Una semana de vacaciones

Joaquín estaba tomando desayuno cuando sonó el teléfono. Contestó. Era Luis Felipe, su padre. Habían pasado meses sin hablarse.

—Hola, hijo —dijo Luis Felipe, con una voz que a Joaquín le pareció inusualmente cariñosa—. Te llamo porque he decidido tomarme una semanita de vacaciones, y me gustaría pasarla contigo en Miami.

Joaquín vivía solo en un pequeño departamento de Key Biscayne. Se había ido a vivir a Miami porque ya estaba harto de Lima. Sin embargo, cada día estaba más arrepentido de haberse marchado de su país. Cada día detestaba más el calor, los mosquitos y el aire acondicionado de Key Biscayne.

—Caramba, qué buena idea —dijo.

—Sí, pues, hijo, necesito desenchufarme unos días de este despelote del carajo que es Lima —dijo Luis Felipe—. Estoy muy tenso en la fábrica. Tenemos problemas en el sindicato. Hay terroristas infiltrados. No sé si te conté que hace poco los terroristas nos mataron al gerente de relaciones industriales.

—Caray, no tenía idea —dijo Joaquín.

Mintió. Había leído la noticia en uno de los Caretas que se vendían en el grifo de Key Biscayne.

—Deberías tomar alguna precaución, papi —añadió, solo para halagar a su padre.

—Bueno, yo voy a todas partes con la 38 cañón recortado y con Martínez Lara —dijo Luis Felipe.

—¿Quién es Martínez Lara?

—Mi guardaespaldas, pues.

Luis Felipe vivía obsesionado con su seguridad personal. En el clóset de su dormitorio tenía un buen número de armas y municiones. Todas las noches sacaba sus armas, las ponía encima de su cama, las limpiaba cuidadosamente y contaba sus municiones. Los fines de semana se reunía en un club de tiro con dos o tres militares retirados, y se pasaba horas disparando sus armas, afinando la puntería y comentando los planes secretos de los terroristas. Luis Felipe solía decir que en el Perú hay que tener amigos militares, porque ellos son los que mandan al final.

—¿Y cuándo vendrías? —preguntó Joaquín.

—Mañana mismo —dijo Luis Felipe.

—Ah, caramba. ¿Tan rápido?

—¿Por qué? ¿Tienes algún problema?

—No, no, para nada. Yo encantado de que vengas, papi.

Joaquín nunca se había atrevido a ser franco con su padre. Prefería decirle mentiras, evasivas, frases educadas. Después se odiaba porque se sentía un cobarde.

—Si te complico, dime nomás —dijo Luis Felipe—. De repente quieres tener tu privacidad, hijo. En ese caso, yo me voy al Sonesta y no nos hacemos problemas.

—No, qué ocurrencia, papi. Yo feliz de que te quedes conmigo.

—Cojonudo, entonces me quedo en tu departamento. Mi plan es pasarme una semanita echado frente al mar, tomando mi cervecita y fumando mi cigarrito. Y en las noches, tenemos que ir al chifa del Sonesta a darnos una buena panzada, ¿no?

—Suena muy bien, papi —dijo Joaquín, pensando que en realidad sonaba muy mal.

—Bueno, entonces te llamo a la noche para confirmarte a qué hora llega mi avión —dijo Luis Felipe.

—Por favor, avísame para ir a recogerte al aeropuerto.

—No, hombre, no te preocupes. Yo tomo un taxi nomás.

—De ninguna manera, papi. Yo te recojo del aeropuerto.

—Correcto, correcto. Entonces te llamo a la noche.

—Chau, papi. Gracias por llamar.

Joaquín colgó el teléfono, fue a la cocina y abrió la refrigeradora. Recién eran las diez de la mañana, pero estaba tan nervioso que se comió un litro de helado de chocolate.

—Hola, Joaquín, soy tu papi, ¿estás ahí?

Era la voz de Luis Felipe en el contestador. Joaquín se había quedado dormido viendo el programa de Letterman. Saltó de la cama y contestó.

—Hola, papi —dijo.

—Hola, Joaquín. Espero no haberte despertado.

—No, no. Estaba viendo televisión.

—Oye, te llamo para informarte que me han confirmado mi reserva para mañana. Estoy llegando a Miami a las diecisiete y treinta horas.

—¿A qué hora?

—A las diecisiete y treinta. O sea, a las cinco y media, pues.

A Luis Felipe siempre le había gustado hablar como militar. Decía «positivo, negativo» en vez de «sí, no». Decía «visibilidad cero» en vez de «no veo nada».

—Perfecto —dijo Joaquín—. ¿En qué línea viajas?

—En American, por supuesto —dijo Luis Felipe—. Yo no viajo en aviones peruanos, hijo. Yo quiero llegar a viejo.

Se rieron.

—Oye, hijo, quería pedirte un favorcito, abusando de tu confianza —dijo Luis Felipe.

—Dime, papi. Todo lo que quieras.

—Quería darte una lista de encargos para que me hagas unas compritas.

—Dime. Acá tengo papel y lápiz.

—Toma nota. Dos botellas de Stolichnaya, dos de Johnnie Walker etiqueta negra, unas veinticuatro latas de Budweiser (pero no la light, ah, la cerveza legal de siempre), unas latitas de jugo de tomate para hacerme mi bloody mary, unos cuantos vinitos tintos y unos dos cartones de Camel.

—Perfecto, perfecto —dijo Joaquín.

Y pensó: este conchudo cree que se va de campamento o qué.

—Allá te giro un cheque para reembolsarte el gasto, hijo —dijo Luis Felipe.

—No hay problema, papi.

—Entonces, ¿todo conforme?

—Todo okay, papi. Todo conforme.

Joaquín tuvo ganas de decirle «cambio y fuera, por qué no me dejas vivir tranquilo, carajo, por qué no vas a emborracharte con tus amigos generales a uno de esos deprimentes clubes militares donde la gente va a disparar y a hablar cojudeces y a chupar sin medida y a terminar vomitando en esos baños inmensos que tienen vomitaderos, los únicos vomitaderos oficialmente reconocidos como tales en Lima».

—Entonces hasta mañana, hijo —dijo Luis Felipe—. Va a ser un gusto muy grande verte después de tanto tiempo.

Joaquín colgó el teléfono y se quedó viendo el programa de Letterman. No pudo relajarse y disfrutar del programa, como hacía casi todas las noches. Estaba tenso. Trató de masturbarse para estar más tranquilo. Tampoco pudo. Tuvo que tomarse un par de Xanax para quedarse dormido.

Luis Felipe salió del aeropuerto de Miami caminando lentamente. Estaba vestido con un saco azul, un pantalón gris y una corbata morada. Tenía puestos unos anteojos oscuros. Antes de pasarle la voz, Joaquín lo observó un instante: le pareció que estaba más viejo y demacrado que la última vez que lo había visto.

—Papi —le dijo.

Luis Felipe volteó, vio a su hijo y sonrió.

—Hola, muchacho —dijo—. Pensé que no habías venido.

Joaquín no supo si darle un abrazo, un beso en la mejilla o simplemente la mano. Luis Felipe tomó la iniciativa y lo abrazó. Joaquín sintió el mal aliento de su padre.

—¿Qué tal el viaje? —le preguntó, y sintió que le había salido una voz tímida, débil, y recordó cuando su padre le decía «no hables como muñequita de cuerda, carajo, parece que la voz te saliera del poto, a los hombres la voz nos sale de los cojones».

—Todo conforme —dijo Luis Felipe, y movió la mandíbula, un tic nervioso que se le había hecho más notorio con los años.

—¿Te cargo tu maleta?

—No. Deja nomás que la cargue el negrito.

Un maletero negro, flaco y uniformado cargó la maleta de Luis Felipe, silbando con un aire despreocupado.

—Carajo, qué calor de los mil diablos hace aquí —dijo Luis Felipe, no bien salieron a la calle.

—No te preocupes, que aquí nomás está el carro —dijo Joaquín.

Caminaron hasta el estacionamiento. Luis Felipe estaba sudando. Se secaba la frente con un pañuelo que tenía bordadas sus iniciales LFC.

—¿Por dónde está el carro? —preguntó el maletero, con un marcado acento caribeño.

—Ya estamos llegando —dijo Joaquín.

En realidad, estaba perdido. No recordaba en qué nivel del estacionamiento había dejado su carro.

Luis Felipe, Joaquín y el maletero caminaban bajo un calor agobiante, sin saber bien adónde iban. De pronto, el maletero se detuvo.

—Yo hasta aquí nomás llego —dijo, y dejó la maleta al lado de Luis Felipe.

—¿Qué te pasa, primito? —dijo Luis Felipe.

—Si ustedes no saben adonde está el carro, no es mi culpa —dijo el maletero—. Yo tengo que volver a trabajar.

—Anda, pues, anda a trabajar —dijo Luis Felipe, metiendo las manos en los bolsillos.

Joaquín se puso nervioso. Sabía que su padre estaba siempre listo a sacarle la entreputa al primer pendejito que se cruzase en su camino.

—Son cinco dólares —dijo el maletero.

Luis Felipe miró a su hijo y sonrió.

—Este cutato de mierda cree que somos unos cojudos —le dijo.

Luego miró de mala manera al maletero.

—No te voy a dar propina, o sea que puedes irte nomás —le dijo.

—Si no me da mi plata, llamo a la policía —dijo el maletero.

—Anda, pues, acá te espero —dijo Luis Felipe, levantando la voz—. Vamos a ver si te creen a ti, que eres un negro de mierda, o a mí, que soy un señor.

—No me hables así, comemierda —gritó el maletero.

—Mire, aquí tiene los cinco dólares —dijo Joaquín, ofreciéndole un billete al maletero.

El maletero cogió el billete y se marchó.

—Los monos como tú deberían estar en una jaula —le gritó Luis Felipe—. Cocodrilo de mierda, carajo.

El maletero no volteó. Hizo un gesto obsceno y siguió caminando.

—Negro jijunagranputa —murmuró Luis Felipe.

—Espérame aquí, papi —dijo Joaquín—. Ahorita vengo con el carro para no cargar la maleta.

Luego corrió por la playa de estacionamiento buscando su carro. Subió y bajó niveles, se acercó a un par de carros que se parecían al suyo, pensó que le habían robado su carro, que su vida volvía a ser una mierda cuando estaba con su padre, que perdía la tranquilidad y se convertía en un tipo nervioso, asustado, sin personalidad, hasta que por fin, empapado de sudor, encontró su carro. Entró de prisa, apagó la alarma y manejó hasta donde lo esperaba su padre.

—Perdona la demora, papi, pero no encontraba el carro —dijo, no bien bajó, y cargó la maleta de su padre.

—A ti siempre se te pierden las cosas, pues —murmuró Luis Felipe.

Joaquín sonrió y pensó: viejo de mierda, mejor te hubieras quedado en Lima.

Lo primero que hizo Luis Felipe al entrar al departamento de Joaquín fue tumbarse en un sillón y prender un cigarrillo.

—¿Te sirvo un whiskicito? —preguntó Joaquín.

—Por favor, hijo. Doble y sin agua. Con un par de hielitos nomás.

Joaquín fue a la cocina, sirvió el trago y se lo dio a su padre.

—Debes estar cansado —le dijo.

—Con un par de whiskachos, estoy como nuevo —dijo Luis Felipe, y tomó un trago.

Se quedaron callados.

—Por si acaso, hice todas las compras que me encargaste —dijo Joaquín.

—Cojonudo. ¿Cuánto te debo?

—No, papi, no lo decía por la plata.

Luis Felipe sacó un par de billetes y se los dio.

—Gracias —dijo Joaquín, y se guardó la plata.

—Me parece que ha sido un acierto de tu parte venirte a vivir a Key Biscayne —dijo Luis Felipe, jugando con un hielo en la boca.

—¿De verdad crees eso? —preguntó Joaquín.

—Bueno, si yo viviera en Miami no lo pensaría dos veces y me vendría a esta islita que me parece el deshueve —dijo Luis Felipe—. No hay negros, hay pocos gringos (y eso es una ventaja, porque cuando hay muchos gringos uno como que se acojuda, ¿no?), y la gente que hay es de buena familia, como nosotros. Tú sabes que mis dos hermanos tienen departamentos en Key Biscayne. Juan Francisco tiene uno en Key Colony y Carlos tiene un depa en el Commodore con una vista macanuda.

Juan Francisco y Carlos eran más simpáticos, más exitosos y más ricos que Luis Felipe. Vivían en La Planicie y pasaban los veranos en Las Palmas, al sur de Lima. Habían hecho muy buenos negocios, gracias a los cuales vivían vidas cómodas y sosegadas. Ambos se habían hecho liposucciones, algo que Luis Felipe solía comentar con una sonrisa burlona, como diciendo «mis hermanos tendrán más billete que yo, pero yo no soy tan mariconcito como para bajarme la llanta haciéndome liposucciones a escondidas en una clínica de Miami».

—¿Y tú por qué no te compras un depa en Miami, papi? —preguntó Joaquín, y se sentó al lado de su padre—. Podrías venir a descansar de vez en cuando.

—No es una mala idea —dijo Luis Felipe—. Pero tú sabes, pues, hijo, que yo soy peruano hasta los cojones, no como tu generación, que el primero que puede se larga a cualquier parte.

—Sí, pues —dijo Joaquín—. Para mi generación, el patriotismo es una broma de mal gusto.

Recogió el vaso de su padre y fue a la cocina a servirle un trago más. Luis Felipe prendió un cigarrillo.

—¿No te molesta que fume, no? —preguntó.

—No, para nada —dijo Joaquín—. Estás en tu casa.

Mintió. Detestaba que fumasen en su departamento. Tenía ganas de decirle «sí, papi, me jode en el alma que fumes aquí, me jode que me dejes mi depa apestando a cigarrillo, porque no sabes el trabajo que me dio quitarle el olor a humo cuando recién lo alquilé, el inquilino anterior era un médico cubano que seguramente fumaba como una chimenea, y me pasé todo un mes echando aerosoles perfumados, poniendo hojitas aromáticas en todos los rincones de la casa, poniendo esos honguitos que absorben los malos olores, y todo para que tú vengas a fumar con gran concha y brillante estilo, no, pues, viejo cabrón, no te pases, si quieres fumar, no hay problema, pero pon primera y arráncate a la playa».

Luis Felipe abrió una puerta corrediza y salió al balcón.

—Carajo, esto es un sauna —dijo, y tomó un trago.

Joaquín también salió al balcón. El aire estaba caliente, espeso.

—¿Y cómo están las cosas en Lima? —preguntó.

Luis Felipe respiró profundamente, como dándose cierta importancia.

—Muy jodidas, hijo, muy jodidas —dijo—. Aunque mucha gente no se dé cuenta, estamos en guerra civil. Hay que vivir en estado de alerta, a la defensiva, listo para sacar tu arma y quemarte al primer terruco que se te cruza en el camino.

—Caray —dijo Joaquín.

Se quedaron callados.

—No le vayas a contar esto a tu madre, pero yo estoy amenazado hasta los cojones —dijo Luis Felipe.

—No me digas. ¿En serio?

—Tres veces me han llamado anónimos a la fábrica a amenazarme. Me han dicho que estoy en la lista negra porque en la fábrica no hemos pagado cupos a los terrucos. Que se vayan a la mierda, indios jijunagranputas. Yo no me he roto el lomo toda mi vida para que vengan ahora estos terrucos de mierda a chantajearme.

Ahora Luis Felipe estaba tan exaltado, que casi estaba gritando.

—Tal vez deberías pasar más tiempo en Miami, papi —dijo Joaquín.

—A mí nadie me bota de mi país, hijo —dijo Luis Felipe—. Que se vayan los rosquetes. Yo me quedo.

Se quedaron callados. Estaban sudando. Hacía mucho calor.

—No te muevas, no te muevas —dijo Luis Felipe.

Abrió su mano derecha, le dio una bofetada a su hijo y le enseñó la mano: había una mancha de sangre.

—Tenías un mosquito —dijo, sonriendo—. Estaré viejo, pero todavía tengo mis reflejos.

—Bueno, bueno, estos whiskachos me han abierto el apetito —dijo Luis Felipe, sobándose la barriga—. ¿Qué tal si vamos al chifa del Sonesta a darnos una buena comilona?

A Joaquín no le gustaba el chifa, pero no dijo nada, pues no quería decepcionar a su padre.

—Un segundito, que voy a echarme repelente para los mosquitos —dijo.

Entró al baño y se echó un aerosol en los brazos y el cuello.

—¿No quieres echarte un poquito? —dijo, enseñándole el aerosol a su padre.

—No, gracias —dijo Luis Felipe—. Esas son mariconadas de los gringos, muchacho.

Joaquín sonrió sin ganas.

—Lo que pasa es que un par de veces me han devorado los mosquitos, y ahora no salgo a la calle sin echarme el repelente —dijo.

Y pensó: ojalá te hagan papilla los mosquitos, viejo huevón.

Apagaron las luces, salieron del departamento y bajaron al carro.

—Qué diferencia es salir a la calle sin pistola, sin celular, sin un cholo a tus espaldas que te sigue a todas partes —dijo Luis Felipe, mientras bajaban las escaleras.

—Sí, pues, debe ser horrible vivir así.

—Es que en el Perú vivimos en guerra civil, pues, hijo. Y esa guerra se veía venir hace años. Esa guerra comenzó con Velasco, el cojo jijunagranputa que tanto daño le hizo al Perú. Todo el terrorismo viene de ahí, de cuando Velasco despertó a los cholos y los igualó con los blancos.

—Así es, papi —dijo Joaquín, y abrió la puerta de su carro.

—No, mejor vamos a pie —dijo Luis Felipe—. Me va a hacer bien dar una caminata. De paso que aprovecho para fumarme un pucho.

Estaban a cinco o seis cuadras del hotel Sonesta.

—Como quieras —dijo Joaquín.

Salieron caminando del edificio. Luis Felipe prendió un cigarrillo, aspiró fuertemente y miró el cielo despejado. Luego siguió hablando.

—Bueno, como te venía diciendo, ¿cuál es el problema del Perú? La cosa es bien clara, hijo, meridianamente clara. El problema es que los blancos y los cholos se odian, pero también se necesitan. Vamos a ver si me entiendes: los blancos no queremos a los cholos, hablamos mal de los cholos, nos apestan los cholos, nos alejamos de los cholos, ¿me sigues?

—Ajá.

—Pero la pendejada es que los blancos no podemos vivir sin los cholos, Joaquín. Porque entonces, ¿quién trabaja para nosotros, quiénes son nuestros obreros, nuestra mano de obra? Tienen que ser los cholos, pues. ¿Y quiénes son nuestras empleadas, nuestras cocineras, nuestras lavanderas? Tienen que ser las cholas, pues.

—Claro.

—Y a la inversa o viceversa (no sé cómo mierda se dice, tú debes saber eso porque tú eres el intelectual de la familia), los cholos tampoco nos quieren a los blancos. Nos miran con envidia. Son unos resentidos del carajo. Les gustaría ser como nosotros. Pero no pueden, pues, porque ellos son cholos, brownies, huanacos. Y el que nace cholo, muere cholo. Puede ser cholo con plata, cholo blanco, pero el que nace cholo, muere cholo, y lo demás son cojudeces. ¿Y cuál es la pendejada? Que los cholos nos odian, pero también nos necesitan, ¿me sigues?

—Ajá.

—Porque ellos no tienen la educación, la plata ni la inteligencia para triunfar en el mundo de la empresa y los negocios. Tú quítale un negocio a un blanco y dáselo a un cholo, y vas a ver cómo el negocio se va a la mierda en menos de lo que canta un gallo. El cholo tiene que trabajar para el blanco, hijo, eso es ley. No puede trabajar solo porque se emborracha, se va de mujeres y quiebra. Esa es la gran tragedia del Perú: que los blancos y los cholos se odian, pero no pueden separarse.

