XI
Helena pedaleó en la bicicleta hasta la escuela el día siguiente. Le dijo a su padre que, cuando Lucas viniera, le dijera que tenía cosas que hacer antes de la tutoría. Jerry se ofendió cuando ella se negó a llamar por teléfono al muchacho para explicárselo, pero es que no soportaría escuchar su voz.
—¿Ocurrió algo ayer en la cena? —quiso saber Jerry.
La joven se escabulló por la puerta y empezó a pedalear antes de darle una respuesta.
Agradeció la fresca brisa otoñal que le acariciaba el rostro. Tenía la cara hinchada por haber estado despierta toda la noche, con los ojos repletos de lágrimas. En realidad, no había derramado ninguna y jamás llegó a desahogarse en un llanto casi eterno, al más puro estilo clásico. Se recostó en la cama tan perpleja que ni siquiera era capaz de sollozar. Se sentía como una idiota. Intuía que había cosas peores que el menosprecio del chico de sus sueños, pero, en ese instante, no lograba imaginarse ninguna.
Kate, Claire y hasta su padre le habían preguntado en repetidas ocasiones qué había entre ellos dos, como si esperaran que en cualquier momento anunciaran que estaban juntos, pero nadie le había preguntado a Lucas qué opinaba sobre que le emparejaran con Helena. Ahora sabía a ciencia cierta que él «jamás la tocaría». Esas tres palabras no dejaban de resonarle en la cabeza; no eran solo las palabras, sino la pasión con las que las había pronunciado. Tal y como se había referido a ella, daba la sensación de que la idea de besarla le resultaba asquerosa, lo cual la dejó confusa a la par que dolida. ¿Cómo era posible que quisiera darle la mano todo el tiempo si pensaba que era repulsiva?
Helena llegó a la escuela, puso el candado en su bicicleta y tomó una ruta alternativa hasta su taquilla. Era un camino más largo, pero sabía que no se toparía con ningún Delos, así que merecía la pena. Había salido de casa tan pronto que, incluso tras haber tomado la vía más larga, fue la primera en asomar la cabeza en el aula.
Claire advirtió el mal aspecto de su mejor amiga en cuanto entró por la puerta. Como buena amiga que era, aparcó todas las discusiones que supuestamente tenían pendientes y le hizo a Helena una docena de preguntas acerca de su rostro enrojecido y el cabello alborotado incluso antes de quitarse la mochila y dejarla en el suelo. Helena mintió lo mejor que pudo, pero con poco entusiasmo. Menos mal que apareció Matt y apoyó su versión, explicando lo que a Helena le había pasado el día anterior. Tampoco ayudó que Zach no dejara de hacer ruidos de burla mientras Helena trataba de disuadir a Claire. La joven lo ignoró, tal y como acostumbraba a hacer, pero notaba que la observaba en todo momento con una expresión desdeñosa.
Helena mantuvo la cabeza gacha e hizo todas sus tareas. Ahora le importaba un bledo si le iba bien en el instituto, si llamaba la atención o si padecía retortijones. Mientras caminaba hacia la cafetería meditó la idea de fingir un terrible dolor de estómago para alejarse de Lucas. Lo último que quería era enfrentarse a todos en el almuerzo, así que tenía que encontrar un lugar donde esconderse. Vio el auditorio a su derecha. Alguien había dejado la puerta entreabierta, así que no dudó un segundo en empujarla y colarse en el interior.
Una luz muy suave y tenue iluminaba el escenario. Todo estaba en calma, no había ningún ruido. Era exactamente lo que andaba buscando. Se acomodó en el proscenio y destapó la fiambrera con su almuerzo. Empezó a comer y miró a su alrededor, tomando nota de los nuevos decorados que acababan de colocar. El club de teatro representaba dos espectáculos al año, una obra de teatro en invierno y un musical en primavera.
Se preguntó qué obra de teatro interpretaría el club este invierno. Entonces vio el guion que alguien había dejado allí: El sueño de una noche de verano. Helena abrió la primera página y leyó: ESCENA 1. ATENAS. PALACIO DE TESEO. Puso los ojos en blanco y arrojó el texto al suelo. Daba la impresión de que alguien le había tendido una trampa. Quizás era verdad que el destino movía todos los hilos.
Helena pasó las tres horas restantes aturdida y embobada, pero su suerte no duró todo el día. Cuando sonó el timbre que marcaba el fin de la jornada escolar, se apresuró hacia su taquilla para guardar los libros e ir a entrenar lo más rápido posible, pero Lucas se anticipó.
—¡Eh! —exclamó desde el otro extremo del pasillo. Aproximándose a ella, adoptó un semblante más corpulento y peligroso. Grupos de estudiantes se escurrían hacia sus clases al oír las zancadas del joven Delos. Cuando al fin estuvo lo bastante cerca, le preguntó—: ¿Dónde te has metido todo el día?
—He estado ocupada. No puedo llegar a atletismo tarde otra vez —respondió lacónicamente, sin mirarle a los ojos mientras rebuscaba en la taquilla el material para el entreno.
—Te acompaño —se ofreció al mismo tiempo que examinaba el rostro de Helena.
La joven mantuvo la cabeza inclinada; el cabello le tapaba el rostro y decidió no responder al ofrecimiento. Avanzaron por el pasillo juntos, pero a pesar de tener a Lucas a su lado, Helena se sentía más sola que nunca.
—¿Por qué no me has llamado esta mañana? Podría haberte recogido más temprano si tenías cosas que hacer algún recado —dijo Lucas cuando el silencio se hizo insoportable.
—Mira, Lucas. Es muy dulce por tu parte que quieras traerme en coche, pero para mí es más fácil coger la bici. Así que mejor será que lo olvidemos.
—¿No quieres que pase a buscarte más? —preguntó con voz gélida.
—No —respondió.
La pareja se acercó al final del pasillo que conducía hacia los vestuarios del instituto. Al fin, Helena se giró para mirarle, aunque no debería haberlo hecho. Lucas parecía dolido.
—De acuerdo —aceptó con un susurro—. ¿Piensas decirme qué he hecho mal o tengo que adivinarlo?
—No has hecho nada mal —respondió Helena con aire apático.
El muchacho la miró con atención, esperando notar la mentira, pero no percibió ni un ápice. Por un momento, la luz que iluminaba su rostro se dispersó, ocultando así su ademán.
—¿Podrás llegar a mi casa después del entreno? —le preguntó mientras esquivaba su mirada, tan confundido que no sabía dónde mirar ni qué decir.
—Ya que lo mencionas… —empezó Helena mientras ideaba una mentira creíble.
—Vendrás. Todavía no hemos averiguado la identidad de las mujeres que te atacaron y, para colmo, Creonte está aquí. Aprender a defenderte es más importante que lo que hecho, o no, para molestarte —comentó cortante y con tono enfadado.
Helena asintió, a sabiendas de que era ridículo insinuar que quería dejar de asistir a esas clases. Apenas lograba distinguirle entre las confusas imágenes que Lucas creaba al mismo tiempo que manipulaba la luz a su alrededor. Daba la impresión de que la silueta del chico se había triplicado y las tres versiones se arremolinaban entre sí formando una ilusión óptica similar a la de un caleidoscopio. Helena prefirió agachar la cabeza; el cabello le tapaba los ojos y esperó a que su imagen se estabilizara para poder mirarle sin marearse.
