VII

—¡Porque no quería despertar a Lucas! —siseó una voz descontenta.

Helena no lograba comprender cómo Ariadna había conseguido subir hasta la mesita de té ubicada en la parte más alta del puente Golden Gate, ya que, hasta donde ella sabía, no podía volar.

—¿Por qué no confías en mí? —suplicó Casandra. Hmm. Helena no podía estar en la cima del puente Golden Gate; seguía postrada en la cama, pero no se explicaba qué hacía Casandra en la cama con ella. Deseaba poder abrir los ojos y hechar un vistazo, pero no se atrevió.

—No dudo de ti. Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Noel.

—Deberíamos irnos de aquí. Ahora mismo. Hacer las maletas y regresar a Europa.

—Estas exagerando —vociferó Ariadna, que no se molestó ni un ápice en mantener el tono de voz de Casandra y Noel.

—Dos noches seguidas, Ari. Los dos han comido lo mismo. Han compartido un techo y una cama, ¡y hay testigos! —exclamó Casandra en el mismo tono de voz.

—¡Pero no han hecho lo más importante! —gritó Ariadna como respuesta.

—¡Chicas!

Helena estaba tan agotada que le daba la sensación de que se había enganchado al colchón, pero, al oír todos aquellos alaridos no pudo evitar abrir los ojos de par en par. Vio a Ariadna, Casandra y Noel junto a su cama. Corrección: estaban junto en la cama de Lucas, donde ella había decidido a costarse. Abrió los ojos de golpe y giró de inmediato la cabeza hacia Lucas que, en ese instante, fruncía el ceño, algo molesto por el incómodo despertar.

—Id a discutir a otro sitio —gruñó al mismo tiempo que se giraba hacia Helena.

Se hizo un ovillo junto a ella, arrastrando las piernas con cuidado mientras hundía la cabeza en el cuello de la joven. Ella le asestó un suave codazo y alzó la mirada hacia Noel, Ariadna y una más que furiosa Casandra.

—Vine a ver cómo estaba y después no tuve fuerzas para volver a mi cama —intentó explicar Helena, muerta de vergüenza.

Dejó escapar un grito sofocado cuando Lucas deslizó una de las manos por su pierna para abrazarla por la cintura. Después, Helena notó que se ponía tenso, como si acabara de descubrir que las almohadas no tenían la misma forma que los relojes de arena. Lucas alzó la cabeza y miró a su alrededor, preparado para una pelea.

—Ah, sí —le susurró a Helena cuando se acordó. Relajó los ojos hasta sumergirse otra vez en un letargo somnoliento. Sonrió a las chicas de su familia y se desperezó hasta que los movimientos empezaron a dolerle. De no tan buen humor, se frotó el pecho, aún dolorido, y añadió—: ¿Un poco de privacidad?

Su madre, su hermana y su prima, o bien se cruzaron de brazos, o bien los posaron sobre sus caderas. Humillada, Helena procuró desenmarañarse de las sábanas y arrastrarse de la cama sin llamar demasiado la atención. Casandra se dio media vuelta y salió de la habitación pisoteando el suelo con fuerza.

—Ari, ayuda a Helena —dijo Noel al ver que Helena no había recuperado todas sus fuerzas. Entonces la matriarca de la familia Delos se giró súbitamente y bramó por el pasillo—: ¡Héctor! ¡Ven aquí ahora mismo y échale una mano a tu primo!

—Estoy bien —protestó Helena mientras se ponía de pie apoyándose solo en la mano de Ariadna para no perder el equilibrio. En ese instante se acordó de que llevaba el ridículo trozo de tela de seda que Ariadna tenía el valor de llamar pijama, aunque ese pequeño detalle se le había pasado por alto la noche anterior; cuando decidió quitarse el albornoz.

—¡Guau! Esto es… interesante —soltó Héctor en cuanto vio a Helena.

—¿El qué es interesante? —preguntó Jasón mientras cruzaba el pasillo. Asomó la cabeza por la puerta y observó con detenimiento lo mismo que su primo—. ¡Ah, caramba!

Los dos contemplaban fijamente a Helena, que estaba medio desnuda e indefensa delante de la cama de Lucas. Después se miraron entre ellos, echaron la cabeza atrás al mismo tiempo y empezaron a reírse a carcajada limpia.

—Ya vale, ya vale. Suficiente —dijo Lucas a la defensiva—. Estaba preocupada y vino a verme, pero cuando llegó estaba a punto de desmayarse. No quería despertar a Casandra para que la llevara a la habitación de invitados, así que le dije que se acostara aquí, conmigo. Es más que evidente que solo hemos dormido. Ahora, ¿podéis todos, excepto Héctor y Jasón, salir de mi habitación, por favor? Mamá, eso también te incluye a ti. Necesito una ducha.

Helena logró llegar hasta la habitación de invitados sin tener que pedir más ayuda de la ofrecida. Estaba tan avergonzada que lo único que ansiaba hacer era salir corriendo de esa casa gritando a pleno pulmón, pero necesitaba demostrarles que se había recuperado para que la dejaran.

—No, gracias. Ahora puedo yo sola —respondió Helena cuando Ariadna se ofreció para ayudarla a darse una ducha.

—De acuerdo. Si me necesitas, da un grito y vendré —concluyó entrecerrando los ojos.

Helena tuvo que sentarse dos veces en el suelo de la ducha para descansar, pero, al fin, se las arregló para deshacerse de todos los molestos granitos de arena que se le habían enredado en el pelo. Tardó nada más y nada menos que diez minutos en vestirse con su ropa, recién lavada, pero mereció la pena. Lo único que quería era dar las gracias a la familia Délos y salir de allí sin llamar mucho la atención. Cuando bajó el último peldaño de la escalera, toda la familia estaba reunida en la cocina, incluido Lucas. Su rostro se iluminó al ver aparecer a Helena por la puerta. Automáticamente, la chica se dirigió hacia él y se sentó. La esperanza de huir de allí a hurtadillas se fue al traste cuando notó un tirón en la rodilla. No tenía la intención de quedarse a desayunar, pero, de forma inexplicable, sentía que debía quedarse cerca de él.

