Las causas de la descomposición de la URSS fueron varias. Por un lado, las de índole interno, como fue el caso del triunfo electoral de los grupos nacionalistas en distintas repúblicas, el golpe de estado perpetrado en agosto de 1991 por las Fuerzas Armadas soviéticas y el Partido Comunista, con el fin de derrocar al Presidente Gorbachov y establecer de nuevo un régimen centralizado fuerte, la severa crisis económica, y una caída dramática de los niveles de vida en aquellos años. La economía en la URSS estaba caracterizada por escaseces, largas colas, corrupción generalizada y falta de estímulos en la clase trabajadora.

Entonces el bloque soviético estaba muy rezagado respecto a Occidente en la aplicación de las innovaciones de alta tecnología en la producción de artículos que no fuesen militares. Las telecomunicaciones y el tratamiento informático de la información fueron dos sectores particularmente sensibles al atraso tecnológico soviético.

Pero también existieron causas de índole externo en la descomposición de la Unión Soviética, impulsadas y orquestadas por el «amigo americano» y la CIA. Ésta es mi conclusión, fruto del estudio y del conocimiento.

En un breve lapso de tiempo el mundo cambió de modo extraordinario e irreversible. Uno tras otro, caerían los regímenes comunistas en toda Europa del Este, los americanos se convirtieron en el guardián político y militar de todo el mundo, sin nadie que les hiciese sombra, y la nueva hegemonía económica la encabezaron Estados Unidos, Alemania y Japón. El capitalismo tendría las manos libres en la explotación del hombre.

El mundo cambiaba a marchas forzadas y yo, mientras, busqué cobijo en perpetuar mis recuerdos de los momentos vividos con Alexandra Vikulov. Desde que ella abandonó el cargo de asesora en asuntos culturales del gobierno de Mijaíl Gorbachov en la URSS, en diciembre de 1990, cuando ya se había iniciado el proceso de desintegración soviético, y regresó a Nueva York, en febrero de 1991, adoptando de nuevo el nombre de Alexis Fleming, no quedó ni el más mínimo rastro de ella. Era evidente que desde entonces tenía que haberse retirado por completo de la vida pública para no poderse obtener ninguna información sobre supersona,por pequeña que éstafuese.

Ninguno de los contactos de Pablo Arnaiz en la Agencia EFE había logrado proporcionar ni una sola noticia sobre Alexis Fleming, ni siquiera su nombre escrito en algún artículo de sociedad. Gracias a los milagros de la informática, disciplina a la que yo empezaba a acercarme tímidamente por aquel entonces, las pesquisas se hicieron simultáneamente para Alexis Fleming, Alexandra Vikulov y Alexis F. Románov. Pero a las tres se las había tragado la tierra.

Desde febrero de 1991, estas tres versiones de una misma mujer, a ciencia cierta complementarias, aunque aparentemente diferentes y contradictorias, habían dejado de existir para el mundo. Silencio y oscuridad. Pero nada más. Era inevitable que pronto comenzase a inquietarme.

Alexandra Vikulov, Alexis Fleming y Alexis F. Romá- nov moraban únicamente en mi cabeza. A menudo, por aquellos días invernales, en el silencio inexorable de mi salón, tirado de cualquier manera sobre el sofá, me venía la imagen de ella en sobrio blanco y negro. Pero ésta no acudía sola, traía su propia banda sonora incorporada, aunque sus sobrecogedores sonidos nada tenían que ver con lo que la imagen narraba.

A decir verdad, aquellas bandas sonoras eran siempre la misma, fuese cual fuese la imagen que me visitase esa tarde. Yo siempre escuché lo mismo: el sonido del silencio, un silencio que me transportaba a aquellos días de verano, en la estepa castellana, en cuyo silencio austero e impuesto no se oía nada más que el ruido milenario que hacía la Tierra girando sobre su eje oxidado y sin engrasar. Invariablemente acababa por sentirme sobrecogido por el runrún monótono y constante que, como en aquellas noches mágicas de agosto en la estepa castellana, ahora se adueñaba de mi.

Llegó la convulsa primavera, menos para mí. El verano aplacaría los ánimos y traería el sosiego, menos para mí. Para mí, los días, los meses y las estaciones eran siempre igual, al menos, en lo substancial. Ese runrún monótono y constante que hace la Tierra girando sobre su eje oxidado y sin engrasar, se me había instalado en la azotea casi de manera permanente. Estaba obsesionado con aquel sonido milenario.

El 25 de abril de ese año nacía Rubén Arnaiz Colomer, hijo de Pablo Arnaiz y Alicia Colomer. Después de comer me llamó Pablo, que andaba enloquecido, lleno de alegría, por el nacimiento del bebé. El alumbramiento había tenido lugar a las quince horas cincuenta y cinco minutos.

A Pablo Arnaiz, la borrachera de felicidad lo había desatado la lengua y acabó por contarme con pelos y señales la épica del parto, «¡una experiencia fascinante y atávica!», según él mismo la calificó.