—Claro.

—Ahora, uno puede irse del Perú, uno puede vender sus cosas y mandarse mudar, como han hecho tantos amigos míos, pero eso es una cojudez, porque afuera no eres nadie, hijo. Afuera siempre eres un extranjero, un ciudadano de segunda. Para mí, ser latino en Miami es como ser cholo en Lima, los gringos te miran por encima del hombro.

—Tienes razón, papi.

—Yo tengo muchos años viajando y viendo mundo, y te digo una cosa, hijo: en los Estados Unidos hay niveles sociales bien marcados. Primero están los blancos, por supuesto, y como debe ser. De ahí vienen los perros y los gatos (ah, carajo, en este país los perros y los gatos viven como reyes). Más abajo vienen los negros, que ya no serán esclavos pero siempre son cocodrilos, pues. Y al último, la última rueda del coche, ahí están los latinos.

De pronto, Luis Felipe se calló y aplastó un mosquito que estaba picándole uno de los brazos.

—Conchasumadre, estos mosquitos muerden duro —dijo—. Parece que tuvieran dientes.

Joaquín sonrió y pensó: bien hecho, viejo huevón, eso te pasa por terco.

—Estoy con un hambre descomunal —dijo Luis Felipe, entrando al chifa del Sonesta—. Tengo tanta hambre que me comería una vaca cruda.

Una mujer de ojos achinados le dio la bienvenida y lo condujo a una mesa. Había muy poca gente en el chifa. Al igual que en algunos chifas limeños, en la terraza había una laguna artificial con peces de colores.

—En seguida regreso con la carta —dijo la mujer, y se retiró.

Hablaba español, como la gran mayoría de residentes de Miami.

—Esta china está para chuparse los dedos —dijo Luis Felipe, mirando a la mujer.

—Sí, está muy guapa —dijo Joaquín.

—¿Qué edad tendrá la chinita? —preguntó Luis Felipe—. Veinte, veintidós años. No más. Ya debe comer con su mano, ¿no?

Se rieron. La mujer volvió con la carta. En el pecho tenía una tarjeta con su nombre: Kim.

—¿Ya están listos para ordenar? —preguntó.

—Listos, listos —dijo Luis Felipe, frotándose las manos, mirando descaradamente los pechos de la mujer.

—¿Qué desean? —preguntó ella.

Luis Felipe pidió varios platos.

—Pero hay algo más que yo deseo —añadió, sonriendo.

—Dígame, por favor —dijo ella.

—Yo la deseo a usted, Kim —dijo Luis Felipe.

Ella sonrió, tapándose la boca.

—Eso no se puede pedir, señor —dijo—. Eso no está en la lista.

—Caramba, qué lastima —dijo Luis Felipe—. Yo pagaría cualquier cosa por pasar un buen rato con una mujer tan hermosa como usted.

En ese momento, Joaquín odió a su padre. Le pareció un sujeto vulgar, despreciable.

—Gracias, es usted muy amable —dijo ella.

—Dime, chinita, ¿tu chuchita es achinadita como tus ojos? —preguntó Luis Felipe, y soltó una carcajada.

Ella sonrió, muy profesional, y regresó a la cocina.

—Esta china debe ser de las que gritan —murmuró Luis Felipe, mirándole el trasero.

—Sírvete un whiskacho, hombre —dijo Luis Felipe—. No seas fregado. Mira que tu padre ha venido a visitarte.

—Bueno, solo uno para acompañarte —dijo Joaquín.

Estaban de regreso en el departamento. Joaquín sirvió un par de tragos y se sentó al lado de su padre.

—Salud —dijo Luis Felipe.

—Salud y bienvenido —dijo Joaquín.

Hicieron chocar sus vasos. Se quedaron callados.

—Joaquín, tenemos que tener una conversación de hombre a hombre.

—Dime, papi. Podemos hablar de lo que tú quieras.

Luis Felipe prendió un cigarrillo y expulsó el humo en forma de anillos.

—Tu madre y yo nos vamos a separar —dijo, con voz grave.

Joaquín puso cara de sorprendido.

—Caray, no sabía —dijo.

—Sí, hemos tomado la decisión de mutuo acuerdo, de mutuo consenso, o como mierda se diga.

—Caramba, no tenía idea.

—El problema es que tu madre no quiere la separación, porque tú sabes que ella es una fanática de la religión. Parece que sus curas del Opus Dei no le dan permiso para separarse, y tú sabes que ella no mueve un dedo sin consultarle a los cucufatos del Opus Dei.

—Sí, pues, el Opus Dei es una vaina.

Luis Felipe tomó un trago y cruzó las piernas.

—Es una pena, carajo, porque han sido casi treinta años de matrimonio —dijo.

—Treinta años es un montón de tiempo —dijo Joaquín.

—Pero la cosa ya está jodida, ya no tiene arreglo. Estos maricones de mierda del Opus Dei (y perdona que te hable así, hijo, pero estamos de hombre a hombre, ¿no?), estos rosquetes poco a poco la han ido cambiando a tu madre. Han hecho un trabajo de hormiga para joderme, y al final lo han conseguido, porque no se puede negar que esos conchasumadres son inteligentes.

Joaquín asintió.

—Eso no se puede negar —dijo.

—Tu madre, cuando yo la conocí, era una chica alegre, una chica normal. Iba a misa y tenía sus ideas religiosas, claro, como cualquier chica de buena familia en Lima, pero no era la fanática de la religión que es ahora. Estos tipos del Opus Dei le han ido metiendo ideas en la cabeza, le han hecho creer que yo soy una mierda, que soy su enemigo. Y para ella, lo que dice el Opus Dei es ley.

—Increíble.

Luis Felipe movió la mandíbula. Solía hacer eso cuando estaba nervioso.

—Tu madre (yo no quiero hablar mal de tu madre, yo tengo un gran respeto por ella), tu madre ya me hinchó las pelotas, pues, carajo, y perdona que te hable así, con esta franqueza —dijo.

—Ningún problema, papi.

—Si me quiero tomar un whiskacho, tu madre se molesta, me pone mala cara, me dice cojudeces. Delante de invitados me dice que soy un alcohólico. ¿Cómo me va a decir semejante cojudez, pues, carajo? Yo no soy ningún alcohólico, hombre. Lo que pasa es que me tomo mis traguitos para bajar la tensión, como cualquier hombre de negocios de Lima. Si quiero salir a comer con mis amigos, la vieja se molesta, me dice que no debería estar botando mi plata con mis amigos alcohólicos, así me habla la cojuda. Qué tal concha, carajo. ¿Yo no puedo salir a comer con mis amigos y ella sí puede darles donaciones a los maricones del Opus Dei?

Eructó. Continuó hablando.

—Si dejo de ir a misa un domingo porque me he partido el lomo trabajando como una mula toda la semana y el domingo quiero estar en mi cama leyendo mis periódicos y viendo mi televisión, tu madre se pone hecha un pichín y no me habla todo el domingo, la puta que la parió a la vieja.

—Qué barbaridad.

—Total, después de un día de mierda, después de trabajar en la fábrica donde tengo terrucos infiltrados que me quieren matar, llego a mi casa, a mi propia casa, y no puedo relajarme. Tu madre está ahí para amargarme la vida. Todo lo que yo digo está mal. Solo lo que dicen los rosquetes del Opus Dei está bien.

—Qué horror.

—Esto no puede continuar, hijo. Este matrimonio, perdona que te hable así, este matrimonio se fue a la mierda.

Luis Felipe tomó un trago y volvió a eructar. Joaquín se quedó callado.

—Por supuesto, yo voy a seguir manteniendo a tu madre, no la voy a dejar en la calle —continuó Luis Felipe—. Pero eso sí, le voy a pasar la plata justa, bien medida, porque ya tengo las pelotas hinchadas de ver cómo me sangra, cómo me saca la plata para dársela al Opus Dei. Tú no te imaginas el cojonal de plata, cheque tras cheque tras cheque, que la fanática de tu madre le da al Opus Dei.

—Lo importante es que los dos estén bien, papi —dijo Joaquín—. Y si los dos van a estar mejor separados, me parece bien que se separen.

Luis Felipe miró a su hijo en los ojos. Fue una mirada dura, inquisitiva.

—¿Entonces tú me apoyas? —le preguntó.

Joaquín bajó la mirada.

—Bueno, no sé qué decirte —dijo—. Todo esto me ha cogido de sorpresa, papi.

—Porque yo necesito saber si mi hijo mayor está de mi lado o si está con su mamacita y con los maricones del Opus Dei —dijo Luis Felipe, levantando la voz.

—Yo estoy contigo, papi, pero tampoco estoy contra mi mami —dijo Joaquín—. Yo estoy con los dos.

Luis Felipe golpeó la mesa.

—No se puede, no se puede —gritó.

Joaquín se asustó.

—O estás conmigo o estás con ella —gritó Luis Felipe—. No se puede estar con los dos. ¿Estás conmigo o con la vieja?

—Yo estoy contigo, papi —dijo Joaquín.

Luis Felipe sonrió.

—Así me gusta, hijo —dijo—. Yo sabía que tú no me ibas a fallar.

Más tarde, dando vueltas en la cama, tratando inútilmente de dormir, Joaquín se sintió un cobarde.

A la mañana siguiente, Joaquín se levantó de su cama, salió de su cuarto y encontró a su padre en calzoncillos, preparando el desayuno.

—Buenos días, hijo —dijo Luis Felipe.

Tenía un cuerpo ancho, robusto y peludo. De su cuello colgaba una cadena de oro con una medalla de la Virgen.

—Hola, papi —dijo Joaquín—. ¿Qué haces?

—Un desayuno como para militares —dijo Luis Felipe—. Huevos revueltos con tocino. Tú sabes que el desayuno es la comida más importante del día.

—Gracias, pero yo paso.

—No, pues, hijo, no seas fregado, tienes que comer bien. Estás flaco, pareces un tirifilo, un fosforito. El día que venga un huracán, vas a salir volando como un papelito.

Se rieron. Joaquín prendió el televisor. Luis Felipe sirvió el desayuno. Se sentaron en la mesa de la cocina y comieron en silencio, viendo las noticias en la televisión.

—¿Quién se baña primero? —preguntó Luis Felipe, cuando terminaron.

—Como quieras —dijo Joaquín.

—Entonces yo me doy un duchazo rapidito.

Luis Felipe cogió un ejemplar de People y entró al baño.

Mientras lavaba los platos, Joaquín recordó cuando él y su padre se bañaban juntos en la casa de Chaclacayo. Todas las mañanas, su padre lo despertaba bien temprano y le decía «vamos a darnos un duchazo rapidol». A Joaquín no le gustaba entrar al baño con su padre, pero tampoco se atrevía a decírselo. Entonces entraban juntos al baño, Luis Felipe se desnudaba y se metía a la ducha, y Joaquín se sentaba en el excusado, esperando a que su padre terminase de ducharse. Una mañana, Luis Felipe estaba jabonándose los genitales y Joaquín estaba observándolo y Luis Felipe le preguntó «¿qué miras?», y Joaquín se puso rojo, bajó la mirada y dijo «nada», y Luis Felipe le dijo «a ti también te van a crecer la pinga y las pelotas cuando seas grande», y Joaquín pensó que nunca quería tener pinga y pelotas como su padre.

Luis Felipe salió del baño con una toalla amarrada en la cintura.

—Listo —dijo—. Date un duchazo rapidol, porque tenemos que ir a una tienda en Hialeah a comprar armas.

—No me demoro ni cinco minutos, papi —dijo Joaquín, y entró al baño de prisa.

Después de perderse varias veces, Luis Felipe y Joaquín llegaron a una tienda de armas en Hialeah. Joaquín estaba malhumorado porque su padre no había dejado de darle instrucciones equivocadas para llegar a Hialeah. Un empleado de la tienda les dio la bienvenida. El tipo hablaba español. Estaba en guayabera. Dijo que era cubano. La tienda no tenía aire acondicionado. El tipo sudaba.

—Soy un empresario peruano y necesito comprar una mercadería para mi protección personal —dijo Luis Felipe.

—Dígame en qué lo puedo servir —dijo el vendedor.

—Necesito armas cortas —dijo Luis Felipe.

—Tenemos una variedad de armas cortas, pero por ley hay que hacer el pedido con la debida anticipación —dijo el vendedor.

Luis Felipe sacó una tarjeta de su bolsillo y se la enseñó al vendedor.

—Vengo de parte de Jack —dijo, bajando la voz.

—Caramba —dijo el vendedor—. En seguida le traigo el catálogo.

—No hace falta —dijo Luis Felipe, y le dio un papel escrito a máquina—. Aquí está apuntado lo que necesito.

El vendedor leyó el papel y frunció el ceño.

—¿Tan mala está la situación en el Perú? —preguntó.

—Muy jodida, muy jodida —dijo Luis Felipe.

Joaquín asintió.

—Bueno, si me permiten, voy a buscar su pedido —dijo el vendedor, y pasó por unas cortinas al almacén de la tienda.

—O este gordito amanerado me consigue las armas que necesito o lo voy a hacer bailar mambo a punta de patadas —dijo Luis Felipe.

Joaquín se rio.

—¿Cuántas pistolas vas a comprar, papi? —preguntó.

—Cuatro revólveres, no pistolas —dijo Luis Felipe—. El revólver es más seguro. En las pistolas a veces se atora la bala.

—¿Todos son para ti?

—No. Dos para mí, una para tu mamá y otra para mi guardaespaldas.

Joaquín recordó cuando él era un niño y Luis Felipe le regalaba ametralladoras de juguete y Maricucha se las quitaba luego, diciéndole «yo no quiero que salgas un loquito de la guerra como tu papá».

—¿Estás seguro que mi mami va a usar una pistola, papi? —preguntó.

—Tu madre va a vivir sola, hijo. Tengo que darle alguna protección.

Se quedaron callados.

—Pensándolo bien, tú también deberías portar un arma —dijo Luis Felipe.

—Gracias, papi, pero yo no necesito un arma.

—Uno nunca sabe, hijo, uno nunca sabe. Tener un revólver es como tener un condón: nunca sabes cuándo lo vas a necesitar.

Se rieron. El vendedor regresó del almacén cargando unas cajas.

—Aquí está su pedido, mi estimado amigo —dijo, y puso las cajas sobre el mostrador—. Los cuatro Smith & Wesson calibre 38 y las municiones. Ojalá no tenga que usarlas nomás.

—Ojalá pueda usarlas, más bien —dijo Luis Felipe—. Lo bien que me sentiría si me pudiese palomear a unos cuantos terrucos, caracho.

—Mano dura con los comunistas, mi amigo —dijo el vendedor—. En eso estamos total y matemáticamente de acuerdo.

Luis Felipe sacó su tarjeta de crédito dorada y pagó la cuenta.

—¿Y cuándo cae el cabrón de Fidel? —preguntó.

—Este año de todas maneras —gritó el vendedor, golpeando la mesa.

—Eso dicen los cubanos hace treinta años —dijo Luis Felipe, y soltó una carcajada.

—Bueno, ahora sí, a la playa —dijo Luis Felipe, no bien entró al departamento de Joaquín.

Puso las cajas en la cocina, bajó la temperatura del aire acondicionado y sacó una ropa de baño.

—Yo me quedo un ratito para hacer unas llamadas, papi —dijo Joaquín.

No tenía ganas de bajar a la playa, y menos con su padre. Nunca le había gustado la playa. Cuando era un niño, su padre lo llevaba todos los veranos al Silencio, y él sufría en la playa. Llegando, lo primero que tenía que hacer era clavar la sombrilla: Joaquín no sabía hacer bien el hueco en la arena, y la sombrilla siempre terminaba cayéndose. Después jugaban paletas: Joaquín odiaba jugar paletas delante de toda la gente porque sentía que media playa estaba riéndose de lo mal que jugaban él y su padre. Pero lo peor venía cuando se bañaban en el mar: el mar del Silencio tenía un hueco pasando la orilla, y eso le daba miedo, pues había oído decir que muchas personas se habían ahogado en ese hueco, y por eso cuando entraba al mar temblaba de miedo, se persignaba y no podía dejar de pensar «el hueco me va a chupar, el hueco me va a chupar hasta el fondo del mar y me voy a encontrar con todos los ahogados». Tampoco le gustaba almorzar con su padre en los quioscos de la playa: odiaba comer cebiche, odiaba el aliento que le dejaba la cebolla, odiaba probar los mariscos que su padre comía chupándose los dedos. Y por último, la erisipela: Joaquín estaba prohibido de usar bronceador, porque su padre le decía «solo los maricones usan bronceadores y cremitas», y por eso cada vez que volvían de la playa, tenía la piel lastimada por el sol, y en las noches no podía dormir porque todo el cuerpo le ardía, y él odiaba la erisipela, odiaba la playa, odiaba a su padre.

—¿Entonces te espero en la playa? —preguntó Luis Felipe.

—Claro, papi —dijo Joaquín—. Yo bajo en un ratito.

Luis Felipe se cambió en la sala, se puso unas sandalias y se enrolló una toalla sobre los hombros.

—Vamos a ver cómo están las gringas —dijo, con una sonrisa picara—. De repente alguna muerde el anzuelo.

Se rieron. Luis Felipe salió del departamento. No bien se quedó a solas, Joaquín limpió y ordenó la sala. Pasó franelas, aspiradoras, plumeros. Se paseó por la casa echando un aerosol perfumado para despejar el olor a trago y cigarrillo. Entonces vio la billetera de su padre. La abrió. Vio las tarjetas de crédito, los seguros médicos, las fotos de la familia. De pronto, encontró una foto que le llamó la atención. Era la foto de una mujer joven. Él no la conocía. La mujer era rubia. Tenía la boca muy pintada de rojo. Sonreía. Joaquín vio la parte de atrás de la foto. Leyó: «A mi jaguar, con amor». Soltó una carcajada. Puso la foto en el lugar donde la había encontrado.

—Ay, jaguar, eres un cacherito, una bala perdida —murmuró.

Entonces se acordó de su madre. Sintió pena por ella. Fue al teléfono y la llamó. Mientras escuchaba timbrar el teléfono, recordó que no la había llamado en meses. Ni siquiera la he llamado por su cumpleaños, pensó. Irma, una de las empleadas de Luis Felipe y Maricucha, contestó el teléfono. Joaquín reconoció su voz.

—Irma, buenas, soy el joven Joaquín —dijo—. Pásame con mi mamá, por favor.

—Ahorita le paso, joven —dijo Irma.

Joaquín nunca había tenido simpatía por Irma. Le molestaba que Maricucha la engriese tanto, que le comprase ropa en Camino Real y que la llevase a comer alfajores a Cherry’s.

—Mi amor, ¿a qué se debe este milagro? —preguntó Maricucha, no bien se puso al teléfono.

—Nada, mami —dijo Joaquín—. Simplemente me dieron ganas de saludarte.

—Ay, qué alegría, querido. No sé nada de ti. Te has perdido. Eres un ingrato.

—¿Qué novedades por allá, mami? ¿Cómo la estás pasando?

—Ay, hijo, feliz de la vida, como te imaginarás, porque tu papá ha viajado unos días y nos ha dejado de vacaciones —dijo ella, y se rio a carcajadas, y él escuchó que Irma también se reía con Maricucha.

—Ya me imagino —dijo—. Debes estar aliviadísima.

—Como si me hubiesen quitado un peso de encima, querido.

