EL INVIERNO TRAJO LA NIEVE y Cyprien hubo de despejar los caminillos del jardín.

Pese a todo, fue por aquellos días cuando Élisa me llevó a casa de sus padres, una tarde de jueves. Supo convencer a mamá, que insistía en que la excursión era del todo inoportuna debido al frío.

Élisa rehusó tomar la carretera y, sin duda animada por su amor hacia el campo, quiso seguir el curso del arroyo que corría detrás del estanque.

Fue un gran viaje. Descubrí el hilito de agua bajo la nieve, la hierba aterida, las gotas heladas en las riberas y el murmullo atento de la corriente en medio del blanco silencio.

—Mira el agua —me repetía Élisa—. Te voy a llevar un rato en brazos. Hasta donde están las «hendeduras», ¿te parece? Allí, donde se yerguen esas piedras para canalizar el torrente que viene de río arriba, de Masseval.

Por fin nos incorporamos a la carretera y divisé las barreras del paso a nivel. La señora Ducroux, arrebujada en una toca verde oscuro, nos esperaba apostada en la puerta, desafiando el frío. Su casa era muy modesta, aunque fuese de piedra. Se encontraba muy cerca de la vía férrea. Detrás había un cercado donde picoteaban unas pocas gallinas. La cocina, de baldosas rojas y paredes con manchurrones, resultaba tristona. La nieve cubría los campos.

Élisa me quitó el abrigo, el gorro y los zapatos. Le pregunté por Joannès. Me contó que estaba en el molino, adonde su madre lo había mandado a comprar grano.

—Bueno, pues aquí está el compañero del que te he hablado —dijo Élisa a su madre, señalándome con el dedo.

—Ponle las pantuflas de Joannès. Tiene los pies empapados.

La señora Ducroux había hecho barquillos y limonada para agasajarme.

Ahíto, más tarde oí que Élisa y su madre hablaban de dinero. Su padre no trabajaba.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Llega por la noche, piripi.

—Te traeré lo que gano.

Se oyó el tañido reiterado de una campana.

—Vamos a esperar a que pase el de las cinco y cuarto. Bajaré la barrera y luego nos iremos. Tengo que estar de vuelta antes de las seis.

Regresamos a casa siguiendo el curso del arroyo. La nieve se fundía un poco más. Le daba vueltas a la idea de que podría haber besado a Élisa en el cuello o la nuca cuando me había llevado en brazos durante la ida. Sentí ganas de hacerlo, pero me contuve porque no sabía si me estaba permitido. De haberlo sabido mamá, habría censurado mi deseo. Pero fue un error no ceder al impulso. Élisa jamás habría informado a mi madre de aquel beso clandestino. Debí haber sabido que de mí aceptaba mucho más de lo que se considera natural. Era ya, en cierto modo, mi cómplice.

Yo no tenía del todo clara mi identidad. Había sido Jacques, luego Ivan, y luego Vanvan. De momento, la cosa quedaba ahí. Debía de parecerme a ese padre que no había conocido. En resumidas cuentas, yo estaba duplicado: tenía que ser yo y mi padre. ¿Cómo habría sido él de niño? Era una persona alegre, y sin embargo había muerto en la guerra. De ello infería que la despreocupación no te protege de nada. Para protegerse lo mejor era buscar un refugio secreto junto a unos pechos. ¿Por qué las mujeres se empeñan en ocultarlos? Para conquistarlos había que aferrarse a ellos, agarrarlos.

Al regresar de la casa de la señora Ducroux caminamos deprisa, pues Elisa temía llegar tarde. Huelga decir que me llevaba de la mano. De vez en cuando corría un poco entre risas, como si yo hubiera sido su niño pequeño; creo que me habría gustado serlo. Me pareció entonces que Elisa saboreaba conmigo unos instantes de sencilla felicidad.

Como si ambos estuviésemos duplicados.


Cuando se aproximaba el final del invierno, a primeros de marzo, mamá me propuso acompañarla a dar un paseo por el jardín. Le encantaban las flores. Hallaba consuelo en ellas. Sus padres delegaban en ella la elección de las plantas y el control del vergel. Yo le hacía compañía, y una de las primeras dichas del año se desplegaba con los colores cálidos de los alhelíes.

Comoquiera que nuestro paseo estaba a punto de terminar, y que nos dirigíamos al bancal, mamá me espetó:

—He decidido acercarme el mes que viene al campo de batalla donde tu padre fue herido dos meses antes de su muerte. Iré con tu hermano y con el tío Lazare. Tienes seis años, eres mayor ya. Pasarás una semana con tu abuela.

