5.- Miércoles, veintidós de mayo de 2013Oviedo |
El apartamento que Laura tenía alquilado en Oviedo se asomaba a la intersección de la calle Caveda con la plaza de Longoria Carvajal, justo frente al centro de salud y la parada de taxis aneja, cuyos ruidosos conductores departían animadamente mientras esperaban ser requeridos por algún usuario. Era la mañana del miércoles veintidós de Mayo. La joven abrió la puerta y penetro en el pequeño recibidor seguida por su madre. Llevaba el brazo herido descansando en un cabestrillo aunque, gracias a los cuidados que Damián le prodigó durante su convalecencia en el hospital, no sentía ningún dolor.
Entraron en el salón y ocuparon un cómodo sofá de piel blanca situado frente a un pequeño mueble de televisión. A la izquierda se encontraba una bonita vitrina de madera lacada y, a la derecha, una mesa redonda, también de madera similar a la vitrina, flanqueada por cuatro sillas de corte clásico. La madre se levantó inmediatamente para dirigirse al fondo de la sala donde descorrió unas oscuras cortinas y abrió la ventana, que se cernía sobre los taxistas aparcados junto al centro de salud, para permitir que el aire fresco de la calle y la clara luz de la mañana penetraran en la estancia.
—¡Hay que ver hija! Todavía no había venido nunca a tu casa y tengo que conocerla ahora, cuando casi te matan. ¡Ay qué miedo! ¿Por qué has tardado tanto en avisarme? ¿Y si te hubieran matado y no hubiera tenido tiempo de verte?
—¡Por dios, mamá! ¿Tú oyes lo que dices? ¿Hubieras preferido venir a tiempo de ver cómo me matan?
El día y medio transcurrido en el hospital le había permitido recapacitar sobre lo sucedido durante la última semana. Había recobrado algo de calma y entereza, aún así tenía una extraña sensación de desasosiego, casi angustia. Se sentía amedrentada por la constante figura de Damián, que permaneció todo el tiempo a su lado. Sin embargo, la exasperante presencia de su madre, recién llegada desde Soria esa misma mañana, le generaba una mayor inquietud. Había tardado años en librarse de la presión que, desde sus primeros recuerdos, había ejercido sobre ella. Siempre dramatizando, siempre hablando, siempre imponiendo.
No fue Laura quien la avisó, no estaba en condiciones de hacerlo y, en caso de haberlo estado, tampoco habría comunicado a su familia lo sucedido; al menos hubiera preferido no decir nada hasta haberse recuperado lo suficiente como para evitar ninguna dependencia hacia ellos. Pero el secreto resultaba imposible. El suceso salió en todos los informativos nacionales y, además, Gerardo realizó la llamada pertinente al teléfono de su familia, que ella misma le había facilitado meses antes. No sabía si agradecer la visita de su progenitora o si, por el contrario, tenía derecho a considerarla una molestia insoportable. Claro que la quería; ambas se querían con sinceridad pero, en esos momentos, no se sentía capaz de soportar el parloteo constante, el victimismo y la manipulación de la que su madre había hecho gala durante largos años.
—¿Cómo voy a querer eso? ¿Estás loca? Huele a cerrado. A ver si se refresca el aire. ¿Esa gente de la calle tiene que hablar siempre tan alto? ¿Te duele mucho? —Dijo la madre casi de carrerilla sin volver a sentarse.
—No mamá, tranquila, no me duele nada.
—Cuando se rompió Magdalena el brazo… ¿Te acuerdas de Magdalena? Esa que vivía encima de la bodega de Genaro, donde compraba el vino tu tío Marcelo. Pues Magdalena se rompió el brazo al caerse por la escalera del portal. Casi abajo. Menos mal que no se cayó arriba del todo, porque se podría haber matado y habría dejado dos huérfanas. Fíjate que su marido se mató en la obra y ella se pudo haber desnucado en la escalera. Es que en la obra los hacen trabajar sin seguridad. Por eso ya nadie quiere trabajar en la construcción. Sólo los negros trabajan en la construcción pasando calor, los pobres; tienen que hacer ellos el trabajo que nadie quiere. Claro que estarán acostumbrados al calor de su país. ¿Sabes el calor que hace ahora en Soria? El otro día, cuando salí de casa para ir a la compra, teníamos ya treinta y dos grados.
Laura había aprendido a abandonar el cuerpo cuando su madre le contaba alguna anécdota. Durante los años de la adolescencia aprendió que era mejor aparentar que escuchaba, soltando algún que otro “si” o “claro” de forma aleatoria, a enfrentarse contra ella reclamando que dejara la cháchara.
—Pues cuando se rompió el brazo, —continuó diciendo la buena mujer mientras deambulaba por la sala observando absolutamente todo lo que en ella se encontraba—, tuvo dolores durante tres meses. Le dieron calmantes cada vez más fuertes, pero ella no quería tomarlos porque le revolvían el estómago. Una vez vomitó cuando íbamos a misa. Menos mal que fue antes, porque si hubiera ocurrido en la Iglesia imagínate qué escena se podría haber preparado.
—Claro.
—Sin embargo, cuando yo tuve que ir al hospital por lo del riñón, nadie se preocupó de mí. Ni las hermanas de tu padre, ni las vecinas. ¿Y si me hubieran tenido que operar? Al final siempre me dejan sola.
—Sí, ya.
—Mira tu padre. Casi te matan y no ha sido capaz de pedir un día libre en el trabajo. Ha salido como su madre. La nariz y los ojos son de su abuelo, y el cuerpo también, como el de su abuelo y el de su tío Clemente. Pero el carácter es el de su madre. ¿Sabes que su madre siempre me ha tenido manía? ¡Incluso después de muerta me odia!
Laura habría escuchado mil veces esa historia, pero su madre la contaba como si fuera la primera ocasión en que lo hacía, con todo lujo de detalles: la ropa que vestía la pobre suegra muerta, sus aires de grandeza, las desavenencias en las cenas de navidad…
—Pues si me hubieran tenido que operar habría estado sola. —Continuó diciendo.
—¡Qué tontería mamá! No te pasó nada. Fue un cálculo renal que se pudo deshacer sin tener que abrirte.
—¡Si claro! ¡Dale la razón a todo el mundo menos a tu madre! Si me hubiera muerto habría estado sola. Tu padre estaba deseando que el médico me echara del hospital para volver a su trabajo. Y claro, tú en la universidad y tu hermano en Badajoz.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte, mamá? —Preguntó Laura un tanto preocupada.