—Comenzábamos a pensar que se te había tragado la ducha —bromeó Noel.

—Helena es muy pudorosa y quería vestirse ella sola —informó Ariadna mientras vertía un poco de miel sobre un bol lleno de gachas de avena que, segundos después, se colocó delante.

—¿Pudorosa? Sí, claro… —añadió Héctor con sarcasmo mientras le alcanzaba a Lucas un plato lleno de panceta.

—Ese era el camisón de tu hermana, ¿verdad? —preguntó Lucas sin alterarse.

Héctor fue prudente y cerró el pico.

—Sí —respondió Ariadna por Héctor sin comprender la tensión—. ¡Es tan cómodo! ¿Qué pasa? ¿De qué os reís?

—De nada, Ari. Déjalo correr —respondió Jasón, algo afligido y tapándose los ojos con la mano. Todos estaban desternillándose de la risa, incluidos Castor y Noel.

Helena estaba destrozada. No quería reírse, pero tampoco lo podía evitar. Contuvo la risa y bajó la mirada hacia el plato, que rebosaba de comida. Era el tipo de desayuno que, en general siempre iba acompañado de una siesta, y Helena se moría por esconderse en algún lugar. Se planteó la idea de no desayunar y escapar de allí lo antes posible.

—Sé que tienes hambre —susurró Lucas—. ¿Qué ocurre?

—Creo que debería ir a casa. Ya os he importunado bastante… —se justificó mientras Lucas negaba con la cabeza con desaprobación.

—Ese no es el motivo —le dijo—. ¿Qué pasa?

—¡Me siento imbécil! No tenía planeado levantarme medio desnuda en tu cama con la mitad de tu familia observando el bochornoso espectáculo —explicó apretando los dientes al mismo tiempo que se le sonrojaban las mejillas. Sonrió tímidamente al comprobar que Lucas también se había ruborizado.

—Si ese episodio no hubiera ocurrido, ¿querrías quedarte? —le preguntó con un repentino tono serio y la mirada clavada en ella. Helena agachó la cabeza y asintió aún un poco sofocada—. ¿Por qué? —quiso saber Lucas.

—Por una única razón. Tengo preguntas —aclaró con la osadía de mirarle a los ojos. Lucas tenía una expresión ilegible.

—¿Es la única razón? —susurró.

—Vosotros dos, basta de charla ya. Tenéis que comer —interrumpió Noel desde el otro lado de la mesa.

La intervención de la matriarca pilló desprevenida а Helena, que no pudo evitar brincar de la silla, lo cual provocó una risa entre dientes de Lucas. La pareja de jóvenes devoró la comida con la ferocidad de dos personas que literalmente están reconstruyendo sus cuerpos célula por célula. Al fin, cuando Helena alzó la vista del plato tras una hora entera de masticar y engullir sin descanso, el resto de la familia había terminado de desayunar, aunque seguía alrededor de la mesa tomando un café y leyendo las diversas secciones del periódico. Le dio la impresión de que la familia Delos tenía la costumbre de invertir la mitad del domingo compartiendo un copioso desayuno y, durante la otra mitad, se dedicaba a merodear por la cocina, a esperar la cena. Helena se sorprendió al percatarse de que estaba disfrutando de aquel momento familiar.

Lucas seguía comiendo, así que Helena cogió la sección de deportes del periódico cuando Héctor la dejó sobre la mesa y leyó un artículo sobre su querido equipo de béisbol, los Boston Red Sox, que estaban haciendo una gran temporada. Sin duda, debió de murmurar el artículo en voz alta, porque cuando termino de leer las estadísticas, notó la atención de todos los hombres de la mesa.

—Con que «un buen pitcher puede hacer ganar bases», ¿eh? —soltó Cástor con una sonrisa que denotaba satisfacción.

—Así que «tenemos demasiados jugadores lesionados», ¿verdad? —repitió Jasón a Helena. Después, desvió la mirada hacia Lucas y, de manera enigmática, dijo—: De acuerdo, tú ganas.

—Gracias —respondió Lucas con una sonrisa temblorosa, echó el cuerpo atrás y cerró los ojos.

En ese instante, Helena advirtió que tenía la frente empapada de sudor, así que le rozó la cabeza para comprobar si tenía hambre, pero Jasón enseguida se puso en pie para impedírselo.

—Ya me encargo yo, Helena —comentó mientras rodeaba la mesa. Jasón se disponía a levantar a Lucas, pero este no se lo permitió. En cambio, apoyo el brazo sobre el hombro de su primo y se apoyo en él para ponerse en pie.

—Solo hasta las escaleras, ¿de acuerdo?

Jasón asintió con la cabeza; era evidente que el vínculo que los unía era tan fuerte que no necesitaban palabras para comunicarse.

Helena observó a Noel, que meneaba las manos demostrando impotencia y frustración.

—Deja que vaya a su ritmo —le comentó Cástor con amabilidad a su esposa.

Noel hizo un gesto con la cabeza que daba a entender que aquello sucedía cada dos por tres. Entonces desvió su atención hacia las sobras del desayuno.

—¡Héctor! ¡Te toca a ti recoger la mesa!

Helena se dio cuenta de que Noel tendía a desmenuzar sus enfados con la mayor sensatez y sentido común posibles. Necesitaba desahogarse y gritar, pero era consciente de que no debía chillarle a un convaleciente, ni tampoco podía bramar a Jasón porque estaba ayudando a su primo, así que no tuvo más remedio que buscar a otra persona en quien descargar su ira. Lo mismo había ocurrido por la mañana; cuando Helena se despertó, Noel se dirigió a ella con ternura, pero en cuanto Héctor apareció por la puerta Noel alzó el tono de voz de forma racional. Al parecer, el pobre Héctor sufría la exasperación de su tía y, por la forma en que se escabulló hacia la cocina sacudiendo la cabeza, Helena entendió que Héctor se había convertido en la cabeza de turco desde que Lucas se había hecho daño. Durante un breve instante sintió lástima por él, pero cuando advirtió a Noel mirando a su hijo con semblante preocupado mientras este hacía muecas de dolor al salir de la cocina, no pudo culparla por ello.