—¡Y me vas a dejar solo por las noches! —objeté.

—¡No montes una tragedia! Se me reprocha no haber ido a visitar a tu padre cuando estaba malherido. Y no fui porque te estaba amamantando.

Al final, todo se reducía a pechos y leche. En resumidas cuentas, si no me equivocaba, era culpa mía que mi madre no hubiera podido velar a mi padre moribundo. Me puse a patalear, ciego de rabia y de tristeza.

¿Dormir solo en el enorme lecho de mamá? ¡Jamás!

Le confié mi pena a Elisa.

—Con mucho gusto te recibiría en mi cama —me aseguró—, pero me parece que tus abuelos no lo entenderían.

Mi desesperación se prolongó durante dos días; luego la borré de mi memoria. Mi actitud hacia Élisa se volvió cada vez más exigente. Poco me importaba la presencia de Marguerite: cuando, por las tardes, ambas se acomodaban delante de la ventana de la cocina, me volvía cada vez más apremiante con ella. Le acariciaba el cuello, la nuca, y, si trataba de zafarse, insistía para notar los huesos de lo alto de su pecho. Me complacía la desnudez de aquella piel tan cercana a sus senos, que yo presentía opulentos. De esa manera descubría los vínculos secretos que unen el amor y la muerte. Respiraba a Elisa mientras contemplaba, embelesado, los movimientos primaverales del jardín cuajado de colores inesperados. Nadie era capaz de comprender el alcance de aquella búsqueda que, para equilibrar la muerte de mi padre y la tristeza de mi madre, perseguía descubrir los senos de Elisa.

—Pero ¿qué le pasa? —murmuraba Marguerite—. No te dejes. Se pasa todo el día pegado a tus faldas.


Mamá tenía miedo de las enfermedades. Al más mínimo catarro, me metía un termómetro en el trasero y seguía con inquietud, inclinada sobre mí, la evolución del mercurio en la escala.

Y musitaba:

—Tienes las nalgas ardiendo.

Tenía la costumbre de medir a ojo la temperatura, con las manos: el calor de la frente, el tacto de las orejas y las palmas sobre las nalgas.

Yo aprovechaba esa ansiedad para tratar de disuadirla del proyecto de viaje al campo de batalla.

—No quiero que me abandones.

Se iba acercando la fecha de su partida.

—Te traeré soldaditos de plomo.

—Sabes perfectamente que son muy caros.

—Bueno, pues soldados de cartón piedra, entonces.

—Como quieras.

—Qué sensato eres.

—Sí, pero no quiero que te vayas. ¿Y si me pongo malo…?

—Tu abuela llamaría al doctor Charles. No seas tan posesivo.

Protagonizábamos discusiones matrimoniales.


Al tío Paul, que a sus treinta y tres años volvía de un periodo de ocupación militar en Mayence, le gustaba contar batallitas de la guerra durante la cena. Estaba muy orgulloso de haber pertenecido a los «volantes», esto es, a la artillería a caballo que ejecutaba al galope sus rápidos movimientos. Había estado en la Batalla del Grand Couronné, en Massiges y en el canal de Fumes, en Yser. Y se servía fiambre de ternera con mayonesa. Era uno de sus platos predilectos; le gustaba parafrasear unas palabras que sabe Dios de dónde habría sacado: «Amigos, sírvannos fiambre de ternera».

Mamá no quería que el heroísmo de su marido quedara ensombrecido, y declaraba:

—En Champaña, en septiembre del 15, fue espantoso lo ocurrido en el bosque Sabot y en la granja de Navarin, donde se encontraba Ivan.

—Igual que en Tahure y en Perthes-lès-Hurlus.

De esa forma, en el transcurso de las cenas y las veladas, bajo la intimidad que daban las lámparas, aprendí aquellos nombres de pueblos, de aldeas, bosques y granjas que me acompañarían toda mi vida. Vauquois, Les Éparges, Tahure, la mano de Massiges, Craonne y Hurtebise, el bosque de Caures y Douaumont: las cuentas de un rosario infinito teñido de sangre.

Y el tío Paul volvía a servirse fiambre de ternera con mayonesa.


Todavía hacíamos algunas fogatas de primavera. Los cerezos estaban en flor. Mamá, a escondidas, había hecho la maleta, y una mañana me vi sin ella, aunque de la mano de Élisa. La abuela quiso hacerse cargo de mí inmediatamente, pero logré escapar de ella.

Durante la tarde, Élisa anunció que me haría barquillos para consolarme de la partida de mamá.

—¡Los barquillos no lo son todo, también estás tú!