—¿Ya quieres que me vaya? ¡Eres como tu padre! Has salido totalmente a él. Menos mal que tenemos el mismo cuerpo.
En ese momento, Laura apenas pudo reprimir la risa. Ella era alta y se mantenía en forma, mientras que su madre tenía el aspecto de un tonel de bodega, con el cuerpo pequeño y rechoncho. Los ojos de Laura eran verdes; los de su madre, marrones. Tenía los brazos largos y delgados; su madre gruesos y cortos. Laura llevaba el pelo negro suelto en una suave melena que sobrepasaba los hombros; su madre lo tenía corto, maltratado y teñido de rubio con mechas rojizas. Pero ese comentario sobre la similitud del físico era un argumento recurrente en la charlatanería de la buena señora, y no dejaba de mencionarlo con orgullo cada vez que podía, viniera o no a cuento.
—Pero en el carácter has salido a tu padre. Siempre has sido una descarada. Claro, luego pasa lo que pasa. Te vas de casa a la aventura y ya ves como terminas.
—Mamá, no sigas por ese lado. —Dijo Laura sintiéndose bastante molesta.
—Tienes que tomar el antibiótico. Te lo dijo el médico esta mañana. ¿Dónde tienes un vaso para cogerte un poco de agua? ¿Aquí en esta vitrina? —Preguntó mientras abría la puerta del mueble escudriñando su interior.
—Mamá, no me toca ahora. Ya lo tomé esta mañana a las ocho, hasta las cuatro de la tarde no tengo que tomarme la siguiente pastilla.
—Pero te tienes que tomar el analgésico y el antiinflamatorio.
—¡Por favor, mamá, que no me duele!
—Eso es lo que le pasaba a Magdalena, que no quería tomarse la medicación porque le revolvía el estómago, pero a ella sí le dolía y entonces se la tomaba. Claro, tenía dos hijas huérfanas de padre y una casa que atender. Compró un dormitorio nuevo. ¿Te lo había contado? Me la encontré hace unos días, cuando iba camino del supermercado, y me dijo que había puesto muebles nuevos y modernos, no cómo los que tenía antes que no los había cambiado desde que se casó, y lleva quince años viuda. Pero nunca tuvo buen gusto. Seguro que ha puesto unos muebles baratos, y eso que tiene dinero con la indemnización del seguro y la pensión que le quedó, pero no gasta un duro. ¿Has visto cómo lleva a sus hijas? Bueno ya son mayores y hacen su vida. No me extraña que quieran hacer su vida teniendo esa madre.
Laura recordó con nerviosismo los largos años que había pasado en la casa familiar escuchando las mismas historias, las agonías de una mujer frustrada cuyas ilusiones de juventud se vieron truncadas por la realidad que le tocó vivir. La depresión de un padre, siempre taciturno y callado, destinado a apretar eternamente la misma tuerca de la máquina en la que trabajaba, abocándolo a un alcoholismo secreto, soterrado, afortunadamente pacífico, pero autodestructivo y cruel en el deterioro físico al que se encontraba sometido.
La resignación y los sueños de grandeza convivieron durante años en su familia. Con grandes esfuerzos, sus padres consiguieron que, primero su hermano y luego ella, cursaran estudios superiores y, muy a su pesar, escaparan del nido familiar.
El padre, don Fernando Golmayo Requejo, hablaba constantemente del servicio militar que cumplió en Melilla. Para los jóvenes de su época, la incorporación a filas era el único medio por el que podían recorrer mundo, escapar de la rutina del pueblo o barrio en el que estaban anclados por obligación. Y una vez que fue consciente de cómo los años dejaban atrás aquellas aventuras, vivía de los recuerdos anclados en su mente, en los que devorar ciento veinte albóndigas preparadas por la mujer del capitán o atravesar el Estrecho de Gibraltar en una pequeña embarcación durante un temporal, se convertían en heroicidades dignas de permanecer en la memoria colectiva de la familia. Y, después, la tremenda frustración de ver su vida limitada a la rutina de la fábrica y la tediosa atención debida a la esposa y los hijos, rutina que rompía escapando ocasionalmente con la cuadrilla a tomar un vino tras otro por los bares del casco viejo o la plaza de Herradores. Y muchas noches de soledad en la pequeña cocina de la vieja casa, frente a un vaso gastado y una botella de vino barato, dejando que la ceniza del cigarrillo cayera consumida por la inercia de los pensamientos tristes.
La madre, doña Margarita Blanco Martínez, creándose una fantasía de perfección que la incomprensión de los demás, familia, amigas y vecinos, truncaba en su desarrollo. Inútil luchar contra el destino que cruelmente la amarró a una familia pobre de un barrio pobre en una ciudad aún más empobrecida; a zurcir calcetines y coser cremalleras a cambio de unas pocas monedas que fue ahorrando secretamente para darse los pequeños lujos que le permitían seguir soñando con príncipes y palacios.
Laura comprendía las frustraciones. Las había vivido permanentemente. De niña, por el asfixiante control que su madre ejerció impidiéndola relacionarse normalmente con las amigas, evitando viajes y excursiones escolares, controlando el acceso a los juguetes y reprimiendo casi cualquier arrebato de infantil travesura. Pero luciendo, afortunadamente, bonitos vestidos, producto de muchas horas de trabajo enhebrando hilos, que permitían a la madre presumir de la elegancia de su hija más que la propia niña.
Y, ya mayor, por verse obligada a la competencia despiadada para abrirse camino a costa de sus convicciones, a costa de todo aquello en lo que había creído durante sus años de ilusión juvenil. A pelear por un trabajo, a humillarse por un salario; y a ignorar el sufrimiento de aquellas otras personas a las que tenía que superar para alcanzar un empleo casi siempre miserable.
Su hermano, Alejandro Golmayo Blanco, era hombre; eso lo convertía en alguien más independiente; su madre le consentía algo más que a ella, un poco más, lo suficiente. Una hora más de licencia en el regreso a casa, un suspenso más en el colegio y, con el tiempo, también le disculpaba alguna que otra borrachera de adolescente, «tonterías que hacían los hombres», según decía excusando una conducta inapropiada en alguien tan joven. Y, para frustrar los recuerdos y ambiciones castrenses del padre, que se había pasado años ilustrando a su hijo sobre el severo código de justicia militar y el trato con los mandos, el servicio de armas ya no era obligatorio. Y con la desaparición de ese imperativo, también desapareció la costumbre de casarse, una vez terminado el reclutamiento, con la novia de toda la vida, alguna de las muchas novias de toda la vida que tuvo en su juventud. Alejandro estudió Empresariales en Soria, aprobó una oposición como profesor de instituto y se fue todo lo lejos que pudo de la casa familiar, a Badajoz, donde se apañó con otra profesora y empezaron a hacer vida juntos, para escándalo de su beata madre. Alejandro se liberó de ataduras; era inteligente, pecador amancebado y antimilitarista orgulloso.