- Si no tenéis ningún buen padrino, contad conmigo -bromeé por el teléfono-.
- Te agradezco el gesto sincero, pedazo de cabrón
-respondió él con guasa, luego, con tono algo ufano, añadió-. Si te apetece ser simbólicamente el padrino de Rubén, nosotros estaremos encantados de que lo seas. Pero, Alicia y yo, pese a quien pese, hemos decidido no bautizar a Rubén. Los dos hemos llegado al acuerdo de que sea nuestro hijo quien decida cuando sea mayor.
Ahora no cabía duda de que mi buen amigo, el becario, pisaba fuerte.
El invierno apareció perezosamente. Y llegaron las navidades de un año más, las de 1991. Lo único memorable que recuerdo de ellas fue el dulce manjar con rostro de mujer que celebró conmigo la salida y entrada del año. Aterricé en 1992 plácidamente, degustando los placeres narcotizantes de la carne, naturalmente, previo pago de diez mil pesetas.
Después corrió otro año. En un abrir y cerrar de ojos, interminable y cuajado de rutinas y banalidades, salvo cuando afloraban las imágenes en sobrio blanco y negro, acompañadas del sempiterno y sobrecogedor sonido del silencio, aterricé en 1993. En ese año cumplí la cifra mágica de cincuenta y siete años: había logrado superar la barrera de los cincuenta y seis, edad a la que falleció mi padre en aquel estúpido accidente de circulación.Ser un sobreviviente a una fatídica cifra, supongo que
me dio alas para enfrentar con más ánimo el nuevo año. 1993 transcurrió para mí de manera tranquila, aunque con algunas dudas y temores sobre el prolongado
silencio de Alexandra Vikulov, y también algunos cambios
en mis hábitos de vida. A veces la imaginaba recluida y
sola; otras, pérdida en barrios oscuros de Nueva York. En
ocasiones imaginaba que se veía de vez en cuando con el
matrimonio Wyman, unas veces con Edward, otras veces
con Margaret, y quizá otras con los dos juntos. Quizá fuera la crisis de acercarme inexorablemente
a los sesenta años lo que me puso en guardia en aquel
inicio de 1993, alimentándome con dietas sanas, dando
largos paseos, mañanas y tardes, disfrutando de los cambios estacionales en mi queridísima Ribera del Manzanares. En fin, traté de cuidarme por dentro y por fuera a
partir de entonces.
En la segunda semana de diciembre de 1993 llegó
una carta a mi buzón. Advertí que estaba fechada el 3 de
diciembre de 1993 y procedía de una dirección de Nueva
York. La remitente era Alexis Fleming.
Después de leer el sobre, me entró un temblor en
las manos como cuando era bebedor y estaba en período
de abstinencia, y por las sienes me comenzó a brotar un
reguero de sudor ingrato que me helaba todo el cuerpo.
Antes de abrir el sobre, quise asimilar todas las conjeturas que estaban comenzando a precipitarse en cascada
en mi azotea sobre las posibles razones de la carta. Pero,
lejos de tranquilizarme en la espera, la turbación fue cada vez mayor y menos controlable. Nunca como ahora, en los tres años, nueve meses y catorce días que llevaba sin beber, tuve la necesidad de romper mi voto de abstinencia. Aquella inesperada carta me dio miedo. Sin saber por qué, un extraño presentimiento me sobrecogió.
Acabé por afrontar el gran momento, sin dejar que el estado de excitación acabase por jugarme una mala pasada. Abrí el sobre cuidadosamente con el filo de un cuchillo, quería poder guardarlo después lo más intacto posible. Saqué una cuartilla doblada por la mitad y la enderecé despacio. La tiritona que sacudía aún todo mi cuerpo no me permitía actuar con rapidez, sino era a riesgo de cometer algún lamentable error. Cuando tuve el texto delante de mí, me pareció demasiado escueto. Estaba escrito a mano, con pluma, y decía: «Estaré en Ber- lín para pasar las navidades. ¿Qué te parece si nos vemos allí para celebrar la Nochevieja?No estaría mal vernos después de diez años. Ven. Necesito volver a verte. Cuando llegues, llámame a este número: 6311 56139. Sasha».
Al poco de leer el texto y asimilarlo, volví a releerlo: una, dos, tres, quizá cinco veces más. Y a medida que creí ir descifrando las razones del porqué de su escritura, el temblor comenzó a desaparecer enseguida.
«Ven. Necesito volver a verte», no ofrecía demasiadas interpretaciones, así que al día siguiente me puse en marcha. Las navidades no eran fechas muy buenas para volar, pero encontré un billete de ida para el 28 de diciembre. La vuelta me daba lo mismo. No sabía qué me reservaría el destino una vez en Berlín. Las únicas personas a las que mencioné el viaje y el contenido de la carta fueron a Pablo y Alicia.
Aquel día, en el avión, lo único que revoloteaba en mi azotea eran las ideas de cómo sería el reencuentro y qué aspecto tendría ahora Alexandra Vikulov. Pues desde que dejé de obtener información alguna sobre ella, en febrero de 1991, a hoy, habían transcurrido casi tres años. Actualmente Alexandra tendría 39 años de edad. Por algunas de las fotografías que pude ver de ella en los últimos años, haciéndose llamar Alexis F. Románov, gozaba de un aspecto envidiable. Se había convertido en una ejecutiva soviética, nada austera por cierto, de gesto duro, aunque con brillo de humanidad en los ojos. Vestía con elegancia, a menudo con colores oscuros o negro, y de vez en cuando con colores claros. Se había vuelto a dejar crecer el pelo hasta lograr una bella melena cobriza. A mí, en ocasiones, me recordaba la imagen de esas espías guapas y peligrosas del «telón de acero» que aparecían en las películas y en los tebeos de mi época de adolescencia.
A las nueve horas y ocho minutos el avión de British Airways tomó tierra en el aeropuerto Flughafen Berlin-Tempelhof.
Tenía hecha una reserva para la primera noche, hasta no contactar con Alexandra Vikulov, en el hotel Das Stue, del que tan buenos recuerdos tenía. «Nada me gustaría más -acaricié- que encontrarme en este hotel con ella». En aquel hotel la anhelé todas y cada una de las noches que estuve alojado, hacía ahora diez años.
El Das Stue continuaba exactamente igual a como yo lo había almacenado en la memoria, pero no reconocí a nadie del personal. Después de instalarme en la habitación, situada en la tercera planta, con una vista preciosa al Tiergarten, solicité una comida ligera en la habitación para las dos de la tarde. Mientras, para hacer tiempo, salí a pasear por los alrededores del hotel.
La mañana era soleada, aunque el aire gélido que corría en las explanadas del Tiergarten te dejaba pasmado. Así pues, decidí adentrarme por las veredas frondosas del parque, cruzando puentes y canales. Me llamó la atención la cantidad de berlineses que había dando paseos en bici. Muy pronto me sentí conmovido en medio de aquel paisaje salvaje y silencioso, sólo alterado de vez en cuando por el rumor del agua de los canales y fuentes, y por los sonidos de los animales del zoológico, que estaba apenas a un kilómetro de distancia. Aquella mirífica caminata por los senderos del bosque y, simultáneamente, por los de la memoria, era el presagio de un día que prometía ser inolvidable para mí. Al fin, tras diez inacabables años, pasado y presente iban a reencontrarse en Berlín, una urbe que en esencia seguía siendo tal vez igual a como yo la recordaba, pero que ahora resultaba menos inhóspita, menos melancólica y, por contra, más oreada y luminosa, más cosmopolita, más alegre. Durante la última semana, me había informado el recepcionista del hotel, el frío se había estabilizado con una terquedad inusitada; daba la sensación de haberse cristalizado sobre la ciudad. Sin embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Aquel esplendor inmutable y helado había inundado calles y parques con una luminiscencia ininterrumpida de inflexiones risueñas. Y aquella alegría parecía haberse instalado en los habitantes de la ciudad.
Desde aquel Berlín blanco, azotado por la sempiterna ventisca de nieve, a este otro, de cielo azul y sol compasivo, había madurado en mí un sentimiento profundo por Alexandra Vikulov.
De regreso al hotel, los nostálgicos y esperanzados pensamientos acerca de Alexandra Vikulov me fueron abandonando, dando paso a una reflexión sobre las muchas incógnitas que se cernían sobre su persona. ¡Había tantas cosas que todavía desconocía de ella! Alexandra Vikulov había llevado una vida intensa, cuajada de luces y sombras, habiendo acumulado durante años una información de carácter confidencial valiosísima, por la que muchos, seguramente, se dejarían la vida.
Alexis F. Románov, durante tres largos años, brazo derecho en la sombra de Andréi Andréievich Gromiko, convertida poco tiempo después en colaboradora y amiga personal de Mijaíl Gorbachov, rival político del anterior, acabó por convertirse en un personaje incómodo para mucha gente.
Ella, que llegó a ocupar un cargo en la cartera de cultura durante el mandato de Gorbachov, viajando a Washington en misión oficial del gobierno soviético, justo una semana antes de que se produjese la caída del muro de Berlín, y que fue testigo en parte de la desintegración de la Unión Soviética, y que, sin ninguna causa aparente ni justificación, abandonó Moscú en febrero de 1991 para irse a vivir a Nueva York, utilizando de nuevo el nombre de Alexis Fleming, sin dejar el más mínimo ras- tro desde entonces, en mi opinión, se postulaba como alguien incómodo e inquietante.
Hoy ningún berlinés duda de que Mijaíl Gorbachov tuviera un papel decisivo en la caída del muro de Berlín y la posterior reunificación de Alemania. Con Gromiko nada de esto hubiese sido viable. Tampoco con otros posibles sucesores de la línea ortodoxa comunista.
Próximo ya al hotel, cavilé acerca del papel que pudo desempeñar Alexis F. Románov en aquel posible contubernio, jugando a dos barajas, que alzó a Gorbachov en detrimento de Gromiko. Me pregunté además: «¿Qué papel habría jugado Alexis F. Románov en aquella transición aplaudida y respaldada por Occidente que sufrió la Unión Soviética entre el 11 de marzo de 1990 y el 25 de diciembre de 1991?».
Eran las dos menos cinco cuando llegué de regreso a mi habitación en el Das Stue. Cinco minutos después llamaron a la puerta. Una guapa y simpática camarera, emigrante, de nacionalidad española, según me explicó ella misma con gracejo andaluz, atravesó mi cuarto para depositar la bandeja con la comida sobre la mesita que había junto al balcón. La chica debía rondar los cuarenta años y gozaba de una sobresaliente lozanía. Antes de salir, como respuesta a mis deseos hipócritas y forzados por deferencia a su encanto femenino de que pasase unas felices navidades en compañía de su familia, bajo el umbral de la puerta, ella me insinuó algo así como que estas navidades las pasaría sola en Berlín, ya que su hermana, con quien compartía apartamento, había viajado a Grana- da para visitar a la familia. En otras circunstancias, seguramente no habría desaprovechado una indirecta así.
Después de comer, descansé una hora y salí a la calle para comprarme un teléfono móvil con una tarjeta que me permitiese hacer y recibir llamadas en Alemania a otros móviles. A la media hora regresé al hotel con el teléfono que yo necesitaba. Al entrar en la habitación me lancé de inmediato a la tarea de configurarlo para hacer la llamada al número que Alexandra Vikulov me había anotado en su escueta carta.
Me estiré en la cama y marqué en el teclado del teléfono el número 6311 56139. A continuación esperé a que sonase la señal de línea. La espera fue breve, sin embargo, fue lo suficientemente larga como para sentir la presión de la ansiedad en el pecho. Luego, sonaron las benditas señales acústicas en el altavoz del aparato. Fue el prólogo al gran momento.
Ansiaba escuchar otra vez esa voz dulce, trabada en ocasiones de silencios que evocaban añoranza. Pero tras una larga espera, nadie respondió. Volví a intentarlo de nuevo, pero con idéntico resultado. Esperé diez minutos e hice un tercer intento. Pero tampoco tuve suerte.
Pensé que lo mejor era dejar pasar dos o tres horas y volver a llamar. Por lo que decidí salir de nuevo a la calle y pasear, pero sin llevarme el teléfono. Con él encima no podría evitar llamarla continuamente, acrecentando más y más la ansiedad.
El itinerario de la caminata fue una especie de reconocimiento de mi paso por Berlín en 1983. Me gustaba la idea de enfrentar los recuerdos de entonces a la realidad de ahora. Aproveché casi tres horas en visitar algunos de los lugares más emblemáticos del viejo Berlín.
Visité la Puerta de Brandemburgo, el Reichstag, la Potsdamer Platz, pateé Friedrichstrasse hasta llegar al Metropol Theatre y, finalmente, viendo que el sol se escondía sin remisión en el horizonte, tomé un taxi para trasladarme al Bode Museum, situado en la cresta de la Isla de los Museos, en la confluencia del Spreekanal y el rio Spree. Me apetecía volver a sentir la magia del ocaso justo en ese punto. Podía recordar con absoluta nitidez aquel atardecer de hacía diez años. Busqué el banco de piedra donde estuvimos sentados entonces Alexandra Vikulov y yo, y creí encontrarlo. Y, como entonces, me dejé acariciar por los últimos rayos de sol, apoltronado en el banco. Cerrando los ojos, pude escuchar la voz de ella, que me decía: «¿A qué has venido a Berlín?». A lo que yo respondía: «He venido en tu busca». También me acordé del momento en que ella se lamentó, diciendo: «Estoy harta de mentiras y manipulaciones. Cada uno quiere ver en mí lo que le conviene». En ese instante, abrí los ojos y vi que el sol ya se había ocultado, dejando un rescoldo rojizo en las aguas del Spreekanal y el Spree. Sentí rabia. Luego, al abandonar el lugar, recordé mi respuesta de entonces al comentario de Alexandra: «Veo en ti sólo aquello que tú me muestras».
De regreso al hotel pasé por delante de Märkisches Ufer 12. Las cinco ventanas de la segunda planta estaban a oscuras. De algún modo, me hubiese gustado saber quiénes habitaban ahora el lugar donde mi existencia cobró un nuevo sentido hacía ahora diez años.
Llegando al Das Stue, vislumbré un Trabant amarillo, con el motor en marcha, detenido delante de la puerta. La curiosidad me hizo acelerar el paso. «¿Será el cernícalo de Jörg Hofer?», pensé, al tiempo que me daba un vuelco el corazón. No había alcanzado aún la puerta del hotel cuando se resolvió el enigma. Tres turistas italianos que salían en ese momento se metieron en el Trabant amarillo, al tiempo que el conductor les gritaba algo en italiano, metiéndolos prisa. Antes de arrancar el vehículo, me fijé en unos cartelones publicitarios que llevaba adosados en los costados, en los que en varios idiomas se anunciaba: «Retroceda a los años del «telón de acero» en un Trabant y visite un Berlín libre, sin muros ni alambra- das, y unido».
Entrando en mi habitación, contemplé la idea de tratar de localizar al bueno del cernícalo, idea que deseché con cierta pena en cuanto que cogí el teléfono móvil de la mesilla y pensé automáticamente en ella, en que tenía que llamar a Alexandra Vikulov.
Marqué 6311 56139. Aguardé a que sonaran las señales acústicas. Luego, notando de nuevo la presión de la ansiedad en el pecho, esperé y esperé. Después de casi diez intentos fallidos, me resigné a seguir esperando. Daba la impresión de que dar con Alexandra Vikulov no iba a ser tan fácil como imaginé.
Decidí bajar al bar del hotel a tomar un café. No deseaba quedarme como un poseso, paseando de un lado a otro de la habitación, matraqueando las teclas del teléfono móvil hasta reventarlas.
Cuando pasé por el hall de recepción, un botones estaba dejando sobre el mostrador cuatro mazos de periódicos. Pensé que, aunque no entendía nada de alemán, un periódico me ayudaría a distraerme entre llamada y llamada. Al aproximarme, un recepcionista de raza negra, sonriente y algo rechoncho, y de aspecto entrañable, me dijo en inglés que eran los periódicos locales de la edición de tarde, de paso que me ofreció un ejemplar de uno de los mazos, escogido al azar, si bien estuvo unos instantes vacilando, como si dudase cuál parecía el más apropiado para mí.
Me acomodé en un confortable sillón del bar, delante de una taza de café, con el móvil sobre la mesa, dispuesto a abrir el ejemplar del
Berliner Kurier que me había dado el recepcionista. Ojeando la portada, me dio la impresión de ser un diario mucho más sensacionalista de lo que podría haber sospechado nunca. Me entretuve en imaginar lo que podrían decir los titulares de las noticias, fijándome en las fotografías e ilustraciones de las mismas, y, a veces, también a partir de algún nombre propio que conseguía entender.
En una de las páginas del periódico, una pequeña noticia llamó mi atención: una fotografía de Alexandra Vikulov, que parecía una reproducción de mala calidad de la fotografía de un carnet antiguo, y un texto en el que se citaba dos veces su nombre. Súbitamente me sentí invadido por un presentimiento oscuro, acompañado de nubarrones negros, que me cegaron momentáneamente la vista, seguido de una sensación de mareo que me impidió ponerme en pie.
Ligeramente recuperado del shock, me incorporé del sillón y, sin soltar el periódico, abierto y totalmente desplegado, deslicé los pies, haciendo un titánico esfuerzo para avanzar; era como si llevase una losa enganchada a la suela de los zapatos. Crucé el bar, todavía envuelto en los nubarrones negros, y salí al hall. A punto de alcanzar el mostrador de la recepción, se fijó en mí, con cara de preocupación, el simpático recepcionista negro.
Nada más acomodar los codos en la madera del mostrador, el recepcionista se aproximó a mí, acodándose enfrente. Luego, abalanzándose, para buscar una mayor intimidad, me preguntó si podía ayudarme en algo. Yo me limité a dejar el Berliner Kurier abierto sobre el mostrador, sin dejar de mirar la noticia sobre Alexandra Vikulov.
- ¿Le ocurre algo? -me sondeó, aproximándose todavía más, hasta dejarme sentir su aliento-.
- Es el periódico -acerté a musitar, al tiempo que se desvanecieron los nubarrones negros y recuperé la nitidez en la vista-.
- Perdone, señor, pero no le entiendo. Hablé más alto, por favor -repuso él, con amabilidad exquisita-.
- Digo que es el periódico -dije, esforzándome en ser cristalino-.
-¿Elperiódico?
- Sí, este periódico que usted me dio.
El recepcionista, echando la cabeza hacia atrás, exa- minó mi rostro como quien está a punto de resolver un acertijo.Luego exhaló un impostado suspiro y volvióaacercarse a mí, y, con tono odiosamente amable, me dijo:
- ¡Oh!, ya veo, usted no entiende el alemán. Le puedo ofrecer un periódico más adecuado que el Berliner Kurier entonces, con más ilustraciones y fotografías a todo color.
- Lo que quiero saber es qué dice en esta noticia de aquí -dije resueltamente, señalando con el dedo la noticia sobre Alexandra Vikulov del Berliner Kurier-.
- Bueno, señor -respondió el recepcionista, con un tonillo paternalista que comenzaba a sacarme de quicio-. Pero, sinceramente, si busca algo distinto... Puedo ofrecerle algo de literatura sin texto... Ya me entiende -abrevió al fin, guiñándome discretamente un ojo y exhibiendo una sonrisa de conejo.
- ¡Ya! -escupí, conteniendo la impaciencia-. Lo que necesito es que me traduzca esta noticia. Sólo quiero eso.
- Si es eso lo que quiere, yo lo hago, señor. Aunque si luego desea algo más, dígamelo -dijo él, sin borrar la sonrisa de conejo y guiñándome otra vez un ojo-.
- ¡Coño, es que no entiende lo que le digo! -grité sin poder controlarme más-. Tradúzcame de una puta vez lo que dice aquí -después tomé aire para tranquilizarme y agarrando por el hombro al recepcionista, adopté un tono esforzadamente cordial-. Lo siento, amigo. Estoy un poco nervioso. Eso es todo.
- Déjeme ver -indicó él, girando el periódico hacia su posición y colocándose unos lentes-.
El recepcionista echó un primer vistazo a la noticia. Luego alzó la cabeza, escrutándome con cierta inquietud y señalando mientras tanto la fotografía de Alexandra Vikulov del periódico, y me preguntó:
- Perdone, señor. ¿Conoce usted a esta persona?
- ¿Y qué importa eso ahora? Vamos, dígame de una vez lo que pone ahí -respondí, alzando de nuevo el tono-.
- De acuerdo, señor. Tranquilícese un poco.
- Pues traduzca, joder, traduzca de una puñetera vez.
El hombre se acercó el periódico a la cara, se ajus- tó mejor los lentes y comenzó a traducirme la noticia de un modo que trataba de ser neutro, como suelen hacer, o mejor dicho, deberían hacer, los presentadores de todos los telediarios.
- Dice aquí que... -y aspiró con fuerza aire por la nariz para despejarse, continuando después-. «Hoy, 28 de diciembre, fue encontrado el cuerpo sin vida de una mujer en el cuarto de un modesto hotel de Berlín» -y se interrumpió para volver a aspirar con fuerza aire por la nariz antes de proseguir, con un soniquete algo distinto, quizá para diferenciar el titular de la letra pequeña de la noticia-. «El cadáver desnudo de la mujer, estaba sobre la cama en postura decúbito prono, esposada a los barrotes del cabecero, y presentaba signos de violencia, con bas- tantes quemaduras en la piel, principalmente en glúteos y muslos, al parecer, hechas con cigarrillos».
¿Eso es todo? -pregunté con la mayor entereza que me fue posible mostrar, viendo que el recepcionista se interrumpía de nuevo-.
Al simpático recepcionista se le había ido helando la sonrisa mientras traducía y ahora tenía un nudo en la garganta que parecía ahogarlo. Seguidamente arrugó la frente, torció la boca y me escudriñó, mirándome a los ojos sin pestañear, con un gesto grave en su cara oronda como de querer disculparse. Después se tomó unos segundos para respirar a fondo e intentar, sin fortuna, recuperar su habitual serenidad.
- Dígame, qué más pone ahí -dije, lanzando una acuciosa mirada al periódico, con la voz templada en apariencia, tal vez, demasiado templada, acaso debido a que ya había encajado el primer golpe-.
El recepcionista miró a su alrededor, como si acabara de cobrar conciencia de que había clientes que esperaban a ser atendidos en la recepción. Luego, como si nada, me golpeó el hombro con fineza, hasta posarme su mano regordeta y sudorosa. Noté la presión de sus dedos sobre el hombro. Pretendía ser una especie de tímido masaje para aliviar tensiones, pero a mí me resultó terriblemente aburrido, por innecesario, para un tipo como yo que siempre había querido ser duro. Después, una vez más, el recepcionista aspiró con fuerza aire por la nariz, y dijo, mirando de nuevo la noticia:
«Las apariencias indican que la posible causa del deceso fue asfixia por estrangulamiento, en opinión de la policía, y que se realizó tal vez con una media o un pañuelo. Tampoco se excluye que la escena del crimen hubiese sido previamente un escenario de prácticas sadomasoquistas, a juzgar por el arsenal de juguetes eróticos, cadenas y máscaras de verdugo de látex negro, que encontraron los agentes en la habitación del hotel». El recepcionista volvió a interrumpirse. Era evidente que tenía los labios secos y la lengua pegajosa. Así que salivó ruidosamente y reanudó la traducción:
- «La víctima es una mujer con pasaporte ruso, de treinta nueve años de edad, llamada Alexandra Vikulov. El cuerpo ultrajado y sin vida fue encontrado a las doce de la mañana de hoy por una camarera del hotel, quien avisó inmediatamente después a la policía. Según el forense, el espantoso homicidio de Alexandra Vikulov se debió llevar a cabo una hora antes de ser hallado el cadáver». Después de escuchar las fatales palabras del recepcionista, recuerdo que recogí el periódico del mostrador y, con él completamente desplegado, sin poder apartar la vista de la noticia, retrocedí torpemente, arrastrando los pies hacia atrás, como si otra vez llevase una losa enganchada a la suela de los zapatos. Cuando quise darme cuenta, deambulaba por las calles sin saber adónde iba y, peor aún, sin saber dónde me encontraba.
Lo siguiente que recuerdo fue que estaba tumbado en la cama de la habitación del hotel. Yacía en posición decúbito supino, vestido con la ropa de calle, y tenía los zapatos quitados. Pero nunca he podido recordar cómo llegué hasta la habitación. No sé si llegué por mis propios medios o me trajo alguien. Pero en la recepción del Das Stue, cuando lo pregunté más tarde, nadie supo decirme nada al respecto. Al despertar, noté que tenía la boca seca y pastosa, como si hubiese tragado arena y cemento, y un terrible dolor de cabeza que me impedía pensar mucho más allá de lo que me circunscribía a mi propia y más inmediata realidad en esos instantes.
Sin saber por qué, desde que abrí los ojos, percibí una extrañísima sensación, como de vacío infinito, acompañada de una náusea persistente. Tenía ganas de llorar, pero no podía hacerlo. El dolor lo impregnaba todo, hasta tal punto, que no había lugar para más sentimientos.
Lucía un sol espléndido a juzgar por la intensa luz que entraba por la ventana. Mi reloj marcaba las once y veinte. «¿Serían las once y veinte de la mañana?», cavilé, aún soñoliento y confuso. Me tiré de la cama y fui a mirar por la ventana, al tiempo que trataba de adivinar qué día era hoy. «¿Sería 29 de diciembre?», cavilé ahora, comprobando que, en efecto, un sol radiante, incluso caldeado para ser invernal, colmaba la espesura del Tiergarten, dorando el verdor de los árboles. Hacía un bonito día en Berlín.
Encima del escritorio vi el ejemplar del Berliner Kurier. Advertí que estaba abierto justo por la página donde se publicó la noticia del asesinato de Alexandra Vikulov. Releí el artículo como si realmente entendiese alemán y me sobrecogí. Luego me aseé e hice la maleta; tenía la intención, si fuera posible, de regresar a Madrid en algún vuelo de la tarde o nocturno. «¿Qué hacía yo en Berlín si ya no estaba ella?». Pensé que una vez en mi casa, a casi dos mil kilómetros de distancia, podría afrontar mejor el más cruel revés que jamás había recibido en mis cincuenta y siete años de existencia. Pero me engañaba. Me engañaba y me dejaba engañar. Sentía ganas de huir de allí, como si así no pudiese alcanzarme el pasado más inmediato.
Después de hacer la maleta, bajé a la recepción. Allí solicité que averiguasen qué vuelos próximos había con destino a Madrid. También aproveché para coger los periódicos matutinos, comprobando, de paso, que hoy era día 29 de diciembre. Habían transcurrido veinticuatro horas desde que me enteré de la muerte de Alexandra Vikulov y, sin embargo, incomprensiblemente me pareció algo lejano en el tiempo. Desde luego, mi pobre azotea no andaba muy bien. ¿O era el corazón? ¡Estaba hecho un lío! Pero, sobre todo, estaba jodido, muy jodido.
Me acomodé en uno de los sofás vacios que había en el hall de recepción. Busqué más noticias sobre el ase- sinato de Alexandra Vikulov y encontré que en todos los periódicos se daba la noticia, apareciendo tres nuevas fo- tografías, todas ellas en color, relacionadas con Alexandra, además de la ya publicada en el Berliner Kurier el día anterior.
Una de aquellas nuevas fotografías era una instantánea de Alexandra, probablemente tomada en sus últimos tiempos en Berlín por algún conocido suyo que debía ser un tipo muy divertido, a juzgar por la cara de alegría que exhibía ella mientras abandonaba, con las ma- letas en la mano, el portal de una de esas típicas colmenas que surgieron como las setas en Berlín Oriental durante los años de mayor expansión económica en la RDA, con aquella arquitectura urbana estalinista tan difícil de digerir.
Ella, en esta fotografía, posiblemente sí aparentaba la edad que tenía en ese preciso instante, aunque no cabía la menor duda de que sabía cómo envejecer. Me recordó la imagen que me quedó de ella cuando la conocí en La Habana, allá por 1975. Como entonces, su pelo había vuelto a recuperar su tono natural. Y como entonces, una cabellera brillante como el ónix negro caía suavemente en cascada, rozándole las mejillas.
En aquella imagen se mostraba como una mujer madura, de belleza serena, con demasiados kilómetros recorridos, pero hermosa, muy hermosa. También, como entonces, hubiese escrito en mi cuaderno de notas algo así como: «Parece una gacela. Sus piernas son infinitas. También parece un cisne. Su cuello es esbelto y estirado. Es una mujer extraordinariamente bella...».
La segunda de las nuevas fotografías era de la habitación donde supuestamente tuvo lugar el crimen. Mostraba un espacio algo lóbrego, escasamente iluminado, de paredes enteladas en terciopelo rojo escarlata, raídas y descoloridas por los años. La cama era de hierro y tenía barrotes en el cabecero. Había una mesita, dos sillas, una pila de lavabo con espejo, un bidet y un toallero.
En la tercera fotografía se podía ver la fachada del hotel en cuestión, donde parece que estuvo alojada Alexandra Vikulov durante los últimos cinco días. Era un establecimiento antiguo y destartalado, en cuya fachada destacaba un neón verde con el nombre Central-Mitte Hotel, situado seguramente en el barrio de Mitte del antiguo Berlín Oriental.
- Eh, señor. Eh, señor -escuché una voz masculina a mi espalda, en inglés y con acento germano-.
Giré la cabeza hacia atrás y descubrí, plantado delante de mí, a un empleado del hotel. Su presencia me obligó a abandonar el ovillo de cavilaciones y conjeturas en el andaba perdido desde hacía unos minutos, y, por contra, a poner atención en lo que se disponía a comunicarme el hombre.
- Señor -dijo él, esforzándose en vocalizar-, se trata de su encargo.
- ¿Ah, sí? -repuse algo descolocado, con cara de no saber muy bien qué podría ser lo que al parecer había encargado yo-.
- Hoy tiene dos vuelos desde Berlín a Madrid, los dos son directos, y creo que se ajustan a sus horarios. Acompañé al eficiente empleado y formalizamos desde la oficina de recepción la compra del billete para el vuelo que salía a las veinte horas y diez minutos. Luego subí los periódicos alemanes a la habitación. Había decido conservar todo aquel nuevo material de prensa en torno al asesinato de Alexandra Vikulov. Prefería que alguien de confianza me tradujese las noticias a mi regreso a Madrid, antes que volver a confiar a nadie más mi dolor. Mientras me encontrase en Berlín, trataría de pasar en la medida de lo posible de puntillas por este terrible asunto. Ahora no podía permitirme perder los nervios. Cuando estuviese en Madrid, en la tranquilidad de casa, ya tendría tiempo, posiblemente, demasiado, pa- ra gritar mi sufrimiento.
Observé que todavía era pronto. Mi reloj marcaba la una y cinco. Tenía tiempo de salir a comer en algún restaurante y después, antes de decir adiós a Berlín, cumplir un último deseo.
No pretendía remover las cenizas de tan luctuoso asunto. Tampoco quería rememorar ningún momento en especial de los que viví con ella. Sólo quería conocer, al menos por fuera, el Central-Mitte Hotel.
Después de comer tomé un taxi que me llevó al cogollo del barrio de Mitte. El taxista no conocía dónde estaba el Central-Mitte Hotel, por eso prefirió dejarme en Alexanderplatz, o como decíamos ella y yo, nuestra plaza.
«Es uno de los pocos lugares de Berlín en los que me ahogo. Aquí me siento muy sola». Aquellas palabras de Alexandra resonaron con fuerza dentro de mí. Ahora tristemente tenían todo su sentido.
Tuve que preguntar a muchas personas y callejear bastante antes de dar con la dirección del hotel. Una simpática viejecita alemana, a la que casi no podía entender mientras me hablaba en su limitado inglés, y que además mezclaba los dos idiomas con desenfado, fue quien me guió hasta dar con el rancio edificio hotelero. En su lento caminar, ella no paraba de hablar. Gesticulaba y parloteaba como una cotorra, sin que le importase demasiado si yo podía entenderla o no: «Im Central-Mitte Hotel ein ermordeten Mädchens starb gestern -e insistía, aderezándose cada vez de aspavientos más dramáticosMädchen starb gestern... Murdered girl died yesterday... Girl died yesterday... Yesterday, a girl was killed...»75. De aquel batiburrillo de vocablos, a la postre creí distinguir el significado.
El Hotel Central-Mitte estaba ubicado en un feo y sucio inmueble de un angosto callejón sin salida y sin más iluminación que el neón verde de la fachada del establecimiento. El edificio tenía ventanas pequeñas, todas ellas iluminadas con luces escasas y mortecinas. La clientela daba la impresión de ser bastante ruidosa, por las risotadas y conversaciones que se podían oír en el callejón. En el poco tiempo que estuve frente a la puerta del hotel, me dio la impresión de que había demasiado trajín. Entraba y salía gente muy a menudo, en su mayoría, hombres solos, mujeres solas y parejas.
Viendo el escenario donde había tenido el último acto de la vida de Alexandra Vikulov, no me resultó difícil imaginarme cómo debieron ser sus últimos meses antes de morir.
No tardé demasiado en abandonar el lugar. Yo ha- bía preferido finalmente no visitar el interior del hotel. Pensé que cuantas menos imágenes quedasen grabadas en mi memoria de todo aquello sería mejor a la larga. Prefería recordar todo lo que habíamos vivido juntos, lo que nos habíamos dicho y lo que no nos habíamos atrevido a decirnos, antes que admitir la parte final de esta biografía.
CAPÍTULO XX

(75) En una mezcla de alemán e inglés, que traducido al español significa: «En el Hotel Central-Mitte murió ayer una chica asesinada».

 

NOCHES BLANCAS EN SAN PETERSBURGO

1994 debió ser el peor año de mi vida.Fueron ocho mil setecientas sesenta horas de angustia y silencio, en trescientos sesenta y cinco días interminables.

En aquel año salí del domicilio sólo cuando fue estrictamente necesario, permaneciendo recluido entre el sofá y la cama, y la cama y el sofá. Siempre me sentía cansado; era como si la losa enganchada a la suela de los zapatos se hubiese instalado en ellos de manera perenne. Fue un tiempo en el que nada me distraía, nada ni nadie conseguían mantener mi atención más de diez minutos. Y, por desgracia o por fortuna, había abandonado la bebida desde hacía cinco años.