—¿Quieres que me mantenga lejos de ti el resto del día? —le preguntó con una voz cuidadosamente controlada.
No, pensó Helena. Y sí. Las dos respuestas eran sinceras. No podía mentirle, pero, de golpe, la verdad se había tornado escurridiza.
—Creo que sería lo mejor —balbuceó.
Lucas no contestó ni una palabra. Solo dio media vuelta y la dejó allí, en mitad del pasillo.
—Hola, Lucas…. Adiós, Lucas —lo saludó y lo despidió Claire cuando se lo cruzó en el pasillo. Miró a Helena y a Lucas varias veces y preguntó—: ¿Bronca?
Ella se encogió de hombros y cogió la mano de su mejor amiga, conduciéndola hacia los vestuarios femeninos.
—Qué más da. —Eso era todo lo que energía le dejó articular. Mientras trotaba por la pista, le preguntó a Claire por su día. Le confesó su almuerzo secreto en el auditorio y le comentó que se lo contara a Matt para evitar que la amistad se enfriara. Claire sentía una gran curiosidad, pero no le hizo ninguna pregunta al respecto.
Helena sentía que el mundo se había convertido en una suerte de chiste sin gracia. Si se hubiera encontrado en un club viendo un espectáculo semejante, no habría dudado en levantarse e irse de allí. Pero debía aceptar las cosas como eran: después del entreno tenía que ir a casa de los Delos para dejar que el primo de Lucas le diera una buena tunda.
Cuando finalizó el entreno, fue en bicicleta hasta allí. Llegó antes que Lucas, Jáson y Héctor. Se dirigió hacia las pistas de tenis, que estaban en proceso de convertirse en un auténtico campo de combate recubierto con arena, y observó a su alrededor. Había una espada en el suelo y no dudó en recogerla. Alzó el arma y la viró en el aire, para saber que se sentía.
Se sintió tonta de remate. Ella no estaba destinada a ser un espadachín.
—Creo que Héctor quiere que primero aprendas a manejar la lanza. Es la tradición —anunció Casandra, que apareció detrás de ella.
—No querría entrometerme con la tradición —respondió Helena con sarcasmo mientras dibujaba una cruz en la arena con la punta de la espada.
—Todo lo contrario. De hecho, creo que eso era lo que tu madre tenía en mente para ti —añadió Casandra con ese tono de voz lejano y espelúznate que solía utilizar en momento cruciales—. Escoger un nombre para bautizar a una hija es una cosa del pasado, y yo solo puedo ver el futuro.
—¡Eres un oráculo! —exclamó Helena, atónita. Tendría que haberse dado cuenta desde el principio.
De pronto, no estuvo segura de querer quedarse a solas con Casandra. Había algo en su mirada que no la convencía. Empezó a dibujar un círculo alrededor de Casandra, manteniendo siempre la misma distancia entre ellas, pero acercándose sutilmente a la salida.
—Delfos, Delos. Y el oráculo de Delfos siempre fue uno de los sacerdotes escogidos por Apolo —musitó Helena sin alterar el tono de voz, procurando mantener a Casandra distraída.
—Casi. El oráculo de Delfos fue siempre uno de los vástagos de Apolo, y siempre una sacerdotisa. Una chica —corrigió Casandra con tono amargo—. El oráculo de Delfos es la hija de Apolo y las Tres Hadas, también conocidas como los Tres Destinos.
—Estoy bastante segura de que eso no figuraba en el libro que me regalaste —repuso Helena algo dubitativa mientras Casandra recogía la espada del suelo; la levantó con esfuerzo antes de acercarse a Helena.
—Jamás se reveló a los antiguos historiadores, aunque sí se conocía que Apolo era hijo de Zeus y no descendiente de los dioses originales. Pertenecía a la segunda generación, una especie de vástago glorificado y que, al igual que nosotros, moriría algún día.
Casandra seguía aproximándose a la chica sin dejar de empuñar la espada.
—Entonces, ¿Por qué no murió? —preguntó Helena con suma cautela, procurando no alterarse para no provocar a Casandra. Deshizo el círculo que había avanzado antes sin apartar la mirada de la hoja reluciente color bronce que Casandra alzaba y bajaba, como si no tuviera fuerza suficiente para mantenerla elevada constantemente.
—Apolo llegó a un trato con las Tres Hadas —informó. Por lo visto, un pensamiento oscuro la distrajo, pero, tras unos segundos de silencio, continuó—: Les ofreció algo que jamás hubieran conseguido sin su ayuda. Una niña. Juró ante el río Estigia que le otorgaría descendencia, pero, a cambio, ellas prometieron que nunca cortarían su hilo de la vida. Desde aquel día, Apolo alcanzó la inmortalidad y cada generación debe conceder a las Tres Hadas una niña descendiente de Apolo. Es su hija espiritual y, en algunas ocasiones, puede ver lo que sus madres tienen preparado para el mundo.
Helena advirtió que Casandra avanzaba a trompicones. A pesar de parecer insegura, continuó acercándose a la joven. A medida que se aproximaba a ella, el resplandor que bordeaba su silueta comenzó a bailar, como si repeliera su piel, y sus ojos y dientes se tiñeron del púrpura inconfundible de la luz negra. Helena sabía que, comparada con Casandra, era mayor, más grande y más fuerte; aún así, no le cabía la menor duda de que era ella la que corría un grave peligro. Casandra no era la única que habitaba ese cuerpo diminuto. Las Tres Hadas estaban de visita y, quizás, en parte, controlaban sus movimientos.
Helena vio que Casandra le bloqueaba cualquier escapatoria. La joven Hamilton sabía que, en un momento determinado, podría huir volando ahora que había aprendido a deshacerse de la gravedad, pero no estaba del todo segura de si sabría controlar el vuelo una vez hubiera despegado. Además, tampoco sabía aterrizar sin que Lucas la sujetara de las manos. Sin embargo, le aterrorizaba más el oráculo con la espada que desplomarse del cielo. Helena estaba a punto de arriesgarse y alzar vuelo cuando, de forma inesperada y repentina, la conducta de Casandra cambió por completo. Pasó de ser el mensajero oscuro y miedoso de las Hadas a convertirse en una jovencita vulnerable.
—Vi algo, Helena —anunció con desesperación—. Y después lo volví a ver una y otra vez. Me sentí tan avergonzada y asustada que decidí no contarle a nadie lo que había visto. Pido perdón si me estoy equivocando, pero tengo que hacerlo, por el bien de todos nosotros. Tengo que hacerlo… porque… es lo que ocurrirá después.
Los ojos se le humedecieron de lágrimas. Parecía tan atormentada que incluso Helena habría hecho cualquier cosa para hacerla sentir mejor. Le dedicó una sonrisa comprensiva a la pequeña de los Delos, que intentaba controlar su agitada respiración y asentía como respuesta, al mismo tiempo que envolvía la empuñadura de la espada con ambas manos. La balanceó por encima del hombro y se detuvo en seco, esperando que Helena estuviera preparada.