Laura supo pronto que la única oportunidad que la vida podría ofrecerle consistía en imitar, en la medida de lo posible, a su hermano. Debería estudiar fuera de su ciudad natal, pero eso significaba ser buena estudiante. La mejor estudiante si quería conseguir becas suficientes que completaran el exiguo presupuesto del que disponían sus padres. Y lo hizo. Fue madura en la infancia, madura en la adolescencia. Y ahora, por fin, harta de ser madura, tenía la posibilidad de ser libre como Alejandro.
—¿Dónde tienes la ropa de cama, que quiero ponerte sábanas limpias, no vayas a coger una infección, —dijo la madre que no había cesado en su parloteo desde que apareció aquella mañana.
—Mamá, no te preocupes. Las sábanas están limpias. Acababa de ponerlas cuando me pasó esto, —respondió Laura sabiendo que lo que su madre pretendía era cotillear en su dormitorio y en el armario, igual que había hecho ya en el resto de la casa—. Pero puedes mirar todo lo que quieras. No escondo nada y no tengo ropa de ningún chico en los cajones.
—¡Qué mal pensada eres, hija! —Comentó su madre sintiéndose descubierta—. Sólo quiero ayudarte; para eso he venido. Vaya viaje que me han dado. ¿Te he dicho que he venido en el autobús con una mujer de Zaragoza? Se llamaba Pilar. ¡Cómo puede llamarse de otra forma si es de Zaragoza! Una pesada que se pasó todo el tiempo hablándome de tuercas y tornillos. Resulta que tiene una ferretería y dice que es el negocio más bonito del mundo. ¡Como si se pudieran hacer bordados con los tornillos! Pero claro, ella no entiende nada de bordados. Pero yo no me callé y la puse en su sitio…
«Claro, no podías callarte, es imposible», pensó Laura sin saber cómo poner fin a esa conversación sin ofender a su madre, lo que resultaría excesivamente fácil y, en todo caso, provocaría un resultado totalmente adverso a su pretensión de estar tranquila.
—… Le dije que la ferretería me parecía algo horrible, que si quería hacer cosas bonitas había que coger aguja e hilo y aprender a bordar. Total, las tuercas se guardan en cajones y se venden por números. ¿Qué hay de bonito en eso?
—Perdona mamá, tengo que hacer una llamada al trabajo, —dijo mientras se levantaba para dirigirse al dormitorio.
Era una excusa estúpida, fue consciente de ello en cuanto la frase salió de su boca, pero necesitaba un momento de tranquilidad. En realidad no pensaba llamar a la redacción. No estaba dispuesta a soportar ni un minuto la retahíla de preguntas con que le asaltarían sus compañeros, cotillas de profesión por un lado, y amigos preocupados por otro. Cerró la puerta del cuarto y se sentó en la cama con el teléfono en la mano. Casi sin pensar marcó el número de Damián.
—Hola Laura. ¿Qué tal te encuentras? —Respondió la voz al otro lado de la línea.
—Bastante bien, Damián, pero necesitaba un respiro para descansar de mi madre.
—¿Qué tal el brazo? ¿Cuándo quieres que vaya a curarte?
—¿De verdad puedes hacerlo? —Preguntó Laura con cierta incredulidad a pesar de todo lo que había presenciado.
—Por supuesto. No merece la pena que lo retrases más. ¿Sigue tu madre contigo?
—Sí. Aquí esta, —respondió con un evidente tono de resignación—. No sé si puedo soportarlo. En estas condiciones, con todo lo que ha pasado… Me resulta muy difícil estar con ella.
—Entonces puedo solucionarte dos problemas de un solo golpe. Pudiste ver lo que hice con Amparo o con la policía, Puedo hacer algo parecido con tu madre, más suave en todo caso; puedo conseguir que te permita estar en paz o, si quieres, que regrese pronto a su ciudad. La vi en el hospital mientras dormías, me pareció una buena mujer y una gran conversadora… —Ambos rieron ese comentario—. ¿Qué te parece si aparezco en tu casa dentro de un rato, hablo con ella un poco, te curo y os llevo a comer a algún sitio? Te aseguro que la dejaré con una muy grata impresión sobre ti y tu estado de salud. Se quedará tranquila y se marchará pronto.
—De acuerdo, te espero.
Bajo el “influjo” de Damián, doña Margarita lo recibió en casa tranquila y feliz. Permitió que su hija y el invitado pasaran un tiempo solos en el dormitorio sin tener ningún mal pensamiento, algo inaudito en ella, momento que Damián aprovechó para curar la herida de Laura.
—Descúbrete el brazo un momento, por favor. —Solicitó Damián mientras ambos se acomodaban sentados en un lateral de la cama.
—¿Quieres que me quite la blusa? —Preguntó Laura con cierta picardía mientras se desprendía del cabestrillo.
—No me importaría nada que lo hicieras, pero con que pueda ver y tocar la herida es suficiente.
Laura, que había enviado aquella mañana a Damián a buscarle algo de ropa limpia en su casa para poder salir del hospital, vestía una suave blusa blanca abotonada y remetida en la cintura bajo un ceñido pantalón vaquero, se subió la corta manga hasta el hombro, mostrando el grueso vendaje que ocultaba la intervención. Al retirar las gasas y apósitos, quedó al descubierto el bíceps traspasado por la puñalada y las costuras que le hicieron en el quirófano. Damián lo observó con detenimiento y, posteriormente, tomó su muñeca con la mano izquierda y colocó la derecha sobre la herida. Laura experimento una extraña vibración acompañada de una sensación de nausea al tiempo que la herida desaparecía totalmente. Tan sólo los puntos de sutura, cosidos en ambos extremos del músculo, permanecían como recuerdo de la lesión.
—Dejemos esos hilos asomando hasta que se vaya tu madre. —Comentó Damián.
—¿Cómo consigues hacer esto, curar de este modo? —Preguntó Laura sorprendida.
—Simplemente lo deseo y ocurre.
—¿Puedes curar cualquier enfermedad?