—¡Estás loco!

Y fue a sentarse al lado de la ventana. Era miércoles, el día de permiso de Marguerite.

Élisa, pensativa, retomó el remiendo.

—No sé qué es lo que quieres —masculló—. No te entiendo.

—¡Te quiero a ti! —exclamé.

Me abalancé sobre ella y oculté mi rostro entre los pliegues de su sobretodo, contra su vientre. Al instante, sentí que posaba la mano en mi cabeza.

—Estás siendo irracional —me dijo.

—Y tú también.

—Es cierto.

Sonreía.


Cuando mamá volvió de su viaje, estuve enfurruñado una mañana entera y no me separé de Élisa.

Por la tarde accedí a abrir una caja de soldados de cartón piedra que me había comprado en un bazar de Châlons-sur-Marne. Eran unos húsares vestidos con casacas azul claro y alamares blancos, el uniforme de antes de la guerra.

Mientras los colocaba en posición de batalla sobre el entablado de la sala de estar, mamá contaba a la abuela las peripecias de su viaje. Tuvo que pasar por París y pernoctar en la calle de Seine, en casa de una amiga que era cantante en la Opéra-comique; luego, al día siguiente, tomó el tren a Châlons. A continuación se dirigió a Suippes y empezó a descubrir el paisaje lunar y caótico de árboles caídos o despedazados sobre una tierra blanquecina y perforada de trincheras y hoyos dejados por proyectiles. Fue a pie hasta Souain y luego tomó el camino de la Granja Navarin, donde creía, sin estar segura, que Ivan fue herido.

Llegada la noche, mamá estaba ocupadísima. Había traído el casquillo de un obús «que podría servir de jarrón para las flores», cargadores con sus balas y dardos de acero de los que lanzaban los aviones. Etiquetaba cada objeto que había traído del campo de batalla y anotaba el lugar donde había encontrado cada cosa.

También me contó que hubo de pasar con mi hermano una noche en el Hotel de la Santa Madre de Dios, en Châlons-sur-Marne. Por la mañana fueron juntos al cementerio militar para localizar la tumba de nuestro padre.

El viaje le había dejado una profunda huella. Ahora, afirmaba, ya sólo quedaba solicitar la exhumación del cadáver de Ivan para que reposara a nuestro lado en el panteón de Villeroy donde ella también recibiría sepultura algún día. Y pediría que grabaran el nombre de Ivan sobre la pizarra en la tapia del cementerio de Briollay, en Anjou, encima de la tumba de sus padres.

Aquella noche volví a nuestra cama y, como siempre, mi mano se perdió en su pecho. Sobre la mesilla se encontraban la consabida jarrita llena de agua, el vaso y las cajas de comprimidos y tabletas que mamá tomaba durante la noche para calmar sus dolores y su aflicción: Algocratina, pastillas Faivre, Pyramidon, Sonéryl.


Era menester llevar a término mi conquista. Así pues, no dejaba a Elisa sola ni un momento y me dirigía a ella como un maestro mendicante mientras ella se dedicaba a sus quehaceres en su lugar acostumbrado, aguja en mano o, siguiendo las instrucciones de la abuela, entrelazando a ganchillo unas hebras de rafia para confeccionarme un sombrero estival que, cómo no, iría adornado con un lazo tricolor.

Tras un artero acercamiento y varias caricias en los antebrazos, conseguí besarle los párpados. Estaba rebosante de alegría por que hubiera consentido, aunque a veces manifestara signos de impaciencia.

—No abuses —me decía.

Y una sola vez:

—Me estorbas.

Yo contesté:

—No volveré a tocarte.

—Sabes muy bien que eso no es cierto.

De vez en cuando intentaba que me interesara por el jardín.

—Mira los parterres de capuchinas.

—Mi capuchina eres tú.

—No sabes ni lo que dices. Qué gracioso eres. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Serás mi novia.

—¡Qué bobo! Los renacuajos como tú no piensan en esas cosas.

Era un juego singular. De haber tenido ocho o nueve años, jamás habría reunido valor para hablarle así.


Ignoro si el viaje a la zona de los combates había reportado a mamá esa cierta tranquilidad del deber cumplido.

Por la mañana, al levantarnos, se ponía a canturrear mientras se deshacía las trenzas ante el espejo que había sobre la chimenea. Eran melodías patrióticas, como «El canto de la partida». Se interrumpía para repetirme: «La época histórica predilecta de tu padre era la del Consulado: la Paz de Lunéville, la Paz de Amiens; y, por supuesto, el Imperio, Iéna, ¡y Prusia de rodillas!».