Tenía motivos para sentirme mal, y me sentí espantosamente mal. Tenía motivos para llorar, sin embargo, pese a que en ocasiones se me formaba un nudo en la garganta, de mis ojos no se derramó ni una sola lágrima.

El 30 de diciembre de 1993, justo al día siguiente de mi regreso de Berlín, busqué un traductor de alemán. Podría haberle dado las noticias de los periódicos alemanes a mi amigo Pablo Arnaiz para que algún traductor de la Agencia EFE hiciese las traducciones, pero preferí no involucrarlo con el fin de evitar tener que dar explicaciones. No me apetecía lo más mínimo hablar de la muerte de Alexandra Vikulov con nadie, menos aún, siendo conocido o amigo.

El traductor me anunció que debería esperar al día 2 de enero para tener la traducción. Acepté, consciente de que estando en plenas navidades, tampoco iba a encontrar otras opciones mejores.

Me hubiese gustado pasar por la Nochevieja de puntillas. De haber seguido siendo bebedor, seguramente hubiese cogido una trompa de campeonato y hubiese transitado hacia 1994 completamente anestesiado. Pero no sólo no logré pasar de puntillas sino que además tuve presente que era Nochevieja durante toda la noche y la madrugada del Año Nuevo, gracias a mis ocasionales vecinos. El piso de al lado llevaba casi dos años en venta y los dueños habían tenido la feliz idea de prestárselo a sus hijos para hacer la fiesta de Nochevieja.

¡Vaya nochecita! Si me quedaba en el sofá del salón, tenía que escuchar aquella estruendosa algarabía de música y chillidos. ¡Y menudo repertorio musical! O eran temas comerciales de los que sonaban en las listas de éxitos o empalagosas baladas latinas con grandes y chirriantes orquestaciones. Pero si me iba al dormitorio y me tiraba en la cama, además de todo lo anterior, tenía que escuchar en primer plano jadeos y aullidos de placer.

A eso de las cuatro de la madrugada decidí salir a pasear. Tenía la intención de vagar sin rumbo, en un itinerario de calles vacías o poco transitadas, hasta que fuesen las siete para ir a tomarme un chocolate con churros a la cafetería donde a veces iba a desayunar.

Nevaba en Madrid. Comenzaban a caer los primeros copos de nieve justo al salir de casa.
Sentir la nieve bajo los zapatos me dio ligereza, has- ta el punto de que enseguida dejé de notar aquellas losas pegadas a las suelas. Disfrutar la fría caricia de la nevisca en el rostro, me dio sosiego.
De regreso, antes de ir a tomar el chocolate con churros, paseé por la Ribera del Manzanares, en dirección al puente de los Franceses. Aquel lugar siempre había tenido para mí efectos balsámicos y una atmósfera especial para la ensoñación.
Mientras la nieve siguió arrullándome, imaginé que iba en una especie de cama trineo, surcando velozmente una de las orillas del rio Nevá de San Petersburgo. Cada vez más próximas, se atisbaban luminarias amarillentas, cimbreándose como juncos movidos por el viento; pensé que debían ser velas y candiles.
Era una enorme masa de luces en movimiento, haciendo un discreto baile, al son de una música orquestal que llegaba del mismo sitio. Al aproximarme, vislumbré un gran escenario montado en una escollera del rio.
El público que se congregaba ante el escenario iba también en trineo. Había cientos de ellos. En cierto modo era como un drive-in cinema en versión rusa, con trineos tirados por perros en vez de coches.
Por fortuna encontré un hueco donde detenerme al pie del escenario. Mis perros se tumbaron pacíficamente, y ellos y yo nos deleitamos con la representación de «Giselle», a cargo del Ballet Kirov.
Pensé en ella. Y enseguida la busqué con avidez en el escenario. Pero ninguna de las bailarinas se parecía a Alexandra Vikulov.
Sí me pareció reconocer sobre el escenario al joven que hacía tiempo, en otras navidades y en otros parajes nevados también de San Petersburgo, yo confundí con ella. Recordé que estuve persiguiéndole en trineo por un lago helado hasta que logré alcanzarlo en los ojos de aquel puente de piedra y hierro, próximo a la avenida Nevski. ¿Cómo se llamaba?, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí!, era el puente Anichkov y el río se llamaba Fontanka.
De aquel joven, entonces, cuando logré verlo de cerca, deduje que podría ser el hermano gemelo de Alexandra Vikulov.
Ahora, el guapo bailarín, de melena brillante como el ónix negro, que volaba en espectaculares arabescos de un lado a otro del escenario, me causó idéntica impresión. El joven era un calco de Alexandra Vikulov.
Cuando me metí en la cama, cerca ya de las ocho de la mañana del día 1, aún me seguía rondando con persistencia la imagen del joven bailarín. Sospecho que finalmente me abandoné a tan etéreos sueños, sin oponer resistencia, hasta quedarme adormilado. Por ventura, logré descansar, gracias a que en ningún momento tuve presente el último capítulo de la vida de Alexandra Vikulov.
La tarde del 2 de enero el traductor me trajo a casa las traducciones. Después de leerlas, advertí que en todas había elementos comunes, aunque también había algunas novedades con respecto a la noticia que se publicó en el vespertino Berliner Kurier.
En resumen, los periódicos alemanes de edición ma- tutina del pasado 29 de diciembre que recogieron la noticia de la muerte de Alexandra Vikulov, venían a decir que podía tratarse de un crimen ritual de carácter sexual, haciendo hincapié en el hecho de que la víctima yaciese desnuda y esposada a los barrotes de la cama en el cuartucho de un modesto hotel de citas, con juguetes eróticos por todas partes, además de cadenas y máscaras de verdugo de látex.
En general, estas noticias ponían acento en los aspectos más escabrosos del suceso. Incluso, en uno de los periódicos, se especulaba con la idea de que podría tratarse de un suicidio camuflado. Según el rotativo, algunas declaraciones de empleados del hotel, calificaban a la víctima de persona inestable. Atreviéndose incluso a especular sobre su sexualidad. «¿Mujer o transexual?», se preguntaba el redactor al final de la noticia.
Aunque quizá lo que más me inquietó fue la noticia, según la cual, Alexandra Vikulov podría ser aquella Alexandra Vikulov que alcanzó notoriedad entre 1973 y 1981 como bailarina y coreógrafa en importantes compañías de danza y, posteriormente, también como cantante de circuitos underground.
El hecho de identificar a la víctima podría animar a alguien a tirar del hilo. Y eso, además de doloroso, podría llegar a convertirse en un asunto molesto, demasiado molesto.

Una mañana de marzo me desperté con alguien aporreando la puerta de mi vivienda. Me tiré de la cama sobresaltado. Me acerqué sigilosamente hasta la puerta. Miré por la mirilla. Al instante creí reconocer a Pablo Arnaiz. Luego me deslicé hacia atrás, sin dar la espalda a la puerta, con cuidado de no hacer ningún ruido. Enseguida los golpes se insertaron en la voz de Pablo, resonando éstos cada vez más fuertes en los silencios entre diatriba y diatriba.

- Alejandro abre de una vez. Sé que estás dentro
-¡pum, pum!: sonaba y sonaba-.
Yo permanecí inmóvil, incómodo con la situación. Pablo y Alicia eran prácticamente mis únicos amigos de entonces. Sin embargo, desde que llegué de Berlín, yo les había dedicado únicamente silencio.
- Esta vez no me voy a ir de aquí. He venido para verte y aquí seguiré hasta que abras esa maldita puerta
-y sonó con más fuerza todavía: ¡pum, pum, pum!-.
Contuve la respiración y permanecí estático, esperando a que se hartara y se fuese.
- Alex, no te comportes como un cobarde y déjame entrar. Vamos, viejo egoísta, abre esta puerta de una puta vez -y los golpes sonaron ahora profusamente violentos, como si fuesen a echar la puerta abajo: ¡pum, pum,
pum, pum!-.
Luego se produjo un prolongado silencio. Pensé
que mi amigo Pablo se habría marchado seguramente.
Me aproximé cautelosamente hasta la puerta y desplacé
ligeramente la tapa de la mirilla. Todo estaba muy oscuro
y no pude distinguir a nadie frente a la puerta. Pero de
pronto surgió de entre las sombras la figura de Pablo Arnaiz, pegándose a la madera de la puerta, para decirme,
paciente y conciliador:
- Estoy al corriente de todo. Créeme que lo siento,
pero encerrándote no conseguirás nada bueno. Abre ya,
Alejandro.
Abrí la puerta y, con ella, en cierto modo, mi corazón.
Me gané un rapapolvo que escuché con auténtico
estoicismo. Después tuve que hacer la firme promesa de
no abandonar el trabajo que Alicia y él me habían proporcionado, y que, en su opinión, no sólo me podía servir
para evadirme, sino que además era mi única fuente de
ingresos y no podía permitirme el lujo de perderla. También intercambiamos algunas informaciones, hubo gestos
de comprensión, y me hizo jurar que al menos nos veríamos un par de veces al mes. Finalmente, antes de marcharse, nos dimos un fuerte abrazo.
Pablo me había revelado que vio las noticias sobre
la muerte de Alexandra Vikulov en uno de los informes
que le preparaban periódicamente, según mis propios deseos, los compañeros de internacional de la Agencia EFE. Me confesó que estaba muy preocupado desde que leyó la noticia en el Berliner Kurier, al día siguiente de publicarse. Tenía además otras noticias de fechas posteriores que hacían mención al crimen y que me entregaría, según me adelantó, en nuestra próxima cita.
Para Pablo, el hecho de que la tesis más plausible fuese que la muerte habría sido por estrangulamiento, y no un suicidio, convertía en posible sospechosa a mucha gente. Seguramente que estarían investigando a todas aquellas personas que tuvieron contacto con ella los días anteriores al suceso, y eso también podría incluirme a mí.
- ¿Quién sabía de tu estancia en Berlín el día que la asesinaron? -me había preguntado Pablo, con inquietud-.
- Sólo Alicia y tú, supongo.
- Ya. Pero estuviste alojado en un hotel.
- Sí, claro, en el hotel Das Stue.
- ¿A qué hora llegaste a Berlín aquel 28 de diciembre?
- Alrededor de las nueve de la mañana.
- El crimen tuvo lugar, según cuentan los periódicos, en torno a las once de la mañana de ese día -dijo Pablo, frunciendo el ceño-.
- ¿Dónde quieres ir a parar? -protesté-.
- Tranquilo, Alex, tranquilo. En absoluto dudamos de ti. Pero quiero que te des cuenta de que estás metido en un lío. ¿Cuándo abandonaste Berlín?
- El 29 por la tarde.
Pablo frunció nuevamente el ceño, dejando brotar un gesto de preocupación.
- Si surgen problemas, puedes contar con nosotros.
Yo me limité a asentir, consciente de que Pablo podría tener razón en sus apreciaciones.
Los siguientes encuentros entre Pablo Arnaiz y yo fueron en restaurantes, casi siempre para cenar, menos en una ocasión, en la cual no pude negarme a compartir con Alicia y con él el tercer cumpleaños de su hijo. En todo 1994 Pablo y su familia fueron las únicas personas a las que permití aproximarse a mi vida.
Estaba despidiéndose el verano de la ciudad cuando Pablo Arnaiz, en una de nuestras citas, me proporcionó nuevas noticias relacionadas con Alexandra Vikulov. En esta ocasión me entregó una cinta de video con un programa grabado de televisión. Se trataba de un espacio, algo truculento, con reportajes dedicados a investigar enigmas de crímenes recientes. Uno de ellos, titulado «El enigma Vikulov», estaba centrado en el crimen de Alexandra Vikulov, manejando como hipótesis más probable el suicidio, y, más todavía, el suicidio simulado, es decir, que la víctima se puso en manos de un verdugo co- nocido. Las razones para quitarse la vida, según el reportaje, eran muy razonables. Parece que en unas declaraciones hechas por su médico de cabecera en Nueva York, mientras ella vivió allí entre 1991 y 1993, éste reveló que ella padecía leucemia desde hacía casi dos años y que no había ninguna esperanza.
Durante más de un mes estuvieron investigando Pa- blo Arnaiz y sus amigos de la Agencia EFE sobre la identidad de ese médico de cabecera de Nueva York, pero resultó del todo imposible averiguar su nombre y, por supuesto, su paradero.
Las primeras tormentas del otoño me hicieron abandonar el prolongado letargo estival, pudiendo recuperar en parte las ganas de seguir luchando. Una energía, seguramente pasajera, pensé, me dio arrestos para enfrentarme a mi propia existencia en aquellos días. La monotonía, para mí, ya no sólo se reducía a vagar por el piso, del sofá a la cama y de la cama al sofá. Ahora también pasaba largos ratos delante del ordenador. Había vuelto a atender los encargos de trabajo, y éstos crecieron y crecieron. Cada vez dedicaba más tiempo a las traducciones y, en consecuencia, los ingresos mensuales también crecieron.
Algunas noticias nuevas, en esta ocasión, publicadas en la prensa americana, además de hacer una semblanza de la carrera artística de Alexandra Vikulov, incidían sobre todo en la idea que ya apuntaba el reportaje de televisión, de que la muerte fue un suicidio simulado, debido sin duda a que la víctima padecía leucemia en fase terminal.
Aquella tesis del suicidio simulado cada vez me indignaba más. Me parecía disparatada y nada creíble, y llegué a sospechar que se trataba de una noticia fabricada, de una corriente de opinión orquestada desde alguna cloaca de poder, con fines oscuros.
- Entonces, según tú, alguien quiere echar mierda para desviar la atención -comentó Pablo Arnaiz, frunciendo el ceño-.
- Cada vez estoy más convencido, Pablo. Es una cortina de humo, puedes estar seguro.
- Ya sabes que a mí siempre me pareció la idea más lógica la del asesinato.
- Quizá, si alguna vez... -me interrumpí, retomando enseguida la frase de manera distinta a como pensaba decirla-, si alguna vez vuelvo a sentirme bien, probaré que todo esto que nos cuentan es pura basura. A Alexandra Vikulov la asesinaron. Cualquiera pudo hacerlo. Desgraciadamente, Alexandra sabía demasiadas cosas de demasiada gente.
A medida que fueron transcurriendo los días, com- prendí que necesitaba probar que Alexandra Vikulov no estaba enferma cuando murió. Necesitaba saberlo también por mi propia tranquilidad. La idea de que ella me hubiera escrito una carta para decirme que necesitaba verme, proponiéndome pasar la Nochevieja con ella en Berlín, aunque cabía alguna posibilidad de que hubiese sido para despedirse de mí, siempre me pareció, y lo sigo pensando todavía, que aquella carta acogía otras razones.
Tomé la decisión de ponerme en contacto con Klaus Wender Sanginés con la intención de obtener a través de él la prueba concluyente de que Alexandra Vikulov no padecía leucemia. En la embajada española en Berlín me informaron que Klaus Wender ya no trabajaba allí. Hacía dos años que se había jubilado. No obstante, me dieron el número de su teléfono móvil, cuando dije que yo era un familiar suyo.
- ¿Recuerda a Alexis Fleming? -le dije por el teléfono a Klaus Wender-.
- Cómo no voy a recordar a aquella bella criatura
-manifestó con su característico tono de apatía; luego, tras quedarse en silencio, añadió, lamentándose-. ¡Pobre muchacha!
- ¿Entonces lo sabe? -inquirí de inmediato-.
- Lo leí en la prensa. Pero entonces se hacía llamar Alexandra Vikulov.
- Necesito que refresque bien su memoria y que averigüe qué decía el informe de la autopsia.
- ¿Quiere que consiga ese informe?
- Lo necesito.
- Pero eso le costará caro, señor Rocamora. Yo estoy ya un poco fuera de circulación, por lo que deberé contar con la colaboración de otras personas.
Después de varios tiras y aflojas, llegamos a un acuerdo razonable. Transcurridas tres semanas tuve noticias suyas.
El informe de la autopsia de Alexandra Vikulov, fechado el 30 de diciembre de 1993, a los dos días de su muerte, establecía como causa del fallecimiento el estran- gulamiento. En él también se mencionaba que el cuerpo de la víctima presentaba varios signos de violencia, indicando que se debían con toda probabilidad a que había sido sometida a tortura antes de ser estrangulada. Asimismo se decía que en la sangre se encontraron restos de algunos estupefacientes. En efecto, Alexandra Vikulov no sufría ninguna enfermedad en el momento de su muerte.
Quedaba muy claro que esas declaraciones del supuesto médico de cabecera de Alexandra Vikulov, fueron inventadas, y seguramente el citado médico ni siquiera existía. Tal y como supuse, alguien estaba tratando de enmarañar todo este asunto.

Aunque parecía que 1994 no iba a terminar nunca, finalmente concluyó. Con el nuevo año, animado por Pablo y Alicia, comenzó a afianzarse en mí la idea de visitar San Petersburgo. Desde que conocí a Alexandra Vikulov y me habló por primera vez de su ciudad natal y «las noches blancas», quise vivir esa experiencia. Así que, durante bastante tiempo,soñé con viajar algún día a San Petersburgo en compañía de ella. Ahora, tendría que ir solo.

A final de enero de 1995 comencé a buscar una oferta al alcance de mis posibilidades para visitar en junio o julio San Petersburgo. Encontré un viaje organizado del 20 al 30 de junio e hice una reserva. Nunca me gustaron los viajes en los que estaba todo programado porque iban en contra de mi manera de entender la vida. Pero esta vez no tenía posibilidades de viajar como a mí me gustaba. Una vez allí, especulé, compartiría lo estrictamente necesario con el grupo y disfrutaría de todo lo demás a mi aire.

Los meses se fueron escurriendo uno tras otro, esparciendo su aura, gradualmente más cálido, resplandeciente y alentador, sobre mi pequeño mundo, que ahora ya no se reducía a la cama, el sofá y el ordenador. Otra vez había comenzado a salir a la calle de manera regular. También comencé a releer las anotaciones que durante años había hecho en mis cuadernos de notas sobre Alexandra Vikulov. Aquella era una forma de reavivar la llama de los muchos recuerdos que ella me había regalado en el escaso tiempo que habíamos compartido a lo largo de los años, pero además, por primera vez desde que murió, era una especie de pasaporte hacia un futuro apacible. En aquel tiempo me gustaba dejarme arrastrar por los sueños en los que habitaba ella. Por las noches necesitaba hablarle, con lo que acababa enredándome en ficticios diálogos mentales, en los que yo me desdoblaba, haciendo de mí y de ella.

La revelación gradual del pasado, al que había tenido hasta ahora en cuarentena, me estaba devolviendo al mundo, que yo comenzaría a indagar con el júbilo febril de quienes regresan de los confines de la desesperación.

Pablo y Alicia se volcaron conmigo en aquella época. No había fin de semana que no estuviera invitado a cenar en su casa.

Pablo solía insistirme en aquellos días en que debería moverme con precaución y extremar las medidas de seguridad. En su opinión, si quienes habían asesinado a Alexandra Vikulov trataban de tapar a cualquier precio el asunto, divulgando informes falsos, les creía capaces de todo en caso de necesidad. Según Pablo, yo conocía demasiadas cosas sobre Alexandra Vikulov, también sobre algunas personas importantes relacionadas con ella.