Helena tragó el grito sofocado que se arrastraba precipitadamente por su garganta.
Si Casandra, el oráculo de Delfos, había vaticinado su muerte, ¿qué sentido tenía luchar contra ello? ¿Acaso Helena tenía otra opción?
La idea de no manejar su propio destino la enfurecía. Estaba tan rabiosa que decidió levantar la cabeza y tomar la única decisión que podía, a sabiendas de que, con toda seguridad, sería la última decisión de su vida.
—Podría intentar escapar volando, pero ¿cómo dice la frase de la tragedia Edipo Rey?«A menudo se encuentra el destino en el camino que se tomó para evitarlo», ¿Verdad? Así que haz lo que tengas que hacer. Yo escojo acabar con esto ahora mismo —respondió Helena con la voz impasible, aunque todo su cuerpo temblaba de miedo.
Casandra osciló la espada. En ese milisegundo, Helena se convenció de que había gozado una buena vida, pues, de repente, quiso aferrarse a ella e incluso le vinieron ganas de llorar de gratitud. Había tenido amigos maravillosos, el mejor padre del mundo y un cuerpo sano y fuerte. Incluso había disfrutado de la emoción de volar. Y una vez, en mitad de la noche, estuvo a punto de besar al único chico que había querido…
Notó un extraño hormigueo, como si alguien hubiera apoyado un gigantesco mirlitón junto a su cuello y soplara con fuerza. Observó que Casandra abría los ojos de par en par mientras apartaba el filo de la espada del cuello de Helena.
La espada estaba completamente destrozada en la zona intermedia, retorcida y deteriorada, como si fuera una lámina de metal estrujada. Durante unos instantes Casandra miró fijamente a Helena, estupefacta e incrédula. Acto seguido, unos lagrimones de alivio se deslizaron por sus mejillas.
—Tenía razón —dijo al mismo tiempo que dejaba caer el arma y abrazaba a Helena con fuerza. Entonces empezó a dar brincos de alegría, obligando a la joven a que saltara con ella, mientras exclamaba—: ¡No estás muerta! Esto es… ¡No te imaginas qué feliz estoy por no haberte matado!
—Ídem —murmuró Helena, asombrada. Seguía viva.
—Espera, tenemos que asegurarnos —dijo Casandra, emocionada, mientras corría a toda prisa hacia el baúl de armas que había en un rincón de la pista de tenis. Destapó el cofre y agarró un arco y una flecha. Con una sonrisa de oreja a oreja, disparó a Helena al pecho.
Helena escuchó a Ariadna gritar algo a su prima y a alguien trotando a una velocidad supersónica para adelantarse a la flecha y frenarla, pero la carrera fue en vano. La punta de la flecha rozó el pecho de Helena y rebotó. Demasiado tarde como para cambiar de rumbo, Jasón chocó con ella desde atrás y la derribó. Los dos dieron varias volteretas hasta que el muchacho logró clavar los codos en el suelo, lo cual le ayudó a frenar. Quedó encima de la joven. Helena permaneció abatida en el suelo mientras Jasón observaba el tórax de Helena sin dar crédito a lo que veía.
—Vi que la flecha se clavaba en tu pecho —dijo con vehemencia, como si estuviera prestando declaración ante un gran jurado.
—Yo también —añadió Casandra desde el otro extremo de la pista de tenis, sonriendo con satisfacción.
—Creo que la hemos perdido definitivamente —susurró Héctor a Ariadna con aire triste, pero sin sorpresa en su voz.
—No he perdido la chaveta, Héctor. Lo he visto —afirmó Casandra sonriendo de oreja a oreja—. A Helena no puede herirla ningún arma.
Compruébalo por ti mismo —recomendó mientras extraía una espada del cofre para ofrecérsela a su hermana.
—Cass baja la espada —sugirió Ariadna alzando la mano, con un gesto apaciguador—. Podemos hablar sobre esto.
—¡No estoy loca! —chilló Casandra, que, de repente, se mostró furiosa.
—No está loca —confirmó Helena con convicción. Se deslizó por debajo de Jasón y se incorporó—. Vamos, Cass. Dispárame.
Casandra se colocó con otra flecha en el arco y no vaciló en diparar a Helena, esta vez apuntándole a la cabeza. Ariadna dejó escapar un grito ahogado, pero el chillido perdió intensidad cuando observaron que la flecha se desplomaba al tocar la cabeza de la joven. Se produjo un silencio sepulcral durante varios segundos.
—¡Vaya! —exclamo Héctor con un toque de envidia en su voz.
—¿Te ha dolido? —preguntó Jasón mirando a Helena con aire incrédulo.
—Un poquito —respondió ella, pero Jasón estaba tan emocionado que no podía prestarle atención.
Corrió hacia el cofre, sacó una jabalina y la arrojó hacia Helena. Rebotó en su cuerpo.
—De acuerdo, esta vez sí me ha dolido —reconoció Helena.
La joven no dejó de sonreír en todo momento, pero, al ver que Héctor ya había escogido otra espada y se encaminaba con paso decidido hacia ella, alzó las manos, indicando de modo amigable que ya había tenido suficiente.
—Pararé cuando empieces a sangrar —replicó con indiferencia sin dejar de avanzar violentamente hacía Helena. Tras cuatro embestidas, la espada quedó para el arrastre.
Helena dio un traspiés y cayó de bruces. No estaba herida, pero el instinto de protegerse seguía activo. Héctor adoptaba un semblante aterrador cuando atacaba. La lluvia de golpes finalizó súbitamente cuando la espada se rompió en dos. La joven intentó ponerse en pie, pero volvió a derrumbarse cuando algo cayó desde el cielo y aterrizó con violencia sobre Héctor. Lucas se abalanzó sobre su primo mayor desde arriba, hundiéndole en el barro y obligándole, segundos después, a ponerse de rodillas para atestarle varios golpes.
—¡Lucas para! —gritaron las tres chicas al mismo tiempo.
Jasón no soltó palabra, pero, tal y como ya era habitual, se entrometió entre su primo y hermano para intentar separarlos. Furioso, Lucas golpeó a Jasón accidentalmente; eso le hizo parar y mirar a sus dos primos. Héctor estaba debajo, recubierto de fango y mugre, con las manos en alto, gesticulando rendición. Jasón estaba junto a Héctor, con la boca manchada de sangre y empujando los hombros de Lucas para mantenerlo alejado de su hermano. Lucas pestañeo y miró a Helena.
—Estaba intentado matarte —confesó mientras bajaba el puño. Observó con atención a su primo y, con voz inocente, como si fuera un niño pequeño, añadió—: Te vi. Tenías una espada.
—Estoy bien. Mírame, Lucas. Ni una gota de sangre. Estoy bien —aseguró Helena mientras se deslizaba hacia la zanja. Posó las manos sobre los hombros de Lucas e intentó convencerle de que soltara a sus primos, que jadeaban asustados. El joven, dócil por el arrepentimiento y la confusión, se dejó guiar por Helena.