Lucas se detuvo en el umbral.

—Papá —llamó sin girarse—. Helena tiene preguntas.

Todavía sentado en la cabecera de la mesa, Cástor afirmo con la cabeza con expresión pensativa y, tras unos momentos, se levantó.

—Ya lo suponía —anunció dedicándole una amable sonrisa a Helena—. ¿Te gustaría reunirte conmigo en mi despacho?

Cástor la condujo hacia una zona mucho más tranquila de su inmensa mansión, donde se hallaba su estudio, aún repleto de cajas sin desempacar y con unas vistas espectaculares al océano. Multitud de sillas de cuero e incontables cajas abarrotadas de libros escritos en una docena de lenguas distintas se peleaban por conseguir un espacio en el suelo, donde también se distinguían alfombras enrolladas y cuadros aún por colgar. A ambos lados de la habitación había dos gigantescos escritorios, cuyas superficies estaban cubiertas de papeles, sobres y paquetes.

La pared posterior consistía en una serie de puertas con cristaleras y vidrieras que daban a un patio con vistas a la playa.

Delante de las puertas se acomodaban dos sofás gigantescos y un sillón orejero. Casandra estaba sentada en el inmenso sillón leyendo un libro, que dejó a un lado cuando Cástor y Helena entraron en la estancia. Helena albergaba la esperanza de que Casandra los dejara solos, pero tras unos momentos cayó en la cuenta de que llevaba allí un rato esperando a que ellos llegaran para poder mantener esta conversación. El hecho de que Casandra supiera que tendría una charla sobrepasaba a Helena, pero, por lo visto, Cástor ni se inmutó.

El padre de Lucas la invitó a sentarse en un sofá; después, él se acomodó en el otro. Miró de reojo a Casandra, acurrucada en la descomunal butaca y, al fin, empezaron a hablar.

—¿Qué sabes de mitología griega? —preguntó Cástor.

—¿A qué te refieres? ¿A la guerra de Troya? ¿A Homero y todo eso? —contestó Helena. Castor dijo que sí con la cabeza y la joven se encogió de hombros—. Sé algo sobre eso. Supuestamente tenía que leer la Ilíada, pero tenía un examen de química…

La excusa de Helena quedó interrumpida cuando Casandra le ofreció el libro que estaba leyendo. Se trataba de una antología que comprendía la Ilíada y la Odisea.

—Quédatelo. Tenemos de sobra —dijo con una sonrisa irónica. Era la primera vez que veía que Casandra soltaba una gracia, así que fingió una sonrisa como respuesta.

—Estoy casi seguro de que mi hijo ya te ha desvelado que somos los descendientes de los conocidos como dioses griegos —comenzó Cástor. Al ver que Helena hacía una mueca, como si se sintiera incómoda, el hombre asintió con la cabeza destilando buen humor—. Imagino que es difícil de asimilar, pero tienes que entender que Homero era un historiador y que la Ilíada y la Odisea son versiones de una verdadera guerra que se fraguó hace miles de años. La mayoría de los mitos antiguos y de las obras dramáticas están basados en personas que existieron. Hércules y Perseo, Edipo y Medea. Todos son reales, y nosotros somos sus descendientes. Sus vástagos.

—De acuerdo —contestó Helena, todavía incrédula—. Imagínate que te creo y que, en realidad, todas estas tragedias griegas ocurrieron. ¿Que los dioses tuvieron hijos con mujeres de carne y hueso? De acuerdo. Pero ¿toda esa magia, esas habilidades divinas, o como quieras llamarlas, no habrían desaparecido a estas alturas? Aquello fue hace mucho, pero que mucho tiempo.

—Los dones no desaparecen —respondió Casandra—. Algunos vástagos son más fuertes que otros, algunos poseen un abanico más amplio de facultades, pero la solidez de esas capacidades es independiente de la fortaleza de sus ascendientes.

Cástor asintió con la cabeza y reanudó la conversación para aclarar el comentario de Casandra.

—Por ejemplo, mi esposa es totalmente mortal, pero nuestros hijos son más fuertes que yo. Y eso teniendo en cuenta que yo soy muy fuerte —dijo sin pretender fanfarronear—. Creemos que tiene algo que ver con el hecho de que los dioses sean inmortales. Jamás se desvanecen, al igual que sucede con los talentos que nos han concedido, sin importar las generaciones que pasen. De hecho… —empezó, pero se detuvo para mirar a Casandra.

—Cada vez somos más fuertes y cada generación de vástagos está dotada con más y más aptitudes. Sin embargo, aún no hemos logrado descifrar el porqué —finalizó Casandra.

—De acuerdo —se dijo a sí misma Helena—. Sabía que no era enteramente humana, pero ¿puedo haceros otra pregunta? ¿Qué son las furias? ¿Y por qué han dejado de hostigarme de repente?

Una larga pausa siguió a la pregunta. Casandra y Castor se cruzaron las miradas, como si intentaran leerse la mente hasta que la joven tomó la palabra.

—No estamos del todo seguros de por qué se han alejado sin más. En el pasado, corrían rumores sobre parejas de vástagos, habitualmente formadas por un hombre y una mujer, que encontraban la manera de estar juntos sin sufrir el constante acoso de furias, pero estas habladurías jamás se han podido demostrar. Hasta donde sabemos, Lucas y tú sois los únicos que le habéis conseguido. En mi opinión, puede que se deba al hecho de salvar una vida. De algún modo, vosotros os salvasteis, y esto os redimió del ciclo de venganza, pero no lo sé con total seguridad —finalizó.

Helena se acordó fugazmente de la imagen de Lucas en el páramo, ciego y perdido, incapaz de ponerse en pie. Se deshizo de inmediato de aquel pensamiento y regresó a la conversación.

—¿Venganza?

Cástor intuyó su confusión.

—La guerra de Troya fue muy larga y causó muchas víctimas. Fue el conflicto mundial más horrible de la historia de la humanidad. Se derramó mucha sangre y se crearon reyerta familiares. Empezó como un castigo dirigido a una sola familia que regresó de la guerra, pero a medida que pasaban los años, se extendió a las cuatro grandes castas, que se enemistaron de por vida.