—Mamá, mi papá me ha dicho que está harto de ti, que se van a separar. ¿Es verdad?

Maricucha se demoró en contestar.

—Ay, mi amor, la verdad que ya no sé qué hacer con tu papá —dijo.

—Pero si estás harta de él, ¿qué esperas para separarte?

—Deshacer un matrimonio religioso es pecado mortal, Joaquín. Tengo un compromiso ante los ojos del Señor.

—Mamá, por favor, no seas anticuada.

—La fe no pasa de moda, mi cielo. Solo me queda rezar, seguir cargando mi cruz y pedirle al Señor que me dé fuerzas.

—¿O sea que no se van a separar?

—Yo no puedo separarme, mi amor. No puedo tirarle una cachetada al Altísimo.

Joaquín pensó que su madre era una beata y una tonta, y se molestó con ella.

—Mamá, ¿tú crees que mi papá te saca la vuelta? —le preguntó.

—Tu padre rendirá cuenta de sus pecados ante Dios Nuestro Señor —dijo Maricucha—. Yo no soy quién para juzgarlo.

—¿O sea que no te importa que mi papá te saque la vuelta?

—A mí lo único que me importa es salvar mi alma y reunirme en el cielo con mis hijos queridísimos, y tú en primera fila, mi Joaquín.

Él soltó una carcajada, como burlándose de ella.

—Reza, mi amor —dijo ella—. Reza siempre. No dejes de rezar la estampita del Padre que te mandé.

—Mejor tú reza por mí.

—Yo todos los días rezo un misterio del rosario por ti, mi amor.

—Bueno, mamá, tengo que ir a la playa.

—Chaucito, pues, mi Joaquín. Ponte tu loción Coppertone porque los rayos de sol dan cáncer a la piel, y no quiero que tú llegues al cielo antes que yo, ¿ya, mi amor?

Joaquín colgó el teléfono y pensó que después de todo era comprensible que Luis Felipe necesitase de vez en cuando a una mujer bien joven, bien puta y bien rubia, que le dijese al oído «sí, mi jaguar, aráñame, mi jaguar», mientras los dos hacían el amor en algún hostal de tres estrellas. Luego se puso una ropa de baño y bajó a la playa.

Esa tarde, después de almorzar, Luis Felipe se echó a dormir una siesta en la cama de su hijo. Joaquín no soportó escuchar a su padre roncando. Por eso, salió a dar una vuelta por Key Biscayne. Más tarde, cuando regresó al departamento, encontró a su padre tomando un trago en la sala.

—Hijo, tenemos que hablar —dijo Luis Felipe.

—Dime, papi —dijo Joaquín, y se sentó al lado de su padre.

—Primero sírvete un trago.

—No, gracias, papi. Tú sabes que yo no tomo.

—Quién hubiera dicho que mi hijo iba a salir abstemio y cabeza de pollo —dijo Luis Felipe—. Siempre me acuerdo del día que te emborrachaste en casa de tu tío Federico. Qué papelón, carajo.

Aquella vez, Luis Felipe llevó a Joaquín a un almuerzo en casa de su cuñado, Federico Orellana, uno de los abogados más prósperos de Lima. Cuando llegaron a casa de Orellana, Joaquín se sintió fuera de lugar: solo había gente adulta en ese almuerzo, y él apenas tenía trece años. Poco después, Luis Felipe le dijo «ya estás grande, muchacho, zámpate un pisquito para que vayas aprendiendo a tener cabeza». Joaquín se tomó tres pisco sours y se sintió más relajado. Entonces se atrevió a intervenir en la conversación que su padre estaba teniendo con otros señores. Él también quería dar su opinión sobre los asuntos políticos. Fue así como de pronto dijo «es menester que todas las tiendas políticas lleguen a una concertación sobre los problemas más álgidos de la nación». Él quería demostrar que leía los periódicos y que también podía hablar como adulto. Luis Felipe lo miró sorprendido y dijo «parece que el trago se le ha trepado al muchacho, carajo», y la gente que estaba a su alrededor se rio a carcajadas. Joaquín se sintió muy avergonzado y decidió quedarse callado. Poco después, se sintió mareado. Fue corriendo al baño. Trató de abrir la puerta. No pudo. El baño estaba ocupado. Tocó la puerta. Ya no aguantaba más. Entonces el senador Soto salió del baño, y Joaquín lo reconoció porque el senador Soto salía a menudo en la televisión, y Joaquín no pudo más y vomitó delante de él, y el senador Soto abrió la boca, horrorizado, y dijo «puta madre, qué tal huaico», y se alejó de prisa.

—Mira, hijo, de frente al grano —dijo Luis Felipe—. Ahora que me desperté estuve ojeando tus libros, y la verdad que me he quedado muy preocupado.

Joaquín echó un vistazo a sus libros. Notó que estaban en desorden. Luis Felipe prendió un cigarrillo y siguió hablando.

—Tú sabes que yo no tengo pelos en la lengua —dijo—. Siempre me ha gustado decirte las cosas claras. No he leído tus libros ni voy a leerlos, pero me he quedado sumamente preocupado, pues.

Joaquín escuchaba, mordiéndose las uñas.

—Yo no me meto en tu vida privada, hijo, pero no puede ser que tengas esta cantidad de libros de maricones —dijo Luis Felipe—. Eso tiene que hacerte mucho daño, muchacho.

Joaquín bajó la mirada. Sintió que la cara le ardía de vergüenza.

—¿No vas a decir nada? —preguntó Luis Felipe.

—No —dijo Joaquín.

Entonces Luis Felipe se enfureció.

—No me pongas tu carita de mosca muerta, pues, carajo —gritó—. Tienes que estar enfermo para estar leyendo esas cojudeces. Esos libros son pura basura, hijo. Y si te digo esto es porque quiero ayudarte. Tú eres un hombre con las pelotas bien puestas. Eres mi hijo y tienes que cuidar el honor del apellido.

Joaquín sonrió con una expresión burlona. Luis Felipe golpeó la mesa.

—En mi familia no hay ni habrá maricones —gritó—. Yo no lo voy a permitir.

Luego tomó un trago y respiró profundamente, como tratando de calmarse.

—Mira, hijo, vamos a hacer un trato —dijo—. Yo te ofrezco toda mi ayuda para que superes este problema. Te ofrezco mi ayuda económica para que vayas a todos los médicos y siquiatras que quieras hasta que estés curado. Pero eso sí, solo pongo una condición: que tú me prometas que vas a dejarte de mariconadas y que vas a portarte como un hombre con los cojones bien puestos.

—No puedo prometerte eso, papi —dijo Joaquín—. Sentiría que te estoy prometiendo algo que no voy a poder cumplir.

—Cojudeces, hombre, cojudeces —gritó Luis Felipe—. Tú no quieres ser maricón. Tú estás confundido nomás. Tienes que desahuevarte de una vez, hijo.

Luego se puso de pie con cierta dificultad. Parecía cansado.

—Vamos a botar estos libros de maricones ahorita mismo —dijo—. Trae una bolsa y vamos a comenzar a curarte de esta enfermedad.

Bruscamente, Luis Felipe empezó a sacar los libros de las repisas. Joaquín había comprado esos libros en las librerías de Miami. Eran cuentos y novelas sobre amores homosexuales.

—Trae una bolsa, hijo —dijo Luis Felipe—. Ayúdame a botar esta basura.

Joaquín se puso de pie. Sintió que le temblaban las piernas.

—Yo no quiero botar mis libros, papi —dijo—. Por favor, deja mis libros.

Luis Felipe movió la mandíbula, sorprendido.

—No te he preguntado si quieres botarlos —gritó—. Te he dicho que vamos a botarlos. Ahora trae una bolsa, carajo.

Joaquín se agarró la cabeza y se puso a llorar.

—No llores, carajo, no llores —dijo Luis Felipe—. No voy a botar tus libros. Quédate con tus libritos de maricones. Si quieres ser un rosquete, jódete, pues.

Luego tiró unos cuantos libros a la alfombra, haciendo un gesto de desprecio.

—Pero eso sí, yo no me quedo ni un minuto más acá —añadió—. Yo no voy a consentir estas mariconadas.

Recogió sus cosas y comenzó a empacar.

—Llámame un taxi —dijo.

Joaquín entró a su cuarto y llamó a la compañía de taxis amarillos. Cuando terminó de empacar, Luis Felipe cargó su maleta.

—Ayúdame con las armas —dijo.

Joaquín cargó las cajas de armas que su padre había comprado en la mañana. Salieron del departamento. Bajaron a la puerta del edificio y esperaron al lado de la caseta del portero. Luis Felipe prendió un cigarrillo. Joaquín trataba de no llorar. Cuando llegó el taxi, Luis Felipe subió al carro y se fue sin decir una palabra.

Sonó el teléfono. Joaquín contestó. Era Maricucha.

—Hola, mi amor —dijo ella—. Qué voz de ultratumba me has sacado para el diario.

—Hola, mami. ¿Qué novedades?

—Mira, mi Joaquín, te llamo porque me he quedado muy preocupada con tu llamada. Me he quedado pensando y pensando, lo he consultado con mis amigas y creo que debería irme para allá cuanto antes.

—¿Vas a venir a Miami?

—Estoy muy preocupada, mi amor. No puede ser que tu padre haya ido a tu casa para hablarte mal de mí, de su propia esposa, de tu madre que tanto te adora. No hay derecho, pues. Hay que poner las cosas en su sitio.

—¿Y qué ganas viniendo a Miami? Solo vas a complicar más las cosas, mami.

—No, mi amor. Tengo que hablar cara a cara con tu padre. Tengo que ir a salvar mi matrimonio.

Él se rio.

—Mamá, por favor, tu matrimonio ya no tiene salvación —dijo.

—Dices eso porque eres un descreído, pero yo voy a luchar hasta el final para salvar mi matrimonio.

—Mamá, por si todavía no lo sabes, mi papá tiene una amante.

Se quedaron callados.

—Hijo, por favor, no le faltes el respeto a tu madre —dijo ella.

—En serio, mamá. He visto una foto en la billetera de mi papá. Es una huachafita con el pelo pintado. Atrás de la foto decía: «A mi jaguar, con amor».

—No inventes cosas, Joaquín. Tú siempre has tenido tendencia a la mentira.

—Te juro que es verdad, mami.

—Bueno, entonces con mayor razón tengo que ir a Miami.

Él se arrepintió de haber mencionado la foto en la billetera de su padre.

—Mamá, piénsalo bien —dijo.

—Ya lo pensé y repensé, hijito. Además, lo he consultado con mi director espiritual y él me ha aprobado el viaje cien por ciento.

—¿Y tu director espiritual qué sabe de matrimonios, si jamás en su vida ha estado casado?

Ahora Joaquín estaba irritado, y no podía disimularlo.

—No voy a discutir contigo, mi hijito —dijo ella—. Yo sé que tú tienes unos anticuerpos tremendos contra la Obra, algo que desgraciadamente has heredado de tu papá.

Él escuchó un pito en la línea.

—Mamá, espérame un segundín, me está entrando una llamada —dijo.

—¿Qué?

—No te vayas. Ahorita regreso.

Joaquín apretó un botón y pasó a la otra línea.

—Hijo, habla tu padre —escuchó.

Era la voz ronca de Luis Felipe.

—Hola, papi, qué tal —dijo Joaquín.

—Estoy aquí en el Sonesta, pues. ¿Por qué no te vienes y salimos a comer algo? No quiero quedarme con el hígado revuelto, hijo. No quiero irme de Miami peleado contigo.

—Papi, estoy con mami en la otra línea.

—¿Dónde está la vieja?

—En Lima.

—Ah, carajo, qué susto me has dado.

—Parece que mami está medio nerviosa. Dice que tiene ganas de venir a Miami.

—¿Eso te ha dicho?

—Ajá.

—Pásame con ella. La voy a meter en vereda a la vieja.

—No puedo pasarte con ella, papi.

—¿No le habrás dicho que hemos tenido una pequeña discusión, no? ¿No querrá venir por eso?

—No, papi, cómo se te ocurre.

—Tu madre está enferma, Joaquín. Está mal de los nervios. Está con pastillas, o sea que ten mucho cuidado con lo que le dices.

—No te preocupes, papi.

—Bueno, yo la voy a llamar ahorita mismo para desahuevarla. Y cáete cuando quieras para ir a comer juntos.

—Genial. Gracias.

Joaquín volvió a la otra línea.

—Mami, sorry, era papi —dijo.

Maricucha ya había colgado.

Luis Felipe salió del ascensor del Sonesta. Joaquín estaba esperándolo en la recepción. Luis Felipe lo palmoteó en la espalda y le dio un beso en la mejilla.

—Carajo, bien a la tela te me has puesto —dijo.

Joaquín sonrió, halagado. Se había puesto su terno más elegante.

—Pero eso sí, tengo que hacerte una crítica constructiva —dijo Luis Felipe, caminando hacia la puerta principal del hotel.

—Dime, papi.

—Esa Brut que te has puesto es colonia de cholos, hijo.

Joaquín sonrió, sorprendido. Efectivamente, se había puesto un poco de Brut antes de ir al Sonesta.

—Gracias por el consejo —dijo, tratando de disimular que el comentario de su padre le había molestado.

—No te vayas a resentir, ah, porque a ti no se te puede decir nada.

—No te preocupes, papi.

Salieron del hotel y llamaron a un taxi.

—¿Te parece okay si vamos al Stefano’s? —preguntó Luis Felipe.

—Perfecto —dijo Joaquín.

—Tengo entendido que allí van los mejores lomos de Key Biscayne, ¿no?

—Eso dicen, eso dicen.

Subieron a un taxi. Luis Felipe le dijo al conductor que los llevase al Stefano’s. El chofer puso en marcha su carro.

—Hablé con la vieja —dijo Luis Felipe.

—¿Qué te dijo? —preguntó Joaquín.

—Está picona porque no la traje.

—¿Ah, sí?

—Sí. Dice que yo nunca la saco de viaje. Ni cojudo, pues, yo lo que quiero es descansar un poco de la loca de tu madre.

Se rieron.

—Creo que ella no quiere separarse de ti, papi —dijo Joaquín.

—Lo que pasa es que la cojuda está con la menopausia, y por eso no para de joder.

Se rieron de nuevo, como celebrando una nueva complicidad.

—¿Tú crees que viene? —preguntó Joaquín.

—Pobre de ella si viene. Ya le dije que está terminantemente prohibida de usar la tarjeta de crédito.

—Ojalá te haga caso.

Se quedaron callados.

—Te voy a dar un consejo —dijo Luis Felipe—. Nunca le des una tarjeta de crédito a una mujer. Nunca.

—Gracias, papi.

Poco después, el taxista los dejó en la puerta del Stefano’s. Luis Felipe y Joaquín bajaron del carro y entraron al restaurante. Una mujer joven los llevó a una mesa cerca de la pista de baile. Había poca gente bailando.

—Qué cantidad de mamacitas —dijo Luis Felipe, frotándose las manos.

—Te apuesto que casi todas son cubanas —dijo Joaquín.

—Estas cubanas tienen el motor fuera de borda, carajo —dijo Luis Felipe, con una sonrisa picara—. Unos culos tremendos, de campeonato.

Se rieron. Luis Felipe llamó a un mozo y pidió un par de tragos. El mozo apuntó el pedido y se retiró.

—Este no es más rosquete porque no tiene tiempo para practicar —dijo Luis Felipe, mirando al mozo con un gesto de desprecio—. Mira cómo camina. Parece que tuviera una moneda en el culo.

Se rieron. El mozo volvió con los tragos. Luis Felipe levantó su vaso.

—Salud por seguir siendo amigos —dijo.

—Salud —dijo Joaquín.

Chocaron sus vasos. Bebieron.

—Hay una hembra en la barra que no deja de mirarnos —dijo Luis Felipe, bajando la voz.

Joaquín miró a la mujer de la barra. Era rubia. Sonreía.

—¿Te parece guapa? —preguntó.

—¿Guapa? —dijo Luis Felipe—. Ay, carajo, está como para hacerle el helicóptero.

Joaquín se rio. Por un momento, quería jugar a ser el hijo macho y mujeriego que su padre no encontró en él.

—¿Cómo es el helicóptero? —preguntó.

—Le levantas el vestido, le arrimas el piano y te la tiras parado, dando vueltas —dijo Luis Felipe, bajando la voz.

Se rieron. Ella les sonrió.

—Parece que está con la chuchita que le hace burbujas —dijo Luis Felipe—. ¿Por qué no le dices que se venga a tomar un trago con nosotros?

—Vamos a ver si pica el anzuelo —dijo Joaquín.

Luego se levantó y se acercó a la mujer de la barra.

—¿Habla español? —le preguntó.

—Claro, pues, cielo —dijo ella—. El que no habla español se tiene que ir de Miami.

—Mi padre la invita a tomar un trago a nuestra mesa —dijo Joaquín.

—Qué gentil su padre —dijo ella—. Por mi parte, encantadísima.

Joaquín y la mujer se acercaron a la mesa de Luis Felipe, quien se puso de pie y besó la mano de la mujer.

—Qué honor poder disfrutar de su compañía —le dijo.

—El honor es mío —dijo ella.

Los tres se sentaron. Luis Felipe aplaudió y pidió un trago para la mujer.

—Es usted la mujer más hermosa de esta isla —le dijo.

Ella sonrió y se arregló el escote.

—Gracias mil —dijo.

—Mi nombre es Luis Felipe, para servirla. Este es mi hijo Joaquín.

—Encantadísima. Mi nombre es Charitín.

En los parlantes del Stefano’s empezó a sonar un merengue afiebrado.

—Le ruego que me haga el honor de bailar esta pieza conmigo, señorita Charitín —dijo Luis Felipe.

Charitín se puso de pie inmediatamente. Parecía estar con muchas ganas de bailar.

—Ay, por mi parte, encantadísima —dijo.

Luis Felipe y Charitín fueron a bailar cogidos de la mano. Joaquín se paró y fue al baño. Cuando salió, vio que su padre seguía bailando con Charitín. La música era un escándalo. El sitio apestaba a humo. La gente le pareció muy desagradable. Decidió irse de allí. Salió del Stefano’s y caminó hasta su departamento.

Joaquín estaba medio dormido cuando contestó el teléfono. Eran las nueve y pico de la mañana. Se había acostado tarde la noche anterior. Le dolía la cabeza. Su pelo apestaba a humo.

—Hola, Joaquín. ¿Qué haces durmiendo a estas horas?

Era Luis Felipe.

—Hola, papi.

—¿Qué fue de tu vida anoche? ¿Te desapareciste?

—Sí, pues. Preferí dejarte cancha libre con la cubana.

Luis Felipe se rio.

—Te agradezco ese gesto caballeroso de tu parte, muchacho —dijo—. Tú siempre tan atinado.

—¿Qué tal la pasaste con Charitín?

—Cojonudamente bien. Me la traje al hotel.

—¿En serio?

—Es una fiera la Charitín. Me la he brincado toda la noche. Ay, carajo, es un bombón la cubanita. Me ha hecho sentir como un muchacho de tu edad.

Se rieron.

—Me alegra por ti —dijo Joaquín.

—Gracias, gracias. Oye, muchachón, ¿por qué no te vienes a tomar un brunch con nosotros?

—¿Charitín está allí contigo?

—Ajá. Ahorita está en el baño. La he dejado medio abollada de tanto atorármela —dijo Luis Felipe, y soltó una carcajada.

Joaquín se rio sin ganas.

—No sé, papi —dijo—. Es temprano. No tengo hambre.

—No jodas, pues. No te hagas de rogar. No quiero irme sin despedirme de ti.

—¿Ya te vas?