—Creo que sí. Hasta ahora, en todas las que he probado lo he hecho. Da igual que sean traumatismos, envenenamientos, o procesos degenerativos. Virus o cualquier otra cosa. —Damián colocó de nuevo la manga en la posición correcta sobre el brazo de Laura y se puso de pie frente a ella. —¿Qué tal te encuentras? —Preguntó.
Laura movió el brazo en varias direcciones, estirándolo y encogiéndolo, abriendo y cerrando la mano.
—Es sorprendente, fantástico. No sólo está curado, sino que lo siento más fuerte que antes. Soy diestra y el brazo izquierdo siempre lo he tenido un poco flojo, pero ahora parece estar mejor que el derecho.
—¿Y con respecto a tu madre, qué quieres que haga?
—Me sorprende también que no haya dicho nada por meternos los dos solos en el dormitorio. —Los temores históricos anclados en el inconsciente de Laura hicieron que volviera cierto punto de nerviosismo—. ¿Puedes conseguir que sea más tranquila y comprensiva?
—Claro, por supuesto. Por lo general no me gusta cambiar el carácter de las personas, pero a ella se la ve frustrada e infeliz. Un poco de “influjo” dándole algo más de confianza en la vida, y la capacidad de valorar lo que tiene, puede hacer que su existencia resulte más agradable, y de paso la tuya también.
—Pero… ¿Dejará de ser tan manipuladora? —Preguntó Laura con semblante un tanto inquieto. —¿Y tan cotorra?
—Hoy sí. —Respondió Damián riéndose—. Pero cuando vuelva a su casa será casi la misma. No quiero tocar su carácter más allá de lo que te he comentado, aunque te aseguro que notarás un cambio muy favorable.
—¿Puedes hacer que se vaya pronto sin que se sienta ofendida? —Siguió preguntando Laura con preocupación.
—Mañana estará fuera, se irá tranquila y contenta. Cuando comente el viaje con la familia les hablará de tu magnífica recuperación y de lo bien que te tratan tus amigos.
Durante la comida, que transcurrió en un elegante restaurante de la ciudad, doña Margarita se encargó de atender todas las llamadas telefónicas que recibía su hija, con el fin de dejarla lo más tranquila posible. Por otro lado, se mostró tan locuaz como siempre, pero los motivos de conversación habían cambiado. Se habló del magnífico tiempo que hacía aquel día en Asturias, del viaje que hizo a Roma años atrás, de lo trabajador que era su marido, de los buenos y listos que habían salido sus hijos, de la novia tan guapa que tenía el mayor…
—Pero Alejandro está mórfido. No sabes cuánto ha engordado…
—Se dice mórbido, mamá —interrumpió Laura—. Obeso mórbido.
—¿Y a usted, don Damián, no le parece guapa mi hija? —Continuó doña Margarita ignorando la puntualización de su hija—. ¿No cree que es muy raro que no tenga novio todavía?
—¡Por favor, mamá! ¡Ya tendré novios cuando tenga tiempo!
—Por supuesto que es muy guapa. En el periódico andan todos detrás de ella. —Respondió Damián sonriendo mientras clavaba la mirada en el rostro de Laura.
—Siempre ha sido la niña de mis ojos. Le hacía unos vestidos preciosos. ¿Le has contado a don Damián el vestido azul que te hice? —Preguntó doña Margarita a Laura—. El vestidito azul de volantes.
—Mamá, tenía ocho años…
—Un vestido precioso —continuó diciendo la madre—. Copié el patrón de un vestidito de Mariquita Pérez que me llevaron para arreglar. ¿Sabe usted? Mariquita Pérez, la muñeca esa tan bonita que es muy cara. Pues lo copié y se lo hice a mi hija. Lo llevó en la comunión de su primo Enrique. Pero ese día no le hice coletas. Enrique siempre tiraba de las coletas a mi niña cuando la veía. ¡Qué guapa estaba! ¿Verdad que es muy guapa? ¿Y usted a qué se dedica, don Damián?
—Negocios internacionales, doña Margarita. Pero deje de llamarme don Damián, con decir mi nombre es suficiente.
—Claro que si, don Damián. Debe ser usted muy importante. ¿Gana mucho dinero?
—¡Mamá, por favor, no seas impertinente! —Exclamó Laura adivinando cuál era la intención de su madre.
—¡Ay, hija! Sólo estaba hablando con don Damián.
—No es ninguna impertinencia, Laura —dijo Damián—. Tu madre se preocupa por saber quiénes son tus amigos. Sí, doña Margarita, gano mucho dinero; varios millones al año.
—¿De pesetas o de euros? —Preguntó con curiosidad la madre.
—De euros. —Respondió Damián.
—¿Verdad que es guapa mi hija? ¡Y muy inteligente! Sacó toda la carrera con sobresalientes, y en el instituto también. Todo eran nueves y dieces. No tanto como usted, que es millonario, pero mi hija también es muy lista. Fíjese si es lista que no quiso tener novio mientras no terminara de estudiar. Y no le faltaron pretendientes; pero ella, ni caso. Les dio calabazas a todos. Claro, que ninguno era tan guapo como usted…
Damián miraba a Laura sonriendo, demostrándole complicidad y calma. Ella, al observar esa expresión de comprensión, se sintió tranquila. Ignoró la referencia a que cuantos más millones tiene una persona, más inteligente es. Ignoró también los descarados esfuerzos su madre por emparejarlos a ambos, por venderla exponiendo sus virtudes más evidentes, y comenzó a divertirse con la conversación.
—…Pero mi hija era dura. Siempre estudiando. Ahora ya no estudia. Lo aprobó todo y ya tiene un buen trabajo, fíjese lo que ha conseguido con veintiséis años. Es periodista y saldrá en la televisión. Como la Letizia. Si ella se casó con el príncipe mi hija también puede casarse con alguien importante. Mi hija es más lista que Letizia. Y más guapa.
—Mamá, —interrumpió Laura con expresión divertida—, ¿Has pensado que Damián puede tener novia o estar casado?
—¿No está usted casado, verdad? No lleva alianza, claro que ahora la gente se casa de cualquier manera. Pero usted parece un hombre serio y formal…
—No, no estoy casado. Lo estuve hace tiempo. —Respondió Damián.
—¿No me diga? ¿Es usted viudo?, ¿tan joven?
—Divorciado.
