Lo cierto es irse. Quedarse es ya la mentira, la construcción, las paredes que parcelan el espacio sin anularlo.

De pronto, parado en medio de una habitación, descubrimiento de que sólo estoy en ella porque quiero. Bastaría avanzar la mano en el espacio, nada más que un poco. Y por ese hueco esencial resbalar a la nada.

En Men as Gods, Wells entrevió esa zona del aire (pero en realidad es una zona del hombre) por la cual se puede pasar a otro mundo. Su vitalidad a carne cruda lo llevaba a inventarse un ersatz de cielo, cumplir la vieja ilusión del cielo a cargo del hombre. No supo —no quiso saber— que el hueco espera en todas partes, pero que no lleva a ninguna.

A veces pienso que morir es escamotearse un poco al vacío. La verdadera aniquilación debería ocurrir en vida, así: estiro despacio la mano, toco el vacío, y por ahí me voy. Morir, en cambio, es como pasar a una nada pasiva.

Matarse, término medio: fabricar el hueco.

El gesto humano por excelencia es quedarse. Soy, ergo me quedo, y viceversa. Cuando digo «humano» no lo digo afirmativamente. El verdadero gesto humano, el legítimo, no puede ser sino esto: Me vinieron al mundo, donde nada tengo ni hago que no sea una baja reacción contra mi origen involuntario. Ergo —Y aquí es donde hay que ir estirando la mano, probando el espacio como prueba el pez una malla de pescador.

La idea más triste: que el hueco no esté en el espacio sino en el tiempo. El «consuelo»: ten la mano disponible a cada minuto.

Me basta querer una cosa para que una pesadilla me muestre su mono, su remedo ofensivo. Quiero tanto a los gatos; es bastante para soñar —todavía vivo la imagen— la transformación en mis brazos de un gato de ojos verdes, su cara súbitamente cruel, su tamaño que crece, el ataque horrible a mis manos, el salto a los ojos. Curioso que pensé (lo sentía morderme la nuca, y era ya todo el horror de la pesadilla): «Se debe sentir esto al ser muerto por una (pantera) (tigre)».

Sensación muy clara de censura, al despertar. Lo del gato continuó y cerró un episodio instantáneamente olvidado. El lazo que queda colgando es éste: estaba en una como cabina telefónica, y una mujer me pasó el gato por debajo de la puerta.

Geist des Volkes. Una frase idiota popular entre nosotros, cuando se quiere ironizar a costa de la tontería o el cinismo ajenos: «Che, ¿vos sos o te haces?» Recuerdo el origen; en un espectáculo radioteatral del Cine París (1931 o 32) Paco Busto la decía varias veces. La frase era: «Dígame: ¿usted es o se hace… el zonzo?» La pausa daba lo cómico, el sentido fecal de «hacerse», etcétera.

Curioso que ahora venga Sartre a mostrarnos que el hombre no es, sino que se hace. Con toda seriedad podríamos responder a nuestro gracioso: «La verdad, che, que no soy; me hago, nomás —»

Lo admirable en la «carrera» de un escritor como Gide, es el desarrollo progresivo, armonioso, de las partes que un día integrarán frondosamente el árbol dado al viento. Las contradicciones, la búsqueda, la rebelión y los encuentros de los primeros libros; las «etapas», las fijaciones, la organización de sistemas sensitivos, intelectuales y morales en torno de nociones y vivencias proved upon the pulses como decía Keats. Ir advirtiendo, al leer cronológicamente su obra, cómo el convertirse en un escritor (doy a la palabra todo su sentido humano) es menos escribir ciertas cosas que resignarse y decidirse a no escribir muchas otras. Cómo no se puede volver sobre Michel, sobre Ménalque, sobre Alissa; cómo, después de Lafcadio, debe llegarle el turno a Edouard (doy a estos nombres su valor de centros vitales e intelectuales). Y además, ¡qué sentido vegetal del tiempo! En el Journal vemos muchas veces a Gide sospechando una muerte temprana; pero su daimón sabía desde el comienzo que no sería así, que el árbol alcanzaría su copa total en su debido tiempo. Entonces no hay prisa, no hay improvisación, no hay manotones como los que hacen tan angustiosa la carrera de un Byron o de un Balzac. Gide escribe a los veinte años lo que debe escribirse a esa edad y solamente a esa edad; de sus cuarenta nace la justa fragancia del fruto; sus sesenta son hondos, estilizados, lujosos; su muerte le llega como la última página del libro que los contiene a todos; previsible, necesaria, casi cómoda.

Sin poder saberlo, pero con una cenestesia segura, Gide dispone de su vida y distribuye en ella, a distancias armónicas, los productos de esa cultura —cultivo— que son sus libros. Su pensar, su sentir, su estilo (que los une) y su vida están regidos por una divina proporción. La regla áurea, en Gide, consiste en que nace de sí misma, como la forma del árbol; su búsqueda atormentada tiene el valor pascaliano de ser ya un encuentro, de partir hacia lo que íntimamente ya se es, para merecer serlo.

Escritor ambulatorio. Como lo estudió Rivière en Rimbaud, todo paseo al aire y al sol me excita los sentidos —par les sens on va à la page. Al rato de andar empiezo a comunicarme; el árbol es por fin un árbol, y la cara de una mujer o de un chico resplandecen con un sentido que la rápida aplicación de la etiqueta «transeúnte» me ocultaba antes.

