ÉLISA LLEGÓ UNA MAÑANA de principios de otoño. Yo tenía cinco años. Estaba acodado en el antepecho de la ventana de la cocina cuando la vi aparecer en el jardín. Venía por el senderillo que seguía la ribera del arroyo. Mi padre había muerto en la guerra. Nuestros abuelos nos habían acogido en su casa, a mi madre, a mi hermano y a mí. A nuestro alrededor todo era campo. El caserío lo componían la casita y el terreno del señor Langlois, el albañil, y la granja del señor Deleau.

—Vaya —dijo mamá, que estaba detrás de mí—, esperábamos que llegara por la tarde. Ha venido por la carretera; habría tardado menos si hubiera bordeado el estanque.

Vestía un guardapolvo negro y llevaba un exiguo equipaje. Se fue acercando, pasó bajo las ramas del castaño del bancal. Mamá abrió la puerta principal.

Le dijo:

—Buenos días, jovencita.

Luego se corrigió:

—Buenos días, Elisa.

Y, acto seguido, preguntó por sus padres:

—¿Cómo están? ¿Y sus hermanos, Julien y Joannès?

Ella contestó con una sonrisa que su padre estaba agotado y ya no podía trabajar en el «ferrocarril». Solamente se dedicaba a cuidar del jardín. Su madre, en cambio, seguía encargándose de vigilar el paso a nivel del pequeño convoy que comunicaba Lyon con Jassans.


Yo conocía a Joannès. Era mayor que yo. Tenía, por lo menos, diez años. Ayudado por su perra, Follette, pastoreaba las pocas ovejas que pacían junto a la vía férrea. De vez en cuando, para evadirse de su soledad, tocaba con su clarín alguna tonada de pretensiones guerreras.

En 1920, en el campo francés, todos los niños eran aún un poco marciales.


Así pues, durante un breve instante pensé en el hermano de Elisa mientras ésta se encontraba todavía en la entrada, junto a mamá. Yo, receloso, frío, indiferente en apariencia, escudriñaba a aquella joven que pronto pasaría a formar parte de mi vida cotidiana.

¿Qué edad tendría? Me resultaba complicado responder a tal pregunta. Creía recordar que mamá había dicho «dieciocho años».

La miraba con vehemencia. Su nariz chata era encantadora; sus labios, hermosos; y sus ojos resultaban dignos de admiración por su extraño color entre el azul y el verde. Había recogido su cabello negro con donaire en un moño a la altura de la nuca.

Llevaba el guardapolvo abotonado hasta abajo. Ciertos detalles, ciertas sonrisas, me revelaron que yo no le era del todo desconocido cuando, acaso para fingir normalidad o para asegurarse mi simpatía, me cogió de la mano.

Fue entonces cuando oí que la abuela bajaba la escalera y la mano de Élisa me abandonó. Me invitaron a salir al jardín. Alcancé a oír que la abuela decía:

—No estará usted sola. Ya tenemos una criada. Se llama Marguerite. La pobre criatura es del Limusín, y allí no hay trabajo. Su prometido murió en la guerra.

En aquel momento no tenía idea de las órdenes y consejos que la abuela tenía pensado dar a Élisa. Solía repetir que «quien se levanta a las seis y se acuesta a las diez, vive diez por diez». Yo aún ignoraba que aquella multiplicación auguraba cumplir cien años. Me parecía, no obstante, que con esos horarios quedaría poco tiempo para descansar, dormir y jugar. Entendí que las tareas que confiarían a Elisa no serían diferentes de las que llevaban a cabo Marguerite y la abuela, quien aún emprendía los asuntos domésticos con mucha pasión. Era una mujer disciplinada.

A última hora de la mañana el cielo se cubrió y empezó a lloviznar sobre el jardín. Yo merodeaba en el interior de la casa, ocioso y al mismo tiempo aguijoneado por la curiosidad. Elisa quitaba el polvo a los muebles del comedor. Me habría gustado saber quién era, quién iba a ser. Me demoré, vigilante, en mi papel de discreto observador. No me daba la impresión de que se hubiera percatado de mi presencia, tenaz aunque salpicada de idas y venidas.

Debido al fresco y a la humedad, la abuela quiso que prendiéramos la chimenea del comedor que hacía las veces de sala de estar.