—No me extraña que se divorcie. Hay mujeres muy malas por el mundo. Perdone, igual su mujer no era mala, pero el mundo está lleno de arpías. Menos mal que ahora puede uno divorciarse. Mi vecina Benigna se divorció también. ¿Te acuerdas de de la Beni, Laura? —Su hija sólo tuvo tiempo de esbozar una afirmación con la cabeza—. Pues se terminó divorciando. Dijo que el marido la maltrataba. Hay mucho maltratador últimamente. Y asesinos. Primero las pegan y, cuando piden el divorcio, las matan con el cuchillo de la cocina. O con una pistola, que ahora se pueden comprar pistolas en la calle. Si es que no se puede salir de casa. ¡Jesús, qué mundo! Pues la Beni se divorció y está mucho mejor. Ahora sale con todos los hombres que quiere. Se ha vuelto una descarada. ¡Y sigue yendo a misa! Claro que, con los curas modernos, ahora puede ir a misa y comulgar quien quiera. Deberían dejar a los curas casarse, ¿no cree usted, don Damián?...
Tras hablar un rato sobre el matrimonio de los sacerdotes pasó a mencionar la comida de las monjas, después la cría de ganado lanar que los ganaderos de su familia paterna realizaban en los terrenos que pertenecieron a un antiguo convento, luego mencionó la sequía y el cambio climático, la mala calidad de los alimentos, «el pescado está lleno de anasagastis»; y, por último, se explayó un rato hablando de la crisis económica y la carestía de la vivienda.
—…Entonces, ¿tiene usted novia? —Terminó preguntando.
—No, de momento no tengo novia.
—Es que es muy difícil encontrar una mujer que sea guapa, lista y buena. Eso es lo principal, que sea buena. Como Laura, que siempre ha sido un sol. Porque el mundo está lleno de arpías. Sólo se fijan en el físico, pero es todo de mentira. Ahora lo único que se ve es cirugía estética. Todas están operadas y se ponen un pecho que llega a cualquier sitio una hora antes que ellas. Y los labios, que parece que van a reventar. Pero los hombres también se operan, no se crea usted. Se operan casi tanto como ellas. O más. Yo no entiendo eso de operarse. Si eres guapa natural, pues lo eres; y si no, pues no. Algún retoque, en todo caso; como la nariz. Porque hay narices que tienen delito. O subirte el pecho un poco. Pero lo que se hacen algunas es exagerado. Patri se arregló la nariz y las orejas, y ahora quiere quitarse las bolsas de los ojos. Mira que era fea la mujer. Tenía una nariz que parecía el pitorro de una tetera, y unas orejas de soplillo que eran como cogieras una taza y le pusieras un asa a cada lado. Le ha quedado una cara artificial. Pero dice que, cuando se mira al espejo, se ve mucho mejor. ¡Claro!, ¡antes el espejo se rompía de puro fea que era! La verdad es que la han arreglado bastante, y si se quita las bolsas estará mucho mejor… ¿Y tiene usted hijos, don Damián?
—No, tampoco tengo hijos —respondió aguantando la risa.
—Pues no sabe usted la suerte que tiene. Tener hijos es una hipoteca para toda la vida, porque de pequeños son muy monos, pero luego crecen y te cuestan un riñón. Tienes que vestirlos, llevarlos al colegio, al médico… ¿Sabe usted los problemas que dan? Mi Alejandro, por ejemplo. El médico me dijo que teníamos que operarle del frenillo. Tenía sólo un añito, el pobre, y yo pensaba que era el frenillo de la lengua, pero no, se trataba del otro frenillo, el de ahí abajo, ya me entiende usted. ¿Y para qué cortarle el frenillo con un añito? ¿No podían esperar a que fuera mayor? ¡Claro que no!, porque los niños tienen que tener su cosita lista para lo que pueda ocurrir. ¡Eso es lo que quieren los médicos ahora! Que los niños tengan relaciones cuanto antes y enfermen de sida y de gorgorrea, y que pierdan el seso o se queden ciegos. Pero claro, tuvimos que operarle del frenillo porque lo decía el médico. Y luego las anginas. Y a Laurita le salieron granos por todo el cuerpo, pero no los del acné, no, sino otros de una infección de la sangre que casi se me muere. Y lo vomitaba todo.
—¡Mamá, no cuentes lo de los granos! —Exclamó Laura indignada.
—¿Por qué no puedo contarlo? —Preguntó doña Margarita—. ¿Porque te salieron también en el culito y se lo tuviste que enseñar al médico? —Y dirigiéndose de nuevo a Damián continuó narrando la historia—. Pero no sólo en el culito de atrás, sino también en el culito por delante. Todo lleno de granitos. Y le tuvimos que hacer una transfusión. Ya ve usted, con cuatro añitos que tenía y se nos puso tan malita. Si ya le digo que tener hijos es una fuente de problemas. Claro que si tiene dinero puede tener todos los hijos que quiera. Como Julio Iglesias, que tiene mil hijos, pero todos muy guapos. Se nota que lo han heredado del padre. ¿No le parece a usted que Julio Iglesias es un hombre muy esterilizado?
—Se dice estilizado, mamá. —Apuntó Laura riéndose.
—Pues eso, como se diga —continuó su madre—. Pues Laurita lo vomitaba todo. Bueno, todo no. Cuando había tarta o pasteles nunca vomitaba, ni las golosinas tampoco. Si ya decía el médico que con su enfermedad no tenía por qué vomitar. Pero el filete de hígado sí que lo devolvía, y las lentejas. Ya ve usted lo lista que me salió la niña. Si ya le digo, que disgustos me ha dado muchos…
—¡Mamá, no cuentes más!
Al día siguiente, una vez que doña Margarita, ya había emprendido el regreso a su domicilio en Soria, Damián visitó de nuevo a Laura que, aunque estaba totalmente restablecida, había decidido apurar los quince días de baja laboral que le recomendaron en el hospital.
—¿Qué tal te encuentras hoy? —Preguntó Damián acomodándose en el sofá.
—Bien, y mucho más tranquila —respondió Laura—. El brazo lo tengo perfecto. Cuando se marchó mi madre y me quitaste los puntos no quedó ninguna señal de la herida. Casi no puedo creerlo. ¿Es verdad que eres inmortal?
—Sí, es cierto. ¿No me pedirás tú también una demostración? —Dijo Damián mirando hacia la mano que se apuñaló en Hamburgo.
—¿Qué quieres decir con “tú también”?
—Cada vez que alguien me hace esa pregunta termino dándome una puñalada —respondió con gesto desagradable.
—¿Sabe mucha gente lo de tus poderes? —Preguntó Laura con curiosidad.
—No, sois muy pocos. Ahora mismo tan sólo estáis al corriente cuatro personas.
—¿Quiénes son los otros?
—Los conocerás en breve…, si quieres.
—¿Qué significa eso?