Casandra explicó brevemente la inmunidad de la jovencita a su hermano mientras Helena, Ariadna y Jasón tiraban de Héctor, que permanecía atorado en la zanja donde se había desplomado cuando Lucas se abalanzó sobre su primo. Aunque no estaba herido de gravedad, no podía caminar sin su ayuda. Ariadna y Jasón llevaron a Héctor hacia la casa, sujetándole para que no perdiera el equilibrio. Lucas contempló a su primo con atención, medio cojeando, medio arrastrándose por el jardín. Ante aquel panorama, Lucas tuvo que sentarse en la arena.
Tres siluetas salieron raudas del edificio, a una velocidad inhumana, para comprobar qué había sucedido. Palas ayudó a sus hijos a recorrer el resto del camino hacia la casa mientras Cástor y Pandora, tras una breve conversación con Ariadna, se dirigían hacía la pista de tenis.
—¿Por qué no me advertiste, Cassie? —suplicó Lucas en voz baja al mismo tiempo que Cástor gritaba preguntas desde la otra punta de la pista de tenis, acompañado por Pandora.
Casandra se encogió de hombros y desvió la mirada al suelo.
—Tenía miedo —interrumpió Helena, que no dudó en defender a Casandra para frenar el interrogatorio de Cástor. Tomó a la chica de la mano; a Helena le molestaba sobremanera que quisieran culpar a Casandra por las acciones de Lucas—: Tuvo una visión de sí misma sujetando una espada y supuso que me mataría. Pensó que tenía que matarme. Poneos en su lugar. ¿Se lo habríais contado a alguien?
Pandora miró a Helena de manera inquisitiva, como si quisiera preguntarle si todo andaba bien. Ella le respondió con una sonrisa insegura, aunque le alivió saber que Pandora era lo bastante sensible como para hacerle esa pregunta en silencio. Entonces, las dos volvieron su atención a Lucas, que todavía estaba en estado de Shock.
—Si estabas asustada, ¿por qué no me lo dijiste, Cassie? Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea —afirmó Lucas. Pero Casandra se limitó a menear la cabeza.
—Ninguno de vosotros estáis capacitados para ser mis confidentes. Soy la única que puede decidir lo que debo revelar o mantener en secreto —comentó con voz amable.
Casandra se apartó de Helena y se puso algo más derecha. En cierto modo, parecía que la más pequeña de los Delos se desprendía de su infancia con un gesto doloroso. Tomó aliento y se dirigió a Helena.
—¿Quedarte ahí y esperar que te cortara la cabeza? —dijo con una voz distinta, más madura y más melancólica—. Es lo más valiente que jamás he visto.
«Eso es porque no te has visto a ti misma», pensó Helena.
Casandra bajó la mirada hacia Lucas, que aún no había salido de su asombro por lo que había hecho. La chica apoyó una mano en su hombro y le sacudió hasta que Lucas alzó la mirada.
—Entremos en casa y veamos que tal está Héctor —dijo mientras ayudaba a su hermano a incorporarse.
A Helena aún le temblaban las piernas por el efecto de la adrenalina. Cuando se encaminaron hacia la casa, deseó que Lucas la cogiera de la mano, tal y como solía hacer, pero enseguida se regañó a sí misma por pensarlo. Aceleró el ritmo y caminó delante de él para no caer en la trampa de complacerse a sí misma.
Toda la familia se sentó alrededor de la mesa de la cocina para discutir el nuevo descubrimiento, pero, al parecer, nadie tenía respuestas. Le preguntaron a Helena si podía recordar algún episodio de su vida en que se hubiera hecho daño con un cuchillo, por ejemplo, pero su infancia había estado libre, lo cual resulta extraño hasta para un vástago. No lograba rememorar haberse cortado con algo más afilado y peligroso que una hoja de papel. Eso suscitó un debate filosófico acerca de que podía calificarse como un arma: si una hoja de papel podía cortarle pero una espada no, ¿se podría crear una espada de papel y matarla?
—¿Un tenedor se considera un arma? —preguntó Jasón señalando un tenedor que había sobre la encimera.
Ariadna se encogió de hombros y clavó el tenedor en el hombro de Helena. De inmediato, el objeto se deshizo como una bola de helado en contacto con algo caliente.
—Supongo —respondió Ariadna—. ¿Y una cuchara? —dijo mientras se giraba para encontrar una.
—¿Os importaría parar, por favor? —rogó Lucas con una mueca de dolor—. Al final encontraréis algo que pueda hacerle daño de verdad. O incluso matarla. Creo que deberíamos posponer los experimentos hasta que descubramos por qué pasa esto.
—Estoy de acuerdo con Lucas —afirmo Cástor—. Y cuanto antes averigüemos el motivo de su inmunidad, mejor.
—Es imposible que haya heredado ese talento, porque, de ser así, lo habríamos visto en otros vástagos antes —expuso Palas mirando a Helena fijamente, como si fuera un bicho en peligro de extinción que había encontrado bajo un tronco—. ¿Y si la sumergieron en el río Estigia? —lanzó Palas, como si fuera la explicación más lógica—. No se parece a un muerto viviente, pero Aquiles tampoco parecía y lo era.
—No, apostaría lo que fuera a que aún tiene alma —opinó Cástor, sacudiendo la cabeza.
—Y, de todas formas, ¿cómo habría llegado al río Estigia? Hace milenios que no hay un descendiente —añadió Casandra poco convencida.
«¿Un descendiente?», se preguntó Helena.
—¿Qué os parece algo más básico, como una pistola? —preguntó Jasón. Al muchacho aún no le entraba en la cabeza que Helena gozara de un talento tan increíble.
—¿Desde cuándo las balas son lo bastante rápidas para alcanzar a un vástago? Por eso seguimos utilizando espadas, tontaina —aclaró Ariadna con una sonrisita—. Nuestra velocidad es incomparable, por eso nosotros somos nuestro peor enemigo.
—Si, pero ¿y si Helena se queda quieta y nosotros le disparamos unas cuantas balas? Técnicamente, si alguien nos ametralla, podemos morir —dijo con cierta lógica.
—Da igual las veces que disparemos a Helena; de hecho, podrías lanzar una bomba sobre ella y no se haría ni un rasguño, eso es lo que intento deciros —prosiguió Casandra con aire cansado y frustrado.
—Tiene que haber una explicación. No es un talento, así que debe ser algún tipo de protección que no conocemos. Empezaré a investigar y redactaré una lista de posibilidades —afirmó Palas sin apartar la vista de la joven.
—Te ayudaré, papá —propuso Héctor desde el umbral de la puerta, y renqueó hacia la mesa de la cocina. Tenía el cabello húmedo, pues se acababa de dar una ducha—. Me muero por descubrir cómo aquí, la Chispas, hace este pequeño truco.
—He intentado que descanse por todos los medios, pero ni siquiera me escucha —protestó Pandora desde el pasillo.
Héctor se dirigió directamente hacia Lucas.
—¿Cómo estás? —preguntó con culpabilidad.
Héctor y su primo se dieron un emocionado apretón de manos.
—Estoy bien, hermano. Yo habría hecho lo mismo en tu lugar —admitió. Después dibujó una de sus sonrisas pícaras y añadió—: Aunque yo te habría golpeado más fuerte.