—Acompáñame —dijo Élisa—. Vamos juntos a por leña al cobertizo.

Me pareció muy risueña y decidida, y sin titubear me agarró de la mano con una suerte de apremio jubiloso que, pese a extrañarme un poco, me resultó halagüeño. Volvimos a casa cargados y corriendo bajo la lluvia.

—Vamos a hacer una buena fogata —me dijo, muy animada.

Creí oír por primera vez aquella palabra, «fogata». Tal vez mamá o la abuela la hubieran usado en alguna ocasión, pero nunca con un ardor como el que brotaba de los labios de Élisa.

Nos acurrucamos ante el hogar. Élisa preparó la lumbre mientras me explicaba cuál era la mejor forma de disponer la leña sobre las ramitas. Yo no dejaba de mirarla. Sus manos se me antojaron ágiles y finas, y la proximidad de su cuerpo no me dejó indiferente. Ni muy cerca, ni muy lejos. Los troncos comenzaron a crepitar y las llamas nacientes culebreaban: azules, verdes, fuego. Nos pusimos de pie y nos miramos con una sonrisa.

La abuela acababa de entrar, con su severidad y su eterna desazón.

—¿Qué hace, chiquilla, ahí parada mirando las llamas? No pierda el tiempo.

A primera hora de la tarde no vi a Élisa. Nos había servido el almuerzo con un mandil blanco por encima de su sobretodo negro; me resultó bellísima, aunque no parecía encontrarse muy a gusto. Pero aquel pensamiento fugaz no hizo sino acrecentar la simpatía hacia ella que ya anidaba en mi interior. Comprendía cuán nuevo le resultaba lo que le exigían, y lo molesta que podía sentirse por la condición a la que quedaba relegada.

A la hora de la merienda entré a husmear en la cocina. Marguerite estaba sentada junto a la ventana, zurciendo, según su costumbre. También llevaba un sobretodo negro. Me inspiraba algo de miedo a causa de su humor sombrío. Le pregunté por Elisa. Me dijo que había ido a colocar sus cosas en el armario de la alcoba que compartían.

Me enteré de que al anochecer tendría que ir a buscar agua al pozo de la estación, que era el único del caserío que suministraba agua potable. Se me ocurrió que quizá podría acompañarla.

Volví al comedor, un tanto decepcionado por no haber visto a Elisa, y allí encontré a la abuela haciendo punto junto al fuego y a mamá escribiendo una carta con tinta violeta en una hoja orlada de negro. Su luto no acababa nunca. Casi a diario narraba a cuñadas y primas su pena y su angustia.

Las veces que salía para dirigirse a Lyon con el fin de cobrar su modesta pensión de viuda de guerra, se tocaba con un sombrero cuyo largo velo de crespón la cubría hasta los hombros. Comoquiera que era corpulenta y sufría de artrosis en la cadera, caminaba penosamente, con cierta dificultad. Sin embargo, apenas tenía cuarenta años.

Yo padecía aquel duelo. Contrariado, mas sumiso.


Fue mamá quien pidió a Élisa que me llevara consigo a la estación para sacar agua del pozo. Le aseguró que mi compañía la ayudaría a integrarse más fácilmente en las costumbres de la familia.

Por suerte, había dejado de llover. Partimos juntos. Élisa me llevaba de la mano, y la que quedaba libre agarraba un cántaro. Su mano era delicada y seca, y me parecía distinguir los huesos con mis dedos. Así pues, desfilamos ante la casa de la señora Bernard y su hijo, Cyprien, que era nuestro jardinero; y luego pasamos por delante de la vivienda del albañil y del terreno del señor Deleau, el campesino.

En la estación vimos a la guardesa, que vendía también los billetes a los escasos viajeros. Ésta se permitió algunas observaciones desagradables acerca de mi aspecto. Me dejó compungido.

—Tal vez —repuso Élisa—, pero es mi hombrecito. Y algún día será mi compañero.

Puso las cosas en su sitio.

Emprendimos el camino de vuelta. Unas majuelas rojas salpicaban los setos. La brisa húmeda nos traía tímidos perfumes de vendimia, procedentes de unos cerros cercanos.