Un día me sorprendió. Yo la escuchaba con atención cantar:

Detrás de Perrache[1]

decapitaron

al cobarde

que mató

a nuestro simpático

y gentil presidente de la República,

a quien tanto queríamos.

—Cuando yo era niña —dijo—, Caserio, un italiano, asesinó en Lyon al presidente Carnot. Entonces se produjo una revuelta, y todos los comercios italianos fueron saqueados por la multitud, en especial el local del pajarero que estaba en los muelles del Ródano, Casartelli.

¿Cómo era posible que pajarero fuera un oficio?


Un domingo de aquella primavera sucedió que Élisa no me llevó a casa de sus padres, como ya era habitual.

Me enteré por Cyprien, que también se interesaba por ella, de que había ido al pueblo. ¿Adonde, y por qué?, se preguntaba Cyprien.

A su regreso no me privé de interrogarla.

—Si te digo que he ido a ver a una amiga, no me creerás —me dijo.

—Sabes muy bien que si hubieras ido al pueblo a estar con una amiga me habrías llevado.

—Quieres enterarte de todo. Ven, vamos a probarte el sombrero que te estoy haciendo.

Aquello no era una respuesta.


Aún no había llegado el verano. Ramos y Pascuas habían pasado ya. La abuela decía que estábamos en la época de la Ascensión y del Espíritu Santo de Pentecostés, y añadía que, en otros tiempos, le agradaba seguir las procesiones del Corpus Christi, cuando los niños tiraban pétalos de rosas a los pies de las custodias. La abuela creía en Dios y en Jesucristo Nuestro Señor.

Estábamos a principios de junio. Al menos, eso decía mamá cuando nos levantábamos. Y agregaba:

—Voy a quitar una de las mantas de nuestra cama. Me das mucho calor.

—Pero tú a mí también me das calor con tu camisa de muletón.

No nos dejábamos pasar ni una.


Mamá abría los postigos. El sol ya llevaba rato en el cielo.

Pronto habría que segar la mies de nuestro prado grande y Marguerite y Élisa, liberadas por la abuela de las tareas domésticas, irían a echar una mano a Cyprien en la siega.


Ésta se hizo con alborozo. Cuando la faena hubo concluido, celebramos a partir de las cinco de la tarde lo que en la región se conocía como «la Revole», una copiosa merienda que ofrecía la abuela a quienes habían participado en aquellas largas y calurosas jornadas.

Élisa y Marguerite trajeron gran cantidad de pasteles, bebidas carbónicas y vino de Vouvray.

Desplegamos un mantel grande sobre la hierba, a la sombra de un roble. Nos sentamos formando un corro. Así pues, nos reunimos Marguerite, Élisa, Cyprien, dos jóvenes campesinos que habían venido para ayudar y yo.

Todo transcurrió para todos con una sincera alegría hasta que, al espiar una conversación entre Marguerite y Élisa, oí entre las risas estas palabras: «Se encarga de las líneas de telégrafos. Es un poco peligroso porque tiene que subirse a lo alto de los postes».

¿De quién hablaba? Sin duda, trepar a los postes podía ser todo un juego, pura diversión. ¿Se referiría al hermano de Élisa, Julien?

Me prometí salir de dudas.

Aquella misma tarde, por encima de los sauces, más allá del extenso prado que desprendía un perfume de heno seco, el sol declinó teñido de rojo entre el fuego que él mismo prendía en el cielo.

La abuela, sentada en el poyo del bancal, decía que a la mañana siguiente haría mucho viento.

Por el camino, al final del jardín, los rebaños se agolpaban para volver a las granjas y los gritos de los boyeros se perdían en las aguas del estanque.


Varios días más tarde, la señora Ducroux vino a pedir permiso a la abuela para llevarse a Elisa durante cuarenta y ocho horas. La señora Ducroux deseaba que su hija la acompañase a Bourg-en-Bresse, capital de nuestro departamento, para solicitar un documento en la prefectura.

Élisa se marchó y volvió. Fui a esperarla a la estación y, nada más verla apearse del tren, me sentí feliz y deslumbrado.

Me extrañó su vestimenta de ciudad, que probablemente acababa de comprar. Nunca me había resultado tan maravillosa. Iba de verde y pardo, con una falda bastante corta y de talle bajo. Me pareció que hasta había cambiado de peinado. Sabía que le apetecía hacerlo. Corrí hacia ella. Supe entonces que no existen mayor impaciencia ni emociones tan vivas como las que suscitan la espera, el descubrimiento y la reconquista de un ser amado que baja de un tren. Élisa me cogió en brazos. Yo ya no tenía claro quién era ella. Todo se me antojó complicado, arcano.