Se dieron un abrazo y dejaron la confrontación en el olvido. Ariadna estaba a punto de susurrarle a Pandora una pregunta, pero Helena no podía morderse ni un segundo más la lengua y explotó:
—Por favor ¿Alguien podría explicarme por qué me llamáis «Chispas»? Y si esta noche alguien vuelve a golpearme o a clavarme algo, ¡os juro que no respondo! —añadió girándose hacia Jasón, quien en ese instante se acercaba sigilosamente por detrás con una grapadora.
—¿Todavía no se lo has dicho? —le dijo Casandra a Lucas con incredulidad—. Deberías habérselo contado hace días.
—Pensaba decírselo hoy, pero no he encontrado el momento apropiado —respondió bajando la mirada.
En ese instante, Helena recordó que Lucas había insistido en acompañarla hacia el vestuario después de las clases, como si tuviera algo urgente que decirle, pero ella le había cortado alegando que lo último que le apetecía era verle. Pero todo había sido por su culpa. Él era el que, por lo visto, se sentía obligado a enseñarle a defenderse y volar, ¿o no?
—Bueno, entonces dímelo ahora —comentó con atrevimiento.
Lucas alzó la mirada y la observo con severidad, como si estuviera enfadado.
—Puedes generar rayos. Electricidad. No sé cuanta energía eléctrica puedas crear, pero, según lo que yo he notado y lo que percibió Héctor en el supermercado, creemos que puede ser astronómica.
—¿Rayos? —repitió Helena sin dar crédito a lo que oía.
Entonces recordó el episodio en que Héctor empezó a convulsionar cuando la rozó en el supermercado y, de inmediato, le vino a la memoria la imagen de Lucas apartándose súbitamente de ella en el pasillo, la primera vez que se vieron. Estaba tan aterrorizada, tan desesperada por protegerse de ellos…
¿Era posible que hubiera evocado un poder del que jamás había sido consiente? ¿Había creado un relámpago?
Se le vino a la mente la imagen de un destello de luz azul y acto seguido, la figura de Kate derrumbada en el suelo. De repente, se le ocurrió algo terrible. Intentó hacer desaparecer ese pensamiento, tal y como había hecho desde que era niña, pero esta vez no se esfumaría con tanta facilidad.
—Creemos que eso significa que eres descendiente de Zeus —confesó Casandra—. Pero aún no logramos descifrar a que casta perteneces. Tres de las cuatro castas fueron fundadas por Zeus o por sus hijos, Afrodita y Apolo. Solo la cuarta casta, la de Atenas, es obra de Poseidón, de forma que la podemos descartar. O quizá no. —¿Mi casta? —repitió Helena.
Aún estaba tan envuelta en sus propios pensamientos que incluso le costaba entender su propio idioma. Ahora intentaba recordar un fulgor azul del pasado; un hombre muy miedoso trataba de acariciarle el pelo continuamente en la parte trasera del transbordador de Natucket. Le vino a la garganta un olor a chamusquina. Se pasó la mano por la cara e intentó desenterrar ese recuerdo. Se había convencido de que ella no podía haber causado aquel incidente. Y, peor aún, ¿también había hecho daño a Kate?
—Cuando hablamos de tu casta, nos referimos a tu herencia, Helena —explicó Cástor con dulzura al percibir la inquietud de la joven—. Zeus tuvo muchísimos hijos, incluido a nuestro padre, Apolo, de modo que todavía no podemos definir con exactitud a qué casta pertenece tu familia. Pero no te preocupes, seguiremos indagando para averiguarlo.
—Gracias —murmuró Helena, que seguía abrumada.
—Aún no puedes controlar los rayos; por lo visto, es como un disparador automático que se enciende cuando estás atemorizada —le aclaró Lucas tras un largo silencio.
Helena advirtió que el joven la miraba con una mirada extraña, indescifrable.
—¿Es como una pistola paralizante? —preguntó Helena con ansiedad, saliendo abruptamente de su trance.
—Sí —confirmó Héctor, como si comparaba ambas sensaciones en su cerebro—, pero más intenso.
—¿Duele mucho? —quiso saber Helena, que, en ese preciso instante, notó que el estómago se le revolvía.
—Supongo —respondió Héctor con condescendencia—. ¿Sabes?, si te centraras en desarrollar esa habilidad, probablemente podrías generar una descarga letal en cuestión de días.
—Eso no será necesario —espetó Helena. Aquella sugerencia la horrorizó, así que se levantó.
—Helena, espera; podría ser algo bueno —repuso Jasón—. Podrías aprender a utilizar tus rayos en vez de luchar cuerpo a cuerpo.
—No tienes que usarlos para matar, solo para dejar inconsciente a tu contrincante, por ejemplo —emendó Lucas, sabiendo que algo estaba perturbando a la chica.
Jamás hubiera imaginado que su comentario, destinado a hacerla sentir mejor, solo serviría para empeorar las cosas. Helena pensó en el cuerpo inconsciente de Kate, en cómo su amiga había convulsionado con espasmos tras el destello de luz azul. Le vino a la cabeza la imagen de su padre, boquiabierto y atónito al descubrir que su hija había alzado el cuerpo de Kate sin esfuerzo alguno. No lograba deshacerse de esos pensamientos horripilantes, así que empezó a caminar alrededor de la mesa, estrujándose las manos para deshacerse de los nervios que le recorrían el cuerpo. Sabía que todos la miraban, así que desvió la mirada hacía Pandora, que, sin duda, también prestaba atención a la extraña reacción de la joven.
—¿Por qué no aparcamos esto hasta mañana? —preguntó en voz alta sin dirigirse a nadie en particular—. Héctor tiene que comer y hay más de uno que necesita una ducha con urgencia. Sin ánimo de ofender, chicos.
Pandora consiguió que todos soltaran una carcajada y, lo más importante, logró que Helena dejara de ser el centro de atención. La joven se lo agradeció de todo corazón.
—¿Estás bien? —le susurró Ariadna al oído mientras la reunión familiar se dispersaba.
Helena le apretó la mano y trató de sonreír, pero no tenía la menor idea de que decir, así que, con paso inseguro, se dirigió hacia la puerta.
—Te llevaré a casa —dijo Lucas, que no dudó en poner punto final a la conversación que acababa de iniciar con su padre y su tío.
—Se supone que esta noche yo soy el encargado de vigilar a Helena —comentó Jasón, como si pidiera disculpas.
—Y he traído mi bicicleta aquí —añadió Helena. No soportaría estar con él a solas.
—Me da igual —replicó Lucas sin rodeos. Observó a Jasón durante un instante, comunicándose con él a través de la mirada y después se giró hacia Héctor—: Necesito tu todoterreno.
Aunque Lucas intentó disimularlo, todos percibieron una nota de enfado en su voz. Héctor dijo que sí con la cabeza y miró de reojo a Helena y su primo con una expresión que denotaba lástima.
Lucas agarró la mano de Helena y la condujo hasta afuera. Puso la bicicleta en el maletero del todoterreno de Héctor y le abrió la puerta a Helena, invitándola a entrar. Puso el coche en marcha y salieron del garaje sin hablar. Cuando abandonaron la finca, Lucas aparcó el coche en uno de los muchos lugares románticos y pintorescos de la isla. Se giró en el asiento para mirar a Helena cara a cara.
