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Lejos, muy lejos, por encima de los campos, el reloj del campanario dejó oír la campanada de la una de la mañana.
La Casa del Antifaz estaba en silencio. Casi todas sus luces, apagadas. Casi todos sus huéspedes, acostados. Pero nadie, fuera de Dwight Stanhope y algunos individuos de la servidumbre, dormía. Los ojos seguían abiertos, los cerebros trabajaban, las emociones palpitaban y las horas corrían entre tanto y la nieve seguía cayendo.
El dueño de la casa yacía en su dormitorio del piso primero y, sin su lento respirar, se le habría tomado por un muerto. Era aquel dormitorio la habitación más austera de Waldemere. Una lámpara, disimulada en un ángulo, proyectaba su luz sobre la gruesa nariz y firmes mandíbulas de Stanhope.
En una silla con brazos, cerca de la cama, estaba Hamley, sentado y amodorrado. De cuando en cuando volvía en sí sobresaltado, levantaba bruscamente la cabeza y miraba hacia la cama. Pero nada se movía en la habitación, ni siquiera las sombras.
—¡Bribón! —exclamó Hamley.
* * *
En la biblioteca, situada en la planta baja, frente a un fuego mortecino, estaba sir Henry Merrivale sentado, muy tieso, lo mismo que un pajarraco disecado.
Le habían dado para que se lo pusiese un pijama del dueño de la casa. Hamley había sacado también del armario que había en el cuarto de vestir de Dwight Stanhope el batín de este, aunque jurando que no estaba allí por la mañana. Tanto el pijama como el batín le iban demasiado largos, pero el pijama llegaba muy justo a la circunferencia abdominal de sir Henry, mientras que el batín no le llegaba a ninguna parte.
A su espalda se distinguían en la penumbra tres altos muros de libros. El resplandor escaso del fuego de la chimenea, brotando de debajo de una repisa, casi tan ancha como un arco, resbalaba por la superficie de las estanterías talladas de los libros, interrumpidas únicamente por la línea de ventanas. Brillaba en las macizas sillas y en la mesa, en la que resaltaba una pluma blanca de ave, metida en un tintero. Según la moda de los tiempos Victorianos, los bustos de mármol oteaban el panorama desde lo alto de las estanterías.
Aunque sir Henry debiera encontrarse a sus anchas con Sócrates, Tomás Carlyle, Palas Atenea y otros personajes que, de haber convivido juntos, habrían dado lugar a alguna riña famosa, la verdad es que no parecía estar a gusto.
Algo le traía a mal traer. Esto era evidente.
Los jugadores de póquer del Diógenes Club no se apuntaban grandes éxitos cuando intentaban leer en la cara de sir Henry. Pero ahora estaba solo, y su expresión podía muy bien calificarse de malévola e irónica. La silla en que estaba sentado era de cuero. Los pies, metidos en chinelas, marcaban un compás muy ancho. Los brazos formaban ángulo con las manos sobre las rodillas. Su figura era la de un monje con largo hábito de lana azul, y su cara daba la impresión de un pajarraco disecado mirando al fuego por encima de los cristales de las gafas.
—¡Pfuuu! —exclamó sir Henry.
* * *
Leonor Stanhope estaba un poco achispada.
No mucho, pero sí un poco. Cuando oyó las campanadas de la una se hallaba escanciando un «gorro de dormir» de una botella que guardaba como reserva en un cajón de su mesa de tocador.
Sus habitaciones formaban un pequeño departamento situado en el primer piso; daba a la fachada, al otro lado de la galería en que Christabel tenía las suyas. Leonor echó mano de un vaso que tenía en el cuarto de baño para la limpieza de los dientes y escanció whisky en él. Bebería aquel trago y nada más. Después se metería en la cama, y gracias al whisky podría dormir.