Pronto llegó junio, si bien los veinte días que resta- ban para el viaje a San Petersburgo se me hicieron luengos y difusos. Tal vez, dado que yo era un ave nocturna, y que nos aproximábamos al solsticio de verano, razón por la que los días eran cada vez más largos, vivía el paso del tiempo con impaciencia. En el calendario cada fecha que pasaba fui tachándola con alivio; era como si fuese un estudiante restando los días que faltaban para las vacaciones de verano.

Fue en aquellos días de junio cuando abrigué la idea de volver a escribir sobre ella. Ya no era suficiente con releer los cuadernos de notas, ahora necesitaba poner orden en su biografía, reconstruir cada detalle vivido a su lado y, sobre todo, desentrañar los misterios que aún se cernían sobre ella.
La víspera del viaje a San Petersburgo estuve cenando con Pablo y Alicia. A los postres, después de brindar con champagne, les anuncié en primicia mi intención de escribir una novela sobre Alexandra Vikulov.

Amanecía apáticamente, desvelando con lentitud una típica mañana petersburguesa que, tal vez, podría parecer la más prosaica de todo el globo terráqueo y que, sin embargo, para mí, como para el protagonista de una conocida novela de Dostoyevski, era la más fantástica del mundo.

La mañana era húmeda y brumosa, a pesar de estar a finales de junio. Nada que ver con mis recuerdos blancos, compuestos de blanco nieve, blanco lino, hueso, marfil... De blancura y silencio.

Ahora todo era gris, con agujas y cúpulas doradas, obeliscos de granito, galerías y palacios brillantes en la lontananza.

Mientras caminaba a orillas del río Nevá, envuelto en una bruma densa agrisada, en mi segundo día en San Petersburgo, me asaltó una extraña, pero apremiante fantasía, inducida por una lectura reciente. «Si de igual modo que se remontaba esa niebla y se iba hacia lo alto, ¿no se iría con ella también toda la enfangada metrópoli, elevándose con la bruma y desapareciendo como niebla, y quedaría en lugar suyo el antiguo pantano finés, y en su centro, para realzar el decorado, el resollante corcel cabalgado por su jinete de bronce, Pedro el Grande?».

Acababa de alcanzar la plaza del Senado cuando los rayos del sol se impusieron con autoridad sobre los fastuosos edificios, concentrando todo su fulgor en la estatua ecuestre de Pedro el Grande, situada en dicho espacio, frente a la catedral de San Isaac y a orillas del río Nevá.

Camino de la avenida Nevski, donde, según me confesó Alexandra Vikulov, estaban guardados la mayor parte de sus recuerdos de infancia y adolescencia, me pregunté qué tenía esta ciudad, decadente y fascinante, arisca pero acogedora, tirana pero mimosa, que tanto atraía a la gente de San Petersburgo.

Las calles petersburguesas habían sido testigos de batallas y amoríos y también del pasado de algunos de los escritores contemporáneos más importantes de todos los tiempos. Pasear por ellas me pareció la mejor manera de buscar inspiración para mi futura novela.

La corte imperial de San Petersburgo, fundada por el zar Pedro el Grande el 16 de mayo de 1703 con la intención de convertirla en la «ventana de Rusia hacia el mundo occidental», se convirtió muy pronto en la patria de la música, la literatura y la poesía rusas, en la ciudad de escritores tan renombrados como Pushkin, Dostoyevski, Gogol, Chéjov, Tolstói, Turguénev o Lérmontov. En 1914, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, la capital pasó a llamarse Petrogrado y, en 1924, fue rebautizada como Leningrado. Desde la caída del régimen comunista, en 1991, recuperó su nombre original.

Medio rusa, medio europea, San Petersburgo me parecía una soberbia ciudad. Lo que volví a constatar una vez enfilé la avenida Nevski y recordé algunas de las apasionadas descripciones que me hizo en el pasado Alexandra Vikulov.
Dostoyevski decía que «San Petersburgo era la ciudad más premeditada y fantástica del mundo». Creo que era una forma de decir que esta urbe con tan sólo tres siglos de antigüedad, era imaginaria, increíble, quimérica, preconcebida, tramada, planeada.

Ella solía decirme que San Petersburgo nació como un acto de voluntad que pretendía vencer todos los obstáculos, el agua, las marismas, o el clima del delta del rio Nevá, para erigir en ese lugar cenagoso una metrópolis con edificaciones monumentales de aire europeo, y sin apenas elementos de la arquitectura tradicional rusa en las iglesias.

Pedro el Grande planificó la construcción de la ciudad de manera consciente y racional, colaborando en su edificación importantes arquitectos franceses, alemanes e italianos. El resultado final no tardó en ganarse el apelativo de «Venecia del norte». Pero también hacía pensar en Ámsterdam. Y a mí logró transportarme de vez en cuando al Berlín que conocí junto a Alexandra Vikulov.

En la avenida Nevski pasé el resto de la mañana. Recorrí sus cuatro kilómetros largos como si estuviese viendo un continuo escaparate, poblado de bellos edificios, restaurantes, cafés, librerías, jardines, atravesando tres canales, Moika, Griboédov y Fontanka, y deteniéndome a menudo para observar los espacios y sus gentes. En la avenida Nevski resulta imposible no reparar en la cantidad de mujeres hermosas que se cruzan en tu camino. Algunos rasgos faciales, entonces, me evocaron irremisiblemente a Alexandra Vikulov.

Una de mis paradas fue en el jardín de Catalina, uno de esos lugares, tan propios de las ciudades turísticas, donde el visitante puede obtener por no mucho dinero un retrato hecho por algún pintor ambulante. Llamó mi atención que en el parterre hubiese bastantes hombres solitarios merodeando alrededor de otros hombres que permanecían apostados, sin moverse de su sitio; los primeros se aproximaban a los segundos como si estuviesen mirando mercancía, moviéndose en círculo, haciéndose señas discretas. Observé que unas veces se acercaban a conversar con ellos y otras se alejaban para ir a examinar más mercancía.

Estaba alejándome del jardín de Catalina cuando avizoré a una pareja de jóvenes mujeres vestidas de bailarinas de ballet; delante tenían un tenderete con carteles en diversos idiomas del Ballet Kirov. Cuando me aproximé, me obsequiaron con dos bellas sonrisas y una invitación para la gala de esa noche a cargo del afamado ballet con motivo de la celebración de «las noches blancas». El espectáculo era al aire libre, junto a uno de los puentes levadizos del rio Nevá, y la obra era «Giselle». Aquel hecho fortuito me pareció que podía ser tal vez una sutil señal del destino.

Cuando llegué al final de la avenida Nevski decidí desandar mis pasos y volver a recorrerla en sentido inver- so. En esta ocasión callejeé además por algunas vías adyacentes. Tenía la ilusión de andar por los trayectos cotidianos de Alexandra Vikulov, por aquellos lugares que ella recorrió en los años que vivió en San Petersburgo.

En cada nueva esquina tenía el pálpito de poder encontrarme con algún rastro de ella. Incluso albergaba la loca ilusión de toparme con ella misma o, en el peor de los casos, con cualquier estela maravillosa de su paso por allí en el pasado. En aquel emocionante vagabundeo sentí que el corazón podría rompérseme si de pronto apareciese ella. Pero nada de aquello ocurrió. Ni rastros ni estelas. Sí emoción, una enorme emoción.

Comí unos bocadillos mientras regresaba al hotel. Quería descansar de la larguísima caminata antes de ir a ver la representación de «Giselle». El espectáculo comenzaba a las nueve de la noche, una hora perfecta para ver el tránsito perezoso, casi ilusorio, del día a «la noche blanca» petersburguesa.

Mi hotel, al que prefiero no citar, afortunadamente estaba muy céntrico. Pero carecía de encanto alguno, y las habitaciones no eran en absoluto adecuadas para abandonarse a hermosos sueños. Se trataba de un moderno y aséptico establecimiento para turistas de zapatillas y cámara de fotos en ristre, acostumbrados a llegar rendidos por la noche a la piltra.

A las ocho en punto de la tarde abandoné mi aséptica habitación, trajeado con una chaqueta y unos pantalones de lino blancos, y tocado con un sombrero a juego, de ala ancha, tal vez, algo decadente. Lo cierto es que me apetecía ponerme elegante para la ocasión. Habían sido tan pocas las ocasiones que había tenido en mi vida para vestirme elegantemente, que ésta me pareció perfecta. Iba a revivir, por un capricho del destino, algo que ya había vivido anteriormente por boca de Alexandra Vikulov.

Camino del lugar donde se iba a celebrar la representación, situado a unos treinta minutos del hotel, tuve tiempo de recordar con absoluta claridad las palabras de Alexandra Vikulov: «En la época de «las noches blancas», todo San Petersburgo sale a las calles a disfrutar de esos increíbles e infinitos crepúsculos. Se hacen conciertos y espectáculos al aire libre, hay fuegos artificiales, luz de velas... Yo bailé con el Ballet Kirov en un escenario montado en una escollera del rio Nevá, rodeada de reflejos y resplandores espectacularmente mágicos».

Sí, quería sentir en mi propia piel aquel maravilloso relato. Lo necesitaba. Pero además, la ocasión me iba a permitir revivir una especie de déjà vu de algo soñado por mí no hacía mucho tiempo. Tuvo lugar en la última Nochevieja, mientras paseaba en busca de soledad por mi querida Ribera del Manzanares. Los fantasmas del pasado-futuro se materializaron delante de mis narices, presenciando como un espectador de excepción lo que seguramente iba a ver ahora. En ambos casos, la compañía era el Ballet Kirov y la obra «Giselle».

La velada resultó conmovedora, trazada de magia y sensibilidad.No tuve que esforzarme demasiado para sentirme hechizado, del mismo modo que cuando ella, en aquella víspera de la Nochevieja de 1983, estando acomodados en un banco de piedra solitario, en la punta de la Isla de los Museos, y embebidos en el fascinante espec- táculo de la puesta de sol, me relató su experiencia como bailarina en una actuación lejana del Ballet Kirov en un lugar muy parecido al que había tenido lugar ahora la representación.

De regreso al hotel, bajo un cielo que perfilaba la ciudad de tonos naranjas, escarlatas y purpúreos, evoqué con verdadero placer el personaje de la bella Nástenka de «Las noches blancas». Una vez más me sentí identificado con el personaje masculino del libro, melancólico e iluso, y, se cuenta, que álter ego del propio Fiódor Dostoyevski. En la novela, él se enamoraba de ella a sabiendas de que no debería, ya que la muchacha estaba enamorada de su prometido ausente.

«Las noches blancas» formaba parte de la vida de Alexandra Vikulov. Como coreógrafa, creo que fue su gran proyecto inacabado.

Ella y yo nos conocimos en La Habana, en 1975, y ya por entonces estaba elaborando el proyecto. En cierto modo, debió ser su coreografía más ambiciosa. Debió acompañarla siempre, por lo que recuerdo. Fueron muchos años trabajando en ello, imaginando y haciendo bocetos de pasos y movimientos, soñando escenografías o vestuarios, viviendo en ocasiones la trama novelesca como si fuese propia.

Si Alexandra Vikulov no hubiese sido asesinada, tal vez hoy el público recordase «Las noches blancas» no sólo como la novela de Fiódor Dostoyevski. Creo que nadie debería morirse sin poder materializar antes sus sueños. La vida es injusta a menudo. Creo que con ella lo fue.

Después de dos jornadas intensas, gastando suela, fui dando un paseo hasta el Teatro de Ópera y Ballet Kírov, sede de la famosa compañía del Ballet Kírov. Fueron apenas cuarenta y cinco minutos a pie. Ahora el teatro había cambiado de nombre. Se llamaba Teatro Mariinski. En la puerta vi carteles de la compañía, unas veces bajo el nombre de Ballet Kírov, otras bajo el de Ballet Mariinski. También losnombres estaban cambiando desde que se desintegró la Unión Soviética, hacía ya más de cuatro años. Posiblemente, pensé, era una forma de intentar sepultar el pasado.

Cuando atravesé el hall, el ayudante del jefe de prensa del teatro me estaba esperando de pie.
- Buenos días. Soy Alejandro Rocamora -dije, sonriente, en inglés-.
- Buenos días. Me llamo Nikolái Kalinin. Dígame exactamente en qué puedo servirle -dijo en un castellano bastante bueno para mi sorpresa-.
Le expliqué que yo era un estudioso del ballet clásico, que estaba preparando un libro sobre el Ballet Kírov y precisaba documentación, especialmente de los años de 1969 a 1973. Nikolái Kalinin, que me había estado escuchando con mucho interés, me dijo que si podía esperarle cinco minutos, me diría de qué material disponía el archivo del teatro.
Mientras le esperé, eché un vistazo a unas vitrinas que guardaban recuerdos importantes de la historia del teatro. Detrás de los cristales había zapatillas de ballet, viejas partituras, mallas, tutus, bocetos de decorados y fotografías dedicadas de Pávlova, Karsávina, Ulánova, Dudínskaya, Nuréyev y Barýshnikov, todas ellas, míticas figuras de la danza, ligadas a la historia del Ballet Kírov. Con- sideré que de no haber abandonado Alexandra Vikulov el Ballet Kírov en 1973, hoy seguramente también tendría alguna fotografía en esas vitrinas.
Al regresar, Nikolái Kalinin me explicó que disponían de fotografías, varios libros en inglés y actuaciones de la compañía de los años 1969 a 1973 en cintas VHS, y todo lo podía comprar.
- Me interesa todo ese material -fue mi inmediata respuesta en castellano. Luego, con cierta familiaridad, añadí-. Nikolái, ¿puedo preguntarle una cosa?
- Sí, claro. ¿Qué desea saber?
- ¿Lleva muchos años trabajando en este teatro?
- Hace veinticinco años que trabajo aquí.
Nikolái Kalinin, que podría tener cincuenta y tantos años, ya estaba en el Teatro Kírov en 1970, por lo que podría haber conocido a Alexandra Vikulov.
- Es decir, que debió entrar a trabajar hacia 1970, si no me equivoco -dije, manteniendo el tono familiar-.
- Así es.
- Quisiera saber si recuerda a una bailarina de la compañía, que trabajó entre 1969 y 1973, que se llamaba... -me interrumpí, como si tratase de recordar- Alexan- dra. Alexandra Vikulov, eso es.
- Lo siento, no recuerdo a nadie con ese nombre. Pero creo que le podríamos facilitar, si me deja un par de días, la relación de todo el personal artístico de la compañía en esos años.
Abandoné el Teatro Mariinski, cargado con dos bol- sas de material, convencido de que la visita había merecido la pena. Tomé un taxi para que me llevase a la Academia Vagánova de Ballet. Quería conocer cómo era el sitio donde estudió Alexandra Vikulov. Pero nos detuvimos apenas cinco minutos porque el centro estaba cerrado por las vacaciones de «las noches blancas». El edificio resultaba imponente, pero sombrío, debido quizás a que no pasaba ni un alma por allí.
Mientras abandonaba en el taxi los aledaños de la Academia Vagánova, escudriñé minuciosamente el recorrido, poniendo especial atención en las jovencitas que caminaban por las aceras, bien con aire solícito o con actitud indolente. Algunas de ellas me hicieron especular con la idea de que en el futuro podrían ser otras Alexandra Vikulov.
Despedí el taxi a la puerta de mi aséptico hotel. Estaba ansioso. Precisaba empezar a examinar cuanto antes los libros, fotografías y cintas de VHS sobre los años que Alexandra Vikulov formó parte del Ballet Kírov.
Dejé las bolsas en recepción y, viendo que era la hora de la comida, por una vez, decidí entrar al comedor y sentarme con algunos de mis compañeros de viaje para tragar el aséptico rancho de cocina internacional que solían tener por menú.
A los diez minutos me levanté de la mesa y me acerqué a unos grandes almacenes que había en la esquina. Allí me compré un video reproductor de VHS.
Nada más llegar a la habitación, dispuse todo el material sobre la cama y conecté el video reproductor al televisor. Me esperaba una apasionante investigación,inevitablemente trufada de emociones. Y todo ello sin poder echar mano, como antes, de un buen trago.
Durante dos días completos estuve examinando el material. Después de comer me ponía a ello y estaba hasta eso de las diez de la noche. Entonces salía a cenar y luego me dedicaba a recorrer la ciudad bajo el influjo del eterno crepúsculo de «las noches blancas». Vagaba toda la noche hasta el amanecer. Desayunaba y a eso de las ocho me metía en mi aséptica cama y dormía hasta cerca de las dos del mediodía. La ciudad entera parecía vivir de noche en esa época.
Visioné un total de seis cintas de VHS. En cada una había una representación diferente del Ballet Kirov. En el primer visionado no descubrí nada. Me costaba distinguir bien los rostros de las bailarinas. En subsiguientes visionados, poco a poco, comencé a fijar los rasgos de éstas en la memoria. Fui reconociendo a cada una de ellas en las distintas cintas. Pero ninguna me recordó a Alexandra Vikulov. En cambio, casi desde el principio, llamó mi atención un esbelto y bello bailarín.
Aquel bailarín, de apenas de dieciocho años, en dos vídeos que pertenecían a actuaciones del año 1972, me hizo recordar a Alexandra Vikulov. Sus ojos, su boca, su frente, su cuello de cisne... me hicieron evocar aquella descripción de mi cuaderno de notas: «Parece una gacela. Sus piernas son infinitas. También parece un cisne. Su cuello es esbelto y estirado».
Aquel rostro me resultó familiar, enormemente familiar. Cuanto más lo observaba, más me hacía pensar en aquel muchacho al que estuve persiguiendo en trineo por el paisaje helado petersburgués mientras toda la ciudad era azotada por la ventisca. Entonces, cuando al fin lo alcancé en los ojos del puente Anichkov de la avenida Nevski, descubrí con asombro que su parecido con Alexandra Vikulov era tal que no podía negarse que pareciesen dos gotas de agua.
Volví a ver a Nikolái Kalinin en el Teatro Mariinski para recoger las listas con la relación de bailarines que integraban el Ballet Kírov entre 1969 y 1973.
De regreso, en mi aséptica habitación, examiné las listas concienzudamente. En ninguna de ellas aparecía el nombre de Alexandra Vikulov. En ninguna.
Sí apareció en cada una de las listas el nombre de Alexander Románov.
¿Alexander Románov?... Alexandra Vikulov durante su última estancia en Rusia, mientras formó parte del gobierno de Gorbachov, había adoptado el nombre de Alexis F. Románov.
CAPÍTULO XXI

EL RETIRO DE LANZAROTE

El 3 de enero de 2002 decidí huir de Madrid e instalarme en la isla de Lanzarote. Tenía sesenta y seis años recién cumplidos, los había cumplido el día anterior al viaje.

El mundo que me rodeaba hacía tiempo que me producía nauseas. Con la década de los años 2000 dio co- mienzo una cruzada internacional contra el terrorismo, encabezada por los Estados Unidos y su descerebrado presidente George W. Bush. Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, a día de hoy, sucesos cuajados de incógnitas sobre la autoría, se inició una lucha sin cuartel contra el llamado terrorismo islamista. Estados Unidos, ya sin el contrapeso de la URSS, se embarcaría en conflictos bélicos, como los de Afganistán e Irak. En este último, el descerebrado George W. Bush arrastró a otros dos presidentes descerebrados, en lo que se co- nocería como la Cumbre de Las Azores. Tony Blair y José María Aznar metieron también en guerra a Reino Unido y España, haciéndose cómplices de masacrar a millares de inocentes, y propiciar más de un millón de muertos, persiguiendo, según mantuvieron durante mucho tiempo y en contra de la opinión internacional, los tres mandatarios descerebrados, unas armas de destrucción masiva que jamás existieron. España y Reino Unido sufrirían las consecuencias de la atrocidad, pagando un altísimo coste. El 11 de marzo de 2004 tendría lugar la masacre terrorista del 11-M. La organización Al-Qaeda perpetraría en Madrid el atentado más grave de la historia de nuestro país y uno de los peores de Europa, en él perderían la vida ciento noventa y un inocentes y alrededor de dos mil resultarían heridos. Un año después tendría lugar la matanza terrorista del 7-J en Londres, que se saldaría con cincuenta y seis víctimas mortales y más setecientos heridos.