—¿Qué pasa? —preguntó. Parecía enfadado, disgustado y asustado al mismo tiempo.
Ella no tenía una respuesta para esa pregunta.
—¿Puedes al menos decirme que he hecho mal?
—Ya te lo he dicho, no has hecho nada mal —respondió Helena con la mirada clavada en su regazo.
—Entonces, ¿por qué me tratas así? Mírame —rogó tomándole de la mano.
La joven contempló sus manos entrelazadas como si fuera la primera vez que viera algo así.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó mientras se soltaba de su mano con indignación—. ¿Sabes qué? Rectifico: sí que me has hecho algo. Dejaste que me ilusionara.
El rostro de Lucas se desfiguró. Helena había perdido cualquier tipo de esperanza después de lo que había escuchado la noche anterior, pero por alguna razón había una diminuta luz al final del túnel que le indicaba que, quizá, todo aquello no era más que un malentendido. O a lo mejor Lucas había cambiado de opinión. La luz se apagó cuando Lucas asintió.
—Dejé que te ilusionaras —repitió. Apretó los ojos y agarró con tal fuerza el volante que, por un momento, Helena pensó que lo arrancaría. Su tono de voz era áspero, casi un gruñido—: Tú y yo no podemos estar juntos, así que quítate la idea de la cabeza y pasa página.
Helena se desabrochó el cinturón y se apeó del coche sin pensárselo dos veces.
—Espera, por favor —empezó a decir con aire triste y apenado, pero Helena cerró la puerta de golpe y lo cortó de inmediato.
—¿Espera? ¿Para qué? ¿Para qué me digas que soy una chica muy agradable pero que jamás me tocaras? Gracias, pero esa parte ya me ha quedado clara. Ahora, abre el maletero para que pueda descargar mi bici —añadió. Ni ella misma reconocía su propia voz: sonaba tan amarga y sarcástica que parecía que fuera otra persona la que hablaba.
—Prometo no decir una palabra durante el resto del camino, si eso es lo que quieres. Pero deja que te lleve a casa —suplicó Lucas más calmado.
A Helena le ponía de los nervios que estuviera tranquilo y sosegado en una situación como esta.
—¡Abre la maldita puerta o la arrancaré yo misma! —gritó.
Sabía que estaba montando un espectáculo en mitad de la calle y que parecía una loca de remate, pero no podía evitarlo. Cada poro de su piel destilaba humillación y lo único que quería era alejarse de él lo más rápido posible. Sin embargo, no quería olvidarse de nada, puesto que eso significaría volver más tarde y tener que pedírselo.
Se quedó de pie delante del maletero del coche, con la cabeza agachada y los brazos cruzados sobre el pecho. Sabía que él la observaba a través del espejo retrovisor, así que giró el cuerpo. Al final, Lucas aceptó abrir el maletero. Helena bajó la bicicleta y se montó en ella sin decir nada.
Cuando llegó a casa se desplomó sobre la cama sin tan siquiera quitarse la ropa. Podía escuchar a Jasón merodeando por el mirador del techo, estableciendo su pequeño campamento para pasar la noche, pero no se sentía culpable por dejarle allí arriba. Todo lo que quería era distanciarse de la familia Delos lo antes posible.
Estaba en el borde de las tierras áridas, en un lugar nuevo que había visto a lo lejos, pero que jamás se había imaginado que alcanzaría. Seguía siendo un lugar rocoso, pero entre las matas de briznas afiladas y largas, se distinguían pedazos de mármol tallados a mano que, de cerca; Helena averiguó que pertenecían a un millar de columnas esparcidas que bien podían aguantar al Partenón. Sin duda, aquí se había alzado un imperio.
Las aguas de un río fluían a lo lejos. Si bien Helena no podía asegurar que lo oía, ni que notaba una milésima parte de humedad en la atmósfera, no le cabía ninguna duda de que cerca de allí manaba agua. Helena tenía la garganta seca y vacía. ¿Dónde estaba el río?
Mientras escudriñaba el paisaje en busca del río, la joven observó la arquitectura en ruinas y leyó algunas inscripciones. Gracus ama a Lucinda. Ethan ama a Sarah. Michael ama a Erin. Durante lo que a Helena le parecieron días, la muchacha acarició con los dedos los nombres esculpidos de amores perdidos, serpenteando entre los pilares caídos de promesas incumplidas y quitándole el polvo a las lápidas del cementerio del amor. Cada muerte merecía un lugar de descanso en ese páramo.
Caminó hasta que los pies le comenzaron a sangrar.
Se despertó en una habitación donde reinaba un resplandor azul que evocaba tristeza. Intentó girarse, pero le dio la impresión de estar atada al colchón, como si un grupo de liliputienses la hubiera asaltado en mitad de la noche. De algún modo se había quitado la camiseta y los zapatos mientras dormía, pero lo más inexplicable del asunto es que tenía los tejanos enmarañados con las sabanas; al intentar salir de la cama, tuvo que pelearse con ellas, para desenredarse. Fue una pugna algo sucia, sobre todo porque la joven aún tenía las piernas manchadas del barro que Lucas había salpicado al arrojar la verja sobre el cuerpo de Héctor. Por si fuera poco, tenía sangre reseca en las suelas de los pies y una capa de arenilla que, sin duda, provenía del páramo. Afortunadamente, las heridas de los pies se había curado, pero aún había sangre incrustada en las sabanas. Estaban para tirar a la basura: tendría que comprar unas nuevas. Por suerte, su padre era demasiado aprensivo con temas femeninos, así que no le haría ninguna pregunta.
Se deslizó por el pasillo a hurtadillas y se metió en la bañera incluso antes de que el agua se calentara. Abrió la boca y pescó todas las gotas de agua gélida que pudo. Sentía que estaba deshidratada. Le dolía todo el cuerpo, como si hubiera caminado cientos de kilómetros bajo un sol abrasador, así que la lluvia de agua fría era una bendición, aunque la hizo tiritar. Helena se miró los brazos y se percató de que tenía la piel de gallina. En ese instante le vino a la cabeza el río que había visto en su sueño, a lo lejos, justo antes de despertarse.
No lograba recordarlo con exactitud.
Se acordaba de haber sentido alivio, y lo único que podía hacerle sentir así en el páramo era una cosa. Agua. Sin embargo, no lograba recordar nada al respecto. ¿Cómo podía olvidarse de un río en un paisaje tan árido? Era algo impensable, así que dejó de pensar en ello.
No soportaba no poder hacerlo. Completamente desnuda, se apresuró a salir del baño sin tan siquiera haberse secado con una toalla y corrió hacia el tocador de su habitación. Cogió un lápiz de ojos de color verde que Claire se había olvidado la última vez que había pasado allí la noche y escribió «EL RÍO QUE NO PUEDO RECORDAR» en el espejo, por si acaso volvía a olvidarse. Después se vistió.
Empezaba a hacer frío y el aire era húmedo por la niebla. Se subió la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla y se arrepintió de no haber cogido unos guantes. Mientras pedaleaba hacia la escuela, mantenía una mano en el bolsillo y la otra sobre el manillar y las intercambiaba cuando sentía que la mano del manillar se adormecía por el frío.