El pijama de seda que vestía Leonor era de la misma tonalidad que todo lo de su cuarto. El cristal que recubría los cuadros de aguafuertes que colgaban de las paredes reflejaba y multiplicaba la imagen de la lámpara que había junto a la cama. (En realidad, la vieja pregunta formularia de «¿Ha visto usted mis aguafuertes?» adquiría en boca de Leonor una intención invertida). Se había restregado la cara y se marcaron bajo sus ojos ligeros pliegues de cansancio. Todo su empeño durante la velada había consistido en emborrachar al comandante Dawson. Pero solo consiguió achisparse a medias ella misma.
Sobre la mesita de noche podían verse un anillo montado con esmeraldas y el aparato del teléfono interior de la casa.
Se inclinó hacia atrás, levantó el vaso y se echó al cuerpo su contenido. Al alargar la mano para apagar la luz, la expresión de su cara era la de una mártir que está segura de que no logrará conciliar el sueño.
La parte superior de la ropa de cama había sido doblada. Leonor tropezó con la rodilla en el travesaño del lecho, se dejó caer hacia dentro, se arrebujó de espaldas y quedó instantáneamente dormida.
La última palabra que salió de sus labios fue esta: «¡Cariño mío!».
* * *
Vincent James estaba medio dormido y con las luces apagadas. Pero por las ventanas se filtraba una leve claridad de nieve. Las dos ventanas, dicho sea de paso, estaban abiertas de par en par. Daban, desde el primer piso, en el que estaban situadas, al jardín de la parte posterior de la casa o de lo que había sido jardín en tiempos remotos. Entraba una tenue brisa en aquel cuarto que daba al Norte, y la nieve rozaba suavemente las ventanas. Un copo fue volando a posarse en su frente.
Vincent James se revolvió y masculló algo entre dientes. No dormía; se hallaba en ese estado entre la vigilia y el sueño en que las cosas más insignificantes son transformadas por el cerebro en hechos y seres de monstruosa importancia. Por ejemplo: una preocupación, una duda que no ha sido aclarada durante el día, cualquier cosa percibida, pero no bien comprendida. Parecía como si una de esas inquietudes le estuviese royendo en aquel momento el alma, a la caza de contestación para una duda.
La frase que Vincent James masculló fue esta: «¿Acaso el médico…?».
* * *
Betty Stanhope volvió a encender la luz al dar la una.
No había nada que hacer. Le era imposible conciliar el sueño. Pero cualquiera que la hubiese visto en aquel momento se habría dado cuenta de que estaba asustada.
Las habitaciones de Betty se hallaban en el piso segundo, encima de las de su madre. De ordinario, nadie más que ella dormía en aquel piso, aunque la noche en cuestión habían acomodado al comandante Dawson en una de las habitaciones destinadas a los huéspedes, al otro extremo de la galería. Comprendía aquel piso la galería de pinturas, un salón de baile en la parte de atrás de la habitación de los niños —la más abandonada de la casa— y los cuartos para los huéspedes. La servidumbre dormía en el piso de encima, el ático. Sobresalía por encima de este la cúpula del teatro, irguiéndose a dieciocho metros de altura, y por encima de la cúpula giraba en una danza fantástica el infinito firmamento nocturno.
—¿No acaba de oírse un ruido?
A Betty no solía, de ordinario, preocuparle el aislamiento de aquel piso. Más bien le gustaba. Podía entregarse libremente a la lectura sin la preocupación de que nadie asomase a la puerta para decirle que el leer en la cama era dañoso para los ojos o para la salud. Pero aquella noche, o aquella madrugada, las habitaciones vacías parecían aislarla del mundo; la luz poblaba de visiones la negrura exterior y el temblor de una cortina le producía sacudidas en los nervios.
Betty se incorporó, apoyando su espalda en los almohadones, con la cadena de la lámpara en una mano y la otra mano agarrada con fuerza al edredón. Y exclamó angustiada:
—¡Nick!
