CAPÍTULO II

La rubia Sylvia había cercado el cuello de Milton O’Brien con sus brazos, apretadamente, para que el agente del Servicio Secreto norteamericano no pudiera interrumpir el beso y descubriera a los cuatro hombres que venían hacia él.

Era el plan acordado.

Sylvia distraía al agente secreto, con sus encantos, y sus compañeros caían por sorpresa sobre él y lo atrapaban.

Y el plan estaba funcionando, porque Milton no hacía nada por separar su boca de la de ella. Es más, había empezado a acariciarle las piernas, las caderas, el vientre, los pechos, retirando el minúsculo sujetador del bikini.

Los cuatro hombres estaban ya muy cerca.

Eran altos, fornidos, musculosos.

Cuatro expertos en la lucha cuerpo a cuerpo.

Y en más cosas.

Justo en el instante en que se disponían a caer sobre Milton O’Brien, éste realizaba un brusco movimiento con su cuerpo y él y la rubia que había intentado distraerle, sin conseguirlo, cayeron de la tumbona y rodaron por el cuidado césped.

Milton, desde el primer momento, encontró muy sospechosa la aparición de la rubia Sylvia. Por eso no quiso lanzarse a la piscina con ella. Prefirió permanecer alerta, aunque no lo pareciera, porque supo disimularlo muy bien.

Había fingido prestar toda su atención a la exuberante Sylvia, pero no era así, lo que le permitió descubrir a tiempo a los cuatro compañeros de la rubia.

Al caerse bruscamente de la tumbona, Sylvia había soltado el cuello del agente secreto, por lo que éste pudo ponerse velozmente en pie y hacer frente a los cuatro individuos.

La rubia se alejó a gatas, todavía con los pechos al aire, mientras gritaba:

—¡Atacadle!

Los cuatro hombres, que habían rodeado al agente secreto para impedir que huyera, se lanzaron a la vez sobre él.

Milton recibió con el codo derecho al que saltó sobre su espalda, incrustándoselo en el hígado.

El tipo lanzó un bramido y se derrumbó, encogido de dolor.

Simultáneamente, el agente del Servicio Secreto había disparado su mano izquierda, de canto, como si fuera una guadaña. Golpeó en la garganta al tipo que le atacaba por ese lado y lo tumbó también instantáneamente.

El sujeto no se quejó, a pesar de que abrió la boca de par en par al recibir el golpe, para dar un grito de dolor. Y lo intentó, sólo que no le salió la voz.

El hachazo lo había dejado mudo.

Y tardaría bastantes minutos en poder articular palabra alguna.

El fulano que había atacado a Milton por su derecha, falló el puñetazo, porque el agente agachó la cabeza a tiempo, hudiéndole seguidamente el puño derecho en el estómago.

El tipo rugió y se dobló, agarrándose las tripas.

Estaba en posición ideal para apuntillarlo con un seco golpe en la nuca, pero Milton no pudo asestárselo, porque el cuarto individuo, el que le había atacado de frente, cayó sobre él y lo derribó.

El agente secreto, al tiempo que caía, le dio impulso a su cuerpo levantando ambas piernas, lo que le permitió voltear al sujeto que lo había arrollado.

Una fracción de segundo después, Milton se hallaba de nuevo en pie.

Dispuesto a proseguir la lucha.

La rubia Sylvia, que ya se había colocado el brevísimo sujetador del bikini, contemplaba la pelea con la boca abierta.

Y es que no se lo explicaba.

Sabía, naturalmente, que Milton O’Brien era un tipo muy peligroso, pero jamás pensó que pudiera mantener a raya a cuatro hombres, aún más corpulentos y musculosos que él, y también muy diestros en la lucha, aunque hasta el momento no lo hubieran demostrado.

El individuo que recibiera el puñetazo en el estómago se enderezó y atacó al agente secreto.

Como era el único que en aquel instante estaba en pie, a Milton le fue muy sencillo burlar su puño y obsequiarle con un zurdazo a la oreja.

Y el tipo, claro, quedó sordo de ese oído.

Momentáneamente, al menos.

El fulano creyó que había quedado sordo de los dos oídos, porque tampoco captaba sonido alguno por el opuesto.

Y es que se había caído a la piscina, impulsado por el trallazo a la oreja. Como ya tocaba fondo, y no era mucho el aire que almacenaba en sus pulmones, se propulsó con los pies y se fue para arriba, emergiendo con una oreja el doble de gorda que la otra.