Cuando llegó al instituto atisbó a Lucas esperando en el aparcamiento. Estaba apoyado sobre un Audi que había visto en el garaje de la familia Delos, aunque esta era la primera vez que lo veía conducirlo. Eso le recordó lo estúpida que había sido al pensar que aquella noche, en su garaje, Lucas la besaría. Agachó la cabeza y fue corriendo hacia la puerta principal sin tan siquiera saludarle con la mano. Cuando pasó por delante de él, el muchacho abrió la boca para decir algo, pero enseguida se arrepintió y lo dejó correr.
Una vez que Helena llegó a la puerta, escuchó que Claire la llamaba desde detrás. Se detuvo y la esperó.
—¿Habéis discutido? —preguntó mirando de reojo a Lucas, que parecía abatido. Acto seguido, miró a Helena y, al percatarse de su terrible aspecto, soltó—: ¡Caramba! ¿Qué narices te ha pasado?
—No he dormido muy bien —balbuceó Helena.
—Tienes unas ojeras de espanto, Len. Parece que no hayas pegado ojo desde hace semanas —apuntó Claire, que se mostraba muy preocupada—. ¿Has llorado mucho?
—No. Ni una lágrima —dijo, lo cual era cierto. Estaba triste, sin duda, pero por alguna razón nunca lloraba cuando estaba deprimida. Lo único que le apetecía cuando estaba así era dormir.
—¿Me puedes contar por qué habéis discutido? —preguntó su amiga con cautela.
—En realidad no hemos discutido. Luke no quiere estar conmigo y punto —respondió mientras hundía los puños en los bolsillos. Se dio cuenta de que si ponía los músculos en tención podía controlar sus movimientos.
—No me lo creo —dijo Claire con tono incrédulo—. Le propino a Héctor un puñetazo en la cara por hablar contigo y anunció ante toda la escuela que tú eras su novia.
—Bueno, supongo que ha cambiado de opinión —repuso, y se encogió de hombros. No tenía energía para enzarzarse en una discusión con su amiga. Apenas tenía fuerzas para girar la combinación de su taquilla. Estaba agotada tras haber caminado sin descanso durante semanas, pero aquello no había sido más que un sueño, ¿no? ¿Cómo era posible que estuviera exhausta por algo que solo había ocurrido en su mente?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Claire al mismo tiempo que observaba a su amiga, que había encorvado el cuerpo.
—Ajá… no me quiere, Risitas. Él mismo me lo ha dicho. ¿Podemos dejar el tema ya? Estoy demasiado cansada.
—Claro, ningún problema —comprendió.
Le acarició la espalda, en un gesto de consuelo y, por un instante, Helena se apoyó en su amiga.
—Mierda. Le mataré —ofreció.
Helena trató de reírse ante aquel comentario, pero lo único que fue capaz de articular fue una toza áspera.
—Gracias, pero no. No le quiero ver muerto —confesó Helena. Después, las dos amigas se dirigieron hacia el aula de tutoría arrastrando los pies.
El señor Hergeshimer le preguntó cómo se encontraba cuando advirtió el espantoso aspecto de su alumna. Helena le aseguró varias veces que estaba bien. Él, tras inspeccionar su rostro con escepticismo durante varios momentos, se rindió y volvió a hostigar a Zach por su elección para la palabra del día. Matt le preguntó a Helena si le dolía el estómago y acto seguido le sugirió, una vez más, que debería dejar el atletismo.
—Estas adelgazando mucho —comentó con un tono de voz idéntico al de Jerry.
El resto de la mañana pasó sin pena ni gloria. Cada profesor le preguntaba si necesitaba ir a la enfermería y a sus amigos les preocupaba que aún no se hubiera recuperado del «desliz» que sufrió durante el entrenamiento del día anterior. Excepto Zach.
—No tenía ni idea de que eras tan rápida, Hamilton —anunció mientras se apresuraba a alcanzarla en el pasillo.
—Si, soy bastante rápida —respondió, intentando sonar poco interesada en el tema.
—Justo antes de que te desplomaras, te vi persiguiendo a un chico sin camiseta y comprendí que todos esto años había estado equivocado. Mira, hasta ese día estaba convencido de que te gustaba sentirte perseguida, al ser tan atractiva y eso —continuó con expresión desdeñosa—. Sin embargo, cuesta creer que un chico podría adelantarte. Creo que jamás he visto a alguien correr tan rápido.
—Espera, ¿tú le fuiste con el cuento a Lindsey? —preguntó Helena al mismo tiempo que sentía un vacio en el estómago—. Pensé que había sido al revés.
—Tengo que admitirlo, sí —contestó orgulloso se sí mismo—. Cuando te lo propones eres capaz de moverte tan rápido que parece algo inhumano. La única vez que he visto a alguien desplazarse con tal velocidad es cuando uno de esos chicos Delos estaba haciéndole el héroe durante el entrenamiento de fútbol…
En ese momento le interrumpió la profesora de historia de Helena, que le hizo un gesto, indicándole que se diera prisa y entrara al aula.
Salvada por la campana, al menos por el momento, pues tenía la impresión de que Zach aún no había acabado. Trató por todos los medios de convencerse de que, aunque el chico no dudaría en esparcir rumores sobre ella en el instituto, todos creerían que estaba exagerando, como de costumbre. A Zach le encantaba cuchichear, y a pesar de que los compañeros en general solían escucharle, la velocidad de los vástagos era algo que uno tenía que ver para creer.
De camino al auditorio, donde se reuniría con Claire y Matt, Casandra y Ariadna le cerraron el paso. Le preguntaron adónde iba y, puesto que no se atrevió a mentirles, los invitó a unirse con sus amigos en la sala vacía.
Cuando el pasillo estuvo despejado, se escabulleron por la puerta de incendios y entraron a través de la entrada ubicada entre los bastidores. Matt y Claire ya se habían acomodado en el proscenio y habían servido sus almuerzos sobre servilletas, como si fuera un picnic.
—¡Qué bien que las hayas invitado! —exclamó Matt, satisfecho al comprobar que Helena venía con compañía—. Pero no traigas a nadie más o nos pillarán.
—Nos pillarán de todas formas —dijo Claire con una sonrisita—, pero vale la pena, sin duda. ¿En qué otro lugar conseguiríamos este ambiente? —preguntó señalando los preciosos decorados que adornaban el escenario.
Casandra y Ariadna miraron a su alrededor, fijándose en particular en las partes del decorado que representaban el palacio de Teseo. Compartieron una sonrisa cómplice con Helena, que procuró responderles con el mismo gesto, aunque lo único que consiguió fue embozar una mueca que parecía una sonrisa. Los decorados que representaban el país de las hadas la maravillaron; en cambio, las partes que personificaban imágenes de Grecia la inquietaban. Las columnas dóricas falsas estaban a medio pintar y yacían de costado sobre el suelo, como si hubieran perdido el equilibrio y se hubieran derrumbado. En ese instante, Helena recordó el camino tan arduo que había recorrido la noche anterior.
Bajo ningún concepto deseaba regresar al páramo, pero si lograra encontrar ese río… «Espera un segundo ¿Qué río?», pensó. Se giró, dándole la espalda a las columnas a medio construir, y se sentó juntó a Claire para almorzar.