* * *
Es cosa sabida que los marineros tienen una cabeza tan dura como el peñón de Gibraltar. El comandante Dawson se paseaba de un lado para otro en el cuarto de estilo Regencia, destinado a los huéspedes, que ocupaba al otro extremo de la galería. Se hallaba todavía vestido, salvo que se había despojado del cuello de la camisa y de la americana. Su cabeza estaba tan serena como un hotel para abstemios en domingo.
Cuando se trataba de trabajar, los nervios del comandante no se desmandaban nunca. Sin embargo, ahora no parecían estar tranquilos. Encendió un cigarrillo, lo colocó encima de la cómoda, meditó profundamente un rato y encendió otro, sin acordarse del primero. Eran auténticos cigarrillos egipcios de una celebrada marca y no estaban sujetos a derechos de Aduana. Los hombres de la Marina Real no son molestados sin causa justificada por los aduaneros.
De cuando en cuando, el comandante miraba un retrato de Leonor Stanhope encuadrado en marco de cuero y colocado en el centro de la repisa de la cómoda —Roy Dawson era hombre meticuloso—. Antes de acostarse guardaría el retrato en su maletín, para que la doncella que le trajese el desayuno a la mañana siguiente no lo tomase por un bobalicón sentimental.
Y también de cuando en cuando las contradicciones de su fisonomía habrían alarmado a cualquier persona que no fuese un médico. La verdad era que maldecía de sí mismo.
«¿Por qué diablos —parecía decirse— se te ha ocurrido soltar una propuesta de casamiento delante de todo el mundo? No se te rieron a la cara, eso es cierto; pero cuando hayan estado a solas se habrán retorcido de regocijo. Eres un botarate. Eso lo sabes bien. Sí, señor. ¿Volverías a hacer tontería semejante? Sí, señor; con toda seguridad».
Sus paseos se fueron haciendo más pausados. La expresión de su fisonomía dejó de ser auto-agresiva y se fue serenando. Las arrugas de las comisuras de sus labios, como dos comas, se profundizaron aún más. Cabeceó afirmativamente.
Y el comandante Dawson bisbiseó:
—¡De diamantes!
* * *
La habitación que caía debajo de la de Betty había sido la de Flavia Venner. Hoy, lo mismo que en sus tiempos, colgaba de la pared, sobre la chimenea, el retrato de Flavia, obra de sir Edouard Burne-Jones.
Y hoy, lo mismo que en sus tiempos, y siguiendo la moda, se hallaban las paredes acolchadas y tapizadas de raso. Todo estaba dispuesto para que Flavia, al mirar a un espejo, se viese a sí misma saliendo de las lunas de otros tres o cuatro.
Pero a tales horas de la noche, aquellos detalles, más bien que verse, se adivinaban poco a poco y sucesivamente. Las cortinas de las ventañas no estaban del todo echadas. Una de estas se hallaba entreabierta. A lo lejos, más allá de las primeras colinas, los locos de las calles de una zona habitada formaban una neblina azul brillante detrás de la cortina de nieve. Aunque la habitación estaba a oscuras, entró en ella un amago de luz cuando Christabel Stanhope, envuelta en un abrigo de pieles y sentada junto a la ventana, apartó un poco las cortinas.
Christabel se arrebujó aún más en su abrigo. Su silla crujió. La cena de aquella noche había estado llena de inconvenientes, porque hubo que improvisar el comedor en otra habitación, y los huéspedes se sentían cohibidos. Eso habría contestado Christabel si le hubiesen preguntado en qué pensaba. Sus dedos, largos y finos, dejaron caer la cortina. Bostezó con muestras de agradable cansancio, reconfortada quizá por el pensamiento de que tal vez las cosas hubieran podido ocurrir peor. Levantó los brazos por encima de su cabeza, desperezándose, y exclamó:
—¿Estuvo bien?
* * *
Eran las dos y cuarto de la madrugada cuando Nick Wood dio con la clave que venía persiguiendo.