A comienzos del verano el tío Paul vino a pasar unos días de vacaciones con nosotros. Lo conocía muy poco, puesto que estuvo ausente todo el tiempo que duró la guerra e incluso algo más.

No le gustaba el campo. Vivía en un piso de soltero en Lyon. Sin embargo, durante el invierno había venido dos veces a la semana a cenar y a dormir con nosotros a Serrigny. Se decía que trabajaba en el despacho del abuelo, pero, según sostenía mamá, más bien se dedicaba a pasear por la ciudad y a entretenerse cada noche en la Brasserie des Archers, la sede del club de fútbol de Lyon, donde se citaba con sus amigos.

Tenía un pasado interesante como deportista que se remontaba a antes de la guerra: varias veces formó parte del equipo nacional de rugby y fue campeón de Francia en 1910 en esa misma disciplina.

Yo lo veía guapo, elegante, perfumado, discreto y de una amabilidad extrema.

Además, desde que había vuelto a relacionarse con nosotros se interesaba mucho por mí, lo cual me complacía. A menudo me sentaba en su regazo y, con la excusa de evaluar la calidad de la musculatura de mis muslos y pantorrillas, me hacía cosquillas y acabábamos enzarzados en chanzas interminables. Éstas concluían, cuando nos calmábamos de nuevo, con estas palabras: «Pequeño, tú serás medio melé».

Durante las vacaciones del mes de julio consideró apropiado iniciarme en los deportes atléticos: carrera, salto, lanzamiento y pases de pelota. Así pasábamos las mañanas, corriendo y saltando en el viejo terreno de petanca abandonado que nos servía de pista para nuestras pruebas, interrumpidas por periodos de descanso en los cuales el tío volvía a ser artillero.

—¿Ves aquella casa de allí, a orillas del Saona? La llaman la «casa cuadrada». Con un cañón de 75 podríamos echarla abajo en un momento. Claro que éste no es un buen observatorio, porque los árboles son muy frondosos. Pero, en tiempo de guerra, cualquier hoyo es trinchera. Digamos, pues, que el primero se quedaría corto, el segundo se pasaría y, a la tercera, diana. ¡Bum!

A continuación, disertaba consigo mismo acerca de trayectorias y efectos, así como de errores de paralaje. Pero no tardábamos en volver a nuestros ejercicios de atletismo.

—Y recuerda, que no se te olvide jamás, que la velocidad es la aristocracia del deporte.

Hacia el final de la mañana íbamos a bañarnos al Saona. Aquello supuso para mí un gran descubrimiento y una maravillosa iniciación.

Durante el camino de regreso me contaba historias de la guerra con nombres nuevos: Rozelieures, el molino de Laffaux y la Malmaison.

Un día, mientras recorríamos el sendero grande del jardín después de nuestro baño, vimos que Elisa estaba poniendo la mesa bajo la acacia del bancal. El tío pareció interesarse. Se puso a canturrear una melodía que empezaba a ponerse de moda:

Una mujercilla

que baila el charlestón

con el pelo corto

a lo garçon

y de pronto se interrumpió:

—¿No te parece que Elisa tiene unas piernas preciosas?

Yo asentí, un tanto sorprendido.

—En cambio, tú —añadí— tienes las pantorrillas muy gruesas.

—Tú las tendrás igual. Sales a la familia de tu madre, a nuestra familia.

Vaya, pues sí que iba apañado. Tendría la nariz grande de mi padre y las pantorrillas gruesas de mi madre.


Para el 15 de agosto, santo de mi abuela y de todas las Marie, nos acercamos en familia al cementerio de Villeroy. Aunque la Cucú se llamaba Marie, quedó excluida de la peregrinación. Se le reprochaba que, durante su juventud, hubiese dado un paseo en calesa en compañía de un varón por las calles de Villeroy.

La tradición dictaba que se rindiera homenaje a los muertos en el día de la Asunción.

Por la tarde, Elisa accedió a llevarme con ella. Su padre guardaba cama, aquejado de unas fiebres altas. El médico dudaba entre tuberculosis y fiebre tifoidea. Joannès estaba allí, pero se mostraba tan altanero conmigo que no me prestó ninguna atención. Colocaba sobre la mesa los naipes de un solitario.

Elisa hablaba mucho con su madre. Ambas hacían referencia continuamente a los preparativos de una fiesta inminente. Pero Elisa desconfió y avisó a su madre de que no hablara demasiado delante de mí.