El 2 de enero, víspera de mi partida a Lanzarote, invité a comer a Pablo y Alicia, y a su hijo Rubén, que no tardaría en cumplir once años. Lo hice en un restaurante polaco que había en la Ribera del Manzanares. En los postres, Alicia pretextó tener que salir un momento para ir al parquímetro a depositar más monedas por el estacionamiento del coche, regresando al poco, cargada con un gran paquete envuelto en papel de regalo. Noté enseguida miradas chispeantes de complicidad en los tres.

- Vamos, viejo, ábrelo -dijo Pablo, apremiante, entregándome el paquete-.
Rasgué el papel, apareciendo debajo una caja de cartón, ilustrada con fotografías de un telescopio.
El inesperado regalo me produjo un agradable cosquilleo que me recorrió la espina dorsal de abajo arriba, al tiempo que la piel de la frente se me tensaba. Aquello era el preámbulo de una sensación, mezcla de agradecimiento y felicidad, que siempre se instalaba en mi ser en momentos como ese.
- Estuvimos dudando entre regalarte unas bolas de petanca y el telescopio -bromeó Pablo, mirando a Alicia con evidente connivencia-.
- Pero pensamos que para un jubilado solitario como tú, un telescopio era un regalo mucho más adecuado
-añadió Alicia, contagiada del tono de broma. Luego prosiguió, buscando la mirada atenta de Rubén-. A Rubén le encanta observar las estrellas con su telescopio -y dirigiéndose exclusivamente al muchacho, le preguntó-. ¿No es verdad?
Rubén se limitó a mover la cabeza afirmativamente, con la mirada absorta.
- Bueno, Alex, ya va siendo hora de que adoptes modos de vida saludables -remachó Pablo, seriamente-, y seguro que mirar las estrellas en las noches de Lanzarote será una manera de encontrar paz y distracción para alguien que ha vivido durante años pegado a los ecos de la información.
A la salida del restaurante les invité a casa a tomar café y tarta de chocolate y trufa para merendar. De paso, Alicia me daría unas nociones básicas de astronomía y me explicaría cómo montar y usar el telescopio.
El piso estaba aún con algunas cajas de embalaje esparcidas por los rincones, en las que había guardado los últimos enseres que quería llevarme.
Después de la merienda, a Rubén le dijeron sus padres que debía descansar. Yo le dije al muchacho que podía echarse una siestecita en mi cuarto.
Estando sólo los adultos, Pablo sacó una cajita de madera y la puso sobre la mesa baja del sofá.
- ¿Has probado alguna vez esto? -dijo Pablo, algo solemne, extrayendo de la cajita una piedra de hachís, una bolsita con tabaco y papel de liar-.
-Algunavez.
- Este es un momento muy especial para todos y es- taría bien compartir unos canutos.
- Si tú lo sabes liar, adelante. Yo nunca aprendí.
Entonces Pablo miró a Alicia, la besó y le dijo:
- Hazlo tú, cariño -después me miró sólo a mí y me confesó-. Alicia es una experta liando canutos.
A lo largo de la tarde, hasta que se despertó Rubén de la siesta, fumamos cinco canutos entre los tres. Fueron unas tres horas de viaje mental por mundos cercanos y encantadores que acabaron por unirnos fraternalmente más. Pablo me regaló su cajita de madera con todo lo que aún contenía. ¡Nada como fumarse un canuto para observarel cieloestrelladocon el telescopio!,proclamaron ellos.
Después, ya anochecido, todavía bajo los efectos del hachís, dimos un paseo por las márgenes del río; por la izquierda hasta alcanzar el puente de los Franceses a la ida, y por la derecha desde este punto al puente de la Reina a la vuelta. Fue una entrañable despedida.
Desde que me jubilé en 2001 estuve contemplando la idea de huir de Madrid. Al poco tiempo de morir Alexandra Vikulov, comenzaron a pasarme algunas cosas extrañas. A veces recibía en casa llamadas de teléfono intimidatorias de personas, casi siempre extranjeras, que parecían querer disimular la voz. También creí notar que me seguían en ocasiones. Llegué a tener la sensación de que me estaban vigilando.
En opinión de Pablo Arnaiz, aquello debía tomármelo muy en serio. Podría tratarse de un plan para ponerme nervioso y darme miedo, por lo que, como ya me había advertido en otras ocasiones, debería extremar las medidas de seguridad al máximo. Según él, si quienes asesinaron a Alexandra Vikulov, logrando paralizar más tarde la investigación del crimen, con ocultación de pruebas, difundiendo pistas falsas y, seguramente, comprando voluntades comprables, no se iban a permitir dejar ningún cabo suelto.
Varias veces me repitió, en tono severo y con una mueca de preocupación:
- Alex, tú sabes muchas cosas de Alexandra Vikulov, pero también de algunas personas muy importantes relacionadas con ella. Además, cualquiera que investigue un poco, sabrá que no eres un tipo al que se pueda comprar su silencio. Y eso te convierte en peligroso.
En los últimos años yo había estado dedicando la mayor parte del tiempo libre a examinar todo el material que había acumulado sobre Alexandra Vikulov desde que la conocí en 1975 hasta el día de hoy. También dediqué tiempo a tomar notas para la novela que me proponía escribir. Realmente tenía todo listo. Sólo me faltaba un marco adecuado para ponerme a ello.
Nunca antes había estado en Lanzarote, pero me pareció un sitio perfecto para sentarme a escribir la novela, aislado de tentaciones urbanas e interrupciones no deseadas. Una casita en una isla de sus características podría ser el decorado ideal para quedarme a solas con los recuerdos y encararlos con la mayor honestidad posible. Tampoco me pareció una mala opción para pasar los últimos años de mi vida.
La venta del piso de Madrid me permitió comprar una casita en el sur de la isla de Lanzarote. En realidad era una antigua barraca de pescadores, de piedra y madera, que mandé reformar antes de instalarme en ella. Estaba situada a la salida del pequeño pueblo pesquero de Playa Blanca, y se alzaba sobre un pequeño promontorio a la orilla del mar. En la parte delantera tenía un porche amplio y sombrío, techado hasta la mitad, que se asomaba directamente a la arena de una recoleta playa, llamada El Papagayo. Era mi rincón favorito. Pasaba la mayor parte del tiempo allí, bien delante del ordenador portátil, escribiendo o buscando información, bien distrayéndome con el paisaje cambiante del mar.
Mi mundo se redujo a esta pequeña propiedad. No necesitaba mucho más para sentirme a gusto. La casita era cómoda y fresca, y tenía una situación privilegiada. Para mí, el pulso de la vida se concentraba por entero allí. Todo lo demás estaba dentro de mi cabeza. Por eso decidí no tener televisor. La única ventana que tenía al mundo exterior era internet. Prefería navegar para estar informado a los telediarios de las cadenas de televisión, cada vez más mediatizados, superficiales y soporíferos. Internet también me servía para estar en contacto con Pablo y Alicia, y para hacer nuevas amistades virtuales en las redes sociales.
Por aquel entonces había tomado la decisión de no relacionarme con personas. Me gustaba más conocerlas de manera virtual. Si bien era cierto que el anonimato que permitía el mundo cibernético se traducía la mayor parte de las veces en mentiras, también propiciaba en ocasiones conversaciones sinceras, llenas de revelaciones íntimas que con toda seguridad no se producirían en un encuentro real. Asimismo internet me servía para aliviarme sexualmente de vez en cuando. Un jubilado como yo, de sesenta y seis años, tampoco tenía ya grandes necesidades. El vigor sexual de antaño había ido menguando. En cambio, mi imaginación se había desbocado, ofreciéndome un sinfín de fantasías. Jugar con algunas personas en las redes sociales me daba una subida de adrenalina, una mayor desinhibición y momentos de intenso erotismo.
A veces leía alguna antigua novela, especialmente de autores clásicos rusos. Dostoyevski, Gogol, Chéjov, Tolstói, Pushkin, Turguénev o Lérmontov eran los que solían ocupar mi tiempo. Por supuesto, releí varias veces «Las noches blancas». Otras veces escuchaba música. Me gustaba oír mis discos de jazz y de música brasileña, especialmente los de Ben Webster,Bill Evans, Miles Davis, John Coltrane, Chet Baker, Chick Corea, Keith Jarrett, Weather Report y Pat Metheny, entre los primeros, y Antonio Carlos Jobim, Vinicius de Moraes, Elis Regina, Chico Buarque, Caetano Veloso,Milton Nascimento, Toninho Horta,Joyce, João Donato, Celso Fonseca y João Gilberto, entre los segundos. Cuando oía de este último su versión de «Bésa- me mucho», me acordaba de ella y me invadía la melancolía. Alexandra Vikulov solía estar presente siempre en mi memoria, pero aquella canción, debo reconocerlo, me transportaba irremisiblemente a
Märkisches Ufer 12.

Llevaba casi seis meses en la isla y prácticamente no había salido de la geografía de mi pequeño mundo. Aparte del pueblo de Playa Blanca, donde iba cada dos días para buscar provisiones, o las otras cuatro playas próximas a mi casita, Playa Mujeres, Caleta del Congrio, Playa del Pozo y Playa Puerto Muelas, no me había movido lo más mínimo.

Aquel día, hacía una preciosa mañana de mayo, el sol inundaba de luz el paisaje grisáceo y árido de los alrededores, mientras la espuma de las olas rompientes adquiría brillos cegadores. Era un día perfecto para recorrer la parte sur de la isla. No sabiendo conducir coches, la bicicleta fue la manera ideal de moverme.

Partí temprano para evitar las horas centrales del sol. En el zurrón de la bicicleta llevaba dos botellas de agua, unas piezas de fruta, la cámara de fotos y un mapa de la isla. Tenía el plan de parar a comer en algún sitio cerca de una playa para pasar la tarde a remojo y regresar con el sol de última hora.

Serpenteé varios caminos, cubiertos de piedras amarillentas y sedimentos de polvo volcánico, antes de salir a una pista de tierra con el firme plano que atravesaba entre montañas de lava solidificada algunas mesetas grisáceas y rojizas. Afortunadamente llevaba días entrenando con la bicicleta. Pues no había vuelto a montar en una desde hacía casi cuarenta años, y la ruta obligaba a estar en forma.

Finalizada la pista de tierra, tomé por una carretera por la que apenas pasaban vehículos en dirección a Yaiza.
El paisaje se hizo más y más agreste, con algunos pueblitos blancos, perdidos a lo lejos, coronando las alturas en las laderas de las montañas. Por efecto de los reflejos del sol, a veces las casitas parecían encendidas, como si fuesen bloques incandescentes, y los tejados se asemejaban a enormes parrillas humeantes.
Al cabo de dos horas de pedaleo y algo más de una botella de agua gastada, siguiendo las indicaciones de mi mapa, me desvié por una nueva pista de tierra y grava, desembocando en una altiplanicie ardiente que emanaba vapor por las grietas de la mayor parte de su superficie.
Descendí de la bicicleta y crucé el espacio con ella a pie, sorteando con mucho cuidado, como si atravesase un campo de minas, los efluvios intermitentes que se alzaban por encima de mi cabeza. Aunque suponía que se trataba de vapor de agua, pues de ser otra cosa, nociva para la salud, habría algún cartel indicándolo, ciertamente la idea de permanecer allí más tiempo del estrictamente necesario no me entusiasmaba nada.
Desde antes de llegar al borde de la meseta, habiendo dejado atrás la zona de emanaciones, podía verse el mar inmóvil y, algo más lejos, una atalaya soñolienta y maciza en el agua clara verde azulada del océano Atlántico. Un leve ruido se elevó hasta mí en el aire. Muy lejos, casi en el horizonte, divisé una pequeña mancha avanzando imperceptiblemente hacia donde yo estaba. Descubrí que se trataba de una embarcación pesquera, surcando con determinación las aguas deslumbrantes, mientras el aguerrido sol se rompía en pedazos sobre la arena y sobre el mar.
Bajando una pendiente, avisté algunos bañistas en la playa. Miré el reloj y marcaba casi las once de la mañana. Pensé que antes de proseguir, con aquel sol cayendo a plomo en la arena negra volcánica y con aquel resplandor en el océano que comenzaba a resultar insoportable, merecía la pena darse un baño.
Al pisar la arena, solté la bici en el suelo y abrí el zurrón para coger el bañador. No lo tenía, lo había olvidado. Así que si quería bañarme, tendría que hacerlo desnudo. Cuando me acerqué más a la orilla, advertí que los escasos bañistas que pululaban no llevaban trajes de baño. Hombres y mujeres iban desnudos.
La tierra empezaba a calentar bajo los pies. Me desvestí sin perder tiempo y corrí al agua,zambulléndome de golpe. El agua era fresca, incluso, en los primeros instantes, me resultó fría. Nadé placenteramente mar adentro con la intención de aislarme del resto de los bañistas. Aunque no quise adentrarme demasiado al notar que la fuerza de las corrientes marinas me alejaban en demasía de la costa. Luego, con el fin de descansar, hice la plancha, y sobre mi rostro vuelto hacia el cielo, el sol secó los últimos velos de agua que corrían hacia la boca.
En la playa me tendí boca arriba, notando la arena caliente en la espalda. Dejé que el sol me adormeciese un poco mientras me secaba.
Sin darme cuenta dormí una media hora. Al des- pertar, la parte trasera del cuerpo la tenía cubierta de una fina capa de barro seco grisáceo. Además estaba sediento. Comí las dos manzanas y bebí agua, reservando más de media botella. Me di otro baño y a la salida me puse a pasear por la orilla; no deseaba sentarme en la arena hasta que estuviese bien seco. De vez en cuando una ola más larga que otra venía a mojarme los pies.
A las tres abandoné la playa y reemprendí el camino en dirección a Yaiza. Me detuve al llegar al Charco de los Clicos, más conocido como Lago Verde, por el extraordinario color verde esmeralda de sus aguas. En medio de un paisaje volcánico, rojo y negro, y a pocos metros de la playa, la laguna, aunque de poca extensión, y situada en el cráter del volcán al nivel del mar, poseía un encanto al que resultaba imposible sustraerse. Las tonalidades verdosas del agua, encuadradas por mí con la cámara fotográfica desde distintos ángulos, además de invitarme a un espectáculo bello e hipnótico, me recordaron los increíbles ojos de Alexandra Vikulov.
A unos ocho kilómetros de distancia se encontraba Yaiza, en pleno Parque Nacional de Timanfaya. Cuando llegué eran casi las cinco de la tarde. Pensé que me quedaba tiempo para dar un paseo por el pueblo, tomar algo en un restaurante y regresar. De vuelta, y sin detenerme en ningún sitio, tenía algo más de tres horas de camino. La visita, aunque apresurada, me resultó muy placentera. Yaiza era un remanso de sosiego, donde se podía llegar a escuchar el silencio.
Tomé una ensalada y pescado de la zona a la brasa en un agradable restaurante con una terraza dentro de un gran patio interior con cobertizos y lleno de jaulas con pájaros exóticos.
En la mesa de al lado me llamó la atención una pareja de hombres, vestidos elegantemente, y que prácticamente no cruzaron palabra alguna mientras comían. Uno de ellos, al que tenía enfrente de mí, era un joven mulato, apuesto y atlético, algo amanerado, con aspecto como de jamaicano, y no paraba de sonreír a su acompañante, al tiempo que degustaba golosamente una copa de helado de fresa. A sus pies tenía un perrito Yorkshire Toy que ladraba como un condenado cada dos por tres. De espaldas a mí, el otro hombre, calado con un sombrero de paja de estilo colonial, parecía más mayor y de raza blanca, y fumaba pacientemente un puro habano de inconfundible aroma a Cohíba, desbordándole por encima de los hombros las volutas de humo que acababan por chocarse contra mi cara, empujadas por la lánguida brisa que recorría el patio.
El hombre del sombrero se levantó y marchó hacia el cobertizo que tenía enfrente. Me pareció que había ido a pagar la cuenta. Cuando regresó a la mesa, pude verle al fin de frente. Era un hombre maduro, sin duda, bien conservado, con aspecto de incorregible seductor, de rostro bronceado y luciendo un bien trazado bigote. Parecía todo un personaje, sacado de alguna vieja película de aventuras coloniales. Lo cierto es que el hombre me resultó familiar. Antes de sentarse, cruzamos una mirada. Curiosamente también él me miró como si nos
conociéramos.
Eran las seis pasadas, así que debía apresurarme
sino no quería llegar de noche a mi casita de Playa Blan- ca. Me levanté a pagar y al volver los dos hombres ya no
estaban.
Salí a la calle y cogí la bicicleta que había dejado
pegada a la puerta del restaurante. Me disponía a pedalear cuando atisbé al hombre del sombrero y su joven
acompañante. Estaban a punto de subir a un vehículo
descapotable, un reluciente Chrysler todoterreno de color rojo. El joven entró por el lado del conductor, con el
Yorkshire Toy en brazos, mientras el hombre apuró el
cigarro habano, apoyado en el otro lado del coche. Pasé
a su lado en el instante exacto que él apagaba el puro en
un cenicero portátil que extrajo del bolsillo de la chaqueta.
- Nos conocemos, ¿verdad? -le escuché decir, en el
momento de rebasarle, en esmerado castellano con ligero acento extranjero-.
- ¿Me habla a mí? -respondí, deteniéndome de
manera indolente, aunque sin bajarme de la bici y sin
volverme para mirar-.
- ¿No me recuerda? Nos vimos una vez hace muchos años -alzó él la voz-.
-¿Ah,sí?
- Creo que fue en 1983 -prosiguió él, alzando otra
vez la voz-.
- ¡Menuda memoria! -comenté, volviéndome hacia
él-.
Al ver que el hombre seguía sin moverse con la mirada fija en mí, bajé de la bici y me aproximé lentamente a él. Aquel rostro tan bronceado, de mirada grave y apesadumbrada, con aquel bigote cuidado con esmero, como de galán de cine, me resultaba conocido. Deteniéndome enfrente de él, me vino a la cabeza la imagen de Ronald Colman. Ciertamente el hombre guardaba un gran parecido con aquel astro del celuloide.
De pronto pensé en Edward Wyman.
- Sigue ejerciendo el periodismo -se apresuró en preguntarme-.
- No, senador Wyman -respondí automáticamente-.
- Ajá, ya veo que me conoce.
- Simplemente he atado cabos. Pero, en realidad, no le conozco. Que yo sepa nunca hemos sido presentados.
- Yo en cambio creo conocerle bastante bien, señor Rocamora -dijo él, burlonamente, y añadió seguidamente-. Usted estuvo entrevistando a mi esposa Margaret en 1983. Por aquel entonces estaba muy interesado en conocer cosas de la vida de Alexandra Vikulov.
- Me sorprende su memoria.
- Siempre gocé de una excelente memoria.
-¿Estádevacaciones?
- No, vivo aquí desde hace tres años -luego, mirando a su joven acompañante, comentó-. Él es mi sobrino Tony que ha venido a hacerme una visita.
- Yo estoy dedicándome a viajar, ahora que ya es- toy jubilado -dije después de carraspear un par de veces-.
- ¿Podemos llevarle a alguna parte?
- No hace falta. Me gusta ir en bicicleta.
- Yo vivo muy cerca, a las afueras de Yaiza.
- Bonito sitio. Bueno, debo irme. Quiero llegar antes de que anochezca.
Subí a la bici y me dispuse a marchar, pensando que quizás Edward Wyman podría ayudarme a esclarecer algunos pasajes oscuros de mi novela. De algún modo, él era el eslabón perdido en la vida de Alexandra Vikulov. Era la única persona de las que la conocieron bien a la que nunca había tenido la ocasión de entrevistar. Así que, antes de alejarme, me detuve un instante y grité:
- Quizá volvamos a vernos. Pienso volver por aquí para visitar algunos lugares más.
- En ese caso, estaré encantado de hacer de anfitrión. ¿Qué le parece si nos vemos en el fin de semana?
- ¿Este fin de semana?
- El sábado puede pasar Tony a recogerle a las nueve de la mañana. Le recoge en casa y nos reunimos en Yaiza. Podemos dedicar toda la mañana a hacer turismo por el Parque Nacional de Timanfaya. Luego, podemos comer en la finca y pasar la tarde charlando, con un buen puro en la mano.
- Me gusta la idea. Así será. Esperaré a su sobrino delante del Castillo de las Coloradas en Playa Blanca.