Dormían todos en la casa. Pero un joven de voluntad perseverante, sentado en su cama, con un libro de notas y lápiz a mano, velaba con la luz encendida. Había cerrado su atención a intereses y consideraciones personales. Lo que más le fastidiaba era que aquel trabajo no parecía dejar ver un cabo de la madeja que sirviera de punto de partida. Había trabajado hasta entonces entre la morralla de los delincuentes profesionales. Eran tareas de pura rutina, que repugnaban a hombres de mucha personalidad, como sir Henry Merrivale, y que a él mismo le resultaban bastante aburridas. Pero allí al menos se sabía por dónde empezar. Examinando la técnica empleada, podía reducirse a un grupo de media docena los posibles autores de una fechoría. Profesionales todos. Con esto y averiguar el sitio en que cada uno de los sospechosos se hallaba a la hora en que se cometió el delito, ya se tenía andado la mitad del camino.
Aquí no se encontraba ante una senda de rastros, sino ante un círculo de huellas borrosas, al que no se le veía principio, medio ni final.
Nick fumaba cigarrillo tras cigarrillo sin que brotase en su cerebro la inspiración. Desesperado ya, y después de repasar sus notas, ensayó la norma que da Chesterton de lanzarse por el camino falso; de borrar de su cerebro toda idea preconcebida y dejar que el subconsciente sacase a flote sus sugerencias.
Era una barbaridad, pero…
Quitado el freno a sus pensamientos, estos volaron hacia Betty Stanhope. Les tiró de la rienda. Surgió en su imaginación la imagen exterior de la Casa del Antifaz: alta, cuadrada, de paredes lisas. Vio luego a Christabel en el comedor, y esto le llevó de nuevo a pensar en Betty. Se le representó el campo nevado. ¡Y vuelta a pensar en Betty!
«¡Calma!», pensó, y se apretó la frente con las manos.
Enfocando su atención hacia todo lo hecho por sir Henry durante el día, podría, quizá, agarrado a los faldones del gran hombre, seguir sus pasos en busca de una posible solución. Y el primer cuadro que se le representó fue el de sir Henry cuando recibió en pleno rostro una bola de nieve. No era esto muy alentador. Lo vio luego en el vestíbulo de la servidumbre, en función de prestidigitador, mientras un pesado insistía en reclamarle el truco hindú de la cuerda. Nada. El truco hindú de la cuerda le sugirió la idea de cuerdas en general, y las cuerdas…
Nick se incorporó, muy despacio, en la cama.
—¡Hola! —dijo en voz alta.
La casa estaba en silencio. Marcel Proust mismo, el novelista francés, se habría visto en apuros para atar los cabos sueltos en la memoria de Nick que este se esforzaba por reunir. Flotaba entre ellos un dato proporcionado por Buller Naseby junto a otra imagen fugaz, y todo ello se desdibujaba al querer apresarlo.
Hirió sus oídos el afanoso tictac de su reloj y miró a un lado. Su atención fue a posarse en el teléfono interior, que estaba sobre la mesita de noche. Eran las dos y cuarto. Despertar a alguien a semejantes horas resultaba impertinencia fea. Además, ¿quién le decía que la idea que acababa de ocurrírsele no era como esas falsas chispas que a veces despide un encendedor y que no prenden en la mecha?
Pero era inútil pensar en dormirse hasta salir de dudas. Agarró el teléfono y pulsó uno de los botones esmaltados. Llamó:
—¡Hola! ¡Hola!
Y no dejó de darle al botón hasta que le respondió una voz amodorrada y carraspeante.
—¡Hola! ¿Es usted, Larkin? Soy el inspector Wood.
—Diga, señor.
Si de la boca del mayordomo salió una maldición cordial, Nick Wood no la oyó. Se perdería por el camino.
—Siento mucho molestarle a una hora como esta, pero se trata de algo muy interesante para la investigación.
—Usted dirá.
La voz carraspeante de Larkin vibraba casi de emoción.
—¿Recuerda que anoche, mejor dicho, el jueves por la noche, le pedí que averiguase unos datos: lo referente a las vías de acceso que tiene la casa? Esta mañana me habló usted de ello.