—Charitín y yo salimos esta tarde de crucero.

—Caray.

—Un par de días nomás. Necesito relajarme, hijo.

—Entiendo.

—¿Entonces te esperamos?

—Bueno. Me doy una ducha y voy para allá.

Un rato más tarde, Joaquín entró al hotel Sonesta.

—¿Oye, tú no eres peruano? —le dijo un chico, en la recepción.

—Sí —dijo Joaquín—. ¿Nos conocemos?

—Yo también soy peruano —dijo el chico—. Te he visto varias veces en el Nirvana.

Era un chico bajo, corpulento, de pelo negro y ojos oscuros. Estaba vestido con un uniforme marrón, como los demás botones del Sonesta.

—Me llamo Peter —dijo.

—Encantado. Joaquín.

Se dieron la mano.

—¿Qué andas haciendo por acá? —preguntó Peter.

—No mucho —dijo Joaquín—. ¿Y tú?

Peter miró su uniforme.

—Como ves, chambeando —dijo.

—¿Qué tal va la chamba?

—Más o menos. Es un comienzo nomás. Al menos no estoy en Lima, compadre. Ya estaba harto de Lima.

—Entiendo, entiendo. ¿Y llevas mucho tiempo por aquí?

—No mucho, como medio año nomás. En esta chamba estoy recién hace un mes. Antes me defendía vendiendo loros en Bayside.

—¿Vendiendo loros?

—Es que cuando llegué, me quede un tiempo con mi prima, y ella tiene un negocio de loros en Bayside. Yo la ayudaba con los loros mientras me buscaba algo mejor, pero era una joda porque los loros chillaban como mierda y me estaban dejando sordo. Un día me volví medio loco y estrangulé a un loro que costaba cien dólares y mi prima me despidió.

Se rieron.

—De repente podemos vernos otro día —dijo Joaquín.

—Claro, excelente —dijo Peter.

Pidieron un papel en la recepción y se dieron sus números de teléfono.

—Bueno, tengo que seguir trabajando —dijo Peter.

—Suerte —dijo Joaquín.

Se dieron la mano. Joaquín siguió caminando y entró al comedor del hotel. Luis Felipe y Charitín estaban sentados al lado de la ventana, cogidos de la mano.

—Hola, muchachón —dijo Luis Felipe, al verlo.

—Hola, papi —dijo Joaquín.

Luego besó a su padre en la mejilla y le dio la mano a Charitín. Ella tenía puesto el mismo vestido de la noche anterior.

—Asiento, asiento —dijo Luis Felipe.

Joaquín se sentó.

—Bonito día —dijo, mirando hacia la playa.

—Divino —dijo Charitín.

—Anda, sírvete lo que quieras, que el brunch está para chuparse los dedos —dijo Luis Felipe.

—Mil gracias, pero no tengo hambre —dijo Joaquín.

—Carajo, tú nunca tienes hambre —dijo Luis Felipe—. Yo no entiendo a estos muchachos de ahora que se alimentan con yogures y frutas. A tu edad, yo me tomaba tres litros de leche al día, Joaquín.

—Con razón estás tan fit, mi cherry —dijo Charitín.

—Yo sí voy por otra ronda —dijo Luis Felipe.

Luego se levantó y fue a la mesa donde estaba servido el brunch.

—Tu daddy es un hombre super charming —dijo Charitín, mientras comía una ensalada de frutas.

—¿De veras? —preguntó Joaquín.

Charming lo que se dice charming —dijo Charitín—. Un caballero a la antigua.

—¿Y tú a qué te dedicas? —le preguntó Joaquín.

Charitín se arregló el escote.

—Soy professional model —dijo.

Joaquín puso cara de sorprendido.

—Caray, no me lo hubiera imaginado —dijo.

—¿Por qué?

—No sé. No pareces modelo. Más bien tienes cara de secretaria.

Charitín soltó una carcajada. Luego bostezó.

—¿Dormiste poco anoche? —preguntó Joaquín.

—Un poquitico —dijo Charitín.

—Hay que ganarse la vida de alguna manera, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—Nada, nada, me imagino que trabajas siempre de noche.

Joaquín estaba siendo rudo con ella, y no podía evitarlo.

—Mira, darling, si estás escaldado échate talco y take it easy, ¿okay? —dijo Charitín.

—Abran paso, que acá viene un hombre con hambre —dijo Luis Felipe.

Puso su plato sobre la mesa y se sentó.

—Hay que reponer las fuerzas después de una noche agitada —dijo.

Luego palmoteó a Charitín en una pierna y sonrió.

—Ay, eres tan wild que me pongo shy —dijo ella.

—¿O sea que se van de crucero? —preguntó Joaquín.

—Así es, un crucerito de dos días nomás para tener un poco de relax —dijo Luis Felipe.

—En una hora tenemos que estar en el port, papi —dijo Charitín.

—¿Adónde los lleva el crucero, papi? —preguntó Joaquín.

Dijo «papi» deliberadamente, pues quería incomodar a Charitín.

—Carajo, no me digan papi que me hacen sentir un viejo de mierda —dijo Luis Felipe, y se rio.

—Bueno, me van a disculpar pero tengo que ir al drugstore del hotel a hacer un shopping bien quick —dijo Charitín.

Luego se puso de pie y le dio la mano a Joaquín.

—Encantadísima, pues, y suerte en tus estudios —le dijo.

—Gracias —dijo Joaquín—. Que te diviertas en el crucero.

Charitín salió del comedor. Luis Felipe la miró con ganas.

—Me he sacado la lotería y tú me compraste el huachito, hijo —dijo.

Se rieron.

—No te imaginas lo bien que cacha la desgraciada —añadió, bajando la voz.

—Sí, pues —dijo Joaquín—. Se ve que está buena como el pan.

Se quedaron callados. Luis Felipe comía vorazmente.

—Hijo, te ruego que me disculpes por las cojudeces que te dije sobre tus libros —dijo—. Ahora entiendo que tú eres un intelectual, un literario, un hombre de letras, de artes liberales, no como la bestia de tu padre, que con las justas se lee la parte A de El Comercio.

—No te preocupes, papi.

—Más bien, no le vayas a contar nada de esto a tu madre, ¿ya? Tú sabes que la vieja está con la salud un poco delicada. No conviene que sepa estas cosas de hombres.

—De ninguna manera, papi. Esto es un secreto entre los dos.

—Gracias, hijo. Estoy sumamente orgulloso de ti.

Luis Felipe firmó la cuenta.

—Le he dicho a Charitín que para la próxima se consiga a una amiguita —dijo—. Así los cuatro nos podemos ir de crucero.

Se rieron. Se pusieron de pie. Luis Felipe puso un brazo sobre los hombros de su hijo.

—Déjame darte un consejo de hombre a hombre, muchacho —dijo—. Te aseguro que todas tus confusiones y tus pajazos mentales se te van a ir de golpe si te dejas cachar por una hembra como Charitín.

Joaquín sonrió y pensó: nunca me vas a entender, papá.

—Créeme, hijo —continuó Luis Felipe—. Consíguete una morena bien pechugona, bien despachada, y vas a ver cómo se te van todas tus dudas intelectuales.

Luego abrazó a Joaquín y entró al ascensor.

—Te llamo a la vuelta del crucero —dijo, justo antes de que se cerrase la puerta.

Joaquín y Peter estaban abrazados en la cama viendo el programa de Letterman cuando sonó el teléfono. Era la una de la mañana. Joaquín no quiso contestar. Prefirió oír la voz en el contestador.

—Joaquín, hola, soy tu mami —escuchó—. Estoy en el aeropuerto de Miami, hijito. Acabo de llegar. Quería ver si puedes venir a buscarme porque ya te imaginas, estoy perdida, hay la mar de gente y letreros aquí.

—Ya sabía que esta vieja loca iba a venir —murmuró.

Contestó el teléfono.

—Mamá, ¿qué haces en Miami? —dijo.

—Mi Joaquín, por favor, qué maneras son esas de recibir a tu mamacita que tanto te quiere —dijo Maricucha—. Debería alegrarte que haya venido a visitarte, amor.

—Cualquiera llama antes de viajar, mami.

—Ay, hijo, si supieras en los trajines que he estado. Con las justas llegué al avión.

—¿Dónde estás ahorita, mami?

—En el aeropuerto, pues, hijito. Ya pasé las maletas y todo. Qué barbaridad la cantidad de perros oliéndonos las maletas como si fuésemos drogadictos, habrase visto tamaña falta de respeto.

—Espérame al lado de información, mami. Voy para allá.

—¿Sabes algo de tu papá?

—Después te cuento.

—Cuéntame algo ahorita, aunque sea un adelanto chiquito, pues.

—Te cuento cuando te recoja, mamá.

—Malo. Aquí te espero.

Colgaron.

—Vieja loca —dijo Joaquín—. Ya sabía que iba a venir a joderme la paciencia.

Estaba irritado con su madre. No tenía ganas de verla.

—Creo que mejor zafo —dijo Peter.

—No me dejes —dijo Joaquín.

Todo había sido muy fácil entre Peter y Joaquín. Joaquín lo había llamado por teléfono, habían salido a comer al malecón de Miami Beach, habían ido a su departamento para no perderse el programa de Letterman, y habían terminado haciendo el amor.

—Le voy a decir a mi vieja que se quede en un hotel —dijo Joaquín.

—No puedes hacerle eso —dijo Peter—. Es tu mamá.

—Pero yo quiero estar contigo, pues. Que se joda la vieja por imprudente.

—Siempre podemos dormir los tres en tu cama.

Se rieron y se abrazaron. Joaquín se vistió.

—La dejo en un hotel y regreso —dijo—. No te preocupes.

Luego le dio un beso a Peter y salió del departamento. Entró al carro, puso el aire acondicionado y manejó por encima de las cincuenta y cinco millas permitidas por la ley.

—Hola, mamá —le dijo Joaquín a Maricucha, en el aeropuerto de Miami—. ¿Por qué tienes esa cara de asustada?

—Mi Joaquín adorado —dijo Maricucha, sonriendo.

Abrazó a su hijo y le dio un beso en cada mejilla. Tenía puesto un vestido oscuro y zapatos sin taco. Por razones morales, ella nunca usaba pantalón.

—Estás flaco como un palo, mi amor —dijo ella—. Pareces una calavera.

—Salgamos de aquí —dijo él, y cargó la maleta de su madre—. Este sitio me da náuseas.

Maricucha y Joaquín salieron del aeropuerto.

—Maldición —dijo él, cuando vio la papeleta rosada en la luna de su carro.

—¿Qué pasa, Joaquincito? —preguntó ella.

—Me acaban de poner una multa por cuadrarme mal.

—Lo estrictos que son los gringos, habrase visto. Por eso funciona a las mil maravillas este país.

—Mamá, cállate, por favor.

Joaquín abrió el carro, puso la maleta de su madre en el asiento trasero y entró.

—En otros tiempos eras más educadito y me abrías la puerta a mí primero —dijo Maricucha, subiendo al carro.

Él prendió el carro y aceleró de golpe.

—Despacio, hijo, no me vayas a desnucar —se quejó ella.

Él la miró de reojo.

—¿Quién te corta el pelo, mamá? —preguntó.

—Me lo corto en Sammy’s, que es un boom —dijo ella—. No sabes el éxito que tiene Sammy’s en Lima.

—Perdona la franqueza, pero me parece que te lo han cortado horrible —dijo él.

Ella prendió la luz interior y se miró en el espejo.

—Lo que es yo, estoy chocha con mi Sammy’s —dijo.

Él entró a la autopista y aceleró. Estaba nervioso, malhumorado.

—¿Cómo así te animaste a venir, mami? —preguntó.

—Primero cuéntame de tu papá —dijo ella.

Él sonrió.

—Se fue ayer de crucero —dijo.

Ella abrió la boca, sorprendida.

—¿No me digas que se peleó contigo? —dijo.

—No —dijo él—. Tuvimos una discusión, pero después nos amistamos.

—Qué gusto me da, Joaquincito, porque tú necesitas identificación masculina, mi amor. Si no, vas a seguir con tus problemas de siempre.

Se quedaron callados.

—Ahora cuéntame por qué has venido a Miami —dijo él.

Ella suspiró.

—Porque tengo que ponerle los puntos sobre las íes a tu papá —dijo.

Él soltó una carcajada.

—Tú siempre tan ingenua, mamá —dijo—. ¿Y se puede saber adónde te vas a quedar?

—Bueno, si no tienes mayor inconveniente, me puedo quedar contigo.

—El problema es que sí tengo un pequeño inconveniente, mamá.

Ella se llevó una mano al pecho.

—Ay, no me digas —dijo, suspirando.

—Sí, mamá. Lo siento, pero un amigo está quedándose conmigo.

—No te preocupes, mi amor. Nos arrimamos los tres. Yo feliz de conocer a tu amigo.

—No se puede, mamá. Lo siento pero no se puede.

Ella le pellizcó las mejillas.

—No seas tan egoísta con tu mamacita que te ha cambiado los pañales, que te ha botado los chanchos, que te ha enseñado a limpiarte tu popó —le dijo, con una voz muy tierna.

Él fingió ignorarla. Siguió manejando de prisa.

—Aquí en Brickell hay un hotelito bueno y barato —dijo—. Si no, siempre puedes quedarte en el Sonesta.

—Me mata la curiosidad de conocer tu casa, de ver cómo vives, mi amor —dijo ella.

Él se enojó más aún.

—Eres terca como una mula, mamá —dijo.

—Y no te sientas corto de presentarme a tu amigo. Yo siempre te he dicho que debes ser más amiguero, mi Joaquín.

—Es más que un amigo, mamá.

Ella parpadeó y miró por la ventana, como si no hubiese escuchado nada.

—Qué maravilla la vista de Miami de noche —dijo—. Parece película.

Él detuvo el carro en la entrada a Key Biscayne, pagó el peaje y aceleró. Se quedaron callados mientras entraban a la isla.

—Ay, mira esa ardilla tan grandota —dijo ella, de pronto.

Una ardilla cruzó la pista delante del carro de Joaquín. Él aceleró y la aplastó.

—Qué horror —gritó Maricucha—. Qué cosa tan cruel chancar a una ardillita tan linda.

—No la vi —dijo él.

—Trataste de pisarla —gritó ella—. Cómo puedes haber hecho eso. Esta ciudad te ha quitado toda la humanidad, Joaquín.

Un poco más allá, Maricucha sacó su pañuelo y se sonó la nariz. Estaba llorando.

—Peter, despiértate —susurró Joaquín en el oído de Peter.

Peter abrió los ojos. Se había quedado dormido con el televisor prendido.

—Mi vieja está parada afuera del departamento —dijo Joaquín.

Peter se sentó en la cama, asustado.

—¿Y ahora? —dijo.

—Lo siento, no pude evitarlo —dijo Joaquín—. Ella insistió en venir.

—No te preocupes, por mí no hay problema —dijo Peter.

Salió de la cama. Estaba desnudo. Fue al baño, se echó agua en la cara y se vistió.

—Listo —dijo—. Ya puedes presentarme a mi suegra.

Joaquín se rio y lo abrazó. Peter se sentó en la sala. Joaquín le abrió la puerta a su madre.

—Ya puedes pasar, mamá —dijo.

Maricucha estaba parada afuera del departamento, espantando a los mosquitos.

—Un poco más y me encuentras desangrada —dijo—. Estos mosquitos se han dado un banquete conmigo.

Entró al departamento. Joaquín cargó su maleta y entró detrás de ella.

—Esto todavía huele a tu papá —dijo Maricucha.

—Mamá, este es mi amigo Peter, que estaba durmiendo y por tu culpa ha tenido que levantarse —dijo Joaquín.

Peter se levantó y le dio la mano a Maricucha.

—Encantado, señora —dijo—. Perdone la cara de dormido.

—Hola, hijo —dijo ella, arreglándole el cuello de la camisa.

Luego echó un vistazo al departamento.

—Lindo tu departamento, mi amor —dijo—. Todo bien puestecito.

—¿Quieres tomar algo, mamá? —preguntó Joaquín.

—Agüita, mi amor, agüita —dijo ella.

—Pero no tengo agua bendita —dijo Joaquín, burlándose de ella.

—El agua bendita no se toma —dijo ella, muy seria—. Es sacrilegio.

Joaquín y Peter se rieron.

—Bueno, señora, ya es hora de irme —dijo Peter.

—No tienes que irte, hijo —dijo Maricucha—. Quédate nomás, que aquí nos acomodamos los tres de lo más bien.

—Es que no quiero incomodar —dijo Peter.

—Ninguna incomodidad, hijo, aquí hay sitio de sobra para los tres —dijo ella—. Me van a disculpar, pero tengo que ir al baño.

Maricucha entró al baño de visitas. Peter se acercó a Joaquín.

—Mejor zafo —le dijo, en voz baja.

—Quédate, hombre —dijo Joaquín—. Que se joda la vieja.

—No sé. ¿No se molestará?

—Si se molesta, que se joda, pues. Que abra su pan.

—Bueno, como quieras.

Peter y Joaquín se dieron un beso fugaz. Maricucha salió del baño justo después.

—Te felicito, mi Joaquín, tienes el baño que da gusto —dijo—. Y el papel higiénico, qué rico, qué suavecito, porque el papel de Lima ya parece lija, oye.

Joaquín sonrió.

—Mamá, Peter se va a quedar a dormir aquí —dijo.

—Pero por supuesto, yo encantada, chicos —dijo Maricucha.

—Tú vas a dormir en el sofá cama, que es la cama de los invitados —le dijo Joaquín a su madre.

Luego abrió el sofá cama de la sala y puso unas sábanas limpias.

—¿Y tú adónde vas a dormir, Peter? —preguntó Maricucha, sorprendida.

Peter levantó los hombros, sin saber qué decir.

—Peter va a dormir en mi cuarto —dijo Joaquín.

—Pero no se vaya a incomodar —dijo Maricucha—. De repente él prefiere dormir en el sofá cama y yo duermo contigo, Joaquincito.

—Como usted quiera, señora —dijo Peter.

En ese momento, Joaquín odió a su madre.

—No te preocupes, mamá —le dijo, con una voz cortante—. Peter está acostumbrado a dormir en mi cama.

Maricucha bajó la mirada, jugó con sus manos, hizo como que no había oído nada.

—Bueno, es tardísimo y estoy tan fatigada —dijo.

Joaquín besó a su madre en la mejilla.

—Que duermas bien, mamá —le dijo.

—Hasta mañana, señora —dijo Peter.

—Chaucito, chicos —dijo ella—. Y no se olviden de dar las gracias al Señor antes de acostarse.

Peter y Joaquín entraron al cuarto. Joaquín cerró la puerta con pestillo.

—Vieja de mierda, qué ganas de joder la paciencia —susurró.

—Eres un desgraciado —susurró Peter—. Cómo le dices que estoy acostumbrado a dormir contigo.

—Que se joda, que abra los ojos, que aprenda que hay gente diferente a ella y a sus amiguitos del Opus Dei.

—¿Qué es eso?

—Un club de cucufatos pitucos.

Joaquín apagó la luz del cuarto. Los dos se quitaron la ropa, se metieron a la cama y se abrazaron.

—Cáchame, por favor —susurró Joaquín.

—No seas loco —susurró Peter—. Tu vieja está afuera.

—Justamente por eso —susurró Joaquín.

Peter y Joaquín juntaron sus cuerpos.

A la mañana siguiente, Peter se levantó muy temprano, se vistió, le dio un beso a Joaquín y salió del departamento caminando en puntillas. Joaquín siguió durmiendo. Un rato más tarde, a las nueve en punto, sonó el despertador. Entonces prendió el televisor, puso el programa de Donahue, se levantó de la cama, se lavó los dientes y salió del cuarto. Maricucha ya estaba despierta.