—Los demás ya han aceptado participar en mi proyecto. Nadie más sabe quiénes son ni cuáles son sus funciones dentro del equipo. Si tú también aceptas participar te los presentaré, aunque te adelanto que ya conoces a uno de ellos.
Laura, a pesar de no conocer en detalle la propuesta de Damián, ya tenía casi tomada la decisión de aceptarla desde la noche anterior, pero no quería manifestárselo todavía. Estaba desarrollando una estrategia para sacar provecho del interés que Damián demostraba por ella. De hecho, estaba convencida de que este interés iba más allá del proyecto. Los “pensamientos rojos” le parecían bastante más carnales que el propósito de cambiar el mundo.
—Antes de hablar del proyecto, sí quiero otra demostración de tus “talentos” —dijo Laura poniendo un gesto intencionadamente malicioso.
—Si lo llego a saber no hubiera dicho nada de la puñalada —protestó Damián.
—¿Por qué no te quieres dar una puñalada?
—Porque duele.
—¿Eres inmortal y te duele una simple puñalada?
—Lo uno no quita a lo otro. Una herida siempre duele, incluso a los inmortales.
—No te preocupes, estoy harta de puñaladas. Quiero otra demostración.
—Tú me dirás…
Laura se incorporó colocándose frente a Damián exhibiendo su figura. Vestía un ajustado top corto de tirantes de Bershka color rosa y cerrado con una cremallera delantera, junto con una minifalda vaquera de corte evasé, dejando ver el ombligo por encima y unas largas piernas desnudas por debajo. Unas sandalias negras de tacón fino con cadena de Strass enmarcaban los pies y realzaban la longitud de las piernas.
—¿Qué puedes hacer con este cuerpo? —Preguntó pícaramente.
—Diabluras… —respondió Damián apoyándose en el respaldo del sofá y cruzando las piernas para ocultar la erección que comenzaba a manifestarse.
—Olvídate de las diabluras. Me refiero a qué puedes hacer con esta barriga —Laura posó las manos sobre un abdomen perfecto—. Estoy harta de tener que ir al gimnasio y de matarme de hambre para no engordar. Y aún así lo tengo flácido. Quiero tener una tripa firme. Y los pechos… —Repitió el gesto de las manos posándolas sensualmente por debajo de los senos—. Me gustaría tener una talla 95C. No quiero seguir llevando un sujetador push up. Si puedes curar una puñalada no te será difícil arreglarme esto.
Damián se encontraba paralizado, casi boquiabierto, impresionado por la estupenda figura de Laura, por su petición sorprendente y, sobre todo, por los sensuales y estudiados movimientos que acompañaron a sus palabras. Estaba claro que Laura jugaba a provocarlo pero, intencionadamente, lo mantenía a distancia. Esto lo encendía; aunque él podía jugar también a mantenerse sereno.
—Algo se puede hacer —respondió intentando falsear su inquietud y poniendo un tono de voz que aparentara cierta indiferencia.
—¿Y puedes hacer algo también con las caderas? —Preguntó de nuevo Laura siguiendo con el juego de los contoneos.
—Las caderas están perfectas. El vientre lo tendrás plano y duro siempre, aunque comas torreznos, croquetas y canelones con mantequilla todos los días.
Después, mirando descaradamente hacia sus pechos, continuó hablando:
—Con respecto a las tetas, ¿cuánto es una talla 95C?
—Tú hazlas crecer y ya te lo diré.
—Tendré que tocarlas para poder hacerlo.
—Si sólo es un toque terapéutico…
Damián se incorporó acercándose a Laura; lentamente colocó la mano derecha sobre el abdomen al tiempo que situaba la izquierda en los riñones. En ese momento, Laura sintió de nuevo el mismo extraño hormigueo que experimentó el día anterior, seguido de una leve nausea, coincidiendo con el momento en el que sus músculos abdominales comenzaban a marcarse bajo la piel. Después, Damián sujetó con la mano izquierda la parte superior del top mientras que, con la derecha, descorría suavemente la cremallera, dejando ver unos pechos tersos de mediano tamaño, de color nacarado y coronados por unos pezones sonrosados que empezaban a ponerse turgentes. Abatió los laterales del top hacia los lados, dejando que los tirantes de la prenda colgaran a medio brazo. Finalmente colocó las manos sobre los pechos y cerró los ojos. Laura volvió a experimentar las mismas sensaciones de vibración y nausea.
—¿Qué tal así? —Preguntó Damián retirando las manos para permitir que Laura comprobara el nuevo tamaño.
—Un poco más —respondió tras observar sorprendida el resultado de las manipulaciones—. Ten en cuenta que, además, quiero que queden tan firmes que no necesite usar sujetador nunca más.
Damián volvió a repetir la operación otras dos veces, una para aumentar y otra para reducir un poco, ajustando el tamaño a los deseos de Laura. Al terminar, fue ella misma quien cerró la cremallera del top, que en ese momento destacaba con un erotismo sobrecogedor.
—Ahora arréglame la nariz —solicitó de nuevo.
—¿Qué quieres que haga?
—Redúcela ligeramente y suaviza el puente.
—Perderás parte de tu encanto… —protestó Damián.
—Si no me gusta el resultado puedes volver a ponerla como estaba, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió volviendo a realizar la maniobra y modificando el apéndice tal y como ella le había indicado.
Laura dejó a Damián en el salón y se dirigió al dormitorio, donde disponía de un espejo de cuerpo entero en el que se observó con detenimiento.
—¿Eres consciente de la pasta que podrías ganar dedicándote a esto? —Preguntó alzando la voz mientras cambiaba de postura varias veces para observar, desde todos los ángulos, sus nuevos pechos, el vientre firme y la remozada nariz.
—Gano mucha más pasta haciendo otras cosas —respondió Damián riéndose.
—Ya —respondió Laura—. Pero haciendo esto podrías atraer a tu causa a un montón de gente.
—¿Te he atraído a ti? —Preguntó Damián que se había acercado hasta el dormitorio.
Laura, que creyó intuir un doble sentido en aquella pregunta, se cerró de nuevo el top y se sentó en la cama. Observó fijamente el aspecto de Damián, erguido frente a ella, con una camisa azul de Armani y un pantalón vaquero de Polo Ralph Lauren ceñido por un cinturón de cuero negro con hebilla dorada. Observó el agradable gesto de Damián, sonriente y provocador. Quería seguir con el juego del flirteo antes de responder a esa pregunta.
—¿Puedes quitarte la camisa? —Preguntó a su vez ella.