Almuerzo en un bodegón de Paraguay al cuatrocientos: «Buen Amigo», como el lindo tango de Julio De Caro. Desde mi mesa veo la calle, una señora que hace el inventario de su cartera —con qué minucia, un pie de punta para que el muslo le sirva de apoyo—, los chicos que vuelven de la escuela. Siento una momentánea plenitud, absorbo la escena que abarca la ventana. En un equilibrio perfecto, la escena y yo dulcemente no participamos.

Luego, sorda, irrumpe la insatisfacción de pensar que malgasto este minuto insalvable de mi insalvable vida mirando un rincón oscuro y vulgar de la ciudad. Otros ojos mirarán en este instante las flechas de Chartres, los sauces de Uspallata, los azules de Lorenzo Monaco, el rostro de Rosamond Lehmann.

Argos, con sus mil ojos, desesperado mito del hombre: Sospecha jamás probada de que acaso somos un solo ser; de que también yo estoy viendo (como en El Zahir) todo lo que amo, pero separado de mi visión por la culpa, por los orígenes. Argos, deseo humano de verlo todo a la vez, aquí, ahora.

Coro para «Las Ranas» 1950:

—Kodak kodak kodak coca coca coca cola cola cola kodak coca kodak cola kodak coca kodak cola…

Un sueño para el que no hay, no sólo palabras, literalidad, sino valores, ángulos de agarre, posición. Lo que queda por decir es un miserable residuo, esto: Una plaza vagamente «colonial»

la noche

como siempre, notaciones

abstractas de una totalidad

calor

sin nombre, un puro ser

presente

silencio

En el suelo —de lajas o baldosas— un trazo serpentino, como el que podría dejar una babosa gigante, haciendo bucles, arabescos.

Recorría el trazo

pero a la vez ya lo había recorrido, porque eso era mi escritura, algo que había escrito en el suelo noción de que debía ser importante, que contaba. Entonces, algo como decisión de leer lo escrito (previamente —pero no había previamente, todo fue a la vez— había solamente mirado supongo sin leer)

Y cuando iba a leer

veía en el suelo que mi escritura ya no era más que una cinta húmeda formada por condensación, gotitas de agua, nada inteligible.

No me afligí; era otra cosa, un sentimiento que no existe de este lado.

Reflexión matinal: siempre me gustó escribir y dibujar en los vidrios empañados. Materia tan tersa, al dibujar la luz de fuera se alegra del trazo y penetra de lleno. Al cabo de un rato, el dibujo se chorrea, se reduce a un informe montón de lágrimas. Las caras se pudren, se desprenden a pedazos.

Corolario: lo que pasó con el retrato de Dorian fue que Basil lo había pintado con el dedo en un vidrio empañado, y se olvidó de advertírselo al modelo, quizá creyéndolo obvio porque también Dorian estaba pintado así, pobrecito.

Con el Músico, a casa de Mimí. Cena convencional, diálogo que es siempre una sustitución. La angustia insoportable de todo silencio que exceda de un segundo, que amenace prolongarse. Es que si durara, nos miraríamos. (Los tan sabidos rostros que un día, en un instante más puro, vemos repentinamente como son, y que retroceden instantáneamente a su expresión —la que le ponemos).

El Músico juega después con el piano, y Mimí canta Schumann, también lieder de Mahler, y Le promenoir des deux amans; una alta lámpara los ilumina. Desde la penumbra, en un semisueño que sólo incluye su imagen dorada y pulcra, los escucho. Ahora son verdaderamente ellos ahora, cuando no son ellos sino la música. Tensos, pero con esa soltura de la tensión que forma cuerpo con el lujo y la entrega, entran en el juego como si siempre fuera la primera vez. Descubren, discrepan, avanzan, y la música parece estarlos usando para mirarse; en la voz de Mimí la sospecho posada, feliz de ser felicidad; y el pianista ataca y el piano responde, pero el orden naciendo de sus manos es —cómo decirlo— paralelo a la ejecución, análogo por distinto; el pianista toca y la música es.

La lámpara los envuelve, les protege su alegría. Juegan, ils jouent. Veo la mano derecha de Mimí que la ayuda en el piano a establecer la melodía (leen algo por primera vez). La mano procede con un tanteo sutil, una previsión de los campos inmediatos. Miro su meñique, ligeramente alzado mientras los otros dedos tejen figuras; luego cae, exacto, en un re natural. La mano sube, surgen otras geometrías, y el meñique está como ajeno, hasta suspenderse de pronto en la posición anterior, repetir la nota, retirarse…

Y todo ocurre sin que Mimí (con su atención en la voz, en los ojos) lo sepa. Sólo yo veo urdirse esos ritmos en el espacio. Sólo yo asisto al ordenamiento de su cuerpo en un modo que no es el suyo, siéndolo tanto. Sí, el artista es el que cede; y la calidad de su cesión da la medida de su arte. Tantos modos de posar un dedo en un teclado, y sólo uno donde el signo musical y el atento abandono del intérprete coincidan para crear el campo que ya no es ellos, que los usa: lieder, poema, cuadro.

(No confundo creador e intérprete; hablo de esa instancia ocasional y maravillosa donde ya no hay diferencias.)