Cuando alcancé el Castillo de las Coloradas, ya estaba estacionado el reluciente Chrysler todoterreno. Al verme llegar, el joven Tony salió del vehículo para recibirme. En menos de media hora llegamos a Yaiza, donde nos estaba esperando el senador Wyman.

La excursión me resultó fascinante. Edward Wyman, ciertamente, era un perfecto anfitrión. Tenía una amena conversación, además conocía detalles de los lugares que visitamos que pocos lugareños debían conocer. Aunque de apariencia seria, resultaba por momentos divertido y mordaz. En cambio, Tony me causó la misma impresión del primer día. Apenas abrió la boca. Se limitó a sonreír o hacer comentarios a destiempo. Sin lugar a dudas, era una persona simple. Pero tenía una sonrisa muy bonita que parecía encandilar a Edward, además de un físico impresionante. Debía tener alrededor de veinticinco años y hablaba un castellano muy rudimentario.

Edward nos contó que Lanzarote sufrió importantes erupciones volcánicas entre 1730 y 1736 que cambiaron por completo la morfología de la isla, quedando prácticamente sepultada una cuarta parte de la misma bajo un grueso manto de lava y ceniza.

El paisaje, especialmente en la zona en la que estábamos, ausente de manto de vegetación, era de una extrema rugosidad en sus formas. En el Chrysler, pasamos delante de unos veinte volcanes. De vez en cuando hacíamos una breve parada para sentir bajo nuestros pies el calor del subsuelo. Había espacios donde la temperatura de la superficie alcanzaba más de cien grados centígrados. Y según contó Edward, a tan sólo trece metros de profundidad la temperatura podía alcanzar los seiscientos grados.

Para Edward, el nombre de Timanfaya, en el dialec- to de los primeros aborígenes, provenía de las palabras «timan», que significaba «riscos» o «montañas», y «faya», cuyo significado podría ser «fuego». También explicó que cuando tuvo lugar la conquista española, en el siglo XV, Lanzarote contaba con una población autóctona de tan sólo trescientas personas, y que, a diferencia de lo ocurri- do en las invasiones de las otras islas, los aborígenes de Lanzarote, los «majos», no opusieron resistencia alguna.

El espectacular colorido de Timanfaya me resultó verdaderamente sobrecogedor. Se asemejaba a un paisaje marciano y, en cierto modo, parecía intimidatorio, también mágico e irreal. Aquellos parajes volcánicos y aparentemente adustos suscitaron en mí una honda impresión, similar a la que en el pasado me producía la contemplación mística y carnal de Alexandra Vikulov.

En aquel infrecuente escenario de Timanfaya resultaba inevitable imaginarse Marte, por sus tonos negro carbón, negro azabache, negro ónix, ámbar, gris piedra pómez, caqui, ocre, siena, coral, naranja, borgoña, rojo carmesí, rojo bermellón, rojo escarlata y granate.

De regreso a Yaiza, Edward se interesó en saber qué opinión tenía yo de Alexandra Vikulov. Pero preferí salir con evasivas antes que darle explicaciones. Le hice saber que prefería conocer su opinión, indiscutiblemente más autorizada que la mía, ya que la había tratado mucho más que yo. También aproveché para tantear su disposición a ser entrevistado sobre su relación con ella y el mundo en el que ésta se desenvolvió.

- Tengo setenta años -dijo Edward, con cierta aspereza-. Hace cinco que abandoné la Agencia. Y muchos de los asuntos en los que participé, y esto incluye a nuestra común amiga Sasha, están desclasificados o a punto de serlo. Así que le puedo contar todo lo que desee.
- En ese caso, no sé si será suficiente un solo habano para pasar la tarde -bromeé-.
- Un Cohíba da para mucho, créame.
- ¿Puedo preguntarle por su esposa? -dije de sopetón, sin pensármelo dos veces-.
- ¿Qué tal se portó ella con usted? -respondió con evidente doble sentido-.
- Bien, supongo -titubeé-.
- Comprendo. En fin, Margaret falleció hace casi cuatro años. Sufrió una enfermedad degenerativa que la postró enseguida en una silla de ruedas. Su estado se fue agravando hasta el punto de afectarle severamente sus facultades mentales. Fue terrible. Al final no conocía a nadie, tampoco sabía ni quién era ella ni nada que tuviese que ver con su existencia. Perdió la memoria.
- Lo siento. Créame, yo si a algo le tengo pánico es a perder la memoria. Sin memoria no hay pasado, y una persona sin pasado no es persona. Antes la muerte que perder la memoria.
- Opino lo mismo, por cruel que parezca.

La finca de Edward Wyman se parecía en cierto modo a las mansiones de los famosos en Hollywood. Aunque exteriormente conservaba la arquitectura propia de la isla, el interior de la casa tenía un diseño moderno y minimalista, con grandes espacios diáfanos, y una espectacular piscina cubierta que separaba el salón principal del jardín.

Después de la comida, Tony se fue a la piscina, y nos quedamos solos Edward y yo. Aposentados cómodamente en unos sillones de mimbre, cada uno con un Cohíba en la mano, nos dispusimos a charlar distendidamente. Nunca en mi vida, cuando fui fumador -yo diría, hace millones de años-, tuve la suerte de fumar un Cohíba. Por eso ahora, desde que Edward habló de invitarme a uno mientras charlábamos, no lo dudé apenas.

- A veces la vida nos pone delante de situaciones que cambiarán por completo nuestro destino -dijo Edward, con soniquete soñoliento; y después de un silencio, para dar un par de hondas caladas al Cohíba, añadió-. De joven nunca pensé que llegaría a vivir de la política.Fue mi padre quien prácticamente me obligó a estudiar Derecho y luego Ciencias Políticas, para continuar la tradición familiar.

A Edward Wyman, según confesión propia, lo que de verdad le gustaba en aquellos años era el mundo del espectáculo y, sobre todo, la danza.

Mientras parecía dormitar, quizás llevado por el es- tado de sopor, tras la copiosa comida y las dos botellas de vino que bebió él solo, salvo dos copas que tomó Tony, se entregó a la conversación sin oponer resistencia alguna. En lo que parecía un arranque de sinceridad, me confesó que estuvo en varios grupos universitarios de teatro, al tiempo que estudiaba danza en una escuela pri- vada. Incluso hizo sus pinitos como bailarín en una compañía semi profesional. Pero, presionado por la familia, abandonó el mundo de la farándula por el circo político.

- ¿Quién mató a Alexandra Vikulov? -pregunté a bocajarro, aprovechando el estado de entrega de Edward-.
- ¡Pobre Sasha! -musitó él, apenas con una brizna de voz, refugiándose seguidamente en el silencio y en los recuerdos-.
Viendo que no salía de su mutismo, volví a insistir en la pregunta, con más ahínco si cabe:
- ¿Quién mató a Sasha?
- Y qué más da -respondió entonces, como si quisie- se zanjar el tema-.
- ¿Recuerda cuándo la conoció? -pregunté ahora, sin demostrar demasiado interés-.
- Fue a finales de noviembre de 1980.
-¿Ydónde?
- En Nueva York. Una ex compañera por aquel entonces de Sasha en el Ballet Nacional de Cuba me invitó a una exposición fotográfica de su amiga -luego, alzó la mirada al cielo, tornándose evocador-. Sasha era una artista deslumbrante y polifacética. Tenía un talento natural para todo lo que tuviese que ver con el arte.
- ¿Quién era esa ex compañera?
- Wendy Cárdenas. Pero seguramente usted debió conocerla.
- Sí, sí, la conocí -dije sin querer detenerme más en el tema-.
- Ella y Sasha eran muy «amigas» entonces, ya me entiende. Wendy era una preciosa mujer cubana que no pasaba desapercibida allá donde iba.
- Lo siento, no era mi tipo. No es ese el tipo de mujer que suele encandilarme.
- Comprendo. Usted las prefiere más gráciles, más...
-y se interrumpió, tratando de buscar la palabra adecuada-. Más ambiguas. Por eso le gustaba Sasha.
- ¿Y cómo se conocieron su esposa y Sasha?
- Las presenté yo. Sasha estaba envuelta en un feo asunto legal y la llevé al bufete de abogados donde trabajaba Margaret. Lo que ocurrió después, usted ya lo sabe.
- Usted era amigo personal de Ronald Reagan, ¿no es cierto?
- A Ronald lo conocía desde hacía muchos años, desde antes de que se dedicase a la política. Él, como yo, también abandonó el mundo del espectáculo por el circo de la política.
- A las pocas semanas de jurar Reagan el cargo de Presidente, le nombró a usted portavoz de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, ¿cierto?
Edward se limitó a asentir con la cabeza, más concentrado en paladear cada nueva calada al Cohíba que en la conversación.
- Por entonces, era además Asesor del Grupo de Acción Política de la División de Actividades Especiales de la CIA. Se puede decir que usted gozaba de un gran poder y que ejercía una influencia considerable sobre Reagan.
- ¿A dónde quiere ir a parar? Vaya al grano -dijo con impaciencia-.
- ¿El Presidente y usted solían decir que la URSS era algo parecido al «imperio del mal»?
- Eso está en las hemerotecas.
- Pero quizá no figure en ellas que usted fue el artífice de la creación de movimientos anticomunistas en todo el mundo.
- Era mi obligación, primero como norteamericano, y segundo como miembro de la Agencia -fue la respuesta suya, expresada con contundencia y convencimiento-.
- En un reportaje de prensa de aquellos años, creo que del Daily News, se insinuaba que Wendy Cárdenas forzó la situación para que usted y Alexandra Vikulov, nacida en la URSS y criada allí y en Cuba, se conociesen. ¿A qué venía tanto interés?
- Creo que ese interés lo tenía la propia Alexandra.
- ¿Y Wendy? -insistí-. Porque ya por entonces la joven cubana trabajaba para ambos lados. Ella era un agente doble que vendía información a un lado y a otro del «telón de acero».
- La encantadora Wendy era muy lista y, sobre todo, muy práctica. Como a muchos cubanos, privados del derecho a la libertad, pasando a menudo penurias, el dinero la volvió loca.
- ¿Cree que esa fue la razón para que siendo agente del KGB decidiese colaborar también con la CIA?
- No le quepa la menor duda. Además, lo que usted quizás no sepa, es que la información que pasaba a la URSS era algo que nosotros dejábamos deliberadamente circular.
- ¡Vaya con la CIA!
- El pasar falsas pistas lo hacen todos los Servicios de Inteligencia del mundo.
- Pero para eso hay que contar con una red extensa de colaboradores.
- Evidentemente. Pero también hay que saber a quiénes se propone colaboración.
- Supongo que por dinero debe haber mucha gente dispuesta.
- Cuando existía la RDA, en Berlín Este, había bas- tante gente dispuesta a ofrecer sus servicios.
- Tengo entendido que Berlín Este era un nido de espías en aquellos años.
- En efecto. Bastaba con darse una vuelta por el Café Adler en el sector occidental, o tantear a porteros de inmuebles o a los taxistas. Taxistas y porteros siempre han sido un buen caldo de cultivo para la colaboración.
- Pero siempre pensé que eso era más un tópico que una realidad.
-¿Ustedcree?
- No lo sé, pero... -esbocé, algo escéptico-.
- Se asombraría si supiese cuánta de esa gente colaboró con la Agencia. ¿Recuerda a Jörg Hofer?
- ¿A quién? -dije sin comprender a quién se estaba refiriendo Edward-.
- Jörg Hofer trabajaba en aquellos años como taxista independiente en Berlín Este. Usted utilizó sus servicios.
- ¿Jörg Hofer? -interrogué en voz baja a mi memoria, rascándome la azotea, hasta que de pronto recordé y me dije: ¡Caray con el cernícalo!- ¿Jörg Hofer trabajaba para ustedes? -pregunté sin salir del asombro-.
- Así es. Nos preocupaba conocer las actividades de los extranjeros que visitaban Berlín no para hacer turismo precisamente.
- ¿Qué puede decirme de Yuri Stanislav Lébedev?
-tercié seguidamente-.
- Era un comunista paranoico y peligroso, un agente muy apreciado dentro del KGB.
- Fue novio de Alexandra Vikulov.
- A Sasha siempre le atrajeron de modo especial las personas conflictivas. No tenía muy buen ojo a la hora de enamorarse.
- ¿Eso incluye también a su esposa Margaret?
- También incluye a mi esposa -dijo después de me- ditar la respuesta, mientras observaba las volutas de humo de su Cohíba pasando por encima de mi cabeza, añadiendo después en tono grave-. Tenga cuidado con Yuri Stanislav Lébedev. Procure estar siempre lejos de él.
- Gracias por el consejo, pero hace años que Yuri Stanislav yace sepultado en un lecho de cal viva.
- ¿Y quién lo asesinó?
- La encantadora Wendy.
- La encantadora Wendy era una mujer muy celosa. Por celos siempre la creí capaz de todo -expresó Edward rotundamente-.
- ¿También de matar a Alexandra Vikulov?
- ¿No le apetece una copa? -me interrumpió-.
- Ya le dije que no bebo. Aunque un café con hielo sí me vendría bien.
Edward Wyman mandó llamar a Tony, que apareció como si entrase en escena, luciendo su hermoso cuerpo atlético, únicamente tapado por un exiguo tanga brasileño. Éste, fiel a las instrucciones recibidas, al poco regresó para servir un whisky al senador, en copa de balón, y un café con hielo triturado para mí, con una rodaja de limón, espolvoreado con cacao y servido en copa alta. Tony volvió a la piscina, contoneándose deliberadamente, bajo la mirada conspicua y descarada de quien tiene ya muchos años, como Edward, habiendo tenido además que desempeñar roles diversos y a menudo impuestos. El senador parecía concentrase especialmente en los glúteos del joven adonis. Luego, de nuevo a solas los dos, fuimos recuperando la conversación lentamente.
- ¿Ha vuelto a saber algo de Wendy Cárdenas?
-pregunté-.
- No. Hace años que perdí su pista. Tampoco ella sabría localizarme ahora que vivo perdido en esta isla.
- Pero sí siguió en contacto con Alexandra Vikulov hasta días antes de su muerte.
- ¡Veo que sabe más de lo que yo creía!
- Tal vez. Pero sigo sin saber quién pudo asesinar a Alexandra Vikulov. Tal vez usted sí lo sepa. ¿Quién la asesinó? ¿Fue la encantadora Wendy Cárdenas?
- A Wendy no la creo capaz de algo así. Sí de liquidar a sus posibles competidores, pero nunca a su querida Sasha.
- ¿Entonces...? -interpelé, subrayando con una mueca altiva la intención retórica de la pregunta; después realcé la mueca con una sonrisa burlona, tratando de demostrar que lo sabía todo, y añadí-. ¿Entonces quién? ¿Quién mató a Sasha? ¿Tal vez fue el encantador Edward Wyman?
- Querido Alejandro, cualquiera de los que tuvimos una estrecha relación con ella somos sospechosos, incluso usted. Precisamente se encontraba en Berlín aquel 28 de diciembre de 1993. Usted y ella se disponían a pasar unos días juntos. Se iban a reencontrar después de dieciocho años, ¿me equivoco? Cuando la conoció en La Habana, ella era una joven de veintiún años. Pero corríjame si algo no es cierto.
- Me asombra la cantidad de cosas que sabe sobre mí.
- Sasha me lo contaba todo. Yo era como un padre para ella.
- Y trabajaba para usted, ¿no?
- Trabajaba para sus propios ideales. Sasha jamás hubiese hecho nada en lo que no creyese -y añadió seguidamente, con un poso de aflicción-. Sasha era una persona muy especial.
Por la noche, habiendo regresado a casa en el Chrysler todoterreno conducido por Tony, me senté en el porche y medité largo rato sobre la conversación que había mantenido con Edward Wyman. Luego tomé algunas notas para la novela. Comí dos manzanas y me preparé un porro. Desde que me instalé en Lanzarote y comencé a escribir el libro, todas las noches me fumaba uno o dos porros. Aquella «mierda» me hacía sentirme muy bien, me disparaba la imaginación y me predisponía a la escritura. Era perfecta para meditar y para adivinar claves ocultas.
En cinco meses había logrado escribir casi cien pági- nas de la novela. Y en parte se lo debía a los efectos del hachís.

Era muy de mañana cuando sentí que alguien andaba en la puerta de casa. Se oían ruidos y una especie de llanto. Me tiré de la cama y salí para ver qué pasaba. Abrí la puerta y me encontré con un perro malherido tirado justo a la entrada. Apenas había luz, pues aún el sol no había despuntado. El animal me pareció una masa informe de pelo lleno de barro y sangre medio seca. Enseguida se puso en pie, pudiendo observar que le costaba mantener el equilibrio. Aunque no podía verle los ojos, debido a su larga pelambre, el animal se quedó frente a mí, con la cabeza erguida, moviendo el rabo y jadeando. Durante unos instantes no supe qué hacer. Seguramente pensé en esos perros abandonados que cuando han desistido de buscar a sus amos, se agarraban al primero que les hacía caso como si fuese una tabla de salvación.