—Perfectamente, señor.
—Usted me aseguró que había examinado las ventanas del piso bajo. ¿Se fijó, por casualidad, en las de los pisos superiores?
Larkin pareció sorprendido.
—Me fijé también. Creí que ello entraba dentro de la información que me había pedido.
—¿Sí? ¿De veras?
—Perfectamente, señor.
—Bien entonces. ¿Se fijó usted en si del lado de afuera de alguna ventana colgaba algo?
—¿Algo?
Nick se agarró al teléfono.
—Yo no quiero sugerirle a usted idea alguna. Quizá tenga que declarar como testigo. Lo que yo le pregunto exactamente es esto: ¿vio usted si de alguna de las ventanas colgaba algo?
—No vi nada, señor inspector.
—Pero ¿miró, en efecto, las ventanas?
—Sí, señor. Y además, si usted recuerda, las señoritas Betty y Leonor se hallaban en ese instante en la planta baja, y no tuve inconveniente en entrar en sus habitaciones para inspeccionar.
—Vamos a ver si dejamos este extremo bien claro —insistió Nick—. Esta tarde oí decir a alguien en el vestíbulo de la servidumbre (creo que fue al chófer) que todas las habitaciones tienen un rollo de cuerda enganchada a la pared para descolgarse hasta el suelo en caso de incendio. Aquí mismo lo estoy viendo detrás de las cortinas —dijo, mirando hacia un lado.
—Sí, señor. Se trata del dispositivo Southerby, patentado.
—¿De modo que no colgaba una cuerda de ninguna de las ventanas?
—Puedo contestarle terminantemente que no. Más aún: le aseguro que ninguno de tales dispositivos mostraba señales de haber sido utilizado.
Hubo una pausa.
—Pues eso era todo. Y vuelvo a excusarme una y otra vez por haberle molestado.
—No me ha molestado usted —el teléfono transmitió una risa ahogada, como si de pronto Larkin se hubiese humanizado—. Para colaborar en un trabajo detectivesco puede usted disponer de mi a cualquier hora. Le confieso que muchas veces he sentido pujos de detective. Y sepa también que tengo algunos conocimientos de medicina.
—Sí, señor. Gracias a eso no se convirtió en un batacazo el resbalón que di al asegurar que el señor Stanhope estaba muerto. Usted me echó una mano. Gracias.
—Buenas noches, señor.
Nick cortó la comunicación. Encontró y encendió otro cigarrillo. Con gran asombro suyo, cayó en la cuenta de que, de una manera inconsciente, retenía su respiración.
Nick Wood estaba convencido de que, una vez echado a andar, adelantaría, aunque fuese poco a poco. Pero lo cierto es que adelantaba de prisa. Volando, como el esquiador que se lanza pendiente abajo por la ladera de una montaña. La lógica del asunto era inflexible. En el caso de que a fuese de este modo, b tenía que ser de este otro, y c, por consiguiente…
¿Habría seguido sir Henry en sus deducciones el mismo camino? Lo ponía en duda. Sir Henry era hombre de atajos, de líneas rectas y muy personales. Quizá, sin embargo, convergiesen ambos en el mismo punto desde direcciones diferentes.
Resolvió seguir adelante por el camino en que se acababa de meter. Dio una profunda chupada a su cigarrillo, echó luego el humo y se quedó viendo cómo se extendía, igual que una polilla, en el círculo de luz de la lámpara, donde giraba, ondulaba y se retorcía lo mismo que el humo del incensario lanzado hacia un altar. Le quedaba aún bastante trecho. Pero una vez que salió de la primera fase de suposiciones ingeniosas, aunque falsas, se le aparecía como cosa clara y lógica lo que antes le desconcertaba por su aparente falta de razón. Dwight Stanhope no había intentado embaucar ni dar un bromazo. Jamás se había conducido durante su vida con más sereno juicio.
—¡No va más! —exclamó Nick Wood.