No obstante, aún capté al vuelo un nombre, «Armand»:

—No sé cómo va a asistir tu padre, en su estado.

A la vuelta hubimos de atravesar el arroyo de Masseval. A pesar del calor llevaba mucha agua, porque en el territorio de Dombes habían caído fuertes tormentas.

Elisa se inclinó junto a la ribera y colocó en el cauce dos piedras muy pesadas para que yo pudiera apoyar el pie y franquearlo. Llevaba un vestido azul claro muy ligero. Cuando se encorvó hacia el agua pude distinguir el nacimiento de sus senos y la franja de piel oscurecida que los separaba, pero nada más. Macizos, pesaban dentro del sostén sin que yo lograra descubrir el pezón ni la areola.

¿Sería «Armand» el que trepaba a los postes?


A la vuelta, decidí quedarme solo a la orilla del arroyo. Me senté en los peldaños de la escalera que bajaba del jardín a la cascada, cosa que mamá me tenía prohibida.

Me cautivaba el torbellino de agua que caía sobre su propia espuma y luego desaparecía, estampándose contra los guijarros negros. Allí pude reflexionar a placer preguntándome quién sería Armand. ¿Sería el muchacho que se ocupaba de las líneas de telégrafos? Un niño no era, de eso no había duda; ni un anciano. ¿Tal vez un pretendiente?

Poco a poco me fui enfrascando en mis indagaciones. Estaba prendado por el espectáculo de la cascada cuando, de pronto, oí la voz enojada de mamá:

—¿Qué haces ahí? Sabes perfectamente que no quiero que te acerques al agua tú solo.

Me levanté de golpe, furioso, y le solté a mi madre un violento puntapié con el remate de hierro de mi zueco.

Aún me lo reprochaba cuando, por la noche, me tumbé a su lado.


Al día siguiente brilló el sol. Élisa y Marguerite se acomodaron a la sombra del castaño y se llevaron su labor.

A la intemperie del jardín y del bancal no resultaba fácil efectuar un acercamiento discreto hacia Élisa, máxime cuando mamá y la abuela se animaron a sentarse en el banco que había bajo la acacia.

Yo iba ataviado con el famoso sombrero de rafia con lazo tricolor, medianamente bien vestido, con pantalón corto y camisilla, en mi papel de niño ocioso pero alerta, con la esperanza de dar con alguien a quien incordiar. Todas las mujeres estaban a salvo de mis tejemanejes y, en mi opinión, demasiado libres.

Élisa me dijo una vez: «Te comes mi libertad». Yo le contesté:

—Tú eres mía.

Y ella respondió entonces, riendo:

—¡Pillastre!

Aquella palabra no cerraba la puerta a ninguna audacia. Fingí que me enfadaba. Y seguía sin saber quién era Armand.


Un día en que Marguerite disfrutaba de su permiso semanal me vi a solas en la cocina con Élisa. Eran entre las tres y las cuatro de la tarde. Ella estaba sentada junto a la ventana. Los girasoles y las malvas reales florecían en la zona más apartada del jardín. Detrás de mí, la ventana que daba al prado de las cabras estaba abierta.

Antes de acercarme a Elisa me quedé mirándola largo rato. No me prestaba ninguna atención. Yo ignoraba en qué podía estar pensando sumida en aquel silencio de septiembre interrumpido a veces por un débil balido.

Me fui aproximando despacio. Llegué a su lado y me apoyé en ella. Interrumpió su labor, el remiendo de una media de lana negra. Posé mis labios contra su cuello. Ella los aceptó con indiferencia, como una manifestación habitual de amistad quizá algo más atrevida de lo normal.

Me alejé un poco, decepcionado; aunque enseguida su rostro, sus hombros y su cabello me atrajeron de nuevo. Mis dedos le recorrieron la nuca, se detuvieron y luego le acariciaron un hombro y alzaron el cuello de su guardapolvo.

¿Le parecían agradables aquellas caricias infantiles a Élisa, que seguía con la labor en el regazo? Las dilaté. Ella echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared, con los ojos entornados. Sentí que había llegado el momento. Se había abandonado a mí. Mi mano se deslizó hasta su seno. No conseguí alcanzarlo.

Se irguió de un salto, algo descompuesta, y me rechazó.

—¡Ah, no! —gritó—. No sabes lo que haces. ¡Eso no!

Y con una mano febril puso en su sitio el tirante del sostén, que yo había descolocado.

Supe que la había perdido. Que jamás poseería los pechos de Elisa. Ella no había sospechado la ambigüedad de mi inquietud, ni que en ellos buscaba calor o un refugio.