—Las castas son las cuatro líneas sucesorias de los vástagos —aclaró Casandra cuando percibió que Helena fruncía el ceño—. En la antigua Grecia formaban parte de la realeza.

—Las furias son nuestra maldición, nuestro castigo —dijo Cástor.

—Obligaban a miembros de castas opuestas a matarse entre ellos para pagar una deuda de sangre que debemos a nuestros ancestros. Es un pez que se muerde la cola. Sangre por sangre por más sangre —susurró Casandra.

El resplandor vacío de la mirada de la chica estremeció a Helena. —Esta parte sí la conozco. Orestes tuvo que matar a su madre porque ella había matado a su padre porque este había matado a su hija —relató Helena—. Pero cuando leí esas obras teatrales, todas tenían un final feliz. Apolo negoció con las furias para que perdonaran a Orestes.

—Esa parte era pura ficción —confesó Cástor meneando la cabeza—. Las furias nunca perdonan, y jamás olvidan.

—Entonces ¿nuestras familias llevan asesinándose entre ellas desde al guerra de Troya? —resumió Helena—. No podemos quedar muchos, entonces.

—Tienes razón. La casta a la que nuestra familia pertenece se denomina la casta de Tebas. Hasta el momento creíamos que era la única que había sobrevivido…, hasta que las furias nos condujeron hacia ti, por supuesto —respondió Castor.

—¿Y a qué casta pertenezco yo?

—No podremos averiguarlo hasta saber quién era tu madre —aclaró Casandra.

—Se llamaba Beth Smith —informó enseguida Helena con la esperanza de que Lucas estuviera equivocado y de que Cástor la reconociera. Pero el hombre negó con la cabeza.

—Es evidente que se inventó un nombre para protegeros a ti y a tu padre. Sin duda, te pareces muchísimo a alguien que conocí hace mucho tiempo, pero los vástagos no heredan los rasgos físicos del mismo modo que los mortales —dijo Cástor con voz entrecortada mientras se retorcía en el sofá—. Por ejemplo, Lucas no se parece a mí en absoluto. De hecho, no guarda ningún parecido con el típico hijo de Apolo. Nosotros, los vástagos, somos medio humanos, medio arquetipos, y a veces nuestra apariencia se asemeja más a los personajes históricos cuyos pasos estamos destinados a seguir que a nuestros propios padres.

—Entonces, ¿a quién me parezco yo? —quiso saber Helena —No queremos adelantar acontecimientos. ¿Tienes alguna fotografía de tu madre o algún vídeo en el que salga? Quizás así podamos confirmar quién era —dijo Cástor con impaciencia, como si estuvieran a punto de descubrir un misterio que desde hacía tiempo intentaban esclarecer.

—No tengo nada. Ni una sola fotografía —respondió Helena rotundamente Casandra espiró con brusquedad y asintió al ocurrírsele una idea.

—Lo más probable es que lo hiciera para protegerte. Si cortaba todo vínculo contigo y se aseguraba de que crecieras en una isla diminuta rodeada por un pequeño grupo de amigos era menos factible que una casta rival te descubriera —observó, como si fuera una detective reuniendo todas las pistas.

—Al parecer, no ha funcionado —se mofó Helena.

—Lo ha hecho durante bastante tiempo, pero las furias no iban a permitir que durara para siempre —indicó Castor.

Helena jugueteó con el colgante de su collar y, tras unos instantes, se lo enseñó a Casandra y a Castor.

—Esto es todo lo que tengo de ella. Una joya. ¿Os dice algo? —preguntó ansiosa.

Una parte de ella siempre había albergado la esperanza de que su collar fuera importante y de que, algún día inesperado, respondiera todas sus preguntas. En sus fantasías más dementes, se imaginaba que era un talismán que un día la guiaría hasta su madre. Casandra y Cástor inspeccionaron el colgante del collar con minuciosidad, pero la gargantilla no tenía nada de especial.

—Es muy bonito —declaró Casandra.

—Lo es, ¿verdad? Pero es de Tiffany's, así que lo más seguro es que haya miles repartidos por ahí. Pero es todo lo que tengo de ella —repitió Helena—. Mi padre está seguro de que estaba decidida a abandonarnos, porque cuando se dio cuenta de que se había ido, no quedaba ni rastro de ella, ni fotografías, ni ropa, ni nada. Incluso desaparecieron instantáneas que pensó que mi madre no tenía ni idea de que se habían tomado.

Helena se levantó súbitamente y empezó a merodear sin rumbo fijo. Se encaminó hacia el extremo de la biblioteca y echó un rápido vistazo a los libros que la familia Delos había coleccionado, fijándose en el mobiliario antiguo que habían heredado generación tras generación. Era un legado familiar que a ella le había sido negado. De repente, se sintió perdida por no saber dónde estaba su madre ni cuáles eran sus raíces. Pero, al mismo tiempo, ese no saber hacía que albergara cierta esperanza.

—Vuestra familia está muy unida, ya lo veo. Siempre habéis sabido dónde estabais en cada momento, pero mi madre hizo algo drástico, ¿vedad? Huyó de nosotros.

Helena no logró encontrar una manera adecuada para expresar lo que pensaba, así que decidió que lo mejor sería hacerlo a modo de pregunta. —¿Por qué estabais tan seguros de que la casta de Tebas era la única sobre la faz de la Tierra? ¿Cómo podíais saberlo de todo?

—Vigilamos muy de cerca a los nuestros, Helena —respondió Cass.

—De todas formas, ¿cómo podíais estar tan seguros?

—Es algo primitivo —interrumpió Cástor meneando la cabeza. Helena le hizo un gesto para que continuara su explicación—: Cuando un semidiós mata a otro perteneciente a una casta rival, se lleva a cabo una celebración tradicional dedicada al vencedor: el llamado «triunfo». Se considera un gran honor.

—Pero eso no significa que mi madre esté muerta. Quizás ha desaparecido y punto. ¡Ni siquiera sabéis quién es! —gritó Helena mientras unos lagrimones se deslizaban por su rostro hasta aterrizar sobre su camiseta.

—Tu propia existencia demuestra que cualquier cosa es posible —calmó Casandra, incapaz de mirar a Helena a los ojos.

