de papel blanco sobre el cual, una vez secado y prensado, se pueden imprimir billetes de veinte dólares. Siempre ha sido el papel lo que ha hecho fracasar a los falsificadores. El hacer unos clisés de acero o de cobre para reproducir el billete es la cosa más fácil del mundo. Cualquier buen grabador puede hacerlo; pero el papel se elabora con procedimientos secretos. Es inconfundible y basta tocarlo, con los ojos cerrados, para saber si es el que emplea el Estado o no; pero los billetes de un dólar y los de veinte son de idéntico tamaño. Sólo varía el color de la impresión. Y lo que hacían aquellos hombres era decolorar los billetes e imprimir sobre ellos las planchas de veinte dolores. Un millón de billetes de un dólar se convertía en veinte millones de dólares que serian pasados velozmente, antes de que se descubriera la falsificación.
Duke comprendió otras muchas cosas.
Comprendió cuál era la parte que Ferrara desempeñaba en aquel asunto. Él debía de haber sido el planeador de la falsificación.
La obtención de los ácidos no debió resultar nada difícil. Se podían comprar en cualquier droguería sin necesidad de requisito alguno. No era delictivo comprarlos. La dificultad principal era la obtención de billetes de un dólar nuevos. Tenían que ser completamente nuevos y luego conseguir las planchas. Éstas podían ser hechas por cualquier buen grabador; pero el que las hiciera tenía que saber para qué se querían. No cabía engaño posible. El riesgo era inmenso. El delito entraba dentro de los perseguidos por la Policía Federal. Por consiguiente cada plancha de aquéllas debía valer una fortuna. Acaso cien mil dólares o más. El grabador que las hizo debió de salir apresuradamente de los Estados Unidos y refugiarse en un país donde pudiera gastar su dinero sin ser molestado por la policía. Aquellas planchas las había encargado Mike Ferrara, luego había hecho imprimir cinco mil billetes de un dólar, transformándolos en cien mil dólares. Louie Yerbie, su hombre de confianza, los había vendido a John Osman, diciéndole la verdad o bien diciendo que se trataba de dinero de un secuestro, o sea, dinero peligroso. Pero Louie tenía otros planes. Había seguido las instrucciones hasta el momento de cambiar el dinero falso por los cincuenta mil dólares de Osman. Después, en compañía de un cómplice, había atacado a Osman, asesinándolo. Su plan debía de ser cambiar aquellos ciento cincuenta mil dólares por la misma suma en billetes de un dólar y como sabía dónde estaban las planchas, apoderarse de ellas y realizar el negocio por su cuenta, estafando a Ferrara, sin contar que unos viejos amigos de su jefe se habían enterado por medio de Betty, en quien él tenía plena confianza, del audaz proyecto y, asesinándole, le habían quitado las planchas.
Aquel golpe debía de haber sido preparado meticulosamente. En los sótanos de aquella casa habían dispuesto una máquina automática de imprimir que debía imprimir quinientos billetes por hora. Primero una cara y luego la otra. Habían reunido los billetes de un dólar, los habían decolorado y sólo faltaban las anheladas planchas para convertir cien mil dólares en dos millones.
Aquellas planchas eran, también, las que buscaba Mike Ferrara.
—¿No podríamos llegar a un acuerdo? —preguntó Big Mac a Duke.
—No —respondió éste—. El asunto es demasiado grave para dejarlo pasar. Se ha derramado mucha sangre y se ha cometido una grave falsificación.
—¿Y si le decimos dónde está Amelia Blane? —preguntó Eddie.
—Si no me lo decís y la niña muere, os sentaréis en la silla eléctrica, de acuerdo con la Ley Lindbergh, que previene la pena de muerte para los secuestradores.
—Si hubiésemos querido matarle habríamos podido hacerlo, señor Straley —dijo Eddie—. No olvide eso.
—Si yo hubiera estado en el sitio por donde pasaron las balas que tú me dirigiste, Eddie, ahora estaría muerto —sonrió Duke—. Y de todas formas teníais proyectada mi muerte, ¿no es así?
—Yo le habría salvado —aseguró Eddie.
—Yo también te salvaré de la silla eléctrica por tu intervención en la muerte de Lora Moran. Diré que obraste en defensa propia. Sólo pasarás treinta años en la cárcel. Cuando salgas, si llegas a salir, encontrarás el mundo muy cambiado.
De pronto, Duke advirtió que los tres hombres miraban más allá de él, como si estuviesen viendo algo inesperado. Fue a volverse y le contuvo la voz de Mike Ferrara.
—No, Duke, no se mueva —aconsejó el antiguo contrabandista de alcohol—. Nuestra alianza ha terminado.
El cañón de la pistola de Mike se apoyó contra sus riñones. Luego Mike le quitó la Luger y le obligó a ir a reunirse con Big Mac, Eddie y Ollie. Mike Ferrara quedó ante ellos, comentando:
—¡Qué grupo tan delicioso! Mi cara ha cambiado, pero vosotros seguís siendo tan canallas como cuando comíais el pan que yo os daba. No me refiero a usted, señor Straley, sino a esos que le rodean. Ya di su merecido al «Rata». Tenía una vieja cuenta pendiente con ella; pero Lora Moran la resolvió por mí.
—¿Era ella su ayudante en la casa? —preguntó Duke.
—Desde luego. Ella imaginaba que yo también quería vengarme de la banda de Ferrara. Nunca imaginó que yo era Ferrara. Tiene gracia, ¿verdad? Ella quería vengar a su padre y no supuso que yo le hice matar. Creyó que era su amigo.
—Si ahora estuviese viva tendría una buena oportunidad para vengarse, Ferrara —dijo Duke en voz muy alta—. Si Lora Moran estuviese viva te llenaría de balas el cuerpo.
—Sí, pero está muerta —respondió Mike—. Y los muertos son muy inofensivos, por mucho que digan los supersticiosos. ¿Fuiste tú, Big Mac, quien la mató? No, tú eres incapaz de matar a nadie. Siempre lo has sido. A lo más que llegas es a que otros maten por ti. ¿Fuiste tú, Ollie? No, tampoco. Ollie siempre usó revólver y a la chica la mataron con pistola. Fuiste tú, Eddie, uno de mis mejores hombres hasta que nos separamos. ¡Cuánto he echado de menos tu cara de niño y tu destreza en el manejo de la pistola! Si puedo os enviaré flores el día antes de que os ejecuten.
—Eso no lo harás, Mike Ferrara —dijo la voz de Lora Moran, tras él.
Mike se volvió como un loco y sólo tuvo tiempo de tropezar con una granizada de balas que lo empujaron hacia atrás, lo lanzaron contra la Minerva y, al fin, casi lo partieron en dos. Por muy mal que hubiera quedado Michael Moran después de muerto por los federales, Mike Ferrara quedaba infinitamente peor. Cuarenta balas del 45 automático habían atravesado su cuerpo.
Lanzando exclamaciones de horror, Mac, Ollie y Eddie echaron a correr hacia la puerta del sótano, olvidándose de los billetes y de todo cuanto quedaba allí. Duke se entretuvo unos segundos entre las cajas de embalajes y luego corrió también tras ellos. Al pasar junto a Lora Moran se detuvo un instante. La actriz estaba bien muerta. El postrer esfuerzo había provocado una hemorragia interna. Las últimas balas contra Mike Ferrara debió dispararlas en las contracciones de la agonía.