19

19

—¡No es posible una recaída! Se lo aseguro yo —gritó Nick después de un silencio que pareció haber durado minutos enteros—. Esta mañana se encontraba perfectamente. Y hace unas horas también.

—No se trata de una recaída.

Se miraron a los ojos, y Larkin siguió diciendo:

—Alguien ha vuelto a entrar en acción. Alguien penetró en la habitación y le ahogó mientras dormía, poniéndole una almohada encima.

Por el recuadro de las ventanas se veían pasar las nubes grisáceas. Y del interior del teatro, a pesar del acolchado de las paredes, llegó otro estallido de risas. Algo le decía a Nick en su interior que había ocurrido lo que había estado temiendo y lo que había hecho que ni él descansase ni dejase descansar a los demás.

—¿Y las personas encargadas de velarlo constantemente? ¿Y Hamley? ¿Y el que le relevaba a este? ¿No habíamos convenido en que no había que dejarle solo ni un momento?

Larkin retiró la mano que apoyaba en el antepecho de la ventana y se irguió.

—Hallé a Hamley dormido profundamente. Roncaba en su silla, con la boca abierta —Larkin se cubrió los ojos con la mano, como consternado—. ¿Cómo iba a suponer tal cosa? No creí que pudiese estar tan cansado, aunque me lo repitió una y otra vez. Pero yo sé por experiencia que esta clase de individuos recurren a toda clase de artimañas para esquivar un trabajo que exige esfuerzo.

—¿Quién lo encontró muerto?

—Yo, señor.

—¿Cuándo fue?

—Hace un momento.

Un sentimiento de desesperación y de repugnancia se apoderó de Nick. Toda su inteligencia se iba penetrando del alcance que iba a tener aquel hecho. La primera sacudida la sentía él en su corazón y en su conciencia.

Pero ¿acaso había estado en su mano evitarlo? Sí. A condición de que se hubiese sentado a la cabecera de la cama de Stanhope y de que no se hubiese movido de allí ni un instante durante las cuarenta y ocho horas. De otra manera, no. Pero aun eso hubiera resultado impracticable. De cualquier modo, el trago era muy amargo.

Cierto que Stanhope no era realmente padre de Betty, pero…

—A mí me parece —la voz de Larkin llegaba hasta él como un zumbido lejano— que ha muerto asfixiado. Hay otro detalle que me lleva a pensar en que el asesino debe de ser un desequilibrado. Un loco furioso, desatinado y extravagante. ¿Quiere venir y verlo usted mismo?

En la Casa del Antifaz no se advertía movimiento alguno, fuera del de los dos hombres que corrían escalera abajo, empujándose uno a otro para llegar cuanto antes. La casa estaba hueca, lo mismo que un antifaz sin cara. Hueca y vacía.

La puerta del dormitorio de Dwight Stanhope se hallaba de par en par. Aun antes de llegar a ella, percibió Nick los ronquidos de Hamley.

A través de los adornos de latón tallado de su pantalla, la lámpara que lucía en el ángulo luchaba con la penumbra de la habitación y hacía destacar los dibujos de la alfombra Hamley estaba sentado en el mismo sillón, con una pierna pasada por encima de uno de los brazos del mueble, la espalda hundida y la barbilla en el pecho. A veces, su cabeza se estremecía al ruido de sus mismos ronquidos.

Dwight Stanhope yacía, más o menos, en igual posición que como lo había visto Nick aquella mañana, fuera de que ahora tenía los brazos extendidos y solo una de las almohadas bajo la cabeza. La otra almohada estaba a un lado, junto a la mano. Apenas se advertían señales de lucha física. Quizá en el arqueamiento del cuello. Quizá en el color de su rostro. Y en el ligero desarreglo del edredón, producido por un puntapié dado en las supremas convulsiones. Pero lo que inmediatamente llamaba la atención era un detalle grotesco. Alguien había colocado sobre el pecho del muerto un platillo lleno de agua.