¡Pobre animal! No sólo necesitaba ayuda, buscaba también calor humano, cariño.
Tres horas más tarde, cuando ya estaban abiertos los comercios de Playa Blanca, llevé el perro al veterinario del pueblo.
- Tiene toda la pinta de que ha sido atropellado por un coche -dictaminó el veterinario, después de examinar de manera pormenorizada al perro-.
- ¿Está muy mal? -acerté a decir, comprendiendo que me importaba el bienestar del pobre cuadrúpedo-.
- Saldrá adelante. Que lo haya encontrado a usted ha sido una suerte para él. Solo, en su estado, no hubiese podido aguantar mucho más.
El hombre curó al animal con mimo, mientras yo, siguiendo sus consejos, me dediqué a hacerle caricias en la cabeza, que éste parecía agradecerme con lánguidas miradas que se debatían entre el dolor, la tristeza y la esperanza, hasta que los ojos se le fueron quedando en blanco por el efecto de la anestesia. «¡Pobre animal, qué poco necesita para sentirse bien!» -reflexioné, enternecido-.
Tenía seis heridas, cuatro de ellas superficiales en el lomo y dos de mayor importancia en el abdomen. En total, el veterinario tuvo que darle casi veinte puntos de sutura. Me informó que, dado que el perro no tenía nada que lo pudiese identificar, cabían dos soluciones, entregarlo al ayuntamiento para que lo mantuviese durante cuarenta días en la perrera municipal hasta ver si era reclamado o adoptado por alguien, y que transcurrido ese plazo el animal sería sacrificado, o darlo en adopción directa a alguien como yo. En ese caso, debería firmar un documento legal de adopción y comprometerme de palabra a cuidar del perro.
Aunque nunca entró en mis planes atarme a ningún animal de compañía, sin saber muy bien porqué, en esta ocasión, decidí compartir con aquel perro mi espacio vital de la casita de Playa Blanca. En el fondo, creo que me pareció injusto abandonar al animal a su suerte.
Terminados los trámites de adopción, tan sólo faltaba dar un nombre al perro. ¿Pero cuál? De pronto me acordé del único perro con el que había convivido en mi vida en los años de niñez. Recordé las vacaciones estivales en la estepa castellana y el perro que tenía mi tío el pastor. Aquel perro era listo como un demonio. Sin apenas órdenes, él solo se encargaba de controlar el rebaño de más de doscientas ovejas de mi tío, mientras, en las horas de más calor, éste se guarecía bajo la sombra fresca de alguna encina. Aquel perro se llamaba Trasto.
Los primeros días de convivencia fueron duros. Tenía que controlar que el animal no se lamiera las heridas, procurarle comida, saber interpretar sus expresiones, pedir repetidos consejos al veterinario y, encima, tener que soportar sus ladridos nocturnos, que eran casi de continuo. Me consolaba pensando en que una vez estuviese restablecido del todo, podría educarlo; según el veterinario, el animal era todavía cachorro de menos de un año, y, con tenacidad, aún estaría a tiempo de enseñarle normas.
Cuando finalizó el verano, Trasto parecía otro. No hacía mucho que lo había mandado cortar el pelo, lo justo para quitarle las greñas y saneárselo. Cada día que
pasaba, parecía un perro más guapo. Era un poco pasota
y terco, pero había aprendido a saber respetar el espacio
y el tiempo de los demás. Nos bastaba con un pequeño
gesto o una mirada para entendernos. Le gustaba bañarse
conmigo algunas noches en la recoleta playa que teníamos bajo el porche. Nadaba hasta mí cuando entendía
que me alejaba demasiado de la orilla, cortándome el
paso con las patas delanteras, mientras me miraba con
ojos temerosos y llorisqueaba. Era evidente que Trasto
se había atribuido la pesada tarea de velar por mi vida.

Al año siguiente, Trasto y yo, se puede decir que habíamos sincronizado nuestras vidas por completo. El perro disfrutaba de las mismas cosas que me gustaban a mí. A veces se iba por ahí y regresaba al cabo de casi una hora. Pero regresaba. Como yo, a él también le gustaba estar solo alguna vez. Compartíamos casi todo, sin embargo, necesitábamos saber que teníamos nuestro espacio de libertad.

Al anochecer, después de cenar, Trasto disfrutaba quedándose conmigo en el porche hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Se había acostumbrado a mis ritos nocturnos. Yo me fumaba un porro, ponía música y observaba las estrellas con el telescopio. Con el tiempo me había hecho casi un experto en el cosmos. Sabía de galaxias, nebulosas, cúmulos estelares y sistemas estelares múltiples. Tener en ocasiones casi al alcance de la mano planetas helados como Urano y Neptuno, o planetas gaseosos como Júpiter, Saturno, todos ellos gigantescos, o algunos planetas enanos, como Plutón, Ceres, Eris, Makemake o Haumea, por no hablar de los paseos por los cráteres de la Luna o mis repetidas introspecciones en el planeta Marte, era impagable. Yo, particularmente, tenía debilidad por Marte, el planeta rojo. Además de ser el más parecido a la Tierra, me recordaba a Lanzarote y, especialmente, a Timanfaya, por sus impactantes cráteres, campos de lava, volcanes, cauces secos de ríos y dunas de arena. Por extravagante que parezca, el descubrimiento de la astronomía me ayudó a introducirme en mis recuerdos de manera serena e indolora. La intimidad sin parangón que me ofrecían aquellos cielos poblados de estrellas, me resultó en muchas ocasiones el mejor escenario para intimar con el recuerdo de Alexandra Vikulov.

En aquellas noches estrelladas, mientras yo escudriñaba el cielo, Trasto se quedaba tumbado a mis pies. Creo que formábamos un dúo muy peculiar y compenetrado. Entre nosotros, todo era espontáneo, natural, sin preámbulos. Compartíamos pero también sabíamos respetar el silencio y la soledad. A veces, cuando había luna llena, a Trasto le daba por aullar, mientras le acariciaba sus lindas orejotas.

Estábamos tan hechos el uno al otro, que me bastaba cada noche con pronunciar la palabra «tertulia» para que él dejase inmediatamente lo que estuviese haciendo para salirse conmigo al porche. A veces, a los dos nos gustaba conversar mientras disfrutábamos de la magia nocturna. Yo le decía cosas y él me escuchaba con atención, también me solía responder con ladridos y aullidos. Trasto tenía un repertorio muy variado a la hora de comunicarse conmigo. Era un perro muy expresivo.

Gracias al animal, fui descubriendo aspectos de mi personalidad que jamás habían aflorado. No sólo le hablaba como se habla a un amigo, también le decía cosas que normalmente no dije nunca a nadie. Con Trasto pude expresar por primera vez en mi vida mis sentimientos más profundos, sin necesidad de tener que disimular. Con las personas siempre fue distinto. No recordaba haber dicho jamás un «te quiero» a nadie, ni siquiera a Alexandra Vikulov. Pero con él todo era mucho más fácil.

Muchas noches me fumaba un segundo y hasta un tercer porro, y lo hacía repantingado en la hamaca, totalmente en horizontal, escudriñando minuciosamente la bóveda celeste en busca de alguna estrella fugaz. Rara era la noche que no avistábamos una, Trasto y yo. El fugaz resplandor celestial nos producía una gran paz a los dos. Había épocas en las que el cielo se poblaba de esas mágicas estelas de luz, recordándome los fuegos artificiales que se veían desde las ventanas de Märkisches Ufer 12, iluminando el cielo de Berlín, en aquella Nochevieja de 1983.

Normalmente solía vestirme con pantalones cortos deportivos y camisetas de manga corta. También de noche, cuando me quedaba hasta tarde echado en la hamaca del porche. El clima subtropical de la isla, con temperaturas apenas sin variación entre los días y las noches, me permitía vestir con prendas ligeras todo el año. Aunque cuando soplaba viento y la temperatura era algo más fresca, me gustaba cubrirme con una toalla de playa. Entonces, tapado hasta el cuello, imaginaba que iba en un trineo tirado por varios perros, como en aquella ocasión por los canales helados de San Petersburgo en compañía de Alexandra Vikulov.

Diciembre de 2004. La novela iba creciendo a un ritmo lento pero constante. Llevaba ya casi dos años en Lanzarote y había escrito más de cuatrocientas cincuenta páginas. Calculé que manteniendo el ritmo de trabajo y con la ayuda de las musas, así como del hachís y de Trasto, en las navidades de 2005 podría terminar el libro.

Mi vida en este tiempo se había simplificado bastante, también se había ordenado, que falta hacía. Aunque en un principio fue Trasto quien se adecuó a mi ritmo y mis costumbres, con el tiempo fui tratándolo más de igual a igual, como se trata a un amigo, y acabé por aceptar sus pautas biológicas con algunos ajustes míos, ajustes que logré imponer a base de pequeños sobornos de chucherías caninas.

El sexo hacía tiempo que había pasado a un segundo plano en mi jerarquía vital del día a día. A punto de cumplir sesenta y nueve años, no tenía grandes ni tampo- co urgentes necesidades sexuales que satisfacer. Solía decirme que no dejaba de ser una especie de chiste sarcástico y de mal gusto de la naturaleza. De joven suele sobrar el vigor y escasear la experiencia y la imaginación, en cambio, de mayor es justo al revés. Lo dicho, sarcástico y de mal gusto.

Por entonces me bastaba con masturbarme alguna noche bajo los efectos del hachís. Lo hacía mientras observaba el cielo desde la hamaca. Todo lo demás era pura imaginación. En las noches de luna, cuando había nubes, tan sólo tenía que saber mirar para descubrir formas sugerentes en ellas y dejar que evolucionasen por sí mismas, con ayuda de la fantasía. No tardaba en acabar por ver en el cielo cuerpos desnudos de mujeres exuberantes, rostros lascivos,manos que se aproximaban para acariciarme y enormes falos errantes. Me gustaba masajearme de ma- nera caprichosa con aceite de romero al principio, sacudiéndome después con auténtica paciencia tibetana, tratando de retrasar el gran momento. Y cuando éste llegaba al fin, me sacudía violentamente hasta quedar exhausto.

Una vez al mes, gracias a internet, podía echar un vistazo al material disponible por la zona. A veces los desplazamientos eran más caros que la tarifa, pues siempre había que pagar el taxi de ida y vuelta a la chica. No me gustaba repetir ningún mes con la misma, salvo que me hubiese dejado una honda impresión. Prefería estar cada vez con alguien diferente, a riesgo de resultar mal. Pues no todas las que se anunciaban en internet resultaban ser muy profesionales, tampoco a veces se parecían a las fotos que publicaban en los anuncios.

Aun con todo, me encantaba correr ese riesgo y recibir a una chica diferente cada mes. No tenía ningún tipo específico a la hora de elegir, tan sólo deseaba que fuesen distintas y que su cara me dijese algo. Y, si era posible, que supusiesen dar un buen masaje relajante y profesional. Con los años había llegado a apreciar sobre todo unas manos expertas moviéndose libremente, con cierta malicia, esparciéndome algún ungüento por todo el cuer- po. Aquello desataba mi imaginación. Antes un buen masaje que un polvo aburrido y mal echado, recuerdo que solía decirme la pobre Virginia Sancho Alvarado.

En estos dos años por mi cama pasaron dos isleñas, dos españolas peninsulares, dos alemas, una inglesa, una italiana, una holandesa, una danesa, una francesa, una portuguesa, una brasileña, una argentina, una colom- biana, una dominicana, una argelina, una tunecina, una búlgara, una ucraniana, una rusa, una japonesa, una caboverdiana y hasta una jamaicana, que a la postre resultó ser la hermana menor de Tony, el supuesto sobrino de Edward Wyman.

En contadas ocasiones encontré un verdadero pla- cer en aquellas citas. Normalmente el rostro de la chica se me olvidaba al día siguiente de estar con ella. Sin embargo, muy de vez en cuando, descubría algunas pequeñas cosas en alguna de ellas que me recordaba a Alexandra Vikulov.

Ahora, mucha parte del tiempo libre que tenía, además de hacer compras, limpiar, cocinar, comer, atender a Trasto, escuchar música, leer, navegar por internet y dedicar dos horas diarias al menos a la novela, lo consagraba a contemplar y disfrutar de la naturaleza.

De las raras tormentas que descargaban sobre la isla, hubo una difícil de olvidar. Fue el 28 de diciembre de 2004. La fecha era el aniversario de la muerte de Alexandra Vikulov. Aquel día se cumplían once años desde el trágico suceso, suceso que prácticamente había desistido desentrañar; por más vueltas que le había dado en la azotea, jamás lograba concluir con una hipótesis que se pudiese probar al cien por cien.

La tormenta comenzó después de comer y estuvo ametrallándonos sin piedad con fuertes ráfagas de agua y electricidad hasta bien entrada la noche. Después, en la negritud absoluta de un cielo encapotado, sin luna y sin estrellas, los relámpagos resquebrajaron la bóveda e iluminaron las aguas tranquilas del mar hasta que el sol salió tímidamente de la cueva al amanecer. Aquella noche no me acosté hasta que cesó el fascinante y sobrecogedor espectáculo de la tormenta. Pasé la mayor parte de la velada guarecido en la zona techada del porche, acomodado en la hamaca y tapado con la toalla de playa.

Trasto, mientras tanto, se mantuvo agazapado bajo mi cama, su escondrijo favorito para las situaciones amenazantes.

Con el cielo azul de la mañana, los ecos de la tormenta se alejaron del todo, llevándose consigo los sonidos de la isla. El mar permaneció en calma. Las aguas quedaron como un plato. Y el silencio absoluto se apoderó del lugar.

Aquel silencio, que no tardé en identificar, nos permitió a Trasto y a mí auscultar el ruido milenario que hacía la Tierra al girar sobre su eje oxidado y sin engrasar. Una vez más, aquel runrún telúrico me sobrecogió. El perro también sintió el penetrante zumbido sordo y ronco de la Tierra rotando, permaneciendo sentado con la cabeza alta, las orejas en posición y el pelo del rabo completamente erizado.

El 25 de enero de 2006 puse la ansiada palabra «fin» a la novela. Después de algo más de cuatro años de trabajo, logré escribir quinientas cincuenta y ocho páginas ofrendadas a la memoria de Alexandra Vikulov. Yo había cumplido setenta años.

Por aquel entonces comenzó a desasosegarme de vez en cuando el vértigo de la edad. Era consciente de que cada año que pasaba, la llama se iba apagando. Yo, que siempre traté de vivir con intensidad, exprimiendo cada día como si fuese el último, ahora, más que nunca, aunque mermado por el peso de los años, intentaba llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

El 18 de marzo de 2007 concluí el siguiente proceso de la novela. Después de una lectura pormenorizada, hice las inevitables correcciones. Aquel día, recuerdo que deseé brindar con champagne. Pero seguía sin beber y tampoco hubiese tenido con quién. Conque me marché, acompañado de Trasto, a un bar de Playa Blanca para cenar pescado a la brasa y papas arrugadas con mojo verde. Pese a que mi acompañante no hablaba, lo cierto es que no hubiese encontrado una compañía mejor para tan magna ocasión. El animal parecía contagiado de mi felicidad y, cuando me miraba con sus grandes ojos color castaña, refulgentes, bajo un largo y frondoso flequillo, después de tragarse algún trozo de pescado que yo le daba por debajo de la mesa, tenía la impresión de que me sonreía.

Aquella noche, al regresar a casa, contemplando el chispeante cielo de estrellas, decidí cuál sería el título de la novela. Estaba tumbado en la hamaca del porche, tapado con una toalla de baño, y con Trasto a mi lado, despanzurrado en el suelo, con las cuatro patas estiradas, y la barriga llena de pescado, cuando resolví que no habría mejor título que «¿Quién teme a Alexandra Vikulov?».

Desde el principio tuve muy claro que no quería referirme a ella en pasado, por lo que utilicé «teme» y no «temía». Para mí, ella no había muerto totalmente, y nunca lo haría. Alexandra seguiría dentro de mí, nítidamente, cobijada en los confines de la razón, difusamente, arropada en los ecos de mi historia reciente. En ocasiones, cuando el paso de los días me pesaba tanto que casi no podía ver el futuro con esperanza, no era capaz de recordar bien si la imagen difusa de aquellos años pretéritos era cosa mía o del paño mágico con que remienda el recuerdo los rotos del olvido.

En la primavera de 2007 comenzaría para mí una etapa de decepciones y sinsabores. Buscar un editor que quisiese publicar «¿Quién teme a Alexandra Vikulov?» se convertiría enseguida en un calvario.

Mandé la novela a un sinfín de editoriales por correo electrónico. La mayoría ni contestaban. Siempre pensé que este país tenía la mala costumbre de dar la callada por respuesta. También la presenté a diversos concursos literarios sin ninguna fortuna. La euforia de los días inme- diatos a terminar de escribirla fue dando paso a la desilu- sión, y de ésta a la desesperanza y la pérdida de autoestima. Ahora entendía el porqué de la fragilidad de los artistas.

No me resultó nada fácil superar la situación. Había soñado con tanta fuerza el momento de publicar la novela, que era difícil acostumbrarse a tan prolongado silencio. Hasta ahora ningún editor se había atrevido a publicarla.

- Vamos, tipo duro, no te dejes abatir por la incomprensión de los idiotas -dijo Pablo Arnaiz por la pantalla de Skype-.

Desde hacía algún tiempo, el contacto con Alicia y Pablo se había espaciado cada vez más. Sabía por ellos que estaban afrontando una difícil etapa de su hijo Rubén. El muchacho llevaba un par de años perdido dentro de su propio caparazón, sin más rumbo que el del placer y la cocaína.

La última vez que hablamos por Skype, me dijeron que Rubén llevaba casi dos meses en una terapia de desintoxicación. Me alegré por el muchacho.No conocía muy bien los efectos de la cocaína, pero sabía muy bien lo que era estar enganchado a una droga como el alcohol durante toda una vida.

