La conquista de Madrid

A las seis en punto de la tarde, Joaquín llegó a la casa de los padres de Juan Ignacio, una vieja mansión de Miraflores, tocó el timbre y se anunció por el intercomunicador. Un mayordomo le abrió la puerta, le hizo una venia, lo condujo a la sala y fue a avisarle a Juan Ignacio que tenía visita. Juan Ignacio no tardó en bajar.

—Caramba, don Joaquín, parece que para usted no pasaran los años —dijo, sonriendo.

Juan Ignacio y Joaquín se dieron la mano.

—Hola, Juani —dijo Joaquín—. Te ves estupendamente bien.

Hacía dos o tres años que no se veían. Se habían conocido en la universidad Católica, cuando ambos estudiaban para ser abogados. Juan Ignacio acababa de volver de Washington, donde había terminado una maestría en ciencias políticas.

—Asiento, asiento —dijo, señalando un viejo sillón de cuero.

Se sentaron. Cruzaron las piernas. Sonrieron.

—¿Y? ¿Cómo has encontrado Lima? —preguntó Joaquín.

Juan Ignacio suspiró, como si hubiese preferido no hablar de eso. Era alto, delgado, de pelo negro, cara alargada y marcadas ojeras. Tenía un aire principesco.

—Esta ciudad es una mierda —dijo—. Yo no me quedo aquí ni cagando.

—Caray. ¿Tan chocante te ha resultado volver?

—Estoy traumado, Joaquín. Llegar de afuera después de un par de años es un shock de la gran puta. Cuando vives aquí, no te das cuenta de la mediocridad espantosa de Lima. Pero cuando llegas de afuera, es un choque brutal.

—¿Y de verdad estás pensando irte?

—Sí, yo me voy de todas maneras, y cuanto antes, mejor. Este país no tiene arreglo, Joaquín. Todo va a seguir empeorando. El Perú es una mierda, y eso no va a cambiar en cien mil años.

Una empleada negra entró a la sala cargando un azafate en el que llevaba té de mandarina, galletas de chocolate y caramelos importados. La mujer dejó el azafate en una mesa y se retiró caminando en puntillas. Juan Ignacio sirvió el té y siguió hablando.

—Tienes que comprender que este es un país bárbaro, Joaquín —dijo, y sorbió su té—. Este es un país lleno de gente vulgar, incivilizada. Este país, aunque nos duela, es un sitio en permanente decadencia, donde la gente termina acostumbrándose al caos, al horror, a la violencia. Hay que salir cuanto antes de aquí, porque el peligro es acostumbrarse a la mediocridad del Perú.

Juan Ignacio parecía muy convencido de lo que decía.

—Yo no sé, Juani —dijo Joaquín—. En todo caso, me parece una lástima que te hayas peleado con tu país.

—No, no, yo no lo pondría así —dijo Juan Ignacio, sonriendo con un aire algo arrogante—. Yo diría más bien que el Perú es un país de perdedores y que yo soy un ganador. Y por eso me quiero ir, porque este país me queda chico.

Se quedaron callados. Comieron un par de galletas.

—¿Y adónde te irías? —preguntó Joaquín.

—Creo que a España —dijo Juan Ignacio.

—Genial. España es un gran país.

—Sí, pues. Además, como mis padres nacieron en España, afortunadamente yo tengo pasaporte español.

—Caray, qué envidia, Juani, qué suerte la tuya. Yo siempre he soñado con vivir en España.

—¿Por qué no nos vamos juntos, Joaquín? Estoy seguro que tú triunfarías allá.

—¿Tú crees? Yo la verdad lo veo muy difícil.

—Anímate, hombre. No seas pusilánime.

—Difícil, muy difícil, Juani. Acá están mis amigos, mi familia. Allá no conozco a nadie.

Juan Ignacio movió la cabeza, como desaprobando esa actitud.

—Tú sabrás, tú sabrás —dijo—. Pero con el tiempo vas a darte cuenta de lo equivocado que estás al quedarte en el Perú.

Luego hablaron de los chismes políticos de Lima, de ciertos amigos comunes y de las ocho enamoradas que Juan Ignacio decía haber tenido en Washington.

Una semana después, una mañana de agosto, Juan Ignacio viajó a Madrid. Antes de subir al avión en el aeropuerto de Lima, llamó por teléfono a Joaquín.

—Si regreso al Perú, será como pasajero en tránsito —le dijo, y se rieron.

Joaquín apenas tuvo tiempo de desearle suerte, porque Juan Ignacio le dijo que ya estaban abordando el avión.

En diciembre de ese año, Juan Ignacio regresó a Lima a pasar la Navidad con su familia. Días después, llamó por teléfono a Joaquín, y los dos acordaron reunirse a tomar lonche en la Tiendecita Blanca. Joaquín llegó a la cita diez minutos antes de la hora pactada. Para su sorpresa, Juan Ignacio estaba esperándolo, ojeando un ejemplar de Esquire. Al verlo, cerró la revista y se puso de pie. Se dieron la mano, sonriendo. Luego se sentaron y pidieron un par de aguas minerales.

—Como siempre, te ves estupendo, Juani —dijo Joaquín.

—Se hace lo que se puede, se hace lo que se puede —dijo Juan Ignacio, sonriendo, fingiendo una cierta humildad.

—Cuéntame cómo te ha ido en España. Me muero de curiosidad.

Juan Ignacio habló lentamente.

—Bueno, al comienzo fue duro, pero ya pasó lo peor —dijo—. Para serte franco, cuando llegué a Madrid me sentí medio perdido. Estuve un par de semanas en un hotelucho de la Gran Vía. Ese fue el momento más jodido. En algún momento pensé tirar la toalla y volver a Lima, pero tiré para adelante nomás. Ahora me he mudado a una pensión de peruanos y ya conseguí un trabajo como vendedor de seguros.

—No me digas. ¿Y estás contento en ese trabajo?

—Bueno, no creo que vender seguros sea mi vocación, pero al menos es un comienzo, ¿no?

—Claro, claro. ¿Y no preferirías estar en Lima trabajando en algo que te gusta?

Juan Ignacio se rio con un aire burlón.

—No, pues, hombre, eso de ninguna manera —dijo—. ¿Qué podría estar haciendo en Lima? ¿Trabajando como abogado en un país donde la ley no vale nada? ¿Sobreviviendo miserablemente como periodista? ¿Escribiendo una novelita para que después la lean cien o doscientas personas y me digan que soy una joven promesa? No, pues, don Joaquín, hay que tener metas más elevadas, hombre.

Ahora Juan Ignacio parecía algo irritado.

—Entiendo, entiendo —dijo Joaquín—. Y cuéntame, ¿cuáles son tus metas allá?

—Bueno, me gustaría tener un buen trabajo, ganar buena plata y tener todas las comodidades que te ofrece una ciudad como Madrid, y que en Lima, con terrorismo, cólera, falta de agua y apagones cada cinco minutos, no puedes tener aunque seas millonario.

—Tienes razón, Juani. Aquí hasta los millonarios están jodidos, porque viven encerrados, llenos de guardaespaldas.

—Además, en Lima nada cambia, Joaquín. Es como si el tiempo estuviese congelado. Te vas, regresas en un tiempo y todo sigue igualito. Fíjate por ejemplo en los mozos de la Tiendecita Blanca: las mismas caras de hace quince, veinte años. En Lima, la gente se queda estancada. Cuando alguien consigue un trabajo es como si hubiese conseguido un nicho: allí nomás se queda.

—¿Tú crees que yo me estoy estancando, Juani?

—Lo que yo creo es que deberías irte del Perú cuanto antes, Joaquín. Aquí te estás desperdiciando, hombre. Tienes que aceptar un hecho irreversible: los blancos, los que éramos dueños de este país, estamos de salida, vivimos encerrados y cada vez somos menos. Los cholos nos están botando poco a poco. Es normal, pues, así tenía que ser. Los cholos son la mayoría. Ellos son los dueños de este país.

—Pero si me voy, ¿qué hago con mi trabajo?, ¿qué hago con mi departamento?

—Renuncia y vende tus cosas, hombre. Remata todo. Quema tus naves. Rompe de una vez con el Perú y vámonos después de Navidad. Anímate, no seas pusilánime. El que no arriesga no gana.

Entonces Joaquín se contagió del optimismo de Juan Ignacio.

—Bueno, es un hecho —dijo—. Nos vamos juntos a Madrid.

—Magnífico —dijo Juan Ignacio, sonriendo—. No te vas a arrepentir, Joaquín. Vas a ver que Dios te va a ayudar, porque eso de que Dios es peruano es una de las peores calumnias que se han dicho contra Dios.

Se rieron. Pidieron la cuenta.

En menos de dos semanas, Joaquín renunció a su trabajo y vendió su departamento. Después de pasar la Navidad con su familia, subió con Juan Ignacio a un avión que los llevaría lejos del Perú. No pensaban volver pronto a Lima.

—Ah, qué maravilla, la tierra de las oportunidades, el país de la libertad —dijo Juan Ignacio, suspirando.

Estaba sentado al lado de Joaquín, en la playa de Key Biscayne. Habían decidido pasar unos días en Miami, antes de seguir viaje a Madrid. Se habían alojado en el departamento que los padres de Juan Ignacio tenían en Key Biscayne.

—Los Estados Unidos de América, el mejor país del mundo —dijo Juan Ignacio—. Cómo me hubiera gustado nacer aquí, en el país de la libertad. Si te pones a pensar, hemos tenido una mala suerte del carajo al nacer en el Perú.

—De acuerdo —dijo Joaquín.

—¿Sabes qué? Estos días que estemos en Miami, deberíamos hablar solamente en inglés.

—Olvídate, Juani. Mi inglés es muy malo.