—Hola, mi amor —dijo ella.

Estaba sin maquillaje. Tenía un libro en sus manos.

—Hola, mami. ¿Qué lees?

—Mi librito de oraciones. Es mi lectura de todas las mañanas.

Él le dio un beso en la mejilla.

—¿Has ofrecido tu día? —preguntó ella.

—Sí, mamá —mintió él.

Ella sonrió.

—Tú siempre has sido tan piadoso —dijo.

Él empujó el televisor hasta la sala. El programa de Donahue ya estaba comenzando.

—Tú no puedes vivir sin la televisión prendida —dijo ella.

—¿Qué quieres de desayuno, mamá?

—Todavía nada, mi amor. Tengo que ir a misa en ayunas.

Él se rio.

—¿Estás chiflada? —preguntó—. ¿A qué misa vas a ir?

—A cualquier misa católica, mi amor —dijo ella.

—Pero, mamá, estás en Key Biscayne, acá la gente no va a misa.

—No digas tonterías, mi hijito. No puedo creer que te me hayas vuelto tan descreído.

—En serio, mamá, acá no hay misas.

—Misas hay en todas partes del mundo, Joaquín.

—Bueno, si quieres, ahorita mismo llamo a información y averiguo dónde hay misas católicas en Miami. Mientras tanto, cómete algo, mamá.

—No, gracias, mi cielo.

—¿Por qué tienes que ser tan sacrificada, mamá? ¿Por qué te haces la Santa Rosa de Lima?

De nuevo, Joaquín estaba irritado con su madre.

—Porque para recibir la sagrada comunión hay que ayunar por lo menos una hora antes —dijo ella.

Él sonrió, como burlándose de ella.

—Mamá, esas cosas ya pasaron de moda —dijo—. Por si no sabes, en las misas de Miami venden popcorn.

—La fe nunca pasa de moda, mi hijito —dijo ella.

Joaquín llamó a información y preguntó si había alguna iglesia católica en Key Biscayne. Sin decirle nada, lo dejaron esperando en la línea.

—Qué horror estas cosas que pasan en la televisión —dijo Maricucha.

Ahora ella estaba viendo el programa de Donahue.

—¿De qué están hablando? —preguntó Joaquín.

—Esta mujer que está hablando dice que antes era hombre y que un día decidió cambiarse de sexo y se cortó el pipí en pedacitos, como salami —dijo Maricucha.

—Diablos, qué valiente.

—Lo peor es que ahora la pobre está arrepentida.

La operadora regresó a la línea y le dio a Joaquín la dirección y el teléfono de la iglesia católica de Key Biscayne. Él apuntó los datos en un papel y colgó.

—Estás con suerte, mamá —dijo—. Hay una iglesia en Key Biscayne.

—Tenía que ser, mi amor. Si no, tú no hubieras escogido este sitio para vivir.

Joaquín llamó al número que le había dado la operadora. Le contestó una grabadora. Escuchó el horario de las misas. Había una a las diez de la mañana. Colgó.

—Hay una misa en media hora, mami —dijo.

—Ay, qué suerte, entonces me cambio de una vez —dijo ella—. Alístate rapidito, Joaquín, que estamos con la hora encima.

Sorry, pero yo no te acompaño —dijo él.

Ella puso una cara triste.

—Es que yo no sé cómo llegar sola —dijo.

—Bueno, te acompaño pero solo hasta la puerta de la iglesia.

—¿Por qué no quieres entrar a la misa, mi amor?

—Porque me aburro a morir, mamá.

—Solo los burros se aburren, Joaquín.

—Mamá, te dejo en la iglesia y punto final. No insistas, por favor.

Maricucha y Joaquín se cambiaron de prisa. Para provocar a su madre, él se puso un polo que decía «I Can’t Even Think Straight». Al ver el polo, ella le dijo:

—Ay, Joaquín, qué ocurrente eres, si tú siempre has pensado como hombre hecho y derecho.

Cuando estuvieron listos, salieron del departamento y entraron al carro. La iglesia estaba a pocas cuadras del departamento. Maricucha y Joaquín recorrieron el trayecto en silencio. No bien llegaron, Joaquín cuadró el carro frente a la iglesia.

—Ay, cómo extraño mi María Reina —dijo Maricucha, suspirando—. Lo que es yo, no cambio mi Lima, mi María Reina, mi Wong, mi mendigo, por nada en el mundo.

—Bueno, mamá, aquí te dejo —dijo Joaquín.

Ella cogió de la mano a su hijo.

—Entra, mi cielo, no seas rebelde —le dijo—. Escucha la voz del Señor en tu corazón.

—Lo que escucho son los ruidos de mi estómago, mamá —dijo Joaquín—. Me muero de hambre.

—Cuando seas viejo, te vas a arrepentir de haberle dado tantas bofetadas al Altísimo —dijo ella, y bajó del carro.

Camino a su departamento, Joaquín se detuvo en un Seven-eleven, compró una caja de donuts y se los comió todos.

Soy un chancho, pensó. Peter me va a dejar.

Esa tarde, Maricucha y Joaquín fueron a almorzar a Miami Beach.

—La última vez que tu papá me trajo aquí, esto estaba lleno de viejos —dijo Maricucha, acomodándose el sombrero—. Y mira cómo se ha puesto ahora: tan lindo, tan colorido, con tanta gente joven.

—Sí, pues, este sitio se ha puesto de moda —dijo Joaquín.

Estaban sentados en la terraza de un restaurante de Ocean Drive, frente al malecón.

—Eso es lo que me gusta de vivir en Miami, mami, que hay gente bonita en las calles —dijo Joaquín—. No como en Lima, que está lleno de huecorretratos.

—No hables así de tu país, de tu gente —dijo Maricucha—. Hablar mal de tu Perú querido es como hablar mal de tu familia.

—Mamá, por favor, no seas huachafa —dijo él, riéndose—. El patriotismo es la peor de las huachaferías.

—Yo no sé por qué mis hijos me han salido tan antiperuanos —murmuró ella, y suspiró.

—Yo no soy antiperuano, mami, pero me molesta vivir en el Perú porque es un país medio salvaje —dijo él.

—Ay, mi amor, no te hagas el muy civilizado, no te hagas el suizo, pues —dijo ella, sonriendo—. Bien que te encanta leer tu Caretas. Bien que te gusta comer tu mazamorrita morada, tu ají de gallina, tu papita a la huancaína.

—Sí, es cierto, pero todo eso también se consigue en Miami.

—Pero no es igual, nunca es igual, mi hijito. No hay como vivir en tu tierra, en tu propio terruño.

—Mamá, por favor, estás hablando como serrana —dijo él, con una sonrisa burlona.

—Yo soy bien peruana, bien chola. Yo soy una limeña mazamorrera y no reniego de mis orígenes.

—Tú te das el lujo de hacerte la muy patriota porque en el Perú vives como una reina, mamá.

Ella soltó una carcajada.

—Qué ocurrencia la tuya, Joaquín —dijo—. Yo vivo como una señora de clase media nomás. Bueno, clase media alta, si quieres.

—No te hagas la clasemediera, mamá. Tú jamás has lavado un plato.

—Pero voy todas las mañanas al mercado y hago las compras yo solita.

—Mejor dicho, vas a Wong para chismear con tus amigas pitucas.

—Qué barbaridad, mi amor, qué resentido te me has puesto, qué amargado te ha puesto la vida materialista de Miami —dijo ella—. Deberías volver a Lima, Joaquín. Acá te me estás volviendo un poquito egoísta.

—Olvídate, mamá. No pienso volver a Lima.

—¿Por qué, mi amor? —preguntó ella, con voz triste—. ¿Por qué ese resentimiento con tu país, con tu gente?

—Porque quiero estar lejos de mi papá y de ti —dijo él, mirándola a los ojos.

Entonces ella dejó caer su tenedor en el plato.

—¿Por qué dices eso? —preguntó, sorprendida.

—Porque ustedes me han hecho mucho daño —dijo él.

Ella se quedó callada y miró hacia el mar. Se había puesto pálida.

—Ya no puedo seguir comiendo —murmuró.

—Es la verdad, mamá —dijo él—. Ustedes no me dejan vivir en paz. Desde chiquito me han hecho la vida imposible.

—No es cierto, mi Joaquín. Yo siempre he querido lo mejor para ti. Yo veo por tus ojos, mi amor. Por eso me parte el alma verte así tan venido a menos, tan amargado, cuando podrías estar haciendo grandes cosas.

—¿Cosas como qué? —preguntó él, enfadado—. ¿Cosas como qué?

—No sé, podrías estar estudiando filosofía de la mente, alta política internacional. Podrías estar cultivando la mente superdotada que Dios te dio. Yo solo quiero que seas feliz, feliz como una lombriz.

Él se rio, haciendo un gesto cínico.

—Vuelve a Lima, mi cielo —dijo ella—. Sigue tus estudios. Termina tu carrera profesional en la universidad.

—Olvídate, mamá. No me interesa ser abogado, y menos en el Perú, donde nadie respeta las leyes.

—Qué pena me das, Joaquín. Pareces una planta marchita.

—Mamá, si vamos a hablar de plantas marchitas, por qué mejor no hablamos de tu matrimonio.

Ella parpadeó, algo nerviosa.

—Mi relación con tu papá es un tema muy aparte —dijo.

—Mamá, admítelo, tu matrimonio es un fracaso.

—Todavía lo puedo salvar —dijo ella, con una voz firme.

Él sonrió, como burlándose de ella.

—Si supieras lo que dice mi papi de ti —dijo.

—Tu papá habla tonterías cuando está con tragos —dijo ella.

—¿Sabes lo que me ha dicho? Me ha dicho que está harto de ti y que no ve la hora de separarse.

—Tu padre nunca me va a abandonar, Joaquín. Todo lo que ha hecho en la vida me lo debe a mí.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces por qué no te ha llevado al crucero?

Ella levantó los hombros, como si eso no tuviese importancia.

—Bueno, porque él necesita su relax —dijo.

—¿Quieres saber la verdad? Mi papá se ha ido de crucero con una cubana impresentable que se levantó en una discoteca.

Ella se quedó mirándolo a los ojos, sorprendida.

—No voy a permitir que me faltes el respeto de esta manera —dijo, con una voz seca, cortante—. Pide la cuenta inmediatamente y vámonos de aquí.

—Como quieras —dijo él.

Luego llamó al mozo y pidió la cuenta.

—Mamá, ¿me das la tarjeta de crédito, por favor? —preguntó.

—Ya no me provoca invitarte —dijo ella, mirando hacia el mar—. Mejor pagas tú.

Joaquín necesitaba ver a Peter. Eran las cuatro de la tarde, y Peter terminaba de trabajar a las cinco, pero Joaquín necesitaba verlo en ese momento. Por eso, dejó a su madre en el departamento y manejó hasta el Sonesta. En el camino vio a Mónica, una amiga peruana. Mónica estaba corriendo, como todas las tardes. Joaquín le hizo adiós y le mandó un beso volado. Todo sería más fácil si yo fuese una chica linda como ella, pensó. Un poco más allá, cuadró el carro y entró al Sonesta.

—Hola, Joaquincito —escuchó, y se detuvo—. Qué chico es el mundo, ¿qué haces por aquí?

Joaquín volteó y se encontró con su tía Rosita, una amiga de su madre. Rosita estaba cargando varios paquetes. Era evidente que venía de compras.

—Hola, tía —dijo él, y le dio un beso en la mejilla.

—Qué barbaridad lo alto que estás —dijo Rosita—. Tú no paras de crecer, oye.

—No, tía, hace años que no crezco —dijo él.

—Entonces debe ser que yo me estoy achicando, hijo, porque las viejas nos achicamos un centímetro al año —dijo Rosita, y se rio—. ¿Qué andas haciendo por acá?

—Huyendo de la familia, tía —dijo él, sonriendo.

—Ya me ha comentado tu mami en el círculo de los viernes que estás medio díscolo —dijo ella.

—¿Cómo está Guillermo? —preguntó él.

Guillermo y Joaquín habían estudiado juntos en el Markham. Años atrás, habían ido juntos a Reflejos y al Up and Down, las discotecas que entonces estaban de moda en Lima.

—Ay, si supieras, estoy tan preocupada —dijo Rosita—. Mi Guillermo se está dejando llevar por la bohemia, oye. Se me parte el corazón cuando lo veo llegar en estado inecuánime a la casa.

—No te preocupes, tía, esas cosas son pasajeras —dijo Joaquín, y vio a Peter saliendo del ascensor—. Sorry, tía, pero me tengo que ir —añadió.

—Si puedes, échale una cartita a Guillermo —dijo ella—. Aconséjale que la bohemia no es buen camino.

—De todas maneras, tía —dijo él—. Te prometo.

Joaquín se despidió de Rosita y se acercó a Peter.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Peter, sorprendido.

—Necesitaba verte —dijo Joaquín.

—Espérame que voy de dejar estas maletas.

Peter dejó un par de maletas en la recepción y volvió al lado de Joaquín.

—¿Te pasa algo? —le preguntó.

—¿Podemos ir a un sitio privado?

—Ahorita estoy trabajando.

—Solo cinco minutos. Por favor.

Peter miró de reojo a sus compañeros de trabajo.

—Sube al piso ocho y espérame allí —murmuró, sin mirar a Joaquín.

Joaquín entró al ascensor, bajó en el octavo piso y lo esperó unos minutos que se le hicieron largos. Peter apareció cuando Joaquín ya estaba pensando irse.

—Ven, apúrate —dijo, abriendo la puerta de un cuarto. Entraron al cuarto. Peter cerró la puerta. La cama estaba deshecha.

—Acaban de dejar libre este cuarto —dijo Peter.

Joaquín lo abrazó y le dio un beso.

—Necesito saber si me quieres —dijo.

Peter puso cara de sorprendido.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Dime que me quieres —insistió Joaquín.

—No sé. Acabo de conocerte.

Se besaron de nuevo.

—Quiero que vengas a vivir conmigo —dijo Joaquín.

—No seas loco, recién nos conocemos.

Joaquín puso una mano entre las piernas de Peter.

—Me arrechas con tu uniforme de maletero —dijo.

—Me tengo que ir a trabajar —dijo Peter.

Joaquín le bajó la bragueta y se arrodilló delante de él.

—Dime que me quieres —dijo.

—Te quiero —dijo Peter, mientras Joaquín se la chupaba.

Un rato después, Joaquín entró a su departamento y vio que su madre se había quedado dormida con el televisor prendido. Apagó el televisor. Maricucha se despertó.

—Qué barbaridad, he dormido como una bendita —dijo ella, y bostezó largamente.

Joaquín se sentó a su lado.

—Mami, lamento haber sido rudo contigo en el almuerzo —dijo.

—No te preocupes, mi hijito. No hay que llorar sobre la leche derramada.

Maricucha no era una mujer de rencores. Estaba acostumbrada a perdonar.

—¿Qué te provoca hacer, mami? —preguntó él.

—Me encantaría ir de compras —dijo ella.

—¿Quieres ir a un centro comercial?

—No, qué ocurrencia. Vamos aquí nomás, al Wong más cercano.

—Mamá, en Miami no hay Wong —dijo él, riéndose—. Esas tiendas solo existen en Lima.

—Ay, qué burra —dijo ella, llevándose una mano al pecho—. Yo pensé que Wong había en todas partes, que era una cuestión internacional.

Se alistaron, salieron del departamento y subieron al carro.

—Cuéntame qué te pareció Peter, mamá —dijo él, manejando rumbo al supermercado de Key Biscayne.

—Bueno, qué te puedo decir, me pareció un chico normal —dijo Maricucha—. La verdad que no me impresionó.

—¿Por qué?

—Apenas lo conocí un ratito, pero me pareció un chico tímido, sin personalidad.

—Ajá.

—Es un buen muchacho, pero no está a tu altura, pues, Joaquincito. Ese chico no te llega ni a los talones.

Joaquín decidió quedarse callado. No quería discutir de nuevo con su madre. Poco después, cuadró el carro frente al supermercado. Maricucha y Joaquín bajaron y entraron a hacer las compras.

—Me muero de la impresión, qué maravilla este super —dijo ella.

Luego abrió su cartera y sacó una libreta, mientras Joaquín empujaba un carro metálico.

—Esto que siento ahorita debe ser la tentación de caer en el consumismo, que es una enfermedad que el Papa condena a morir —dijo ella, suspirando.

Maricucha y Joaquín recorrieron los pasillos del supermercado. Ella echó en el carro metálico unas cajas de gelatina y dijo «esto para mi Irma, la gelatina le hace bien para el pelo y las uñas, y la pobre está quedándose medio calva», echó galletas de chocolate y dijo «esto para la bandida de la Meche, que priva por las galletitas», echó bolsas de marshmallows y dijo «esto para los hijos de la Meche, a ver si esta sabida me los bautiza por fin», echó bolsas de chocolatitos kisses y dijo «esto para la mamá de Irma, que ya está con un pie en la tumba la pobre, y para mi ahijado Winston, que es un zamarro», echó latas de caramelos y dijo «esto para Natividad, la lavandera, porque le encanta chupar caramelos cuando hace la lavandería», echó chocolates de almendras y dijo «esto para Marcelo, que me ha robado cucharitas de la platería, pero el Señor me obliga a perdonar y yo lo perdono, te perdono, Marcelo desgraciado, cholo ratero».

Esa noche, Maricucha y Joaquín se acostaron temprano porque estaban muy cansados.

—Bájame el volumen, que no puedo rezar —dijo Maricucha.

Joaquín bajó el volumen del televisor. Era medianoche. Estaba esperando que comenzase el programa de Letterman. Maricucha estaba echada a su lado. Ella no quería dormir de nuevo en el sofá de la sala. Decía que era muy duro y que el aire acondicionado le daba en la cara.

—¿Por qué no rezas conmigo la estampita del Padre? —preguntó.

Tenía una estampa amarilla con la foto del fundador del Opus Dei.

—Tú reza por mí —dijo él.

Joaquín recordó la última vez que había rezado: fue cuando se hizo un examen de sida en Miami. Antes de saber los resultados, le prometió a Dios que si no tenía sida, iba a luchar contra sus deseos homosexuales. El examen dio negativo y la promesa no duró mucho tiempo.

—Solo la estampita, no seas malo —insistió ella—. Hazlo por tu mamacita, que ya está vieja.

—Bueno, está bien, pero solo la estampita —dijo él, solo para complacerla.

Ella lo besó en la mejilla y le dio la estampa.

—Tú lee la estampita —le dijo—. Yo me acuerdo la oración de memoria.

Él prendió la luz de la mesa de noche.

—Mejor apaga la televisión para que no se cruce nuestra energía positiva con las malas vibraciones que salen de la televisión —dijo ella.

Él sonrió y apagó el televisor.

—Sentémonos, mi hijito —dijo ella—. Rezar echado no es lo mejor.

—¿Por qué?

—Porque cuando rezas echado la oración sale con poca voluntad, no sube al cielo con la misma fuerza.

—Tú debiste ser monja, mamá.

Ella sonrió y cerró los ojos. Los dos rezaron juntos la oración al fundador del Opus Dei.

—Ahora vamos a rezarle media novena a la Virgen —dijo ella.

—No, pues, mamá. No te pases.

—Media novena, mi amor. Solo media novena. No seas malito.

—Ni media novena ni tres octavos.

—No sé por qué te me habrás torcido tanto, Joaquín. De chico eras tan pero tan piadoso.

—Lo que pasa es que ya no creo en la Iglesia, mamá.