Nick dirigió una rápida mirada a la mesita de noche. Recordaba con toda claridad haber visto sobre ella, por la mañana, los siguientes objetos: dos frascos de medicinas en un platillo y una jarra de cristal tallado con agua. Faltaba el platillo. Ahora descansaba en el pecho de Stanhope; la luz de la lámpara se reflejaba en la tersura del agua, tan inmóvil como el pecho mismo, mientras el dormido Hamley dejaba escapar otro ronquido gorgorizante, súbito, que se apagó poco a poco.

—A eso es a lo que me refería —murmuró Larkin—. A ese platillo.

—Comprendo. Y dice usted que descubrió el hecho… ¿Cuándo?

—Descubrirlo y subir a buscarle a usted fue todo uno.

Nick miró su reloj.

—¿Alrededor de las cuatro y media, entonces? Encaja bastante bien. ¿Y cómo se le ocurrió a usted entrar aquí?

La ancha boca de Larkin se contrajo.

—Es que oí los ronquidos de Hamley. Por eso fue. Reinaba en la casa un silencio sepulcral, y había que oírlos por fuerza. Otra cosa. Juraría que cuando yo agarré la manilla de la puerta para abrir, oí correr a alguien.

—¿Ruido de pisadas?

—No me atrevería a asegurar lo que fue. Quizá fue alguien que escapaba hacia el cuarto de vestir.

Más que una afirmación, las palabras de Larkin encerraban una hipótesis. Movió dubitativamente su cabeza entrecana, de cabellos cortados al rape.

—Pero ver, no vio a nadie.

—No, señor.

Nick se acercó a la cama. Un hombre asesinado dos veces. Esta de ahora definitivamente. Estaba muerto, no había duda. Nick le levantó un párpado, le palpó las ventanas de la nariz y observó en la almohada que estaba a un lado débiles rastros de sangre procedentes de aquella. Asfixia, la cosa era bastante clara. Dado el estado en que Stanhope se encontraba, no le habría costado gran trabajo al asesino. Hamley dejó escapar un ronquido tan violento y ruidoso que parecía una indecencia en aquella cámara mortuoria. Nick sintió encresparse sus nervios y que le acometía la ira.

—¡Despiértelo! Pero dele media vuelta y échelo de aquí sin que se dé cuenta de lo que ocurre.

—Sí, señor.

—No le hurgue demasiado para tirarle de la lengua. Que él diga buenamente lo que sepa. Y vaya a buscar al doctor Clements. Hace un instante se hallaba en el teatro. Otra cosa más: no diga una palabra a nadie, fuera de sir Henry Merrivale, y a este, únicamente si lo encuentra solo.

El despertar de Hamley fue sobresaltado y algo agresivo, como el de un boxeador a quien sacan de su modorra tirándole un jarro de agua. Larkin, hombre exigente con sus subordinados, le dio un empellón en la espalda y lo sacó fuera. Nick se quedó contemplando el platillo de agua colocado sobre el pecho del muerto, con una finalidad muy bien definida, y pensó en el sentido que encerraban otras cosas.

¿Cómo era posible, sí, cómo era posible que los asesinos fuesen tan estúpidos? ¿Se creen, quizá, demasiado inteligentes y están seguros de que no han de cazarlos? ¿O es que cierran los ojos y se confían a la buena suerte?

Lo sarcástico del caso consistía en que ya la Policía poseía pruebas del asesinato frustrado contra el autor de este crimen, contra esta misma persona que acababa de matar por asfixia, sirviéndose de una almohada de pluma, a un hombre indefenso. En el peor de los casos, la condena por aquel primer delito no pasaría de un número de años de trabajos forzados. Mientras que este crimen de ahora se pagaría con la horca. ¿Juzgó el criminal que valía la pena correr aquel riesgo? ¡Claro que sí! Para un individuo de las condiciones suyas se imponía abrumadoramente la necesidad de asesinar. Sin embargo, al representarse Nick en su imaginación a la persona que el verdugo tendría que amarrar las manos sintió arcadas en el estómago. Una voz le sacó de sus meditaciones:

—Joven.