—Durante la época en que naciste, las castas estaban sufriendo un período de constantes conflictos que, en teoría, desembocarían en la confrontación final. Hubo muchos muertos —constató Cástor mirándose las manos.

Helena se dio media vuelta, dando la espalda a Cástor y Casandra, y procuró relajarse y dejar de llorar, aunque tardó unos momentos en dejar de sollozar por completo. Ni siquiera sabía por qué estaba tan triste y disgustada. Siempre había creído que odiaba a su madre.

—Entendemos que, tal vez, necesites un tiempo de reflexión antes de conocer más detalles. Aún tenemos mucho de qué hablar. Sin embargo, por el momento, no estamos llegando a ningún lado y podemos reanudar esta conversación cuando estés preparada. Mientras tanto, por favor, no olvides que queremos ayudarte, de veras —finalizó Cástor desde el otro extremo de la sala.

Helena los oyó levantarse y salir del despacho, pero no logró reunir fuerzas para despedirse. Cuando al fin se halló sola, abrió los ventanales y salió al patio de la casa. Las vistas a la playa prístina y las olas azul turquesa ablandaron el caparazón que protegía sus emociones y antes de que pudiera darse cuenta, se arrastró hacia la playa.

—¿Estás bien? —le preguntó Lucas, cuando apareció detrás de ella.

Helena dijo que sí con la cabeza y no se sorprendió ni un ápice al verlo aparecer. Ambos observaban la playa, donde un gigantesco perro muy peludo saltaba entre las olas con regocijo. Después de unos instantes, Lucas la alcanzó y se colocó a su lado.

—Me siento aliviada —confesó Helena mientras se giraba hacia el chico—. Toda mi vida he creído que mi madre me despreciaba tanto que ni siquiera quería que la reconociera —reveló. Una expresión de dolor oscureció el rostro de Lucas, pero Helena continuó antes de que él pudiera interrumpirla—: No estoy diciendo que una contienda ancestral entre familias sea algo bueno, pero al menos es una razón que explica el motivo de que me abandonara. Jamás había encontrado ninguno.

—Aún podría seguir con vida, ¿lo sabes? —insistió Lucas—, a pesar de lo que piensen mi padre y Cass.

—Lo cierto es que no sé qué pensar —confesó Helena—. Kate ha sido como una madre para mí, mucho más que Beth, si es que ese es su verdadero nombre. Supongo que cuando descubra la verdad, toda la verdad, sabré qué pensar.

—No te preocupes por eso —la consoló Lucas, que sonreía al mar. De repente, una idea le cruzó por la mente y la sonrisa se desvaneció—. Al menos, por ahora.

Tomó de la mano a Helena y se la apretó con delicadeza. De inmediato, ella bajó la vista, asombrada de cómo se habían cogido de la mano sin que se diera cuenta. No tenía la menor idea de quién había iniciado esta nueva costumbre entre ellos, pero estaba casi segura de que era imposible detenerla. Era la primera vez que caminaba con un chico cogida de la mano y, teniendo en cuenta su terrible timidez, debería de ser algo que la sonrojara, pero no era así. Acariciar a Lucas le parecía lo más natural del mundo. Al pensarlo, se quedó perpleja y meneó la cabeza, como si no pudiera creerse lo que se le pasaba por la imaginación. Alzó la mirada y advirtió que Lucas también estaba contemplando sus manos unidas y, seguramente, estaría pensando lo mismo.

—¿Te apetece sentarte? —le preguntó Helena al caer en la cuenta de que la última vez que lo había visto era incapaz de caminar sin la ayuda de Jasón.

—No. Pero no me importaría picar algo —contestó echando un vistazo distraído hacia la casa.

—A mí tampoco. Dios mío, ¡soy una tragona! —exclamó Helena, asombrada de no habar saciado aún su hambre.

—Durante la sanación hemos casado muchas horas sin comer nada —explicó él mientras paseaban por la orilla.

—Si no fuera por el dolor agonizante que acarrean, creo que me encantarían las curaciones. La gente te lleva de aquí para allá y te atiborra de comida deliciosa. Es como volver a ser un niño, con la diferencia de ser lo suficientemente mayor como para apreciarlo.

—Aunque no es tan divertido cuando necesitas ir al baño.

—¡Toda la razón! Sobre todo cuando estás rodeada de desconocidos —subrayó Helena, a esperas de una risotada o un comentario ingenioso por parte de Lucas.

—No somos desconocidos —aclaró en voz baja y mirándola fijamente a los ojos.

—Bueno, ahora ya no —concedió.

Notó que se le sonrojaban las mejillas y agachó la mirada. Los ojos de Lucas eran tan sinceros y tan azules que Helena sabía que si no se obligaba a desviar la mirada desde el principió, jamás conseguiría dejar de mirarlos.

De vuelta a casa, la pareja no se soltó de la mano. Cuando se acercaron a la mansión, Helena descubrió a Casandra mirándolos con recelo desde uno de los balcones del segundo piso. No parecía muy contenta.

Cuando entraron en la cocina se toparon con Noel, quien estaba sumergida entre ollas y sartenes. Les sirvió una copa de helado con salsa de caramelo, galletas y frutos secos y les comentó que ya se habían recuperado lo suficiente como para prepararse sus propias copas heladas antes de darse media vuelta para gruñirle al asado de buey que se disponía a meter en el horno. Tras tan exquisito tentempié que tentó al resto de la familia a acercarse hasta la cocina para saciar su apetito, Noel advirtió a todo el mundo que la cena no estaría lista hasta dentro de veinte minutos, así que era mejor que aún no se sentaran.

—No puedo. Tengo que ir a casa —admitió Helena con un tono decepcionado mientras jugueteaba con unas pacanas empapadas.

—Es ridículo. Tú no te vas a ningún lado —espetó Lucas.

—No, de veras. Tengo que ir a casa, coger el todoterreno e ir a recoger a Kate y a mi padre al aeropuerto.

—Cualquiera de nosotros puede hacerlo por ti —agregó Ariadna levantándose del banco que tenía Helena a su derecha.