Damián obedeció desprendiéndose de la prenda y colocándola encima del galán de noche que se encontraba a su lado. Laura observó los marcados músculos del torso y el pecho depilado y brillante; se fijó en los fuertes brazos y en los musculados hombros.
—Tú también te has arreglado a ti mismo, ¿verdad? —Preguntó de nuevo.
—Me gusta el deporte —contestó Damián—. Practico todo el que puedo; pero en parte tienes razón, estos abdominales son un poco… artificiales.
—¿Y eso es lo único que has agrandado “artificialmente”?
—Lo demás es todo grande de modo natural —respondió—. ¿Quieres comprobarlo?
Laura, sonriendo, se levanto, tomó la camisa del galán y se colocó a la espalda de Damián.
—Porque me hayas arreglado las tetas no me voy a acostar contigo. —Dijo mientras le colocaba la camisa y la abotonaba lentamente. Después, sentándose de nuevo en la cama le preguntó:
—¿Qué edad tienes realmente?
—¿Qué edad crees que tengo?
—Aparentas unos treinta años, pero creo que eres mayor.
—Digamos que es verdad, tengo algunos años más de treinta.
—¿Cuántos años más?
Damián también sonrió. Hizo una pequeña pausa mirando fijamente a los ojos de Laura, y volvió a repetir:
—Algunos años más de treinta
—Tu verdadero nombre no es Damián, ¿verdad? —Siguió preguntando.
—Ahora sí lo es —respondió mientras terminaba de colocarse la ropa.
—Damián y el diablo, Damián y Abraxas —pronunció Laura pensando en voz alta—. ¿Elegiste ese nombre en memoria del Demian de Hermann Hesse? ¿O fue por las películas del anticristo en las que el protagonista se llamaba Damien?
—Un poco de ambos pero, sobre todo, a causa de Hesse.
—¿Y cuál era tu anterior nombre?
—Prefiero olvidar aquella época. Ahora soy Damián Castellano.
—Seguro que tu apellido tampoco es auténtico.
—Es el más auténtico que pude elegir. Quise hacer un homenaje a mis raíces.
—¿Y cuál es tu segundo apellido?
—Una declaración de intenciones: De Paz.
—Así pues Damián Castellano De Paz —apuntó Laura—. Y muy probablemente será imposible rastrear tu origen.
—Lo es.
—No sé dónde vives…
—Ahora está actuando la periodista, ¿no es cierto?
—Acabas de meterme mano, es lógico que quiera saber quién eres y dónde vives.
—Sólo me has dejado meterte mano para aprovecharte de mí —dijo Damián riéndose; después siguió respondiendo—. Vivo en Gijón, en una gran mansión en el barrio de la Providencia. También tengo otra casa en La Zagaleta, junto a Marbella.
—¿Cuánto valen tus casas? —Siguió preguntando Laura.
Damián se sentó al otro lado de la cama, girando levemente el cuerpo para observar a Laura.
—Digna hija de tu madre —comentó riéndose—. La casa de Gijón costó cuatro millones de euros, tiene novecientos cincuenta metros cuadrados y está situada en una finca de cuatro mil metros. La de Marbella costó once millones, son mil setecientos metros cuadrados de vivienda y la finca tiene seis mil metros.
—¿Y por qué compraste una mansión en un sitio tan snob como Marbella?
—Te corrijo, no es exactamente en Marbella, sino en La Zagaleta, la urbanización más exclusiva de Europa, o sea, mucho más snob de lo que pensabas. Y lo hice porque allí estoy en relación con personas que pueden resultar importantes para mi proyecto.
—¿De dónde sacas tanto dinero?
—Hago que algunas empresas me paguen una buena cantidad. Concretamente figuro como consejero de diez bancos internacionales. Son cargos testimoniales que me permite cobrar un millón de euros mensual de cada entidad. Diez millones de euros al mes, ciento veinte millones al año. La mitad la pago en impuestos. Puedo conseguir mucho más, pero eso lo haré según resulte necesario para desarrollar el proyecto.
—¿Y cómo encajo yo en tu proyecto?
Damián bajó la mirada unos instantes, buscando concentración. Después volvió a levantar la vista mostrando un brillo especial en los ojos.
—Por un lado, encajas como periodista de investigación, sacando a la luz las mentiras y engaños del Sistema. Quiero que hurgues en todos los casos de corrupción posible, pero al más alto nivel. Quiero que te metas en los entresijos de las multinacionales y de la política internacional. Quiero que denuncies las manipulaciones a que estamos sometidos. Todas tus investigaciones serán publicadas en los medios de mayor difusión mundial. Por otro lado, quiero que seas la directora de mi gabinete de prensa. Deseo que te ocupes de divulgar nuestro modelo de sociedad, hacer que la idea cale en la gente.
—¿Y cómo voy a poder hacerlo? Mi periódico no dispone de medios para trabajar a ese nivel.
—Trabajaras como freelance. Si quieres puedes continuar publicando en tu periódico, pero los grandes temas los colocaremos en medios más importantes. Yo me ocuparé de proporcionarte todo lo necesario para tus investigaciones. Tendrás los mejores contactos, la mejor tecnología, todo el apoyo que necesites. Por otro lado, como jefa de prensa de nuestro proyecto, te contrataré yo personalmente.
—¿Cuál es el fin de todo esto?
—Ya te lo dije el otro día. Quiero cambiar el mundo. Quiero establecer una sociedad justa y feliz, en la que todos podamos disfrutar de los recursos y de la vida, en la que desaparezcan las diferencias sociales, donde no exista el dominio de los poderosos sobre los pobres. Quiero cuidar del planeta, acabar con la destrucción a que está siendo sometido, quiero que retorne el equilibrio natural. Quiero que avancemos en el conocimiento, que progresemos científicamente, artísticamente; y que todos disfrutemos por igual de dichos avances. En definitiva, cumplir con mi parte del Pacto. Quiero establecer el reino de Lucifer en la Tierra.
—De momento prefiero olvidarme de Lucifer y centrarme en el proyecto…
—Lucifer es parte imprescindible de este proyecto —interrumpió Damián—. No podemos ignorarlo. Gracias a él podemos cumplirlo. No tendrías tetas nuevas si no llega a ser por él. No tendríamos medios, dinero o influencias de no ser por los dones que él me concedió.