Esta vez, la voz de Pablo Arnaiz era vibrante y apasionada, como yo le había recordado siempre.
- ¿Cómo va el asunto de Rubén? -tanteé con aplo- mo al poco tiempo de comenzar a conversar-.
- Muy bien. Lleva más de seis meses sin meterse nada. Pero lo mejor es que ha cambiado mucho. Vuelve a ser el chaval dulce y reflexivo que fue anteriormente.
- Me alegro muchísimo. Ninguno de los tres os merecíais algo así.
- Pero ahora todo va bien -remarcó él con ahínco-. Y, en cierto modo, tus consejos nos ayudaron bastante.
Más tarde se tomó un tiempo para reflexionar, po- siblemente sobre mí, a juzgar por cómo me escudriñaba por la pantalla de Skype. Me dio la impresión de que fuese lo que fuese lo que rumiaba en la azotea, era un asunto delicado.
- Aunque queríamos que supieras que Rubén esta- ba muchísimo mejor, el motivo de mi llamada realmente es otro, y tiene que ver contigo -dijo ahora, atreviéndose al fin a romper el silencio-.
- ¿De qué se trata? -respondí algo precavido-.
- Se trata de la novela. Ha pasado ya mucho tiempo como para que no nos dejes leerla -esbozó él con tino. Seguidamente bromeó-. Joder, me gustaría leerla antes de irme de este mundo. O de que te vayas tú. No sé, supongo que te gustará saber qué opinan de ella tus amigos.
- Supongo -fue mi escueta y apática respuesta-.
- ¿Supongo dices? Pero Alejandro...
- Creo que no es un problema de calidad -aduje, dubitativo-. ¡El problema es la historia, lo que se cuenta!
-resolví con súbita crispación y tono conspirativo-.
- No seas paranoico -zanjó él con resolución-.
Ciertamente, en la novela, salvo Alexandra Vikulov, que ya no está aquí, todos los personajes directamente relacionados con ella tenían nombres ficticios. Eso formaba parte del pacto que hice con ella, además hubiese sido muy peligroso relatar algunos hechos con los nombres verdaderos de sus protagonistas.
Tenía la impresión, aunque últimamente dudase de ello, que había escrito una novela sincera, diáfana, valiente, elaborada. Tal vez, una buena novela.
Sólo el vivo recuerdo de Alexandra Vikulov, al que invocaba cada vez más, pudo ayudarme a franquear esta senda de sinsabores literarios.
A menudo ella estaba presente en mis largos y frecuentes momentos contemplativos. Solía emerger del cie- lo, como si fuese un cuerpo gaseoso, mezclándose con las nebulosas de la noche, gravitando entre la Luna y las estrellas, a las que parecía chupar la energía hasta convertirse en un ser corpóreo.
Aquella noche Alexandra Vikulov bailó para mí, en el cielo de mi «pequeño mundo» isleño, unos fragmentos de «Giselle». La música no supe de dónde salía, pero todo el espacio era música. La escuchaba y sentía esos efectos ya conocidos por mí que me deparaban tanto agradecimiento y tanta felicidad. Las notas musicales me fueron forjando un agradable cosquilleo que se escurrió de abajo arriba a lo largo de la espina dorsal, al tiempo que la piel de la frente se me tensaba y sentía deliciosos calambres en todo el cuero cabelludo y la nuca. Jamás pensé que en un entramado de estrellas relucientes se pudiese danzar como lo hacía ella ahora. En ocasiones, su figura se alargaba, o crecía toda ella proporcionalmente; otras veces, se deformaba, adoptando formas imposibles, para acercarse por encima de mi cabeza, y acariciarme, envolverme, rodearme, abducirme... No sabría decirlo. Pero tal vez me quedé dormido en mi particular nube de placer. La sensación de paz a la que me llevó Alexandra Vikulov mientras bailaba, tal vez, tal vez, meció primero mis sueños y después mi cuerpo hasta quedar dormido.
Al despertar, por la mañana temprano, el sol apacible de junio invitaba a disfrutar de un nuevo día. Aprovechando una de las escapaditas que Trasto hacía de vez en cuando por ahí, después de desayunar, me puse a ordenar mis discos. Luego, terminada la tarea, coloqué en el tocadiscos «8:30», de Weather Report. Entre tantos temas magníficos, había uno, «The Orphan», que me cautivó desde la primera vez que lo escuché. Comenzaba con un sonido profundo de teclados, a cargo de Josef Zawinul, y, poco a poco, el sinuoso saxo tenor de Wayne Shorter iba regando de escuetas notas líricas el espacio, estableciéndose una especie de diálogo celestial entre uno y otro, hasta alcanzar el cenit musical con la entrada de un coro infantil. Aquel tema me traía buenas vibraciones. Casi siempre que lo había escuchado era ligado a algún momento mágico.
Quizá por eso, cuando salí al porche a media mañana a beberme un zumo helado de lima-limón con hierbabuena, sonando aún «The Orphan», y, cegado por el sol deslumbrante que emergía reflejado del agua, no me extrañó demasiado descubrir la figura difusa de una mujer caminando hacia mí en la arena de la playa. Aunque en todos estos años, viviendo allí, creo que ninguna mujer vino a mi encuentro, salvo las prostitutas que contrataba por internet, aquella figura femenina y esbelta, que a medida que se acercaba, se iba perfilando más, la presentí como una aparición.
La mujer vestía un pantaloncito, cubriéndole hasta la mitad de los muslos. La prenda parecía de color blanco lino. También llevaba puesto un chaleco sin mangas, parecía que de gasa, de color rojo escarlata.
No tardé en darme cuenta que ella se aproximaba a mí como quien anda buscando a alguien. A veces aminoraba el paso, sin llegar a detenerse, como si tratase de ganar tiempo para observarme mejor en la distancia. Lue- go volvía a su paso normal.
La luz cegadora del sol, que enfilaba por detrás de su cabeza, me impedía verla bien. Ella era casi una silueta negra con un fondo azul deslumbrante y rebordes brillantes contorneándola. Era una aparición.
Cuando estuvo a menos de veinte metros del porche, fui a su encuentro, despacio, arrastrando perezosamente los pies. Quería saber quién era, saber si podía conocerla, antes de acercarme más.
Enseguida escuché su voz gritándome:
- Hola. ¿Es ésta su casa?
- ¿Busca a alguien? -repuse, parándome al momento-.
- ¿Conoce la casa del escritor?
- Tal vez. ¿Por quién pregunta?
- Por un escritor llamado Alejandro Rocamora -dijo ella, parándose igualmente-.
Encandilado por la esperanza, aunque cegado por el sol, rumié que la desconocida tal vez podría representar a alguna editorial interesada en mi novela. Seguidamente la mujer reanudó la aproximación, colocándose la palma de la mano a la altura de las cejas a modo de visera, posiblemente para evitar los reflejos dorados del agua chocando en sus ojos como auténticos tornasoles y poder escudriñarme con mayor nitidez. Advertí que se ocultaba tras unas gafas oscuras de montura de carey, color ámbar.
- ¿Eres tú? -me preguntó con asombro-.
- ¿Quién eres? -pregunté a mi vez, sin poderla vi- sualizar aún-.
- ¡No lo puedo creer! -la escuché decir en voz baja, emocionada y hablando para ella, mientras se quitaba las gafas de sol; luego, dirigiéndose a mí, exclamó-. ¡Cuánto me ha costado dar contigo!
Entonces la mujer se aproximó más, situándose a un metro escaso de mí. El sol dejó de cegarme de modo intermitente y pude verla a la postre. Aquel rostro de mujer era... era el de ella. ¡Sí!, tenía delante de mí a Alexandra Vikulov.
Por un momento pensé que se trataba de un espejismo o de algo ocasionado por pasar demasiado tiempo expuesto a aquel sol cegador de junio.
No podía creer lo que estaba viendo. Pero entonces ella se aproximó más y me tomó de las manos. ¡Aquella mujer, con el rostro de Alexandra Vikulov, era real!
- Está visto que nuestro destino es separarnos y reunirnos al cabo de los años -señaló ella, agarrándose fuertemente a mis manos-.
Mientras tanto aquellos increíbles ojos azules verdosos que tantas veces había visto últimamente en mis sueños trenzados de agua y nieve, se abrieron raudos y armoniosos como un abanico.
Ella me miró con ligereza y cotidianeidad, y una expresión burlona que parecía ser el preludio de un falso reproche suyo, ya conocido por mí: «¿Te piensas quedar así todo el día, mirándome como un pasmarote?». Para ella parecía como si no hubiesen pasado más de veinte años desde la última vez.
Yo me quedé plantificado, seguramente como un pasmarote, sin saber qué decir y tratando de digerir tanta dicha.
- Vamos, no te quedes ahí mirándome como un pasmarote -dijo ahora, entornando los ojos como una femme fatale-. ¿Es qué no piensas invitarme a entrar en tu casa?
Ella se aferró a mi brazo y juntos volamos hasta el corazón del hogar. Aquella modesta casita, gracias a ella, muy bien podría ser ahora eso, un hogar.
Yo permanecí de pie en el umbral, todavía atónito y algo incrédulo, observando como ella escudriñaba el espacio, yendo de un sitio para otro, deteniéndose aquí o allá, como quien hace un inventario de todo lo que pudo ser y no fue. Pero parecía disfrutar haciéndolo.
- Me gusta este lugar. Es austero, pero rezuma encanto y paz por todos los rincones -dictaminó con donaire y el rostro encendido de placidez-.
Alexandra Vikulov se aproximó entonces a mí y me besó en los labios. Dulcemente. Buscando también su propio cobijo.
Luego, empezó a parlotear con gestos alíferos y se- guros. Yo apenas la entendía, tal vez porque estaba más pendiente de mirarla fascinado, observando sus manos, perfiladas y relucientes como un caparazón de nácar, entregadas como a una menuda y versada artesanía, como si manejara hilos invisibles o modelase figuras imaginarias con la materia tierna de las manos. Parecía una bailarina de una cajita de música. Parecía una estrella del rock atrapada en un videoclip. Parecía una espía a punto de confesar sus más hondos secretos. Parecía una actriz... Era una actriz.
El runrún de las palabras comenzó a convertirse pa- ra mí en frases con sentido y, enseguida, en relato imposible al que sustraerse.
- Supongo que debiste leer los periódicos de entonces -dijo con voz grave e impaciencia, como si quisiese ir
al grano-. Siento que tuviera que ser así, pero no encontramos una mejor solución que la de fingir un espantoso
asesinato. Mi vida estaba en peligro y no quería poner la
tuya también, haciéndote confidente de mis planes. Por
eso actué de ese modo. Lo demás fue muy fácil. Nos encargamos de hacer llegar informaciones falsas a las agencias de noticias, de preparar algunos testigos, de fabricar
pruebas e informes, retocar fotografías, conceder una exclusiva a un periódico tan sensacionalista como Berliner
Kurier y dejar correr la tinta.
- ¡Parece la trama de una película de espías!
-mascullé, entre perplejo y cáustico-.
Ella prosiguió, como si tal cosa, con los pormenores de su relato, desvelándome hechos asombrosamente
irreales y, sin embargo, enormemente verosímiles.
- ¿Por qué cuando te refieres a ese plan, hablas en
plural, y dices «nos encargamos»? -interrumpí de golpe-.
¿A quién te refieres, además de ti?
- Eso es mejor que no lo sepas. Debes aprender a
confiar en mí, Alejandro.
Luego retomó el relato, contándome detalles de su
vida en estos últimos años.
Yo me dediqué a escucharla en silencio y a observarla disimuladamente. Tenía ante mí a la más bella de
las criaturas, a quien era el eje sobre el que rotaba mi
existencia. Era ella. Era Alexandra Vikulov renacida. Si no
me fallaba la memoria, debía tener cincuenta y tres años.
Pero seguía conservando la misma esbeltez de siempre.
Su rostro mantenía la piel tersa, sus mejillas, aún lozanas, daban la impresión de que podrían teñirse de rubor de un momento a otro. Su frente seguía conservando una blancura deslumbrante. Su cabellera, ya con algunos mechones blancos indisimulados, era brillante como el ónix negro. Tal vez, su mirada no era ahora tan resplandeciente, inquieta y huidiza, pero había ganado en serenidad.
El día pasó en un suspiro. Anochecido, tras una cena romántica a nuestra manera, la invité a disfrutar del maravilloso espectáculo de una noche de estrellas. Le propuse un juego que consistía en ver quién de los dos veía antes una estrella fugaz mientras escuchábamos aquel tema de Weather Report que tantos instantes de placidez, incluso de éxtasis cuando lo acompañaba de un porro, me había reportado en los últimos tiempos, «The Orphan». Quien ganase tenía derecho a formular un deseo que tuviese que ver con los dos.
Misteriosamente, en aquella ocasión, Trasto prefirió quedarse dentro de la casa en vez de salir al porche con nosotros. Tuve la impresión de que estaba inquieto, quizá también algo celoso por la nueva presencia. Lo cierto es que el animal comenzó a comportarse de manera rara desde que apareció ella. De vez en cuando, le oíamos gruñir o lanzar aullidos que se propagaban como las olas del mar, superponiéndose unos con otros.
Ella y yo, desde nuestras respectivas hamacas, escudriñábamos el cielo, tratando de descubrir una de esas estelas de fuego surcando la bóveda, como cuando veíamos los fuegos artificiales en Berlín desde la ventana del salón de Märkisches Ufer 12.
La música dejó de sonar en el tocadiscos y nosotros aún no habíamos avistado ninguna estrella fugaz.
Poco después, escuchamos una nueva música que vino a invadirlo todo. La música parecía provenir del cielo
y se transmitía por el mar siguiendo los cadenciosos movimientos de las olas. Era un fragmento de «Giselle».
Ella elevó los brazos, siguiendo el ritmo de la músi- ca, y comenzó a agitarlos como quien dirige una orquesta. Luego se puso en pie sin dejar de moverse. Sus brazos, estirados hasta el infinito, parecían querer tocar la bóveda celeste, tratando de abrirse camino entre las estrellas, mientras sus pies describían tímidos arabescos que muy pronto contagiaron a las piernas, los muslos y las caderas. Una vez más, apareció ese agradable cosquilleo, escurriéndose a lo largo de mi espina dorsal. Ella estaba danzando para mí.
Y mientras bailaba, parecía querer seducir también a las estrellas. Era como si pretendiera robar el fulgor de alguna de ellas y escaparse con él a la inmensidad.
Al fin apareció una estrella fugaz, labrando una enorme elipse en el cielo. En ese instante, ella dio un salto asombroso, de los que solamente parecen reales en los sueños, y se elevó como un cohete, siguiendo la estela fosforescente de la estrella.
El agradable cosquilleo que desde hacía minutos recorría mi espinazo, se fue transformando en deliciosos ca- lambres por todo el cuero cabelludo y la nuca.
Aquella indescriptible sensación de plenitud, meciendo primero mis sueños, después mi cuerpo, tal vez, me hizo quedarme dormido.
CAPÍTULO XXII

EPÍLOGO: «¿QUIÉN TEME A ALEXANDRA VIKULOV?», LA NOVELA

«¿Quién teme a Alexandra Vikulov?» se publicó al fin en el año 2012. Concretamente, el 15 de enero de ese año salió al mercado nacional e internacional, habiendo sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán, portugués y ruso.

Alicia y yo, sin que él supiera nada, habíamos enviado la novela a una importante editorial de Estados Unidos, junto con una carta de recomendación de mi suegro. Eso fue a mediados de abril de 2011. Nueve meses después, Roger Lemme, editor de Random House, hizo realidad el sueño de nuestro amigo. El libro se editó con un prólogo del prestigioso escritor W. T. Volmann.

Desde que Alejandro Rocamora dio por concluida la novela en 2007 tuvieron que transcurrir cinco años para ser publicada. Toda su lucha se vio recompensada por fin. Pero él ya no estaba para disfrutar del gran acontecimiento.

Recuerdo que lo conocí en otoño de 1983. Yo por entonces acaba de terminar la carrera de periodismo y entré como becario en la revista Interviú. Allí, a sus órdenes, tuve la ocasión de aprender todo eso que nunca te enseñan en la Facultad de Periodismo. Pero sobre todo aprendí a vivir.

Las primeras impresiones que tuve de él, sin embar- go, no fueron demasiado positivas. Me pareció un tipo hosco, de vuelta de todo, con tendencia al sarcasmo. Además, por aquel entonces, era un bebedor impenitente.

Con el tiempo, rascando la coraza que él mismo se había fabricado para protegerse del mundo, encontré un ser sensible, tenaz, libre e incorruptible. Además tenía sentimientos.

Alejandro Rocamora falleció el 5 de septiembre de 2011, tres meses y medio antes de que se publicase la novela. Él no duró lo suficiente como para saborear las mieles del éxito y el reconocimiento.

Unos pescadores encontraron el cadáver unos días después de manera casual. Apareció tumbado en la hamaca del porche de su casa. En el interior de ésta, encontraron también muerto a su perro Trasto.

La noticia de la muerte de Alejandro Rocamora nos cogió totalmente desprevenidos a todos. Para Alicia y para nuestro hijo Rubén fue un trago amargo muy difícil de digerir. A mí me quedó un vacío como cuando se pierde a un padre.

Las causas del fallecimiento, todavía hoy, parecen un tanto ambiguas y poco concretas. Se sabe que Trasto había muerto uno o dos días antes que él, seguramente de viejo. El perro andaba entonces cerca de los doce años. Y Alejandro Rocamora contaba setenta y cinco.

En la autopsia se le apreciaron grandes cantidades de droga en la sangre. Parece que el día de su muerte había consumido dosis de hachís como para tumbar a un caballo.

En los últimos años nos habíamos distanciado un poco de él por razones que no vienen ahora al caso. No obstante, sabíamos que estaba bien. Se había resignado en la lucha que mantuvo en vano durante los últimos cinco años de su vida en la publicación de la novela y, a su manera, disfrutaba de una vida tranquila y en paz.

En varias ocasiones me vino a la memoria un comentario suyo en una de nuestras conversaciones a través de internet. Vino a decirme que si alguna vez perdía la memoria, preferiría morir. Me acuerdo de sus palabras exactas: «Mira hijo, si algún día un matasanos me diagnosticase Alzheimer, pondría fin a mi vida antes de llegar a no reconocerme en el espejo. Mejor un adiós digno que convertirte en una lechuga».

Solía decir que sin memoria no hay vida. Que un hombre sin memoria era como un hombre sin pasado, y que sin pasado no había futuro.

Él supo extraer de su pasado la energía suficiente como para afrontar la existencia, desde luego que sí. Gracias a ello, y a su imaginación, pudo llevar una vida casi de ermitaño en Lanzarote, sin apenas estímulos que no fuesen los que la propia naturaleza le brindaba y los que él se fabricaba.

Aun a riesgo de simplificar demasiado, podría afirmar que nuestro querido amigo vivió mientras tuvo estímulos para ello.

La primera vez que leí «¿Quién teme a Alexandra Vikulov?» fue en marzo de 2011. Hasta ese momento, salvo a editoriales y concursos literarios, Alejandro no había mostrado la novela a nadie. Decía que quien quisiese leerla debía esperar a que se publicase. Cuando se decidió a enviarnos una copia por correo electrónico, él ya había perdido la esperanza de verla publicada.

Leyendo las primeras páginas, me sentí tan enganchado que ya no pude parar de leer hasta terminarla. Luego la leyó Alicia, y ella, a su vez, convenció a su padre para que también la leyera. Todos estábamos de acuerdo en que era una novela apasionante, merecedora de mejor suerte que la que había tenido hasta ese momento. De ahí que convenciera a mi suegro, con tantas influencias y contactos como tenía en el mundo editorial, para que se la hiciese llegar a Random House, donde el editor jefe, Roger Lemme, era amigo suyo.

El día que salió a la venta «¿Quién teme a Alexandra Vikulov?», fui a pasear por el centro de Madrid. Me hizo mucha ilusión ver en el escaparate de algunas importantes librerías volúmenes de la novela. Estaba muy orgu- lloso de haber tenido como amigo a Alejandro Rocamora.

Compré varios ejemplares en distintas librerías. Me pareció que podría ser un regalo adecuado para ciertos compromisos sociales, reservando tres de ellos para nosotros. Uno para Alicia. Otro para Rubén, para dárselo en su próximo cumpleaños; en breve, cumpliría veintiuno. Y otro para mí.

Pensé que ya que el autor no podría dedicarnos su novela, podría hacerlo yo. Así pues, en estos tres ejem- plares, escribí una misma dedicatoria: «Gracias a Alejan- dro Rocamora por haberme dejado compartir algunos momentos de su vida y por su enriquecedora amistad».

Después marché a la Ribera del Manzanares. Era el paseo favorito de Alejandro cuando vivía en Madrid. Fue un particular homenaje a la memoria de mi amigo vagar por donde él tantísimas veces había transitado, a solas con sus pensamientos.

Al llegar al puente de los Franceses, me cobijé bajo uno de sus arcos y me acomodé sobre una piedra. Allí saqué uno de los ejemplares de la novela y me dispuse a ojear sus páginas, mientras la corriente del río arrullaba a las almas solitarias. Me sentí emocionado al tocar la portada, con el título impreso: «¿Quién teme a Alexandra Vikulov?», y con el nombre del autor más abajo: Alejandro Rocamora.

No pude evitar leer las primeras líneas, que decían: «Después de mi primer encuentro con Alexandra Vikulov, apunté la siguiente información en mi cuaderno de notas: «Parece una gacela. Sus piernas son infinitas. También parece un cisne. Su cuello es esbelto y estirado. Es una joven extraordinariamente bella, de mirada inquie- tante, muy femenina, quizá a veces en exceso. En las distancias cortas, resulta tímida y esquiva...». Acababan de presentármela en el bar de aquel impresionante teatro de La Habana. Era el 17 de diciembre de 1975. Una fecha difícil de olvidar».

f i n
En Carboneras (Almería), a 24 de septiembre de 2014 © Javier Díez Moro
Impreso y encuadernado por

create

«¿Quién teme a Alexandra Vikulov?» comenzó a escribirse a principios de diciembre de 2013, en Madrid, y fue concluida en el lugar y fecha arriba indicados. Fue terminada de corregir el 23 de septiembre de 2015 en Carboneras (Almería).

OTRAS OBRAS PUBLICADAS POR Ediciones LA DAMA DE SHANGHAI

 

- Quejíos y jadeos (Javier Díez Moro), 2013 Ebook: http://www.amazon.es

- La asesina que gritó justicia (Javier Díez Moro), 2013 Ebook: http://www.amazon.es
Edición papel: http://www.amazon.es

Javier Díez Moro http://www.ladamadeshanghai.com http://www.facebook.com/javier.diezmoro.5