—Siéntate, Ari, aún estás agotada por la sanación. Y ni se te ocurra pensar que el colorete que llevas puede engañarme —añadió Pandora con los ojos brillantes y meneando el dedo índice a modo de negación, lo cual hizo tintinear sus decenas de brazaletes—. Me encantaría ir a recogerlos y conocer a tu padre, Helena.

—¡No! —gritó ella perdiendo los nervios. Cuando logró controlarse, continuó en un tono más amable—: Mi padre no tiene la menor idea de todo esto. Por favor. Es muy amable de vuestra parte, pero os agradecería que me llevarais a casa.

Era incapaz de alzar la cabeza, pero sabía que toda la familia Delos estaba lanzándose miradas elocuentes entre ellos. Ariadna acarició la mano de Helena y abrió la boca para decir algo, pero Lucas se le adelantó.

—Yo te llevaré a casa —anunció mientras se deslizaba del banco y empujaba a Helena consigo cogiéndola de la mano—. Vamos.

—No estás en condiciones de conducir —dijo Noel sacudiendo la cabeza mientras Lucas se acercaba a ella con una sonrisa pícara y maliciosa.

—Voy a ir en coche, no volando —comentó. Inesperadamente, Lucas abrazó a su madre con un movimiento rápido y ágil y la besuqueó en la frente. No debía de ser muy cómodo, pero era lo bastante divertido para que Noel se echara a reír y admitiera, al fin, que su hijo estaba recuperado para conducir.

Helena procuró dar las gracias a todos los miembros de la familia Delos, pero tras unos instantes de agradecimientos, Lucas fingió que se aburría y empezó a imitar el sonido de unos ronquidos, la cogió por la mano y la arrastró por la cocina diciendo:

—Sí, sí. De todos modos, mañana volverás a estar por aquí. —¿Qué? —dijo Helena algo aturdida mientras Lucas la guiaba hacia un gigantesco garaje repleto de coches estrambóticos y al alcance de muy pocos.

La llevó bruscamente hasta un pequeño Mercedes descapotable de estilo clásico y puso en marcha el vehículo mientras pulsaba el botón para deslizar la capota.

—Volverás mañana por la tarde —repitió tras unos instantes, respondiendo así a su pregunta mientras pisaba el acelerador y ambos se alejaban de la finca de los Delos en dirección a la calle Milestone.

—No puedo. Tengo entreno —le recordó Helena.

—Yo tengo fútbol, así que te recogeré cuando los dos hayamos acabado. Y también puedo pasarte a buscar por casa por la mañana, si quieres.

—Tenía entendido que te habían expulsado del equipo.

—Ese asunto ya está casi solucionado —anunció con una sonrisa de oreja a oreja—. Mira, solo digo que he visto como juegan el fútbol los chicos del instituto, y, créeme, nos necesitan, a mis primos y a mí.

—Tu arrogancia debería ofenderme, pero lo cierto es que yo también he visto jugar al equipo de fútbol —dijo Helena—. De todas formas, no puedo pasar por tu casa mañana. Los lunes por la noche trabajo.

—El martes, entonces —replicó Lucas.

—No puedo. Tengo que hacerle la cena a mi padre —respondió rápidamente Helena.

—El también está invitado. A mi madre le apetece conocerle —comentó Lucas algo inseguro—. ¿No quieres venir a casa?

—No es eso —reculó Helena, sintiéndose culpable y frustrada sin saber muy bien el motivo—. Mi padre no querrá, ¿de acuerdo?

Helena desvió la mirada hacia la ventanilla y observó el campo de golf mientras Lucas le agarraba la mano y la sacudía con ternura para hacer que se girara hacia él.

—Nadie le contará nada a tu padre a menos que tú quieras —comentó sin dejar de mirar a la carretera.

—No es eso. Lo que ocurre es que no le gusta que salga entre semana —confesó.

Lucas frunció el ceño sin apartar la mirada de la carretera. A medida que pasaban los minutos sin que ninguno de los dos dijera nada, Helena se percató que el humor del chico estaba yendo de mal en peor.

—No. Esto no va a funcionar —anunció de repente, aparcando el coche en la acera. Debía hablar con Helena cara a cara cuando Lucas advirtió el miedo en el rostro de la chica, tomó aliento temblorosamente para tranquilizarse antes de hablar—: No sé si mi padre te lo ha explicado, pero las distintas castas son descendientes de dioses diferentes —empezó.

—Sí, dijo algo parecido a eso —respondió Helena en voz baja. Le daba la impresión de estar en el despacho del director. El joven intentó esbozar una sonrisa, pero al fin se rindió.

—La casta de mi familia, la de Tebas, desciende de Apolo. Se conoce, ante todo, como el dios de la Luz, pero también fue el de la Música, de la Curación y de la Verdad. Los descubre mentiras, vástagos que presienten calumnias o falsedades, son muy poco comunes, pero yo soy uno de ellos. Reconozco una mentira en cuanto la oigo, y si proviene de alguien cercano a mí, no puedo soportarlo. Así que no puedes engañarme, Helena, Nunca. Si no quieres contarme la verdad, por favor, por mi propio bien, no digas nada —suplicó.

—¿Te duele? —preguntó Helena con curiosidad.

—He intentado explicarle la sensación a Jase miles de veces, no consigo transmitírsela. ¿Sabes cuando has perdido algo muy importante para ti y no consigues encontrarlo? Pues la percepción es parecida, pero mucho peor. Cuanto más tardo en averiguar la verdad, más me desespero. No puedo parar de escarbar y escarbar hasta hallarla…

—Solo necesito algo más de tiempo para asimilar todo esto —se apresuró en admitir Helena—. Aún no estoy preparada para contarle a mi padre… mi secreto, o el de mi madre, porque la verdad es que no tengo la más remota idea de cómo va a reaccionar. Si quieres que sea sincera, no sé si algún día llegaré a contárselo. Lo único que sé es que necesito tiempo para recapacitar y asumir todo esto. Unos días, al menos.

El rostro de Lucas se relajó de inmediato y al fin soltó la respiración contenida.

—¿Por qué no me has dicho eso desde el principio?