Helena trató de involucrarse en la conversación y participar, pero apenas tenía fuerza para masticar, así que mucho menos para reír o gastar alguna broma. Por cómo estaban reaccionando Casandra y Ariadna, sabía que sus amigos se mostraban astutos y divertidos, pero mantenerse despierta ya le costaba una barbaridad, así que ni se le pasaba por la cabeza intervenir en la intervención.
No podía dejar de pensar en volar. Bueno, en realidad no podía dejar de pensar en Lucas, pero en cuanto sus pensamientos se deslizaban por esa arma de doble filo, la joven daba media vuelta a su imaginación y se centraban en volar. Decidió que quizás podía probarlo más tarde, a solas, pero esta vez lo haría dentro de casa, para no correr el riesgo de quedarse flotando sin poder aterrizar. Aunque lo cierto es que no le parecía tan mala la perspectiva de que una ráfaga de viento la arrastrara a la deriva.
—¡Lennie! Está sonando el timbre —informó Claire, que enseguida se echó la mochila al hombro.
Helena se levantó de un brinco y recogió sus cosas mientras sus amigos le lanzaban miradas sin que ella se diera cuenta.
Claire intentó charlar con Helena durante el entreno, pero al constatar que su amiga no dejaba de esquivar preguntas, se rindió. Helena no quería la compasión de nadie y menos todavía hablar de sí misma. Lo único que ansiaba era desconectar su cerebro y dejarse llevar. Al final, Claire pilló la indirecta y empezó a parlotear sobre una fiesta que se celebraba esa noche en la playa. Tenía serios problemas en decidir si iría con Ariadna en coche o no.
—Por una parte me apetece conocerla mejor, pero eso significaría ir también con Jasón. El tío siempre encuentra una forma de discutir conmigo ¿Estás segura que no puedes pedirte la noche libre? Podríamos ir con Matt, todos juntos —sugirió con optimismo.
—Sabes que no puedo.
—Si se lo pidieras a Kate, seguro que te dejaría —insistió Claire.
—De veras, no me apetece pasar la noche sentada sobre arena fría mientras los demás coquetean —dijo con firmeza—. Pero tú deberías ir y pasártelo bien. Y quién sabe, puede que Jasón y tu hagan buenas migas y disfrutéis, por una vez.
Claire se enfrascó en una diatriba sobre lo molesto y fastidioso que era Jasón, pues siempre estaba en desacuerdo con ella. En un momento dado, Helena trampeó las corrientes de aire que soplaban a sus alrededor y casi se puso a volar, pero con gravedad. Se moría de ganas de llegar a casa después del trabajo para intentarlo.
Creonte contó los minutos que sus primos, Héctor y Jasón, aguantaban debajo del agua. No tenía conocimiento alguno sobre este talento y le alegraba que las casualidades del azar le hubieran conducido hasta allí para comprobarlo en vivo y en directo. Había perdido el rastro de Lucas minutos antes, lo cual solía suceder bastante a menudo, considerando que su primo pequeño podía volar, así que se vio obligado a seguir los pasos de Jasón y Héctor hasta la ridícula fiesta en la playa. Mientras vigilaba a sus primos, quienes rompían las olas montados sus tablas de surf, a Creonte le hervía la sangre. Todo ese talento malgastado en unos cobardes que se sentían demasiado atemorizados por los dioses como para retarlos y, al mismo tiempo, demasiado interesados en su propio bienestar como para tener en cuenta las consecuencias que podía tener para toda la casta coquetear con chicas mortales.
Jasón se pasó casi toda la noche charlando con esa chica japonesa. Al parecer, el joven era capaz de controlarse entre mujeres, pero Héctor era una historia aparte. Aún no era ni media noche y Creonte ya le había visto retozar en la arena con dos chicas distintas. ¿Acaso Héctor no sabía lo fácil que era para un vástago fecundar a las muchachas mortales? ¿De verdad el imbécil de su primo quería que su primogénito naciera de las entrañas de una niña tonta sin carácter? Era más que evidente que a Héctor le importara un carajo su casta, puesto que, de lo contario, no perdería el tiempo conquistando a chicas bobas. Le irritaba de tal forma que tuvo que mirar hacia otro lado y apretar los dientes para controlarse. Solo había una chica en aquella isla que lo igualaba en estatus. Una única chica que merecía su atención: Helena. Pero Lucas no estaba dispuesto a dejarla sola ni a sol ni asombra, lo cual obligaba a Creonte a mantener cierta distancia. No podía enfrentarse a sus primos directamente; de lo contrario, su misión secreta se iría al traste, aunque debía confesar que sentía una tentación terrible de enfrentarse a ellos. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Helena. Volvió a recordar su pequeña confrontación mientras corrían por las llanuras. El miedo y la ira que expresaban su mirada eran sentimientos puros, tan apasionados que incluso a Helena le debió costar resistirse. Era poderosa, pero aún no había descubierto su potencial, lo cual la convertía en alguien vulnerable. Deseaba con tanta ansia conquistarla que incluso las manos le empezaron a temblar, pero tenía que ser paciente.
Su madre le había suplicado que esperara a que ella averiguara si existía la posibilidad de que la familia hubiera abandonado a un bastardo en el estado de Massachusetts. Creonte accedió, a regañadientes, a esperar una semana su respuesta, pero sabía perfectamente cuál seria. Aunque tenía que admitir que no había visto furias la primera vez que se cruzó con Helena, no le cabía la menor duda que la joven no era su prima.
Corrían rumores que contaban que, en el pasado, algunos vástagos lograron descubrir una forma de burlar a las furias, y Creonte creía que Helena era producto de ello. Su madre le aseguró que era imposible, puesto que, las demás castas habían sido destruidas, pero la corazonada de Creonte seguía iba más allá. Los traidores la custodiaban y la protegían como si fuese la última enemiga sobre la faz de la Tierra, pero estaba tan desentrenada e ignoraba tanto quién y qué era, que parecía obvio que la había escondido en esa isla remota para mantenerla alejada de todas las castas, incluida la suya propia. Pero por encima de todas estas razones había algo en el interior de Creonte que le decía que no estaba emparentado con esa muchacha. Había conocido a docenas de sus primas, todas tan hermosas como las hijas de Apolo, pero ninguna había conseguido quitarle el sueño como Helena. Sabía que no se equivocaba al pensar que pertenecía a otra casta.
Creonte tenía que ceñirse únicamente a vigilar a los Delos durante varios días más, para cumplir la promesa que le había hecho a su madre, pero muy pronto demostraría al mundo lo que valía. Estaba harto de la tarea que le habían encomendado, y aunque existía otra alternativa para la unificación de las castas, además del combate, Creonte tenía que obligarse a no pensar en ello, por muy tentador que fuera. Esta era su única oportunidad para alcanzar la gloria que merecía, la última opción para obtener el prestigio como vástago. Había otro triunfo esperando ser capturado y, en el fondo de su corazón, sabía que ese sería el que abriera las puertas de la Atlántida.
Creonte estaba destinado a ser el vástago que entregaría el don de la inmortalidad a su familia, y estaba seguro de que su padre le veneraría por encima de todos los demás si de verdad lo conseguía.