—Lástima, porque hablar en inglés es tan agradable que uno se siente una mejor persona.

Se rieron. Juan Ignacio se puso de pie y se sacudió la arena del cuerpo. El día estaba espléndido. Un sol tibio acariciaba la piel.

—Voy a dar un paseíllo —dijo—. Quiero recrear la vista con tantas chicas lindas.

Se alejó caminando a pasos lentos por la orilla. Joaquín se quedó ojeando un ejemplar de Vanity Fair. No leía los artículos. Solo veía los avisos donde aparecían chicos y chicas guapas.

—Joaquincito, qué sorpresa, no sabía que estabas por aquí —escuchó, de pronto.

Levantó la mirada y se encontró con su tía Mimi. Era una mujer baja, pecosa y narigona. Sus amigas le decían Pichona.

—Hola, tía Mimi, qué gusto verte —dijo Joaquín.

Se puso de pie y trató de darle un beso en la mejilla, pero ella se lo impidió delicadamente.

—Mejor no me des besito, que estoy con la cara llena de cremas —dijo Mimi—. ¿Cuándo llegaste, Joaquincito?

—Anoche, tía Mimi. ¿Y tú?

—Ay, si supieras, hijo, tu tío y yo nos vinimos al día siguiente de Navidad. No sabes cómo lo convencí para subir al American. Es una historia divina. Un día que, para variar, estábamos sin agua en Lima, le dije, Al (porque tú sabes que yo a tu tío no le digo Álvaro sino Al), le dije, Al, necesito ducharme media hora en agua caliente, no aguanto más, me siento una puerca cochina inmunda, vámonos a Key Biscayne, y a tu tío le pareció tan gracioso venir a Miami solo porque yo quería ducharme, que me dijo ya, Mi, saca los pasajes al toque, vámonos en el primer American, y así fue como nos vinimos los dos muertos de risa, qué te parece, ¿no es cómico? —dijo Mimi, riéndose.

—Graciosísimo —dijo Joaquín, riéndose también—. Eres un caso, tía.

—Ay, hijo, no te imaginas qué alivio salir del infierno de Lima. Yo la verdad que ya estoy harta, harta, hasta la coronilla, de los apagones y las bombas y los cholos apestosos.

—¿Y cómo está mi tío?

—Gordo, gordísimo como una pelota, pero feliz. Ahorita debe estar en la piscina de Key Colony, donde nosotros tenemos el departamento, cáete cuando quieras, ah.

Mimi se quitó el sombrero de paja y lo usó para abanicarse.

—Ay, qué calor atroz —murmuró—. Bueno, cuéntame, ¿qué planes tienes para esta noche, Joaquincito?

Era el último día del año. Los periódicos de Miami estaban llenos de avisos de fiestas latinas.

—Todavía no sé —dijo Joaquín—. Me estoy quedando en el depa de un amigo, y él es supertranquilo. La verdad, no pensábamos hacer gran cosa.

Mimi abrió la boca, sorprendida.

—Ay, qué horror, no sean aguados, hijo —dijo, con una voz algo chillona—. ¿Cómo se van a acostar temprano en año nuevo y encima estando aquí en Miami? No, pues, Joaquincito, eso sería un crimen. ¿Por qué no se caen a la noche por el Sonesta? Hay una fiesta que va a estar linda. Todos los peruanos bien vamos a estar allí.

—No tenía idea. Suena excelente, tía.

—Claro, anímalo a tu amigo, Joaquincito. Mira que además van a ir un montón de chicas regias.

Joaquín se frotó las manos y puso cara de picaro.

—Ah, entonces ni hablar —dijo—. Nos vemos a la noche de todas maneras, tía.

Mimi se rio, haciendo una mueca.

—Ay, hijo, no me hagas reír que se me arruga la cara —dijo—. Bueno, chaucito, pues. Te veo a la noche en el Sonesta, y no tomes mucho sol, que ahora la moda es estar blanco cual albino.

Luego se alejó caminando con cuidado porque había malaguas en la arena.

Esa noche, la última del año, Juan Ignacio y Joaquín llegaron al hotel Sonesta de Key Biscayne poco después de las once.

—Qué ganador me siento cuando me visto elegante —dijo Juan Ignacio, mirándose en el espejo del carro que habían alquilado al llegar a Miami—. Comprar buena ropa y vestirme elegante son dos cosas que siempre me suben la moral.

—Te ves muy bien, Juani —dijo Joaquín—. Pareces un modelo de GQ.

—No tanto, no tanto —dijo Juan Ignacio, sonriendo—. Pero estamos tan bien vestidos que no parecemos peruanos.

Cuadraron el carro frente al hotel, compraron las entradas y pasaron al salón donde se celebraba la fiesta peruana. Era un salón grande, alfombrado, con una terraza frente a la playa. Había bastante gente, unas doscientas personas. Casi todas estaban sentadas, comiendo. Los hombres estaban en saco y corbata. Las mujeres, en vestidos oscuros. Sobre un tabladillo, una orquesta tocaba una música caribeña. Todos los músicos estaban vestidos de blanco. Nadie se había animado a salir a bailar todavía.

—Carajo, esto parece el comedor del club Nacional un viernes en la noche —dijo Juan Ignacio.

—Sentémonos por aquí nomás, que no quiero encontrarme con mis tíos —dijo Joaquín.

Se sentaron en una mesa y pidieron aguas minerales con limón. Poco después, unas cuantas parejas salieron a bailar.

—Hay una buena cantidad de jovencitas que están como quieren —dijo Juan Ignacio, mirando a una de las mesas vecinas, donde un grupo de chicas conversaba con cierto alboroto.

Joaquín notó que había muchas chicas con vestidos de colores llamativos, como fucsia, verde perico y amarillo fosforescente. Algunas tenían una flor sujetada en el pelo.

—Creo que voy a sacar a bailar a una chica que me está haciendo ojitos —dijo Juan Ignacio.

—Buen provecho —dijo Joaquín.

Juan Ignacio se puso de pie, se acercó a una mesa, habló con una chica que a Joaquín le pareció bastante fea, y fue a bailar con ella. Joaquín pasó una mano por su pelo y sintió que lo tenía grasoso. Siguiendo un consejo de Juan Ignacio, se había peinado con gel antes de ir a la fiesta. Arrepentido de haberse echado gel, se levantó y fue al baño para tratar de arreglarse el pelo. Al entrar a uno de los baños del hotel, le sorprendió encontrarse con un tipo que no hacía mucho había sido ministro en el Perú. El tipo hacía muecas y no paraba de hablar. Parecía muy nervioso.

—Me quieren matar, me quieren matar, estoy en la lista negra, yo sé quiénes me quieren matar —gritó—. Pero a mí no me agarran esos hijos de puta, primero me los quemo a toditos, uno por uno me los palomeo —añadió.

A su lado, dos o tres muchachos fingían escucharlo con interés. El exministro les invitó un poco de coca. Ellos se metieron unos tiros y siguieron escuchándolo. Después de orinar, Joaquín se acercó al exministro.

—Primero que nada, quiero felicitarlo por su gestión, señor ministro —le dijo.

—Gracias, muchacho, pero hay que estar alertas porque en cualquier momento se aparecen estos conchesumadres que me quieren matar —dijo el exministro.

Era un hombre calvo, ojeroso, de mediana edad. Estaba sudando. Tenía la cara tensa. Parecía muy preocupado.

—No sé si sería usted tan amable de invitarme un par de tiros, señor ministro —dijo Joaquín.

—Carajo, con mucho gusto —dijo el exministro.

Luego sacó una pistola y apuntó a Joaquín en la frente.

—Bum, bum —gritó.

Joaquín empalideció. El exministro soltó una carcajada y guardó su pistola. Los muchachos a su lado se rieron a gritos.

—¿No me dijiste que querías un par de tiros? —preguntó el exministro.

—Muy gracioso de su parte —dijo Joaquín.

Entonces, sin dejar de hacer muecas, el exministro sacó un pomito lleno de cocaína y se lo ofreció a Joaquín.

—Te lo doy si me dices cuál fue mi cartera ministerial —le dijo.

—Ministro de Agricultura —dijo Joaquín, sin dudar—. El mejor de nuestra historia.

El exministro sonrió, orgulloso.

—Este muchacho tiene futuro, carajo —dijo, y le dio el pomito con coca.

Joaquín aspiró toda la coca que pudo y le devolvió el pomito al exministro.

—Si ves a alguien con pinta sospechosa, pásame la voz, ¿okay? —le dijo el exministro.

—De todas maneras —dijo Joaquín.

Luego salió del baño y miró su reloj: faltaba poco para la medianoche. Juan Ignacio seguía bailando. Mientras caminaba de regreso a su mesa, vio que sus tíos Mimi y Álvaro estaban haciéndole señas para que se acercase. Resignado, se acercó a saludarlos.

—Hola, viejo, qué gusto verte, caramba —le dijo su tío Álvaro.

Era un hombre bajo y rechoncho, que se había hecho rico criando cerdos al sur de Lima.

—Qué bueno que te animaste a venir, Joaquincito —le dijo su tía Mimi.

Joaquín abrazó a su tío Álvaro y le dio un beso a su tía Mimi.

—Linda fiesta, ¿no? —dijo.

—Como las que había en Lima antes de la invasión de los cholos —dijo Mimi.

—Mimi, por favor, no hables así —dijo Álvaro—. En el Perú todos tenemos algo de sangre chola.

—Eso sí que no, Al —dijo Mimi, ofendida—. Yo no tengo ni una gotita de sangre chola.

—Ven, Joaquincito, acompáñame afuera que necesito tomar un poco de aire —dijo Álvaro.

Entonces dio unos pasos rumbo a la terraza, se estrelló contra la puerta de vidrio y retrocedió, tambaleándose.