Se me empañaron los ojos. Le di lástima. Me dio un beso, aunque vi que se reía un poco. De mí.


Al cabo de unos cuantos días se me ocurrió que, a falta de Elisa, ¿por qué no provocar una alianza con su hermano? Ese desvío me permitiría, al menos, permanecer en su órbita.

Se me presentó la ocasión de charlar con Joannès en el terreno de Cyprien. Al principio se mostró bastante amable. Me explicó que había venido a buscar un conejo macho a casa de la señora Bernard para que cubriera a dos de sus conejas.

Al pronunciar esta última palabra se animó. Repitió varias veces:

—Conejas, conejas…

Y, al ver que yo permanecía impasible, añadió:

—¿Es que no te recuerda a nada?

—No —respondí.

—Vaya, amiguito, eres más imbécil de lo que me pensaba.

Mi propósito no iba por el camino del éxito.


Todas las tardes de sábado de septiembre el abuelo se acomodaba en el descansillo del pabellón, al lado de un aparador que él llamaba «el armario de las escopetas». Allí, sentado ante una mesa, preparaba con esmero los cartuchos para la caza del día siguiente. Durante muchos años había cazado en Dombes, pero ahora que había cumplido los sesenta se contentaba con las presas de los campos adyacentes. Distraído en su tarea, a menudo se ponía a canturrear una vieja melodía de los años 1880-1890:

En París, en Francia

ya no nos sentimos en casa.

¡Qué clase de gentuza

redacta las leyes!

Mientras los parásitos

no dan golpe,

la hambruna

mata a nuestros ciudadanos.

Hace mucho tiempo ya

que morimos de penuria.

Expulsemos al extranjero

eso nos dará faena.

Necesitamos

pan o guerra.

Expulsemos de nuestra tierra

al prusiano, al italiano y al judío.

Aquella canción ofendía mucho a mi abuela.

—Momet —así llamaba a su marido; y, gritando—: ¡eso ya no se canta!

Ella prefería «Le Postillon de Longjumeau»:

Os voy a contar la historia

de un postillón joven y galante…

Un domingo soleado de septiembre el abuelo me dijo:

—¿Quieres venir con tu hermano y conmigo a por alondras?

Los tres atravesamos los prados hasta «el campo». Así llamábamos a los labrantíos de trigo del valle.

En la linde de una dehesa, junto a tres chopos, oculto por un arbusto, el abuelo colocó a cierta distancia de donde nos encontrábamos un espejo móvil cuyo eje clavó en la tierra. A continuación vino adonde estábamos nosotros, con un largo cordel en la mano que le permitía mover y girar el espejito sobre su eje. Pronto, las alondras se sintieron atraídas por los destellos brillantes y descendieron de lo alto del cielo. Y las aves caían al tiempo que el estallido de los disparos quebraba el campo hasta ahora mudo y apacible.

Ajeno a todo, yo cogía moras del arbusto sin dejar de pensar en la pérdida de Elisa.


Había conseguido hacer un amigo. Marceau Pivoine pasaba el final de sus vacaciones en casa de su abuelo, el señor Deleau —el campesino—, cuya esposa había muerto a principios de año. De hecho, con tan sólo once años Marceau se ocupaba de las tareas domésticas de su abuelo. Iba a hacer los recados al pueblo, donde compraba sobre todo latas de conservas. Sentía debilidad por el atún en aceite. Su «viejo» no tenía queja de aquel dispendio. El padre de Marceau también había muerto en la guerra, en julio de 1918. La señora Pivoine declaró entonces: «Antoine no ha tenido suerte. Tres meses más, y habría salido airoso». Marceau se encargaba de los quehaceres de su abuelo con mucho gusto. Les dedicaba poco tiempo. Era un insigne cazador de pajarillos con tirachinas. Apuntaba a los gorriones cuando venían durante el ocaso a buscar cobijo nocturno en el cañizo de la era donde se trillaba el trigo.

Huelga decir que desde la cúspide de sus once años me despreciaba un poco, pero como era mal estudiante no se mostraba demasiado altanero. A veces se juntaba con Joannès, pero no con asiduidad. Joannès era demasiado dominante.


Había aprendido a leer. Algunas palabras me gustaban mucho. Mi predilecta era, creo, «lluvia». Al principio me costó leerla, pero sus vocales húmedas le daban belleza y dulzura. Luego venían las que evocaban el agua en movimiento. Eran palabras plateadas, pero con una luminosidad muy cambiante a medida que el agua corría de lo umbrío al sol. «Sol» no estaba nada mal, aunque, para mi gusto, sonaba demasiado fanfarrona. El agua era mi mejor amiga, especialmente porque yo solía tener sed. Sed de mi madre también y, pese a todo, todavía de Élisa.