El tono de la voz era conciliador, como si quien hablaba tantease el terreno. Era Buller Naseby, con el abrigo y el sombrero puestos. Se había adelantado hasta la mitad de camino de la cama, sin que Nick advirtiese su presencia. Parecía un viejo y traía cara de enfermo.

—Joven…, perdóneme. ¿Acaso Dwight está…?

—Sí, ahora está muerto.

—¡Que Dios lo tenga al pobre en su gloria! —exclamó el señor Naseby, descubriéndose.

Guardó silencio, y Nick, por su parte, no sabía qué decir hasta que aquel reanudase la conversación. La cara de Naseby se hallaba contraída con una expresión de pesar y sincera compasión. Pero fue otra cosa la que le arrancó un chillido.

—¿Qué hace ese platillo de agua sobre su pecho?

—¿Y me lo pregunta usted a mí?

Naseby le contestó en el mismo tono agudo de queja:

—Déjese de fingir conmigo. Estoy cansado de que me acose con preguntas capciosas. ¿Qué hace ese platillo de agua sobre su pecho? ¿Ha sido usted quien lo ha puesto? ¿No? ¿Cómo está ahí entonces?

Nick le dijo:

—Comprendo que a usted le interese, porque no es esta la primera vez que oímos hablar de un platillo de agua. ¡Espere antes de negarlo! —Naseby había abierto la boca para hablar—. Recuerde algo que ocurrió la noche del jueves. A eso de las once, más o menos. ¿Dónde se hallaba usted?

—Arriba, en el teatro…, con él, sí.

—Justo. Usted comía patatas fritas de un platillo que había encima del mostrador del bar. Se las comió usted todas. ¿Quién llegó entonces? Leonor Stanhope. ¿Y qué hizo, entre otras cosas? Se metió dentro del bar para servirse de beber. Reparó en el platillo vacío. ¿Recuerda lo que hizo? Con toda seguridad.

Naseby contestó con un ademán brusco y vago del sombrero.

Nick veía la escena con todos los detalles y colorido. Veía cómo Leonor, vestido blanco con perlas, agarraba el platillo y lo colocaba debajo del chorro del agua. Veíala llenarlo hasta los bordes y colocarlo encima del mostrador. Resonaban todavía en su oído sus palabras: «¿Saben ustedes lo que esto significa?». Y luego: «Si yo estuviese muerta… o muriendo…».

El señor Naseby se golpeaba el labio inferior con el borde de su sombrero hongo, y dijo solamente:

—Recordar no es lo mismo que comprender.

—Evidentemente; pero usted recuerda esas palabras, ¿no es cierto?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque quizá tenga usted que dar testimonio de que se pronunciaron.

El señor Naseby entornó los ojos de tal manera que pareció que los recogía dentro del cráneo.

—¿Para probar la culpabilidad de la muchacha? ¡Eso es una paparrucha!

—No se trata de probar la culpabilidad de una persona, sino del hecho de haber sido pronunciadas.

El interlocutor de Nick pasó por alto esta observación y exclamó:

—Me retiraba ya para ir a casa. Ahora no podré hacerlo, porque quizá me necesiten. Es un suceso horrible —se alisó con la mano el pelo del occipucio—. ¡Y yo que llegué a pensar que el viejo Dwight intentaba simular un robo de sus propios cuadros con objeto de cobrar el seguro! Debí conocerlo mejor. Era hombre que odiaba toda clase de simulaciones y falsedades.

—En efecto, las odiaba.