—Carajo, no vi el vidrio, pensé que la puerta estaba abierta —dijo, como hablando consigo mismo.

Se había hecho un corte en la frente. Estaba sangrando.

—Al, por Dios, ¿qué te has hecho? —gritó Mimi—. Joaquincito, corre, llama a una ambulancia.

—No seas exagerada, Mimi, no es nada, solo tengo un chichón —dijo Álvaro—. Ven, sobrino, acompáñame al baño a echarme un poco de agua —añadió, apoyándose en Joaquín.

—Ya ves, Al —dijo Mimi, enojada—. Eso te pasa por abusar de los martinis.

—Solo he tomado cuatro, y tú vas por el sexto gin tonic, Pichona —dijo Álvaro.

—Te odio cuando me dices pichona —dijo Mimi—. Te odio.

Tratando de no llamar la atención de la gente, Joaquín y su tío Álvaro fueron al baño. No bien entraron, se encontraron cara a cara con el exministro.

—Qué pasa, carajo —gritó el exministro, sacando su pistola, encañonándolos.

Al ver la cara ensangrentada de Álvaro, se había asustado más de lo que ya estaba.

—Tranquilo, oiga, guarde su arma —le dijo Álvaro.

—Quítenle el chimpún a ese loco de mierda —gritó alguien en el baño.

—No ha pasado nada, señor ministro —dijo Joaquín—. Mi tío se golpeó contra un vidrio, y por eso tiene la cara cortada.

—Me quieren matar, me quieren matar —dijo el exministro, mordiéndose los labios, angustiado.

—Tranquilo, oiga —dijo Álvaro, echándose agua en la cara—. Acá todos somos amigos. Las diferencias políticas quedan de lado en el extranjero.

—Ya son las doce —gritó alguien en el baño—. Feliz año.

De pronto, el exministro se llevó una mano al pecho y comenzó a cantar el himno nacional del Perú. Inmediatamente después, Joaquín, su tío Álvaro y los demás peruanos que estaban en el baño del Sonesta se unieron al exministro, y también cantaron el himno nacional. A pesar que no era 28 de julio, ese fue, para todos ellos, un momento de gran emoción patriótica.

—Es hora de irse —dijo Juan Ignacio, a la una y pico de la mañana—. Hay que saber salir a tiempo de una fiesta, y esto ya comienza a degenerarse.

—Tienes razón, Juani —dijo Joaquín—. Mejor nos acostamos temprano.

Juan Ignacio y Joaquín salieron del Sonesta tan bien peinados como habían llegado. Joaquín prefirió no despedirse de sus tíos Álvaro y Mimi.

—Estos peruanos de Miami tienen buena ropa y huelen rico, pero son terriblemente aburridos —dijo Juan Ignacio, caminando rumbo a la playa de estacionamiento del hotel—. En su puta vida han leído un libro. Lo único que leen estos pitucos es Hola. Ni siquiera leen el Caretas. Con las justas ojean las fotos de Ellos y Ellas —añadió, y se rieron.

Subieron al carro. Joaquín manejó. Juan Ignacio no sabía manejar. Ya tenía veintiocho años, pero nunca había tratado de aprender a manejar. En Lima, estaba acostumbrado a que el chofer de sus padres lo llevase adonde él quisiese. Joaquín manejó despacio, en silencio. Las calles de Key Biscayne estaban vacías. En menos de cinco minutos, llegaron al departamento de los padres de Juan Ignacio.

—Ah, qué tranquilidad estar lejos del Perú —dijo Juan Ignacio, quitándose el saco y la corbata, no bien entró al departamento—. ¿Te imaginas estar ahorita en Lima, Joaquín? Deben estar todos a oscuras escuchando cómo revientan los coches bomba —añadió, y soltó una carcajada.

Joaquín se sentó en la sala y prendió el televisor. Seguía un poco inquieto por la coca que había aspirado en el baño del Sonesta. Juan Ignacio entró al baño, se puso una piyama celeste y se echó cremas en la cara. Antes de meterse a la cama, salió a despedirse de Joaquín.

—Bueno, hasta mañana, don Joaquín —dijo—. Y que este año se cumplan tus mejores deseos.

Más temprano, los dos habían acordado que Juan Ignacio iba a dormir en la cama de agua de sus padres, y Joaquín en el sofá cama de la sala.

—Hasta mañana, Juani —dijo Joaquín.

Juan Ignacio entró al cuarto, cerró la puerta y apagó la luz. Joaquín se echó en el sofá cama de la sala y siguió viendo televisión. Un rato después, demasiado nervioso como para intentar dormir, entró al cuarto y se sentó en la cama de agua, al lado de Juan Ignacio.

—¿Qué te pasa? —preguntó Juan Ignacio, sorprendido, y prendió la luz de la mesa de noche.

—Juani, hay algo que nunca te he dicho, y quiero aprovechar que estamos comenzando un nuevo año para decírtelo —dijo Joaquín, hablando lentamente.

Juan Ignacio se sentó en la cama.

—Caramba, soy todo oídos —dijo, cruzando los brazos.

Entonces Joaquín se atrevió a decirle lo que le había ocultado desde que se conocieron en la Católica.

—Ya que vamos a vivir juntos en Madrid, me parece importante que sepas que soy homosexual —le dijo, mirándolo a los ojos.

Juan Ignacio asintió y se quedó callado. No hizo el menor gesto de sorpresa. Joaquín no pudo tolerar el silencio. Siguió hablando.

—Todo este tiempo que hemos sido amigos, no me había atrevido a decírtelo, pero tú eres uno de mis mejores amigos, Juani, y creo que me voy a sentir más libre contigo si sabes que soy homosexual —dijo.

Juan Ignacio habló con una voz tranquila, como si el asunto no tuviese mayor importancia:

—Con todo cariño, me parece que cometes un error al ponerte una etiqueta, Joaquín —dijo—. La sexualidad de la gente cambia, evoluciona. Con el tiempo, seguramente vas a superar las dudas que tienes ahora.

—No son dudas, Juani. Estoy bien seguro de lo que te digo.

—Estás pasando por una confusión temporal, Joaquín. Créeme. Te lo digo por mi propia experiencia. Yo en algún momento también tuve ciertas dudas de ese tipo, pero fue solo un momento de confusión que logré superar fortaleciendo mi fe en Dios y en los principios morales que me enseñaron mis padres.

—¿De verdad crees que estoy confundido, Juani?

Ahora Joaquín se sentía más confundido que antes de hablar con Juan Ignacio.

—Claro, don Joaquín —dijo Juan Ignacio—. Tú eres un ganador, un ganador nato, y los ganadores no pueden permitirse desviaciones de ese tipo.

—¿Entonces qué me aconsejas?

—Que sublimes esos deseos equivocados, que canalices esas energías negativas de otra manera. Todo está en la cabeza, Joaquín, absolutamente todo se controla en la cabeza.

—Pero si me reprimo toda la vida, sería muy infeliz, Juani.

—Al contrario, al contrario. Si aprendes a controlar esos impulsos nocivos, te vas a sentir muy bien. Los homosexuales siempre son unos perdedores, Joaquín. Tú no eres un perdedor. Tú eres un ganador. Además, piensa en tu madre. Piensa en el daño que le harías. No tienes derecho de hacerle una cosa así a tu madre.

Joaquín sintió que Juan Ignacio no lo comprendía y no lo iba a comprender nunca. Arrepentido de haberle contado su secreto, se puso de pie.

—Mejor olvídate de lo que te dije, Juani —dijo—. Perdón por haberte interrumpido.

Luego trató de darle un beso en la mejilla, pero Juan Ignacio se lo impidió.

—Hasta mañana, Joaquín —dijo, con una voz cortante.

Joaquín salió del cuarto, cerró la puerta y se echó en el sofá cama. Sobre el mar de Key Biscayne seguían resplandeciendo coloridos fuegos artificiales.

Unos días después, una fría mañana de enero, Juan Ignacio y Joaquín llegaron a la pensión en Madrid donde Juan Ignacio tenía un cuarto alquilado. Cargando varias maletas, entraron a un viejo edificio en la avenida Mediterráneo y tocaron el timbre de un departamento del segundo piso. Estaban exhaustos. El viaje en avión había sido agotador. Solo querían darse una ducha caliente y echarse a dormir. Tuvieron que tocar el timbre varias veces. Por fin, un tipo barbudo les abrió la puerta. El tipo estaba en bata y pantuflas.

—Hola, Paco —le dijo Juan Ignacio, y le dio la mano.

—Hola, Juanito —dijo el tipo, sonriendo.

Era el dueño de la pensión. Su aliento apestaba a alcohol.

—Este es Joaquín, un amigo peruano —dijo Juan Ignacio.

Paco le dio la mano a Joaquín.

—Adelante, adelante —dijo.

Los tres entraron a la pensión.

—Me van a disculpar, pero tengo una invitada en mi cuarto —dijo Paco, bajando la voz.

—Sigue nomás, Paquito —dijo Juan Ignacio—. Buen provecho, pues.

Paco sonrió, fue a su cuarto y cerró la puerta.

—Pingaloca y borrachín, como todos los españoles —le dijo Juan Ignacio a Joaquín, en voz baja, y los dos se rieron.

Luego entraron al cuarto de Juan Ignacio. Era un cuarto pequeño, con el piso de madera. Había una cama, una mesa y un retrato de la Virgen.

—Como verás, no es una suite, pero la renta es barata —dijo Juan Ignacio.

—Está muy bien, Juani —dijo Joaquín—. Al menos tenemos dónde dormir.

Dejaron sus maletas. Se sentaron en la cama.

—Estoy molido —dijo Juan Ignacio, y bostezó.

—Cuéntame de Paco —dijo Joaquín.