—Mira, Damián, la idea de Lucifer se me sigue haciendo extraña a pesar de todo lo que he visto. Quizá tenga que ver con mi educación. Siempre me lo han presentado como alguien terrible y maléfico. Ya me has explicado que esa imagen no es más que propaganda religiosa, pero me cuesta luchar contra ella. Por otro lado, me costó mucho tiempo aprender a prescindir de la Iglesia, la religión y sus conceptos, y retornar a Lucifer remueve mis convicciones actuales. No digo que no exista, sólo digo que ahora mismo prefiero colaborar contigo centrándome en la bondad del proyecto y en tus “habilidades” especiales, sin pensar en la procedencia de dichas “habilidades”.
—¿Eso significa que estás dispuesta a participar con nosotros?
—Antes tienes que darme otros datos. Por ejemplo: ¿Qué va a ser de mi vida si acepto?
—Claro, aclararte estos detalles es un aspecto importante. Perdona por no haberlo hecho antes.
Damián, que no encontraba la postura retorcido en la cama, se traslado a una pequeña butaca que estaba dispuesta frente al tocador en un lateral de la habitación, la giró y se sentó mirando a Laura.
—En primer lugar —prosiguió hablando—, te haré un contrato con un sueldo de cien mil euros mensuales. Te pondré en contacto con personas que te introducirán en los ambientes que tendrás que investigar. Probablemente también te contraten algunas de estas personas, por lo que los salarios podrán acumularse. Eso te permitirá disfrutar de un nivel de vida que te facilitará el trabajo. Los gastos extras, tecnología, sobornos, ayudantes, todo lo que necesites, te lo pagaré aparte. Publicarás en los mejores periódicos, saldrás en las televisiones de todo el mundo, serás famosa e influyente pero, además, buscaremos un refugio donde nadie te moleste y puedas estar tranquila. Es decir, serás rica, conocida por todo el mundo y respetada. También cambiarán otras cosas en tu vida, estas son, digamos, las esotéricas. Te mantendrás siempre joven, si quieres eternamente, aunque imagino que, de momento, prefieres no plantearte la eternidad, ya hablaremos de ello. Además siempre tendrás salud y belleza, aunque te canses del tamaño de tus pechos y tengamos que modificarlos de nuevo. Además serás feliz, eso también es parte del acuerdo.
—¡Vaya! —Comentó Laura sorprendida—. Es difícil rechazar esa propuesta.
—¿Aceptas entonces?
—Todavía tienes que explicarme otras cosas.
—¿Cuáles?
—En primer lugar. ¿Por qué has pensado en mí para este cargo?
Damián, que se había sentado acomodándose en el respaldo de la butaca, titubeó ligeramente. Después, se inclinó hacia delante y entrelazó los dedos de las manos colocándolas sobre las rodillas.
—También te lo dije el otro día en Gijón. Me he fijado en tu fuerza escribiendo, en tu capacidad de comunicación y en tu compromiso…
—Y en que te gusto. —Interrumpió Laura secamente.
—¿Por qué dices eso? —Preguntó Damián con cierto nerviosismo.
—Hay mucha más gente con esas mismas características —respondió Laura—, incluso periodistas con mucha más experiencia, y tanto o más comprometidos que yo, que te habrían servido igual o mejor. Podías haber elegido a un serio cuarentón, introducido en los medios, con experiencia y contactos. Pero te fijaste en una chica joven a la que podías camelarte asustándola con un truco con las palomas y arreglándole las tetas. Dime, ¿me has elegido porque te gusto?
—Sí, es cierto, no puedo negar que me gustas, pero todo lo que dije antes sobre tus capacidades también es cierto.
—Así pues, de haber sido yo un hombre, no te hubieras planteado contar conmigo —dijo Laura tajantemente.
—Eso no es cierto. Hay otros hombres colaborando en el proyecto.
—Claro, pero para este puesto en concreto, entre un periodista cuarentón y con experiencia y una periodista veinteañera sin experiencia me has elegido a mí. ¿No será porque, además de encajar en tu proyecto, quieres llevarme a la cama?
Damián se estaba encontrando bastante molesto. Resultaba evidente que Laura tenía razón y verse descubierto le hacía sentirse nervioso. No podía negar más la atracción que sentía por ella desde que la vio por primera vez entrevistando, antes de un concierto, a algunos componentes de la orquesta de cámara I Musici, evento que Damián se ocupó de financiar en colaboración con el Teatro Jovellanos de Gijón. Ya habían pasado varios meses de aquel concierto y, desde entonces, había buscado la forma de coincidir con ella en más ocasiones, pasando siempre desapercibido. Aún así, quería ser prudente y no mencionar su interés erótico si no resultaba necesario, porque una intuición le indicaba que ella era la persona idónea para desarrollar esa parte del proyecto y no quería arriesgarse a perderla.
—¿Acaso prefieres que contrate a Gerardo en vez de a ti?
—No —respondió Laura—. Quiero que me contrates a mí, sería tonta si no aceptara, pero también quiero que seas sincero.
—De acuerdo. Claro que me gustas, Laura. Me gustaste desde el primer día que te vi y desearía meterme contigo en esta cama ahora mismo. No puedo negarlo. Pero también creo que eres la persona perfecta para trabajar con nosotros. Quizá un periodista cuarentón también hubiera servido, pero estoy seguro de que no lo haría mejor que tú. Además, contigo siempre puedo tener fantasías y, quién sabe, igual terminamos liados. Estoy convencido de que nada de eso ocurriría con Gerardo, o cualquier otro periodista cuarentón. ¿Soy culpable de machismo por tener fantasías?
—No. Eres machista por basar tu propuesta en una premisa sexista. Entre dos candidatos con iguales capacidades elijes a la que puedes tirarte.
—¡Joder, Laura! ¡Qué complicado me lo estás poniendo! ¿Aceptas o no aceptas? —Preguntó Damián indignado.
—Pues claro que acepto —respondió Laura riéndose.
—¿Y puedo fantasear contigo?
—El hecho de que puedas hacer prodigios no hace que se me caigan las bragas…
—Bien. Entonces, si contrato a la tía buena que me da calabazas… ¿dejo de ser machista?
—Me gusta tu modo de ser machista —respondió Laura mientras seguía riéndose.
Damián también comenzó a reírse. Reconoció que había perdido el juego. En la relación entre los dos, Laura era la que llevaba la iniciativa y, si dicha relación había de progresar, lo haría según ella quisiera.
—¿Cuándo firmamos? —Preguntó Laura sin dejar de reír.
—Cuando quieras —respondió Damián acomodándose de nuevo en el respaldo.
—Quiero firmar en tu casa de Marbella. Tú invitas a todo.
—De acuerdo, pues vámonos ya. Allí podré presentarte a alguna de las personas que te interesa conocer.