El estrépito que se oyó en el piso más alto de la casa interrumpió esta conversación. Era como un retumbar que se acercaba poco a poco. Nick sabía de qué se trataba. Era la vanguardia de chicos, que se precipitaba por las puertas y se lanzaba escalera abajo, ávida de escapar del encierro odioso. La función había terminado y solo podía disponer él de unos contados minutos de gracia.

Hizo una seña al señor Naseby y salió al vestíbulo, cerrando con llave por fuera la puerta de la habitación. Se hallaban en pie en la galería, en el descansillo superior de la escalera monumental, cuando la primera oleada de invitados avanzó barriéndolo todo. En el vestíbulo de entrada montaban la guardia Rogers, Emory y otro individuo al que Nick no conoció, dispuestos a contener y desviar la marea.

Sin embargo, aquellos niños se mostraban moderadamente tranquilos. Incluso callados. Pero alguno empezó a recordar lo que habían visto y las voces fueron creciendo y acelerándose cada vez más, hasta que estallaron como cohete que revienta. De momento hallábanse aún embargados por la ilusión. Sus rojas caras tenían la misma expresión de arrobo que se observa en las de los aficionados a la música cuando salen de oír un concierto de Beethoven. Se alzó del grupo una voz que dio expresión al sentimiento general con un ímpetu que lindaba con el asombro:

—¡Ooooh! Ha estado archisuperior.

Nadie contestó.

A la cabeza de la segunda oleada, y con una expresión muy extraña en su rostro, venía el señor rector, míster Townsend.

Pero la que causó una notable congestión fue la tercera oleada. Con ella avanzaba, trayendo colgada a cada brazo a una niña, el mismísimo Gran Kafuzalum, con todo su indumento teatral. Los chicos se burlaban desdeñosamente de tan extemporáneas muestras de amistad, pero giraban y giraban alrededor, lo mismo que pieles rojas en torno a la hoguera del campamento, y disparaban preguntas con mayor rapidez que un reportero de Prensa.

—¿Fue truco o lo hizo adrede el que se tragase la trampa a la señorita Clutterbuck?

—¿Por qué la ató usted de aquella manera? ¿Consiste en eso el truco del hindú de la cuerda?

—¿Y el hacerle pasar aquella vergüenza?

—¿Le sacó usted, efectivamente, del bolso la botella de ginebra?

—¿Por qué no reapareció sobre el mostrador del bar, según usted nos anunció?

—Mira, hijo, la fórmula mágica falló en algo. Estas viejas hienas son muy duras de pelar y muy refractarias a la mirada mágica. Cuando uno está más seguro de que las tiene dominadas, se le escurren de la mano. Calculo que estará ya a mitad de camino de su casa.

—¿Nos enseñará usted cómo se domina con la mirada mágica a la gente para que podamos ensayarla nosotros mismos?

—¡Naturalmente! Si así lo queréis.

—¿Y adónde estaba toda aquella cinta de color que sacó del pecho aquel hombre? ¿No la tendría usted dentro de la manga?

Pero las niñas insistían hasta salirse con la suya:

—Señor Kafuzalum, ¿me hace el favor de firmar en mi álbum de autógrafos?

—¡Y en el mío!

—¡Claro que sí, muñecas! Pero en otro momento, Ahora dirigíos a la planta baja, donde os aguardan el pastel y la crema helada.

—¡Se lo pido de corazón, señor Kafuzalum! Es un favor especialísimo.

—Bueno, venga. Ahí lo tienes. Y ahora seguid adelante.

—Es usted un sol, señor Kafuzalum. Muchas gracias. Adiós.

El vestíbulo de entrada resonó con sus voces. Sir Henry permaneció en lo alto de la escalera, con los puños en las caderas, hasta que vio bajar a las rezagadas. Luego avanzó pesadamente hacia donde estaban Nick y Naseby.

El primero le preguntó:

—¿Qué tal le fue?