Ella abrió la boca, sorprendida.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Que ya no creo en la Iglesia —dijo él—. La Iglesia tiene que modernizarse y aceptar que está equivocada en ciertas cosas.

—¿Cómo te atreves a decir que la Iglesia está equivocada? —dijo ella, furiosa—. ¿Cómo te atreves a ser tan soberbio?

—Porque yo sé por experiencia propia que la Iglesia está equivocada en ciertas cosas.

—¿Cosas como qué?

Él no dudó un segundo.

—Cosas como la homosexualidad —dijo.

Ella hizo un gesto de asco al oír esa palabra.

—La posición de la Iglesia es muy clara —dijo—. La homosexualidad es un acto contranatura que ofende al Señor.

—Bueno, yo discrepo.

—¿Cómo que discrepas?

—La homosexualidad es algo muy natural, mamá.

—No digas sandeces, pues, hijito. ¿Cómo va a ser natural que dos hombres hagan cochinadas?

Él se sintió ofendido. Trató de mantener la calma.

—Si dos hombres se quieren, ¿por qué es una cochinada que hagan el amor? —preguntó.

—Dos hombres no pueden hacer el amor, Joaquín. Amor existe solo entre un hombre y una mujer. No puedo creer lo torcida que está tu mente.

Él odió a su madre. Tuvo ganas de echarla de su casa.

—Eres una intolerante, una homofóbica —le dijo.

—¿Una qué? —preguntó ella, desconcertada.

—Una homofóbica.

—Ay, qué disparate, mi amor. Yo soy un poquito claustrofóbica con los ascensores y con los aviones, pero nada más.

—No puedo hablar con ignorantes como tú. Hasta mañana, mamá.

Joaquín salió del cuarto, bajó la temperatura del aire acondicionado para que su madre tuviese mucho frío, y se echó en el sofá cama. Escuchó truenos. El hombre del clima había dicho en la televisión que esa noche iba a haber tormenta.

Joaquín se había quedado solo. Su madre se había ido a misa de diez. Él estaba caminando desnudo por el departamento cuando sonó el teléfono. Contestó.

—Hola, Joaquín. Acabo de regresar del crucero. Estoy en el Sonesta.

—Hola, papi. ¿Cómo te fue?

—Cojonudo. Estoy como nuevo, reencauchado.

—Cuánto me alegra.

—Charitín y yo hemos culeado como dos pichoncitos de luna de miel. Cache y cache y cache, qué manera de tener físico la condenada. Yo tengo buen aguante, pero esta cubana es de mamey.

Se rieron.

—No te preocupes, muchachón —dijo Luis Felipe—. Ya he hablado con ella para que cuando yo me regrese a Lima, tú te encargues de tenérmela bien afinadita.

—Caray, no estaría mal.

—Es una bestia para cachar la cubana, y mira que yo no soy ningún principiante, ah. Yo he llegado a meterme ocho polvos en una noche.

—Supongo que no fue con mi mami, ¿no?

Luis Felipe se rio.

—No, con la vieja no culeo hace siglos —dijo—. Ella se acuesta feliz con sus estampitas de los santos. La vieja ya debe haber dormido con todo el santoral.

—A propósito, mami durmió anoche en mi departamento —dijo Joaquín.

Lo dijo con una voz distraída, como si no tuviese mucha importancia.

—No me cojudees, muchacho —dijo Luis Felipe.

—En serio. Mami llegó a Miami el día que te fuiste al crucero.

—Vieja ladilla, no me deja descansar tranquilo, carajo.

—Llegó de sorpresa. Se apareció así sin avisar.

—Beata de los cojones. ¿No le habrás dicho nada de Charitín, no?

—No, papi, cómo se te ocurre. No le he dicho ni una palabra de Charitín.

—¿Seguro?

—Por supuesto.

—¿Y para qué carajo ha venido la vieja?

—Dice que para salvar su matrimonio.

Luis Felipe soltó una carcajada.

—Esta arpía no me va a dar el divorcio jamás —dijo—. Los maricones del Opus Dei le han metido en la cabeza que tiene que salvar su matrimonio, y tu madre es más terca que una mula jijunagrandísima.

—La verdad, papi, yo veo bien difícil eso de la separación, a menos que tú te vayas de la casa, claro.

—Ni que yo fuera un gran cojudo, hombre. Eso es justamente lo que quieren los maricones del Opus Dei, que ella se quede con la casa para que después se la deje al Opus Dei, como hizo la loca de Manuelita Gutiérrez, que le dejó al Opus Dei una mansión de la gran puta en la avenida Pardo.

En ese momento, tocaron la puerta del departamento.

—Está llegando mi mami —susurró Joaquín.

—Vieja ladilla —dijo Luis Felipe—. No le digas que he llamado, ¿okay?

Okay.

Colgaron. Joaquín abrió la puerta. Era Maricucha. Tenía puesto un vestido blanco y un sombrero rojo.

—He rezado toda la misa para que te regreses conmigo a Lima —dijo, sonriendo.

Él sonrió y le dio un beso en la mejilla.

—Me llamó mi papá —le dijo.

Ella se llevó una mano al pecho.

—¿Te llamó del barco? —preguntó, bastante nerviosa.

—No —dijo él—. Ya regresó a Miami.

Ella abrió su cartera, sacó una pastilla y se la llevó a la boca.

—Para calmar los nervios —dijo, y se tragó la pastilla—. ¿Y dónde está tu papá?

—En el Sonesta, con la cubana —dijo él—. Dice que la copetinera esa no lo ha dejado dormir tranquilo, que han estado los dos como pichones en su nido de amor.

Ella cerró los ojos y bajó la cabeza.

—No sigas, por favor —murmuró.

—Hemos estado como dos pichoncitos de luna de miel —dijo él, imitando la voz de su padre.

—Basta, hijo —gritó Maricucha.

Un par de horas más tarde, Maricucha y Joaquín se animaron a bajar a la playa.

—Tiempo que no me ponía ropa de baño, porque a mi edad una ya no debe ir por ahí enseñando los jamones —dijo Maricucha, entrando a la playa.

—Qué jamones, mami, si estás flaquísima —dijo Joaquín.

Maricucha se había puesto una ropa de baño negra de una pieza y un sombrero de paja. Joaquín se había echado por todo el cuerpo una crema para protegerse del sol.

—¿Te acuerdas de un verano hace mil años que fuimos a la playa todos los días? —dijo ella.

—Claro —dijo él—. Me acuerdo que me llevabas a Conchán y que el mar era bravísimo.

—Y nos quedábamos horas de horas en la playa. Tanto sol nos cayó que tú te pusiste negro, negrísimo, y un día vino tu mamama Lourdes a tomar lonche a la casa y te vio así todo negro y casi se cae sentada. Me acuerdo clarito que dijo: pero qué barbaridad, este niño parece hijo de la servidumbre.

Se rieron. Caminaban por la orilla, mojándose los pies. Había poca gente en la playa. Soplaba un viento fresco.

—Yo me acuerdo que tenía un amigo salvavidas en La Herradura —dijo él.

—Claro, claro. Un cholón bien plantado. No me acuerdo cómo se llamaba.

—Elmer. Elmer Pachas.

Joaquín recordó a Elmer: era un hombre joven, moreno, corpulento. Elmer era el primero en llegar a la playa y uno de los últimos en irse. Siempre tenía puesta la misma ropa de baño: una truza negra, muy ajustada. A Joaquín le encantaba estar con Elmer en La Herradura. Corrían por la orilla, hacían planchas y abdominales, jugaban fulbito, conversaban juntos. Además, Maricucha les invitaba helados a los dos. Elmer siempre pedía Copa Esmeralda; Joaquín prefería Buenhumor. Un día, mientras caminaban por la playa, Elmer le dijo a Joaquín «no es por nada, pero tu mami es una mamacita, cómo me gustaría hacerle respiración boca a boca», y Joaquín se rio sin saber qué decir. Otro día, bañándose los dos en el mar, Elmer le dijo «cada vez que miro a tu mami, sus piernas blanquitas, su pechito rico, se me engorda la pichula, se me pone fierro, fierro». Esa tarde, al regreso de la playa, Joaquín le contó a su madre todo lo que Elmer decía de ella. Entonces Maricucha se puso furiosa y dijo «lo que pasa es que todos los cholos son igual de mañosos y sabidos, son como animalitos que no saben controlar sus instintos». Al día siguiente, cuando llegaron a La Herradura, Maricucha le dijo a Joaquín «no quiero que te juntes más con ese cholo mátalas callando», y desde entonces Joaquín dejó de ser amigo de Elmer.

—¿Tú ves lo mismo que yo? —preguntó Maricucha.

Estaba mirando a una pareja abrazada en el mar. Eran dos muchachos. El agua los cubría hasta la cintura. Estaban besándose.

—Veo a dos chicos abrazados —dijo Joaquín.

Maricucha se detuvo, se quitó los anteojos oscuros y se llevó las manos a la cintura.

—Debo estar viendo visiones —murmuró.

Joaquín sonrió.

—Mamá, no seas tan anticuada —dijo.

—Una debe ser mujer con el pelo cortito, ¿no?

—Los dos son hombres, mamá.

—Par de desvergonzados, caracho.

Entonces Maricucha se acercó a la orilla.

—Desvergonzados, amorales —gritó—. Voy a llamar a la policía.

Los muchachos se rieron a carcajadas. Ella siguió caminando por la orilla.

—El fin del mundo debe estar cerca —murmuró.

Joaquín se rio de su madre.

—¿Por qué no entramos a la piscina del Sonesta a tomar una limonadita? —sugirió.

—Ay, qué rico, tengo la garganta seca, reseca —dijo ella.

Entraron a las duchas del hotel y se quitaron la arena de los pies. Maricucha miró su reloj.

—Caracho, se me pasó el mediodía —dijo, haciendo un gesto de preocupación.

—¿Qué tenías que hacer? —preguntó Joaquín.

—Rezar el ángelus, pues —dijo ella.

Sin perder tiempo, salió de la ducha y cogió del brazo a su hijo.

—Recemos el ángelus por las almas de estos dos pobres chicos —le dijo.

Maricucha y Joaquín rezaron tres avemarías cerca de las duchas del Sonesta. Estoy seguro que nunca antes alguien ha rezado un ángelus aquí, pensó él. Luego subieron a la piscina del hotel y pidieron dos limonadas en el bar.

—Creo que mi papi está echado al otro lado de la piscina —dijo Joaquín.

—¿Tu papá? —preguntó Maricucha, sorprendida.

—Ajá —dijo Joaquín—. Me parece.

Luis Felipe y Charitín estaban tomando sol al otro lado de la piscina.

—Vamos a acercarnos, porque yo estoy cada día más ciega —dijo Maricucha.

—Mejor lo llamamos más tardecito, mami —dijo Joaquín—. Me parece que mi papi no está solo.

—No, no, vamos a darle una sorpresita —insistió Maricucha—. Seguro que se va a alegrar de vernos.

Maricucha y Joaquín se acercaron a Luis Felipe. Echado en una colchoneta, Luis Felipe parecía estar durmiendo. A su lado, Charitín también parecía dormida. Maricucha sacó la cañita de su limonada y la metió en una de las orejas de su esposo. Luis Felipe se rascó la oreja sin abrir los ojos. Ella metió la cañita una vez más. Entonces Luis Felipe se despertó.

—Caray, qué sorpresa, ¿qué hacen aquí? —dijo.

Se sentó en la colchoneta. Miró de reojo a Charitín. Forzó una sonrisa.

—Vinimos a tomar una limonadita y Joaquín te vio —dijo Maricucha, con una voz muy dulce.

—Yo le dije a mi mami que mejor te llamábamos más tarde —dijo Joaquín, como disculpándose.

—¿No me vas a dar un besito? —dijo Maricucha—. ¿No me vas a decir bienvenida a Miami?

Luis Felipe se puso de pie y besó a Maricucha sin muchas ganas.

—Vamos a tomar algo —dijo—. Me muero de sed.

—¿Quién es la señorita? —preguntó Maricucha, señalando a Charitín—. No me la has presentado.

Luis Felipe puso cara de sorprendido.

—¿A quién te refieres? —preguntó.

—A tu amiga, pues —dijo Maricucha.

—No es mi amiga, ya quisiera yo conocerla —dijo Luis Felipe.

Luego le dio la espalda a su esposa y caminó hacia el bar. Maricucha pasó al lado de Charitín y la miró de arriba abajo.

—Chuchumeca desvergonzada, te voy a denunciar a la policía —murmuró, y siguió caminando.

Poco después, Maricucha, Luis Felipe y Joaquín se reunieron en el bar de la piscina.

—Salud por este encuentro familiar —dijo Luis Felipe, levantando su trago.

—Salud —dijo Joaquín.

Maricucha levantó su limonada.

—Salud —dijo, a regañadientes.

Luis Felipe tomó un trago y se tiró a la piscina.

—Está riquísima —gritó.

—Viejo verde, sinvergüenza —murmuró Maricucha.

Después de bañarse en la piscina, Luis Felipe subió a cambiarse a su habitación. Maricucha y Joaquín se quedaron esperándolo en el bar de la piscina. Charitín seguía echada en la colchoneta.

—Espérame un ratito, que voy a hablar una palabrita con la muchacha de enfrente —dijo Maricucha.

—Mamá, por favor, déjala tranquila —dijo Joaquín.

—Tengo que aconsejarla para que rectifique el mal camino, mi amor —dijo Maricucha.

Luego se puso de pie y se acercó a Charitín. Joaquín la siguió.

—Señorita, perdone que la interrumpa, pero desearía hablar con usted —dijo Maricucha, sentándose en la colchoneta donde había estado echado Luis Felipe.

Charitín permaneció con los ojos cerrados. Maricucha la cogió del brazo.

—Oiga, señorita, le estoy hablando —le dijo.

Charitín abrió los ojos y puso cara de desconcertada.

I don’t speak Spanish, lady —dijo.

—No te hagas la pánfila, pues, hijita, que tienes un inglés bien masticado —dijo Maricucha.

—Eso lo dice por envidiosa, porque seguramente usted no habla ni medio carajo de inglés —dijo Charitín.

—Vaya, ya aprendiste a hablar castellano bien rapidito —dijo Maricucha.

Charitín tenía desabrochada la parte superior de su ropa de baño.

—Ciérrame la ropa de baño, papi —le dijo a Joaquín.

—Cómo no, encantado —dijo él.

—Mejor yo te ayudo, hijita —dijo Maricucha—. No quiero que me lo corrompas a mi Joaquín.

Cogió la ropa de baño de Charitín y la abrochó por detrás. Charitín se sentó en la colchoneta y se secó el sudor de la frente.

—Buena pechuga se maneja Juana la cubana —murmuró Maricucha, en tono burlón.

—¿En qué la puedo servir, lady? —dijo Charitín.

Maricucha se quitó los anteojos oscuros.

—Mira, muchachita, te voy a dar un consejo —dijo, bajando la voz, mirando a Charitín a los ojos—. No te metas con hombres casados, ¿ya? Eso no es de mujeres decentes.

—Oiga, lady, esto ya es un abuso de su parte —dijo Charitín—. Primerísimamente, yo a usted no la conozco, y no sé con qué cuajo viene a darme estos tips.

—Oye, chuchumeca pelopintado (y perdóname que te hable así, hijita, pero eso es lo que eres), ¿tú con quién crees que estás hablando, ah?, ¿tú crees que yo no sé que has estado en intimidades con mi marido?, ¿tú crees que yo no estoy enterada del crucero que le has hecho pagar al zamarro de mi marido? —dijo Maricucha.

—Para que usted se lo vaya sabiendo, yo a su maridito no lo conozco —dijo Charitín.

Luego se puso de pie y se enrolló una toalla en la cintura.

—Sí, sí, mejor tápate los jamones, que se te ve todita la celulitis —le dijo Maricucha.

—Por algo su marido buscará mujeres jóvenes y bien dotadas como la que habla —dijo Charitín—. Seguramente usted es una vieja frígida que ya no le procura ninguna excitación sensual.

Maricucha soltó una carcajada.

—Rebuscadita había sido la chuchumeca esta —dijo—. Yo seré frígida, pero eso tiene cura, hijita. En cambio tú eres una puta, y eso no tiene cura.

Charitín no contestó. Haciendo un gesto de desprecio, le dio la espalda y se fue caminando hacia la playa.

—Nunca te metas con estas mujeres, mi amor —le dijo Maricucha a Joaquín—. Estas sinvergüenzas solo buscan la fornicación por el placer en sí, no por el milagro de la reproducción.

—¿De qué carajo me sirve llegar a los ochenta años si no puedo comer una rica hamburguesa? —dijo Luis Felipe, y mordió su hamburguesa doble.

A pesar que a Maricucha y Joaquín no les gustaban las hamburguesas, Luis Felipe había insistido en ir a un McDonald’s.

—Cuando te dé un patatús por la cantitad de grasa que comes, yo voy a ser la primera en reírme, Luis Felipe —dijo Maricucha.

—Yo sé muy bien que tú vas a ser la primera en festejar, mujer —dijo Luis Felipe—. Tú y tus amigos del Opus Dei van a hacer un lonche el día que yo me muera.

Maricucha soltó una carcajada.

—Luis Felipe, por favor, no hables así delante de nuestro hijo —dijo.

—Hazme el favor, mujer, nuestro hijo ya es un tremendo manganzón —dijo Luis Felipe.

Joaquín sintió que su padre seguía furioso con él. Sintió que cuando le decía manganzón, en realidad quería decirle huevón, maricón.

—Además, no me gusta que hables mal de la Obra —dijo Maricucha.

Luis Felipe movió la mandíbula.

—¿De qué obra me estás hablando? —preguntó—. ¿De una obra de arte? ¿De una obra de construcción?

—No te hagas el tonto, pues, Luis Felipe —dijo Maricucha—. Tú sabes muy bien que cuando hablo de la Obra, me refiero al Opus Dei.

Luis Felipe solía ponerse de mal humor cuando su mujer hablaba del Opus Dei.

—Mira, mujer, te voy a pedir un favor —dijo—. Delante mío no vuelvas a decir la Obra, ¿okay? Di el Opus Dei, ¿ya? Me hinchas soberanamente las pelotas cuando dices la Obra con tu carita de beata de los cojones.

Luego le dio un gran mordisco a su hamburguesa. Un pedazo de carne se le resbaló y cayó en el azafate de plástico.

—Me cago en Dios —dijo, y golpeó la mesa.

Maricucha soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Luis Felipe.

Joaquín no pudo aguantarse la risa.

—¿De qué te ríes tú también? —preguntó Luis Felipe.

—De nada —dijo Joaquín.

—Tremendo manganzón riéndose como un baboso con sus papitas fritas porque la hamburguesa le da asco —dijo Luis Felipe, haciendo un gesto de desprecio.

Una vez más, Joaquín sintió que odiaba a su padre. Maricucha continuó riéndose. La cara se la estaba poniendo roja de tanto reírse.

—Malaya la hora que me casé con una beata —dijo Luis Felipe—. Debí casarme con la gringa Maddie.

—No debería repetir, pero me han chismeado que la pobre Maddie está con problemas de alcoholismo —dijo Maricucha.

—Yo francamente prefiero estar casado con una mujer que se toma sus whiskachos, que con una beata que se pasa la vida con sus amigos maricones y sus amigas marimachas del Opus Dei —dijo Luis Felipe.

Entonces Maricucha se puso seria y miró severamente a su esposo.

—Los miembros de la Obra no son maricones ni marimachas, Luis Felipe —dijo—. No hables así, que Dios te va a castigar.