—Ah, el buen Paco, un perdedor de nacimiento —dijo Juan Ignacio, con una sonrisa burlona—. Paco vivía en Lima. Era administrador de una licorería. Sus padres son españoles. Creo que tienen un restaurante de comida española en Barranco. Aquí son gente de clase media baja, pero en el Perú han logrado juntar un dinerillo vendiéndoles paellas a los despistados. Un buen día, Paco sacó el pasaporte español y se vino a hacer la España. Total, no tenía nada que perder, ¿no? En el Perú estaba pateando latas. Cuando llegó, el buen Paco se pasó los primeros meses cobrando el paro, comiendo dulce de leche y viendo telenovelas venezolanas. Ahora ha conseguido un trabajillo en una agencia de viajes, una cosa bastante menor, como te imaginarás.

—¿Y cómo así tiene esta pensión?

—Este departamento es de su padre, pero el viejo vive en Lima y el pendejo de Paco alquila dos cuartos sin que su viejo se entere. Así es como se defiende Paquito, con la renta de los cuartos y con el paro que le sigue cobrando al Estado español, a pesar de que ya consiguió trabajo.

—¿Y quién es el inquilino del otro cuarto?

—Ah, la aguaruna, tienes que conocerla —dijo Juan Ignacio, riéndose—. Es una indígena de la selva peruana. La aguaruna trabaja como empleada doméstica. Todos los días va con sus escobas y sus trapos a diferentes sitios de Madrid. Es una bruja de cuidado la aguaruna. Tienes que tratarla bien porque si no, te hace el mal de ojo y te deja jodido para siempre. En su cuarto tiene muñecos raros y hierbas de la Amazonia.

Se rieron a carcajadas.

—¿Cómo se llama la aguaruna? —preguntó Joaquín.

—Rosaura —dijo Juan Ignacio—. Perfecto nombre de empleada, ¿no?

—¿Y ella duerme sola o comparte su cuarto con alguien?

—Tiene una amiga peruana, otra perdedora que a veces viene a dormir con ella. Es una gordita, bastante morenita ella. En Lima podría ser tu empleada o mi empleada. Esta gordita trabaja como limpiadora de piscinas, imagínate eso. Fue muy gracioso cuando me dijo que trabajaba limpiando piscinas, porque yo le pregunté, sin ninguna cachita, ah, le pregunté ¿y tú limpias las piscinas buceando o cómo?, y ella me dijo no, pues, cómo se te ocurre, si yo no sé nadar, primero vaciamos la piscina y de ahí yo bajo a limpiar, qué cague de risa.

—Limpiadora de piscinas, qué cague de risa.

—Sí, pues, y esa gordita creo que tiene su calentado con la aguaruna. Deben ser torteras estas dos nativas, deben hacer sus buenas tortillas españolas, porque cuando la gordita se queda a dormir con la aguaruna se escuchan unas risitas y unos jadeos bien extraños. Seguro que se dan calor las dos.

Se rieron a carcajadas. Estaban echados en la cama.

—Oye, Juani, ¿y yo dónde voy a dormir? —preguntó Joaquín.

—No sé —dijo Juan Ignacio—. Tenemos que salir a comprar una cama plegable o algo así. Creo que aquí enfrente hay una tienda de camas.

—Mejor vamos de una vez, ¿no?

—Qué flojera. Bueno, vamos, te acompaño.

Se pusieron de pie, salieron de la pensión y descubrieron que a media cuadra había una tienda de camas y colchones. Sin pensarlo dos veces, entraron a esa tienda. Luego de consultar los precios, Joaquín compró la cama más barata.

—Ahorita me siento un perfecto «sudaca» —dijo, caminando de regreso a la pensión, con su cama plegable bajo el brazo.

—Mierda, no puedo dormir —dijo Juan Ignacio.

—Yo tampoco —dijo Joaquín—. Hace un frío del carajo.

Era la primera noche que pasaban juntos en Madrid. Estaban desvelados por el cambio de hora. Escuchaban los ruidos de la calle. Joaquín tenía frío. Se había olvidado de comprar sábanas y frazadas. Estaba tapado con sus chompas y casacas.

—Seguro que el huevas de Paco no ha pagado la cuenta del gas y le han cortado la calefacción —dijo Juan Ignacio.

—Coño, no pensé que iba a hacer tanto frío —dijo Joaquín.

Se quedaron callados.

—Si quieres, pásate un rato a mi cama para que te calientes —dijo Juan Ignacio.

—No, mejor no —dijo Joaquín—. No quiero incomodarte.

—No es ninguna incomodidad, hombre. Tengo dos frazadas. Échate un rato aquí. Si no, te vas a resfriar.

—¿Seguro que no te molesta, Juani?

—Seguro, hombre, seguro.

Joaquín se pasó a la cama de Juan Ignacio.

—No te preocupes, que no va a pasar nada —dijo, acomodándose en la cama sin tocar a Juan Ignacio.

—Ya lo sé, hombre, no me lo tienes que decir —dijo Juan Ignacio.

Se quedaron callados.

—Qué diferencia, aquí adentro está calientito —dijo Joaquín.

—Odio los viajes tan largos —dijo Juan Ignacio—. Cuando sea millonario, voy a volar siempre en Concorde.

De nuevo, se quedaron en silencio.

—¿Tú siempre rezas antes de dormir? —preguntó Joaquín.

Antes de meterse a la cama, Juan Ignacio se había persignado, había cerrado los ojos y había permanecido unos minutos en silencio.

—Siempre —dijo Juan Ignacio—. Todas las noches rezo un padrenuestro, tres avemarías, un acto de contrición y la estampita de monseñor Escrivá. Supongo que tú también rezas, ¿no?

—No, yo nunca rezo —dijo Joaquín—. Solamente rezo en los aviones, cuando despegan y cuando se mueven mucho.

—Hombre, eso está muy mal. Hay que estar cerca de Dios en las buenas y en las malas. Recemos juntos un padrenuestro para que el Señor nos enseñe el camino aquí en Madrid.

Echados en la cama, Juan Ignacio y Joaquín rezaron un padrenuestro en voz alta.

—Rezar no cuesta nada y así uno duerme más tranquilo —dijo Juan Ignacio, cuando terminaron de rezar.

—Tienes razón —dijo Joaquín, sonriendo.

—La otra cosa que debes hacer antes de meterte a la cama es ponerte una crema para las arrugas.

—¿Ah, sí?

—Sí. Mira, pásame ese pomito que está encima de la mesa de noche.

Joaquín cogió un pomo que estaba sobre la mesa de noche y se lo dio. Era una crema hidratante. Juan Ignacio la abrió y puso un poco de crema en la cara de Joaquín.

—Todas las noches, te echas un poquito en la nariz, un poquito en la frente y sobre todo aquí, debajo de los ojos y al lado de la boca, que es donde se marcan las arrugas —le dijo, esparciendo cuidadosamente la crema en la cara de Joaquín—. Listo, vas a ver cómo llegamos a los cien años enteritos.

Luego puso la crema en la mesa de noche, le dio la espalda a Joaquín y cerró los ojos.

—Ahora sí, hasta mañana —dijo.

—Hasta mañana —dijo Joaquín.

Unos minutos después, Joaquín escuchó que Juan Ignacio estaba sollozando.

—¿Estás dormido, Juani? —preguntó.

—No —dijo Juan Ignacio.

—¿Qué te pasa?

—Nada, nada.

Joaquín acarició a Juan Ignacio en la cabeza.

—Tranquilo —le dijo—. Todo va a estar bien.

—Yo no sé por qué Dios tenía que ponernos una prueba tan dura —dijo Juan Ignacio—. Yo no merecía un castigo así.

—¿De qué estás hablando?

—De los deseos impuros. De los deseos contra natura.

—No digas eso, Juani. Ser homosexual no es un castigo. Hemos nacido así. No hay por qué sentirse mal.

—Abrázame, Joaquín.

Joaquín abrazó a Juan Ignacio por detrás.

—Te quiero —le dijo.

—Espérate un ratito —dijo Juan Ignacio.

Salió de la cama, descolgó el retrato de la Virgen, cerró los ojos y le dio un beso.

—Lo siento, mi Señora —murmuró.

Luego metió el retrato debajo de la cama y volvió al lado de Joaquín.

—Bésame la espalda —susurró, con los ojos cerrados.

Joaquín lo besó en la espalda. Juan Ignacio tenía la piel suave y muchos lunares en la espalda.

—Hueles riquísimo, Juani —dijo Joaquín.

—Mejor dime Verónica —susurró Juan Ignacio.

A la mañana siguiente, la radio se prendió automáticamente a las ocho en punto. Joaquín se despertó de golpe y escuchó unos cánticos religiosos: en la radio habían comenzado a transmitir la misa. Era domingo. Poco después, Juan Ignacio se despertó, se persignó y saltó de la cama.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días —dijo Joaquín, echado en su cama plegable.

Juan Ignacio se echó en el suelo, hizo treinta abdominales y se miró en el espejo del clóset.

—Estoy entero, carajo —dijo, hinchando el pecho—. Estoy enterito, Joaquín. Estoy en la mejor condición física de mi vida.

Parecía de muy buen humor esa mañana. Se agachó e hizo treinta planchas.

—Ahora, un duchazo y a la misa de nueve —dijo, cuando terminó sus ejercicios matinales.

—¿Vas a ir a misa? —preguntó Joaquín, sorprendido.

—Por supuesto —dijo Juan Ignacio—. Yo voy a misa todos los domingos del Señor.

—¿Te molestaría si te acompaño?

—En absoluto. Me daría mucho gusto por ti.

Juan Ignacio fue al baño, se duchó y volvió al cuarto con una toalla amarrada en la cintura. Sin perder tiempo, abrió su clóset y sacó un terno. Joaquín salió de la cama y abrió su maleta.