Élisa se había puesto a canturrear una canción de la posguerra:

—Tras cuatro años de esperanza, todos los pueblos aliados…

Al compás de la melodía, sin soltarme de la mano, yo daba saltitos a su vera. Las dos hijas mayores del señor Langlois se nos quedaron mirando al pasar, extrañadas.


Por las noches yo dormía en la cama de mamá. Durante la guerra y los primeros años que la sucedieron, sólo dos alcobas se caldeaban a duras penas gracias a unos fuegos de turba que se consumían lentamente. En realidad, durante el invierno la casa entera estaba sumida en el frío. Por ello dormía con mi madre desde mi más tierna infancia. A menudo ella leía cosas tristes antes de dormir: Las cruces de madera, La vida de los mártires o Nêne, de Ernest Pérochon.

Como mamá era muy corpulenta, la inclinación de la cama me apretaba contra su cuerpo. Según contaban, ella me había amamantado durante mucho tiempo. Desde entonces, yo había adquirido y conservado la costumbre de acariciarle —o, más bien, estrujarle— un pecho para conciliar el sueño. Ella no parecía ver inconveniente alguno en ello, y se mostraba indiferente. Al fin y al cabo, su seno no era más que un objeto, comparable a un osito de peluche o a la muñeca sin la que algunos niños no logran quedarse dormidos.

Con frecuencia, mamá se deleitaba contando a cualquiera, cuando la conversación giraba en torno a mi insignificante persona, que yo no había llegado a conocer a mi padre y que él tampoco me había visto nunca.

Debía de tratarse de algo muy serio, si tanto lo recordaba mamá. E, indefectiblemente, aquella alusión la hacía llorar. A mí me afectaba en gran medida, sobre todo por las noches, cuando estaba a punto de quedarme dormido. No obstante, la noche de la llegada de Elisa el paso de la vigilia al sueño transcurrió sin sobresaltos, aun cuando la oscuridad del jardín estuvo poblada por los chillidos de las lechuzas.

A la mañana siguiente, congratulándose de la llegada de Élisa, mamá dijo:

—No está mal la muchacha. Es hermosa, tiene una buena figura y un pecho bonito. Le irían mejor los zapatos que los chanclos, pero para el campo… En fin, de todos modos también tiene babuchas.

Mamá me ayudó a vestirme y poco después, cuando entré en la cocina para desayunar, vi a Cyprien charlando con Élisa bajo el castaño del bancal. Él recogía los erizos que habían caído ya. A veces Cyprien disfrutaba de mi compañía. Me subía a hombros, o sobre su cabeza. En esos casos me decía: «Te llevo de boina roja». Debía de ser un joven republicano. Y así, con mi trasero apoyado en su coronilla, alzaba los brazos para agarrarme las manos y me paseaba por el jardín.

¿Qué podían estar contándose Cyprien y Elisa, quienes, por vecindad, se conocían desde hacía tiempo? Ambos reían. Cyprien hablaba con un pie apoyado en la carretilla. Habría preferido que Elisa se ocupara de servirme el desayuno. Cuando me acerqué, se callaron y se separaron.

Unos días más tarde, me armé de valor y acompañé a Marguerite y a Elisa cuando subieron a las alcobas para hacer las camas.

Fue una fiesta. Elisa no tardó en volver a su infancia durante un rato, animada por mis carantoñas, y participar en los juegos a pesar de la presencia de Marguerite. Nos perseguimos alrededor de las camas. Marguerite exclamaba que nos habíamos vuelto locos y que tendría que volver a poner todo en orden por nuestra culpa.

Salí corriendo nada más oír la voz de mi abuela, alertada por el ruido.

—¿Qué andáis haciendo ahí arriba?

Siempre había muchas mujeres a mi alrededor en casa: mamá, la abuela, Marguerite y una anciana prima de mis abuelos a la que llamábamos «la Cucú». Todas excepto la abuela me eran propicias. Ahora estaba también Élisa, de quien no me separaba.

Una noche, cuando me disponía a irme a dormir, tuvo la debilidad de darme un beso. A mí casi no me sorprendió. En los días sucesivos, fui a solicitarle mi beso nocturno. Con el paso del tiempo, aquel gesto me resultaba imprescindible. Me parecía que yo era aún mejor que un compañero.