—Porque es… es muy… —empezó Helena, pero no lograba encontrar las palabras apropiadas para describirlo.

—Muy crudo. Es como ir desnudo por ahí —acabó Lucas.

Helena asintió.

—Bueno, lo siento. Pero conmigo tienes que ser sincera o callarte.

Soltó el freno, puso el coche en marcha y se incorporó al tráfico otra vez.

En cuanto pudo dejar de girar el volante, tomó la mano de su acompañante y la sujetó sobre su pierna. Empezaba a anochecer, de modo que Lucas encendió las luces, aunque prefirió dejar el volante que soltarse de la mano de Helena.

Lucas aparcó en la entrada de la casa de Jerry y Helena, justo detrás del Cerdo, y apagó el motor y las luces.

—Quédate aquí un segundo —ordenó antes de apearse de un brinco del vehículo para desaparecer entre la oscuridad que reinaba en la parte trasera de la casa.

Helena estiraba el cuello cada dos por tres para intentar localizarlo mientras esperaba, pero no percibía ni un sonido, ni siquiera el de sus pasos. Estaba algo molesta porque Lucas se había escapado corriendo de aquella forma, así que decidió bajarse del coche y avanzar hasta el Cerdo para tener una mejor perspectiva. Encontró su bolso tirado en el suelo, justo detrás del neumático delantero. Ups. Lo recogió y pescó su teléfono móvil. Tenía más de una docena de llamadas perdidas.

Cuando rescató su móvil cayó en la cuenta de que, tan solo dos días atrás, alguien la había atacado y, de repente, adivinó que su atacante no había sido Héctor, ni Lucas, tal y como había asumido aquella noche. Ahora que podía recordar sin que las furias la molestaran, se percató de que aquella noche había alguien más esperándola cuando llegó a casa. Alguien con los brazos fuertes y enjutos, una mujer, advirtió al recordar el inconfundible aroma de los productos de belleza. Su agresora la había atacado por detrás, pero la llegada de la familia Delos la asustó y huyó de inmediato. Lucas envió a Ariadna y a Jasón tras ella, pero seguramente la desconocida había logrado escapar, pues nadie la había mencionado durante todo el fin de semana. Las sorpresas de los últimos días habían provocado que olvidara por completo el ataque.

—¿Lucas? —llamó mientras se dirigía hacia las sombra que ennegrecían la parte trasera de la casa. Estaba tardando demasiado. De pronto, oyó un ruido sordo detrás de ella.

—Te pedí que te quedaras en el coche. Es por tu propia seguridad, Helena —dijo Lucas con frustración.

Ella se giró mientras gesticulaba aún con el teléfono en la mano.

—¡Esa mujer! Estás buscando a la mujer que se abalanzó primero sobre Kate y después me atacó —anunció Helena cuando al fin comprendió lo que sucedía—. Ella también es un vástago. ¡Tiene que serlo!

—Sí, por supuesto que lo es… —interrumpió Lucas—. Pero escúchame: son dos, Helena. Son dos mujeres distintas las que te persiguen, pero todavía no hemos logrado atrapar a ninguna.

Un par de luces los deslumbraron. Un vehículo estaba aparcado delante de la casa de los Hamilton. Lucas se colocó delante de Helena, como si pretendiera protegerla, y miró a través de los destellos cegadores, que impedían a la chica ver quién conducía el coche.

—Es tu padre —anunció Lucas.

—¿Helena? ¡Estás aquí! ¿Dónde demonios te habías metido? —gritó Jerry mientras se apeaba del coche sin que el conductor hubiera echado aún el freno. Hacía años que la joven no veía a su padre tan enfadado—. No he parado de llamarte. ¡Nunca llegas tarde! ¡Pensé que te habría ocurrido algo!

—¿Qué hacéis aquí? —chilló Helena.

—Conseguimos un vuelo que salía antes. ¿No has recibido ninguno de mis mensajes?

—Yo…

Con el teléfono móvil en la mano, la voz de Helena se fue apagando poco a poco. Tenía que inventarse algo rápido, pero sabía que era una mentirosa horrible. Empezó a dejarse llevar por el pánico. Lucas le arrebató el teléfono y, de inmediato, se produjo un crujido apenas perceptible.

—Su teléfono está roto —dijo Lucas entregándole a Jerry el teléfono de su hija para que pudiera comprobarlo con sus propios ojos—. Al ver que no contestaba ninguna de mis llamadas, decidí pasarme por su casa para comprobar que estaba bien y la encontré de camino al aeropuerto.

Helena miraba estupefacta a Lucas, con la boca abierta y preguntándose cómo alguien que exigía sinceridad ante todo a su entorno podía inventarse una mentira tan rápido.

—Pero ¿qué has hecho, Len? —preguntó Jerry con voz consternada mientras examinaba el mejunje de plástico pulverizado y microchips—. Estaba nuevecito, casi sin estrenar.

—¡Lo sé! —exclamó ella de modo tajante—. Menuda calidad, ¿no crees? Lo siento, papá. No sabía que llegarías más pronto. Te lo prometo.

—Oh, no pasa nada —perdonó Jerry un tanto avergonzado ahora que la preocupación se había desvanecido por completo. Padre e hija se sonrieron y todo quedó en el olvido. En ese instante, Jerry se dirigió a Lucas—: Me resultas familiar —comentó en tono misterioso.

Hasta ese instante, el padre de Helena había hecho caso omiso a la presencia del joven Delos; al verlo, de inmediato desconfió de él. Durante un segundo, ella le vio con los mismos ojos de su padre: un jovencito atractivo con pinta de rompe corazones, demasiado corpulento y excesivamente bien vestido y que conducía un vehículo demasiado caro. En definitiva, un chico que, a primera vista, no caería bien al padre de ninguna jovencita.

—Lucas Delos —se presentó ofreciéndole la mano.

—¿No era este chico al que odiabas tanto? —le preguntó Jerry a su hija sin rodeos mientras estrechaba la mano del joven.

—Bueno, ya lo hemos solucionado —respondió Helena en voz baja.

—Bien —soltó Jerry. Después se dio media vuelta, pasó por delante del despampanante descapotable de Lucas y se dirigió hacia el taxi para pagar la cuenta y recoger las maletas—. O quizá no —corrigió.