—¿Te parece que yo también debo ponerme un terno para ir a misa? —preguntó.

—Por supuesto —dijo Juan Ignacio, vistiéndose de prisa—. A la casa de Dios hay que ir bien vestidos. Es como si fuésemos a palacio de gobierno.

Joaquín sacó el terno menos arrugado que encontró en su maleta. Se vistieron en silencio. Cuando estuvieron listos, Juan Ignacio se echó un perfume. Luego le dio el perfume a Joaquín.

—Es una colonia especial para ir a misa —le dijo—. Fresca pero no muy agresiva. Definitivamente conservadora.

Joaquín sonrió y se echó un poco de perfume. Antes de salir, se miraron en el espejo.

—Un par de ganadores —dijo Juan Ignacio, acomodándose la corbata—. No hay nada que hacer, carajo, algunos hemos nacido para triunfar.

Salieron del cuarto. Juan Ignacio cerró con llave.

—Esta aguaruna debe ser una ratera de mierda —murmuró—. Vamos rápido, Joaquín, que no quiero llegar tarde a misa.

Bajaron por el ascensor y salieron a la calle. Soplaba un viento helado. Caminaron unas cuadras hasta llegar a una iglesia del barrio del Retiro. Cuando llegaron, aún no había comenzado la misa de nueve. Se sentaron en una de las últimas bancas. Había bastante gente en la iglesia.

—Ahorita regreso —dijo Juan Ignacio—. Me voy a confesar.

Se levantó, caminó unos pasos y se puso en una cola frente al confesionario. Poco después, al llegar su turno, se arrodilló, murmuró unas palabras, escuchó la absolución del sacerdote y regresó al lado de Joaquín.

—Listo —dijo, sonriendo—. Purificado. Impoluto. Inmaculado como la nieve.

—Bien por ti —dijo Joaquín.

—Tú también deberías confesarte, hombre.

—Tienes razón, Juani. A lo mejor el próximo domingo.

En ese momento, un sacerdote salió al altar acompañado de dos niños, se puso un micrófono, se persignó y comenzó a decir la misa. Para sorpresa de Joaquín, Juan Ignacio rezó todas las oraciones en voz alta y cantó junto con los demás feligreses. Antes de rezar el credo, el sacerdote pidió que todos se cogiesen de la mano. Una anciana trató de coger la mano de Juan Ignacio, pero él se rehusó.

—Vamos, hombre, la mano, que el padre nos lo ha pedido —dijo la anciana.

Juan Ignacio ni la miró. Fingió que no la había oído.

—Dios castiga la soberbia —dijo ella.

—Calla, vieja de mierda —murmuró él.

Joaquín tuvo que hacer esfuerzos para no reírse. Cuando salieron de la misa, le preguntó a Juan Ignacio por qué había sido tan duro con esa mujer.

—Yo vengo a saludar a Dios, pero no tengo por qué manosear a una anciana pulgosa —dijo Juan Ignacio, bajando las escaleras de la iglesia, y los dos se rieron a carcajadas.

Al día siguiente, Juan Ignacio regresó del trabajo poco después de las seis de la tarde. Tenía puesto un terno azul. Había salido a trabajar muy temprano, con el pelo engominado.

—Renuncié —le dijo a Joaquín, no bien entró al cuarto de la pensión—. Mandé a la mierda el trabajo como vendedor de seguros.

—¿Qué pasó? —preguntó Joaquín, sorprendido.

Estaba metido en la cama. Se había pasado el día ojeando Holas viejos y viendo televisión.

—Era un trabajo de mierda —dijo Juan Ignacio—. Yo no estoy dispuesto a rebajarme tanto. Yo estoy para grandes cosas, no para esos trabajillos de segunda.

Parecía contrariado. Se sentó en la cama y se quitó los zapatos.

—¿No hubiera sido mejor quedarte en ese trabajo hasta que consiguieras uno mejor? —preguntó Joaquín.

Juan Ignacio lo miró de mala manera.

—No, Joaquín —dijo, enfadado—. Yo sé muy bien lo que hago.

Luego se quitó la ropa, la dobló con cuidado y la colgó en unos ganchos de plástico. En calzoncillos, sentado en la cama, siguió hablando.

—Ese trabajo era insoportable —dijo—. Me habían dado un escritorio enano. Era una humillación. En esas condiciones de hacinamiento no se puede trabajar, Joaquín. Además, estaba rodeado de gente ordinaria, derrotada por la vida. Y la primera lección que debes aprender es la siguiente: si te juntas con perdedores, te vuelves un perdedor. Pero lo que más me jodía es que estos españoles desaseados se pasaban el día fumando, carajo. Fumaban como chinos en quiebra, llenaban la oficina de humo. No saben que fumar ya pasó de moda y es pésimamente visto en los países civilizados. Y encima eructaban a cada rato en la oficina. Yo no sé por qué se eructa tanto en España, carajo. Debe ser porque a cada rato están zampándose tortillas grasosas, callos, orejas de chancho, chorizos, gambas, cosas terribles para una sana digestión.

Joaquín se rio.

—Caramba, qué desagradable —dijo.

—Como comprenderás, todo eso fue demasiado para mí —continuó Juan Ignacio—. A las cinco, ya estaba con la mierda revuelta y me dije no, Juan Ignacio, ya basta, tú eres un individualista, tú no eres un burócrata oscuro como ellos, sal de aquí antes de que sea demasiado tarde, deja de comer mierda, no mates al niño que llevas adentro. Así es que fui a hablar con mi jefe (el típico español con una de esas barbas espesas que si rebuscas bien encuentras arañas, con sus anteojitos de intelectual de mediopelo, un cigarro en la boca y una panza del carajo, una panza de luchador de sumo, ya te lo imaginas) y muy respetuoso le dije señor Alpuente, le agradezco mucho la oportunidad que me dio en esta compañía, pero lo siento, tengo que renunciar por motivos estrictamente personales, y él me dijo ¿pero por qué, señor García, si usted ha entrado a la compañía hace apenas unos meses?, y entonces yo le dije porque esto no es compatible con mis expectativas, señor Alpuente, y él se rio todo cachaciento y me dijo bueno, señor García, viniendo de Sudamérica tal vez debería usted empobrecer sus expectativas, y yo aguantándome la rabia le dije eso jamás, señor Alpuente, yo puedo empobrecer materialmente pero nunca voy a empobrecer mis ambiciones, y él sonriendo muy bacancito me dijo bueno, lo lamento, señor García, pero si cambia usted de parecer, siempre será bienvenido en la Compañía de Seguros La Estrella, donde cada vendedor es una estrella, y yo casi le digo oye, gordito, cara de olla, no me huevees, pues, ¿con quién crees que estás tratando, ah?, ¿tú crees que le vas a vender chapitas al dueño de la cocacola?, pero afortunadamente me controlé y le di las gracias y buenas noches los pastores, si te vi no me acuerdo.

Juan Ignacio soltó una carcajada. Parecía muy orgulloso de haber renunciado a su trabajo.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Joaquín.

Juan Ignacio sonrió.

—Lo mismo que tú, don Joaquín —dijo—. Comprar mi Segundamano, buscar ofertas de trabajo, mandar mi currículum a todas partes y sentarme a esperar.

—Ojalá tengamos suerte —dijo Joaquín.

Todas las mañanas, Juan Ignacio y Joaquín esperaban a que Paco y Rosaura se marchasen de la pensión para salir del cuarto que compartían. Entonces se duchaban en agua caliente —siempre Juan Ignacio antes que Joaquín, algo que le molestaba a este, porque quedaba muy poca agua caliente para él—, desayunaban huevos fritos y salían a comprar los periódicos. Juan Ignacio compraba siempre el ABC en un quiosco a pocas cuadras de la pensión.

—No leer el ABC es como faltarle el respeto a Su Majestad el Rey —dijo una vez, contrariado, cuando Joaquín compró El País.

Luego volvían a la pensión y se pasaban un par de horas leyendo los periódicos, comentando las noticias del día y comiendo galletitas María. Rara vez salía alguna noticia sobre el Perú en los periódicos españoles.

—A buena hora salimos de ese infierno, carajo —decía a veces Juan Ignacio, cuando los periódicos daban cuenta de algún hecho de violencia ocurrido en el Perú.

Dos veces por semana, también compraban Segundamano. Esos días, antes de leer los periódicos, se sentaban en la mesa de la cocina y leían cuidadosamente el Segundamano. Revisaban las ofertas de empleo, marcaban los avisos que les parecían atractivos y los contestaban de inmediato, enviando sus currículums. Después, almorzaban. Siempre almorzaban en la pensión, salvo los domingos, que iban a un McDonald’s.

—Me encanta el McDonald’s porque me siento como si estuviera en los Estados Unidos —le dijo una vez Juan Ignacio a Joaquín, comiendo una hamburguesa doble.

Todas las tardes, terminando el almuerzo, iban juntos al cine. Siempre iban en taxi o en ómnibus. Nunca bajaban al metro. Juan Ignacio se negaba a ir en metro. Decía que los ganadores jamás usan el metro. A él le gustaban mucho las películas americanas de acción, como las de Schwarzenegger, Stallone, Van Damme y Segal. Después de la matiné, volvían sin apuro a la pensión.

—Cruza los dedos, don Joaquín, hoy es el gran día —solía decir Juan Ignacio, al llegar.

Luego abría el casillero del correo para ver si habían recibido alguna respuesta de los muchos trabajos a los que habían postulado, pero solo encontraba propagandas y, a veces, alguna carta de Lima. Entonces, tratando de darse ánimos, subían al departamento, comían algo, se ponían piyama y se sentaban a ver televisión en la sala.