—Tremendos rosquetes que son esos numerarios o supernumerarios o como carajo se llamen, todos metiditos en la misma casa —dijo Luis Felipe—. Ya me imagino las orgías que se armarán allí adentro.

Maricucha movió la cabeza, indignada.

—Hablas mal de los miembros de la Obra porque quedaste manchado frente a ellos —dijo.

Luis Felipe se rio de un modo algo forzado.

—No digas cojudeces, pues, mujer —dijo.

—Tú sabes muy bien a qué mancha me refiero, Luis Felipe —dijo Maricucha.

—¿Alguien quiere una cocacolita más? —preguntó Joaquín, tratando de cambiar de tema.

—Dale con tu maldita mancha, carajo —dijo Luis Felipe—. Ya te he dicho mil veces que esa Angela se hacía la monja canonizada, pero en el fondo bien que le picaba la chucha.

—Tú la corrompiste —dijo Maricucha, levantando la voz—. Tú arruinaste su vida. Por tu culpa, Ángela tuvo que dejar la Obra. Ahora está deshecha la pobre.

—¿Seguro que nadie quiere una cocacolita más? —insistió Joaquín.

—No digas cojudeces, mujer —dijo Luis Felipe—. Yo no la violé. A ella bien que le gustó.

—Tú la corrompiste a la pobre Ángela, y cuando ella contó todo, tu reputación quedó por los suelos frente a los miembros de la Obra —dijo Maricucha—. Por eso te empeñas en hablar mal de ellos, porque no eres capaz de vivir una vida de santidad como ellos.

Luis Felipe se rio con un aire de arrogancia.

—Cojudeces —dijo—. A mí ser santo me importa tres carajos. Yo lo que quiero es disfrutar de la vida. Yo no quiero clavarme espinas en el culo para ser santo.

—Contigo no se puede hablar, Luis Felipe, porque todo lo llevas al terreno de la vulgaridad —dijo Maricucha.

—Bueno, si no te puedes rebajar a hablar conmigo, ¿por qué no te vas a vivir con las marimachas del Opus Dei? —preguntó Luis Felipe, levantando la voz.

—Porque quiero salvar mi matrimonio y salvar tu alma —dijo Maricucha—. Porque quiero que purifiques tu alma manchada.

—¿O sea que tú no estás manchada? —gritó Luis Felipe—. ¿O sea que tú no estás manchada?

Cogió el frasco de ketchup, lo apuntó en dirección a su esposa y lo apretó con fuerza. Un poco de ketchup salió disparado y cayó en el pecho de Maricucha.

—Ahora ya estás manchada —dijo Luis Felipe, riéndose—. Ahora todos estamos manchados.

Mientras Maricucha se limpiaba el vestido con una servilleta de papel, Luis Felipe prendió un cigarrillo.

—Una esposa beata y un hijo maricón —murmuró—. Qué mala suerte, carajo. Cómo no me casé con la gringa Maddie.

—Está sonando el teléfono, mi amor —dijo Maricucha—. Despiértate. Contesta.

Joaquín abrió los ojos y escuchó el timbre del teléfono. Al regresar del McDonald’s, se habían quedado dormidos escuchando un disco de Edith Piaf.

—Contesta, mi amor —dijo ella—. Debe ser tu papá que está arrepentido.

Joaquín contestó antes que la grabadora.

—Hola, hijo, ¿qué estaban haciendo?

Era Luis Felipe. Tenía voz de arrepentido.

—Nada, estábamos descansando —dijo Joaquín, y prendió el televisor.

—Oye, creo que estuve algo malcriado con tu madre, ¿no?

—Bueno, sí, tal vez.

Maricucha cogió el control remoto y cambió de canales hasta que encontró el canal en español.

—Cristina —gritó, sonriendo, y subió el volumen.

—Oye, estoy aquí en el balcón de mi cuarto tomándome un traguito y viendo la puesta del sol, y se me ocurrió que de repente tienen ganas de caerse un rato para conversar —dijo Luis Felipe.

—Claro, suena bien —dijo Joaquín.

—¿O ustedes tenían algún plan?

—No, papi, ningún plan.

—Entonces cáiganse por acá cuando les provoque. Podemos pedirnos unos drinks y unos quesitos.

—Perfecto. En un ratito vamos para allá.

—Los espero entonces.

Colgaron.

—Dice mi papi que vayamos a su cuarto a comer bocaditos —dijo Joaquín.

Maricucha sonrió.

—Ya sabía que se iba arrepentir —dijo—. Tu papá no cambia.

—Pero hazte la resentida, pues, mami. No lo perdones tan rápido. Si no, te va a seguir tratando mal.

—El primer deber de un cristiano es saber perdonar a su prójimo, amor —dijo Maricucha.

Luego se puso sus zapatos, fue a la cocina y abrió la refrigeradora.

—Ay, qué horror, mi hijito, yo pensé que tú eras abstemio —gritó.

—No, mami, es el trago que compré para mi papá —dijo él, saltando de la cama.

—Vamos a botar ese veneno ahorita mismo —dijo ella.

Sacó las cervezas y empezó a vaciarlas en el lavadero.

—Mamá, no seas arrebatada —dijo él, riéndose.

—¿Tú quieres a tu padre, Joaquín? —preguntó ella, muy seria.

—Supongo que un poquito —dijo él.

—Entonces no puedes darle veneno —dijo ella, y siguió botando las cervezas al lavadero.

—El trago no es veneno, mamá —dijo él.

—Mi amor, el trago es una cosa maligna que pone brutos a los hombres y los convierte en animales —dijo ella—. El trago es la perdición de tu papá.

No bien terminó de vaciar las cervezas en el lavadero, comenzó a botar el vino.

—El vinito mejor no lo botes —dijo él—. Aunque sea tomemos una copita entre los dos.

—Pero a mí el vino me da un sueño sofero.

—Ay, mamá, qué aguada eres.

Se quedaron callados. Se miraron a los ojos.

—Ahora que lo dices, qué tentación —dijo ella.

—Hagamos un brindis —dijo él.

—Bueno, ya que insistes.

Él sirvió dos copas de vino.

—¿De verdad crees que mi papá es alcohólico? —preguntó.

—Alcohólico, paranoico y esquizofrénico.

—Bueno, salud por el esquizofrénico.

Chocaron sus copas. Tomaron un poco de vino.

—Una pizca nomás, porque el trago te baja las defensas morales y te hace caer en las tentaciones —dijo ella.

Luego se arreglaron, salieron del departamento y bajaron al carro. Hacía un calor sofocante. Los asientos quemaban. Había mosquitos por todas partes.

—No hay nada como el clima templadito de mi Lima querida —dijo ella.

Joaquín salió manejando del edificio, se detuvo en el Seven-eleven y compró el periódico.

—A ver fíjate si hay alguna novedad del Perú —le dijo a su madre.

Maricucha ojeó la primera página del diario Las Americas.

—Estalla coche bomba en Lima, tres muertos, doce heridos —dijo.

—¿Cuándo vas a entender que en Lima ya no se puede vivir, mami? —dijo Joaquín.

Un rato después, Maricucha y Joaquín llamaron a la puerta de una habitación del Sonesta. Luis Felipe no tardó en abrir la puerta. Estaba en ropa de baño. Olía a trago.

—Adelante, adelante —dijo, sonriendo—. Qué bueno que se animaron a venir.

Maricucha y Joaquín pasaron al cuarto.

Luis Felipe besó a su esposa en la mejilla, como pidiéndole disculpas.

—Salgamos al balcón, que está fresquito —dijo.

Los tres salieron al balcón. Se veía el mar turquesa de Key Biscayne y, a lo lejos, un par de embarcaciones.

—Qué preciosura de vista —dijo Maricucha.

—Deberíamos tomarnos unas fotos —dijo Luis Felipe.

—Ay, qué buena idea —dijo Maricucha.

—Voy a traer la cámara —dijo Luis Felipe, y entró al cuarto.

Le encantaba tomar fotos cuando estaba medio borracho. Joaquín se acercó a su madre.

—Tienes razón, mi papi es un esquizofrénico —le dijo, bajando la voz—. Ahora se ha convertido en un angelito.

—En el fondo tu papá es un hombre buenísimo —dijo ella—. Lo que pasa es que tiene muchas tensiones.

—Está medio zampado, ¿no?

—Qué vamos a hacer, pues, hijito, hay que perdonarle sus vicios.

Luis Felipe regresó al balcón con una cámara de fotos.

—Después de todo, somos una familia unida, y nos vamos a mantener monolíticamente unidos hasta el final —dijo, sonriendo.

—Hasta el final —dijo Maricucha.

—A ver, hijo, tómanos una foto a tu madre y a mí —dijo Luis Felipe.

—Claro, papi, encantado —dijo Joaquín.

Luis Felipe le dio la cámara y abrazó a Maricucha.

—Treinta años de casados, cómo pasa el tiempo, carajo —dijo.

—Ay, Luis Felipe, no digas tantos ajos —dijo ella.

—Treinta años y todavía te quiero como al principio —dijo Luis Felipe—. Eres una vieja fregada, pero todavía te quiero, Maricuchita.

Entonces trató de darle un beso.

—Aj, estás beodo —dijo ella.

Luis Felipe besó a Maricucha en la mejilla.

—Qué jodida eres, mujer, qué difícil te pones —le dijo—. Por eso te quiero tanto, porque te me haces la estrecha.

—Ay, Luis Felipe, qué barbaridad —dijo ella, riéndose—. No digas esas groserías delante de nuestro hijo.

Joaquín estaba observándolos a través de la cámara de fotos.

—Ya, pues, hijito, toma las fotos —le dijo Maricucha.

—Espérate que voy a dejar el trago —dijo Luis Felipe—. Un señor nunca sale chupando en una foto.

Luego dejó su trago y abrazó a Maricucha. Joaquín les tomó un par de fotos.

—Ahora una foto los tres juntos —gritó Luis Felipe.

Maricucha se rio a carcajadas.

—Ay, Luis Felipe, cómo se nota que estás pasado de copas, quién va a tomar la foto, pues —dijo.

—Esta máquina toma fotos solita, vieja —dijo Luis Felipe.

—No lo puedo creer —dijo Maricucha, sorprendida—. Qué barbaridad cómo avanza la ciencia.

—Te voy a suscribir a Selecciones para que te mantengas al día —dijo Luis Felipe.

—Primero déjame consultarle a mi guía espiritual —dijo Maricucha—. Una nunca sabe por dónde se cuela el demonio a un hogar cristiano.

Selecciones es una revista muy moral, mujer, no tiene calatas ni nada —dijo Luis Felipe, alistando la cámara—. Listo, todos sonrían —gritó.

Luego corrió y abrazó a Maricucha y Joaquín. Los tres sonrieron y escucharon click.

No bien llegó a su departamento, Joaquín abrió la maleta de su madre. La maleta olía a perfumes de señora. Sacó las blusas, las faldas, los vestidos. Olió cada prenda. Sacó la ropa interior de su madre. Se desnudó.

Si fuese mujer, sería putísima, pensó.

Estaba solo en su departamento. Sus padres se había quedado en el Sonesta. Se miró en el espejo.

Lo único que les agradezco a mis padres es haberme dado un buen poto, pensó.

Se puso uno de los calzones de su madre. Se miró en el espejo. Lamió su imagen en el espejo.

Necesito un hombre que me haga feliz, pensó.

Sonó el teléfono. Se asustó. Corrió en calzón. Contestó.

—¿Aló?

—¿De dónde me has sacado esa voz tan graciosa, mi hijito?

—Mami, qué sorpresa.

—¿Te he sacado del baño?

—No, estaba leyendo.

—Sí, pues, tú siempre has sido el intelectual de la familia. Oye, Joaquincito, te llamaba para avisarte que me voy a quedar a dormir con tu papá.

—Caray, cuánto me alegra.

—Tu papá me ha insistido para que me quede.

—Claro, perfecto.

—¿No quieres venir a comer un chifita con nosotros?

—Mamá, por favor, no me hables de comida. Estoy llenísimo.

—Dime que me vas a extrañar, mi hijito.

—Te voy a extrañar, mamá.

—Ahora ya puedo dormir tranquila —dijo ella, y colgó. Joaquín colgó el teléfono y entró al baño. Se pintó los labios con el esmalte de su madre. Besó su imagen en el espejo. Dejó una mancha roja. Fue al teléfono y llamó a Peter.

—Necesito que vengas —le dijo.

—¿Ha pasado algo malo? —preguntó Peter.

—Ajá.

—¿Qué ha pasado?

—Te extraño horrores.

Peter se rio.

—Eres una loca perdida —dijo.

—Perdidamente enamorada de ti.

—No digas cojudeces.

—¿Vas a venir o no?

—No sé, estaba viendo televisión, pensaba pedirme una pizza.

—Si vienes, te cocino delicioso y hago lo que me pidas.

—¿Lo que yo te pida?

—Lo que tú me pidas.

—Bueno, voy para allá.

Colgaron. Joaquín se puso un sostén de su madre. Los copos se veían arrugados. Los rellenó con papel higiénico. Luego se echó espuma en las piernas y se afeitó los vellos.

Recién vas pareciendo una señorita, pensó.

Se maquilló, se puso un vestido negro y se miró en el espejo.

Regia, pensó. Pasarías por una chica del Villa María.

Luego fue a la sala y puso un disco de Edith Piaf. Cerró la maleta, se sirvió una copa de vino y se sentó a esperar a Peter. Un rato después, sonó el timbre. Abrió la puerta. Peter se rio.

—¿Qué te has hecho, huevón? —preguntó, sorprendido.

Joaquín lo besó en los labios.

—Esta noche dime Edith —dijo.

A la mañana siguiente, Joaquín se despertó cuando Peter ya se había ido. Sin ganas de levantarse, prendió el televisor y se quedó viendo uno de los noticieros de la mañana. No tenía interés en lo que decían. Solo se fijaba en las corbatas, los anteojos, los aretes, los vestidos de las personas que salían en la televisión. Poco después, apagó el televisor. Se levantó perezosamente y abrió las ventanas. Había salido el sol. Recogió la ropa de su madre y la guardó en la maleta. Estaba arrepentido de haberse vestido de mujer la noche anterior. Lentamente, se puso una ropa de baño, un sombrero y crema para protegerse del sol. Bajó a la playa. Pequeñas lagartijas huyeron a su paso. Comenzaba a quemar el sol. La arena estaba caliente. Tuvo que correr para no quemarse los pies.

Mojó sus pies en la orilla. El agua estaba tibia. Entró al mar. Sintió cómo se humedecían sus piernas afeitadas, sus testículos, su barriga. Se arrodilló en la arena. El agua apenas se movía. Unas olas muy leves acariciaban su cuerpo. Se bajó la ropa de baño. Sintió su sexo libre, meciéndose en el mar tibio. Cerró los ojos. Recordó una mañana en el mar de Boca Chica, República Dominicana. Aquella vez, había entrado al mar un buen trecho sin perder piso, y estaba espiando a las parejas que se besaban, cuando un muchacho delgado y moreno se le acercó sonriendo y le dijo «buenas, míster, no se quede mucho rato en el agua porque el mar está sucio de tanto chingar la gente», y Joaquín le dijo «disculpe, pero yo no soy de aquí, ¿qué significa chingar?», y el moreno se rio y dijo «chingar es emparejarse, pues, hacer el acto de penetración sexual, aquí en estas mismas aguas no se imagina usted tantísima gente que ha chingado, ahorita mismo usted ve a tantas parejas de amorosos por allá lejos que están chingando de no creer», y Joaquín sonrió y dijo «¿o sea que se chinga mucho acá en Santo Domingo, ah?», y el moreno dijo «acá el único dominicano que no chinga es el presidente, que está viejo y ciego de los ojos, todos los demás chingamos de no creer», y Joaquín dijo «qué suerte, caramba, qué envidia», y el moreno, siempre sonriendo, dijo «¿ve esas carpas allá?, allá la gente se mete a chingar, si quiere yo le puedo enseñar», y Joaquín dijo que le parecía una buena idea, y los dos salieron del mar y antes de entrar a una de las carpas que había en la playa, el moreno dijo «hay que pagar cuarenta pesos para ver cómo se chinga acá», y Joaquín le dio la plata, y entraron a una carpa, y el moreno corrió el cierre de la carpa, se bajó la ropa de baño y le enseñó su sexo, y Joaquín se echó de espaldas, y el moreno le hizo el amor como si estuviese bailando un merengue.

—Chíngame, negro pendejo —dijo Joaquín, antes de eyacular en el mar.

Cuando volvió de la playa, Joaquín vio que el número uno brillaba en la grabadora del teléfono. Apretó el botón de la grabadora y escuchó.

—Aló, soy tu mamita, mi amor. Ay, Dios santísimo, yo no entiendo estos teléfonos con voz. ¿Estás ahí o no estás ahí? ¿Qué hago, Luis Felipe? ¿Sigo hablando? Bueno, mi hijito, quería avisarte que tu papá y yo nos regresamos a Lima esta tarde y nos encantaría almorzar contigo, o sea que danos una llamadita para ver cómo nos arreglamos. Chaucito, pues. Besos y apachurrones de tu mami.

Joaquín descolgó el teléfono y llamó al cuarto de sus padres en el Sonesta. Luis Felipe contestó.

—Papi, hola, soy yo.

—Carajo, qué decepción. Yo pensé que me estaba llamando Charitín.

Se rieron.

—Quería hablar con mi mami. Ella me llamó más temprano.

—La vieja no está, Joaquín. Se fue a misa de nueve.

—Claro, debí sospecharlo.

—Se ha levantado feliz la vieja. Se puso a hacer sus ejercicios de Jane Fonda que me parten los cojones, porque una cosa es ver al hembrón de Jane Fonda moviendo el culito y otra cosa muy distinta es ver a la vieja saltando en bata como un fantasma.

Se rieron.

—Y todo porque ayer le medí el aceite a la vieja —continuó Luis Felipe—. Ya le tocaba su cambio de aceite, pues. Si no le hago el favor de vez en cuando, la vieja se pone jodida, regañona. Alguien se tiene que sacrificar para tener un poquito de armonía en la familia, ¿no es cierto?

Joaquín soltó una carcajada. Su padre le parecía cínico, vulgar, pero, a veces, también gracioso.

—¿A qué ahora viajan? —preguntó.

—Esta tarde en el American de las cinco —dijo Luis Felipe—. Parece mentira, pero ya extraño la tensión de Lima.

—Increíble.

—Oye, muchacho, quiero pedirte un favor.

—Dime, papi, lo que quieras.

—Quiero despedirme de Charitín, ¿tú me entiendes?

—Perfectamente.

—Y estoy jodido porque la vieja se me ha instalado acá en el cuarto. Si tú me das una mano, yo le digo a la vieja que tengo que ir al banco, me voy a tu departamento y me encuentro allí con Charitín. Ella está esperando mi llamada con la chuchita perfumada.

—Ningún problema, papi. Cuenta con el departamento.

—Sería cuestión de una hora nomás.

—Todo el tiempo que quieras, papi.

—Cojonudo, muchacho. Me sacas de un problema, porque no puedo irme de Miami sin despedirme de ese lomazo como se debe.

—Yo estoy saliendo ahorita y te dejo las llaves con el portero. Después te espero en el Sonesta con mi mami.

—Perfecto. Cojonudo.

—Entonces quedamos así.

—Oye, muchacho, una cosita más, disculpa la conchudez de tu viejo.

—Dime, papi.

—¿Tendrás unos condones que me prestes?

Joaquín se rio.

—Claro, tengo una caja nuevecita —dijo.

—Así no pierdo tiempo yendo a la farmacia.

—Yo te dejo los condones en un lugar a la mano.