Helena aprovechó ese momento para señalar con un gesto de ceja el teléfono móvil.

—¿Y qué pasa con esa mujer? ¿Cómo piensas contarme el resto de la historia ahora? —susurró con tono desesperado— . Si utilizo el teléfono de la cocina, mi padre escuchará la conversación.

—Lo siento —respondió Lucas con el mismo tono de voz—, es lo único que se me ha ocurrido.

—Mañana —amenazó Helena— quiero conocer el resto de la historia.

—Te recogeré media hora antes de las clases. Iremos a tomar un café —prometió Lucas.

—¿Qué pasa? —quiso saber Jerry.

—Lucas tiene que irse a casa a cenar —respondió Helena. El chico gesticuló una horrorosa mueca al percibir la mentira, pero pilló la indirecta enseguida.

—Un placer conocerle, señor Hamilton —se despidió antes de encaminarse hacia el coche.

—Maldita sea, cómo desearía que tuvieras acné en la cara. O que no te creciera el pecho —replicó Jerry.

—¡Papá! —se enfurruñó Helena, avergonzada—. Buenas noches, Lucas —se despidió como si estuviera excusándose.

—Buenas noches, Helena —respondió en voz baja, con los ojos brillantes.

—De acuerdo, ya basta. Para casa, Helena —ordenó Jerry con una sonrisa nerviosa mientras empujaba suavemente a su hija hacia la puerta principal—. Creo que preferiría que le odiaras.

Escuchó que Lucas se reía entre dientes mientras ponía en marcha el coche. Ese sonido tan cálido hizo que esbozara una dulce sonrisa.

Lucas se tomó su tiempo en volver a casa. Necesitaba algo de tiempo para reflexionar y tomar el control antes de enfrentarse a toda su familia. Aunque no le sirvió de mucho. Casandra y Jasón siempre se habían mostrado comprensivos con sus sentimientos, pero ahora le vigilaban continuamente y no le quitaban el ojo de encima en ningún momento. Desde el día en que vio a Helena por primera vez, en el pasillo del instituto, los dos empezaron a preocuparse por él. Y, visto lo visto, la situación parecía ir a peor. De hecho, ya había empeorado. Sin duda, le invitaría a tener una larga charla entre primos, pero Lucas no tenía la paciencia para ello. No quería la compasión de nadie; lo único que deseaba era estar solo por una vez en la vida.

Lucas aparcó el coche en el garaje y se quedó sentado, con el motor apagado, durante unos minutos, intentando ordenar sus pensamientos. Le daba la impresión de que, desde hacía varios días, todas sus emociones estaban sujetas con resortes y que si deslizaba la lapa, saldrían volando como el confeti de una piñata de cumpleaños. Sabía, sin duda alguna, que en estos momentos no podría soportar ver a Casandra, aunque, con la misma seguridad, intuía que estaría esperándole. Se bajó del coche, cruzó el jardín a pie y despegó para volar hasta el balcón de su habitación, evitando así a su hermana pequeña.

Desde luego, ella sospechó que haría tal cosa, así que al aterrizar en la terraza descubrió a Casandra sentada en el sofá de su habitación. Lucas esbozó una sonrisa de arrepentimiento incluso antes de abrir la ventana. Más le valía procurar ser mejor estratega que su hermanita.

—No quiero hablar sobre esto, Cassie —confesó con la esperanza de que su voz sonara paciente pero firme a la vez.

—Tú no eres el indicado para decidir sobre tal cosa —respondió Casandra con tono triste.

—No. Somos vástagos. Supongo que no podemos tomar ninguna decisión, ¿me equivoco? —dijo con amargura mientras entraba planeando por la ventana y antes de aterrizar sobre la alfombra.

El peso de la gravedad regresó al cuerpo de Lucas en cuanto sus pies rozaron el suelo.

—Has tardado —le regañó Casandra con tono insinuante.

—Me quedé por la zona un rato, vigilando el vecindario en busca de alguna pista de esas mujeres —dijo como si nada. Y lo cierto es que no estaba diciendo ninguna mentira.

—Te lo dije: no tienes por qué preocuparte. Está a salvo, al menos durante unos días más —garantizó Casandra sacudiendo la cabeza—. Aunque no puedo decir lo mismo de ti.

—No la he tocado. —Pero tampoco eres capaz de alejarte de ella.

Y, a decir verdad, no lo era. Incluso cuando las furias le hostigaban, no lograba separarse de Helena. No encontraba las palabras para definir la sensación, pero era como si una vocecita interior le invitara a no distanciarse de ella.

—No tienes motivos para angustiarte. No tengo ninguna intención de tocarla.

—Eso no es lo único que me inquieta… —advirtió.

Lucas la interrumpió cansado de tanta ambigüedad.

—Sí, claro, pero es lo que más lo inquieta; a ti y a todos los demás, Cassie —replicó Lucas. Se desabrochó la correa del reloj y lo colocó sobre su mesita de noche. No se atrevía a mirar a su hermana, pues sabía que estaba siendo cruel con ella, pero no podía evitarlo.

—Esto no es verdad. Lo sabes, ¿no? —le preguntó.

De repente, Casandra se convirtió únicamente en su dulce hermanita. Lucas la miró de reojo y se le ablandó el corazón. Ella tenía que soportar una carga mucho más pesada que la suya, y no debía olvidarlo. En algunas ocasiones, el resentimiento y el rencor le dominaban, pero confiaba en que Casandra supiera que él la adoraba y que jamás dejaría de quererla aunque le pidiera que abandonara lo que más deseaba en este mundo. Este pequeño detalle no facilitaba las cosas, aunque nunca les habían preguntado qué deseaban.

—¿Qué importa lo que sintamos? —murmuró—. No podemos estar juntos, o la guerra volvería a estallar. Nuestros deseos no harán cambiar las cosas.

—Eso no lo sé —añadió Casandra algo dubitativa—. Aún no me he recuperado por completo.

—Pero estás muy segura —comentó Lucas, que se derrumbó a los pies de la cama—. Y no finjas que no es así, porque ni siquiera tú puedes mentirme.