El uso del televisor de la pensión estaba ceñido a una regla. El que prende el televisor primero, tiene derecho a escoger el programa, les había dicho Paco a Juan Ignacio y Joaquín, el día que les explicó las reglas de la pensión. (Las otras reglas eran: no comer la comida de los otros, lavar los platos que uno ensuciaba, no usar la lavadora de ropa más de una vez por semana y no llevar gente de la calle. Esta última regla no era válida para Paco). Juan Ignacio se rehusaba a obedecer la regla del televisor. Cuando llegaba a la sala y Rosaura estaba viendo algún programa, él se apoderaba del control remoto y, cada vez que el programa era interrumpido por la publicidad, cambiaba de canal hasta que Rosaura se veía obligada a pedirle que volviese al programa que ella había escogido.

—Ya, pues, caracho, ya estoy harta de que me cambies mi programa a cada ratito —le dijo una noche Rosaura.

Juan Ignacio soltó una carcajada.

—Sosiégate, por favor, no te me amotines —dijo—. Total, si estás con la regla, no es mi culpa.

Paco y Joaquín se rieron a carcajadas. Rosaura se puso de pie, se marchó de la sala y se encerró en su cuarto. Desde esa noche, no volvió a sentarse en la sala a ver televisión.

Joaquín estaba en el metro cuando lo vio: él estaba parado en el andén de enfrente. Era un chico. Tendría catorce, quince años. Tenía el pelo rubio, los ojos verdes y una mirada lánguida, triste. De pronto, miró a Joaquín y sonrió. Impresionado por la belleza de ese chico, Joaquín caminó de prisa, subió y bajó escaleras corriendo, y llegó al andén de enfrente justo a tiempo para abordar el vagón al que acababa de subir el chico. Él miró a Joaquín y de nuevo le sonrió. Luego se puso a ojear el periódico del tipo sentado a su lado. Tres o cuatro estaciones después, se puso de pie y bajó del vagón. Joaquín no dudó en seguirlo. Salieron del metro. Ya en la calle, Joaquín le dio el alcance.

—Hola —le dijo, caminando a su lado.

—Hola —dijo el chico, sin detenerse.

Todavía no le había cambiado la voz de niño.

—Me recuerdas mucho a mi hermano —le dijo Joaquín—. ¿Cómo te llamas?

—Cayetano —dijo él.

—Nombre de duque —dijo Joaquín.

Cayetano sonrió.

—¿Tienes hambre? —preguntó Joaquín—. ¿Te gustaría comer algo por aquí?

—Yo solo como en casa —dijo Cayetano.

—Buena costumbre —dijo Joaquín.

—Además, mi madre me ha dicho que no hable con extraños.

—No te preocupes. Yo solo quiero ser tu amigo.

—Tú eres muy grande para ser mi amigo.

Joaquín siguió caminando sin saber adónde estaba ni adónde iba.

—Mira, ahí hay una pastelería —le dijo a Cayetano—. ¿Seguro que no quieres un bizcocho?

—Bueno, vale, pero solo un momento, que en casa me esperan —dijo Cayetano.

Entraron a una pastelería que olía a pan fresco, a canela. Olía como huele la Tiendecita Blanca los días antes de Navidad.

—Escoge lo que quieras —dijo Joaquín.

Cayetano pidió una tarta de fresas con crema de leche.

—Todo lo que quieras —dijo Joaquín.

Cayetano sonrió y pidió un pastel de manzana, galletas con miel, pasas y nueces, un pastelillo de pecanas en forma de avión y pirulines bañados en chocolate.

—No comas tanto dulce, chaval, que te vas a poner gordo como yo —le dijo el tipo que atendía detrás del mostrador.

—Los niños no engordamos —dijo Cayetano, y los tres se rieron.

Joaquín pagó la cuenta. Salieron de la pastelería.

—Bueno, ha sido un placer —dijo Joaquín.

—Pues lo mismo —dijo Cayetano.

Se dieron la mano.

—Solo quería decirte que eres precioso —dijo Joaquín—. Pareces un ángel.

Cayetano sonrió.

—Eso mismo dice mi madre —dijo.

Luego se alejó comiendo su tarta de fresa.

Joaquín estaba en su cama plegable sin poder dormir. Escuchaba la respiración de Juan Ignacio, sentía una fuerte erección y no podía dormir. Sin poder contenerse más, salió de su cama y se pasó a la cama de Juan Ignacio.

—Quiero hacerte el amor, Verónica —le dijo al oído.

Juan Ignacio se despertó, asustado.

—¿Qué te pasa, carajo? —dijo, alejándose de Joaquín—. Yo no soy ninguna Verónica. Yo soy Juan Ignacio, tu amigo Juani de toda la vida.

Joaquín retrocedió, avergonzado.

—Lo siento —dijo—. Pensé que te gustaba hacer el amor conmigo.

—No, no me gusta, no me gusta nada —dijo Juan Ignacio, con una voz cortante, agresiva—. La sodomía me parece algo abominable, Joaquín. Solo pensar que hicimos eso me da náuseas.

Arrepentido de haber dado un paso en falso, Joaquín salió de la cama y se sentó en su cama plegable.

—Lo que hicimos la otra noche no me pareció abominable, Juani —dijo, en voz baja—. Para mí fue algo bonito. Yo lo disfruté mucho.

—Pues yo no —dijo Juan Ignacio—. Para mí fue una experiencia denigrante. Yo diría que ha sido el punto más bajo de nuestra amistad. Los amigos están para ayudarse, Joaquín, no para hacerse daño. Y yo no quiero que tú me contagies tus debilidades. Si tú has escogido un estilo de vida que está reñido con la moral, pues allá tú, es tu problema. Pero no me obligues a hacer cosas que yo rechazo profundamente, pues. Por favor, que esto no vuelva a repetirse, porque de lo contrario me vas a obligar a tomar medidas drásticas.

Joaquín sonrió.

—Me estás hablando como me hablaría mi padre —dijo.

—Es porque te quiero, Joaquín, y porque en este momento me siento como tu hermano mayor —dijo Juan Ignacio—. Ahora más que nunca tenemos que ser fuertes y estar unidos para salir adelante. Como ves, las cosas son más difíciles de lo que nos habíamos imaginado. Pasan los días y seguimos sin trabajo. Yo estoy sumamente preocupado, Joaquín. Esto no puede seguir así.

—¿Y qué vamos a hacer si no conseguimos trabajo?

—No sé, no tengo idea, pero déjame decirte una cosa: yo no he venido a Madrid a vivir como un sudaca más. Yo soy un profesional, he terminado con todos los honores una maestría en Washington DC y no voy a terminar fregando platos en una chingana de Madrid. Eso de ninguna manera. Como tú bien sabes, yo tengo mi orgullo. Antes de ponerme a lavar platos, me regreso a Lima y sanseacabó.

—Pero volver a Lima sería sacrificar nuestro orgullo, Juani. Volveríamos como perdedores.

—Puede ser, puede ser, pero yo la verdad ya estoy harto de comer frejoles todos los días, de lavar mis calzoncillos en la ducha, de dormir en este colchón jugoso, carajo. Ya tengo las pelotas hinchadas de aguantar a la aguaruna de mierda que no me deja ver televisión tranquilamente, que me mira con un rencor de cien años, como si yo tuviese la culpa de que ella sea india y fea, la puta que la parió. Yo no estoy acostumbrado a vivir en estas condiciones de estrechez, Joaquín. A mí en Lima me cocinan solamente lo que me gusta. En mi puta vida he lavado las ollas de mi casa. Yo he lavado una olla por primera vez en esta pensión de medio pelo. En mi casa me traen el desayuno a la cama, me lavan mi ropa que da gusto y me la entregan planchadita, impecable, y pobre de la lavandera si mis camisas están un poquito arrugadas o no tienen almidón, ah, carajo, le cae un café de la gran puta a la negra. Para qué te voy a mentir, yo la verdad que extraño mucho las comodidades de mi casa.

—Sí, pues, no se puede negar que en Lima vivíamos mejor que aquí.

—O sea que ya sabes mis planes, Joaquín. Si no consigo un buen trabajo pronto, a hacer maletas y a volver al Perú con la frente en alto.

Se quedaron callados.

—¿No te arrepientes de haber renunciado a la compañía de seguros, Juani? —preguntó Joaquín.

—Yo jamás me arrepiento de nada —dijo Juan Ignacio—. Solo los perdedores se arrepienten de las cosas que hacen.

—De repente deberías considerar cobrar temporalmente el paro. Eso te daría más tiempo para encontrar un buen trabajo.

Juan Ignacio movió la cabeza.

—De ninguna manera —dijo, tajante—. Yo no voy a vivir como un parásito, chupando la mamadera del Estado español. Eso va contra mis principios.

—No exageres, Juani. Hay que ser pragmáticos.

—Es una cuestión de principios, Joaquín. Yo siempre he creído que a todos esos vagos que cobran el paro deberían cortarles la mamadera, y encima deberían traer el rochabús como en el Perú y tirarles un buen chorro de agua con ácido muriático a ver si se desahuevan y aprenden a ganarse la vida, carajo.

Se rieron. Ahora Juan Ignacio parecía optimista, seguro de sí mismo, el ganador de siempre.

—¿Cuánto tiempo más estás dispuesto a esperar? —preguntó Joaquín.

—Máximo, hasta fin de mes —dijo Juan Ignacio—. Si no, todos vuelven, como dice el vals.

Luego le dio la espalda a Joaquín y metió la cabeza debajo de la almohada. Este viaje a España va a ser un gran fracaso, pensó Joaquín. No debí largarme de Lima a la loca.

Una de sus últimas noches en Madrid, Joaquín salió a dar una vuelta a ver si se cruzaba con algún chico guapo por ahí. Hacía mucho frío esa noche. Paró un taxi y subió.

