Escribir: sucedáneo, sublimación, sustitución… Ya es casi lugar común, lo sabemos de sobra, es decir lo olvidamos. ¿No sería tiempo de analizar mejor esta verdad brillante de la psicología? La verdad es siempre un sistema válido de relaciones. Parece que las relaciones del escritor con sus hormonas, sus complejos y sus trabas, están bien comprendidas en esa verdad que nos da una bonita fórmula: Literatura=Vía sustitutiva. Pero esta verdad puede haber pasado ya, no porque no lo fuera, sino porque las relaciones del escritor con sí mismo y su circunstancia pueden estar modificándose.

Se dice —y uno sonríe—: «El lenguaje me impide expresar lo que pienso, lo que siento». Más cierto sería decir: «Lo que pienso, lo que siento me impiden llegar al lenguaje». Entre mi pensar y yo, ¿se opone el lenguaje? No. Es mi pensar el que se cruza entre mi lenguaje y yo.

Ergo no hay otra salida que izar el lenguaje hasta que alcance autonomía total. En los grandes poetas, las palabras no llevan consigo el pensamiento; son el pensamiento. Que, claro, ya no es pensamiento sino verbo.

Leído, ya a destiempo, The Time Machine. Oh pequeña Weena, animalito humano, única cosa viva en un relato insoportable. Escribir músicas menudas, juegos y rondas para Weena. Sentir que se la lleva en brazos cuando, a solas, se cruza titubeando un aposento a oscuras.

Como el pobre tambor, que favorece los golpes con su elástico rechazo. Una cosa es acariciarle el pelo, y otra encontrarlo en la sopa. (Oído al cronista).

Unilateralidad, monovía del hombre. Se siente que vivir significa proyectarse en un sentido (y el tiempo es objetivación de esa línea única). No se puede sino avanzar por una galería donde las ventanas o las detenciones son lo incidental en el hecho que importa: la marcha hacia un extremo que (desde que la galería somos nosotros mismos) nos va alejando más y más de la partida, de las etapas intermedias —Es oscuro y no sé decirlo: sentir que mi vida y yo somos dos cosas, y que si fuera posible quitarse la vida como la chaqueta, colgarla por un rato de una silla, cabría saltar planos, escapar a la proyección uniforme y continua. Después ponérsela de nuevo, o buscarse otra. Es tan aburrido que sólo tengamos una vida, o que la vida tenga una sola manera de suceder. Por más que se la llene de sucesos, se la embellezca con un destino bien proyectado y cumplido, el molde es uno: quince años, veinticinco, cuarenta— la galería. Llevamos la vida como los ojos, puesta de modo tal que nos conforma; los ojos ven el futuro del espacio, como la vida es siempre la delantera del tiempo.

Hilozoísmo, ansiedad del hombre por vivir cangrejo, vivir piedra, ver-desde-una-palmera. Por eso el poeta se enajena.

Lo que subleva es saber que repito una misma galería, un modelo único desde siempre. Que no hay individuos sino en el accidente; en lo que verdaderamente cuenta, nos merecemos la guía del teléfono, así apareados, así columbarios simétricos, la misma cosa, la misma galería.

Esto no es misantropía. Ni regateos al vivir, bella cosa. Es mi parte de ser universal.

¿Panteísmo? Panantropismo. Pero no porque quiera serlo todo, vivir-mundo; lo que deseo es que el mundo sea yo, que no haya límites para mi asomo vivo. Argos, todo ojos?

Todos los ojos, Argos. Otra definición del terrible señor: «El hombre es el animal que hace inventarios.»

La propiedad, inventario grandeur nature. Tengo diez hectáreas, un caballo tordillo, una nubecita en forma de corazón.

Viene un día en que el recuerdo es más fuerte. Tengo, sí, un caballo tordillo, pero tuve a Refucilo, tuve a Mangangá, tuve un potrillo que era sangre de alba, tuve la Prenda, azúcar de galope…

Hasta las nubes: aquí están, mías. Las nubes sobre el Llanquihue, una tarde de enero del 42; la gran nube pizarra que me aplastó en Tilcara, llenando el río de fangos amarillos; los nimbos sexuales, nieve de espaldas y delirio frío sobre el agua teñida de añil que es el cielo a mediodía en Mendoza la pulida; las nubes de una canción con que jugaba Juan hace años; y las que puse en cuatro líneas para golosina de Pampa, mi perra muerta:

Has de estar acostada junto a un lecho vacío Segura de que el amo te alcanzará una noche. Te comerás al paso las nubes más pequeñas, golosa del azúcar que ya no puedo darte.

Sí, Jean-Paul: el hombre es la suma de sus actos. Pero el tuyo es un enfoque dinámico de esta melancólica integración: el hombre es la suma de su inventario. (Por eso The Great Lover de Brooke, por eso Proust, Rosamond Lehmann, Colette, abejas libando tiempo —¿no es cierto que sí?)

Perezoso bosquejo de inventario: tuve Pélleas, tuve una pequeña mandolina que me cabía en la mano y que me dio alguien que murió inocentemente; tuve un gato a la edad en que poco nos separa del silencio secreto de los animales, de su saber inambicioso. Tuve colecciones de estampillas, de recortes, de cuentos; tuve una noche en el alto Paraná, boca arriba en la cubierta de un barquito sucio, devorado de estrellas; tuve A Farewell to Arms, a Helen Hayes; y una noche en que sufría, frente a un ventanal abierto, tuve la caricia de una mano que vino por la sombra, sin que me fuera dado saber quién de los que me acompañaban se unió tan puramente a mi dolor. Tuve —(Cuánto mejor esta constancia que todos los pajeros: «No tuve…»)