La Cucú trabajaba en la fábrica de algodón y vendas que tanto había prosperado durante la guerra. Su marido la había abandonado hacía mucho tiempo, y ella subsistía con poca cosa y vivía en una casita en el terreno de la granja Deleau.

Para mi gran deleite, almorzaba y cenaba con nosotros. A la mesa, me sentaba entre ella y mamá. Escuchaba atentamente cómo comía. No le resultaba fácil, puesto que ya solamente le quedaba un diente. Pero conservaba el apetito.

Siempre iba vestida con mimo. Prueba de ello era el lazo de terciopelo negro que se anudaba al cuello, algo sarmentoso; y nunca le faltaban unas convenientes gotas de agua de Colonia.

Tras el almuerzo volvía a la fábrica y no regresaba hasta última hora de la tarde. Luego, sobre las nueve de la noche, se dirigía a su casa dentro de los dominios de la granja. Observábamos cómo se alejaba el destello de su quinqué por el jardín en medio de la noche. Y mi hermano hizo el intento de componer un poemilla:

En la negra velada

de la noche callada

por el jardín se interna

una linterna.

Y ulula el búho: ¡huhú!

Es la Cucú.

Mi hermano, Tiennot, era mayor que yo y me despreciaba un poco; yo prefería la compañía de las mujeres de mi entorno.


Fueron pasando los días y la complicidad que me unía a Élisa se afianzó.

Durante las tardes otoñales en las que la lluvia me impedía salir a jugar al jardín, me quedaba con ella en la cocina. Ocioso, daba vueltas sin cesar para desesperación de Marguerite. Como antes, como siempre, Marguerite cosía o zurcía, sentada junto a la ventana. Y ahora Élisa se hallaba frente a ella, afanada en labores parecidas a las que, igual que yo, no veía utilidad. En su interior aún cobijaba una parcela de infancia, y estaba seguro de que habría preferido estar en cualquier otra parte, siempre y cuando fuera conmigo.

Con el paso de las horas concentraba todos mis esfuerzos en acercarme cada vez más. Me sentía atraído por ella, por lo que era.

Conseguí por fin apoyarme contra el brazo que sujetaba la aguja. Sentí que estorbaba. Aun así, ella me lo consintió.

—Ven —ordenó, como para librarse de aquello—, que te voy a preparar la merienda.

—¿Cuándo vas a hacerme barquillos?

—Aguarda a que conozca las costumbres de la casa. Pero te prometo que pediré permiso para hacértelos.

¡Barquillos! A mi juicio, era un gran avance en nuestra intimidad.


Por las mañanas, nada más levantarnos, era cuando mamá me demostraba más cariño y me cercaba con sus recuerdos, advertencias y protestas.

Contaba, sobre todo, historias de mi difunto padre. Había muerto a los treinta y tres años por la patria. Yo me preguntaba si a esa edad uno era joven o viejo. Y la patria, ¿qué era? ¿El jardín, los prados, las granjas aledañas?

—Tú eres mi consuelo —me repetía mamá—. Es increíble lo mucho que te pareces a tu padre. ¡Ay! De haberte conocido, no habría podido renegar de ti. Has heredado sus andares, y presiento que tendrás su voz y su nariz un poco gruesa. ¡Qué alegre era tu padre! Desde que nos casamos, cogió la costumbre de ir silbando al caminar, con su paso ligero y siempre decidido. Mira su fotografía, en la repisa de la chimenea.

Casi cada mañana echaba un vistazo con respeto y admiración a la foto de aquel subteniente con casco, de hermoso perfil, que se erguía sobre la tierra de la región de Champaña cubierto por su capote largo y abotonado.

Pero no me conmovía; más bien me sometía a esa rápida mirada que me obligaban a llevar a cabo como si formara parte de las plegarias matinales.

—Sí —continuaba mamá—, todo el mundo dice que te pareces a él, pero tú eres más timorato. Cuando murió te cambiamos el nombre. Ya no te llamas Jacques, sino Ivan, como él. Tendría que conseguir que le dieran sepultura en el panteón familiar. Aún está allí, en el cementerio militar de Châlons-sur-Marne.

Yo escuchaba. ¿Qué podía decir, qué podía hacer? Con mucho gusto sería soldado cuando fuera mayor, puesto que todo el mundo lo había sido, pero no tenía ningún interés en morir en la guerra.