—¡Ujú! Parece que he armado arriba un verdadero lío. Espere. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

Se encaminó, por el corredor lateral, hacia su cuarto. Cuando regresó, cinco minutos después, habían desaparecido de su persona todos los vestigios del Gran Kafuzalum, menos el traje de etiqueta inenarrable. Traía en la boca un cigarro sin encender y la expresión de su rostro era rencorosa.

—Hijo mío, por si le sirve de consuelo, quiero decirle que durante mi actuación he comprobado todo cuanto deseaba comprobar.

—Siempre creí que lo conseguiría usted. Sin género alguno de duda. Sin el rastro más pequeño de duda. Y todo esto lo complementa. Si usted me apoya, estoy dispuesto a realizar la detención, con sus riesgos consiguientes.

Sir Henry cabeceó afirmativamente. Los dejó otra vez en lo alto de la escalera y se dirigió a la habitación de Dwight Stanhope. Abrió la puerta, entró y reapareció al cabo de un par de minutos. Y cuando se juntó con los dos hombres su expresión era aún más amarga y rencorosa.

—Le apoyaré a usted —dijo, haciendo girar el cigarro entre sus labios—. Recordará que le dije que quizá intentasen esto. Pero ¿quién diablos iba a pensar en serio que lo intentarían? Pero lo que está hecho, hecho está —su ancha cara se desarrugó—. Desde luego, en cierto sentido, esto que ha ocurrido lo complementa. Tuve esta tarde la satisfacción de librar a la familia Stanhope de una plaga…

—¿Se refiere a la señorita Clutterbuck?

—A ella me refiero. Es una plaga que abunda y está amargando la vida social inglesa. Y vamos a ver si ahora nos libramos de otra plaga de la misma especie, que abunda tanto como aquella, aunque sea más peligrosa. De un reptil.

Buller Naseby, que otra vez se había calado el sombrero hongo, seguía inmóvil junto a la balaustrada de mármol. Sir Henry y Nick parecían haberse olvidado de él. Carraspeó y preguntó:

—¿Se han enterado… arriba?

—No —contestó sir Henry.

—¡Qué disgusto cuando se enteren!

—Desde luego, y el disgusto será mayor para una persona.

—¿Quién les dará la noticia?

—Nadie, por ahora —contestó sir Henry—. Antes que la sepan procuraremos que se desahoguen con las sorpresas que les esperan en este asunto del reptil venenoso. De ese modo habrán dado salida a sus emociones para cuando les descubramos toda la verdad. Al menos, yo así lo espero.

—El viejo Dwight quería mucho a su familia —dijo Naseby.

—¡La quería mucho! —rugió sir Henry con extraordinario furor.

Se quitó el cigarro de la boca y golpeó con la mano encima de la balaustrada. El runrún de las voces de los niños ascendía desde el vestíbulo, rebotando en los mármoles y llenándolo todo.

—Por eso precisamente ha ocurrido esto, porque la quería mucho. Ese amor le ha costado la vida. Si no hubiese sido tan reservado, si el pobre se hubiese confiado a alguien, si se hubiese confesado con cualquiera, si hubiese salido una décima de segundo de su reserva, no estaría ahí de cuerpo presente. Pero la fiera atacó al hombre solitario, y ya no valen lamentaciones. Vamos, hijo. Es mejor que esta puerta quede cerrada.

El señor Naseby se humedeció los labios.

—¿Se propone usted liquidar el asunto ahora mismo?

—Eso pienso.

Naseby adoptó una actitud un poco solemne.

—Caballero, soy un viejo amigo de la familia…

—¡Ujum! Y lo que es más aún, si el informe que me han dado es cierto, fue a usted a quien Dwight Stanhope dirigió, el jueves por la noche, la frase más significativa de cuantas se han pronunciado en este asunto. ¿Quiere acompañarnos y presenciar el final? Sí, caballero; lo que ahora viene es el final.

El señor Naseby vaciló un segundo y dijo:

—Voy con ustedes.