Y aún se le hincharía más.

Mientras tanto, el individuo que fuera volteado por el agente secreto se había incorporado, siendo imitado por el que recibiera el terrible codazo en el hígado y por el que recibiera el hachazo en la garganta.

Este último seguía mudo, lo que le tenía bastante preocupado, porque no sabía hablar por señas y tampoco tenía ganas de aprender.

La rubia Sylvia volvió a gritar:

—¡Atacadle, vamos! ¡Sois tres contra él!

—¡Cuatro! —corrigió el tipo que cayera a la piscina, pues había oído a la rubia con su oreja sana.

Ya estaba saliendo del agua.

Los otros tres se dispusieron a atacar de nuevo al agente del Servicio Secreto, pero éste decidió tomar la iniciativa. Y fue mucho peor para ellos, porque Milton pareció convertirse en un huracán.

Para empezar, y de un prodigioso salto, se elevó por los aires como si fuera un pájaro y golpeó en la cara a uno de los tipos con el talón de su pie derecho.

El desgraciado cayó como fulminado.

Se diría que había recibido una coz de caballo.

Y es que Milton parecía tener una herradura en su pie.

Su talón era duro como el hierro.

Era el resultado de practicar el karate un par de horas al día, durante semanas, meses y años.

También los cantos de sus manos parecían de hierro.

Que lo dijera, si no, el tipo al que golpeó en la garganta con el filo de su zurda.

Bueno, el fulano no podía decirlo, porque continuaba mudo.

Tras su poderoso golpe de talón, Milton la emprendió a golpes con los otros dos, utilizando sus manos abiertas.

Fueron varios hachazos, tan seguidos, que los individuos pensaron que estaban siendo atacados por un leñador profesional, de ésos que parten un tronco con sólo unos pocos golpes de hacha.

Naturalmente, los tipos se desplomaron.

Y ya no volvieron a levantarse.

Tampoco se levantó el que recibiera el terrible golpe de talón en la cara, porque estaba tan inconsciente como ellos.

Sólo quedaba el sujeto que acababa de salir de la piscina.

Y la verdad es que sentía más deseos de lanzarse de nuevo a ella que de atacar al agente secreto, después de lo que había visto. Pero no podía rehuir la lucha, así que se encomendó a todos los santos del cielo y fue hacia Milton O’Brien, con una oreja que ya parecía una coliflor.

Y de las grandecitas.

Milton preparó los cantos de sus manos.

El tipo tuvo la impresión de que preparaba sus hachas y temió por su esqueleto, porque ya se veía con varios huesos fracturados. Pero, como era un valiente, aunque en aquellos momentos estuviese cagado de miedo, atacó al leñador.

Es decir, al agente del Servicio Secreto.

Milton lo tomó por un tronco y la emprendió a hachazos con él, talándolo en tres segundos escasos.

El tipo quedó tirado sobre el césped, sin sentido, como sus compañeros.

Concluida la tarea, Milton se volvió hacia la rubia Sylvia.

La pobre se había quedado de muestra.

Y es que no podía creer lo que sus ojos habían presenciado.

¡Cuatro hombres contra uno!

¡Y habían fracasado!

¡Estrepitosamente, además!

Milton sonrió fríamente y caminó hacia ella, diciendo:

—Ahora voy a ocuparme de ti, guapa.

* * *

La rubia dio un salto hacia atrás, haciendo saltar también otras dos cosas.

—¡No! —gritó.

—Ya lo creo que sí, cariño.

—¡Yo no pienso atacarle, Milton!

—Yo a ti, sí.

—¡No podré defenderme! ¡No sé luchar!

—Qué raro es eso, en una leona como tú.

—¡Por favor, Milton!

—Voy a hacerte cantar, preciosa.

—¡Me sé una de Joan Báez!

—No me sirve.

—¿Y una de Tina Turner?

—Tampoco.

—¿Prefiere que imite a Liza Minnelli?

—Basta de chistes, porque sabes de sobra a qué clase de cante me refiero.

La rubia intentó escapar, pero Milton se arrojó sobre ella y la derribó. Después, se sentó sobre su vientre y le sujetó los brazos, separados de la cabeza.

—¿Quién os envió? —preguntó.

—No se lo va a creer.

—Su nombre.

—Anthony Farlow —confesó la chica.