—Ojalá que me queden nomás, porque yo soy talla extra large —dijo Luis Felipe, y soltó una carcajada.

Después de hablar por teléfono con su padre, Joaquín se puso ropa deportiva, le dejó sus llaves al portero y fue corriendo al Sonesta para hacer un poco de ejercicio. Él salía a correr todas las mañanas. Le gustaba salir a correr. A veces pensaba que el Perú sería un mejor país si más gente saliese a correr todos los días. Se había acostumbrado a correr desde que tenía doce años. A esa edad, corría por las calles de Chaclacayo con su instructor de gimnasia, el profesor Vilca. Todas las tardes después del colegio, se ponía su camiseta de la selección peruana de fútbol y corría con el profesor Vilca desde Los Cóndores hasta el club El Bosque, ida y vuelta. Cuando cumplió trece años, el profesor Vilca le regaló el disco de Rocky y le dijo «Rocky es la mejor película que he visto en mi vida, lejos mejor que Tiburón o Terremoto, Rocky tiene un mensaje que me ha hecho tirar moco». Esa noche, Joaquín escuchó el disco de Rocky varias veces y pensó que era una música linda, emocionante. Unos días después, el profesor Vilca le dijo a Maricucha «señora, quiero llevar al campeón a ver Rocky en el cine Perú de Chosica», y a ella le pareció una excelente idea. El fin de semana siguiente, Maricucha los llevó al cine, les compró las entradas y le dijo a Vilca «profesor, si hay alguna escena inapropiada, le tapa los ojos al muchacho». Entonces Vilca sonrió y dijo «no se preocupe, señora, Rocky es un peliculón». Tras despedirse de Maricucha, Vilca y Joaquín entraron al cine y se sentaron en una de las filas de adelante. Cuando comenzó la película, Vilca aplaudió y gritó «yes, Rocky, yes», y Joaquín se sintió un poco avergonzado. Después, Vilca se pasó toda la película hablando, moviéndose, dándole consejos a Rocky, diciéndole «dale, pégale fuerte, no te dejes, tú puedes, Rocky, tú puedes, hazlo besar la lona, ponlo horizontal, miren cómo se están pegando, señores, y no se están pegando precisamente estampillas, plánchalo Rocky, acábalo de una vez, machúcalo juerte». No bien terminó la película, se paró, aplaudió y gritó «buena, Rocky, los desgranputaste a todos, tú eres el campeón». Vilca estaba llorando de felicidad. Saliendo del cine, le dijo a Joaquín para volver corriendo a la casa de Los Cóndores. Joaquín dijo que mejor no, que estaban muy lejos, pero el profesor se echó a correr tarareando la canción de la película y Joaquín se sintió obligado a seguirlo. Corrieron por la carretera central. Se fue haciendo de noche. Se demoraron más de una hora en llegar a Los Cóndores. Joaquín llegó extenuado. Cuando llegaron, Vilca lo abrazó y le dijo «buena, campeón, tú eres el Rocky de Chaclacayo». Joaquín odió a Vilca, pensó que era un idiota y que iba a vengarse de él. Esa noche, le dijo a su madre que no quería seguir tomando clases con Vilca. Ella lo miró sorprendida y le preguntó por qué, si hasta entonces había estado tan contento con Vilca, y él le dijo «porque el profesor es un mañoso, en la tarde no vimos Rocky, él devolvió las entradas y me llevó a ver una de mayores de dieciocho en el cine teatro Chosica». Unos días después, Maricucha despidió a Vilca, diciéndole «usted sabe por qué lo estoy despidiendo, profesor, pregúntele a su conciencia y ahí va a encontrar la respuesta». Vilca se fue tan rápido, tan desconcertado, que ni siquiera pudo despedirse de Joaquín. Pasaron los años. Un día, llegó a casa de Maricucha una postal navideña. En ella, Vilca contaba que estaba viviendo en California, que había llegado allá como miembro de la selección peruana de lucha libre, que se había quedado ilegalmente en los Estados Unidos, que se había casado con una americana y que estaba trabajando como instructor en un gimnasio. Luego añadía que ya tenía el green card y que solo le faltaban dos años para aplicar a la ciudadanía norteamericana. «Mándele saludos al Rocky de Chaclacayo», terminaba diciendo.

Joaquín llegó cansado y sudando al Sonesta. Entró en ropa deportiva al hotel, subió por el ascensor y tocó la puerta de la habitación donde estaban alojados sus padres.

—¿Quién es? —gritó Maricucha.

—Tu hijo, mamá —dijo Joaquín.

Maricucha abrió la puerta.

—Estoy en larga distancia con la casa —dijo, y corrió al teléfono.

Joaquín entró al cuarto. Maricucha continuó hablando por teléfono.

—Aló, Irma, ya hija, era el joven Joaquín que acaba de entrar. Bueno, como te decía, saca todos los zapatos de mi clóset y dáselos a Meche para que los limpie toditos, que me los deje bien embetunados y bien lustraditos. Tú sabes cómo me encanta volver de mis viajes y encontrar todos mis zapatos brillando. Después dile a Marcelo que me cuide mis hortensias, mis petunias y mis pensamientos, pero apunta hija, ah, no me digas sí, señora, sí, señora, y después te olvidas de todo. Dile a Marcelo que le cambie de musgo a las hortensias, que les eche su caracolicida a todas mis plantitas, que le eche un poquito de cerveza a la tierra de mis plantitas. Sí, cerveza, cerveza, ten cuidado nomás, que Marcelo es tremendo con el trago, no lo dejes solo con la cerveza, que ahí mismito se nos emborracha el sabido. Otra cosa, déjame remojando el asado en papaya. El asado, sí, ese asadito que compramos en Wong el otro día. Bueno, remójame el asado en papaya para que esté blandito para el almuerzo de mañana. Tú sabes que el señor regresa de sus viajes con un hambre de padre y señor mío. Por si acaso, anda sacando también el pollo y ponlo a marinar en un poquito de vino. Si no hay vino casero, abre nomás una de las botellas del señor, que así le hacemos un bien, hija. El pobre está alcoholizado, Irma, tenemos que hacer algo para curarlo.

—Mamá, por favor, no grites —dijo Joaquín—. Estás chillando como un papagayo.

—Bueno, hija, ya tengo que cortarte porque acá el joven Joaquín está regañándome. No te olvides de mis encargos y reza la estampita del Padre para que no se caiga el avión. Chaucito, Irma, Chaucito, pues.

Maricucha colgó el teléfono.

—Tenía que llamarla —dijo, como disculpándose.

—¿Para decirle que te deje remojando el asado en papaya? —preguntó Joaquín, sonriendo—. Eres increíble, mamá, no puedes pasarte un día sin hablar con Irma.

—Es que la quiero como a mis propios hijos, amor.

—Más que a tus hijos, dirás.

—Ay, mi hijito, estás celoso.

—No, no. En todo caso, la que debería estar celosa eres tú.

—¿Por qué, Joaquincito?

—Porque ahorita mismo mi papi te está sacando la vuelta.

Maricucha puso cara de sorprendida.

—¿Por qué me dices eso, mi amor, si justamente anoche tu papá y yo hemos tenido una linda reconciliación? —preguntó.

Él sonrió, como burlándose de ella.

—Sí, pues, mi papá me dijo que anoche te hizo el favor —dijo.

—No puedo creer que te haya dicho esa grosería —dijo ella.

Ahora estaba indignada.

—Así, textualmente, me dijo: le he hecho el favor a la vieja porque alguien tiene que mantener la armonía familiar —dijo él, imitando la voz de su padre.

—No te puede haber dicho esa canallada —dijo ella—. Tú siempre has tenido tendencia a la mentira, Joaquín.

Se quedaron callados.

—A ver, dime, ¿adónde está mi papá ahorita? —preguntó él.

—Me dijo que tenía que ir de bancos.

—Mentira, pues.

—Entonces dime adonde se ha ido —dijo ella, abanicándose con una hoja parroquial—. No me hagas una película de suspenso, Joaquín, que a mis años ya no estoy para estos ajoches.

—Papi está en mi departamento.

—¿Y qué ha ido a hacer allí?

—Quedó en encontrarse con Charitín.

—¿Quién es Charitín?

—La cubanita de la piscina, pues.

Maricucha abrió la boca, sorprendida.

—¿La chuchumeca celulítica pelopintado del otro día? —preguntó.

—Esa misma.

—¿La pechugona sinvergüenza de tres por medio?

—Esa misma.

Maricucha se puso de pie, cogió su cartera y se puso sus anteojos oscuros.

—Vamos inmediatamente a tu departamento —dijo, y caminó hacia la puerta del cuarto.

—Cálmate, mamá, no hagas una locura —dijo él, arrepentido de haber delatado a su padre.

Entonces Maricucha se detuvo, se quitó los anteojos oscuros y miró a su hijo en los ojos.

—El Señor nos enseñó a poner la otra mejilla, pero también a botar a latigazos a los mercaderes del templo —dijo.

—Comenzó el sermón de las tres horas —murmuró Joaquín, con una sonrisa burlona.

—Calla, blasfemo —dijo ella, y salió del cuarto.

Salieron del hotel caminando a pasos rápidos y llamaron un taxi.

—Mamá, no seas imprudente —dijo él—. Mejor dale una llamadita primero para evitarnos una situación embarazosa.

—Yo a tu padre lo he visto calato los últimos treinta años de mi vida, mi hijito, y a la chuchumeca esa ya la vi el otro día con todos los jamones al aire —dijo Maricucha.

Subieron a un taxi manejado por una mujer. Joaquín le dijo a la mujer la dirección de su departamento. La mujer aceleró.

—No voy a permitir que mi marido se burle de mí —dijo Maricucha—. Yo, cuando tengo que pelear por mis principios cristianos, soy una fiera.

—Todos los hombres son iguales, mañosos y resabidos —dijo la mujer que manejaba—. Problemas nomás traen.

—¿De dónde es usted, señora? —preguntó Joaquín.

—Chilena con quince años de residencia legal en este país, para servirle —dijo ella.

Maricucha suspiró.

—Ay, qué emoción —dijo—. Pensar que mi luna de miel fue en los lagos del sur de Chile.

—Bellísimos paisajes —dijo la taxista.

—Divinos, hija, divinos, pero el bruto de mi esposo no me dejaba ni salir al balcón —dijo Maricucha—. Qué barbaridad ese hombre para tener apetito carnal.

—Mañosos y resabidos le digo que son los hombres —dijo la taxista—. Todos quieren su satisfacción nomás.

—Pero los lagos, ay, qué nostalgia —dijo Maricucha.

—La usan a una y la dejan tirada después —dijo la taxista.

—Oye, hija, ¿tú sabes cómo puedo hacer para ir al programa de don Francisco? —preguntó Maricucha.

—Creo que la entrada es gratis —dijo la taxista—. Y encima regalan panes con salchicha, pañales y la revista Cristina.

—Ese don Francisco se pasa —dijo Maricucha.

Poco después, llegaron al edificio donde vivía Joaquín. Maricucha abrió su cartera y pagó el taxi.

—Gracias, mi hijita —le dijo la taxista—. Y llegue temprano a don Francisco, que la cola llega hasta Key West.

Maricucha tocó la puerta del departamento de Joaquín.

—¿Quién es? —gritó Luis Felipe.

—Abre, Luis Felipe —gritó Maricucha—. Soy tu esposa por religioso y por legal.

—Mami, no grites, no hagas escándalos —dijo Joaquín, en voz baja.

Luis Felipe abrió la puerta. Estaba sin zapatos y con la camisa abierta.

—¿Qué hacen acá? —dijo, sorprendido, al verlos—. Yo pensé que nos íbamos a encontrar en el hotel.

—¿Tú qué haces acá, sinvergüenza? —gritó Maricucha.

Luego empujó a su esposo y entró al departamento. Luis Felipe le dirigió una mirada helada a Joaquín.

—Eres una rata —le dijo.

Joaquín bajó la mirada, avergonzado. Maricucha entró al cuarto, al clóset, al baño. Buscaba desesperadamente a Charitín.

—¿Dónde está tu chuchumeca? —gritó—. ¿Dónde está?

—Estoy solo, mujer —gritó Luis Felipe—. Y deja de gritar como una histérica, carajo.

—Joaquín me dijo que estabas en intimidades con tu amiguita cubana —gritó Maricucha.

—Cojudeces, mujer —gritó Luis Felipe—. Ya te dije que no tengo ninguna amiguita cubana. Lo que pasa es que nuestro hijo está enfermo. Es un maricón. Me tiene envidia porque no es un hombre como yo.

Maricucha no pudo más. Se sentó en la cama y se puso a llorar.

—Nuestro hijo no es un maricón —murmuró.

—Sí es un maricón —gritó Luis Felipe—. Siempre fue un maricón. Ahora me lo ha demostrado una vez más.

Joaquín tenía la mirada hundida en la alfombra.

—Pero tú me dijiste que ibas de bancos, Luis Felipe —dijo Maricucha.

—Fui al banco, mujer —dijo Luis Felipe—. Fui al banco y después pasé por aquí para hacer un par de llamadas a Lima, porque del hotel sale el doble de caro.

—No puedo creer que mi hijo tenga la mente tan torcida —dijo Maricucha.

—A mí las mariconadas de Joaquín ya no me sorprenden —dijo Luis Felipe—. Vámonos de aquí, mujer. Larguémonos cuanto antes de este antro de mal vivir.

—Ay, Luis Felipe, por Dios, no hables así —dijo Maricucha, llevándose las manos al pecho.

Luis Felipe cogió a su esposa del brazo.

—Vámonos, mujer —dijo—. No le puedo ver a la cara a esta lagartija —añadió, mirando a su hijo.

Joaquín trató de sonreír. Le salió una mueca triste.

—Cuando me muera, no te voy a dejar un centavo, por maricón —le dijo Luis Felipe, y cargó la maleta de su esposa.

Luis Felipe y Maricucha salieron del departamento sin decir una palabra más. Joaquín cerró la puerta y corrió al baño. Entonces vio que había un mensaje en la grabadora del teléfono. Apretó el botón y escuchó:

—Mi cielo, soy yo, Charitín. Te llamo para pedirte mil sorrys, pero no puedo ir hoy a nuestro date por razones de mi recargado schedule de trabajo. Gracias mil por tu compañía tan polite y afectuosísima. Pasé unos días superinolvidables en tu compañía. Un besito y llámame para atrás cuando vuelvas. Bye, bye.

Esa tarde, Joaquín se despertó de la siesta sintiéndose medio atontado. Había tomado un par de Xanax antes de meterse a la cama. Se levantó y caminó al teléfono. Una luz roja marcaba el número tres en la pantalla. Escuchó los mensajes.

—Joaquín, hola, soy tu mami. Si estás ahí, por favor, contéstame, que este aparato me pone la mar de nerviosa. Bueno, mi hijito, quería preguntarte si nos podemos ver un ratito antes de irme al aeropuerto. Me gustaría darte un besito de despedida, ¿ya? Tu papá sigue hecho un pichín contigo, pero a mí ya se me pasó la calentura. Yo ya estoy vieja y no quiero irme a la tumba peleada con ninguno de mis hijos, pues. Además, tú sabes mi amor quién es mi engreído, mi muñequito de porcelana. Yo entiendo que estés pasando por un túnel negro negrísimo, pero te prometo que si le rezas un poquito al Padre, vas a ver la luz al final del túnel. Ay, me está sonando un pito, qué nervios, es que estoy en un teléfono aquí abajo en el hotel. Bueno, llámame rapidito, pues, que ya en una media horita nos vamos al aeropuerto, y me daría una pena horrible si no podemos despedirnos bonito. Ay, el pito otra vez, Chaucito.

Joaquín escuchó el segundo mensaje.

—Hola, hola, corazón con cola, soy yo, tu mamacita querida. Contéstame, pues, no seas malito. No guardes todo ese veneno, bótalo, mi amor, bótalo porque si no, se pudre adentro tuyo. Bueno, pues, qué penita me da, ya estamos en el aeropuerto, tu papi está haciendo los chequeos y yo aproveché para escaparme a un teléfono público. Me muero de pena de no poder darte un besito, estoy mirando nerviosísima entre la gente a ver en qué momento se aparece mi Joaquín. Ay, mi hijito, se me parte el alma, no puedo seguir hablando, espérate que voy a sacar mi pañuelo de la cartera, caracho, dónde está el pañuelo de porquería, ay, aquí está, por fin, es que mi cartera es un caos, te decía que estoy muerta de pena, tengo el alma hecha puré, espérate que me seco las lágrimas porque se me está corriendo el maquillaje, qué vergüenza llorar así en pleno aeropuerto internacional de Miami, pero Dios comprenderá, Dios sabe cómo quiero a mis hijos, mis hijitos adorados que han salido de mis propias entrañas. Ay, el pito, estos pitos me van a matar de un infarto. Bueno, mi amor, te mando un besito con todo mi cariño y ya te llamo de Lima. No te olvides de rezar tus oraciones, no seas malito. Chaucito, pues, Chaucito.

Ahora Joaquín también estaba llorando. Lloraba porque tenía ganas de decirle a su madre «tienes que entender que soy homosexual, mamá, siempre fui homosexual, probablemente cuando estaba en tu barriga ya me estaba haciendo homosexual, pero no por eso soy una mala persona, no por eso dejo de quererte, si solo pudieras entender que no soy maricón para fregarte, para vengarme de ti, que soy homosexual porque esa es mi naturaleza y porque yo no la puedo cambiar, y por favor, no veas mi homosexualidad como un castigo de Dios, no lo veas como algo terrible, porque no lo es, míralo más bien como una oportunidad para entender mejor a la gente, para entender que las cosas son más complejas de lo que a veces parecen, que las cosas no siempre son blancas o negras, comprende, por favor, mamá, que al final lo único importante es que yo también te quiero, te quiero muchísimo, adoro tus caprichos y tus cucufaterías, pero yo no puedo dejar de ser quien soy, no puedo ni quiero dejar de ser quien soy, y tengo que aprender a quererme, y a respetarme, y a no traicionar mi orientación sexual, y a decirle a la gente que soy homosexual sin que por eso se me ponga roja la cara, y sin que me sienta sucio, cochino, una mala persona, porque no lo soy, soy tu hijo, te quiero, soy homosexual, y soy una buena persona, y si Dios existe, Él te contará algún día en el cielo por qué le provocó hacerme homosexual».

Joaquín escuchó el tercer mensaje. Era Peter.

—Hola, soy yo. Son las cinco en punto. Estoy saliendo del hotel. Me voy a mi casa. No te demores, que me muero de ganas de verte. Si puedes, acuérdate de traer galletitas de quáker y helado de chocolate.

Joaquín sonrió, besó el teléfono, se vistió, se echó unas gotas en los ojos porque los tenía rojos de llorar, y salió del departamento. Al verlo salir, el portero del edificio le hizo una seña. Joaquín detuvo su carro y bajó la ventana.

—Su señor padre le dejó esta encomienda, muchacho —dijo el portero, y le dio un sobre.

—Gracias, don Heberto —dijo Joaquín.

Salió manejando lentamente. Abrió el sobre. Había un cheque a su nombre y una tarjeta de su padre. Leyó la tarjeta. En letras impresas, decía: «Luis Felipe Camino Granda». En la parte superior, Luis Felipe había escrito «Gracias por tus atenciones». Más abajo, había anotado el teléfono de Charitín. Joaquín sonrió, prendió la radio y aceleró. Subiendo por el puente de Key Biscayne, se detuvo, bajó del carro y se acercó a la baranda metálica al lado de la autopista. Miró el mar. Rompió la tarjeta de su padre y la lanzó al viento. Luego se mordió los dientes para no llorar.