—Lléveme a la mejor discoteca gay de Madrid, por favor —le dijo al taxista.

Gay, gay, es que no me suena nada esa discoteca —dijo el taxista, un hombre ya mayor—. ¿En qué calle está?

—No, señor, la discoteca no se llama gay —dijo Joaquín—. Me refiero a una discoteca de chicos.

—Ah, ¿esas discotecas nuevas donde van los chavales a tomar cocacola? —preguntó el taxista.

—No. En realidad, quisiera ir a una discoteca para homosexuales.

El taxista puso cara de molesto.

—Pues yo no conozco ninguna, y si conociera tampoco lo llevo —dijo, tajante—. Ahora bájese de mi carro, por favor, que yo no trabajo con mariconas.

Joaquín bajó del carro y subió a otro taxi. Esta vez, el conductor entendió bien adonde quería ir Joaquín, y lo llevó a una discoteca frecuentada por homosexuales. Tras pagarle y agradecerle, Joaquín entró a la discoteca, se sentó en la barra y pidió una cocacola sin cafeína. No había mucha gente en la discoteca. Estaban tocando una canción que le pareció demasiado estridente.

—¿Tú eres peruano, no es cierto? —Escuchó, poco después.

Una chica se había sentado a su lado. Tenía el pelo negro, los ojos achinados y la nariz algo grande.

—Sí —dijo Joaquín.

Ella sonrió.

—Yo también —dijo.

—¿Cómo te diste cuenta? —preguntó él.

—Creo que te vi en Lima alguna vez —dijo ella—. ¿Qué haces por aquí?

—Nada —dijo él—. De paso.

—No sabía que eras gay —dijo ella.

—Yo tampoco —dijo él, y se rieron.

—¿Pero eres o no eres?

—A veces.

—Eso no vale.

—¿Por qué?

—Porque yo soy lesbiana siempre, no a veces —dijo ella.

Él tomó su cocacola.

—Eres la primera lesbiana que conozco —dijo.

—Debes haber conocido a varias sin saberlo —dijo ella.

Se quedaron callados.

—¿Vives en Madrid? —preguntó él.

—Ajá —dijo ella.

—¿Hace cuánto?

—Cinco años ya, voy para seis.

—Qué suerte. ¿Vives con tu familia?

—No, vivo sola. Mi familia no me aguanta.

—A mí tampoco.

—Es normal.

—¿Y cómo te ganas la vida?

—Vivo de mis rentas.

—Caramba, bien por ti, el que puede, puede. ¿Cómo te llamas?

—Luciana. Luciana Ravello.

—¿Algo del banquero famoso?

—Sí. Yo soy la hija de Ravello.

Pocos años atrás, José María Ravello había sido uno de los banqueros más ricos del Perú. Luego cayó en desgracia: en medio de un escándalo público, fue encarcelado por usar indebidamente el dinero de los ahorristas de su banco.

—¿Qué fue de tu padre? —preguntó Joaquín.

—Salió de la cárcel hace un par de años —dijo Luciana—. Ahora vive en Costa Rica.

—¿Sigue metido en bancos?

—No, ahora tiene una chacrita de frutas y unas cuantas vacas. Ya no trabaja. Está jubilado. Quedó mal después de la cárcel.

—¿Y tú por qué no vives en Costa Rica?

—Porque mi viejo sabe que soy lesbiana, y para evitar el escándalo me mandó aquí.

Luciana pidió una cerveza. Joaquín se animó a pedir otra. Tomaron unos tragos. Fueron a bailar.

—¿Ahorita te sientes gay? —preguntó ella, mientras bailaban.

—Después de una cerveza, siempre me siento gay —dijo él.

Un rato después, ella dijo para ir a su departamento. Salieron de la discoteca, subieron a un taxi y fueron al departamento de Luciana. Ella vivía en Menéndez y Pelayo, frente al Retiro.

—Te voy a enseñar una cosa que solo les enseño a mis amigos —le dijo a Joaquín, cuando entraron al departamento.

Luego fue a su cuarto y regresó con una barra de oro. Era tan grande como un ladrillo, solo que era dorada y brillaba.

—La logramos sacar del Perú justo antes que mi viejo cayese preso —dijo.

—Coño, qué suerte —dijo Joaquín.

Luciana acarició la barra de oro.

—Ahora es mía —dijo, sonriendo—. Mi viejo me la regaló cuando cumplí veintiún años.

—¿Como cuánto valdrá? —preguntó Joaquín.

—Toda la plata que necesito para no volver a Lima —dijo Luciana, y se rieron a carcajadas.

El último día de enero de ese año, Juan Ignacio le dijo a Joaquín que había decidido volver a Lima, y Joaquín dijo que él también quería volver, pues ya no le quedaba mucha plata. Esa mañana, los dos fueron juntos a las oficinas de una línea aérea y reservaron dos asientos en un vuelo a Miami al día siguiente.

—Tenemos que despedirnos de Madrid por todo lo alto —dijo Juan Ignacio, cuando llegaron a la pensión con los pasajes—. ¿Qué te parece si nos ponemos bien elegantes y vamos a comer al Palace?

—Me parece una gran idea —dijo Joaquín—. Tiempo que no comemos rico.

—Pero antes quiero comprarme un par de ternos para llegar a Lima bien parado —dijo Juan Ignacio—. Quiero que los cholos de la aduana digan carajo, este blanquito debe ser dueño de un banco, debe ser bien billetón. Tú sabes que en Lima te tratan como te vistes, Joaquín. Tú también deberías comprarte un par de ternitos.

—Tienes razón, Juani.

—Entonces vamos de una vez a comprarnos buena ropa. Ay, carajo, nada me gusta más que comprar ropa fina.

Se abrigaron, salieron de la pensión y bajaron a la calle.

—Hoy vamos en taxi —dijo Juan Ignacio—. Ya estoy harto de subirme a esos ómnibus llenos de ancianos con última parada en la morgue, carajo.

Se rieron. Pararon un taxi.

—Si está fumando, no subimos —dijo Juan Ignacio.

Abrió la puerta del carro. El taxista estaba fumando.

—Lo siento —le dijo Juan Ignacio al taxista—. Yo no viajo en taxis contaminados.

—Vete a coger por el culo —gritó el taxista.

—Yo no pago para que me envenenen, peladito —gritó Juan Ignacio, riéndose, cuando el taxi se alejó de ellos.

Joaquín se rio a carcajadas. Tuvieron que dejar pasar varios taxis más hasta encontrar un taxista que no fumase. Entonces subieron al carro, y Juan Ignacio le dijo al taxista que los llevase a la tienda Milano, en la Puerta del Sol.

—Mi madre siempre ha comprado mi ropa en Milano —dijo Juan Ignacio—. Es una tienda de primera.

Al llegar a Milano, pagaron el taxi a medias, entraron a la tienda y se detuvieron a ver los ternos. Un vendedor les ayudó a buscar las tallas y los colores que querían.

—Los trajes, siempre oscuros y cruzados —le dijo Juan Ignacio a Joaquín—. Primero, porque adelgazan, y segundo, porque dan una imagen de poder.

Entonces el vendedor les explicó que cada color tiene su propia personalidad.

—El gris es tranquilo, más bien tímido —les dijo—. No tiene tanto carácter como el azul marino, que siempre sabe lo que quiere. Y el negro es un individualista puro que no le teme a la muerte.

Luego fue por una cinta métrica para tomarles las medidas.

—A este parece que se le chorrea el helado —le dijo Juan Ignacio a Joaquín, bajando la voz, señalando al vendedor—. Ten cuidado que en una de esas estornuda y nos pasa el sida —añadió, y los dos se rieron.

El vendedor regresó y los midió de arriba abajo.

—¿Cuál es el color de los ganadores? —le preguntó Juan Ignacio.

—Definitivamente, el azul —dijo el vendedor.

—Pero azul oscuro —añadió Juan Ignacio.

—Exacto, oscuro, azul oscuro —dijo el vendedor.

—Y blanco —dijo Juan Ignacio—. Solo un hombre de éxito se pone un traje blanco.

—Bueno, sí, el blanco es siempre una afirmación tajante, un grito de esperanza —dijo el vendedor.

—Cuando yo me case, me voy a poner un traje blanco y un clavel rojo —dijo Juan Ignacio.

—Te verías estupendo, Juani —dijo Joaquín.

—El blanco va bien con el azabache radical de su pelo —le dijo el vendedor a Juan Ignacio.

—Y voy a fumar un habano, el único habano que voy a fumar en mi vida —dijo Juan Ignacio.

—¿Cuándo se casa el caballero? —le preguntó el vendedor.

—Algún día —dijo Juan Ignacio.

—Desde ahora, mis parabienes —dijo el vendedor.

Esa noche, Juan Ignacio y Joaquín se pusieron los ternos que habían comprado en Milano y fueron a cenar al hotel Palace.

—Esto es vida, carajo —dijo Juan Ignacio, mientras comían unos postres espléndidos.

Mientras comían, habían tomado una botella de vino tinto. Joaquín se sentía un poco borracho.

—¿Tú te acuerdas de mí en el colegio, Juani? —preguntó.

—La verdad que no —dijo Juan Ignacio—. Pero mis recuerdos del colegio son maravillosos. Yo me siento muy orgulloso de haber estudiado en el Markham College, el mejor colegio del Perú.

Se quedaron callados. Siguieron comiendo.

—Yo sí me acuerdo de ti en el colegio —dijo Joaquín.

Juan Ignacio sonrió, halagado.

—Seguramente te acuerdas cuando me nombraron house captain —dijo.

—No —dijo Joaquín, sin mirarlo a los ojos—. Me acuerdo de ti un día en el baño de menores.

Juan Ignacio puso cara de sorprendido.

—¿En el baño de menores? —preguntó.