Desde hacía algún tiempo, mamá me repetía que cuando se reanudaran las clases, muy pronto, yo debería ir a la escuela.

—En la ciudad, en Lyon —puntualizó.

—No, eso jamás, nunca renunciaré al jardín ni al campo.

—Verás el Ródano y el Saona.

—¡Vaya cosa! —exclamé.

Qué me importaba a mí el Ródano, aquel gordo barbudo de las esculturas y las imágenes.

Yo no lo decía, pero sabía —porque lo había conocido— que el Saona tenía senos. Era mujer.

Me daba perfecta cuenta de que el buen tiempo llegaba a su fin. Marceau Pivoine se preparaba también para volver al internado. Durante sus últimos días de libertad venía a pescar al estanque. Llovía un poco. Había dado con un lugar, bajo un enorme sauce que había en la ribera, donde pescaba percas usando como cebo unos gusanillos rojos. Y cuando caía la noche se iba corriendo con sus capturas. Huía como un ladronzuelo. La pesca fue la última alegría de sus vacaciones.


El proyecto había cobrado fuerza. Mamá y su hermano Lazare habían organizado el traslado de los restos de mi padre al cementerio de Villeroy.

Un sábado, el tío Lazare fue a esperar el féretro a la estación. El tren llegó con mucho retraso. A continuación, el cortejo fúnebre hubo de atravesar toda la aldea y subir el cerro donde se encontraba el cementerio. El tío volvió cuando ya caía la noche.

Nos habíamos reunido en el comedor a esperar su regreso de Villeroy: mamá y —muy cerca de ella— mi hermano Tiennot, el abuelo, la abuela y la Cucú. Mamá me había sentado en sus rodillas y me estrechaba contra su pecho.

Por fin llegó el tío y, de pie, con una mano apoyada en la mesa y la otra levantada, explicó:

—Cuando hemos llegado al cementerio nos hemos encontrado la verja cerrada. Era tarde, es cierto. Como el guarda se negaba a abrir, me he enfurecido: «¿Acaso cree usted —le he espetado— que cuando los soldados emprendían el ataque se les preguntaba si les convenía la hora?».

En ese momento, mamá —que hasta entonces se estaba conteniendo— estalló en sollozos y a mí se me mojaron las mejillas con sus lágrimas.

El tío no moderaba su indignación. Por fin, en un tono más tranquilo, nos contó que los sepultureros estaban trabajando y que Ivan ya reposaba en su tumba. No sé por qué, pero la noche volvió a poblarse con el ulular de las lechuzas.

—Son unas lechuzas muy pequeñas en esta época —me dijo mamá, que no lograba conciliar el sueño—. No tengas miedo. Mañana por la mañana iremos al cementerio.


Desde entonces, mamá y la abuela alargaban mucho las veladas tomando una infusión de valeriana en el comedor. Mamá le había pedido a Élisa que se encargara de acostarme, de modo que a diario presidía el momento en que me metía en la cama y se sentaba a mi vera unos instantes.

Una noche me dijo:

—Mi amor, tengo que confiarte un secreto. Pronto me marcharé de esta casa, pero no digas nada a tu madre. Cada vez que tu familia pierde a una criada pone el grito en el cielo. Te lo cuento a ti porque eres mi amigo y sé que te apenarás. No quiero que te enteres de mi marcha por otras personas. Nunca te olvidaré.

Y añadió:

—Me voy a casar, ¿sabes? Armand no quiere esperar más.


A los dos días volvimos al cementerio donde acababan de inhumar el cadáver de mi padre. Depositamos en su tumba un ramo de flores tardías del jardín: las últimas rosas y ásteres del otoño.

Mamá me había hablado de él con frecuencia. Habría de pasar mucho tiempo hasta que me diera cuenta y comprendiera a quién había perdido y a quién añoraba.

Varios días más tarde, Marguerite y mamá bajaron del desván el baúl grande. Mamá dispuso en él nuestras cosas. El castaño del bancal perdía algunas hojas levemente enrojecidas. En el jardín, la hierba del césped se mantenía húmeda todo el día.

El 1 de octubre, el carruaje del almacén del abuelo, tirado por un rocín, se detuvo bajo el castaño, delante de la puerta de casa. Élisa se había marchado la víspera.

Cyprien ayudó a levantar y cargar el baúl en el carricoche y luego cerró la puerta detrás de nosotros.