Tampoco podía servirle a mamá de sustituto de mi padre, si bien a veces ella parecía esperar que así fuera. Entonces, ante tanta confusión y angustia, acababa por echarme en sus brazos y llorábamos juntos.

Una mañana, mientras estaba sentado en la cama y mamá me ponía los calcetines, mi preocupación por tener que reemplazar a mi padre provocó que le preguntara si quería tener más hijos.

—Quizá —me contestó—, pero para eso tendría que estar tu padre.

Así fue como aprendí que hacían falta dos personas, preferiblemente adultas, para tener hijos.

A menudo me sorprendía que mi hermano nunca participara en nuestras conversaciones matinales. Cierto que compartía alcoba con nuestros abuelos, y por ello no asistía a nuestros despertares. Creo que mi reputación de ser el más sensible me hacía ostentar el privilegio de las confidencias maternales.

Tiennot era ya mayor. Tenía diez años y había conocido a su padre. Vivía su vida. Era callado, buen estudiante y un gran lector de Alejandro Dumas; también le gustaba ir a pescar al estanque en compañía de su gato, a quien alimentaba a base de brecas y gobios.

Ya era, bajo mi punto de vista, un personaje de la familia.


Acabadas nuestras tertulias, mamá y yo nos sumergíamos en la cotidianeidad. Se mostraba tierna y protectora. En cuanto se alejaba un poco, yo me soliviantaba.

—Mamá, ¿dónde estás? —exclamaba yo.

—Estoy aquí, en mi alcoba.

Iba a buscarla y la encontraba empolvándose ante el armario de luna.

Sin embargo, a mamá le extrañaban mis continuadas visitas a la cocina.

—Qué interés tendrá hacer compañía a las muchachas… ¡Pero si tienes juguetes para entretenerte!

—Pocos —respondía yo.

—Es verdad, los juguetes son caros. Y me hago cargo de que no te interesan. Lo que a ti te gusta es merodear por la cocina, observar a unos y otros. Sobre todo desde que llegó Élisa. Y eso a tu abuela no le gusta nada.


La sobriedad del sobretodo de Élisa, aquella forma de llevarlo con la compostura y la elegancia que le confería el final de su adolescencia me atraían cada vez más. Ella parecía aceptar mi insistente presencia, pero no estoy seguro de que fuera del todo consciente de mi embeleso.

Una noche, a su regreso del permiso semanal, le manifesté mi descontento: ¿por qué se había marchado sin decirme nada?

—Te haré barquillos —me dijo, creyendo que así me apaciguaría.

Le reproché que me hubiera abandonado.

—Quiero que me digas dónde has estado.

—¿Dónde quieres que vaya, sino a casa de mis padres?

—No quiero que te marches. ¡Te echo de menos!

—¡Pero bueno, si eso es casi una declaración de amor! ¿Acaso sientes celos? Puedo ser para ti como una hermana mayor, o como una prima que ejerce cierto papel de madre también, pero nada más.

Me atrajo hacia sí y me cogió en brazos. Yo estaba extasiado. Era la primera vez. Descubrí lo flaca que estaba: era huesuda, pero también percibí sus senos redondos y firmes.

—Un jueves de éstos —añadió— te llevaré a casa de mis padres y pasaremos la tarde juntos.


—Cuando tu abuelo fue a inscribirte en el ayuntamiento —me decía mamá— indicó el nombre que tu padre y yo habíamos elegido: Jacques. Esperamos mucho tiempo para tu bautismo, pues aguardábamos que a tu padre le dieran un permiso para que pudiera asistir al sacramento y participar en el convite. Pero tu padre murió. Y entonces decidí que no te llamarías Jacques, sino Ivan, como él. Y por eso en la parroquia te bautizamos con el nombre de Ivan.

—Lo sé. Ya me lo has contado.

—Pero nunca con tantos detalles. Es menester que lo sepas. Me recuerdas en todo momento la memoria de tu padre, y a veces hasta su presencia. Más adelante, por familiaridad y quizá con desatino, para afirmar que aún eras un niño, Ivan se transformó en Vanvan. Y ahora todo el mundo te llama así.

Por aquel entonces no veía inconveniente a que me hubieran cambiado el nombre: cosas de adultos. Vanvan sonaba bien para un niño y era fácil de recordar.