—Ajá —dijo Joaquín.

—Qué raro —dijo Juan Ignacio—. Yo no me acuerdo de ese día.

Joaquín sonrió, como si no le creyese.

—¿En serio no te acuerdas de ese día en el baño? —preguntó.

—De verdad, no me acuerdo en absoluto —dijo Juan Ignacio—. ¿Qué fue lo que pasó?

Joaquín tomó un trago antes de hablar.

—Yo estaba en quinto de primaria —dijo—. Habíamos salido al segundo recreo. Yo estaba en uno de los baños de primaria. Tú entraste al baño con tu capa negra de capitán. Había pocos chicos en el baño. Tú nos dijiste que ibas a hacer una revisión de higiene personal. Todos nos pusimos en fila. Tú nos revisaste el pelo, las manos, las uñas y el cuello de la camisa. Después dijiste que todos habían aprobado, menos yo. Cuando los otros chicos salieron del baño, tú me dijiste que tenías que hacerme un examen más a fondo. Me llevaste al excusado, cerraste la puerta y me hiciste bajar el pantalón. Entonces me tocaste la pinga y me dijiste estás un poquito sucio, no te voy a jalar pero tengo que limpiarte con saliva, mira bien para que aprendas. De ahí escupiste en la palma de tu mano y me empezaste a frotar la pinga. Después te abriste la bragueta y me dijiste ahora vamos a practicar juntos, échate saliva en la mano y hazme una limpiadita, solo para ver si has aprendido; si lo haces bien, apruebas el examen. Yo escupí mi mano y te la corrí. Cuando terminaste, me manchaste la mano. Antes de irte, me dijiste que me ibas a poner veinte y me hiciste prometerte que no se lo iba a decir a nadie.

Juan Ignacio tomó un trago. Estaba pálido.

—Qué vergüenza, Dios mío —murmuró—. Lo siento, Joaquín. Lo siento en el alma.

—No te preocupes, hombre —dijo Joaquín—. Eso pasó hace mucho tiempo.

—Si te hice daño, te ruego que me perdones, Joaquín. Te juro por lo que más quiero que yo no sabía que ese chico habías sido tú. Me acuerdo de la escena en el baño de menores, pero no sabía que eras tú.

—Más bien, tú discúlpame por haber traído a la conversación estos recuerdos amargos, Juani.

—Si puedo hacer algo para que me perdones, dímelo, Joaquín. Pídeme lo que quieras.

Joaquín pensó qué le provocaba hacer esa noche. No tuvo que pensar mucho rato.

—Esta es nuestra última noche en Madrid —dijo—. Quedémonos a dormir en este hotel.

Juan Ignacio sonrió, aliviado, tal vez porque sintió que Joaquín no le guardaba rencores.

—Dalo por hecho —dijo.

—Pagamos a medias, por supuesto —dijo Joaquín.

—De ninguna manera —dijo Juan Ignacio—. Esta noche invito yo.

Luego pidió la cuenta, y pagó con una tarjeta de crédito. Algo borrachos, se levantaron y fueron a la recepción del hotel. Juan Ignacio pidió una habitación doble, entregó su tarjeta de crédito, llenó una cartilla y recibió la llave de la habitación. Subieron por el ascensor. Caminaron en silencio por el pasillo alfombrado. Joaquín presentía lo que iba a ocurrir. No bien entraron al cuarto, se abrazaron y se besaron.

—Te ruego que me perdones —susurró Juan Ignacio.

—Yo siempre te voy a querer —susurró Joaquín.

Después, se dejaron llevar por los instintos. Esa noche, hicieron el amor por segunda y última vez.

Un par de días después, estaban de regreso en Key Biscayne, antes de seguir viaje a Lima. Como en el viaje de ida, se alojaron en el departamento de los padres de Juan Ignacio. Al día siguiente de haber llegado, decidieron jugar tenis en una de las canchas del edificio. Fueron a un centro comercial, compraron raquetas, pelotas de tenis y ropa deportiva, y regresaron al departamento. Luego se cambiaron de prisa y bajaron a la cancha de tenis. Era una cancha de cemento, rodeada de palmeras. Había salido un sol radiante esa mañana.

—Prepárate, que te voy a dar una paliza —dijo Juan Ignacio, entrando a la cancha de tenis.

—No vale trabajar a la boquilla, pues —dijo Joaquín, sonriendo.

Juan Ignacio hizo unos ejercicios para calentar los músculos.

—Estoy al cien por ciento esta mañana —dijo—. Me siento como la gran puta, como un chiquillo de quince años. Ay, carajo, no hay nada como una vida sana y metódica.

—Con este sol vamos a terminar muertos —dijo Joaquín.

Juan Ignacio soltó una carcajada.

—Ya comienzan las disculpas —dijo, en tono de burla—. Que el sol me cegó, que el viento estaba en contra, que las gaviotas hicieron mucha bulla, que la pelota daba mal bote. Ay, don Joaquín, ¿cuándo vas a aprender a perder? —añadió, y los dos se rieron.

Juan Ignacio flexionó las piernas, dio unos saltos y se persignó.

—Listo —gritó—. Cuando quieras.

—¿Quién lleva la cuenta? —gritó Joaquín, al otro lado de la cancha.

—Tú, por favor —gritó Juan Ignacio—. No va a ser tan difícil, porque siempre vas a estar en cero.

Entonces comenzó el partido. Joaquín empezó jugando mejor. Fue sumando puntos sin mucha dificultad. Juan Ignacio parecía algo lento e impreciso esa mañana. Sus tiros eran débiles, mal colocados. Rara vez acertaba un golpe ganador.

—Seis a dos, primer set para mí —gritó Joaquín, tras ganar un punto fácilmente.

—Cinco a dos, dirás —corrigió Juan Ignacio—. Falta un game todavía.

—Estoy segurísimo, Juani. Ya terminó el primer set.

—¿Estás apurado o qué? Falta un game, hombre. No comiences con tus mañas, por favor.

Joaquín se resignó a darle la razón, y no tuvo muchos problemas en ganar los siguientes puntos. Recién entonces, Juan Ignacio aceptó que había perdido el primer set.

—Bueno, ahora sí se acabó el recreo —gritó, antes de comenzar el segundo set.

Entonces empezó a golpear la pelota con más fuerza, pero casi todos sus tiros salían de la cancha o se estrellaban en la net. Joaquín continuó sumando puntos sin esforzarse demasiado.

—Cuatro a uno —gritó, poco después, cuando Juan Ignacio botó una pelota lejos de la cancha.

—Estás loco —gritó Juan Ignacio—. Tres a uno, hombre.

Ahora Juan Ignacio parecía irritado. Hacía mucho calor, estaba perdiendo, y a él no le gustaba perder.

—No, Juani —dijo Joaquín—. Yo estoy llevando la cuenta y estoy seguro. Va cuatro a uno y te toca sacar a ti.

—No puedo creer que seas tan tramposo —gritó Juan Ignacio, sin poder disimular que estaba enojado.

—No estoy haciendo trampa —dijo Joaquín—. Estoy llevando el puntaje porque tú me dijiste. Si quieres, a partir de ahora llevamos juntos el puntaje.

—Perfecto —dijo Juan Ignacio—. Tres a uno. Saco yo.

—Cuatro a uno —insistió Joaquín—. No puede ser que me hagas esto a cada rato solo porque vas perdiendo, Juani.

—De ninguna manera, pues. ¿Por qué carajo voy a ceder a tus trampitas si estoy seguro que vamos tres a uno?

Entonces Joaquín perdió la paciencia.

—Mejor no seguimos jugando —dijo, y salió de la cancha.

—Ah, carajo —gritó Juan Ignacio, llevándose las manos a la cintura—. ¿Me amenazas? ¿Me das un ultimátum?

Joaquín se sentó en una banca al lado de la cancha y se secó el sudor de la frente.

—Yo no sigo —dijo—. Así no tiene sentido jugar.

—Eres un picón, un picón de mierda —gritó Juan Ignacio—. ¿O sea que si tú no ganas no tiene sentido jugar? Qué tal concha, carajo. Ya estoy hinchado de tus caprichos, de tus engreimientos de señorita.

—El picón eres tú, que cuando pierdes haces trampa —gritó Joaquín.

Luego se levantó y caminó hacia la puerta de la cancha.

—La señorita se pica, tira la raqueta y se va —gritó Juan Ignacio, en tono burlón—. Qué barbaridad, carajo. Eso refleja tu actitud frente a la vida, Joaquín. Si no te dan siempre la razón, si las cosas no salen como a ti te da la gana, mandas todo a la mierda y te largas. Esa es una actitud de perdedor, pues. Lo que pasa es que eres un perdedor.

Joaquín se detuvo, volteó y miró a Juan Ignacio.

—Por favor, no comiences con tu estúpido discurso de ganadores y perdedores —le dijo.

Juan Ignacio se rio con una risa forzada.

—Te duele porque es la verdad —gritó—. Eres un perdedor, un perdedor de mierda, Joaquín. Siempre fuiste un perdedor y siempre vas a ser un perdedor. Y tú lo sabes.

—De repente tú serás un ganador, pero eres un gran cojudo —gritó Joaquín.

—Cállate, oye, perdedor, maricón de mierda —gritó Juan Ignacio.

—¿Quién habla, Verónica? —gritó Joaquín.

—Dices eso una vez más y te rompo la cara, conchatumadre —gritó Juan Ignacio.

—Ya no te aguanto —dijo Joaquín—. Yo me largo de aquí.

Luego subió al departamento, sacó sus maletas, bajó al estacionamiento y entró al carro. Salió del edificio manejando lentamente, pensando voy a llorar recién cuando pase la caseta del portero.

—Perdedor —le gritó Juan Ignacio, desde la cancha de tenis.